Número 7

Año 2019

 

 

¿Alguna vez has cuestionado la naturaleza de tu temporalidad?

A propósito de Westworld y los sentidos del tiempo en las series

 

Have you ever questioned the nature of your temporality? About Westworld and the meaning of time in TV series

 

Ariel Gómez Ponce

CONICET / Universidad Nacional de Córdoba

Córdoba, Argentina

arielgomezponce@unc.edu.ar

 

 

Resumen

Analizaremos Westworld (HBO, 2016), relato que nos permitirá ejemplificar cómo un amplio conjunto de series actuales se encuentra trabajando disgregaciones temporales de sumo interés. De manera especial, ello se verá a través de la recurrencia a un tiempo cíclico, categoría desarrollada por la semiótica de Yuri Lotman en vistas de explicar el carácter iterativo, imperfecto e intemporal que ciertos textos míticos adquieren. La ciclicidad atañerá, no obstante, a una mecánica semiótica más profunda, productiva para evaluar el modo en que los sistemas culturales y textuales organizan sus memorias y modelizan una comprensión de lo humano. Nos abocaremos, por ello, a esbozar una propuesta teórica de lo cíclico con el objeto de acercarnos a una aplicación metódica y dar cuenta de algunas razones de su pertinencia para leer producciones de sentido en las configuraciones temporales de algunas de las series más recientes. En tal sentido, Westworld funcionará como un texto representativo, eficaz para dilucidar que, detrás de la inclusión formal y argumental de esta temporalidad, se emplaza un fuerte cuestionamiento sobre la naturaleza de la libertad y de la propia condición humana.

 

Palabras clave

series de TV; tiempo cíclico; Yuri Lotman; semiótica de la cultura; libertad

 

Abstract

We will analyze Westworld (HBO, 2016), story that allow us to exemplify how current series are working on interesting temporal disintegrations. In a special way, this will be seen through recurrence to a cyclical time, a category developed by Yuri Lotman's semiotics in order to explain the iterative, imperfect and timeless character in certain mythical texts. However, cyclicity concern a deeper semiotic mechanics, logic productive to evaluate the way in which cultural and textual systems organize their memories and model an understanding of humanity. Therefore, we will try to sketch a theoretical proposal in order to approach a methodical application and to account for some reasons of its relevance to read productions of meaning in the temporal configurations of some recent series. In this sense, Westworld functions as a representative text, an effective narration to elucidate that, behind the formal and argumental inclusion of this temporality, there is a strong questioning about the nature of freedom and the human condition.

 

Key words

TV series; cyclic time; Yuri Lotman; cultural semiotics; freedom

 

Introducción

 

Este artículo se propone darle continuidad a nuestra investigación, dedicada al desarrollo de herramientas semióticas para el análisis de las series de TV:[1] narrativas audiovisuales de alto impacto industrial que, aun legitimando un amplio cúmulo de temáticas según lógicas globales de consumo, contienen múltiples pistas para entender nuestra contemporaneidad. Se trata, también, de producciones masivas que, en el transcurso de la última década, emprendieron un salto cualitativo que parece, no obstante, operar contradictoriamente: al tiempo que trabajan con materiales estereotipados, las series confeccionan narrativas complejas, repletas de relatos laterales y protagonistas simultáneos. Basta observar exitosas ficciones como House of Cards (Netflix, 2013) o The Walking Dead (FX, 2011), cuyas profusiones argumentales y multiplicidad de personajes reclaman un espectador atento, capaz de retener informaciones desperdigadas por los derroteros de varias temporadas y docenas de episodios. La serie de TV, heredera más reciente de una novela por entregas que afrontó un “cambio de fachada” (Barei y Ammann, 1988, p. 46), no deja de poner en cuestión aquella esquematicidad que caracterizó a su cimiento folletinesco, exigiendo una audiencia cada vez más entrenada.

Esta complejidad trata, asimismo, con un terreno fértil para interrogarnos en torno al uso de ciertos recursos que les permiten a algunas ficciones sobresalir dentro de la vasta cantidad que ven la luz anualmente. Si, como pensara Beatriz Sarlo (1993), aun los textos de consumo pueden “alcanzar su estadio clásico” y distinguirse de una parcela de producciones masivas que aparecen como homogéneas, es porque han logrado innovar en el desarrollo de sus gramáticas, despuntando elementos creativos que “no encuentran sus replicantes” (p. 51). En tal sentido, aquel canon que, desde The Sopranos (HBO, 1999-2007) hasta Mad Men (Showtime, 2007-2015), organiza una “Nueva Edad Dorada” de la televisión (Cascajosa Virino, 2016), responde a un conjunto de ficciones seriadas que se destacan por múltiples estrategias de innovación y por el modo en que estas impactan en el público internacional. Incluso, como bien advierte Jorge Carrión (2014), ante el agotamiento de sus contenidos, las series estarían volviendo con fuerza hacia su matriz de emergencia, actualizando recursos tradicionales de la literatura que son traducidos a los avatares del lenguaje audiovisual.

Como un lugar interesante para evaluar esta dimensión, este trabajo explorará cómo una de las series más actuales escenifica la temporalidad. Para ello, problematizaremos Westworld, texto representativo que nos ubica en un parque temático al estilo Lejano Oeste, habitado por robots humanoides de avanzada que se sublevan contra sus creadores. A medio camino entre el western y la ciencia ficción, esta creación de Jonathan Nolan y Lisa Joy se posiciona como uno de los éxitos de la cadena HBO, y heredera más reciente del legado de súper producciones inaugurado por Game of Thrones. Sin embargo, pese a trabajar con una combinación genérica ampliamente reconocible por el público masivo, la ficción se esmera en construir un espectador que bien puede permanecer desorientado ante una multiplicidad de nudos argumentales, diluidos en una temporalidad en apariencia inconexa y errática.

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Imagen 1. Póster e imagen promocional de Westworld. Estados Unidos: Home Box Office, Kilter Films, 2016.

Nuestra hipótesis asumirá que, además de los clásicos juegos de analepsis y prolepsis o las técnicas de dilación (como las descripciones), Westworld ejemplifica un grupo de series que se encuentra trabajando sobre estrategias más subrepticias que añaden otra tensión temporal a la distinción trama y fábula, aquella vieja dicotomía explorada por el formalismo ruso. De modo especial, entendemos que ello puede verificarse en un marcado retorno al relato mítico, pero no a sus elementos constitutivos (como bien lo demuestra la profusión de personajes y motivos en Game of Thrones), sino a una estructura más profunda que atañe a un modo para modelizar lo humano. Referimos, en efecto, a aquella categoría que el semiólogo ruso Yuri Lotman define como tiempo cíclico: ello es, un carácter intemporal presente en relatos que modelizan los hechos de forma giratoria, iterativa e ininterrumpida. Y aunque esta comprensión respondería al estudio de textos mitológicos, la semiótica lotmaniana entenderá que la ciclicidad interviene en una amplia esfera de lenguajes culturales, dentro de los cuales resulta posible ubicar algunas series televisivas de hoy.

