Reseña de La vida del archivo. Hannah Arendt: lecturas y reapropiaciones de Hunziker, P. y Smola, J. (editoras)
Buenos Aires, Editorial UNGS, 2023, 328 págs.
Silvio Mattoni
Universidad Nacional de Córdoba
Cómo citar este texto:
Mattoni, S. (2024). Reseña bibliográfica La vida del archivo. Hannah Arendt: lecturas y reapropiaciones de Hunziker, P. y Smola, J. (Eds.). Pescadora de Perlas. Revista de estudios arendtianos, vol. 3, nº 3, 165-170.
Disponible en: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/pescadoradeperlas/index.
Este libro quizás no pueda presentarse de otro modo que por medio de indicios, señalando con los dedos extendidos precisamente a su índice donde leemos títulos de los doce ensayos que lo componen. Se trata en todos los casos de conversaciones entre los escritos de Arendt y otros autores, otros libros, a veces otros temas que no aparecen tan claramente en esos mismos escritos, sino que surgen como entre líneas. Pero sucede que antes de los ensayos mismos, como su condición, su espacio de aparición y su comienzo, estaría el archivo Arendt, su vitalidad, su proteica supervivencia, puesto que desde cursos, cartas, diarios, sin mencionar su gran libro inconcluso, la obra siguió creciendo y aún podrá seguirlo haciendo. Sin embargo, la vida de su pensamiento no residiría tanto en los papeles póstumos sino también y sobre todo en las lecturas que vuelven a la totalidad del recorrido trazado o esbozado, incluso sugerido a veces más que definido. Así, no dejan de reaparecer en estas discusiones los libros de la mitad del siglo XX, en cuyas posibilidades de describir la política destruida o las condiciones de una vida significativa se vuelven a encontrar indicaciones para el presente.
Sería un poco obvio enumerar los temas y los nombres que se ponen en relación con la obra de Arendt en los doce trabajos, no encomendados por ningún caprichoso tirano en este caso, sino a salvo de toda mitología porque fueron dictados por el afecto, la amistad, ese extraño sentimiento de cercanía que hace leer a alguien muerto hace tiempo y sin el cual ningún pensamiento puede dar inicio. No obstante, me arriesgaré a repetir la introducción, que comenta el índice, que anuncia los núcleos de cada ensayo, aunque de una manera tan sucinta que será casi una ráfaga de relaciones, menos expresiva aún que una lista de títulos y de firmas. Porque también las doce firmas son una comunidad, plural, cada cual con su modo de leer y su enfoque y su motivo, incluso separadas por las ocasionales diferencias de citas, pero que comparten el lugar para pensar la tradición, la vida política, las instituciones, las marginaciones, las libertades si se quiere, y para llamar a ese aquí y ahora con otra firma, que salió del tiempo vivido para pensar el tiempo que prosigue, Arendt.
¿Qué vamos a leer, qué se invita a leer en La vida del archivo? Arendt y Hermann Broch, más allá del abismo o apenas después del abismo; ella también con otro amigo, que no pudo saltar el último borde del mismo pozo, Walter Benjamin; Arendt y su regreso a la amistad con Heidegger, ese viejo amigo que no podía reconciliarse consigo tal vez. Respiramos en esa tradición, en su compleja trama de diálogos y desacuerdos, en la reanudación de lo que parecía roto, porque la transmisión había caído inexplicablemente, por una explosión externa a todo libro, en un terreno fuera de todo archivo. Y tomo aire para anunciar el segundo conjunto de ensayos, donde Arendt reanuda una conversación en la periferia y en los orígenes de la así llamada filosofía política. Se encuentra con Maquiavelo, su necesario realismo, con el observador cosmopolita Montesquieu, con la tradición clásica, puesto que ambas palabras son tan flagrantemente griegas, filosofía y política, e incluso con sus propios intérpretes, a quienes debe discutir desde un retorno, desde una vuelta a su letra, y además, habrá de discutir con otras interpretaciones de los temas antiguos, muy diferentes de la suya, sobre todo en el enigma o la promesa de una palabra para nada griega, república.
