Número 8

Año 2020


Sujeción narrativa y emociones familiares. A propósito de El silencio es un cuerpo que cae de Agustina Comedi

Narrative subjection and familiar emotions. About El silencio es un cuerpo que cae by Agustina Comedi

Eduardo Mattio  

Universidad Nacional de Córdoba

Córdoba, Argentina

eduardomattio@gmail.com

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s22504524/olchp9x7v 

Resumen

El interés por examinar una pieza documental como El silencio es un cuerpo que cae de Agustina Comedi (2017) no se limita al análisis del registro biográfico que la autora hace del pasado sexual de su padre. Permite también cartografiar formas pasadas y presentes de la homosexualidad que por su particularidad pueden resultar irreconocibles en un presente LGTB signado por una mayor visibilidad y aceptabilidad públicas. En tal sentido, el trabajo de Comedi no solo es un “archivo de sentimientos” (Cvetkovich, 2018) en el que se exhiben las respuestas afectivas —personales y colectivas— que desde la ausencia de reconocimiento familiar y público construyeron una cultura gay a fines del siglo pasado. Es también un “mapa afectivo” (Flatley, 2008) que proporciona una experiencia de auto-extrañamiento que nos desfamiliariza de los propios apegos afectivos y permite reorientar la gramática emocional a la que nos vemos sujetos. En ese archivo de imágenes que da cuenta de un pasado conjetural y fragmentario —la secreta deriva homosexual de su padre—, no solo se compone una “heterobiografía” (Boero, 2017). También se revela de modo opaco la deriva sentimental de un cuerpo disidente —el de su padre, el de muchas otras maricas de aquella época— en medio del tejido problemático que componen las emociones familiares.

Palabras clave: emociones, familia, homosexualidad, gramática emocional, disidencia

Abstract

The interest in examining a documentary such as El silencio es un cuerpo que cae by Agustina Comedi (2017) is not limited to the analysis of the author's biographical record of her father's sexual past. It also allows for the mapping of past and present forms of homosexuality that may be unrecognizable in a present GLBT marked by greater public visibility and acceptability. In this sense, Comedi's work is not only an “archive of feelings” (Cvetkovich, 2018) in which the emotional responses —personal and collective— that from the absence of familiar and public recognition built a gay culture at the end of the last century are exhibited. It is also an “affective map” (Flatley, 2008) that provides an experience of self-estrangement that defamiliarizes us from our own affective attachments and allows us to reorient the emotional grammar to which we are subject. In this archive of images that tells of a conjectural and fragmentary past —the secret homosexual drift of his father—, not only is a “heterobiography” composed (Boero, 2017). It also reveals in an opaque way the sentimental drift of a dissident body —his father's, that of many other fags of that time— in the midst of the problematic fabric that makes up the family emotions.

Key words: emotions, family, homosexuality, emotional grammar, dissidence


Recibido: 24/07/2020 - Aceptado con correcciones: 20/10/2020 - Aceptado: 15/10/2020

TOMA UNO #8 2020 - https://revistas.unc.edu.ar/index.php/toma1/index
ISSN 2313-9692 (impreso) | e-ISSN 2250-4524 (electrónico)

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Sujet*s al relato ajeno[1]

Tal como ha señalado Judith Butler (2009), parte de la opacidad que atraviesa nuestra subjetividad se vincula con el modo en que nuestra propia narración se ve sujeta al inicio que otr*s —nuestr*s *adres, nuestr*s herman*s mayores, nuestra familia— han esbozado y nos han legado. Esa sujeción inaugural de nuestro propio relato, de todo intento de dar cuenta de sí a una narración ajena, supone “una condición de despojo inicial” (Butler, 2006, p. 57) que nos acompaña durante toda nuestra vida. Ese relato que otr*s ponen a rodar, y que a su tiempo un* continúa con mayor o menor fortuna, explica, en parte, el tono emocional de nuestra (im)propia saga personal; la constelación heterogénea de creencias y sentimientos ajenos que ese archivo personal presupone probablemente permita explicar la responsividad afectivo-moral con la que hoy cada un* se vincula a l*s demás.