El primer apartado estará dedicado, entonces, a presentar la apuesta teórica que Lotman realiza en torno a la ciclicidad, al tiempo que introducimos algunas conjeturas interpretativas que la semiótica textual de Umberto Eco aporta.[2] No obstante, entre las variadas categorías pensadas por Lotman, la de ciclicidad no ha sido la más desarrollada, apareciendo en su pensamiento sólo de modo inconsistente. En función de ello, nos abocaremos a esbozar una propuesta teórica que permita acercarnos a dar cuenta de algunas razones de su pertinencia para leer ciertas producciones de sentido en los textos audiovisuales. A partir de allí, un segundo apartado explicitará la manera en que el tiempo cíclico aparece en la superficie de Westworld. Cabe advertir que, en este punto, nos veremos en la necesidad de profundizar en la descripción de ciertos aspectos narrativos en vistas de orientar a nuestro lector dentro del recorrido sinuoso de esta ficción.

El tercer y último apartado buceará por el contenido de la serie, en la búsqueda por dilucidar los sentidos que traza la recurrente intervención de lo cíclico. Afrontaremos, así, esta temporalidad como lugar de operaciones culturales de mayor complejidad, que perfila una disquisición en torno a la libertad. En tal sentido, nuestro supuesto sostendrá que lo cíclico adquiere carácter expansivo, permitiéndole a Westworld cuestionar la naturaleza de la condición humana, al amparo de una encrucijada productiva entre inteligencia artificial y libre albedrío. Con el objeto de explorar este aspecto, en este artículo seguiremos el recorte que establecimos en investigaciones anteriores, entendiendo que, en la estructura narrativa de la temporada inicial, se configura un estadio iniciático que introduce los rasgos definitorios del argumento serial (Gómez Ponce, 2017). Diremos, por lo tanto, que no pretendemos agotar los sentidos propuestos por Westworld, sino más bien leerla en el punto en el que la temporalidad cíclica y la libertad se desarrolla como un conflicto central.[3] De lo que se trata, entonces, es de examinar una problemática en ciernes que pretende organizar una lectura de la temporalidad serial, replicable a otros relatos.

 

Semióticas del tiempo cíclico. Aspectos teóricos

 

No dudamos en afirmar que una amplia cantidad de series televisivas ha operado sobre la dimensión temporal de manera marcada. Basta observar las paradojas temporales que trazan Russian Doll (Netflix, 2019), True Detective (HBO, 2019), The Haunting of Hill House (Netflix, 2018), Outlander (STARZ, 2014) o Dark (Netflix, 2017): en todos los casos, hablamos de series que modelan un espectador en constante estado de alerta, o quien no consigue entender en qué momento del relato se halla, pues es atiborrado de desplazamientos temporales, personajes y nudos argumentales. Vale recordar, en tal sentido, las palabras de Umberto Eco (1994, p. 14), quien pensara que ciertos "paseos por el bosque narrativo" esperan una cuota de colaboración por parte de un lector que debe abrirse paso en caminos ya establecidos. Así, mientras algunas obras trazan recorridos sencillos, brindando todo lo necesario para alcanzar el desenlace, series como estas estarían proponiendo travesías más arduas, forzando el sorteo de obstáculos y de dispersiones que convocan a volver sucesivas veces sobre ellas.

Aunque dedicado a otro orden artístico y otro momento de la cultura, los aportes del semiótico italiano funcionan como un puntapié inicial para indagar acerca de las estrategias que las series más actuales escenifican, previendo un espectador que nace de su misma organización medular. Cabe señalar que no referimos aquí a un estudio de audiencia, sino a captar ciertas operaciones representativas que permitan elaborar premisas acerca de un espectador modelo, construido a partir de "instrucciones textuales que se manifiestan en la superficie del texto” (Eco, 1994, p. 24). De lo que se trata, entonces, es de elaborar conjeturas interpretativas sobre la construcción de un frondoso bosque narrativo, cultivado por determinados elementos compositivos de las series, tales como su organización temporal.

Por lo demás, Eco (1994, p. 20) propone que un espacio privilegiado para investigar los “mecanismos secretos” del tiempo textual yace en aquellos textos que problematizan al extremo la pugna entre fábula y trama: ello es, entre el tiempo cronológico y el tiempo narrado, aquella distinción arduamente problematizada por los formalistas rusos.[4] Dentro de dicha tensión, el semiótico italiano priorizará aquellos casos que insisten en trazar una ambigüedad, y que bien puede ilustrarse a través del uso de los imperfectos: tiempos verbales cuyo rasgo durativo e iterativo le confieren “a toda historia un tono onírico, como si estuviéramos mirando algo con los ojos entrecerrados” (p. 21). De ello daría cuenta Dark, serie que parece radicalizar este problema del tiempo, en tanto traza vertiginosos cruces entre pasado, presente y futuro a lo largo de varias generaciones que aparecen, de modo intermitente, en el transcurso del relato. Consecuencia de la indistinción entre el orden lógico y el modo en que se presenta ante el espectador, en dicha ficción las acciones parecen inacabadas: con un principio y fin que no podemos precisar (un carácter durativo), induciendo a suponer que se repitieron reiteradas veces (carácter iterativo) cuando, en realidad, se trata de hechos diferentes. Pero mientras Eco entendería este “efecto niebla” como una estrategia intencional por parte de un autor que “quería que nos perdiéramos” (p. 35), un estudioso como Yuri Lotman invitaría a pensar que este carácter imperfecto responde a una operatoria semiótica más profunda: una imprecisión temporal propia de los relatos míticos que explica, asimismo, un modo de trabajar propio de la memoria cultural.[5].

En vistas de indagar cómo las culturas registran el “proceso histórico real”, el proyecto semiótico de Lotman (1998 [1992]) esboza la distinción entre un tiempo histórico y uno mítico, tipología que le permite introducir una explicación sobre la generación de textos con diferentes grados de complejidad temporal. Mientras el primero organiza el tiempo de modo lineal y concatenado, el segundo se destaca por un “movimiento temporal cíclico” (1998[1992], p. 185): ello es, un carácter intemporal propio de relatos míticos que modelizan los hechos de forma giratoria e ininterrumpida. En Lotman, esta idea de tiempo mítico se ajusta a un modelo de sociedad arcaica determinada por ciclos biológicos, como las estaciones, la rotación de astros o la sucesión día-noche. Como bien advierte el mitólogo tartuense Vladimir Toporov, la lógica de la ciclicidad es, entonces, aquella de la repetición: “la asimilación de una nueva tierra repite la creación del cosmos a partir del caos, cada guerra repite la batalla arquetípica de los ancestros o los dioses, toda muerte repite la muerte del primer hombre” (2002, p. 115).

