Gender relations among rural youth in southern Spain. War and postwar testimonies and identities
Universidad de Cádiz, España
Resumen
La historia oral
y de la vida cotidiana vertebran un artículo que trata de ofrecer una
panorámica sobre las desigualdades existentes entre la juventud española de la
primera mitad del siglo XX. Los numerosos testimonios orales revelan, sobre
todo, la complejidad de este colectivo por las aspiraciones vitales tan
distintas de hombres y mujeres antes de emanciparse. Un horizonte mediatizado
además por su pertenencia al medio rural de una de las tierras más pobres de la
Península Ibérica, donde la identidad de clase de las familias y el género de
los individuos resultaban determinantes para su futuro.
Los relatos que aquí se recogen pertenecen a
esas generaciones nacidas entre dos guerras y dos dictaduras que condicionarían
sus expectativas: la primera conflagración mundial y el conflicto civil de
1936-1939, por una parte, y el directorio militar del General Primo de Rivera y
el régimen franquista, por otra. Para comprenderlo, nos centraremos en algunos
tópicos referentes a sus historias de vida: la influencia de la educación en la
construcción de masculinidades y feminidades; la división sexual del trabajo;
los ritos de paso de la niñez a la juventud y la edad adulta; el noviazgo y las
estrategias matrimoniales, o las prestaciones obligatorias hacia el Estado: el
servicio militar obligatorio y masculino, frente al servicio social impuesto a
todas las españolas que necesitaban liberarse del corsé de la domesticidad.
Palabras claves: Juventud, España, mundo rural, género, entreguerras
Abstract
Oral history and daily life form the backbone of an article that tries
to offer an overview of the existing inequalities among Spanish youth in the first
half of the 20th century. The numerous oral testimonies reveal, above all, the
complexity of this group due to the very different vital aspirations of men and
women before they were emancipated. A horizon also mediated by their belonging
to the rural environment of one of the poorest lands in the Iberian Peninsula,
where the class identity of the families and the gender of the individuals were
decisive for their future.
The stories collected here belong to those generations born between two
wars and two dictatorships that would condition their expectations: the first
world conflagration and the civil conflict of 1936-1939, on the one hand, and
the military directory of General Primo de Rivera and the Franco's regime, on
the other. To understand it, we will focus on some topics related to their life
stories: the influence of education in the construction of masculinities and
femininity; the sexual division of labor; the rites of passage from childhood
to youth and adulthood; courtship and matrimonial strategies, or compulsory
benefits to the State: compulsory and male military service, as opposed to the
social service imposed on all Spanish women who needed to free themselves from
the corset of domesticity.
Keywords: Youth, Spain, country, gender, interwar
1.
Introducción
Una de las
mayores conocedoras de los/as jóvenes europeos/as de entreguerras, Sandra
Souto, describía hace poco el devenir de los estudios sobre la juventud desde
su emergencia como un grupo o categoría social en época contemporánea[1]. La reciente consolidación de esta corriente
historiográfica ha demostrado que el protagonismo público juvenil no se aplazó
hasta el final de la segunda guerra mundial o mayo de 1968, como han sugerido
distintos autores, sino que se forjaría en la crisis de las democracias de los
años treinta. Para entender ese fenómeno, recomienda integrar este campo
de análisis a una visión de conjunto, historizando
las diferencias internas contempladas entre los miembros de ese grupo de edad.
Advierte, por tanto, la necesidad de no considerar la juventud como un
colectivo homogéneo, con los mismos problemas y aspiraciones, sino diverso y
complejo. Para ello debemos atender a la época que les tocó vivir, su
pertenencia al campo o la ciudad, así como a las desigualdades de clase y género
que existían entre ellos. Dada su influencia en la composición demográfica de
un lugar, se ha de tener en cuenta además su distribución territorial y los
marcos normativos que regulaban su acceso a la educación formal y al mercado laboral.
Para llegar a ese análisis cualitativo resulta imprescindible partir
del imaginario sobre las distintas concepciones o auto-percepciones
de la juventud manejadas por los diversos sectores políticos y socioculturales
a lo largo del espacio-tiempo. De éstas dependerían buena parte de las iniciativas
adoptadas por los poderes públicos, como la creación de instituciones
socializadoras que canalizaran la fuerza de trabajo y el tiempo de ocio, a la
vez que modelaban su identidad, valores e ideología política. Es en esa
dinámica en la que deberíamos contemplar la aparición de organizaciones paramilitares,
estudiantiles, recreativas o religiosas, a menudo relacionadas entre sí y para
las que el estudio comparado nacional e internacional resulta imprescindible.
Aunque complejo, ése es el reto que nos
marcamos en estas páginas. El de comprender el contexto en que los y las
jóvenes del siglo pasado se educaron y relacionaron, decidiendo, a menudo,
abandonar el medio rural dominante en la primera mitad del siglo XX[2]. Con más
de cien testimonios recogidos en el sureste de la Península Ibérica durante una
década, este artículo se propone analizar las pautas de conducta habituales
entre aquellos hombres y mujeres que vivieron su juventud durante la guerra civil
española, y/o en las décadas anteriores y posteriores.
Nos
centraremos en algunos ítems o tópicos frecuentes en las historias de vida de todas
las personas entrevistadas, como son: la educación para la construcción de
masculinidades/feminidades; los trabajos y tareas asignadas a cada sexo; los
ritos de paso de la niñez a la juventud y la madurez; el ocio, el cortejo y las
estrategias matrimoniales, o las prestaciones obligatorias hacia el Estado: el
servicio militar masculino y el servicio social femenino.
Aunque la
juventud y el género serán las categorías de análisis vertebradoras de este
ensayo, existen otras que lo recorren de forma transversal y sin las que no
podrían entenderse las diversas experiencias relatadas en el mismo. Nos
referimos a la clase social, la religión católica, el origen rural de los
protagonistas y la orientación política de sus familias o los entornos en que
crecieron y formaron su identidad adulta.
Finalmente,
a través de la metodología de la historia oral y de la vida cotidiana,
trataremos de formular algunas hipótesis sobre cómo se relacionaban los y las
jóvenes españolas del sur, desde la proclamación de la II República en 1931 hasta
el final de la dictadura franquista en 1975.
2. La
identidad juvenil, la identidad de género y la identidad rural
El concepto
de identidad ha vivido un amplio desarrollo desde su empleo inicial por psicólogos
sociales como Erik Erikson, como una propiedad individual del “yo”, hasta su
entronque con la sociología que apela a las identidades colectivas como un
sentimiento de pertenencia social, con sus propios derechos, obligaciones y
expectativas. Kwame Appiah
ha planteado que las “etiquetas” con las que nos definimos adquieren un
carácter normativo y, en ocasiones esencialista, debido a que esa pertenencia
modula nuestra conducta y establece límites de inclusión o exclusión, generando
con ello identidades dominantes y subordinadas. Pero concluye, «por mucho que
la identidad nos importune, no podemos prescindir de ella. […] Puede que las
identidades sociales estén fundadas en el error, pero nos otorgan unos
contornos, un sentido de la reciprocidad, valores, y sentido y significado a
nuestras acciones»[3].
