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Número 5 · Año 2019

 

 

“Enterarse de viva voz de las peores cosas”:

La escucha en el contexto de actos escénicos que usan la memoria como material en un escenario post-traumático

 

‘To learn the worst things by hearing a lively voice’: Listening in the context of performances that use memory as material in a post-traumatic scenario

 

Luis Carlos Sotelo Castro

Concordia University

Montreal, Canadá

luis.sotelo@concordia.ca

 

Recibido: 20/07/2019 - Aceptado: 23/07/2019

 

Resumen

Este texto propone que el paradigma del teatro como representación es limitado, pues no ayuda a entender en forma adecuada el poder transformativo de la escucha en el contexto de un acto escénico de memoria que tiene lugar en un escenario postraumático. El paradigma del teatro como representación ubica la escucha en ese tipo de obras como un problema de semántica. En consecuencia, escuchar se entiende como interpretar. En cambio, este texto propone ubicar la escucha como un problema de pragmática. En consecuencia, la escucha debe entenderse como un problema ético, inmerso dentro de una política de la escucha más amplia. Se discuten dos anécdotas relacionadas con la obra Kilele (2004) del Teatro Varasanta (Colombia) para ilustrar esta idea.

Palabras clave: escucha; memoria; teatro; actos escénicos de memoria; posicionamiento.

 

Abstract

I argue in this text that the paradigm by which theatre is understood as representation is limited when it comes to understanding the transformative power of listening in the context of performances that use memory as material in a post-traumatic scenario. To understand this type of theatre as representation implies to locate listening as a semantic problem. In consequence, to listen is seen as equal to interpreting. In this text, instead, I argue for locating listening as a pragmatic problem. In consequence, listening needs to be conceptualized as an ethical problem, which in turn is part of a wider politics of listening. I discuss two anecdotes related with the memory play Kilele (2004) by Colombian Theatre Varasanta to illustrate this claim.

Key words: listening; memory; theatre; performance of memory; positioning.

 


 

Desde hace ya unas décadas, existe la idea de que el teatro y, en forma más amplia, las artes vivas o de lo escénico pueden ser un medio para contribuir a remediar o restaurar algunos de los graves daños emocionales, simbólicos y sociales que la violencia política ocasiona en sociedades específicas, en especial en sociedades en transición o de posconflicto. Un elemento central de esa idea está en el valor que se le asigna al uso de la historia oral y, en general, de la memoria como material que informa (es fuente) o, incluso, es formato en la medida en que constituye el acto escénico.[1] En otras palabras, existe la idea de que las artes que hacen una “puesta en cuerpo” del pasado de violencia política tienen un rol que jugar en los contextos específicos en los cuales y para los cuales se producen.[2] Se dice, además, que el rol de estas “teatralidades de la memoria”[3] excede su función de representación e, incluso, su función estética, para pasar a cumplir una función ritual-social que, a veces, alcanza dimensiones terapéuticas (García Contreras usa el término “catárticas”).[4]  Se afirma también que este tipo de espectáculo puede llegar a servir para movilizar y generar acciones, en cuanto permiten reconstruir narrativas de la memoria antes silenciadas.[5]

En este escrito, me interesa discutir la cuestión del uso de la memoria como material en actos escénicos que aspiran a facilitar un cambio social en un contexto postraumático. Nótese que uso este término y no el de posconflicto, que es el que normalmente se usa para referirse al arte que surge en el contextos de procesos de justicia transicional.[6] El concepto posconflicto es difícil de definir. Normalmente se refiere al período posterior a un conflicto violento, por ejemplo, posterior a la firma de un acuerdo de paz. Otros autores prefieren describirlo como un proceso, no como un momento.[7] Entendido como proceso, es posible aceptar que en ese contexto se hayan alcanzado logros, como la desmovilización de combatientes, acuerdos para hacer desminados, etc., y que, sin embargo, haya aún fracciones en conflicto. Para evitar esa discusión, uso un término que, creo, generará menos resistencia. Haya o no haya posconflicto, las personas afectadas por un evento violento y en proceso de afrontarlo pasan por un proceso de postrauma (donde, muchas veces, la re-traumatización también es una realidad). Este no es el lugar para expandir este debate. Simplemente, uso este término porque es más amplio y permite incluir tanto traumas derivados de un conflicto armado, como el colombiano de las últimas décadas, así como memorias dolorosas y prácticas dañinas que son el legado de un período colonial y que siguen actuando. En las sociedades que son el resultado de una colonización, como todas las de las Américas, estamos en un contexto postraumático. Estamos, además, en un contexto de diversidad cultural, donde hay sobrevivientes de los pueblos originarios, hay afrodescendientes y hay nuevas migraciones. En algunas más que en otras sociedades de las Américas, ese postrauma colonial se ve aumentado por un conflicto armado reciente que, en gran medida, sigue relacionado con la apropiación de los territorios de los pueblos nativos.

     En concreto, me interesa aquí discutir evidencia que indique que este tipo de arte escénico (un arte híbrido entre acto de memoria, acto escénico e intervención social), ciertamente, tiene el poder o la facultad de facilitar algún tipo de cambio en dicho contexto. Aspiro a esbozar unas ideas que sirvan para delinear preguntas para futuras investigaciones acerca de este problema. Para lograr esto, me enfoco en el problema de la escucha como unidad de análisis. El acto de escuchar a alguien que articula historias personales que dan vida a un pasado de violencia política posiciona a quien escucha en un lugar cualitativamente distinto al de un espectador de una obra ficticia. Esto ocurre tanto en obras en las cuales hay personas de la vida real que son invitadas a aparecer en escena y narrar memorias personales, como en otras en las que los testimonios reales son después presentados por actores e, incluso, enmascarados con artilugios escénicos.

Ejemplo del primer tipo de obra en el contexto colombiano es Antígonas, Tribunal de Mujeres (2015), dirigida por Carlos Satizábal.[8] En esta obra, aparecen en escena cuatro mujeres que dan cuenta del crimen cometido contra sus seres queridos por parte de agentes del Estado. Una actriz representa una versión de Antígona, en la que ella le dice al público: “…he visto la pesadilla…las tumbas y los cuerpos despedazados en ellas”.[9]

Haciendo alusión a las tantas personas desaparecidas en Colombia en el contexto del conflicto armado que ha durado más de cinco décadas, agrega: “También oí a los hijos muertos, hablándoles en sueños a sus padres, y mostrarles el camino hacia sus tumbas anónimas”.

Luego, se dirige al público, como si éste fuera el jurado de un tribunal, y les dice: “He visto todo esto. Pero ustedes, ustedes, ustedes, ya no oyen ni ven nada”.