De ello da cuenta, por ejemplo, el descuartizamiento del Osiris egipcio o, más localmente, de la diosa Onito uitota (personajes de cuyos fragmentos corporales nacerán plantas); también, las mitologías escatológicas hindúes y mayas, o bien las escandinavas con su Ragnarök (la batalla del fin del mundo que, una vez finalizada, de comienzo a la nueva vida). En todos los casos, hablamos de narraciones que explican el mundo con base en series de ciclos y épocas, intervenidas por periodos de caos y catástrofes que ponen de manifiesto una consciencia mitológica para la cual sólo existe el tiempo presente (aunque bien este se despliegue de una manera vasta dado que todo el pasado se replica, insistentemente, en su interior, Cfr. Toporov, 2002, pp. 116). Por ello, Lotman define los mitos como textos sin syuzhet (ello es, sin trama), pues “se puede determinar el orden de los acontecimientos, pero no se pueden establecer las fronteras temporales del relato” (1998[1992], p. 195). Consecuencia de la ausencia de las categorías de principio y fin, cualquier punto puede desempeñar el papel de comienzo o cierre. Por ejemplo, aquella frase canónica que sintetizara la mitología del filme The Lion King (1994), “el ciclo sin fin”, ilustra esta lógica repetitiva, como también aquel carácter imperfectivo que señalábamos junto a Eco.

Y si bien esta categoría de ciclicidad responde al análisis teórico de las culturas antiguas y sus mitologías (Cfr. Eliade, 1972), Lotman expande su funcionamiento para explicar textos más recientes que son el producto de la “interacción e interferencia” entre el tiempo mítico y el histórico. Aunque la evolución de las sociedades dio paso a una temporalidad lineal (ello es, la historia como sucesión de acontecimientos únicos),[6] lejos de desaparecer, el semiólogo afirma que la ciclicidad amplió su esfera de funcionamiento, traduciéndose a otros lenguajes de la cultura. De modo que el tiempo cíclico ha pasado a formar parte de la memoria cultural y de sus géneros artísticos, como una estructura textual en latencia reactiva; no es sólo una concepción del tiempo sino, además, un modo de entender lo humano y su inscripción en el mundo, aspecto sobre el cual nos detendremos más adelante.

Pero, ¿cómo operativizar esta categoría que Lotman introduce, casi sin desarrollarla? ¿Qué forma artística reviste el tiempo cíclico en relatos masivos y de consumo como las series de TV? ¿Qué operaciones metódicas reclama para evaluarla como un modo producción de sentido? Y, principalmente, ¿qué modelos de lo real se desprenden de la ciclicidad como estrategia representativa? A los fines de explorar estos interrogantes, en los siguientes apartados abordaremos Westworld, serie que ofrece ejemplos concretos de una temporalidad cíclica que se traslada al centro de su contenido y sus rasgos compositivos. Pretendemos, por tanto, mostrar una manifestación puntual de esta modelización temporal en un corte sincrónico de las series actuales, cuestión que nos permitirá realizar observaciones pertinentes para, en futuras investigaciones, evaluar otros relatos.

 

Acerca de lo cíclico en Westworld

 

Westworld inicia su relato con Dolores Abernathy (Evan Rachel Wood), joven que permanece desnuda en un laboratorio de alta tecnología mientras una voz en off la entrevista. El interlocutor le advierte a la protagonista que se encuentra en un sueño, interpelándola con un interrogante que atravesará toda la ficción: “¿alguna vez has cuestionado la naturaleza de tu realidad?” (T1 E01). Ante el pedido de la voz, Dolores comienza a describir “su mundo”, y el estilo futurista del laboratorio se contrapone, de modo inmediato, con el espacio vasto y desolador de la llanura. Al ritmo de la pianola y de un tren que atraviesa la escenografía, la narración de Dolores es intervenida con imágenes de un poblado donde personas a caballo realizan sus compras matutinas, un sheriff mantiene a raya a forajidos y, en un clásico saloon, las prostitutas alientan a contratar sus servicios. Allí, Dolores se encontrará con Teddy (James Marsden), cowboy que regresa después de un largo tiempo ausente. Juntos emprenderán el viaje de retorno al rancho de la joven, encontrándolo invadido por un grupo de bandidos liderados por alguien llamado el Hombre de Negro, quien asesina a Teddy y secuestra a Dolores. 

Aunque este inicio no difiere demasiado de aquellas historias clásicas a los cuales el western hollywoodense nos ha acostumbrado, el episodio deparará un giro sorpresivo: la escena vuelve a comenzar, relatando una vez más el acontecer de Dolores y la llegada de su enamorado. Pero, para entender qué se esconde en este esquema iterativo (que, además, se repetirá de modo profuso durante la primera temporada) debemos adentrarnos en algunos aspectos de este mundo ficcional que, lejos de ser un clásico poblado del Oeste, es en realidad un complejo parque temático.

La serie nos ubica en un futuro no muy lejano, donde la tecnología ha permitido el desarrollo de sofisticados robots humanoides y de un campo de simulación donde los humanos (llamados “Huéspedes”) pagan por interactuar con estas complejas maquinarias (los “Anfitriones”). Sabremos, luego, que tanto Dolores como Teddy son robots fabricados con un vasto repertorio de gestos, conductas, pensamientos y recuerdos. Desde un ameno paseo a caballo (también robot) hasta los cruentos enfrentamientos entre vaqueros e indios, el escenario “Westworld” propone diferentes niveles de participación: entablar amistades, tener sexo y hasta asesinar a los Anfitriones (que están programados para no herir humanos), ello dentro de este mundo diseñado para explorar aquello que, en el exterior, está vedado.

Por su parte, todos los robots tienen una historia que develar, dado que responden a un número limitado de relatos posibles que se activan en la interacción con los Huéspedes, reiniciándose cuando se alcanza cierto desenlace o bien cuando el robot falla. De allí que la serie defina estas historias en términos de “Loops”, palabra cuya traducción oscila entre “bucle”, “algo repetido” o una “trayectoria circular”, acepciones todas que, en términos de Lotman, darían cuenta de un movimiento circular. El conjunto de estos ciclos sin fin compone aquello que la serie denomina la “Narrativa” (“Storyline”), supervisada por un centro de mando (“The Mesa”) en cuyo corazón se encuentra el personal encargado de reparar y actualizar a los Anfitriones, como también de confeccionar nuevos Bucles (“Loops”).[7]

Por lo demás, la estructura circular de los Bucles pone en escena una multiplicidad de relatos que se entrecruzan y reinician in extenso, como piezas de un complejo rompecabezas que el espectador debe reconstruir. Aunque los personajes parecen emprender trayectos aislados, ellos terminan confluyendo en misma historia oculta (esta “Narrativa”) que, desde el comienzo, los mantuvo conectados. Y si bien dijimos antes que esta proliferación argumental es un rasgo característico de una ola de series que reclaman un espectador despierto, Westworld la lleva al extremo: un mismo personaje puede repetir hasta el hartazgo su historia, incluyendo sólo un pequeño número de variantes casi imperceptibles. Tal es el caso de Dolores, cuyo Bucle se repite como un ciclo sin fin durante tres episodios, deteniéndose recién en su encuentro con William (Jimmi Simpson): humano con quien emprenderá una contienda para descifrar una de las historias ocultas de Westworld, y quien se enamorará perdidamente de la robot.

