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Número 5 · Año 2019

 

 

De fusiles y máquinas de coser. Sobre la naturaleza menor del tercer cine en México[1]

 

Of Guns and Sewing-Machines.

On the Minor Nature of Third Cinema in Mexico

 

 

Miguel Errazu

Universidad Nacional Autónoma de México

Ciudad de México, México

errazu@gmail.com

 

    

Recibido: 14/07/2019 - Aceptado: 16/07/2019.

 

 

Resumen

Uno de los casos más paradigmáticos de la supervivencia del movimiento estudiantil mexicano de 1968 fue la emergencia, durante los años setenta, de un número significativo de grupos artísticos y colectivos cinematográficos que trataron de articular la política con su práctica estética. La Cooperativa de Cine Marginal (1971-1973/75) fue el primero de estos colectivos fílmicos, y probablemente el más comprometido políticamente. Conformado en 1971 como una agrupación de cineastas independientes, estudiantes, activistas políticos, cineclubistas y críticos que habían participado de diferentes maneras en las brigadas del movimiento estudiantil, la cooperativa se transformó rápidamente en una red nacional de producción, distribución y exhibición de cine político, compuesta por más de treinta y cinco personas, con relaciones sólidas con trabajadores y organizaciones sindicales en todo el país. A partir de entrevistas, archivos personales, revistas de cine y materiales fílmicos a resguardo en la Filmoteca de la UNAM, mi lectura de la cooperativa explora cómo la naturaleza asumida como menor del tercer cine mexicano sería parte de una operación estético-política de cuestionamiento de una de las metáforas más extendidas del cine político latinoamericano –la cámara como fusil–, así como de la temporalidad de los procesos revolucionarios que pone en juego.

Palabras clave: Cooperativa de Cine Marginal; Cine Club; cine mexicano; Tercer Cinema; temporalidad.

    

Abstract

One of the most telling examples of the afterlives of Mexico’s movement of 1968 was the emergence of a significant number of art and film collectives that sought to articulate aesthetics and politics. The Marginal Film Coop (Cooperativa de Cine Marginal, 1971-1975) was the first of this kind of collectives, and probably the most politically committed of them. Created in 1971 as a grouping of young independent filmmakers, students, political activists, film clubbers and critics that had played different roles in the brigades of the 1968 movement, the Coop soon became a national network of production, distribution and exhibition of radical political cinema composed of more than 35 people, with solid relations with workers and unions across the country.

Based on interviews, personal archives of some of its members, film journals and scattered Super 8 materials held at Filmoteca UNAM, my reading of the Coop explores how the “unsustained nature” of Mexican political cinema was part of a political and aesthetic operation of contesting a prevailing metaphor of Latin American’s political cinema, the camera as a weapon, and the temporality associated to it.

Key words: Cooperativa de Cine Marginal; Cine Club; mexican filmmaking; Third Cinema; temporality.

 


 

    

Description: Veronique Godard. Cine en Nezah ualcoyotl, de la serie fotos utilizada para la cubierta de Cine Club no. 2 (febrero 1971).jpg

Véronique Godard, Cine en Nezahualcóyotl, 1968. Fotografía perteneciente a la serie utilizada para la cubierta de Cine Club no. 2 (México, febrero de 1971).

    

Una naturaleza errática

 

En el ensayo de Julianne Burton publicado en 1978, “The Camera as a ‘Gun’: Two Decades of Culture and Resistance in Latin America” –que fue, en su momento, una de las contribuciones más importantes a la historia del cine político en América Latina en el contexto anglosajón–, apenas se menciona el caso de México. Si acaso, la producción mexicana de cine político de los años sesenta y setenta del siglo pasado es despachada como carente de solidez, menor, de “naturaleza errática”.[2] Y, aunque se anuncia que, pese a todo, recibiría alguna mención de pasada, no se vuelve a comentar una palabra sobre ella.

La lectura de Burton del tercer cine mexicano no es, precisamente, un caso aislado.[3] Por el contrario, podría considerarse como la posición más extendida de la época. Para Raymundo Gleyzer, que había rodado en México su México: la revolución congelada en 1970, el “cine contestatario en México” se caracterizaría ya en 1971 como un campo “de tibias y mediocres realizaciones”, marcadas por una suerte de corriente de fondo: la idea de una excepción mexicana –“las condiciones en México son diferentes”, señalaría entre comillas, como dejando claro hasta qué punto se trataba ya de un lugar común–.[4] De hecho, a más de cuarenta años de las declaraciones de Burton o Gleyzer, se siguen encontrando lecturas similares. Por citar un ejemplo reciente, para Ignacio del Valle Ávila, en cuya tesis doctoral volvía sobre el proyecto del Nuevo Cine Latinoamericano, los movimientos de renovación cinematográfica mexicanos apenas “tendrían la misma profundidad, o al menos la misma fuerza, que otras cinematografías nacionales”. Así, “los cineastas mexicanos de la época”, continuaba Del Valle, “parecían menos comprometidos con el ideal revolucionario latinoamericano que sus pares del América del Sur”.[5]