Finalmente, en la tercera constelación de ensayos, Arendt viene a enfrentar acaso un motivo que no quiso reivindicar con tanta fuerza teórica: el feminismo. Sobre lo cual, claro, no hizo simplemente silencio, y por eso los feminismos, en plural, pueden dialogar con su obra, con las definiciones y los límites de esos escritos, para pensar otros comienzos, otras acciones.
Ahora llegó el momento de decir algo, teniendo en cuenta que sobre la mayoría de estos diálogos no conozco casi nada, pero sería más bien algo sobre la supervivencia, la vitalidad de Hannah Arendt, el impulso que se retoma en este libro y en muchos otros, en la comunidad polifacética e intensa que la sigue leyendo e interpretando. Y si algo asombra en primer lugar, tanto en sus breves intervenciones como en sus grandes libros, es la expectativa de Arendt, lo que deposita en la comprensión y en la posibilidad de ser comprendida. Para que se entienda lo que digo, basta el ejemplo de lo que le dice y le repite, según refiere el hermoso ensayo de Paula Hunziker, “Mientras arde Troya”, a Hermman Broch, el gran novelista del final de un mundo, el que quiso escribir el deseo íntimo del poeta máximo del imperio antiguo que era, al final, quemar su poema. Cuando en la posguerra, después de lo inenarrable, Broch parece querer abandonar la literatura, tirar al fuego de lo inútil el impulso de escribir sin más, Arendt lo incita a seguir, lo alienta cuando le parece que está escribiendo de nuevo. ¿Por qué? ¿Para qué novelas y cuentos y poemas, cuando se escribieron y se escriben de espaldas a lo real, a lo imposible de creer? Arendt parece decirle a su amigo que la insistencia de lo que no sirve en un mundo sojuzgado contiene en sí, al igual que el esfuerzo de pensar, una luz de esperanza, como en el proverbio.
Las dos palabras son grandilocuentes, y por ende están gastadas: luz, esperanza. Apenas recuerdan que el tiempo puede ser de oscuridad como un telón de fondo de pequeñas, frágiles chispas. Pero Arendt aplaude el lirismo de su amigo: la novela nihilista sobre la futilidad del arte a fin de cuentas se transforma en el triunfo del lenguaje que puede transmitir una forma del mundo, una sensibilidad, una fragilidad que sin embargo no desaparece. La expectativa de Arendt está, obviamente, en la amistad, la amistad del mundo tal vez. Su esperanza se prueba en que parecería posible, al menos mientras el horror no sea total y lógicamente completo, seguir teniendo una vida, activa y contemplativa, aun cuando la barbarie reitere que cada vida es sustituible por otra. Quizá sea cierto que el principio de la acción comienza con el olvido de lo ya hecho, pero en efecto siempre es un retorno, huella sobre huella. Miles de años atrás un poeta muere sin terminar su libro, que funda una manera de dominar el mundo, ahora otro se calla porque siente que lo real devasta cualquier relato, pero una amiga piensa que algo debe permanecer, y si otro libro aparece, lo nuevo puede volver con la figura de algo anterior.
No creo que Arendt, por lo que me enseñaron estos ensayos y también sus libros, haya estado lejos de pensar esta frase: escribir, pensar, es amar el mundo. Pero esto significa entonces, interpretando este último verbo: no retirarse del mundo para pensar su fundamento o su sustracción. Escribir, aunque se trate de un complejo lirismo que no parezca hablar del presente, pone en el mundo la esperanza de que algo aparezca y su propia fe en permanecer, de algún modo. Y contemplar el mundo, o sea pensar, es discernir algo en su actividad, juzgando sin implicarse del todo en su incesante intercambiabilidad, y preferir un aspecto, varios aspectos, antes que otros. Es a lo que Kant llamaba gusto o facultad de juzgar, y a lo que un griego, citado por Arendt, llamaba frónesis. Entonces, el aspecto que uno prefiere del mundo, que no consiste en ninguna separación, implicará distinguir lo que daña, la destrucción de todo aspecto. Ese mal, por otra parte, puede ser tan banal como una decisión insegura o megalómana de un escritor perdido que se niega a que su escrito sea leído, que cede a la tentación fácil de no dejar huellas. Pero el poema, la Eneida digamos, aparece, nace, con la muerte de Virgilio inclusive. Y después se utiliza, contiene un mal imperial y un bien fundacional. Arendt, la esperanza que tiene el nombre de Arendt, parece decir que en el medio de lo posible, en el teatro tumultuoso de lo político y contra su telón estático, no solo puede surgir el mal, su repetición de pura nada. Claro que es imposible pensar lo que hasta un punto del tiempo fue imposible, pero el hecho de pensarlo abre la vía de otra posibilidad: ¿y si alguien, en mi lugar, pensara esto? ¿Preferimos acaso juntos un aspecto polícromo del mundo que también amamos, que aplaudimos? Puedo estar equivocado, y otros conmigo también, pero prefiero el error con amigos, como decía Cicerón, amigo de Hannah, que la verdad con sus oponentes.