Por el orden en que se presentan los acontecimientos, estaríamos tentados a decir que la serie desarrolla dos historias. Por un lado, observamos la de Dolores, que introduciría dos Bucles: i) el del secuestro (que abarca los episodios 1, 2 y 3), y ii) una vez reiniciado este, aquel relato junto a William (desde el episodio 4 en adelante). Por otro lado, tenemos la travesía del Hombre de Negro quien (como sabremos también a partir del cuarto capítulo) persigue desde hace treinta años un nivel de juego más profundo en este parque, un “Laberinto” que se esconde debajo de las escenas cotidianas. De manera intercalada (y sin aparente conexión), se incluirán: i) los Bucles de otros robots del parque como Maeve (Thandie Newton), madame del poblado; ii) las luchas de poder entre los ejecutivos del parque; y iii) las disputas entre Robert Ford (Anthony Hopkins), cofundador y director general, y Bernard Lowe (Jeffrey Wright), Jefe de Programación del parque y voz que entrevista (o, más bien, diagnostica) a Dolores durante el trayecto de la primera temporada.

A medida que avanza la temporada, tendremos la impresión de que las historias están definiendo sus contornos y que los Bucles, enmarcados en ellas, se van delimitando. Al servicio de esto, estarían una serie de indicadores (el sonido de la pianola, el sonido del tren, la llegada de Teddy, la imagen de Dolores despertándose) que se reiteran de manera obsesiva, hasta dos o tres veces en algunos episodios. Y aunque, en principio, diríamos que estas inclusiones permiten ubicarnos tanto en la narrativa de la serie como en la Narrativa del parque (señalando cuando el Bucle de determinado Anfitrión ha sido reiniciado y vuelve a cero), son, por el contrario, recursos que buscan confundir al espectador: ello es, dar la sensación de que nos hallamos ante dos historias sucesivas, cuando la serie está cartografiando un mismo relato dividido en dos líneas temporales diferentes.

Porque aquello que vivenciamos como historias simultáneas componen, en realidad, una misma fábula que se desarrolla a lo largo de treinta años y, como sabremos más tarde, William y el Hombre de Negro son la misma persona. Así, mientras las sesiones entre Bernard y Dolores y el romance de esta con William ocurrieron décadas atrás, la historia del Hombre de Negro se ubica en el presente. Con todo, aquel rapto de la protagonista que comentáramos antes es, en efecto, el final de la historia, componiendo una trama cuyo desenlace se halla al inicio. No es casual, en tal sentido, que esta conexión se devele en la conclusión, “como para inducirnos a releer todo para encontrar la secuencia de la fábula que el narrador había perdido y nosotros no habíamos llegado a identificar” (Eco, 1994, p. 124).

Incluso, la serie carece de signos que nos adviertan de esta encrucijada: tras una mirada atenta y retrospectiva, no se evidencian diferencias de vestuario o escenarios, como tampoco índices temporales que encaucen a un espectador que, hasta muy avanzada la temporada, puede permanecer desorientado ante una multiplicidad de Bucles en apariencia inconexos y erráticos. En cierto modo, se espera que nos sumemos a esta imperfección temporal (en el sentido de Eco), digresión que pretende hacernos recibir todo el impacto de un engarce narrativo que será revelado recién al final. No en vano la primera temporada recibe el nombre de “El Laberinto” (“The Maze”), aunque se trate de una contienda que no solo atraviesan los personajes de la ficción, sino también el mismo espectador.

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Imagen 2. La secuencia del Bucle de Dolores (Evan Rachel Wood), integrada por la entrevista con Bernard (Jeffrey Wright), su despertar y el encuentro con Teddy (James Marsden). 
Capturas de pantalla, Westworld (HBO, 2016).

 

Como se comprenderá, en un nivel superficial, lo cíclico deviene la lógica compositiva de Westworld, serie que, además, hace de lo narrativo su metáfora explicativa. Mientras los programadores asumen el rol de narradores omniscientes que juegan con las elipsis y los flashbacks, y los Anfitriones son una suerte de personajes redondos dentro de un folletín que se renueva a diario, estos Bucles delatan un complejo juego de revelaciones y reconocimientos circulares, estrategias que sirven “para decirle [al espectador] que debe disponerse a entrar en un mundo en el que la medida normal del tiempo cuenta poquísimo, en el que los relojes se han roto, o licuado, como en un cuadro de Dalí” (Eco, 1994, pp. 78-79).

 

Ciclicidad y problemas en torno a la libertad

 

Ahora bien, nuestra lectura irá más allá de lo descriptivo, para tratar de entender los sentidos que se van produciendo en esta serie, atendiendo a su configuración temporal como un lugar de operaciones culturales de mayor complejidad. Conviene interrogarnos, entonces, qué se esconde dentro la redundancia cíclica de Westworld. Si la hipótesis de Lotman resulta cierta, la temporalidad cíclica no solo pone en fricción trama y fábula, sino que, además, reactiva modelos míticos de entender lo humano. De modo especial, esto se apreciará en la contienda que Westworld emprende por diluir la frontera humano-máquina, disquisición donde el círculo aparecerá como metáfora privilegiada. Para dar cuenta de ello, vale volver sobre otra manifestación que Lotman esboza en su teoría de lo cíclico.

El semiólogo afirmará que la ciclicidad permite explicar, desde un punto de vista semiótico y cognitivo, el funcionamiento de la memoria biológica, puesto que ella trata con una repetición que, en los animales, lleva a la supervivencia. Así, mientras el humano organiza su memoria en una sucesión de acontecimientos únicos e irrepetibles (una línea temporal, dijimos), en otras especies, conductas como la caza o la secuencia reproductiva dependen de “la repetibilidad del proceso”, en tanto mecanismo para inscribir y conservar las experiencias (Lotman, 1998[1992], p. 245). De modo que Lotman se sirve de la ciclicidad para definir el comportamiento animal (pero, también, el de la inteligencia artificial) como un repertorio reducido y estereotipado “regido por la ley de la iteración” (1999, p. 46): carecen de improvisación y creatividad, y, como bien ejemplifica, pueden parangonarse con un bailarín que perfecciona sus pasos, pero que jamás sustituye una secuencia de su danza. Frente a estas prácticas automáticas, el humano comportará un carácter imprevisible y alternativas de contestación, a la forma de un “estallido de espacio de sentido todavía no desplegado” (p. 28). Como se comprenderá entonces, para esta semiótica, la ciclicidad perfila una disquisición en torno a la libertad (problemática, por lo demás, recurrente en Lotman).