En ese camino de reconocimiento, las fuentes orales nos sirven para
comprobar la construcción histórica de la identidad a través de la memoria. La
anamnesis ofrece un sentido del mundo al entrevistado/a conformándolo como un
ser biográfico, pues al hacer una síntesis de su vida va construyendo su
identidad. Y en la medida en que sus experiencias son compartidas por otras personas
pertenecientes a su misma sociedad y cultura, podríamos hablar de memoria
colectiva[4].
Pero como ya se ha apuntado, las identidades no son puras sino que se encuentran entrelazadas entre sí, lo que
hace que encontremos dificultades para recuperar los recuerdos de juventud sin
apelar a las relaciones de género, o la pertenencia a un determinado barrio,
colegio o grupo social. Como indicara Valentina Fernández al analizar a las
“mujeres solas” de la posguerra española, la experiencia bélica, la militancia
y la edad tenían consecuencias desiguales en las expectativas de vida de cada
sexo:
“Algo muy simple: la edad y la biografía
han tenido, y siguen teniendo, una consideración social diferente según nos
refiramos a hombres o a mujeres, y el peso de tal consideración no establece
distinciones ideológicas. Las mujeres que pasaron por la cárcel, o que lo
hicieron fugazmente, se encontraron con una biografía política y personal que
las alejaba, que las expulsaba, de los círculos, de los grupos en los que hubieran
podido encontrar pareja”[5].
Nancy Fraser
es una de las pensadoras que más tiempo y esfuerzo ha dedicado al estudio de
esa identidad que surge de la interacción y las representaciones sociales
compartidas en la esfera familiar, educativa o laboral. El reto de la sociedad actual
es lograr un equilibrio entre la igualdad formal y el reconocimiento de las
diferencias de todo tipo, pero como ella misma indica, en el siglo XX fue la
identidad de clase la que acumuló mayor potencial de movilización social,
luchando frente a la explotación como hoy se hace contra el dominio cultural.
Desde un posicionamiento ético-político, Fraser propone que, frente al manejo
de una noción de identidad como una marca o estigma que conduce a la
fragmentación y el conflicto de intereses entre identidades excluidas, partamos
de un modelo hegeliano o dialéctico de reconocimiento mutuo de la subjetividad.
Lo que plantea, por tanto, es la valoración del estatus personal de cada uno de
los miembros de un grupo, valorando los marcos de justicia o injusticia en
relación con la clase económica[6].
Con ese
ánimo trataremos de conjugar las distintas facetas de la personalidad de
nuestros entrevistados, mostrando cómo ante los problemas de su vida cotidiana,
en ocasiones prevalecería el status o la identidad de clase, en otras su
identidad sexual o de género, y casi siempre, su juventud, al tratarse de
recuerdos de años previos a su emancipación familiar. Siguiendo la definición
por cohortes de Ortega y Gasset, esa
etiqueta “jóvenes” haría referencia a edades entre 15 y 30 años, aunque la delimitación
no sea ortodoxa. En los años treinta, como apunta Sandra Souto, las Juventudes
Socialistas aceptaban miembros hasta los 35 años, aunque en agosto de 1934 se
prohibió por decreto la militancia política a menores de 16 años, e incluso de
23, si no contaban con el consentimiento de sus padres[7].
La juventud se ha definido también como esa “bisagra” en nuestra
biografía en que la sociedad deja de vernos como niños/as
pero tampoco nos otorga un rol de adultos, aunque los derechos, obligaciones y duración
inherentes a la misma no sean generalizables, sino que difieran en cada sociedad
y cultura. Las ciencias sociales comenzaron a trabajar la juventud como grupo
social como consecuencia de la Ilustración, la revolución industrial y las
transformaciones liberales del Estado moderno, desde finales del siglo xviii, “con sus mecanismos burocráticos, su
creciente racionalización y su capacidad de clasificar, controlar, castigar y
movilizar a la población”[8].En
general, la infancia o periodo de dependencia de los/as jóvenes fue aumentando
en época contemporánea y, con ello, se postergó el acceso de los adolescentes
al mercado de trabajo, aumentando su edad de escolarización y prohibiendo su
encarcelamiento. Por otra parte, la universalización del sufragio masculino
desde la revolución de 1848 (1869 en España) hizo que, al prescindir de niveles
de renta, la edad pasase a regular el acceso a la ciudadanía plena. Una
ciudadanía y un desarrollo del espacio público que revirtió en las ciudades,
identificando a la juventud europea como un fenómeno urbano y una caja de
resonancia del cambio y las luchas sociales de la Europa de Entreguerras.
Como ha
indicado David Ginard, tras la Gran Guerra el
fenómeno juvenil se vio fortalecido por la fijación de los movimientos
fascistas y antifascistas en este grupo como fuerza renovadora frente a la
decadencia social. Esto supuso su agrupamiento asociativo y radicalización
ideológica, reclamando su singularidad e independencia respecto a las
organizaciones políticas adultas[9]. Pero
estas páginas nos darán ocasión de mostrar cómo esta dinámica internacional no
caló de la misma manera en el medio rural, ni entre hombres y mujeres, con
posibilidades muy distintas de formarse, relacionarse y obtener su autonomía
personal[10].
Catherine
Plum, por su parte, ha analizado como en las últimas
décadas los memorialistas se han detenido en los efectos de la guerra y la
posguerra mundial en la juventud, hasta el punto de reverberaren la generación
posterior, aunque fueran niños o adolescentes cuando se desarrollaron los
acontecimientos. Junto a las fuentes orales, la literatura proveniente de los
diarios de viaje, las autobiografías y memorias, muestran la existencia de unos
recuerdos compartidos de la juventud, en los que suelen repetirse experiencias
relativas a la guerra, la represión o el holocausto en Europa. Asimismo, esos
viajes de estudios funcionarían como un rito de paso a la edad adulta similar al
servicio militar, potenciadores también de la identidad nacional de los
individuos. En los “impresionables” dieciséis o diecisiete años, los líderes
juveniles o los/as maestros/as fueron tan decisivos para la conformación de la
identidad de esos individuos como la socialización familiar y el propio juicio
crítico de cada adolescente. De modo que en los estudios contemporáneos sobre
la juventud se revela la necesidad de analizar la interacción entre la
influencia estructural de las instituciones socializadoras y el grado
individual de agencia juvenil[11].
3. La
educación de género durante la infancia y la juventud
Si pasamos
ahora a desgranar cada uno de los tópicos que hemos fijado en nuestra investigación,
veremos que las diferencias y desigualdades de desarrollo personal entre los
jóvenes españoles de mediados del siglo XX vendrían marcadas, en buena medida,
por la instrucción recibida en casa y en la escuela, tanto en las áreas de
conocimiento académicas, como en la educación sexual.
Ya en 1988,
Marina Subirats se refería al sexismo educativo existente todavía en España
como Rosa y Azul. Contra esta lacra, como
ella misma indica, «la batalla más difícil que hay que ganar es justamente la
de la memoria, que asegura la continuidad en el tiempo y legitima las
aspiraciones y cambios futuros, sentando precedentes en los que apoyarse»[12]. De ahí
nuestro intento por rescatar la construcción histórica de esa memoria de la
desigualdad de género en el acceso a los libros y la formación. Más allá de un currículum
maniqueo y profundamente escindido en las enseñanzas propias de niños y niñas,
estos testimonios muestran las dificultades del propio acceso al colegio, a
pesar de estar reglamentado entre los 6 y 9 años desde 1857, por la Ley Moyano.