En ese momento, aparece en escena María Ubilerma Sanabria, la madre de uno de los jóvenes que fueron víctimas de lo que se llamó en Colombia “falsos positivos”, jóvenes asesinados por miembros del Ejército y presentados como guerrilleros caídos en combate, con el fin de mostrar que se estaban produciendo los resultados que el alto gobierno esperaba para, a cambio, recibir ascensos y otros beneficios. Dirigiéndose al mismo público al que ya se le había dicho “ustedes ya no oyen ni ven nada”, la señora Sanabria dice:

 

Estoy aquí para decirles, para contarles, que en Colombia, en el mandato de Álvaro Uribe Vélez, siendo Ministro de Defensa Juan Manuel Santos, fueron más de 6800 ejecuciones extrajudiciales. Una de ellas, la de mi hijo. [Saca dos fotografías de su cartera. Las levanta y las muestra al público. Dice:] Él es mi hijo, Jaime Esteven Valencia Sanabria, un niño de tan sólo 16 años, que con engaño fue llevado a un caño de Norte de Santander. Allí la Brigada 15 del Ejército lo asesinó. Lo tiró a una fosa común como N.N., acusado de ser narco-guerrillero.[10]

 

El efecto de saber que lo que se escucha de ellas no es ficticio fue registrado por el director y dramaturgo Sandro Romero, quien comentó así:

 

Después de ver Antígonas, Tribunal de Mujeres se ponen en tela de juicio muchos de los parámetros por los cuales vamos al teatro y, por supuesto, de por qué se hace teatro. Cuando se sabe que quien está sobre el escenario no está ‘haciendo de cuenta’, sino que está contando un dolor que viene de mucho más adentro que el de los límites de la escena, surgen muchas preguntas y la manera de reflexionar sobre el oficio de la representación se sacude.[11]

 

Justamente, lo que este texto ofrece es una reflexión crítica sobre el paradigma que se enfoca en el teatro como arte de representación, es decir, como el arte de “hacer de cuenta” o, como se dice en la academia anglosajona, el paradigma del acto escénico (performance) como un make-believe (hacer creer) o un as if (tomar algo como si fuera aquello).[12] Planteo que ese paradigma no es adecuado para explicar lo que ocurre en el proceso de escuchar historias dolorosas y personales en un contexto postraumático. Tampoco es adecuado en el sentido en que oculta la intersección entre las dimensiones de la estética escénica, la ética del reconocimiento y la política de la memoria, que entran en juego en un acto escénico de memoria en un contexto como el latinoamericano que, además, tiene todo para ser visto desde un lente poscolonial: pueblos indígenas y de origen africano conviven con los descendientes de los colonos europeos y con nuevos colonos, en un contexto en el que la idea dominante de progreso económico continúa desplazando y silenciando las ideas de pueblos nativos, no inmersos en la lógica capitalista.

En el proceso de replantear el paradigma del teatro como representación, busco también en este texto revisar el vocabulario con el que se habla del espectador que escucha ese tipo de narrativas. Frecuentemente, se usa la palabra testigo para referirse a ese sujeto que, aunque esté en un contexto escénico, escucha historias personales de la vida real. La palabra testigo establece una conexión con lo que ocurre en el ámbito judicial: quien es testigo puede después dar cuenta de ese suceso, puede hacer circular lo que escuchó o vio. Sin embargo, parte de lo que busco en este artículo es problematizar esa categorización de “testigo” para quien escucha. Retomando las palabras de la actriz y antropóloga Catalina Medina, de cuyo trabajo escénico hablaré más adelante, tanto el artista que crea un espacio para que personas de la vida real se presenten en escena, como quien usa la memoria de otros para informar su proceso creativo, y quien luego escucha una representación de esas historias como espectador, se estaría “enterando de viva voz de las peores cosas” que han ocurrido en ese lugar de violencia que es objeto de investigación y representación. En unos casos, como en Antígonas, Tribunal de Mujeres, la viva voz es la de quien rinde testimonio de su propio dolor en primera persona; en otros, como el caso que discuto más adelante, la viva voz “original” no está en escena. Sin embargo, su dolor es reconocible como real, como suyo. La mediación del artilugio teatral sólo le da una máscara, una apariencia para “hacer de cuenta” que lo representado está presente cuando, físicamente, no lo está. No obstante, sí hay una viva voz representándola. Siendo eso así, ¿qué pasa con quien escucha en este escenario?

Un paradigma del teatro como representación diría que quien es espectador está ahí para “interpretar” ese artilugio teatral, para decodificar o descifrar ese “hacer de cuenta”, ese signo. Pero, ¿qué ocurre cuando quien escucha es el sujeto representado o es parte del contexto representado y, más allá de interpretar, se reconoce o se siente aludido e interpelado en esa representación? Yo pregunto: ¿cómo conceptualizar el tipo de escucha que genera este tipo de acto escénico? ¿Cómo describir la fuerza transformativa de la escucha en el contexto de este tipo de arte? ¿Qué riesgos y qué posibilidades tiene dar a la escucha ese material doloroso y propio de un contexto violento? ¿Quién escucha? Para ello, en este texto me concentraré en discutir datos que surgen de la puesta en escena de Kilele (2004), del grupo de Teatro Varasanta de Bogotá, escrita por Felipe Vergara como resultado de un trabajo de campo en la región de El Atrato Medio, en compañía de Catalina Medina y otros miembros del Teatro Varasanta, dirigida por Fernando Montes. Este es un ejemplo de la segunda categoría de casos que mencioné antes. Acá, por el contrario que en Antígonas, Tribunal de Mujeres, las voces originales son enmascaradas con un artilugio teatral. Los sujetos cuya memoria se re-presenta no están en escena. Pero sus voces, sus problemas, su dolor sí lo están, y son perfectamente reconocibles. La discusión de un par de reacciones de espectadores servirá para plantear los problemas a investigar acerca de la escucha en el contexto de este tipo de trabajo, que usa la memoria como material en un contexto postraumático, de conflicto armado, y en el que una mirada desde lo poscolonial es pertinente.

 

El caso: primeras aproximaciones

 

Kilele es un acto –la puesta en escena de una obra dramática– que hace memoria de una masacre que ha sido descrita “como una de las peores tragedias humanitarias en Colombia”.[13] La masacre de Bojayá es un caso emblemático de la degradación del conflicto armado colombiano, porque hace evidente el abandono del Estado y de la sociedad dominante, la complicidad del Ejército con uno de los bandos, la crueldad sin límites de los actores armados en contra de la población civil y, a la vez, el perjudicial y persistente legado colonial, tanto por lo hecho a los territorios y poblaciones indígenas, como a los descendientes de las personas africanas, cuyos ancestros fueron esclavizados y que, a consecuencia de eso, las actuales generaciones continúan viviendo hoy en una marginalidad que se perpetúa en el tiempo. Fueron estas dos poblaciones, tanto indígenas (etnia emberá) como afro-descendientes, las principales víctimas directas de esta matanza múltiple que dejó un total de 119 personas muertas, de los cuales 48 eran niños menores de 18 años. La masacre también produjo un desplazamiento masivo, incluyendo el desplazamiento de varios grupos emberá. Además, es un caso emblemático del no reconocimiento de responsabilidades por ninguno de los actores armados, incluyendo al Estado.