En El silencio es un cuerpo que cae, el documental escrito y dirigido por Agustina Comedi (2017), encontramos una particular ejemplificación de la sujeción narrativa que nos caracteriza. Se podría decir que al momento de reconstruir ese relato, la realizadora no sólo tuvo la fortuna de contar con más de cien horas de grabación audiovisual que su padre dejó antes de morir, en enero de 1999; a los pocos días del deceso de su padre, su narración se ve marcada por la amarga e incómoda interpelación de uno de los conocidos del padre —“Cuando vos naciste, una parte de Jaime murió para siempre”—. A partir del material audiovisual heredado de Jaime, de las entrevistas que Comedi hace a familiares, amig*s y amantes de su padre, de otras imágenes audiovisuales o fotográficas que completan el contexto en el que Jaime vivía antes de casarse y volverse padre, la directora no solo ofrece una versión de ese inicio que usualmente se nos escapa porque ha estado en manos de otr*s; con su trabajo —con su voz narrativa que sostiene todo el relato—, Comedi no se limita a develar algunos detalles del pasado homosexual de su padre. La directora compone también un “archivo de sentimientos” (Cvetkovich, 2018) en el que da cuenta de una “cultura pública gay”, la de la Córdoba de los setenta y ochenta; reconstruye esa precisa “cultura del trauma” que servía de marco para las sexualidades disidentes provincianas. Así como Cvetkovich encuentra en un conjunto heterogéneo de textos de la cultura lesbiana norteamericana de los ochenta y noventa un depósito de sentimientos y emociones que expresan las variadas respuestas afectivas a situaciones traumáticas tales como la enfermedad, la discriminación, la violencia sexual o la migración (p. 26), de modo análogo, el documental de Comedi funciona como un archivo de sentimientos en el que se exhiben las respuestas afectivas —personales y colectivas— que desde la ausencia de reconocimiento familiar y público construyeron una cultura gay a fines del siglo pasado. Como en Cvetkovich, el archivo que Comedi compone da cuenta de la variedad de respuestas afectivas que tejieron una vida homosexual entre la última dictadura militar y la transición democrática, un “ambiente gay” que se sobrepuso de manera creativa a la desaprobación familiar, a la discriminación social o a la negación del Estado.

Por otra parte, sugiero que el documental de Comedi se inscribe en el intento más amplio de ofrecer un “mapa afectivo” (Flatley, 2008) que permite cartografiar otras formas (pasadas/presentes) de la homosexualidad que pueden resultar irreconocibles o fallidas en un presente LGTB signado por una mayor visibilidad y aceptabilidad públicas. Para Jonathan Flatley (2008), así como hay cartografías cognitivas que proporcionan al sujeto un sentido de la agencia en el mundo social en general, también contamos con cartografías o mapas afectivos que condicionan y orientan nuestras afectaciones en los espacios sociales que compartimos (pp. 77-78). Frente a tales formas ideológicas de organizar y orientar nuestras respuestas emocionales, Flatley invita a reconocer aquellos otros mapas afectivos que disputan dicha distribución de lo afectable. En otras palabras, el autor considera que en momentos de intenso cambio social los mapas hegemónicos son revisados, reparados o reconfigurados. De allí la necesidad de considerar aquellos mapas afectivos alternativos que son capaces de distanciarnos de nuestra propia gramática afectiva, que tienen la capacidad de proporcionar una experiencia de auto-extrañamiento que nos desfamiliariza de los propios apegos afectivos, y así permiten reorientar la gramática emocional a la que nos vemos sujet*s (p. 80). En las páginas que siguen me propongo analizar El silencio es un cuerpo que cae en los términos de un mapa afectivo que disputa las gramáticas emocionales[2] (personales, familiares, contextuales) que gobiernan el presente de la llamada “diversidad sexual”. Es decir, el documental de Comedi ofrece una cartografía de los afectos y deseos homosexuales de fines del siglo pasado que, frente a las expectativas de reconocimiento social que hoy encausan las agendas LGTB, produce en nosotr*s un vigoroso auto-extrañamiento. Es decir, vuelve sobre ciertas “representaciones negativas de la homosexualidad” (Love, 2015) —en este caso, la del gay que abandona su vida sexual para tener una familia— y con ello visibiliza otras experiencias de disidencia sexo-afectiva que parecen inviables en el marco del asimilacionismo gay y que reorientan nuestras gramáticas afectivas hacia otros vínculos afectivos y de parentesco[3].

En ese archivo de imágenes que componen un pasado conjetural y fragmentario —la deriva homosexual presuntamente secreta del padre—, en la selección que Comedi ofrece de dicho archivo, no solo se balbucea una “heterobiografía” —lo que un* puede contar de sí a partir de los restos/indicios que otr*s dejaron— (Boero, 2017)[4]; también se revela de modo opaco la deriva sentimental de un cuerpo disidente —el de su padre, el de muchas otras maricas de aquella época— en medio del tejido problemático y sinuoso que componen las emociones familiares. Tales marcos afectivos familiares, que nos preceden y exceden, delimitan la particular condición heteronormada de la agencia sexual de quienes los padecen. Si bien es cierto que, como Giorgi (2018) señala, el documental registra un exceso que la novela familiar no logra docilizar ni modelar (p. 317), entiendo que esa atmósfera emocional familiar es la que produce cierta deriva sexual como transgresora, como su margen, para luego invalidarla o reconocerla. En tal caso, el montaje que Comedi propone con los restos heredados —con las narraciones que recibió o se le retacearon— produce una torsión narrativa que permite disputar y reimaginar las gramáticas emocionales que gobiernan la institución familiar. Veamos más de cerca algunos indicios de lo que tales marcos normativos producen.