“Saber no sé, porque no he podido ir […]
que le hacía mucha falta a mi madre, pa cuidar a sus
niños… Y a la escuela no volví más… Lo único que sí me ha gustado es estar con
quien sabe…Los libros vinieron a mí de matute […] mi cuñada Isabel era una
joven que sabía leer bien y a mí me gustaba… que por eso mi madre debía haberme
dejado…, pero bueno… ella se encontraba con muchos niños, tenía que hacernos de
comer… y a mí me hicieron sangre de lavar la ropa de mis niños”[13].
Rosenda Moya, con más de 90 años en el momento de ser
entrevistada, se refiere aquí a ese marco de injusticia que suponía privar a
niñas interesadas en los estudios de la posibilidad de formarse, por pertenecer
a familias humildes, analfabetas y sobrecargadas de hijos, en pueblos incomprendidos
y abandonados por la administración como era la localidad minera de Beires, en la provincia de Almería, con alrededor de 700
habitantes en los años treinta del siglo XX[14].
Rosa Capel, Geraldine Scanlon, Inmaculada Pastor, y
escritoras como Josefina Aldecoa o Carmen Martín Gaite, dibujaron hace décadas
el horizonte de escolarización y las posibilidades de promoción social que
esperaba a los/as jóvenes españoles durante la República y el primer franquismo,
cuando la continuidad de la tradición familiar y los roles de género en las
familias obreras era prácticamente incuestionable, convirtiéndose en una
auténtica “hipoteca humana”[15].
“Mi padre pescador y mi madre pues… ama de
casa y luego de joven, coser… porque en los tiempos aquellos, cuando estaba yo
más pequeña, pues lo que había. Como había mucha miseria y mucha falta y… mi familia
no ha querido servir… decía mi madre que me pusiera yo también a enseñarme a
coser, que adelantaría algo, y eso hice. […] Estudiar poco porque tenía más el
afán ya de la costura… porque ya había una cuñada mía allí cosiendo, y
estábamos varias muchachas jovencicas… y claro, dejé
más bien el colegio… Pero, dentro de eso, pues sabía leer, sabía escribir,
sabía hacer cuentas... La mayoría de gente [hombres] eran pescadores, y el hijo
que tengo pues… pescador”[16].
Para las familias pobres de un entorno rural como el
aquí abordado, la salida del colegio con apenas diez años fue un fenómeno habitual[17].
Entonces, las hijas mayores eran destinadas al cuidado de la casa, empleadas
como servicio doméstico o, si se tenían medios para ello, formadas como
costureras, mientras los hermanos pequeños pasaban el día solos en el campo,
como pastores o espanta pájaros.
“Sí, yo estuve en el colegio… aprendí hasta
las cuatro reglas y, aparte de eso, como teníamos que trabajar… pues me ponían
maestrillos de ésos que iban por las casas pagándole, en las horas que
estábamos libres, o de noche, o al mediodía […] teníamos unas dueñas, las
aparceras que teníamos eran todas solteras, había cuatro o cinco hermanas y
eran muy beatas y […] querían que fuéramos a misa, y don Manuel el padre decía […] “¡No seáis tontos, hijos míos! Si vosotros
tenéis la Gloria ganada…”[18].
Testimonios como el de Manuel Ortiz revelan ese
conflicto entre unos patronos interesados en mantener a sus empleados en la
ignorancia, pero temerosos de Dios, y unos padres de familia obrera que no
podían prescindir del trabajo de sus hijos, pero hacían cuanto les era posible
por aliviar su incultura proporcionándoles las clases de pago que ofrecían los
maestrillos ambulantes.
“Ahí estaba la escuela de don Luis, que
le decían entonces, la escuela de don Emilio y en la de arriba [de niñas] estaba
la de doña Micaela […] Pues en la escuela, leer, escribir, llevábamos las
lecciones de memoria, pues todas esas cosas... las reglas de tres […] Al principio
fui con don Luis, que ésta era pública, y luego ya me fui a una que era de paga
-como le decían-, Nicolás el “Paladín”, que enseñaba mucho pero también
“crujía”… y ya yo creo que... de la guerra pa’ acá
mala cosa, algunas veces íbamos a las clases esas que daban de noche para los
adultos y todo eso... Yo creo que habré ido a la escuela tres años juntándolos
todos...”[19].
La escuela rural de postguerra, profundamente
segregada sexualmente, se caracterizó además por la miseria de las infraestructuras
y la moral dominante, así como el absentismo escolar de alumnos/as y maestros/as.
Frente a las acusaciones de las autoridades franquistas, que culpabilizaban a
los progenitores de impedir que sus hijos acudieran a clase, se hallaba la
depuración profesional del Magisterio para medir la adhesión a las fuerzas
victoriosas, y la persecución de los diletantes que enseñaban las primeras
letras entre cortijadas y maizales. Una dejación de funciones por la administración
pública que perpetuaba las desigualdades y, en el caso de las mujeres, apuntaba
a las madres como responsables de la “perdición” de sus hijas. Guiados por la
lógica cristiana de “premio y castigo”, ésa fue la frágil solución que la dictadura
dio a esta problemática: listados de faltas, multas económicas y penas de reclusión
para los adultos los fines de semana[20].
Los/as docentes
que pudieron seguir trabajando se encontraban con unos centros escolares
antiguos e instalados en “locales indignos” de pueblos recónditos. No debe
extrañar, por tanto, que cuando en 1951 se redujo su consignación y dietas, la
mayoría de los veteranos renunciaran a tomar parte en las campañas de
analfabetismo, reclutando personal del Frente de Juventudes y la Sección
Femenina de Falange, recién salidos de la Escuela Normal y que “aún no sienten
la preocupación económica”[21]. Porque
ése y no otro era el destino que deparaba a los jóvenes de las escasas clases
medias existentes en los pueblos más pobres de Andalucía: convertirse en
maestros/as o colocarse en las dependencias municipales, donde cualquier
credencial académica servía de salvoconducto.
“Yo empecé a trabajar muy joven, yo tenía
18 años justos, me presenté a unos exámenes a auxiliar administrativo que
convocó el Ayuntamiento, y tuve la suerte de que no se presentó nadie, porque
yo tampoco estaba muy espabilado, ésa es la verdad… Yo había hecho unos años de
bachillerato en Granada, en el Ave María… ahí yo hice hasta cuarto de
Bachillerato, que el de quinto lo quise hacer libre aquí[…]
pero fue venirme aquí, yo creyendo que algún maestro podría echarme una mano,
pero desgraciadamente, los maestros estaban poco preparados…”[22].
4. Los
trabajos del hogar y del campo
La regulación del mercado de trabajo tras la industrialización del
siglo XIX separó a los jóvenes que habían completado su formación de la tradicional
economía familiar, y los impulsó hacia las ciudades donde las jornadas
laborales y los salarios estaban más controlados. ¿Qué pasó entonces con los
que se quedaron en el campo?