Asimismo, Lotman afirmará que “otra particularidad ligada a la ciclicidad es la tendencia a identificar de manera absoluta los personajes” (1998[1992], p. 186). Se trata de una hipótesis que el estudioso explorará en textos propios de una consciencia mitológica, a partir de la forma en que el tiempo cíclico impacta de lleno en las figuras heroicas, núcleos semánticos del relato mítico. De modo especial, ello puede atenderse en aquellos personajes clásicos que responden a una idea de fatum, de “destino heroico” como devenir predeterminado, que no puede ser controlado ni modificado. Este modelo de héroe mítico “no tiene influencia sobre el destino” (Lotman, 1999, p. 71) porque, encerrado en un designio divino, carece de libertad de elección y está destinado a repetir sus acciones, aun consciente de su porvenir (pensemos, por ejemplo, en la muerte gloriosa de Aquiles). Remanentes de esta operatoria permanecen en la memoria y en géneros como la tragedia, y hasta en la concepción de los personajes folletinescos, quienes devienen un “ser-juguete-del-destino”, según sostienen Silvia Barei y Beatriz Ammann (1988, p. 43). Es este el sentido en que, como mencionamos antes, Lotman reconoce que lo cíclico “expande” su esfera de funcionamiento. En efecto, esta idea es la que nos deja explorar ciertas producciones de sentido que operan en un conflicto argumental de series como Westworld y que se vincula, estrechamente, con una disyuntiva sobre la libertad.[8] Volvamos, entonces, sobre dicho relato.

Aunque los Anfitriones tengan cierto margen que les permite hacerle frente a situaciones no previstas (“pequeñas improvisaciones” que los vuelven más verosímiles y, por ende, más “humanos", T1 E01), su devenir programado hace que los caractericemos como robots de una conducta cíclica. Ello no solo por su naturaleza artificial (y su supeditación al Bucle), sino también por sus papeles en la Narrativa. Tomemos por caso Dolores y sus frases como “hay un patrón para cada uno. El tuyo te lleva de vuelta a mí” (en referencia a Teddy) (T1 E01), o bien aquella que repite, incansablemente, durante la primera temporada: “hay cierto orden, un propósito. Sé que todo pasará como se supone que tiene que pasar” (T1 E01). No obstante, esta aparente predestinación guarda dentro una virulencia que, episodio a episodio, se irá develando. No hablamos, empero, de una explosión sino, más bien, de un proceso gradual que se manifiesta en pequeñas innovaciones que son, finalmente, aquellas variantes mínimas que hemos descripto antes en las repeticiones de los Bucles.

Basta recordar la tercera repetición de aquel Bucle que da inicio a la serie (ver Imagen 2), cuando la inofensiva protagonista mata a una mosca que se posa sobre su cuello (T01 E01). El gesto parece no guardar mayor relevancia, pero debemos recordar que estos robots están diseñados para no matar formas vivas. Pese a aparentar un personaje que, durante años, se ha "mantenido contenida en su pequeña trama" (T01 E05), Dolores será la primera en dar signos de una ruptura con su programática y, en tal sentido, el primer episodio ya está alertando de una inminente revolución colectiva. Pero, ¿cómo explica Westworld esta sublevación maquínica (temática, por lo demás, hartamente agotada por los géneros masivos)? De manera paradigmática, la serie fundamentará la revolución de los Anfitriones dentro del interior mismo de la estructura cíclica. Aquello que, a la mirada de espectador, se percibe como incidentes aislados (robots que actúan de manera errática, saliéndose de guiones predeterminados) constituye una escisión en el ciclo narrativo, un loop que está rasgando sus márgenes. Pero observemos esta disyuntiva más en detalle.

 

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Imagen 3. A la izquierda: la primera emisión del Bucle de Dolores (Evan Rachel Wood); a la derecha: la reproducción de este, al final del episodio, señalando además el Despertar de la protagonista.
Capturas de pantalla, Westworld (HBO, 2016).

Los Anfitriones se caracterizan por una compleja estructura, compuesta por modos operativos superpuestos. Debajo de las respuestas predeterminadas (la "superficie" del Bucle), se oculta una capa de cognición más profunda, definida como “Reveries”: palabra de difícil traducción que oscila entre el ensimismamiento y la ensoñación. Según uno de los creadores del parque (T01 E05), los “Ensueños” pueden entenderse como un “nivel subliminal” que se manifiesta, por ejemplo, en pequeños gestos involuntarios como tocarse los labios, o percibir algún aroma y recomponer un fragmento narrativo del Bucle. También, refiere a la fase que, ante un eventual olvido de reboot por parte del personal, hace que los robots asuman el fallo como un sueño (que, sin embargo, se rememora como recuerdos vívidos, filmaciones nítidas del más pequeño detalle). En otras palabras, los Ensueños son cierto bagaje mnémico que persiste más allá de los sucesivos reinicios que sufren los Anfitriones y que son reutilizados, luego, para dar lugar a nuevos personajes.

Desde nuestra lectura, bajo este concepto implantado de Ensueño, se desarrolla el conflicto central de Westword. La serie nos advertirá que los recuerdos recompuestos se encuentran en el núcleo del sistema operativo de los Anfitriones y “están entrelazados con la identidad” (T01 E08). En su totalidad, los Ensueños responden a evocaciones trágicas, como sucede con Bernard (quien rememora una y otra vez la muerte de su hijo), Maeve (quien no olvida el asesinato de una hija que cree nunca haber tenido), y con la misma Dolores (a quien se le reemplaza su padre por otro Anfitrión, pero no deja de acordarse del antiguo robot). Bernard afirmará, entonces, que la repetición “es el punto en el que se organiza su personalidad” (T1 E09): esquirlas de la memoria, engarzadas en los nuevos Bucles asignados que deben, no obstante, permanecer para darle forma a la identidad de los Anfitriones. Sin embargo, la iteración, o la “repetibilidad del proceso” como sugeriría Lotman, adquiere carácter pedagógico porque “los recuerdos son el primer paso hacia la conciencia” (T1 E10).