Las emociones del relato familiar

Como bien ha resumido Roger Koza (2018), el trabajo de Comedi es “un film sobre el deseo y su historia en coordenadas muy precisas: la vida de un hombre que vivió en Córdoba, fue militante, más tarde abogado, amó a un hombre, después tuvo una familia y murió en un accidente insólito”. Ahora bien, eso no supone que el documental se limite a expurgar una historia familiar sólo significativa para su autora; como el crítico advierte, “el film trasciende la novela familiar para devenir en un retrato de los límites de la imaginación moral de una sociedad específica” (Koza, 2018). O si se quiere, la trama familiar de Comedi es expresión del marco que la institución familiar delimita en una ciudad provinciana desde los setenta hasta el presente, del modo en que encuadra la circulación de los afectos, en que encauza el deseo, en que regula los vínculos sexuales que se nos permite interpretar dentro/fuera de ese entorno familiar. El archivo de imágenes que la realizadora hereda y edita permite reconstruir ese escenario en el que otras dinámicas familiares aún siguen resultando reconocibles.

En ese montaje de imágenes, sugiere Giorgi (2018), el secreto cumple un rol fundamental; la cámara como prótesis de la mirada paterna funda un mundo cotidiano hecho de fiestas infantiles, paseos al zoológico, días de campo, actos escolares, viajes a Disney, ensayos de violín, entre otras tantas escenas familiares. Pero esa colección de imágenes “no revela nada de lo que se le interroga” (p. 314), no responde explícitamente algo sobre la vida homosexual de Jaime; es el reverso de un silencio que la familia resguarda sin fortuna. Las imágenes funcionan “como reafirmación de ese nuevo mundo —la familia heterosexual— y como tachadura insistente, impermeable, de lo que viene de antes” (p. 314). Es cierto que los testimonios de amig*s y compañer*s de viajes y de militancia permiten reconstruir la activa vida gay que Jaime vivió en la Córdoba de los setenta y ochenta, ese ambiente gay provinciano que se configura entre la dictadura y la restauración democrática: la vida nocturna, los viajes al exterior, las derivas sexuales que la época permitía, la emergencia del HIV-sida. Pero nada de eso se revela a través de las imágenes que Jaime registra con su cámara, o no de manera explícita.

En virtud de la circulación de ese secreto, me interesa detenerme en aquellas partes del documental en que toman la palabra los familiares de Jaime y de su hija, la directora. En esos testimonios, en lo que expresan, se trafica de diversos modos un secreto que es índice de una determinada “atmósfera afectiva”. Esa Stimmung que tejen los relatos familiares del documental, resulta relevante en tanto es el locus en el que circulan ciertas emociones, es el sitio en el que los afectos establecen las fronteras entre los sujetos y entre éstos y los objetos, en el que las emociones crean los bordes que delimitan nuestra sociabilidad[5] (Ahmed, 2015, pp. 34-35). En este caso, ciertas emociones perfilan el espacio en el que se despliega una determinada “eroticidad”[6] (Canseco, 2017) que nos resulta familiar, aquella que regula lo sexualmente deseable a la sombra de la institución familiar.

En una de las escenas iniciales del documental, en la conversación que la directora tiene con sus primas, al borde de una pileta, se registra y se disloca lo que se sabe o no de Jaime en el dominio familiar. En voz muy baja, “porque la tía está arriba”, en un clima de incómoda intimidad, de difícil sintonía, las primas comparten aquello de lo que nadie quiere hablar abiertamente: la materia del secreto es el pasado de Jaime; ese secreto compartido hace comunidad a su modo; registra un tono emocional —la vergüenza— que vincula aquello que no se podía decir “porque eran otras épocas”. Las primas comparten lo que ellas saben a partir de sus madres y tías: todos sabían algo del pasado sexual de Jaime, pero nadie decía nada. Incluso se señala que la tía Monona, la madre de la directora, lo sabría. Eso que se destapa, que se saca del clóset entre ellas es una verdad ya conocida pero silenciada; una vergüenza pasada, que quizá ya no tiene sustento, alienta que solo se hable de la homosexualidad de Jaime como algo que solo se puede revelar, por respeto a Monona, en la más estricta intimidad. Pese a que las sobrinas puedan abordar el asunto en otros términos, ese respeto sigue marcando que en algún sentido el pasado de Jaime aún resulta vergonzante para la familia.

Otro testimonio que merece destacarse es el que proporcionan las tías de Comedi, i.e., las hermanas de Jaime. En una escena, una de ellas da cuenta de la particularidad de Jaime en medio del contexto familiar: señala, morosamente, como enhebrando palabras, que es difícil entretejer aquello que desde la escuela lo hacía diferente: “no era un perfil como el de esta familia… una familia tradicional, común…”. Frente a ese contexto, Jaime siempre se destacó cultural y socialmente. “Dentro de su grupo, dentro su ámbito, de su sociabilidad”, en ese espacio otro, extra familiar, “Jaime siempre fue distinto, fue distinto a nosotros” —señala su hermana—. A esa breve escena, la directora vincula, en su propia voz, algo que le contaron sus tías: cuando Jaime era pequeño, una curandera le había dicho a su abuela que “no iba a tener una larga vida porque no era de este mundo”. La reapropiación del relato de la curandera, sugiere Comedi, pone en circulación otra emoción que vincula —y separa a la vez— a Jaime de “las mujeres de la familia”: las tías nombran con amor esa diferencia que no sabían cómo nombrar. Ese amor que las vincula a Jaime es a la vez el amor de aquello que las separa de él, el de aquella singularidad que lo hacía extraño al medio familiar. Jaime también sabía de esa diferencia: siendo niño, tantas veces se le dijo que era “especial” que, por esa razón, entre los cinco y los siete años, Jaime creía que era el Mesías. Esa amorosa manera de lidiar con la rareza de Jaime es el correlato, quizá, de una insistencia performativa: en ese relato de las mujeres de la familia se teje aún una singularidad incómoda que cuesta llamar por su nombre.