La autoridad patriarcal imperante en el mundo agrario coadyuvaba a una
división sexual y generacional del trabajo que afectaría a los hijos mayores y
menores de edad. Ellos se emplearían en tareas productivas con gran inversión
de fuerza física, mientras las mujeres se dedicaban a las tareas de cuidados y
los valores de uso[23].
No obstante, la necesidad de colaborar
como mano de obra gratuita en el mantenimiento de las fincas propiedad
de la familia extensa, hizo que -como acabamos de comprobar- muchos se
vieran abocados al absentismo escolar o al abandono definitivo de los estudios de
forma prematura.
La propia
Guerra Civil actuó como hito para marcar el paso a la edad adulta, sobre todo
entre los jóvenes que, si no se alistaron voluntarios durante el conflicto,
marcharon al ejército poco después, volviendo del servicio militar con nuevos
planes de vida[24].
“Trabajaba yo con mis padres, bueno…
les ayudaba a mis padres, yo me iba a la escuela, por ejemplo, dos meses y a
los dos meses llegaba el verano, pues ya te tenías que venir porque… “Niño, que
me haces falta para arrancar la cebada, a segar en la era”…
o lo que fuese... Yo tenía en la guerra trece años, yo nací en el 22 pues... 13
o 14 años... Mi cuñado era transportista […] una camioneta que eran pequeñicas
entonces, de 2.000 kilos, y luego yo ya me quedé con el negocio de los camiones...
Yo saqué el carné en el año 46 y ellos tenían ya camiones de antes, pero ya al
venir yo de la mili pues me quedé a eso...”[25].
Rosa Capel analizó como la edad de los trabajadores/as se convirtió en
un factor excluyente para determinadas actividades remuneradas. Por sexos, las
españolas se incorporaban muy pronto al trabajo (entre los 12 y 14 años) y lo
abandonaban también de forma prematura tras contraer matrimonio, entre los 25 y
30 años. Con un valor de la mitad o un tercio del jornal de un hombre, ese empleo
femenino era considerado como un complemento para la economía familiar[26]. No faltan biografías en
la Andalucía rural que así lo corroboran, como es el caso de la anarco-sindicalista sevillana Maravillas
Rodríguez. La suya es una historia marcada por «la escasez de trabajo, los salarios míseros, el trabajo desde la niñez,
el sometimiento a los padres y a la Iglesia, la falta de educación y cultura»,
compartidos por la mayoría de jóvenes de su pueblo.[27]
El diario
anarquista Emancipación describía de
este modo los jornales de hambre decretados en la zona invadida por los
rebeldes ya al final de la Guerra Civil, en 1938, cuando la incorporación de
los hombres a los frentes hizo imprescindible la actuación del “ejército de
reserva” femenino:
“Cogida
de aceituna de molino: jornal mínimo de hombre, 6´50; jornal mínimo de mujer,
4´50; viñas: al destajo se contará libremente por tareas; escarda; cuando el
patrono elija a los operarios, 6´50; cuando el patrono tenga régimen de tajo abierto
ilimitado el número de peones, 5 pesetas. Estas dos tarifas serán para hombres.
Cuando en régimen de tajo abierto trabajen mujeres, niños y sexagenarios, el
jornal será de cuatro pesetas. Los operarios que trabajen en casa de
beneficencia u otros que les den la alimentación, ganarán tres pesetas menos
[...] y a base de un miserable gazpacho (servido en los lugares de trabajo para
aprovechar mejor el tiempo) “las mujeres y los niños” –y téngase en cuenta que
para trabajar se considera como niño a toda persona hasta los dieciocho años-
que comen en los tupis, perciben un jornal diario de “una peseta y una
cincuenta”; y el jornal medio de los hombres, es de tres pesetas”[28].
Esta realidad se prorrogaría en la posguerra al conjunto de la España vencida,
con testimonios donde la conciencia
de clase se mezcla con las distintas culturas del trabajo y la distribución
sexual del tiempo, los espacios y tareas realizadas en el campo por los
distintos miembros de una misma familia:
“En mi casa éramos cinco… había dos mujeres
y tres hombres… Ellas ayudaban también en las fincas y eso… Había muchas
higueras, y entonces se engordaban los cerdos con higos y maíz que recogíamos, y ellas iban a coger
higos y echarle a los marranos y coger alfalfa… Entonces había que hacer cosas…
había pocos medios para comprar […] No teníamos ni jabón, entonces me acuerdo
que cogíamos la pita esa y el cogollo blanco lo machacaban, y con eso lavaban
las mujeres […] Y los niños desde que podían andar, si no podían hacer una
cosa, otra, a ayudarle a guardar unas cabras, o a estar con marranos por ahí
[…] El campo era todo de secano […] y el que no tenía… tenía que dejarse la
piel trabajando y pa que le pagaran 10 o 12 pesetas…
el que valía pa eso, que todos no sabían de la
agricultura, y el que no, pues… en la provincia de Almería el esparto… que le
pagaban por recogerlo”[29].
Mientras
esos jóvenes que comenzaron criando cabras se afanaban con la cosecha de la
fibra vegetal del esparto y ahorraban lo suficiente para conseguir su propia
tierra, las salidas laborales para sus hermanas en un mercado de trabajo tan
informal y propio de una economía preindustrial o de “improvisación”, como la
calificara Olwen Hufton,
eran aún más difíciles[30]. Máxime
cuando una muchacha humilde demostraba el orgullo de clase suficiente para
negarse a trabajar en el servicio doméstico de las clases adineradas que auparon
a los poderes locales del Nuevo Estado en 1939[31].
“Yo no he servido, pero muchas mujeres se
tuvieron que meter a servir y lavando ropas... Las señoricas
de la plaza, ¡ya ves tú!, iban a lavar de noche para que no las vieran... “¡Si
te conocemos!, ¿por qué no vas de día a lavar como vamos todas?”. Iban de noche
al Chorrillo todas las de la plaza, que esas eran ricas pobres […] A mí no me
dio la gana de meterme a servir, porque tenía que meterme con los que habían jodío a mi gente, a mi familia. Pues yo no me metí, yo
prefiero ir a trabajar a donde sea y no me metí a servir nunca”[32].
En
la campesina se percibe así una trayectoria que “la conduce desde la
dependencia de su familia paterna al matrimonio, sin pasar por un estadio o
situación intermedia de independencia juvenil”. Las limitaciones de la sociedad
rural para su promoción, debido al estrangulamiento de posibilidades, hacían
que el simple acceso al trabajo no significara siempre independencia económica.
El “salario familiar” estaba indisolublemente asociado con una menor
emancipación juvenil, sobre todo en el caso de las púberes sujetas a las
resistencias de la moral patriarcal, en contraste con el individualismo urbano
de las que emigraban. Las diferencias
tan significativas entre la ocupación de los/las jóvenes rurales y los de la
ciudad se debían pues a la especificidad de esa economía campesina, donde el
trabajo doméstico, el agrario, y los ingresos percibidos por cada uno de los
miembros del grupo familiar se consideraban imprescindibles para su
supervivencia. “Era otra forma de estar ocupados, correspondiente a otro modo
de producción, el modo de producción campesino, característico y dominante de
las formaciones económico-sociales rurales”[33].