Como sabremos luego, los Ensueños son una actualización implantada por su creador. Hasta su implementación, los Anfitriones carecían de memoria y cada Bucle se reiniciaba por completo. Pero, una vez superada la prueba de Turing (aquella para evaluar inteligencia artificial y que es, justamente, aquello que observamos en las entrevistas de Bernard a Dolores), la creación de la conciencia fue el siguiente paso. Para ello, el cofundador retomó la antigua hipótesis psicológica de la “mente bicameral” (que fundamenta la preexistencia de dos cerebros: uno que escucha y otro que habla). Si, como sostiene esta teoría, los hombres primitivos creían que sus pensamientos eran voces de los dioses, Ford también podría lograr que los Anfitriones "escuchen sus programaciones como un monólogo interno, esperando que con el tiempo su propia voz tomara el control" y, con ello, "impulsar la conciencia" (T1 E03). En tal sentido, la conciencia de los robots no toma forma piramidal como se planificó en su momento (de manera ascendente: memoria, improvisación y autointerés, hasta algo desconocido en la cima), sino circular: un camino introspectivo, mediante el cual los Anfitriones ingresan hacia su interior profundo, a sus recuerdos, y se desdoblan escuchando su propia voz o, al decir de Lotman (tomando palabras de Bakhtin), se inmiscuyen en “un intenso diálogo al interior de una misma personalidad” (1999, p. 16). Si bien no todos los Anfitriones adquirirán esta capacidad de introspección circular (algunos, al escuchar su voz, terminarán en una suerte de estado de locura), los que han podido “despertarse”, lo han logrado por la insistencia de la repetición. La memoria, para esta ficción, se presenta así como un juego de iteraciones, mecánica que el personaje de Bernard sintetiza al afirmar que “hay una conexión entre la memoria y la improvisación. Por la repetición, viene la variación. Y después de incontables ciclos de repetición, estos Anfitriones estuvieron variando. Están al borde de algún tipo de cambio” (T1 E07). En detrimento de aquello que pensaría Lotman, en estos robots, el despliegue de un “estallido de sentido” yace en su ciclicidad, y no en la imprevisibilidad de su conducta. Por tal motivo, en torno al Bucle, Westworld no solo trabaja una pugna formal en las temporalidades, sino también un intenso argumento acerca de la capacidad creativa de la memoria y, con ello, la posibilidad de la libertad a partir de “aprender de los propios errores” (T1 E10).

 

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Imagen 4. De izquierda a derecha: las máquinas para la creación de los Anfitriones que emulan el Hombre de Vitruvio; la primera aparición del juguete con forma laberíntica; y Dolores contemplando la obra de Miguel Ángel.
Capturas de pantalla, Westworld (HBO, 2016).

En el trayecto, entenderemos que el Laberinto no es una Narrativa profunda creada para que el Hombre de Negro descubra, sino una contienda circular para los robots: “aquello que guiaba a los Anfitriones en su despertar: el sufrimiento”, como bien nos advierte el personaje de Ford hacia el final (T01 E10). Se trata de que asimilen sus recuerdos, organizándolos para dar lugar a una identidad; de hacer de la memoria una arena de lucha forjada dentro de la inteligencia artificial, imaginario que es trazado mediante una densa simbología acerca del desarrollo humano que Westworld incluye, de manera disimulada, en los derroteros de su relato. En ella, estarán el juguete con forma laberíntica que Dolores halla, las constantes alusiones al Hombre de Vitruvio (como en las máquinas que crean Anfitriones y en el póster de la serie), e incluso a La Creación de Adán de Miguel Ángel, sobre la cual, al observar la forma de cerebro que toma la figura de Dios, Ford nos dirá que “el mensaje es que el don divino no procede de un poder superior, sino de nuestras mentes” (T1 E10).

Vale mencionar, finalmente, cómo esta problemática de la libertad sale de su encierro robótico para adquirir una dimensión expansiva y ofrecer una reflexión en torno a lo humano. Conviene, entonces, recuperar uno de los tantos debates filosóficos que el personaje de Anthony Hopkins inmiscuye en la serie:

 

Ford: No hay un umbral que nos haga mejores que la suma de nuestras partes. No hay punto de inflexión en el cual nos volvemos completamente vivos. No podemos definir la conciencia porque la conciencia no existe. Los humanos imaginan que hay algo especial acerca de la forma en que percibimos el mundo y aun así vivimos en círculos (loops) tan cerrados como los de los Anfitriones. Rara vez cuestionamos nuestras elecciones, felices, casi siempre, de que nos digan qué hacer a continuación (T1 E08).

 

De la cita en cuestión, se desprende un aspecto de interés. La lectura del ser humano como sujeto encerrado en un loop, sin cuestionarse y siendo objeto de control, parece remitir a la lógica perversa que esconde el parque. Como sabremos en el desenlace, la intención primera de este centro de atracción no es, como advierte de manera inocente Dolores (proponer “un lugar en donde ser libres, donde controlar nuestros sueños, un lugar con posibilidades ilimitadas”, T1 E01), sino acopiar detalles, conductas, preferencias, estilos de vida e intereses de sus Huéspedes. Dicho de otra manera, en sus interacciones, los Anfitriones están, constantemente, recogiendo datos sobre los humanos, dando cuenta así de que nos hallamos ante un imperio de la información que luego será vendida a empresas. El eslogan de Westworld, “Viva sin límites”, es algo que dista mucho de ser real, en tanto hablamos de una suerte de panóptico que lleva treinta y cinco años perfeccionándose.

Referimos a una tecnología de control que, asimismo, se deja entrever desde el comienzo de la serie: recordemos, por ejemplo, cuando uno de los nuevos inversores afirma que “el interés de este parque va mucho más allá de satisfacer a unos ricos imbéciles que quieren jugar a los vaqueros” (T1 E01). No obstante, estamos tentados a sugerir que la ficción se esmera en sumergirnos y perdernos (una vez más) dentro de las revueltas que atraviesan los Anfitriones, en vistas de distraernos de dicha disquisición fundamental, quizá para que el espectador resuelva por sí solo este laberinto. En otras palabras, la serie nos impulsa a que pongamos en tela de juicio no tanto la libertad de la inteligencia artificial como aquella de la propia humanidad. Ello no solo en relación con estos manejos informacionales del parque, sino también con un profundo cuestionamiento acerca de la naturaleza humana, como bien reza la redundante pregunta hacia Dolores que da inicio a la serie y titula este trabajo.