En lo que sigue, quiero tomar estas duras caracterizaciones del tercer cine mexicano como puntos de partida desde los que evaluar la recepción, discusión y producción de cine militante de los primeros años de la década de los setenta en México. No se trata, en cualquier caso, de negar su “naturaleza errática”, su debilidad o superficialidad, para reivindicar algo así como su potencia desatendida o su capacidad para codearse de igual a igual con otras manifestaciones cinematográficas latinoamericanas de la época. Como señala Silvana Flores, es hasta cierto punto evidente, a juzgar por los encuentros internacionales y la producción textual de la época, que “no encontramos [en México] en las décadas que nos ocupan ejemplos paradigmáticos de un cine integrado regionalmente”.[6] Por esta razón, me gustaría tomarme esas acusaciones en serio y apuntar algunas ideas que podrían servir para entender la especificidad de la práctica militante mexicana y la lectura que se realizó del Tercer Cine desde y para México –esto es, el modo en el que relaciones de intercambios transnacionales entraron en diálogo con genealogías e imaginarios locales de lucha e insurgencia en el campo de la cultura–. En otras palabras, mi punto de partida es la consideración –o aceptación– de su debilidad como rasgo característico de su propia práctica, como un punto de apoyo desde el que tratar de entender el proyecto de un cine revolucionario en México.

Para ello, me gustaría desplazar el acento desde la producción fílmica del 68 mexicano hacia los intentos de “continuar el 68 por otros medios”, según la expresión de Susana Draper.[7] Las películas realizadas desde el interior del movimiento estudiantil del 68, especialmente El grito (Leobardo López Arretche, 1971), los Comunicados del Consejo Nacional de Huelga de la UNAM (1968) y, en menor medida, la producción documental de Óscar Menéndez sobre el movimiento, Únete pueblo (1968) y 2 de octubre: aquí México (1970) han recibido una considerable atención crítica e historiográfica.[8] Los intentos por realizar un cine político en México durante la década de los setenta parten, inevitablemente, de la experiencia del 68. Sin embargo, no sería sino después del 68 que, desde el periodismo cinematográfico hasta la crítica y la actividad cineclubera, pasando por la puesta en marcha de colectivos de producción y distribución de cine, la discusión sobre cómo activar para México el proyecto emancipatorio del Nuevo Cine Latinoamericano empezaría a tomar lugar en el país.

De este modo, comentaré dos proyectos interconectados y consecutivos desde los que se pensó y puso en marcha una praxis de cine político en México, y que nacen de las brasas del 68 mexicano: la revista de cine Cine Club y la experiencia del primer colectivo de cine militante mexicano, la Cooperativa de Cine Marginal. Cine Club fue una revista de cortísima vida editada por la Asociación de Cineclubes Universitarios de México –con centro en la UNAM– y dirigida por dos de las figuras más relevantes de su escena cineclubera, José Carlos Méndez y Carlos de Hoyos. Sus dos únicos números aparecieron en octubre de 1970 y febrero de 1971. Sin embargo, la revista sería determinante para poner en escena las discusiones sobre cine político en México y, de algún modo, ocuparía también un lugar importante –esta vez sí, algo desatendido– en la historia de la producción textual del Nuevo Cine Latinoamericano. Méndez y de Hoyos, además, formarían parte del grupo inicial de integrantes de la Cooperativa de Cine Marginal, que entre 1971 y 1973/5 reunió a estudiantes de la UNAM y jóvenes cineastas en un proyecto de distribución, producción y exhibición de cine con fuertes vínculos con las luchas del sindicalismo independiente.[9]

La línea que conecta la discusión teórica sobre cine inaugurada en Cine Club y la práctica de la Cooperativa expresa el tránsito desde una estética de la confrontación, marcada por los imaginarios de la guerrilla imperantes en la izquierda latinoamericana del momento, hacia una práctica estético-política orientada a la conectividad y la autogestión, concepto desarrollado por el filósofo y escritor José Revueltas durante los días del movimiento estudiantil de 1968. Planteo así que, en la práctica fílmica mexicana, se problematizó la eficacia de una poética del acontecimiento como acto guerrillero, esto es, se cuestionó desde la práctica los modos en que se pensaron, proyectaron y articularon estéticamente, en otras latitudes, las propias ideas de ruptura, discontinuidad e interrupción-intervención en el tejido social. Entre otras, esta desviación –que no es tanto una impugnación como una adaptación– con respecto a las ideas de “cine-guerrilla” configuró, desde mi punto de vista, esa suerte de debilidad constitutiva del cine militante mexicano de la época señalada por diferentes autores.