En otra escena, las dos hermanas de Jaime, tras una explícita dificultad para iniciar el relato —se pisan, se contradicen, se ríen—, explicitan algunos detalles de la rareza de Jaime. La atmósfera de la escena resulta ambivalente. Pese al clima hilarante y distendido, se reitera la incomodidad al hablar del pasado: las hermanas no parecen ponerse de acuerdo sobre las particularidades de la zona en la que vivían. La primera señala que era una zona de prostíbulos cercana al puente y las barrancas; la segunda, ofuscada, se ve obligada a explicar mejor cierta distribución espacial: a lo largo de una larga calle, una zona da al mercado; otra da a las vías y el puente. “Él (Jaime) —señala— andaba por todas partes; nosotras, no”. La primera completa esa explicación: la familia vivía en el centro del barrio; hacia la derecha estaba el mercado y la zona más residencial; hacia la izquierda estaba la villa. Jocosa y apelando a un gesto con la mano que permite decir algo difícil de reconocer, señala que a Jaime le gustaba andar por este último sector. La directora subtitula la escena, indicando: “La gente se ríe cuando dice la verdad”. Y su tía remata: “Y es la verdad, él era feliz. Y era feliz así, en esa parte. ...pero bueno, en donde más se... ubicó Jaime era en esa zona”. Una vez más, con lo que se dice a medias, entre chistes, con lo que se explica y sobreexplica, se hace presente nuevamente alguna forma de la vergüenza. Pero en ese temple de ánimo ambivalente, también, hay lugar para expresar la “extranjería emocional” de Jaime; su proximidad a esa otra zona, lo aliena, lo desalinea, como diría Ahmed (2019, p. 92), respecto de la comunidad familiar, pero le asegura en ese allí la singularidad de su felicidad.

El amigo visible

Hay tres personajes que son fundamentales en la trama familiar que Comedi reconstruye en el documental; aunque resultan centrales son particularmente opacos y discretos por distintas razones. Uno de ell*s es Néstor: “el de campera de jean, el obstetra, el testigo de casamiento de mi viejo, la pareja de Jaime por más de once años, y después de eso su mejor amigo”. Así lo presenta Comedi, mientras se repite en bucle una imagen de video en la que Néstor está de pie, junto al escenario, en una presentación del grupo drag Kalas, muy conocido en el ambiente gay cordobés de los ochenta. Néstor aparece en muchas de las fotos de los viajes de Jaime antes de casarse: tiene la apariencia de un gay masculino, de bigotes y ojos verdes, muy bien parecido, la voz gruesa y la contextura física de gimnasio. En el archivo familiar se registra en otros términos la presencia de Néstor: en Jardín de Infantes, l*s niñ*s deben llevar una foto del casamiento de sus *adres. Agustina prepara con Monona una foto de la ceremonia civil y con pequeños cartelitos señalan a cada un* de l*s familiares presentes (e incluso a l*s ausentes), menos a Néstor. Aunque era el visible testigo del padre, su presencia resulta silenciada, pero ese gesto subraya aún más el carácter adusto e incómodo con el que parece cumplir su función:

Aquel 4 de abril, cuando mi mamá se casó —evoca la directora— no sabía nada de la vida anterior de Jaime. … Unos días antes de que me pidieran la tarea (de la foto familiar) mi mamá había recibido un anónimo en el que le contaban que Jaime era homosexual y que Néstor había sido su pareja. Yo tenía 4 años, ella 43 (Comedi, 2017).

Como observa Koza (2018), en la tristeza que trasluce ese momento del documental “se constata la ley y su excepción, y un régimen del discurso (sexual)”; en esa foto intervenida se hace patente el mandato matrimonial que consuma el orden de los cuerpos y el margen que lo excede y lo corrompe; se manifiesta aquella matriz discursiva que destina los vínculos sexo-afectivos a una forma conyugal siempre asediada por el desorden (Giorgi, 2018). En la foto se adivina, en suma, una atmósfera afectiva ritualizada en la que se reitera la heterosexualidad como ley obligatoria y como comedia inevitable (Butler, 2007, p. 242), como guión emocional inhabitable siempre corroído por un exceso inocultable.