Vale decir que, detrás del escenario fantástico de Westworld, se esbozan claves para repensar la existencia de la especie humana. Si, como afirma Ford, “nos las hemos apañado para evitar la correa de la evolución” (T1 E01), es porque la humanidad ha logrado hacerles frente a enfermedades, catástrofes y a toda contingencia que ha atentado contra su continuidad en el mundo. Si “hemos acabado y esto es lo mejor que vamos a ser”, entonces, para el personaje, nuevos equívocos deben tener lugar para que el orden de la vida prosiga, ya que “la evolución forjó la vida inteligente en este planeta, utilizando una sola herramienta: el error” (T1 E01). En cierto modo, Ford asumirá este rol de propulsor de fallos y desaciertos a través de sus creaciones. En consecuencia, lo cíclico retoma así su sentido de movimiento biológico, permitiéndole a la ficción interrogarse por el devenir de nuestra especie y poner en crisis la aparente excepcionalidad humana:

 

Ford: Una vez leí una teoría de que el intelecto humano era como las plumas del pavo real: solo un extravagante despliegue, intentando atraer a una compañera. Todo el arte, la literatura, una pizca de Mozart, William Shakespeare, Miguel Ángel y el Empire State son solo un elaborado ritual de cortejo. Tal vez no importa que hayamos logrado tanto por las más básicas de las razones. Pero, por supuesto, el pavo real no puede volar. Vive en la mugre, picoteando insectos del barro, consolándose a sí mismo con su gran belleza. He llegado a considerar que el exceso de conciencia es una carga, un peso, y que tenemos que librarnos de ella. Ansiedad, autodesprecio, culpa. Los Anfitriones son los únicos que están libres. Libres aquí, bajo mi control (T1 E07).

 

En esta libertad, radica un enigma que la serie no termina de descifrar, al menos durante este primer trayecto. Aunque la inclusión de las Ensoñaciones funciona como un disparador, desconocemos si sus efectos sobre los Anfitriones generaron una azarosa cadena de contingencias, si ellos estaban destinados a “despertarse” de todas maneras, o si bien se trata de una Narrativa de “Escape” (“Escape”), asignada tiempo atrás. En este último sentido, resuenan las palabras de Michel Foucault (2014), quien nos convocaba a pensar que estos sistemas que parecen coartar todo libre albedrío necesitan de un sujeto que se piense libre y se resista para ejercer, efectivamente, el poder. 

 

Conclusiones

 

Al comienzo de este artículo, dijimos que nuestra intención era poner una interrogación sobre las operaciones que, en torno al tiempo, emprenden las series actuales. Por su semejanza con ficciones como Game of Thrones, True Detective, The Haunting of Hill House, Russian Doll o Dark, la serie Westworld aparece como un relato representativo, un texto pertinente para evaluar las lógicas de lo cíclico y darle cierto cauce a los embrollos de sentido que los vaivenes temporales despliegan. Hemos sugerido, entonces, que lejos de ser un efecto fortuito, la ciclicidad respondería, más bien, a una confusión orquestada: un esmero por conducir al espectador hacia una reflexión profunda que emerja, al decir de Umberto Eco, como una “epifanía de la narratividad” (1994, p. 32). En otras palabras, hablamos de un conjunto de estrategias para introducir a la audiencia en una imperfección temporal, y sumirla así en un juego de revelaciones y reconocimientos circulares.

Sin agotar los sentidos de una serie tan vasta y compleja como Westworld, lo cíclico vino a colaborar en la organización de sus fluctuaciones semióticas. La propuesta (fragmentaria, pero fructífera) que Lotman esboza, resulta pertinente para leer la serie en el punto en el que una comprensión de la naturaleza humana se desarrolla como conflicto central. Al amparo de la ciclicidad, observamos, entonces, que las operativas lúdicas en la forma (repeticiones de escenas, disgregaciones temporales, diálogos y escenografías casi invariantes, y una simbología densa e iterativa) le dan forma a una fuerte disquisición de contenido, relativa al libre albedrío y al encarcelamiento en lo predeterminado. De allí que, diluyendo los lindes entre lo humano y maquínico, Westworld sea una serie que hace de la libertad el meollo de su narrativa. Por lo demás, nuestra exploración debe trasladarse a otras ficciones que, de manera análoga, aborden personajes apresados en su destino o confinados al encierro de una temporalidad iterativa. Se trata de una tarea que nos arriesgaremos a emprender en futuras investigaciones, en vistas de cotejar la potencia heurística de la ciclicidad como categoría para el análisis semiótico de aquellas series de TV que muestran numerosas paradojas temporales.

Nos resta, asimismo, pensar por qué, asentados en estas condiciones tensivas de la globalización y del retorno del neoliberalismo, el interrogante por la libertad se vuelve tan recurrente. Incluso, debemos preguntarnos por qué las series aparecen como un terreno fértil para poner en tela de juicio las formas del encierro, del control y la dominación, pero también aquellas de la revuelta y la resistencia. Si, como afirmó Lotman, los textos del arte son un modo de cognición privilegiado que opera creando una realidad de otro orden, quizá la respuesta se halle en estas materialidades artísticas, cuyo trabajo de alfarería hace de lo real su arcilla para la confección de nuevas formas para leer nuestra contemporaneidad, explorando aquello que se intenta encubrir. En otras palabras, podemos pensar que el orden artístico (y, más aún, estos géneros seriales de dimensiones masivas) está dándole voz a ciertos síntomas culturales y escenificando, como bien hipotetizara el semiólogo ruso, que no interesa tanto pensar en qué consiste la libertad, sino el concepto que de ella elabora la cultura y el lugar que le otorga en determinados periodos (Cfr. Lotman, 1999, pp. 214-221).

 

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Imagen 5. Imagen del inicio de la revolución que inaugura Dolores.
Imagen promocional, Westworld (HBO, 2018).

Cerramos preguntándonos si no cabe conjeturar que, en Westworld, también se hallan claves para pensar los avatares de la resistencia antes las múltiples dominaciones que el presente trae. No debemos olvidar que, bajo una forma artificial, aquellos que dan inicio a la revuelta son las clases sociales menos favorecidas del Lejano Oeste, los aborígenes e incluso, como Dolores y Maeve, las mujeres. Al amparo de un movimiento cíclico que mostraría el retorno de los desplazados y los exiliados al margen de la historia cultural, y abriendo otra intersección productiva a la que deberemos darle continuidad en próximas indagaciones, lo femenino parece ocupar un lugar privilegiado en este relato fantástico. En este enclave, resuenan las palabras de Dolores, quien cierra la temporada primera vaticinándole al sujeto humano que:

 

Dolores: Un día perecerás. Yacerás en la tierra como el resto de tu especie. Tus sueños, olvidados. Tus miedos, borrados. Tus huesos convertidos en arena. Y sobre esa arena, caminará un nuevo dios. Uno que nunca morirá. Porque este mundo no te pertenece o a las personas que vinieron antes. Pertenece a alguien que aún no ha llegado (T1 E10).

 

 

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Bibliografía

 

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Ariel Gómez Ponce

Doctor en Semiótica y Profesor en Español como Lengua Materna y Lengua Extranjera por la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente, se desempeña como Profesor asistente en el Centro de Estudios Avanzados (Facultad de Ciencias Sociales, UNC) y como becario posdoctoral CONICET. En reuniones científicas, como también en artículos y en su libro Depredadores. Fronteras de lo humano y series de TV (2017), se dedica al análisis de series televisivas desde la semiótica de la cultura (Lotman, Bakhtin).

arielgomezponce@unc.edu.ar

 

 

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Cómo citar este artículo:

Gómez Ponce, A. (2019). ¿Alguna vez has cuestionado la naturaleza de tu temporalidad? A propósito de Westworld y los sentidos del tiempo en las series. Toma Uno, 7(7).