5. El
cortejo y el noviazgo antes del matrimonio
Una vez que las mujeres experimentaban la menstruación y los hijos
varones abandonaban definitivamente la escuela para dedicarse al campo, se
iniciaba una nueva faceta estrechamente relacionada con la pubertad como era el
interés por el otro sexo, la seducción y el cortejo. Un proceso parejo al de
reconocimiento personal y cuidado de la apariencia física, estrechamente
relacionado con la construcción de los arquetipos sobre la feminidad y la
masculinidad imperantes, además de un ritual que en el campo iba más ligado, si
cabe, al destino por antonomasia de todos los jóvenes: el matrimonio y la
formación de una familia.
Entre los
trabajadores de la tierra sólo los ritos religiosos del domingo podían prestarse
al ocio y los paseos. La asistencia a misa no sólo se entendía como un deber
ideológico, sino que era un punto de encuentro en el que solían coincidir
adolescentes de la misma edad, poco acostumbrados a compartir un mismo tiempo y
espacio con el otro sexo.
“Los domingos a trabajar, claro, ahí no
había… no había domingos ni lunes, ni martes ni nada… Yo, cuando joven, me
gustaba ir mucho a las novenas, a las novenas porque era la única, la única
diversión que había aquí. Éramos jóvenes, con 14 o 15 añillos, las novenas aquí
en Huércal, pues nos juntábamos 14 o 15 jóvenes ahí, nos metíamos en la
iglesia, y allí con las niñas les tirábamos de la batilla… no había otra cosa…”[34].
Ya durante la
dictadura franquista, las jóvenes instructoras de la Sección Femenina de Falange
Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas (FET-JONS),
el partido único, llegaron en caravanas conocidas como cátedras ambulantes a
los pueblos más recónditos de España para justificar así su propia utilidad al
régimen. Y allí se convirtieron en un elemento exótico y tentador para los
muchachos. En los años cuarenta, Salvador Gea acudió a la rondalla del Frente de Juventudes de
dicho partido porque «como era lo único que había, nos gustaba a todos y después
nos íbamos con las muchachas para verlas... y cuando estábamos de campamentos
salíamos con las de los pueblos...»[35]. Una de
esas instructoras,
Maruja Cortés, relataba como todavía a finales de los sesenta su convivencia
revolucionaba la sosegada vida de los municipios pequeños:
“En
algunos pueblos teníamos que cerrar las puertas con piedras por detrás, y por
la noche, ya que estábamos metiditas en la cama, le decíamos al municipal
mayor: “Usted dese vueltas por aquí, que están los jóvenes dándonos la lata”...
Vivencias de ésas… no se le ocurre a las señoritas, como nos decían en los
pueblos, y a los jóvenes del pueblo, que ir a dar una serenata a las monjas, y
a partir de las doce de la noche no se podía dormir, y llega la Guardia Civil y
nos encarriló”[36].
Foucault resaltó el papel central de la sexualidad en las relaciones de
poder, reconociendo cuatro estrategias o dispositivos de control propios de la época
contemporánea: la “histerización
del cuerpo femenino” (mujer histérica), la “pedagogización del sexo del niño”
(frente al onanismo), la “socialización
de las conductas procreadoras” (pareja malthusiana) y la “psiquiatrización del placer perverso”
(amor libre). El sistema de control sexual en Occidente consistiría, precisamente,
en el establecimiento de un dispositivo de alianza o casamiento que iría
cambiando en correlación con las transformaciones económicas y políticas
operadas en el seno de la sociedad[37].
La
Constitución de 1931 y la secularización del Estado español durante la Segunda
República permitieron el reconocimiento de los matrimonios civiles y la
legalización del divorcio en 1932. No obstante, fue la Guerra Civil la que
consiguió relajar las férreas costumbres católicas imperantes en el medio rural
y, gracias a la “laxitud moral” de esa coyuntura extrema, extender la práctica
del “amor libre” sellado con una sencilla ceremonia, frente a lo que se
consideraba como un “enlace burgués”. Así lo expresaban periódicos como el Eco de Jaén, donde a finales de 1936 se
aplaudía la resolución del Ministro de Justicia anarquista: «García Oliver se propone sancionar el amor
libre de la manera más progresiva. […] Nuestro pueblo –hoy apto a toda
orientación revolucionaria- vivirá eufórico la nueva institución natural y
racionalista. Los curas y sacristanes sin título –con indumento seglar-
esbozarán una sota sonrisa de necios. Y habrá quien siga diciendo que amor
libre es concupiscencia y libertinaje desbocado»[38].
Sin embardo,
incluso en aquel contexto revolucionario, la soltería de las mujeres provocaba
rechazo social por su transgresión y solía adscribirse a “señoritas fascistas”[39]. A no
ser que se fuera familiar de un cura o la joven tuviera la obligación de
quedarse al cuidado de unos padres mayores que pudieran “mantenerla”, la preocupación
de quienes se consideraban en edad casadera era buscarse un “buen partido”,
esto es, un novio o novia de buena posición económica, buen ver y sin reproche
social ni político para las autoridades. Quienes llevaban la mácula sobre sus
espaldas, como familiares de antifascistas o madres solteras, corrían el riesgo
de quedarse “solas”, calificativo distinto y aún peor al de soltera, como se
decía al principio de este artículo[40].
“Yo tenía 19 o 20 cuando me casé… después
de terminar la guerra. Porque mi marido […] estuvo en el Frente del Ebro todo
el tiempo […] yo no era novia todavía. Y mi tía: “Yo mientras no tenga
conocimiento, ni edad suficiente para saber lo que dirán, yo no quiero noviazgo
ninguno”. Y mis tías no… Hoy yo lo veo tan natural […] ¿Qué malo tiene que
vayan y que se hablen y paseen? […] Que antes no se podían ni ver…¡una incultura! […]Él volvió del frente y estuvo tiempo
porque yo era muy joven y mis tías querían que dejara pasar tiempo para ver si
me agradaba o no […] Él era un chico… No era un chico de éstos atractivo […] y
yo tuve cinco o seis antes que me pretendieron y guapos, pero guapos de verdad…
de gente bien […] Y luego vino este chico, que primero nos tratamos como amigos
y era una bella persona, extraordinaria. Porque la guapura sirve y adorna
mucho, pero no es todo. Y él era tan buen muchacho, y muy educado y… me fue muy
bien”[41].
Otro caso
era el de las parejas de novios sin medios que creían en el amor romántico y a
los que no quedaba más remedio que fugarse juntos[42]. Ese “rapto
de Helena” era una estrategia que en el sureste español se
denominaba “llevarse a la novia” porque, efectivamente, no consistía en huir lejos
para construirse un futuro partiendo de cero, sino en conducirla al domicilio
familiar del novio, como Helena en casa de Príamo, rey de Troya. Llevarse a la novia constituiría así una
estrategia matrimonial de clase, además de un rito de paso previo al matrimonio
por oposición o adaptación social, practicado tanto en la opresora dictadura
como en los años republicanos de supuesta apertura ideológica, como recordaba
el miliciano anarquista Antonio Vargas[43]:
“Sí, yo estaba casado ya, tenía dos hijas.