En el relato de una de las amigas y compañeras de viaje de Jaime, se dan algunos detalles de la enfermedad de Néstor: cuando ya se frecuentaban poco —Jaime tenía una vida familiar que atender—, Néstor le cuenta que se siente un poco solo, que casi no ve a su ex-pareja. Por aquellos años contrae HIV-sida. Como reseña Giorgi (2018), uno de los pasajes más amargos del documental es aquel en el que Comedi recuerda una escena con su padre, en el auto, camino a la escuela: “Por la radio se anuncia la muerte de Freddy Mercury a consecuencia de una enfermedad relacionada con el sida. Jaime —hecho excepcional— rompe a llorar. Néstor, su antiguo amor, había muerto el día anterior, también a causa del sida” (p. 318). En otro pasaje, Comedi reitera una frase de otro amigo de su padre: “el amor no se termina; cambia de forma”. ¿Jaime dejó de querer a Néstor? Comedi no responde a la pregunta, pero sugiere que otra forma de ese amor se expresó cuando Jaime quiso que Néstor atendiera el parto de Monona: “Fueron las manos de Néstor las que me tocaron por primera vez”, señala Comedi.

Una madre discreta

Otro personaje central y enigmático en el relato es Monona, la madre de la directora, una figura que pasa prácticamente desapercibida en las reseñas que se hicieron del documental. En el drama que Jaime compone alrededor de su hija, Monona, su esposa, siempre está allí como una actriz secundaria pero imprescindible; a veces mira a la cámara, sonríe con frescura, unas pocas veces explica lo que vemos mientras su esposo filma, presenta a unos peones a la cámara, en alguna ocasión parece ofuscada, reticente al registro de Jaime. Una breve escena inicial da cuenta de la discreción del personaje: en una de las escenas de viaje en Europa se la ve reflejada, unos pocos segundos, en una ventana del tren con su mano llena de anillos, luego la cámara se detiene en Agustina. Claramente, Monona no es el motivo del documental —de hecho, no accedemos a su testimonio—; tampoco resulta ser el centro de lo que la cámara busca captar; sin embargo, en esa “postal normativa… tan insistentemente retratada y vuelta imagen” (Giorgi, 2018), Monona ocupa un lugar silencioso, pero definido. Es la que cuida y acompaña, la que da la teta, la que ayuda a cruzar un alambrado, la que alienta a Agustina mientras canta para la familia, la que asiste a la niña en sus clases de violín —dicta la nota, acomoda un dedo, corrige la postura—, desde el margen de la escena sostiene el cuadro. Está siempre presente; en el guion familiar es la que nítidamente hace de madre. Hay apenas escasas intervenciones de Monona; se la ve integrada en los asados del campo o en alguna fiesta familiar. Por lo general sonriente, relajada, cerrando el triángulo amoroso que componen Jaime, Agustina y ella. En sus gestos reservados, en lo que sugieren, se adivina la placidez de la vida familiar, una comodidad buscada, no improvisada, de la que parece artífice hasta en los más mínimos detalles. No por nada, la realizadora, abre los agradecimientos con: “Gracias a mi mamá, por el amor y el esfuerzo”.

La persistencia de nuestros prejuicios familiaristas nos incitan a preguntar: ¿Algo se quebró tras el mensaje anónimo que “destapa” a Monona el pasado de Jaime? ¿Había una relación de pareja genuina entre Monona y su esposo? ¿Qué llegó a saber ella de la “vida anterior” de Jaime? ¿Cómo toleró permanecer en esa relación de pareja? Aunque en la foto de casamiento Néstor fuera disimulado, no parece que tal evento haya generado una ruptura entre Monona y Jaime; la narración de Comedi nos da indicios de lo contrario. Tras ese incidente, la vida familiar continúa: siguen los viajes al exterior, las fiestas familiares, los paseos al campo. Pese a que Jaime parece necesitar repetir con Monona y su hija un recorrido que ya hizo con sus amantes o amigos, pese a que lo rehace en otros términos —la realizadora no sabe exactamente qué habría pasado por la cabeza de su padre en esos momentos—, no parece que algo se pierda en el camino. En el recuento de Comedi se recupera una noche de 1991 en la que las maricas amigas de su padre festejan montadas el cumpleaños de cuarenta de Luisa; esa noche, lejos de allí, Jaime está con su familia en un hotel en Disney: mientras mira TV acostado, desde la cama, Monona —cámara en mano— conversa con la niña sobre el espectáculo que vieron a la tarde, sobre el dinero que ha gastado en sus muñecos; la cámara sigue a la niña hasta otro sector de la habitación en la que arropa a Minnie y a ET antes de acostarlos. Esa intimidad frágil —impostada, quizá— que ellos tres comparten, no parece precisar de nada más. En otra escena, varios años después, el 10 de enero de 1999, ese domingo de campo en el que Jaime fallece, en una suerte de relevo que resulta definitivo, Agustina toma la cámara por primera vez, y filma a sus padres —las únicas imágenes de ellos dos juntos—, mientras bailan despreocupados, un pasodoble en un patio de campo. En esa escena, Comedi enlaza esas imágenes con otro recuerdo: “Él siempre le traía jazmines que robaba de la casa del vecino y todos los días le decía: ‘Si hoy fuera 4 de abril, yo te volvería a elegir’. Mi mamá todavía lleva con ella una foto de Jaime”. En esa tenaz elección de Jaime, en esa imagen fotográfica que Monona sigue atesorando, se cifra la rareza de un contrato que nos puede parecer inexplicable, pero que nada del relato desmiente. ¿Qué razón que no sea arbitraria es capaz de sostener la persistencia frágil del amor (hetero u homosexual)? ¿Qué sería de los guiones afectivos que ensayamos sin la porfiada performatividad que sostienen los rituales? Es en esa reiteración usualmente irreflexiva que se refuerza o se tuerce la trayectoria performativa de las emociones; en ese modo de circulación nos hacen, i.e., nos vinculan o nos separan de los cuerpos y objetos con los que entramos en contacto (Ahmed, 2015, pp. 34-35).