En mayo de 2002, la población del pueblo de Bellavista (en su mayoría afrodescendiente), Departamento del Chocó, se vio atrapada entre el fuego cruzado del frente José María Córdoba de las FARC, comandado por alias “Silver”, y el frente Elmer Cárdenas del grupo paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), comandado por Freddy Rincón (alias “El Alemán”).[14] Su guerra era por el control territorial; estaba en juego demostrar su fuerza y su capacidad de control del río Atrato, una avenida importante para el narcotráfico y el tráfico de armas. Aprendiendo de confrontaciones anteriores, los indígenas que habitan en el casco municipal lograron escapar por el río y refugiarse en la selva,[15] donde permanecieron por más de tres meses, lo que les impidió siquiera ser reconocidos como víctimas y recibir ayuda. Un buen número de habitantes de Bellavista se reunió en la iglesia para refugiarse. La iglesia era la única construcción en ladrillo, en la que se sentían un poco más seguros de las balas. Los paramilitares se ubicaron alrededor de la iglesia para usarla como escudo de los ataques guerrilleros. Incluso intentaron entrar y refugiarse con la población, pero el padre se los impidió para proteger a su gente. La guerrilla no sintió que la presencia de niños, ancianos, mujeres, hombres, del padre o del templo fueran un impedimento para lanzar un arma no convencional, un cilindro de gas convertido en bomba que explotó en la iglesia, ocasionando desmembramientos y mutilaciones, y en general la muerte masiva de la mayoría de los que estaban allí. La crueldad de los actores armados se hace aún más evidente cuando se sabe que, a pesar de que los líderes de los bandos armados sí se comunicaban por radio para acordar ceses al fuego al final de cada jornada bélica y para acordar la hora a la que reasumirían la batalla al día siguiente, no fueron capaces de interrumpir el combate para permitir, ni inmediatamente después de la explosión ni al día siguiente, que los sobrevivientes que habían huido regresaran a recuperar heridos, identificar los cadáveres, llorar sus muertos y hacer los ritos fúnebres que son costumbre según su herencia afro-colombiana. Por el contrario, continuaron el combate. En consecuencia, unos días después, los restos fueron depositados en fosas comunes en bolsas negras (no en ataúdes), dejando a los familiares de las víctimas sin la posibilidad siquiera de darles un último adiós. Este hecho tiene un significado cultural importante. Para esta etnia afro-colombiana, no haber hecho los cantos y ritos fúnebres cuando era debido, ni haberlos podido enterrar por separado en ataúdes, implicaba que sus muertos “seguían deambulando sin poder encontrar descanso”.[16]  El ejército sólo apareció cuatro días después. El alcalde gobernaba desde la distancia, por miedo a las amenazas en su contra. Era una población afro-colombiana e indígena abandonada a la ley del más fuerte, en donde el Estado sólo observó desde lejos y esperó a que se acabara la batalla para hacer presencia.

Los organismos de derechos humanos y la prensa se hicieron cargo de difundir la noticia de eso que algún medio llamó “un genocidio anunciado”.[17] El despliegue mediático puso a Bojayá y su población en el centro de atención, tanto nacional como internacional.[18] Múltiples iniciativas de memoria, tanto de agrupaciones locales como de organizaciones interesadas en dar acompañamiento a los habitantes de la región, se sumaron a los que ya existían porque, lamentablemente, esta masacre sólo fue un punto máximo de un proceso de violencia contra la población que ya venía en curso (y que continúa), frente a la cual organizaciones locales venían resistiendo y trabajando por denunciar y construir memoria. En ese contexto, la Diócesis de Quibdó, ciudad capital del Chocó, tuvo la iniciativa de promover el uso del teatro en diferentes poblaciones ribereñas. Bajo la coordinación de la pedagoga teatral alemana Inge Kleutgens, se hicieron talleres de creación colectiva y usos del teatro para facilitar que los participantes crearan obras acerca de su propia realidad. Como resultado de ese proceso, se produjeron ocho libretos, siendo uno de ellos la obra Kilele.

Felipe Vergara (dramaturgo) y Catalina Medina (actriz y antropóloga) se dieron a la tarea de visitar y escuchar, durante cuatro meses, a habitantes de la región. El imaginario de la riqueza cultural en materia de ritos de la gente afrocolombiana había motivado a Vergara a solicitar financiación “para investigar ritos”,[19] más con ánimos de encontrar vínculos entre rituales y teatro, que con la intención de hacer una obra sobre Bojayá, que fue lo que terminó haciendo con Kilele. Felipe Vergara colaboró en este proyecto con Catalina Medina, quien para ese momento iba motivada por su interés en antropología teatral.[20] Este dato es importante. Un hombre de teatro reconoce que no tiene las herramientas metodológicas ni los contactos para hacer “trabajo de campo”. Ese método no parece propio del paradigma de teatro como representación que domina el área de la creación escénica, y por eso no se enseña (normalmente) a quien estudia teatro o se forma en teatro por fuera de las academias. De ahí la necesidad de colaborar con una antropóloga, quien sí tiene ese entrenamiento y, en el caso de Catalina, los contactos para abrir puertas hacia la comunidad con la que querían trabajar. En esa relación de trabajo entre la persona de teatro y la antropóloga, entre el paradigma del teatro como arte de representación y la antropología como ciencia social descriptiva, hay algo que explorar acerca de la puesta en tensión de dos aproximaciones a lo escénico: lo escénico como resultado de un proceso de creación-imaginación-representación y lo escénico como un proceso para dar a la escucha algo que se ha recogido durante entrevistas realizadas en un trabajo de campo. Esa puesta en tensión, en especial en contextos de conflicto y posconflicto, plantea un cuestionamiento del paradigma del arte como representación, y en especial de lo escénico como “poesía”. Felipe Vergara comenta:

 

Yo me acuerdo que cuando me fui para el Chocó quería escribir una obra [de teatro], y ese era mi objetivo. Cuando empecé a ver la vida de la gente allí, cambié ese objetivo por otro ¿Y ahora cómo puedo hacer una obra que les sirva a ustedes mismos?[21]

 