Tenía 18… bueno, en aquella… ya en el 39 tenía 20 años… pero yo me había casado
con 17 años, bueno, me llevé a la novia, como se decía entonces… Nos casamos
después ya… aquí. En noviembre del 34 ya nos casamos. Nos casamos y tuvimos dos
hijas”[44].
Quienes no eran tan precoces, quizás porque
podían permitírselo, solían vivir largos años de noviazgo previos a la unión
religiosa. En ellos el contacto físico se reducía a la mínima expresión y el
control familiar sobre las casaderas era de una observancia asfixiante, como
retratara García Lorca en La casa de
Bernarda Alba (1936). Una vez que el muchacho
tenía la aquiescencia familiar, la joven debía entregarse a la preparación del
ajuar para su casa y los regalos de “pedida”, hasta que llegara el día de la
ceremonia religiosa[45].
Un estudio de caso en la Vega Alta del
Segura sirvió al antropólogo Joan Frigolé para explicar
el control materno dentro de la casa de la novia,
y el que hermanas, primas o amigas ejercían fuera de ella, lo que convertía el espacio
público en una extensión del doméstico. A ello se unían otras restricciones,
como unos horarios fijos y la delimitación clara de las zonas del pueblo
destinadas al paseo de los jóvenes y parejas de novios. «Salirse de estas zonas
era "salirse de parva", como decía una mujer. La metáfora nos lleva a
otro espacio bien limpio, bien preciso y bien delimitado, la era, donde se
halla la mies tendida. Con el tiempo habrá una modificación y una redefinición
de los límites, de lo que es dentro y fuera, de lo privado y lo público,
implicando cambios en la concepción y desarrollo de los noviazgos”[46].
Así nos describía todo ese proceso del cortejo
Manuel Ortiz, quien finalmente optó por renunciar al “amor cortés” de la
juventud liberal, y mostrar su madurez desarrollando una estrategia basada en
el interés que tradicionalmente había supuesto el contrato matrimonial. Un
conjunto de prácticas y construcciones culturales donde se fundían obligaciones
sociales, ambiciones materiales, cumplimiento del deber con los progenitores y
la tradición, que los sociólogos culturales marxistas definieron como
“estructuras de sentimiento” y que hoy trabajamos como categoría analítica en “comunidades
emocionales” como estos pueblos del mediodía español[47].
“Entonces no era como ahora van y eso,
entonces llevábamos el guarda detrás, la madre… no podías ladearte, si querías
darle un pellizco tenía que ser a traición. Si íbamos al cine, se ponía detrás,
no se ponía al lado, no… se ponía detrás para ver si los movimientos que
hacíamos… Con todo y eso pues había, porque claro, las privaciones causan
apetito […] Ibas a hacerle la visita, y si tenías que ir a un baile, porque
entonces los bailes públicos estaban prohibidos, pero en casas particulares
había muchos… Y los muchachos, el que tenía ya con una pues… dónde estaba, pues
allá que iba y tal… pero la madre siempre iba corriendo… Pero, con todo y eso,
pues claro… “ahora cuando salga”, o “mañana a la noche no vengo, pero sal que a
tal hora…” Yo tenía una novia que llevaba tiempo con ella, pero como yo me
había criado en la tierra y el trabajo, yo ya pensaba en mi porvenir, digo:
“Ésta es mujer de su casa, pero no es pa criar” […]
porque yo sabía que necesitaba una compañera que me ayudara a mí a trabajar… Yo
tenía mi novia en tiempo de la mili, pero cuando ya pensé en casarme… pues ya
hice lo posible para ladearme de ella, y entonces me pegué a ésta, porque ésta
era una esclavica, ha sido una esclava toda su vida…”[48].
Si los juegos de seducción, el ocio e
incluso el amor eran prácticas de juventud, el paso a la edad adulta estaría
representado por el cumplimiento del servicio militar y la necesidad de escoger
una compañera de vida que se corresponsabilizara del trabajo y la economía
familiar, “una esclava”, según este testimonio, que antepusiera su fuerza
productiva a los lazos emocionales.
6. Los
ritos de paso: el servicio militar masculino y el servicio social femenino
Los
trabajos antropológicos han mostrado como en casi todas las sociedades existen
ritos de paso con un carácter “conformador”, es decir, con la función de
mostrar en público la transformación de una persona, a la vez que aceptar de
forma individual una nueva situación definida socialmente. Según éstos, para
“llegar a ser un hombre” o una mujer no bastaría con tener una determinada
edad, sino que habría que superar una prueba, más o menos dolorosa, que
transformaría al ser humano en masculino o femenino. Antes de que se
universalizara el derecho al voto como acceso a la ciudadanía plena con la
mayoría de edad, la prueba que habrían de superar los jóvenes tras la
constitución de los estados nacionales se definiría a través del servicio
militar obligatorio.
De ese modo, la “mili” en España se concebía como un
adiestramiento bélico y un modo de reconocimiento social, ya que la virilidad
exigía una demostración pública constante relacionada con el honor y el
pundonor, frente a la virtud y la honra femeninas. Esto obligaría a los hombres
“verdaderos” a mantener una imagen defensiva ante los demás y, sobre todo, ante
los otros varones; “escudos” frente a la vulnerabilidad infantil, con los que
aprender a gestionar el poder y la posibilidad de dominar a otros seres humanos
mediante el ejercicio de la violencia[49].
Así recuerda una entrevistada como se socializaba a los niños/as de su pueblo
en plena posguerra:
“Yo recuerdo que ya fueron a Gérgal y las niñas ya tenían que ser "margaritas"
y a los niños pequeños, a todos, fusiles […] cogían maderas y se los llevaban a
un carpintero que le decían el "Soplas" y les hacía fusiles a los
niños pequeños, de tres, cuatro años y todo eso, fusiles para enseñarlos a “matar
a rojos” […] y las falangistas hacían sus desfiles y cuando pasaban, por
ejemplo, por la puerta de mi casa pues a lo mejor se paraban, paraban el
desfile y se ponían a cantar: "Yo no soy un rojo, ni tampoco un ladrón,
soy falangista y español"[50].
Desde los años ochenta, los estudios sobre el ejército de la
Escuela de Cambridge, entre otros, han profundizado en la incidencia del
militarismo en la ideología familiar, la moral y la sexualidad de los soldados,
y cómo se relacionaban éstos en la vida privada con “sus mujeres” (madres, novias,
esposas, prostitutas, amantes…). Fidel Molina ha investigado en España la conversión
de los jóvenes en valores adultos a través de las guerras y el servicio militar
hasta principios de los años sesenta del siglo XX, cuando la modernización
económica, social y cultural de los núcleos urbanos hizo que la
"mili" fuese perdiendo su importancia social como tránsito. Para las
generaciones previas que hemos utilizado aquí como fuentes orales, el servicio
militar tendría aún ese papel estratégico en la "domesticación
ritual" de los reclutas. De modo que la conscripción o reclutamiento
militar forzoso impuesto durante la Restauración Borbónica (1877 y 1896),
significaba un rito de paso dividido en distintas fases: la preliminar de separación
de su núcleo familiar y local, a través del sorteo y las fiestas de quintos; la
liminar, que supondría la propia “mili”; la de agregación o postliminar,
cuando se producía la vuelta a la sociedad civil, y finalmente, las ceremonias
cíclicas anuales que repetirían los siguientes sorteos[51].