Ese padre que todo lo registra

El tercer personaje que resulta crucial es Jaime, su padre, la figura más presente y la más oculta a la vez, en todo el documental. Está presente en la mirada ubicua por detrás de la cámara, en los breves relatos que acompañan su registro, en las reuniones familiares en las que brinda o baila, en las fotografías joviales de los viajes de soltero, en el relato de la hija que escudriña a tientas un pasado sexo-afectivo inaprensible, repuesto a partir de fragmentos. Pero también está ausente, particularmente, en la opacidad misma del archivo, en un sinnúmero de operaciones que felizmente no logran descifrar quién fue Jaime antes de casarse, por qué tomó las decisiones que tomó, cuánto/cómo quiso a Néstor o a Monona, y tantas otras cuestiones que se nos escapan. O mejor, en ese archivo que monta Comedi no es posible apresar esa pluralidad que Jaime encarnaba y que la suma de las narraciones reconstruye deficientemente. En ese heterogéneo registro, me interesa destacar una de las pocas escenas del documental en la que Jaime toma la palabra frente a la cámara y en la que sin embargo algo se sustrae. En esos fragmentos tal vez se resume con más claridad el marco normativo familiar que es condición de la deriva personal de Jaime. En las imágenes del cumpleaños de su primo Adrián, no solo se festeja su natalicio, sino que se prepara lo que será su compromiso matrimonial. En esa atmósfera nítidamente festiva, se adivina que habrá un anuncio importante; l*s invitad*s aseguran que no nacimos para vivir sol*s; se sugiere que la novia está embarazada, que el cumpleañero debería casarse, que no hay que dejar pasar el tiempo; la novia señala que es feliz porque conoció a Adrián, que “es feliz porque él existe”. En esa ocasión, Jaime deja la cámara por un momento y ofrece un brindis por su primo:

quiero desearle la felicidad más grande… que se pueda desear a alguien a partir de los 40 años, que son 40 años muy jodidos, los que se dejan y los que se viven; es la mitad de la vida, hay que elegir bien, y… bueno, y tratar de ser feliz. ¡Para todos! ¡Felicidades! (Comedi, 2017).

En esa misma escena, Comedi subtitula: “Jaime se casó a los 40”.

Ahora bien, en un encuadre normativo en el que la felicidad equivale a tener una vida en familia —heterosexual y reproductiva—, ¿podía Jaime optar por otro guion afectivo que no fuera el de la realización y sucesión que promete la sexualidad hetero (Halberstam, 2018, p. 18)[7]? Su compañera de viajes asegura que no se sorprendió con su decisión de casarse; para Jaime nada resultaba más deseable que la paternidad. ¿Por qué Jaime habría de zafar, entonces, del guión matrimonial cuando lo que deseaba con más fuerzas era ser padre? ¿Por qué razón no habría de dejar una forma de vida abiertamente gay —por entonces no vinculada a la paternidad— por una forma de vida hetero conyugalizada? ¿Qué razones tendríamos para suponer que el relevo de una vida por otra trae consigo alguna suerte de pérdida? ¿Qué decisión existencial, qué opción identitaria no tendría algún costo? Como bien indica Giorgi (2018), un acierto enorme del trabajo amoroso de Comedi es apartar a Jaime del cualquier juicio de inautenticidad:

Algo en el documental se niega al relato de la ‘doble vida’ del hombre casado de pasado homosexual; algo aquí que no se acomoda al esquema de la hipocresía y la represión. Dado que la directora no desrealiza la vida de su padre: la pone en continuidad —inestable, tensa, opaca— con el universo de una sexualidad más compleja, más fluida, que lo que la heteronorma le pide a un padre (p. 315).

Como le gustaría a Sedgwick (2018), el montaje de Comedi no pretende revelar alguna verdad que esté “por detrás de” las apariencias; se limita a poner unos junto a otros distintos aspectos de la vida de un hombre sin aspirar a que el conjunto se vea reconciliado. Con ese gesto, El silencio es un cuerpo que cae ofrece una cartografía afectiva que (des)orienta las gramáticas emocionales hegemónicas del conyugalismo gay. Más aún, recupera una representación de lo gay que se pretende negativa —la del homosexual que defecciona—, y con ello desestima y complejiza la clásica correlación en las gramáticas afectivas del asimilacionismo gay entre visible/realizado/auténtico vs. tapado/frustrado/inauténtico. Contra esas simplificaciones, Comedi “nos provee —de nuevo Sedgwick (2018)— de un saludable agnosticismo en relación a varias lógicas lineales que refuerzan el pensamiento dualista” (p. 10). En otras palabras, su trabajo nos recuerda que, junto a la reiterada perversidad de los guiones afectivos familiares, también se suscitan —por mor de la repetición— formas ordinarias de eludirlos, de alterarlos, o mejor, de emparcharlos con otros parlamentos en principio incompatibles. Junto a esos guiones convive lo que lo enrarece, florecen reinterpretaciones subversivas que horadan, muchas veces sin proponérselo, la severidad de su eficacia.