Es cierto, Vergara dice “ver la vida de la gente allí”, no dice “escuchar”. No planteo que ver y escuchar estén separados, o que la escucha sea superior. Sí planteo que, a menudo, el rol de la escucha es “invisibilizado”, o mejor, silenciado. Como plantea Adriana Cavarero, incluso en el lenguaje estamos dominados por la cultura visual.[22] Y el paradigma dominante de lo que es lo escénico también lo está: se piensa el teatro como “imagen teatral”, o como escritura dramática, que es una traducción visual del mundo acústico que le da vida. Poco se habla de lo que se da a la escucha, incluyendo palabras, silencios y sonidos. Dicho esto, vuelvo al punto de arriba. Vergara reconoce que al “ver la vida de la gente allí”, el objetivo de su quehacer artístico cambió. Cambió de lo artístico a un compromiso social con ese grupo de personas de esa región. Pero, ¿de dónde viene la fuerza transformadora de ese cambio? La antropóloga, desde su paradigma de científica social y desde su interés en la voz como actriz, lo plantea así:

 

Hay un aspecto que me sigue llevando allá: el enterarse de viva voz de las peores cosas, de las más duras, las más sanguinarias, las más retorcidas que puede uno imaginar, y ver cómo milagrosamente la vida sigue, la cotidianidad sigue, y la esperanza de alguna manera también sigue.[23]

 

Esta reflexión de Catalina Medina abre las puertas para investigar la escucha (de la viva voz que narra las peores cosas) como proceso para conectarse con la realidad –la vida y muerte– del contexto social y político del que se es parte. Y no con cualquier realidad, sino con aquella que, por ser tan real, negamos y, socialmente, ocultamos y resistimos escuchar. La realidad de las peores cosas, las más duras, las más sanguinarias, se silencia, quizás siempre porque la negación de esa dura realidad parece ser un mecanismo de defensa psicológico común a muchas otras situaciones.[24] En todo caso, en un contexto de violencia armada, en donde hacer memoria es un paso necesario para que haya justicia y para remendar los daños causados, de forma que se pueda avanzar hacia la construcción de condiciones para vivir en paz, la continuidad del conflicto se manifiesta justamente en la negación de esas verdades dolorosas.

En lo que sigue, voy a describir dos situaciones que el equipo creativo que participó en Kilele recordó espontáneamente cuando les comenté que quería investigar lo que ocurre cuando lo escénico es, también, un acto de memoria. Luego, haré unas proposiciones acerca de cómo conceptualizar la escucha en el contexto de este tipo de arte híbrido.

 

De la sátira al acto: el abrazo de Los modelos sin fronteras

 

Kilele es una invocación. Ahora explico por qué. El personaje central, Viajero, es presentado como “un campesino chocoano”. Sin embargo, las referencias en la obra son claras y explícitas: es el padre de una familia que murió en la iglesia de Bellavista cuando la guerrilla de las FARC lanzó la bomba. En la obra se da incluso la fecha, así sea disfrazada como si fuera el número de una lotería que no resultó número ganador: 0205 (dos de mayo). En concreto, su mujer Tomasa y su hijo Polidoro mueren en la iglesia. Su hija Rocío sobrevive. A pesar de que la obra está lejos de presentarse como teatro documental, o como teatro basado en historias de la vida real (lo cual es curioso, dado que es el resultado de cuatro meses de trabajo de campo en la región del Atrato), la vida real de ese contexto postraumático es la que le da aliento. El dramaturgo utiliza el artilugio de enmascarar, o mejor, emparentar la tragedia de Bojayá con elementos de tragedias del teatro griego, como Hécabe (424 aC), de Eurípides. Así, el hijo de Viajero se llama Polidoro, como el hijo de Príamo y Hécabe. En ambas tragedias, Polidoro es asesinado y se hace presente como fantasma para exigir el sacrificio de su hermana. La hija de Viajero, que había sobrevivido la explosión de la iglesia de Bellavista, se entrega voluntariamente a la muerte en un juego aparentemente infantil con el espectro de su hermano. Así como en Hécabe, en Kilele el dolor de la muerte de la hija es lo que desencadena las emociones que llevarán a que uno de los padres haga una forma de justicia por su propia mano. La diferencia es que, mientras en la tragedia griega la muerte de la hija alimenta la sed de venganza de su madre (Hécabe), en Kilele es el padre de Rocío quien se encarga de hacer justicia. Pero la justicia que hace Viajero es distinta. Aquí es donde importa ver Kilele como una invocación afrocolombiana, un acto de memoria que pretende ser, también, un acto cultural de reparación y de justicia a nivel espiritual. Ante la noticia de la muerte de su hija, Viajero pronuncia una maldición con rabia. En la cultura afrocolombiana del Chocó, según cuenta Felipe Vergara, esas maldiciones son rezos a los que llaman “secretos” (nombre que se menciona en la obra, pero quien no sepa de qué se trata muy posiblemente no va a entender esa referencia). Se cree en el poder de esos secretos; es el poder de invocar a una fuerza sobrenatural y ancestral para que materialice cosas que un mortal no podría ejecutar: sea cuidarlo a uno o a seres queridos, o sea hacerle mal a alguien. Vergara cuenta acerca del proceso creativo de Kilele, en particular de este rezo que es invocado por Viajero en este momento crucial de la obra: 

 

Esas maldiciones u oraciones con capacidades mágicas se regalan o se roban según la tradición chocoana, no hay otra manera de adquirir ese conocimiento. Y las oraciones se llaman secretos, entonces una vez tiene uno un secreto tiene que mantenerlo secreto y es una cuestión que se guarda con mucho celo. Una de estas personas [durante alguno de los viajes a la región] a mí me regaló una oración de protección que era esta y yo, por supuesto, no la transcribí literalmente. Pero yo sí cogí la forma en que estaba redactada, le cambié el contenido, pero la forma y la sonoridad la conservé, entonces se reconoce sonoramente, las palabras, el léxico, se reconoce. Y yo sí recuerdo que una persona en el Chocó después de ver la obra me dijo muchas gracias, siento que es la primera vez que esta historia se cuenta a partir de nosotros mismos.[25]

 

Se “siente” como propia porque “suena” a nosotros, parece haber dicho este espectador. Lo que sugiere que, por encima de la letra o del “contenido”, en el acto de escuchar ese secreto surge una suerte de complicidad entre los artistas que lo ponen en escena y la comunidad que lo reconoce como secreto, que no puede surgir, o no de la misma forma, para quien no es de esa comunidad. Con la puesta en escena del rezo, parece cobrar vida “el sonido de una comunidad” y más aún, de una comunidad de memoria o en el dolor, como sugiere el título del bello libro de la crítica cultural Adelaida Barrera Daza,[26] en el que discute una canción (cumbia) afrocolombiana del Caribe en la que se hace memoria de la violación de una mujer negra. Entonces, surgen preguntas: ¿quién escucha? ¿Para quién está pensada esta obra? ¿Qué ocurre cuando quien escucha es de esa raza negra que sufrió la explosión en Bojayá? ¿O un indígena emberá? ¿Qué pasa cuando Viajero da a la escucha pública un secreto, siendo él y el resto del equipo artístico blancos o mestizos de la ciudad? Es importante reconocer que haría falta recoger más datos para responder estas preguntas con más precisión. Pero en el ejercicio de pensarla ya empiezan a notarse los límites del paradigma del teatro como representación. Ese paradigma no da cuenta de que la “obra” no es completa sin quien la escucha. Y si quien la escucha es quien hace la obra, su rol no es sólo de intérprete o testigo, sino de co-ejecutor. En lo que sigue quiero plantear que, si bien Felipe Vergara usa la memoria de la masacre como material para dar forma a su tragedia, su manera de entender el teatro (en ese momento), su imaginario de lo que es hacer teatro y presentarlo a un público ilustra la ideología del teatro como representación, como el arte de “hacer creer” o “hacer de cuenta”, lo cual es discutible.