Para decirlo a través de una imagen que sintetiza estas disputas, y sobre la que volveré hacia el final de este texto, la debilidad del cine mexicano estaría entreverada con la ineficacia, para su campo cultural, de la extendida metáfora utilizada por Julianne Burton para definir los cines de liberación latinoamericanos: la del cine como fusil. De este modo, propongo examinar estas experiencias a partir de un giro, casi una inversión, en la configuración semántica y retórica de la metáfora de la cámara como arma, para pensar la teoría y la práctica del cine militante mexicano a partir de otra metáfora: la del cine como máquina de coser. Es desde esta imagen de lo fílmico como dispositivo de articulación y conexión local que puede pensarse la “excepción” mexicana, su diferencia, y cómo el cine político se insertó en la larga historia del impulso revolucionario mexicano: cuáles fueron sus implicaciones, interacciones y articulaciones con movimientos sociales, con las historias de resistencia y con el resto de la producción visual y artística durante el periodo de los sesentas-setentas. Por último, la metáfora de la máquina de coser, por oposición al fusil, permite entender también una concepción de la temporalidad de la Revolución que, lejos de configurarse desde acciones de quiebre e irrupción, conecta con la caracterización planteada por Revueltas: “la Revolución –la nuestra– no es actividad de un día, de un año, sino de toda una vida”.[10]

 

Los fusiles

 

El fusil, la metáfora bélica, no se impugnó sin más desde el principio. Al contrario, se incorporó con energía en la cultura fílmica revolucionaria mexicana. Como es sabido, la metáfora del cine como arma en las luchas por la liberación en América Latina fue, para la subjetividad militante del trabajador cultural, un lugar común desde finales de los años sesenta.[11] Fernando Solanas y Octavio Getino, en su famoso manifiesto “Hacia un tercer cine” (publicado por vez primera en Tricontinental, 13, 1969), habían definido la práctica del tercer cine como la de un “cine-guerrilla”, a la cámara cinematográfica como una “expropiadora de imágenes-municiones” y al proyector como “un arma capaz de disparar a 24 fotogramas por segundo”.[12] Su posición era congruente con otras manifestaciones de la época: en el Festival de Documental de Mérida de 1968, el cineasta boliviano Jorge Sanjinés había aprovechado la proyección de Yawar Mallku para proclamar acabada la fase de un cine de denuncia y reivindicar el salto hacia un cine de la ofensiva,[13] mientras que el cubano Santiago Álvarez, en un texto publicado apenas unos meses antes del manifiesto de Solanas y Getino, desde la misma Tricontinental, había hecho ya un llamado a “crear obras de arte que puedan ser consideradas como armas de combate”.[14] De hecho, en el famoso diálogo entre Fernando Solanas y Jean-Luc Godard de 1969, al ser preguntado por el cineasta francés acerca de cuál sería el deber del cineasta revolucionario, Solanas habría contestado con gravedad: “utilizar el cine como un arma o un fusil, convertir la obra misma en un hecho, en un acto, en una acción revolucionaria”.[15]

De este modo, el ciclo de radicalización estético-política que siguió al asesinato del Che en Bolivia en 1967 y que atestigua ejemplarmente el Congreso Cultural de La Habana de 1968, marcó un paulatino desdibujamiento de las fronteras entre producción cultural y acción revolucionaria en Latinoamérica. Las gramáticas artísticas se desplazaban hacia un terreno desde el que compartir estrategias de intervención con las lógicas de la guerrilla. Desde luego, este desplazamiento estratégico y retórico hacia las gramáticas de la guerrilla no era exclusivo del cine. Al contrario, daba continuidad y expandía la radicalización de las prácticas artísticas que, especialmente en Argentina –a partir de lo que Ana Longoni y Mariano Mestman llamaron “itinerario del 68”,[16] en referencia a las sinergias entre vanguardias artísticas y vanguardias políticas en el proyecto de Tucumán arde–, había empezado a sentirse como una confluencia obvia. Así, en el famoso manifiesto de León Ferrari de 1968 “El arte de los significados”, el artista había reclamado una nueva función para el arte, fundada en la eficacia perturbadora de una acción armada: “La obra de arte lograda será aquella que, dentro del medio donde se mueve el artista, tenga un impacto equivalente en cierto modo al de un atentado terrorista en un país que se libera”.[17] En definitiva, como señaló Ana Longoni, en las estrategias de guerrilla cultural “las prácticas, recursos y procedimientos ‘militantes’ (el volanteo, las pintadas, el acto-relámpago, el sabotaje, el secuestro, la acción clandestina, etc.) [eran] apropiados como materia artística”.[18]

 

Cine Club

 

Para octubre de 1970, fecha en la que se publica el número 1 de la revista Cine Club en México, estas gramáticas de la cultura revolucionaria estaban ya ampliamente difundidas en el país. De hecho, Carlos de Hoyos y José Carlos Méndez, coordinadores del Cine Club de Filosofía de la UNAM desde 1968 y editores de la revista, fueron agentes clave en la diseminación y asimilación de la metáfora de la cámara como fusil.