No hay entonces fórmulas para discernir, la frónesis no se aprende, no se sabe, de allí que deba encontrarse en los actos. El acto de pensar parece mirar el mundo más que activarlo, pero si deja una huella forma parte de lo que permanece, arma la figura de un tiempo. En esa vida del espíritu no solamente se repite la sustracción de un cuerpo en su lejanía del acto, sino que se asiste al surgimiento posible de lo nuevo. Se trata de la distancia entre el impulso de ir hacia otros, acercarse tal vez, y ese objeto plural, multiforme, que se eleva como una nube roja sobre un conjunto de seres hablantes, hablando, y que después se define en relieves, en cosas demasiado perfectas para ser consumidas, destruidas. Tal es también el clasicismo de Arendt, otra forma de la esperanza: que lo bello, que no existe, haya sido posible; y que lo horrible, que existe demasiado bien, no sea lo único posible.
En honor también a ese helenismo fragmentario, siempre dudoso como un recuerdo encubridor, y cuya misma perduración es un misterio, un elemento místico en la prosa de la historia, quisiera recordar los últimos versos del coro de Antígona, que hablan de fronein, de discernir. Ya saben: el gobernante cae, hay jóvenes que murieron, hay una chica que murió por un sentimiento inexplicable, ilegal, que la elevó sin embargo, por ese sello, ese nombre, que se llama destino y que es algo dicho sin palabras, por encima de su único acto. Es difícil actuar cuando el acto está destinado a dejar una huella, pero es imposible actuar si el mundo está destinado a la destrucción, si lo que amamos no tiene ninguna esperanza de permanecer. De suerte que al final, después de todo lo que pasó, antes de que cada griego se vaya a su casa y a su economía, se dice algo así: la eudaimonía empieza con la frónesis. O bien: discernir, preferir, saber hacer algo son la parte principal de la felicidad, del buen ánimo. Elegir sería el elemento básico de estar bien, con uno mismo pero igualmente con los otros, porque no hay nada que juzgar si no hay alguien más, si nuestro índice no encuentra otros ojos y otros índices y la esperanza de la mano abierta para aplaudir, tocar, abrazar, etc. De modo que la eudaimonía, debido a esa parte inicial de su persecución, el discernimiento, se encuentra con el bien de otros, porque se comienza con el pensamiento puesto en ese lugar, primero hipotético, luego posible, realizable. Porque si el otro discierne más o menos como yo, entonces mi pensamiento feliz no es un engaño total.
Luego el coro se pone más sentencioso, amonesta, advierte. Dice: megáloi lógoi, las grandes palabras, la grandilocuencia, el vacío, el acto repetido, se pagan con grandes golpes, megálas plegás, grandes desgracias, aflicciones, contusiones, incluso palizas. Pero ese juego lógico que choca con los hechos, con el tiempo, que además nos envejece, dice el coro, también nos enseña algo: esos golpes to fronein edídaxan, que podría traducirse simplemente: nos enseñaron a pensar, nos indicaron cómo diferenciar. Pero viene Arendt a sacarnos del juego griego y dice: nos enseñan a discernir qué queremos, con quiénes lo querríamos, tratando de saber lo que preferimos. Nos enseñan acaso, palabras y golpes a la vez, a reconciliarnos con el mundo tal como es, porque solo en él podrá aparecer lo que queremos, y solo en él habrá de perdurar lo que amamos.