 

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Recibido: 14/02/2019 - Aceptado: 25/05/2019

TOMA UNO (Nº 7), 2019

ISSN 2250-452x (impreso) / ISSN 2250-4524 (electrónico) | https://revistas.unc.edu.ar/index.php/toma1/index

 

Dpto. de Cine y TV – Facultad de Artes – Universidad Nacional de Córdoba – Argentina

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Esta obra está bajo Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Derivadas 2.5 Argentina. (CC BY-NC-ND 2.5).

 



[1] En tanto marco conceptual, la semiótica cultural nos ha permitido problematizar la construcción de los héroes-personajes como núcleos de sentido y condensadores axiológicos de las series de TV (Gómez Ponce, 2017, p. 150-158). En nuestras más recientes indagaciones, hemos buscado ahondar esta línea de investigación, intuyendo que los protagonistas no pueden sostener la carga semántica por sí solos, si no son ayudados por otros procedimientos de representación que atañen a la elección del género (Gómez Ponce, 2018c), la organización argumental (Gómez Ponce, 2018a) o las imágenes espacio y temporales, cuestión esta última que exploraremos en el presente artículo.

[2] En trabajos anterior, advertimos que el diálogo entre ambos autores colabora con un acercamiento al modelo de espectador que las series contemporáneas construyen. A pesar de sus diferentes epistemológicas, Eco reconoce abiertamente su deuda con Lotman, advirtiendo incluso que en el semiólogo ruso encuentra no sólo uno de los pioneros en considerar al texto como unidad de análisis, sino también uno de los fundadores de la teoría del “aprendizaje textual” (Eco, 1990, p. 11).

[3] Recordamos que Westworld ha emitido su segunda temporada en 2018 y espera, para 2020, su desenlace. No obstante, en consonancia con el modelo propuesto en indagaciones previas (Cfr. Gómez Ponce, 2017, pp. 106-103), este trabajo opta por abocarse a los primeros diez episodios de la ficción (primera temporada), en tanto en ellos se problematizan marcadamente aquellas digresiones temporales que pretendemos estudiar. Por su parte, la segunda parte de la ficción, intitulada The Door, prioriza, más bien, los avatares de la rebelión maquínica y las disputas en torno a la construcción del poder, cuestión que se introducirá en el presente artículo y que buscaremos profundizar en futuras indagaciones.

[4] Somos conscientes de que esta dicotomía ha sido apropiada, también, por los estudios de narratología, especialmente en la lectura emprendida por Gérard Genette. Una revisión al respecto puede consultarse en Gómez Redondo (2008, pp. 246-252). No obstante, priorizamos aquí la lectura realizada por el formalismo ruso (Cfr. Sánchez Navarro, 2006, pp. 17-22), con quienes Yuri Lotman reconocerá abiertamente su deuda. En cuanto a la apropiación que el semiólogo realiza de dicha distinción, se perciben las influencias de Víktor Shklovski, Boris Tomachevski y de quien fuera su maestro, Roman Jakobson, aunque Lotman finalmente expanda su alcance para aplicarla “tanto a los estudios de los textos poéticos como a la concepción de la cultura como información no hereditaria” (Arán y Barei, 2005, p. 25). Por tal motivo, en la propuesta lotmaniana, la noción de syuzhet (término versátil cuya traducción resulta oscila entre “trama” y “argumento”) gana complejidad, definiéndose como toda transgresión de esas fronteras semánticas que “atañen a la experimentación del tiempo” (1990, p. 151, la traducción es nuestra).

[5] Recordamos que Lotman enfatiza en el estudio de los textos artísticos no sólo como una forma de cognición privilegiada que permite interpretar la historia, sino también como una vía de ingreso a la lógica misma de toda cultura, en tanto texto y sistema cultural tiene un carácter isomórfico. En este contexto, cobra vida una las hipótesis principales de esta línea semiótica: la memoria como un principio activo de la cultura y un mecanismo complejo, regido por constantes fricciones ideológicas creadoras de modos distantes (pero simultáneos en un corte sincrónico) de entender el pasado. Al respecto, véase Gómez Ponce, 2018a, pp. 250-252. Lotman afirmará, entonces, que los textos son vehículos de bloques informacionales y, a través de ellos, podemos reconstruir una porción o una cultura entera (como sucede, por ejemplo, con la recomposición de la cultura griega –sus códigos bélicos, estéticos y cotidianos– que despliega el espesor mnémico de un texto como La Ilíada).

[6] Acerca de esta transición, los estudiosos coinciden en sugerir que la finalización de la ciclicidad inicia con la llegada de la concepción judaica del tiempo: pese a tomar el motivo circular de la resurrección del dios, el judaísmo “lo priva de su repetición periódica”, inaugurando, además, un fuerte contraste moral entre pasado y presente (Toporov, 2002, p. 116).

[7] Con el objeto de orientar a las lectoras y lectores dentro los avatares de esta serie, señalamos con mayúscula inicial aquellos términos que, en el contexto de la ficción, designan realidades y conceptos utilizados por los personajes de la serie en cuestión. En tal sentido, el uso de mayúscula adquiere aquí una función identificativa. Asimismo, todas las traducciones del inglés son nuestras.

[8] En nuestra investigación abocada al estudio de las series, la ciclicidad nos permitió explicar alteridades cuyas prácticas, naturalizadas y descriptas como “instintivas”, se repiten de modo sistemático y como resultado de un impulso biológico que no daría lugar a la libertad. El asesino serial, la femme fatale o el vampiro dieron cuenta, a modo representativo, de conductas culturales que se encuentran “signadas por una tensión entre bagaje biológico y orden social”, y que requieren ser domesticados por múltiples tecnologías (Gómez Ponce, 2017, p. 147). Ello se enfatizó en una serie como Dexter (Showtime, 2006-2013), donde la contradicción del asesino protagonista se establece entre lo que sus instintos asesinos determinan y la posibilidad de elegir otro estilo de vida. Según observamos entonces, esta fricción responde a la síntesis cultural de una herencia darwinista (su consecuente corte ontológico: necesidad/libertad), con una sociedad del control y la racionalidad que debe encausar a los “anormales”, en vistas de volverlos funcionales al sistema. La metáfora del instinto, sumamente recurrente en el imaginario estadounidense, emerge allí como un principio explicativo fértil, pertinente para dar cuenta de sujetos que parecen ser un “residuo” social y carecen de elección. Al respecto, Cfr. los resultados de nuestra investigación posdoctoral, en Gómez Ponce, 2018b.