Por un presente imperfecto

No quiero terminar sin aludir brevemente a la última escena del documental. Para algun*s esta escena es, cuando menos, prescindible o problemática. Para mí ese final resulta fundamental; en él dialogan la directora y su hijo Luca. Mientras el niño dibuja, amb*s juegan al “Veo veo”; conversan sobre qué significa “algo maravilloso”. Luca contesta que maravilloso es aquello que es muy bueno, que lo más maravilloso es ver por primera vez algo que nunca vio, como por ejemplo “un leopardo vivo, en la naturaleza, vivo, libre”. Agustina repregunta: “¿Qué significa ser libre?” Y Luca remata: “Libre significa no tener que estar en una jaula”. En esos pocos minutos finales, entiendo que la autora del documental propone otra atmósfera afectiva, más luminosa, más lúdica, en la que se hace posible otra circulación de la palabra. En una escena anterior, en la que se suceden imágenes de potros que son domados, Comedi recuerda las palabras sentenciosas de un psicólogo que señalaba que Jaime no era 100% homosexual; esos impulsos, aseguraba, podían ser controlados y vencidos como un jinete doma a su caballo. Una psicoanalista hace algo parecido respecto de la realizadora: asevera que su bisexualidad nunca la dejará ser feliz. Frente a esa narrativa violenta, en la que la ferocidad de la norma exige que algo o alguien muera (Giorgi, 2018), Comedi, como su hijo, garabatea otra historia, otra felicidad posible, no generalizable; esboza otro curso para las emociones, las separa de aquello a lo que parecen destinadas para orientarlas a una precaria felicidad que no agota lo posible, sino que nos permite ser de otra manera (Ahmed, 2019, pp. 439; 445). Esa escena final muestra que podemos ensayar otras gramáticas afectivas, que efectivamente permiten recrear un territorio para otra felicidad, que habilitan la fragua de otros guiones familiares con aquellos restos heredados del pasado; estos guiones que intervenimos y refuncionalizamos distribuyen lo sensible y lo afectable de otro modo, haciendo posible otras sujeciones narrativas para un presente siempre imperfecto. Qué resulte de esas operaciones es difícil de prever; es posible que ese ejercicio a contrapelo de nuestras sujeciones narrativas sea el germen de otro vínculo con las normas, de otra forma de habitarlas, de otro modo de circulación de las emociones que nos resultan familiares.

 

Referencias

Bibliografía

Ahmed, S. (2015). La política cultural de las emociones. Ciudad de México: PUEG-UNAM.

Ahmed, S. (2019). La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría. Buenos Aires: Caja Negra.

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Filmografía

Carri, A. (directora). (2018). Las hijas del fuego [largometraje]. Argentina: Gentil.

Castro, E. (director). (2016). La noche [largometraje]. Argentina: Bomba Cine-Pampero Cine.

Comedi, A. (directora). (2017). El silencio es un cuerpo que cae [documental]. Argentina: El Calefón.

Rodríguez Redondo, M. (director). (2018). Marilyn [largometraje]. Argentina-Chile: Maravilla Cine-Don Quijote Films.

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Biografía

Eduardo Mattio

Marica feminista. Doctor y Licenciado en Filosofía, UNC. Docente en la Escuela de Filosofía, FFyH, UNC. Investigador en el área FemGeS, Centro de investigaciones María Saleme de Burnichón, FFyH, UNC. Dirige el proyecto de investigación “Emociones, temporalidades, imágenes: hacia una crítica de la sensibilidad neoliberal” (2018-2021). En el entrecruce de la filosofía práctica y los estudios de género, su trabajo reciente examina desde el giro afectivo las gramáticas emocionales sexo-disidentes.

Contacto: eduardomattio@gmail.com

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Cómo citar este artículo:

Mattio, E. (2020). Sujeción narrativa y emociones familiares. A propósito de El silencio es un cuerpo que cae de Agustina Comedi. TOMA UNO, 8(8). Recuperado de https://revistas.unc.edu.ar/index.php/toma1/article/view/30774


[1] Una versión anterior de este trabajo fue presentada en las 1as Jornadas de Erotismo, Deseo y Género(s) en la Literatura, Escuela de Letras y CIFFyH, FFyH, UNC, 18, 19 y 20 de setiembre de 2019.