Al
comienzo del acuartelamiento se produciría una organización formal de los
jóvenes en grupos secundarios como eran las compañías o barracones, y otros
grupos primarios conformados por amistad y/o un mismo origen geográfico, social
y formativo. En cualquier caso, sería la veteranía o pertenencia al mismo reemplazo
lo que marcaba un vínculo entre los mozos nacidos el mismo año, que solían
mantener de por vida.
Esa
relación se iniciaba en sus localidades de origen con las “fiestas de quintos”,
un mecanismo de preparación psicológica frente al rechazo que solía provocar el
servicio militar como "impuesto de sangre" en coyunturas de conflicto
bélico. Por otra parte, eran un momento de evasión y, por tanto, de
permisividad que, como indica Pedro
Cantero en su estudio sobre la sierra de Huelva, potenciaba la construcción
social de la masculinidad adulta[52]. El
hecho de clasificar a los mozos como útiles o inútiles para el servicio
confirmaba esa virilidad, de modo que la fiesta se convertía en un homenaje
público a los “verdaderamente hombres”.
De ahí que las denominadas “historias de la mili” o “batallitas de la guerra”
que los abuelos transmitían a sus nietos estuvieran cargadas de ese sentido de iniciación masculina durante el siglo
XX.
En
zonas rurales, el “macho” era un varón rudo al que se permitían excesos y “novatadas”
como entre los compañeros de clase, que le hacían sentir protagonista ante las
muchachas. Y aunque esa identificación entre milicia y masculinidad era
total, en algunos pueblos de Lérida donde los jóvenes eran escasos ya desde
antes de la Guerra Civil, se incluían a las chicas en la fiesta. Al ser compartida por ambos sexos, la quinta
se convertiría en un referente generacional para los veinteañeros, que
consiguió que los varones aceptasen el reclutamiento como uno de los pasos
naturales de su existencia, antes de volver y casarse con sus novias[53].
Ángel Alcalde ha analizado como la masculinidad franquista se
caracterizó por exaltar la experiencia bélica en el bando victorioso. La “cultura
de guerra” actuó como elemento vertebrador el nuevo régimen y reforzó la
conexión identitaria de muchos hombres con ese mito fundacional de la Guerra
Civil, ofreciendo un arquetipo de género en el que se reunían los ideales
viriles y combatientes del falangismo y el tradicionalismo. La desmovilización
de 1939 y la reincorporación al mundo civil de cerca de un millón de ex soldados
de Franco entre 18 y 34 años, estaría marcada por la experiencia de haber
luchado y ganado con el ejército de Franco, demostrado su hombría[54].
La hombría,
por contra, de quienes lucharon con el ejército republicano derrotado, sufriendo
en el frente y los acuartelamientos de posguerra, no guarda relación con la
victoria, sino con la capacidad de superar las adversidades relacionadas con
las privaciones y traslados de un servicio militar casi interminable.
“Me faltaron tres o cuatro meses pa los nueve años
de soldado… Aquello era que ya no sabía ni a qué atenerme… Ya últimamente nos
daban unos permisos trimestrales… y así estuvimos una temporada grande. Fui a
la provincia de Ciudad Real… Almodóvar del Campo, las minas de carbón de
Puertollano… luego Manzanares, Valdepeñas… Y luego nos licenciaron y a los
cuatro días… personal que vino, no sé quien, se
sublevaron […] Y nos volvieron a recoger… estuve en Almería tres años… y en
Almería me hicieron, que yo no quería, oficial…
fíjese, con cuatro soldados y una escuadra de civiles al Gobierno
Militar”[55].
Las
técnicas disciplinarias de los cuarteles militares facilitaban el control de
los individuos a través de la instrucción, las guardias y otros servicios que
funcionaban como una "microfísica del poder". Éstas regulaban la
distribución espacial según
función y rango, así como el tiempo, a
través de rutinas diarias obligatorias y repetitivas. La “disciplinización” de los cuerpos juveniles, tal como la entendió
Foucault, se reproduciría igual en esos cuarteles que en los internados y manicomios[56].
Por
otra parte, las discriminaciones impuestas en función de las jerarquías
militares, hicieron de las incomodidades un recuerdo común entre aquellos
reclutas de los años 30-50. La falta de higiene, por ejemplo, entre la tropa de
jóvenes sudorosos y testosterónicos sería norma
común, pese a la mejora de cuarteles y vestimenta desde la dictadura de Primo
de Rivera en 1927, las reformas del ejército por Azaña en 1931, y la llegada de
nuevo material en 1951.
Durante
mucho tiempo la historiografía española ha sostenido que, gracias al control
militar y una autarquía precaria, Franco gobernó España como un cuartel durante
la posguerra inmediata[57].
Para evitar una rebelión interna resultó fundamental eliminar la política y
captar a las masas mediante ciertos dispositivos que las contentasen. Para ello
se crearían espacios colectivos, tanto en los cuarteles como en la sociedad
civil. La comida y el ocio se desarrollaban en las cantinas militares, separadas
de los lugares de trabajo, descanso o seguridad, y atendidas por los denominados
servicios mecánicos, en
oposición a los de armas. Obtener un buen destino dentro del
acuartelamiento dependía de la ocupación previa de los jóvenes en la vida civil
y disponer de un "enchufe" que les permitiera "pasar una buena
mili", pese al confinamiento interrumpido sólo por los paseos de tarde,
las marchas y maniobras.
De
ahí que las fuentes orales suelan referirse a ese «discurrir tedioso, aburrido
e interminable del tiempo», recordando los rituales diarios, así como la
escasez generalizada de medios y, sobre todo, el hambre. Los ranchos de los
soldados dieron lugar a chistes y canciones, al igual que los uniformes, mudas
y escasas mantas con que cubrirse. Un aspecto no precisamente irrelevante, a
tenor de la hipótesis de Michael Seidman sobre los
avituallamientos como elemento que decantaría la victoria de 1939 en la Guerra
Civil[58].
“La mili la hice en Granada, que fue donde
más hambre pasé y los piojos me comían… digo “¡cuidado con el ejército que tiene Franco!”… Yo soy del 45, es que me fui
retrasado… Hice la mili en el 46, dos años y medio que estuve… Fui a la mili
por tonto, no tenía que haber ido… pero yo como era joven… Se murió un hermanillo
mío y, en vez de darle de baja a él, me dieron a mí… que por eso yo hubiera
pasado […] Treinta meses… siempre de guardia y de aquí nada… muertecico de
hambre… Ponían un centinela pa que lavara los platos… y mira por donde me tocó a mí… Y
me tenían que relevar a las diez de la noche, y no fueron a relevarme… veo
salir uno de la cocina con un plato en la mano… y lo metió en un registro de
ésos de la alcantarilla… Cuando vi yo que se metió otra vez a la cocina y apagó
la luz, digo, “voy a ver lo que es…”
Un plato morcilla así… había lo menos dos kilos… Digo: “O reviento o me muero aquí, pero esto me lo como”…”[59].