El objetivo dramatúrgico central de Kilele podría plantearse como una invitación a que la audiencia se haga la pregunta: ¿de dónde salen las fuerzas para darle la cara a la adversidad más dolorosa? La respuesta que ofrece la obra señala la necesidad de re-conectarse con la espiritualidad propia, con los secretos transmitidos oralmente entre los descendientes de las personas esclavizadas, los ancestros, conectarse con la fuerza de la oralidad, del secreto. En el texto de la obra, se lee cómo Viajero invoca con rabia al “Santo perro negro”, un ancestro irredento que se escapó de los esclavistas, pero que existe desde siempre, desde la creación del mundo, y cuya presencia es necesaria “porque toda luz necesita de la oscuridad, porque todo bien necesita del mal”. Y a ese dios negro le pide que destruya a los asesinos del pueblo, que haga que “entre en todos sus cuerpos una fuerte electricidad”; pero también le pide que dirija a las ánimas, los espíritus, para que le ayuden a crear las condiciones para que él pueda dar el entierro que no tuvieron sus seres queridos. Cuando termina el “secreto”, alabando al santo perro negro y a “su raza por toda la eternidad”, surge el grito “¡Kilele!”. El grito da origen a la música de tambores que liberan a Viajero de una parálisis (¿el miedo?) que se había apoderado de él. Y con la resonancia de ese Kilele, un coro de ánimas cobra vida; hay un grito antes silenciado de toda una raza, de la raza negra que resurge, y todos y todas gritan con él “¡Kilele! Kilele. Avó, Avó. Kilele”. En ese sentido, Kilele ofrece a la escucha el grito que da aliento a un pueblo que toma consciencia de sí mismo, de sus orígenes, para levantarse con fuerza contra la adversidad. Los ancestros y los vivos, las ánimas y los mortales se unen en ese grito para resistir y vencer, así ese acto le cueste la vida a Viajero, como ocurre al final de haber logrado su hazaña.

Lamentablemente, a pesar de los muchos escritos que se han producido para comentar esta obra,[27] pocos datos hay sobre la respuesta de los espectadores y sobre quiénes eran. Se sabe que la obra se presentó al menos 119 veces, cada una de ellas en memoria de alguna de las víctimas de la masacre. Se sabe que, cumpliendo una promesa, en el 2005, Felipe Vergara regresó a la región para presentar la obra a varias poblaciones ribereñas, entre ellas la población de Bellavista, ya reconstruida. La poca documentación de la experiencia desde la perspectiva de quien escuchó confirma que no es un dato relevante para el paradigma dominante del teatro como representación. Ese paradigma lo que más destaca son los artilugios, los recursos creativos usados por los artistas para comunicar un sentido disfrazado en un “hacer de cuenta”. Pero me interesa discutir dos anécdotas que, como dice el director Fernando Montes, “quedaron registradas” en su sistema nervioso como momentos muy especiales.

La primera ocurre en la presentación de Kilele en la iglesia reconstruida de Bellavista en 2005, a la que acudieron muchos de los familiares de las víctimas y, en todo caso, el pueblo directamente impactado por la masacre. Unos de los personajes creados por Felipe Vergara son Los Modelos Sin Fronteras. Su intención con estos personajes es hacer una sátira de las organizaciones humanitarias, normalmente europeas y norteamericanas (en la obra, él las caracteriza como “gente blanca”), que llegaron a la región a ofrecer ayuda. Para señalar que ellas llegaban a la región a obsequiar cosas que no guardan relación con las verdaderas necesidades de la gente local, Los Modelos Sin Fronteras aparecen con música estridente y luces de discoteca. Desfilan para ser vistas. Una tras otra, las modelos dicen que su organización “se ha sentido muy deprimida por la tragedia que ocurrió aquí”, en “el pueblo de los 119 muertos”, y agregan: “por eso les hemos traído 350 abrigos para el invierno” (en uno de los bosques húmedos tropicales más calientes y lluviosos del planeta), “una obra de teatro” (en una región donde el teatro convencional está tan ausente como el resto de instituciones culturales del centro del país), “pero, por encima de todo, hemos venido a abrazar a los sobrevivientes”.

En contra de todas sus expectativas, el grupo de teatro observó que en ese momento se empezaron a levantar de sus sillas los sobrevivientes de Bellavista. Uno después del otro, se alistaron para recibir el abrazo anunciado. Fernando Montes, el director, recuerda el momento así:

 

Se pararon todos los sobrevivientes a que los abrazaran. Eso fue muy fuerte. Todo el mundo se conmovió, la obra paró. Para abrazarlos a todos había que hacer la acción, no quedó registrado en video, pero quedó registrado en nuestro sistema nervioso como un momento muy especial. Allí cambió, a través de esa acción es como si estos sobrevivientes nos hubieran devuelto a la obra de arte y la hubieran hecho realmente real.[28]

 

De la música de discoteca, se pasó al silencio del gesto de dar y recibir un abrazo. De sátira, el acto escénico pasó a ser un acto humanitario, un gesto de solidaridad, un contacto físico, afectivo, de los más básicos para construir confianza, para tejer lazo social. Ese acto hace evidente que, antes que una obra de teatro en el sentido convencional de la palabra, Kilele es algo híbrido: una conmemoración en un lugar de memoria y una intervención en ese contexto. Es importante señalar que el equipo artístico fue tomado por sorpresa. El paradigma que manejaban para entender lo que hacían con esa “obra” no parece prestar atención a esa naturaleza híbrida. Evidentemente, quienes se levantaron en respuesta al anuncio de que Los Modelos habían venido a abrazarlos, desconocieron la “interpretación” del sentido satírico que el fragmento buscaba, según el dramaturgo, y que, según comentan él y Catalina Medina, los públicos de las ciudades sí “entendían”. En ese sentido, Felipe Vergara expresa frustración frente a ese momento:

 