En su papel de representantes de la Asociación de Cine Clubes Universitarios, Méndez y de Hoyos lanzaron la revista de cine Cine Club con una carta a los lectores claramente alineada con los presupuestos del tercer cine, llamando a “contribuir al movimiento hacia un cine nacional, hacia un tercer cine”.[19] Este primer número incluía, además, la versión revisada y definitiva en castellano del manifiesto de Solanas y Getino “Hacia un tercer cine”, que incluía considerables modificaciones sobre la versión publicada en Tricontinental.[20] Entre las imágenes que acompañaron la publicación del texto de Solanas y Getino, se encontraban entremezcladas imágenes de teleobjetivos fotográficos con secciones y detalles de fusiles, ametralladoras, morteros, munición y demás arsenal bélico. La utilización de motivos iconográficos de carácter bélico recogía así una tendencia asentada ya en América Latina. En 1969, la Cinemateca del Tercer Mundo de Montevideo había elegido un diseño de Paco Laurenzo en el que una figura, inspirada en Mario Handler y en la fotografía de un guerrillero vietnamita, empuñaba un arma.[21] En Cuba, la exposición Pintores y guerrillas, que tuvo lugar en julio de 1967 en la Galería Latinoamericana de la Casa de las Américas, en paralelo a la Primera Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad, pinturas y obra gráfica eran presentadas junto a kalashnikovs.[22] También la cubierta del primer número de la revista cubana Pensamiento crítico, de febrero de 1967, mostraba ilustraciones técnicas (alzados y secciones) de fusiles, en las que se inscribían leyendas que señalaban sus diferentes partes. En esta línea, la ilustración de la portada del artículo de Solanas y Getino para Cine Club consistía en una imagen que literalizaba la metáfora de la cámara como fusil: un dibujo de línea caricaturesca en el que una mano empuñaba una ametralladora a la que se la había añadido una prótesis fotográfica imposible: un diafragma apenas abocetado del que colgaba, quizá porque el dibujo no era suficientemente elocuente, una inscripción señalando su supuesta apertura: F2.8.

La revista Cine Club sólo pudo publicar dos números, en octubre de 1970 y en febrero de 1971. Ambos señalaban tanto un compromiso con la herencia de la tradición crítica de los nuevos cines y el cineclubismo moderno en México, como su voluntad de traer al país las discusiones sobre cine revolucionario que se estaban desarrollando tanto en Latinaomérica como en Europa.[23] De hecho, en el momento en que se publicó el primer número de la revista Cine Club, ninguno de los filmes más emblemáticos del movimiento estudiantil de 1968 había sido aún proyectado en salas universitarias, más allá de los Comunicados del CNH y Únete pueblo de Óscar Menéndez. El grito aún no había sido terminada de montar en clandestinidad, y no sería hasta 1971 que empezaría su ciclo de proyecciones clandestinas. Por su parte, 2 de octubre. Aquí México (Óscar Menéndez, 1970) se proyectaría por primera vez en la UNAM días antes del exilio de Menéndez a París, el 27 de noviembre de 1970, donde terminaría de montar los materiales compilados del movimiento, junto con el registro de los presos políticos en la cárcel de Lecumberri en su documental Historia de un documento (1971).

Por esta razón, y a pesar del creciente interés en México por el tercer cine, la editorial firmada por José Carlos Méndez y Carlos de Hoyos para el número 1 de Cine Club no podía hacer otra cosa que un llamado a la fundación de un cine militante en México, por entonces inexistente:

 

¿Qué hacer? ¿Qué hacer para alcanzar, para ver, discutir y hacer un cine que contribuya a descolonizarnos, a mostrarnos, a expresar y comunicar nuestra realidad y, sobre todo, un cine que aporte algo al cómo transformar dicha realidad? […] Sobre todo, estamos por la acción: hacer cine, cine revolucionario.[24]

 

El “¿Qué hacer?” tomado de Lenin y las respuestas que ofrece la editorial deben entenderse en su sentido más literal: en el México de octubre de 1970, lo que estaba aún por hacer era, en primer lugar y fundamentalmente, obtener (“alcanzar”) los materiales fílmicos del tercer cine; llegar a ellos para poder verlos, poder discutirlos y, sólo así, comenzar la tarea de una producción de tercer cine en México.

 

Marginalismo

 

La Cooperativa de Cine Marginal fue el primer intento serio y sostenido de dar respuesta a la propuesta editorial de Cine Club.[25] Carlos de Hoyos y José Carlos Méndez se unirían a una corriente radicalizada de jóvenes cineastas reunidos en el II Concurso de Cine Independiente en 8mm, que había sido convocado por el Comité de Difusión Cultural de la Escuela de Economía de la UNAM y tuvo lugar en el mes de agosto de 1971.[26] Para finales de 1971 y comienzos de 1972, la cooperativa era ya una red nacional de producción, distribución y exhibición de cine político e independiente –“marginal”, según su terminología–, compuesta por unas 35 personas en su momento de mayor apogeo, y con relaciones sólidas con trabajadores y asociaciones sindicales a lo largo del país. Las actividades de la cooperativa, radicalmente exteriores a cualquier estructura industrial de producción cinematográfica, se integraron hacia principios del año 1972 en las estructuras del STERM (Sindicato de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana), cuya Corriente Democrática estaba, en aquel momento, en plena lucha por la independencia sindical frente al oficialismo de la Confederación de Trabajadores de México, el sindicato charrista cooptado por estructuras del gobierno del PRI. Entre las actividades de “insurgencia sindical”, que habían arrancado en 1971 y se prolongarían en los siguientes años, la cooperativa retomó la forma organizativa de las brigadas estudiantiles de la UNAM durante el movimiento estudiantil del 68, insertándose en el STERM a través de secciones siempre móviles y redistribuibles, de modo que pudieran cubrir la producción, la distribución y la exhibición cinematográfica.