[2] Con “gramática emocional” aludo a la estructura normativa que regula los guiones afectivos a los que se suele sujetar nuestra responsividad emocional. En un sentido wittgensteniano, podemos pensar que la actuación de determinados guiones afectivos siempre supone seguir ciertas reglas, normativas no escritas, pero nítidamente presentes en el tejido social que operan con efectividad en el ejercicio de nuestra agencia emocional. Si el reglamento que gobierna el sentir está contenido en la gramática emocional, el conjunto de reglas que tal gramática describe proporciona las reglas que determinan qué emociones tienen sentido, cuáles están permitidas y cuáles no y bajo qué circunstancias, reglas que en su repetición performativa están sujetas a ser desplazadas en algún sentido muchas veces imprevisto para los sujetos de las emociones.

[3] En relación a otras producciones audiovisuales sexo-disidentes de los últimos años —piénsese, por ejemplo, en La noche de Edgardo Castro (2016), Marilyn de Martín Rodríguez Redondo (2018) o Las hijas del fuego de Albertina Carri (2018)— en las que la disidencia sexual o afectiva se traduce en los términos de diversas formas de transgresión de la matriz heteronormativa, entiendo que la originalidad del documental de Comedi reside en la particular concepción de disidencia que pone en circulación. Lo que se recupera como “disidente” no es la desobediencia más o menos radical del destino heterosexual que se nos impone culturalmente, sino más bien el desacato del destino homosexual que suele considerarse tan irrevocable como el heterosexual.

[4] En palabras de María Soledad Boero, el relato heterobiográfico, “más que una trayectoria de vida, lo que intenta es mostrar la dificultad de mantener esa ilusión de trazado, de cronología de una vida; además de poner en revisión la primera persona que asume el yo como el principal operador en la narración de la experiencia vivida… Lo heterobiográfico parte de acentuar lo ajeno, lo irreductiblemente otro que permanece en pugna con lo que se pretende idéntico. Si la autobiografía se debate entre lo mismo y lo otro para llegar a un acuerdo y poder así otorgar un sentido a la experiencia vivida, lo heterobiográfico intentará… dejar en evidencia el artificio de la obra, de la trayectoria vital que se cuenta, de la experiencia como algo dado, del yo como unidad que le otorga sentido a una existencia…” (2017, p.35). En ese sentido, la forma heterobiográfica parece ser la mejor manera de dar cuenta de una vida fuera de sí, opaca, interrumpida por las emociones que la desposeen.

[5] Siguiendo a Ahmed (2015), entiendo que las emociones no son algo que se exprese desde dentro de los sujetos o algo que desde fuera sobredetermine su responsividad afectiva. Es decir, en su “modelo de sociabilidad de las emociones”, estas “crean el efecto mismo de las superficies y límites que nos permiten distinguir un adentro un afuera… las emociones no son simplemente algo que ‘yo’ o ‘nosotros’ tenemos, más bien, a través de ellas… se crean las superficies o límites: el ‘yo’ y el ‘nosotros’ se ven moldeados por —e incluso toman la forma de— el contacto con los otros. …las emociones no están ni ‘en’ lo individual ni ‘en’ lo social, sino que producen las mismas superficies y límites que permiten que lo individual y lo social sean delimitados como si fueran objetos” (pp. 34-35). Como veremos a continuación, la circulación de ciertas emociones (y no otras) en el relato fílmico refuerzan (o desestabilizan) las fronteras que vinculan o separan a los personajes entre sí, particularmente, a Jaime del resto de su familia.

[6] Señala Beto Canseco: “A propósito de los escenarios de reconocimiento… no todos los cuerpos parecen predisponerse a afectar al cuerpo sexualmente; o para ser más correcto en los términos: existen regulaciones, que se concretan particularmente en morfologías corporales y modos de aparición, que posicionan determinadas corporalidades como posibles de despertar excitación sexual y protagonizar una pasión sexual y otras que no. Llamaré a este tipo de funcionamiento de las normas, eroticidad” (2018, p. 191). En esa matriz de inteligibilidad que la familia supone y sostiene se fijan y trasgreden ciertos estándares de eroticidad, un marco regulativo que distribuyen diferencialmente qué será sexualmente deseable y qué no.

[7] En El arte queer del fracaso, Halberstam (2018) disputa las gramáticas del éxito y fracaso que gobiernan la vida contemporánea desde el rasero de la acumulación de riqueza y de la madurez reproductiva. Contra esa consideración capitalista y heteronormativa del éxito —enraizada en una lógica del logro, el cumplimiento y el éxito/sucesión [success(ion)] (p. 105)—, el autor no solo considera que fracasar es lo que las personas queer hacen mejor que nadie, sino que también propone al fracaso como un estilo o forma de vida que permite desmontar y eludir los patrones normativos neoliberales que gobiernan nuestras emociones (p. 15). En este caso, quizá quede preguntarse si la deriva sexo-afectiva de Jaime no va más allá de las habituales consideraciones del fracaso hetero y homonormado que todavía hoy nos regulan, en tanto no solo encarna, primero, el abandono del destino heterosexual, sino que luego, en su madurez, se aparta del destino homosexual para satisfacer su deseo de paternidad.