Para mí, los modelos sin frontera son una caricatura del extranjero que viene a explotar las emociones de víctimas, que hace un poco de turismo social. Esa escena pretendía denunciar esas prácticas escondidas detrás de la ayuda humanitaria, en la que se buscan beneficios propios para quien los hace. Para mí fue muy frustrante que las personas pidieran ese abrazo porque me daba a entender que no habían entendido ese momento de la obra; que no habían entendido la denuncia que ahí se estaba haciendo; que no habían entendido la profundidad de lo que eso implicaba y que su imagen de estas personas extranjeras seguía siendo la imagen de quienes vienen a salvarlos. Y que la salvación viene de afuera y viene del extranjero, y que no se construye desde ellos mismos que, en últimas, es lo que la obra quiere decir.[29]

 

Interesante. Aquí hay en tensión dos formas de entender lo que “debe ser” la escucha en una obra de teatro. Una, pensada desde quien emite el signo (el dramaturgo, a través de la puesta en escena de su texto) y desde lo que ese signo representa. La otra, desde quien escucha. El dramaturgo entiende la escucha como un acto de interpretación. Pero este público específico, los sobrevivientes, se sintieron aludidos, se reconocieron en la enunciación puesta en escena y decidieron poner su cuerpo a esa memoria a la que se refería la obra. El dolor “del pueblo de los 119 muertos” era el suyo, que estaba enmascarado en un artilugio teatral. Para nadie, en ese lugar, era secreto que ese pueblo representado en la sátira, en realidad, era la audiencia. De audiencia o espectadores pasaron a ser participantes, incluso co-ejecutores de una puesta en escena del gesto de abrazar y ser abrazados. El marco del arte escénico (la cuarta pared) se abrió. El rubro de testigo no aplica en este caso. O, mejor dicho, se hizo evidente que espacio escénico y espacio social, en el contexto de ese acto de memoria, coinciden. El acto de enunciar el haber venido a abrazar a los sobrevivientes fue escuchado y ejecutado. Los sobrevivientes se sintieron llamados a completar o ejecutar la conmemoración y el reconocimiento que la obra sólo enunciaba irónicamente. Sin darse cuenta de que estuvieran haciendo algo inesperado, hicieron resistencia al llamado a “hacer de cuenta”. De esa forma, pusieron en escena su proceso de escucha, presentándose en ese contexto como sobrevivientes reales de esa representación que les estaba diciendo “hagan de cuenta”, y hagan de cuenta que son audiencia de teatro.

Antes del análisis final, la segunda anécdota:

En otra parte de la obra, el personaje que representa a la guerrilla, Noelia, relata que el comandante “más joven de los paramilitares”, el Alemán, “llegó al Chocó en una avioneta marcada con las siglas AUC (Autodefensas Unidas de Colombia)”. De nuevo, aquí se ve el carácter híbrido de la obra. Si bien Noelia es un nombre ficticio, ni el Alemán, ni las AUC, ni la región del Chocó lo son. La ficción está claramente anclada en un lugar y una realidad, es un acto de memoria. El equipo artístico recuerda que, quizás por eso, normalmente la gente quedaba en un silencio prolongado al final de la obra. El dolor absurdo de esa barbarie se hacía presente. En una presentación en Bogotá, frente a un público en el cual posiblemente la mayoría eran estudiantes universitarios, un muchacho buscó al director al final de la obra, después del largo silencio final. Le solicitó poder hablar con él. Fernando Montes le dijo: “claro, hablemos”. El muchacho respondió: “no, es mejor que sea en privado”.

Fernando Montes recuerda que tuvo una larga conversación privada con el joven. Solo después de un buen rato, el muchacho, quien se veía nervioso, pudo expresar lo que en verdad lo motivaba a hablar: él era un sobrino del Alemán. Según Montes, el joven le dijo: “Yo cargo con esta vaina y no sé qué hacer, y vi la obra y muchas gracias, pero, ¿qué puedo hacer?”.[30]

De nuevo, un dato que hace evidente que sí importa quién escucha un acto de memoria postraumática y que hay que encontrar un nuevo paradigma para a) reconocer la subjetividad de quien escucha, b) elaborar un concepto diferenciado con respecto a la pregunta de a quién se da qué a la escucha, y c) re-definir el concepto de memoria, para entender que la memoria de un lugar postraumático no es sólo del individuo que la emitió originalmente, por ejemplo, en una entrevista. Esa memoria también es de quien hace parte de esa memoria, es una memoria compartida. Quien hace parte de esa comunidad de memoria no sólo escucha; al mismo tiempo, recuerda sus propias memorias, porque está implicado en la memoria del otro –“yo cargo con esa vaina”–. Además, este ejemplo pone en evidencia que no sólo las víctimas hacen parte de esa comunidad de dolor, sino que víctimas, victimarios, sus familiares y comunidades, todas terminan perteneciendo a una misma comunidad de dolor, una comunidad incómoda consigo misma, fracturada al momento de nacer con el acto de escucha. Y esto es importante: el hacer memoria y escucharla no resuelve el conflicto. Pero, quizás, ayuda a hacer consciente el conflicto a nivel personal. Ese es un primer paso para afrontarlo: reconocerlo. La escucha, en este contexto, no parece ser un problema de identificación con lo representado, como lo sugiere el paradigma del teatro de la representación para explicar el efecto de una obra de teatro en el espectador. Por el contrario, es un problema de toma de consciencia de sí mismo y de su posición en relación con ese contexto recordado. Entonces, ¿cómo conceptualizar la escucha en el contexto de un acto escénico de memoria como estos? ¿Qué nos revelan estas dos anécdotas sobre el poder transformativo de la escucha en el contexto de un acto escénico de memoria postraumática en este lugar?

 

La necesidad de espacios para la ejecución de la escucha social

 

La propuesta que hago para explorar el problema de la escucha en un contexto postraumático, en concreto en el marco de un acto escénico de memoria, está conectado con unas ideas que ya expuse en otro lugar,[31] y que acá retomo en forma de proposiciones.