La cooperativa comenzó su trabajo antes de haber filmado una sola película de manera colectiva. Muchos de sus miembros, participantes del II Concurso de Cine Independiente en 8mm, aportaron sus películas para nutrir la red de distribución e iniciar las proyecciones en locales sindicales. Para comienzos de 1972, sin embargo, ya habían empezado a registrar las actividades del STERM: huelgas, manifestaciones, plenarios y declaraciones organizadas a lo largo de toda la república. Estas piezas de contrainformación y autopreservación de las luchas locales, cortometrajes de aproximadamente 20 minutos realizadas en 8mm, fueron llamadas Comunicados de Insurgencia Obrera. Para 1973, habrían producido alrededor de 20 de estos cortometrajes, aunque documentos internos señalan la existencia de, al menos, 44 producciones en marcha, tanto en su fase de exhibición como en la de escritura o producción.[27] De hecho, en correspondencia con Raymundo Gleyzer, Carlos de Hoyos definió su propio trabajo, a principios de 1972, como una tarea “de alucinados”. También Paco Ignacio Taibo, quizá el más influyente de los participantes de la cooperativa, señalaba en un documento interno un ritmo sostenido de al menos cinco proyecciones diarias en diferentes partes de la república mexicana a lo largo de aquel 1972: 30 proyecciones semanales que alcanzaron, aproximadamente unos 20.000 espectadores mensuales. Como señala en el mismo documento, se trataba de un “hábito demencial”.[28]

 

El cine popular como grisalla

 

La idea de hábito, señalada por Taibo, supone una impugnación a las ideas que circulaban en la época en relación con la temporalidad de la práctica fílmica, entendida como acto político. Una temporalidad que, como comentaba anteriormente, se asociaría con mayor facilidad a las lógicas de intervención guerrillera, esto es, a las poéticas de interrupción de un cotidiano que debía ser violentado con el objetivo de ser liberado. La retórica de la guerrilla implicaría siempre la consideración del campo de intervención cultural como un territorio enemigo en el que incursionar –en el mejor de los casos, para “concientizar”–. Así, la guerrilla cultural se sostendría sobre un tipo de acción cuya relación con sus espectadores, públicos o participantes, lejos de replicar la colaboración estrecha y táctica entre guerrilla militar y pueblo, desataría una política de la sospecha con respecto a sus participantes. Esta sospecha, que tomaba la forma de una provocación sobre el público en las proyecciones de La hora de los hornos –al colgar la manta con la famosa frase de Franz Fanon, “El espectador es un cobarde o un traidor”–, se expresaba también como una lógica de autocastigo en otras manifestaciones de la época, en la que se hace evidente también cierta carga libidinal. Así, el crítico brasileño Frederico Morais, al referirse a la obra del artista Cildo Meireles como una estrategia de guerrilla artística, describía a su espectador ideal como “víctima constante de la guerrilla artística”, posición desde la cual “se ve obligado a agudizar y a activar sus sentidos”.[29] Y así también, en la guerrilla cultural promulgada por el argentino Julio Le Parc, se trataba de desestabilizar y activar al espectador para sacarle de su “estado de dependencia, apatía, pasividad”.[30]

La práctica de la cooperativa se distanciaba de la inflexión altomodernista que acompañaba estas declaraciones, alineada de manera insospechada con los teóricos del aparato y los contracines de vanguardia europeos, para los que el espectador era también una posición subjetiva sospechosa que debía ser tomada por asalto.[31] Sin embargo, y como en otros casos de prácticas culturales sesentayochistas, el espacio de trabajo en el que los integrantes de la cooperativa habían decidido insertar su práctica era totalmente ajeno a la extracción sociocultural de sus integrantes. La lógica del despertar mediante estrategias de shock e intervención violenta, basada en la presunción de una subjetividad culpable que debía ser emboscada, cedía pues a un trabajo de aprendizaje y puesta al servicio de los intereses sindicales. La retórica de la cooperativa hablaba más bien del esfuerzo derivado del sostenimiento de esas ligaduras, si se quiere, impropias, entre trabajadores sindicales y culturales. Para Paco Ignacio Taibo, la guerrilla era una “lógica de la desesperación”, que debía sustituirse por “el largo camino de la organización popular”.[32] También para otra de sus integrantes, Guadalupe Ferrer, la experiencia de la cooperativa se explicaba, ya en 1976, como una propuesta de cine entendido como “conducto transmisor de experiencias”;[33] un transmisor que, para Jorge Ayala Blanco, había venido a finales de 1972 a sustituir “la vehemencia verbalista […] por una puesta en duda constante […] una especie de estoicismo confiado, una esperanza en la lentitud de la lucha sobre bases firmes”.[34]