La primera proposición es que el uso de la memoria, en especial la memoria de violencia política como material escénico, excede lo estético. En concreto, debe ser visto como una acción o, mejor dicho, una intervención en el campo de lo social que se vale de medios estéticos, pero que no por ello deja de ser acción. En otras palabras, la acción escénica de memoria es una estrategia de acción política. Sería ingenuo y peligroso no verlo así. En ese sentido, quien participa de esa acción lo hace porque su escucha es solicitada, y porque solicitar su escucha es parte de la estrategia. Y hace parte de la estrategia, porque responde a estrategias contrarias: las que apuntan a silenciar esas memorias, a que no sean escuchadas. En el caso de Kilele, García Contreras, que hizo un estudio detallado del proceso creativo, lo plantea así:

 

A través de la labor que realizaron con las comunidades, y de las palabras conversadas para crear teatro en las cuencas chocoanas, notaron que la violencia por goteo que vive la zona desde hace tantos años no se podía seguir invisibilizando y debía ser escuchada por todos, tanto como lo hizo el ruidoso cilindro aquel 2 de mayo.[32]

 

La segunda proposición es que la conceptualización de la escucha en el contexto de este tipo de arte se enmarca dentro de una política más amplia de la escucha. Sería equivocado estudiar la escucha, acá, como un fenómeno de comunicación interpersonal, es decir, como un problema en la comunicación privada entre personas, o como un problema de psicología individual. Una definición de la escucha que ilustra ese énfasis interpersonal entre quienes vienen haciendo de la escucha su objeto de investigación es la de la Asociación Internacional de Estudios de la Escucha (International Listening Association). Para avanzar en una agenda de investigación sobre este proceso complejo, adoptaron la siguiente definición en 1995: “La escucha es el proceso de recibir, construir sentido de, y responder a mensajes verbales y no verbales”.[33]

Esta definición concuerda con el paradigma del teatro como representación. El teatro como representación coincide con la idea de que la voz, el signo hablado, es una representación de sentido que debe ser descifrado en el proceso de escucha. En términos lingüísticos, bajo esta definición el problema de la escucha es inscrito en una dimensión semántica –de decodificación de mensajes–. Mi tercera proposición, entonces, es ubicar el problema de la escucha dentro de una dimensión pragmática, es decir, como un acto que ocurre en una situación, en un contexto del cual el acto escénico no se blinda sino, por el contrario, al cual responde. Como dije en la primera proposición, el acto escénico de memoria es una estrategia política. En consecuencia, no sólo no está blindado del contexto, sino que usa el contexto como material artístico: el acto de memoria es un acto en lugar específico. Su sentido no es independiente de ese lugar, lo cual quiere decir, también, que no es independiente de la gente que hace ese lugar.

De ahí pasamos a una cuarta preposición. El problema de la escucha para enterarse de viva voz de las peores cosas es un problema ético y de reconocimiento del otro, en tanto otro que hace parte de un contexto. Esas peores cosas son cosas que hacen parte de seres vivos situados en un espacio y en un tiempo. No son cosas independientes de esos seres, ni cosas del pasado, ni independientes del contexto en el que ocurren. El pasado doloroso sigue siendo doloroso en el presente, hace parte de la subjetividad de quien(es) lo vive(n) y es patrimonio doloroso del lugar en el que fueron posibles. Antes que un problema del mensaje que se emite o recibe, hay un problema del reconocimiento del otro como sujeto único, con un dolor único, como sujeto diferente, pero que también hace parte de un dolor más amplio, plural, propio del contexto del que hace parte.  El acto de escuchar es un acto de hacer presencia para el otro, en tanto que otro. Y eso va en los dos sentidos. Quien escucha y quien es escuchado o escuchada se hacen presencia mutua, o grupal si es en el contexto de un grupo. Lo cual también quiere decir que, antes que transmisión de sentido, el acto de escuchar y enterarse de viva voz de las peores cosas es un encuentro entre seres semejantes pero diferentes, y participantes de un contexto.

Eso me lleva a una última proposición: el poder transformador de un acto de memoria en un contexto postraumático está relacionado con el hecho de que crea y autoriza un espacio para que ese encuentro de escucha, como reconocimiento entres seres semejantes pero diferentes, pueda ocurrir. En consecuencia: el acto escénico de memoria empieza a ejercer su poder transformador cuando termina. Es decir, cuando se cierra el telón y se abre el espacio social para ejecutar la escucha mediante actos. Esos actos no son de compasión o de empatía con el otro. Bajo este modelo de escucha que planteo, la empatía no es lo que se busca. Lo que se genera es el encuentro entre diferentes en su dolor, que es único y, a la vez, es parte de un lugar en conflicto. Fernando Montes, el director del teatro Varasanta, reconoce que la anécdota del “sobrino del Alemán” le hizo entender que

 

Con mucha frecuencia, al final de la obra quedaba la gente en silencio. Esa obra fue importante para empezar a hacer ese proceso que solo hace la oralidad. Esa reparación que llaman simbólica que requiere el ser, que no se da con los objetos. Vimos que la sociedad nuestra estaba necesitando mucho esos espacios de qué hacer con ese conflicto desde una perspectiva constructiva, de otras capas.[34]

 

En consecuencia, el acto escénico de memoria para el cambio no comunica un sentido ni busca empatía; lo que hace es servir como dispositivo destinado a activar las memorias y subjetividades de quienes escuchan y, así, facilitar un proceso de posicionamiento y participación socio-política en un contexto específico (no un contexto ficticio ni abstracto-universal). Ese posicionamiento, cuando es efectivo, no es sólo cognitivo o intelectual; es un posicionamiento subjetivo que integra lo físico, la memoria personal, lo emotivo (psico-social) y el contexto social en el que el acto vivo es llamado a ocurrir. Eso explicaría, en mi entender, que los sobrevivientes que escucharon el enunciado de Los Modelos Sin Fronteras vieron que se les abrió un espacio para posicionarse, con el cuerpo, como sobrevivientes en ese contexto. De igual manera, el sobrino del Alemán se posicionó como tal frente al director. Lo que ocurre, y con esto termino, es que bajo el paradigma del teatro como representación, el espacio que ocurre después de la obra no hace parte de la obra. Es decir, por lo general, los artistas de teatro no dedican tiempo a pensar cómo facilitar ese espacio posterior a la escucha. Lo que este caso confirma –y es algo que he desarrollado en relación con otros casos (Sotelo Castro, 2009, 2010)– es que, si los artistas que usan la memoria como material en sus actos escénicos no diseñan el espacio para que quienes escuchan se posicionen frente a lo que escucharon, es posible que la fuerza transformadora de la escucha se desperdicie o no se haga consciente. Espacios en la sociedad para ver teatro los hay. Pero lo que no hay son espacios para recibir apoyo en el diálogo con otros miembros de la comunidad acerca de qué hacer con ese conflicto que llevamos dentro. En la habilidad de crear esos espacios está el poder transformador de este tipo de arte híbrido entre artilugio, acción o intervención en lugar específico, y acto político de memoria. En eso coincido con la crítica canadiense de teatro basado en testimonios, Julie Salverson, cuando dice que lo que hace evidente que el teatro sí tiene sentido, sí importa, en especial el que usa la memoria como material, es que nos ayuda a criticar la narrativa que quiere imponernos la idea de que sólo escuchemos unas voces y no otras. El problema que planteo en este texto es que, si seguimos entendiendo los actos escénicos de memoria desde el paradigma de la representación, terminamos pensando que los únicos a quienes vamos a escuchar cuando vamos al teatro son los actores, investidos con la autoridad que otorga su privilegio social como artistas para ser escuchados. Bajo ese paradigma, estamos desconociendo a los que están con nosotros en la audiencia. En los trabajos que son una intervención en un lugar específico, como Kilele, es a su audiencia a quien hay que escuchar y valorar como diferentes. Mucho más si son personas de otra etnia, quienes, afortunadamente, no están dominados por el paradigma del teatro como representación y acuden a la escucha de la memoria dolorosa que les plantea la obra, no como audiencia de teatro sino como lo que son: ellos mismos.

 

 

Bibliografía

 

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Luis Carlos Sotelo Castro, “La acción escénica para un contexto transicional: Casos colombianos", en Oscar Cornago y Sara Rodríguez, editores, Tiempos de habitar. Prácticas artísticas y mundos posibles (España: Genueve, 2019), 215-237.

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Andrew D. Wolvin, Listening and Human Communication in the 21st Century (Hoboken: John Wiley & Sons, 2011).

 

 

Biografía

Luis Carlos Sotelo Castro

Autor

 

Profesor Asociado en el Departamento de Teatro, Universidad Concordia, Montreal (Canadá). Director del Laboratorio de Actos de Escucha (www.concordia.ca/allab). Co-Director del Centro de Historia Oral y Narrativas Digitales (http://storytelling.concordia.ca). Creador-investigador en el área de actos vivos de memoria. En 2016 fue seleccionado para la posición Canada Research Chair in Oral History Performance por la Universidad de Concordia en Montreal. Esa es una posición única que le permite dedicarse tiempo completo a investigar el lugar de los actos de escucha en el contexto de iniciativas de memoria. El énfasis de su trabajo es el contexto de posconflicto de Colombia, las memorias de colombianos en el exterior, y memorias de pueblos indígenas afectados por violencia política. Recientemente ganó una beca de infraestructura para construir un ‘Laboratorio de Actos Vivos de Escucha’ (Acts of Listening Lab), que fue inaugurado en febrero de 2019 como una nueva área de trabajo interdisciplinario entre el Departamento de Teatro y el Centro de Historia Oral y Narrativas Digitales de la Universidad de Concordia. En ese laboratorio, y en experimentos en lugares de memoria o lugares de encuentro comunitario, colabora con comunidades y grupos de personas impactadas por el conflicto en Colombia para crear maneras de involucrar a distintos públicos con los asuntos que, según surge de las memorias del conflicto, aún reclaman atención por parte de las instituciones y la ciudadanía.

Sitios web: www.concordia.ca/allab - http://storytelling.concordia.ca - http://luiscarlossotelo.comhttp://explore.concordia.ca/luis-c-sotelo-castro

Contacto: luis.sotelo@concordia.ca

 

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Cómo citar este artículo:

Luis Carlos Sotelo Castro, “‘Enterarse de viva voz de las peores cosas’: La escucha en el contexto de actos escénicos que usan la memoria como material en un escenario post-traumático”, Artilugio [en línea], 5 (septiembre de 2019): 184-205.

 

 

Artilugio

Número 5, 2019 / ISSN 2408-462X (electrónico)

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[1] Sobre la distinción entre testimonio como fuente y como formato para el acto escénico, ver María Gabriela Aimaretti, “Memorias de la luz: visibilidad evanescente y escucha del espectro político en Otra vez Marcelo (2005) de Teatro de los Andes”, Clepsidra, Revista Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria, 3, 5 (marzo de 2016): 54

[2] Verzero, La Rocca y Diz, "Dossier ‘Teatralidades y cuerpos en escena en la historia reciente del Cono Sur’”.

[3] Del Campo, “Poéticas de la visibilidad/ poéticas de la ausencia: cuerpo y teatralidad”.

[4] García Contreras, “Teatro híbrido. Representaciones contemporáneas de violencia, muerte y dignidad en el teatro colombiano”.

[5] Aimaretti, op. cit.

[6] Milton, Art from a Fractured Past. Sotelo Castro, “La acción escénica para un contexto transicional: casos colombianos”.

[7] Brown, Langer y Stewart, A Typology of Post-Conflict Environments.

[8] Satizábal, “Memoria poética y conflicto en Colombia”, 260.

[9] Ver tráiler de Antígonas: Tribunal de Mujeres. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=h9s-BaXExPg, consultado el 14 de julio de 2019.

[10] Ídem.

[11] Satizabal, op. cit., 260.

[12] Schechner, Performance Theory, 18.

[13] Grupo de Memoria Histórica, Bojayá: La guerra sin límites, 15.

[14] Ídem, 54.

[15] Grupo de Memoria Histórica, op. cit., 78.

[16] Jaramillo, "Bojayá en el teatro colombiano. Kilele, drama de memoria y resistencia”, 109.

[17] Grupo de Memoria Histórica, op. cit., 18.

[18] Para una descripción detallada del impacto de esta masacre en la política internacional de los gobiernos colombianos, del saliente de Andrés Pastrana (1998-2002) y del entrante de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), véase el capítulo VI “Significados en Impactos de la Masacre de Bojayá en el Orden Internacional”, del Informe Bojayá: La guerra sin límites, del Grupo de Memoria Histórica.

[19] Felipe Vergara, entrevistado por Luis Carlos Sotelo Castro via Skype, en julio de 2019.

[20] Catalina Medina, entrevistada por Luis Carlos Sotelo Castro via Skype, en julio de 2019.

 

[21] García Contreras, “Teatro híbrido”, 311.

[22] Cavarero, For More than One Voice: toward a Philosophy of Vocal Expression.

[23] García Contreras, 317.

[24] Greenspan, On Listening to Holocaust Survivors.

[25] Felipe Vergara, entrevistado por Luis Carlos Sotelo Castro via Skype, en julio de 2019.

[26] Barrera Daza, El sonido de la comunidad.

[27] Ver, por ejemplo, Barnaby King, “Acts of Violence: Theatre of Resistance and Relief in the Colombian War Zone”, TDR/The Drama Review, 52, 1 (2008): 88-109 y Lisa Jackson-Schebetta, “Forms of Truth: Testimonio and Democracy in the Theatrical Lives of Bojayá”, Theatre Journal, 70, 4 (2018): 499-517.

 

 

[28] Felipe Vergara, entrevistado por Luis Carlos Sotelo Castro via Skype, en abril de 2019.

[29] Felipe Vergara, entrevistado por Luis Carlos Sotelo Castro via Skype, en julio de 2019.

[30] Felipe Vergara, entrevistado por Luis Carlos Sotelo Castro via Skype, en abril de 2019.

[31] Sotelo Castro, “La acción escénica para un contexto transicional: casos colombianos”.

[32] García Contreras, op. cit., 316.

[33] Wolvin, Listening and Human Communication in the 21st Century, 9.

 

[34] Felipe Vergara, entrevistado por Luis Carlos Sotelo Castro via Skype, en abril de 2019.