La idea planteada por Ayala Blanco de una temporalidad de larga duración, contenida ya en la concepción de Revolución de José Revueltas como tarea de toda una vida, encontraba también eco en los escritos del teórico del arte y crítico marxista Alberto Híjar. Híjar había contribuido decisivamente a la difusión de las ideas del cine político en México gracias a su volumen de 1972, Hacia un tercer cine, probablemente el primer libro de compilación de textos y manifiestos del Nuevo Cine Latinoamericano, en el que incluyó muchos de los artículos previamente publicados en Cine Club.[35] En su estudio preliminar, “Los problemas del tercer cine”, Híjar llamaba a abandonar “el mito del cine como arma”, al que consideraba un residuo romántico que asociaba peligrosamente la práctica artística con la catarsis.[36] Su rechazo de la metáfora del cine como arma estaba íntimamente relacionado con su reciente escepticismo sobre la eficacia del concepto de “guerrilla cultural”, que asociaba a un discurso contracultural “pequeñoburgués”. Si Híjar desconfiaba del uso de términos como “arma” o “guerrilla” en el campo cultural, no era tanto por su radicalismo, sino más bien por lo contrario: por el peligro de que se convirtieran en nada más que meras palabras, formalismos, en el sentido que le dio Bertolt Brecht.[37] Así, fue desde esta consideración de las retóricas revolucionarias imperantes que Híjar afirmaba que “la subversión de los términos, propia de la demagogia, hace que vanguardia y revolución lo mismo designen a luchas guerrilleras que a cineastas experimentales”. Y continuaba:

 

La “guerrilla cultural” […] puede convertirse en catarsis: basta con asistir alguna vez a un festival de canción protesta, a un happening político erótico, a una mesa redonda sobre expectativas políticas, para desahogar las pulsiones revolucionarias e integrar un grupo cuya presión se reduce al tiempo del acto.[38]

    

Lo que estaba en juego para Híjar no era, pues, únicamente la factibilidad de una práctica cultural transformada en un “acto político” por el simple hecho de congregarse, sino, más profundamente, la relevancia política y crítica de la temporalidad catártica del acto. Contra la temporalidad de la producción de acciones efímeras, Híjar defendió una forma menos excitante de práctica que ponía en primer término la “alimentación y retroalimentación constante entre los productores-exhibidores-debatidores-militantes y las masas concretas, en una acción planeada y constante”.[39] No se trataba del cine-acto, o del cine como acto político, sino de la eficacia de una praxis que debía incluirse “dentro de una estrategia integralmente revolucionaria” que implicaba “la lucha clandestina, gris y a largo plazo” en el plano cultural. La idea de una praxis sostenida, pensada en el largo plazo y caracterizada por lo que podríamos llamar su carácter de grisalla, se oponía pues a la temporalidad del cine entendido como arma y partícipe de una lógica de guerrilla cultural.

La práctica de la cooperativa encajaba perfectamente con la posición de Híjar. De este modo, y a pesar de que el suyo no era un cine de denuncia, sino, más bien, un cine-correa de transmisión de experiencias, la cámara difícilmente podía considerarse como un “arma” en las luchas por la liberación, no sólo en el sentido en que se habría apostado ya en otras latitudes por un cine de ofensiva, sino especialmente en cuanto al modelo temporal puesto en juego por la cooperativa. La función del cine de la cooperativa, entonces, se entendería mejor como la de una herramienta que pudiera ayudar a conectar los esfuerzos desagregados de los trabajadores sindicales a lo largo de la república mexicana. Como sostenía José Carlos Méndez en una entrevista con el historiador y activista alemán Peter B. Schumann en 1972, su propósito no era sino “filmar su historia, para presentarles [a los trabajadores] continuamente sus propias ideas, su propia historia”.[40] Desde estas posiciones, las ilustraciones armamentísticas que acompañaron la publicación de “Hacia un tercer cine” en Cine Club compondrían algo así como una primera iconografía entusiasta del Tercer Cine en México, cuya lógica dio lugar, apenas un par de años más tarde, a una estrategia de trabajo por completo diferente, para la cual la metáfora de la cámara como fusil no tendría la misma capacidad de adhesión simbólica.

    

Una máquina de coser

 

Este zurcido, el cosido de experiencias de lucha temporal y geográficamente diversas que se tienden en un mismo plano de consistencia, el de la práctica fílmica, es lo que entiendo a partir de la metáfora del cine como máquina de coser.[41] Pero, en cualquier caso, esta maquinaria difícilmente podría sostener la red, su “fábrica” (en el sentido textil del término). Y no sólo por las extremas dificultades económicas y la enorme cantidad de tiempo que debía entregarse para sostener las condiciones de reproducción de las luchas ajenas, sino también por la propia insustentabilidad, la “naturaleza inconstante”, diría Burton, de los mismos materiales que empleaban. La cooperativa escogió, tácticamente, utilizar el súper 8 en color reversible como material fílmico estándar para sus trabajos. Esta elección extraña o, al menos, radicalmente diferencial con respecto al cine político latinoamericano de la época, tuvo que ver, en primer lugar, con una decisión de corte económico y práctico: al contrario que en otros países de la región, en México existía un sólido mercado de cine casero en súper 8, de fácil acceso. La ligereza, los costes de revelado y la facilidad de uso fueron considerados y debatidos en el seno de la cooperativa como razones de peso para decantarse por el uso del súper 8. Y, así, funcionaron con una tecnología material que, en la práctica, limitaba enormemente la posibilidad de generar nuevas copias de las películas originales. Una dinámica, la de la copia de sus propias películas, prácticamente descartada desde el principio por la cooperativa. Como consecuencia de ello, solo una parte insignificante de su producción ha sido preservada: algunas de las películas que formaron parte del II Concurso de Cine Independiente de 1971 y que integraron en sus circuitos de exhibición; cinco de sus Comunicados de Insurgencia Obrera, de los cuales sólo tres pueden verse actualmente con el sonido original que los acompañaba; y una serie de colas, fragmentos fílmicos y originales de cámara en el límite mismo de su legibilidad figurativa, los cuales carecen de una catalogación adecuada.[42] Las películas, comentan los integrantes de la cooperativa, solían acabar destruyéndose en las proyecciones: las utilizaban hasta traspasar el límite mismo de su agotamiento. De este modo, el cine de la cooperativa habría estado atravesado por una contradicción letal: una práctica que pretendía conservar, preservar lo ganado –la huelga, su lucha, su estructura organizativa– trabajaba con un material que eliminaba la posibilidad de preservar la práctica, al elegir un formato de positivo único –el súper 8– destinado a desaparecer por su misma naturaleza: un formato estéril, casi imposible de reproducir.

Esta cuestión me lleva a un último comentario sobre la experiencia de la Cooperativa. Tiene que ver con la incomodidad metodológica que genera una práctica que se vio a sí misma como una herramienta para ligar y conjugar experiencias diversas de trabajadores –y, en menor medida, estudiantes y campesinos– que, sin embargo, se construyó sobre la fragilidad y falta de consistencia de su propia materialidad. Desde luego, una práctica llena de “debilidades”, apenas preservada en el tiempo, de naturaleza radicalmente discontinua o errática, como sugeriría Burton en 1978, puesto que apenas podemos trazar las continuidades materiales, que nos permitirían una restitución y reevaluación de sus imágenes como parte de una “estrategia integralmente revolucionaria”, para la que las películas, como ellos mismos sostenían, no eran importantes.[43] Si, siguiendo el llamado “por un cine imperfecto” que tanto influenció en aquella generación de cineastas mexicanos, la apertura e incompletud de todo proceso revolucionario debería servir también como principio estructural, internalizado, de la propia forma del trabajo con el cine, entonces la Cooperativa de Cine Marginal podría considerarse como un ejemplo privilegiado de cómo el cine imperfecto pudo devenir una práctica social, en el límite mismo de su disolución como cine.

    

Bibliografía

 

Santiago Álvarez, “Arte y Compromiso”, Trincontinental, 7 (1968): 113-115.

Jorge Ayala Blanco, La búsqueda del cine mexicano (1968-1972) (México DF: Posada, 1986).

Paula Barreiro López, “Un Vietnam en el campo de la cultura: objetos promiscuos en el arsenal de la guerrilla”, en Atlántico Frío. Historias transnacionales del arte y la política en los tiempos del telón de acero (Madrid: Brumaria, 2019).

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Biografía

Miguel Errazu

Autor

 

Investigador posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Su proyecto explora la emergencia del tercer cine en el México de los años 70, su incidencia sobre la práctica artística de la época y sus posibles legados en los cines experimentales contemporáneos. Sus artículos más recientes han sido publicados en Alphaville. Journal of Film and Screen Media, Fotocinema y Campo de relámpagos.

Contacto: errazu@gmail.com

 

 

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Cómo citar este artículo:

Miguel Errazu, “De fusiles y máquinas de coser. Sobre la naturaleza menor del tercer cine en México”, Artilugio [en línea], 5 (septiembre de 2019): 167-183.

 

 

Artilugio

Número 5, 2019 / ISSN 2408-462X (electrónico)

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Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

 

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[1] Una versión preliminar de este texto fue presentada en la 2019 Radical Film Network Conference, “Transnational Radical Film Cultures. An International Conference on Film, Aesthetics and Politics”, que tuvo lugar en la Universidad de Nottingham (Reino Unido) del 3 al 5 de junio de 2019.

[2] Burton, “The Camera as a ‘Gun’”, 51.

[3] En adelante, utilizaré el término “tercer cine” de manera general para referirme a las prácticas fílmicas más politizadas del Nuevo Cine Latinoamericano a partir de 1968, en su dimensión de práctica social tanto como simbólica. En este sentido, no sigo tanto la categorización de Solanas y Getino, sino la expansión conceptual del término que se llevó a cabo más adelante, fundamentalmente en la obra de Teshome Gabriel (Third Cinema in the Third World) y Paul Willemen (The Third Cinema Question).

[4] Carta de Raymundo Gleyzer a Carlos de Hoyos, 15 de septiembre de 1971, en Martín Peña y Vallina, editores, El cine quema: Raymundo Gleyzer, 62.

[5] “… dans ce pays [Mexique] les initiatives de renouvellement cinématographique n’ont pas la même profondeur, ou du moins la même force, que celles des autres cinématographies évoquées auparavant. Par ailleurs, les principaux cinéastes mexicains de cette époque semblent être moins engagés dans l’idéal d’une révolution latino-américaine que leurs pairs du sous continent.” Del Valle, Le “Nouveau cinéma latino-américain”, 28, traducción propia.

[6] Flores, Regionalismo e integración cinematográfica, 9.

[7] Draper, México 68, 136.

[8] Vázquez Mantecón, “México: el 68 cinematográfico”.

[9] Si atendemos únicamente a su trabajo cinematográfico, la cooperativa dejaría de operar en 1973. Sin embargo, como organización vinculada a la lucha sindical, siguió operando hasta 1975.

[10] Revueltas, México 68, 253. Revueltas escribiría estas notas en abril de 1970 desde el penal de Lecumberri, a más de un año de su detención durante el movimiento estudiantil de 1968.

[11] Barreiro, Un Vietnam en el campo de la cultura.

[12] Solanas y Getino, “Hacia un tercer cine”, 36.

[13] “Creo que ahora debemos entrar a una etapa mucho más agresiva, ya no defensiva, sino ofensiva, debemos desenmascarar a los culpables de las tragedias y de la tragedia latinoamericana.” Sanjinés, “Su testimonio en Mérida”, 80.

[14] Álvarez, “Arte y compromiso”, 113.

[15] Godard y Solanas, “Godard por Solanas, Solanas por Godard”, 53.

[16] Longoni y Mestman, Del Di Tella a Tucumán arde.

[17] Ferrari, “El arte de los significados”, 27. Por lo demás, las referencias a la guerrilla cultural, foquismo visual y arte de guerrillas son abundantes en la época. Remito al estudio de Paula Barreiro citado con anterioridad.

[18] Longoni, Vanguardia y revolución, 47.

[19] “Nota a los lectores”, Cine Club, 1, 66.

[20] Ver Buchsbaum, “One, Two…Thrid Cinemas” y Del Valle Ávila, “Del manifiesto al palimpsesto”.

[21] Las fuentes del diseño del logotipo se las debo a Olivier Hadouchi, que desempacó sus componentes en su intervención en el congreso Transnational solidarities and visual culture: resistance and revolutionary memories from WWII to the Cold War (Université de Grenoble-Alps, 24 y 25 de Junio de 2019).

[22] Barreiro, “Un Vietnam en el campo de la cultura”.

[23] Una buena parte de los textos de Cine Club relativos al Nuevo Cine Latinoamericano provenían de otras revistas de la región: fundamentalmente de Cine del Tercer Mundo, órgano de la Cinemateca del Tercer Mundo de Montevideo, y Cine Cubano.

[24] “Editorial”, Cine Club, 1, 3.

[25] La experiencia de la Cooperativa fue incorporada a (los márgenes de) la historia del cine mexicano desde el mismo momento en que surgió, gracias a las reseñas y reflexiones de Jorge Ayala Blanco y su inclusión en el panorama de cine político de América Latina elaborado por Peter B. Schumann, tras su encuentro con la Cooperativa en 1972. Recientemente, el trabajo de investigadores como Álvaro Vázquez y Susana Draper ha servido para rescatar algo más su legado y en sus textos pueden encontrarse comentarios más detallados sobre sus películas, que aquí no abordo. Además, y al igual que muchos otros casos de artistas o cineastas mexicanos de los años setenta, los miembros de la cooperativa tuvieron una sensibilidad especial para elaborar sobre la marcha el relato de su propia práctica y dejaron un número significativo de textos, algunos publicados y otros apenas abocetados en hojas mecanografiadas y manuscritas, que fueron preservados en su mayoría por una de sus integrantes, Guadalupe Ferrer.

[26] En una primera fase, algunos de sus integrantes fueron Víctor Sanén, Enrique Escalona, Paloma Saiz, Gabriel Retes, Paco lgnacio Taibo II, Eduardo Carrasco Zanini, Guadalupe Ferrer, Carlos de Hoyos, José Carlos Méndez y Jorge Belarmino.

[27] “Películas en proceso”. Documento interno mecanografiado. s/f. Archivo de Guadalupe Ferrer.

[28] Taibo, “Los extraños caminos de un cine para al pueblo”.

[29] Morais, citado en Barreiro, “Un Vietnam en el campo de la cultura”, 130.

[30] Le Parc, “La guerrilla cultural”.

[31] Rodowick, The Crisis of Political Modernism.

[32] Vázquez Mantecón, El cine súper 8, 200.

[33] Ferrer, La experiencia de la cooperativa, 8.

[34] Ayala Blanco, La búsqueda, 370.

[35] Híjar, Hacia un tercer cine.

[36] Ídem, 13.

[37] Brecht, “On the Formalistic Character of the Theory of Realism”, 72.

[38] Híjar, Hacia un tercer cine, 14, cursivas propias.

[39] Híjar, Hacia un tercer cine, 15.

[40] Schumann, “Súper 8 en México”, 15.

[41] Por descontado, la relación del dispositivo cinematográfico con la máquina de coser es de larga data, tanto o más como la que se establece con el dispositivo fusil. Examinar esta relación llevaría a considerar una lectura feminista del dispositivo, desde la que reivindicar no sólo el momento de la producción –como tácitamente hago en este texto–, sino también su relación con el montaje como una tarea femenina.

[42] Los materiales de la Cooperativa de Cine Marginal están a resguardo de la Filmoteca de la UNAM, en Ciudad de México.

[43] El epígrafe con el que Guadalupe Ferrer abre su trabajo inconcluso sobre la Cooperativa es una cita de su compañero cooperativista Jorge Belarmino, que dice así: “Era un cine horrible, sí, pero no importaba”.