Fidel
Molina insiste en que habitualmente los
jóvenes españoles percibían “la mili” como una pérdida de tiempo de sus vidas, que
les separaba de sus obligaciones laborales y/o familiares, sin otorgarles una
auténtica preparación militar. En cambio, las normas para realizar esas
guardias eran muy estrictas, convirtiendo al centinela en una pieza clave como
“chivo expiatorio” que revelaba tanto las posibles incursiones exteriores, como
las fugas. Igualmente sucedía con las “imaginarias” para vigilar los dormitorios
durante la noche, contando a los soldados para su control interno durante ocho
horas repartidas en cuatro turnos. Una función de represión del enemigo interno
extendida al conjunto de la población española durante la dictadura franquista,
como revela el siguiente testimonio sobre los otros trances que debieron
superar los soldados rasos[60].
“Un primo mío fue de la quinta del 42 y
entonces llamaban a los militares para hacer los fusilamientos y creo que
fueron y entonces, claro, los pobres soldados... Si la mayoría... mi primo
tenía a su cuñado escondido, que lo mató la Guardia Civil en Cabo de Gata de
una paliza; su hermano, su tío, mi padre y..., pues
creo que el uno cayó por aquí medio muerto, el otro mareado... total, que
ningún soldado quiso tirarles”[61].
Como el servicio militar de los muchachos,
los órganos de encuadramiento juvenil femenino
durante el franquismo procedían del Sindicato Español Universitario, el Frente
de Juventudes y su Sección Femenina. Las jóvenes que vivían en las capitales de
provincia podían acudir también a las tardes de enseñanza en las “Escuelas de
Flechas” para niñas y la “Escuela Hogar” para adolescentes, fuera de la
obligatoriedad del instituto. Desde 1944, la Sección Femenina adulta implantó también
los “Planes de Formación de la Masa”, cuya asistencia era obligatoria para las jóvenes
comprendidas entre 17 y 27 años, misma franja de edad que comprometía a las nazis
a la prestación del “Servicio Laboral” durante la Guerra Mundial en curso[62].
Ya el 15 de octubre de 1937, en plena Guerra Civil,
se decretó la creación del Servicio Social por una Delegación denominada Auxilio
de Invierno e inspirada en el Winterhilfe alemán, para atender de forma gratuita
comedores, hospitales y centros asistenciales en el bando rebelde. Pilar Primo
de Rivera, dirigente de esa Sección Femenina de FET-JONS, denunció en 1938 que
dicho servicio debía pasar a su competencia y afectar de forma obligatoria a
todas las mujeres, y no sólo a aquellas que se veían obligadas a trabajar por
necesidad. De modo que ese servicio militar sui generis, que constaba de tres meses de formación teórica y otros
tres de prácticas, sobrevivió al final del conflicto bélico como método de control
de todas las españolas y, especialmente, de las obreras.
Cuando, finalmente, el Servicio Social pasó a la
jurisdicción de la Sección Femenina, ésta se encargó de canalizarlo como una
prestación sustitutoria para las mujeres que no cumplían su misión biológica. Es
decir, todas aquellas solteras comprendidas entre los 17 y 35 años que, en
lugar de formar una familia como amas de casa, quisieran estudiar y/o
desempeñar una actividad profesional, sacarse el pasaporte para marchar al
extranjero, o realizar cualquier actividad que necesitara un permiso o
acreditación oficial.
Como el Servicio Laboral del Tercer Reich, esta credencial fue considerada una
herramienta eficaz de encuadramiento, con capacidad para cubrirlas carencias estructurales
en cocinas, oficinas y talleres con mano de obra gratuita de Sección Femenina. Si
en las ciudades pequeñas la mayoría de prestatarias fueron maestras, dada la
escasez de universitarias, el cumplimiento de esta obligación en los pueblos más
inaccesibles para la administración del Estado se haría casi imposible por “la
diferente formación, los ambientes cerrados, las diferentes visiones del mundo,
los horarios y el ritmo de vida relacionado con la naturaleza, la escasez de
medios materiales, la desconfianza y el analfabetismo”[63].
Unas carencias que trataron de ser paliadas a través de las divulgadoras de Sección
Femenina, jóvenes autóctonas de cada localidad instruidas para entrar en
contacto con las campesinas a través de las escuelas de formación y de hogar,
las granjas-escuela, las cátedras ambulantes y las campañas de redención del analfabetismo
que, a partir de 1958, también facilitaron la adquisición de ese Servicio
Social.
No
obstante, la documentación e investigaciones realizadas en distintas provincias
rurales de Andalucía, La Mancha, Aragón o Valencia, demuestran la resistencia a
la realización del mismo por jóvenes y adultas. Hasta el punto que, además de
las exenciones de sirvientas y campesinas, se creó una “redención a metálico”
similar a la existente para las quintas militares hasta 1912.
“En el pueblo en
el que hubiera una cocina, un comedor, o algo así, las destinábamos; pero en
otros pueblos donde no había instituciones de Sección Femenina ni del Estado
donde pudieran hacer el Servicio, ¡no las íbamos a dejar a medias! Pues tenían
que hacerse una canastilla que era lo más fácil de éste
mundo, porque si no la querían hacer, se la podían comprar... Por eso le dije a
usted que la gente de pueblo, la que no tenía el Servicio Social era porque era
malísima, no quería estudiar tres meses que eran cosas que luego les venían a
ellas bien […] «¿Pues no os vais a casar? Pues prepararos... porque la comida
es diaria, hijas de mi vida, a menos que estéis con las […] cosas esas redondas
de los americanos… [galletas]”[64]
Durante los años 50 se diseñaron cursos intensivos
como los que realizaban las bachilleres en la ciudad para garantizar el
cumplimiento de ese Servicio Social en el medio rural, pero su inutilidad
práctica y trasfondo adoctrinador aumentó su impopularidad y la resistencia a realizarlo.
Un
ambiente hostil que, en provincias como Málaga, hizo que los padres y madres de
Colmenar se opusieran a la colaboración de sus hijas en 1954[65].
En Almería no fue hasta diez años más
tarde, en 1964, cuando el número de prestatarias se multiplicó exponencialmente
hasta el final de la dictadura, debido a la masiva incorporación femenina al
mercado de trabajo y a la emigración, tanto desde el campo como la ciudad. No
obstante, fue en Granada -como mayor circunscripción universitaria de Andalucía-,
donde a medida que las jóvenes fueron accediendo a la educación superior, dicho
Servicio Social fue más demandado y denostado entre las estudiantes de clase
media, por la devaluación de su función y de la propia dictadura[66].
“Ellas sabían
quién era yo, por supuesto. Por eso me querían... pero no con idea de que a mí
me iban a poder ellas tener de criada... Como las que tenían de porteras, pa hacer los mandaos, pa hacerles
recados... Si había que llevar a los niños pobres comida, iban las tontas estas
con las bolsicas...cargando como bestias al Cerro San
Cristóbal... El que necesitaba comer todos los días porque en su casa su madre
no se lo iba a dar... Ellas sabían que conmigo no iban a poder, que yo no
era... que mi padre no era portero, ni nada... Además, estaba estudiando en un
instituto... que gente con, con 12 años ya las ponían a servir... ellas sabían
que yo iba a estudiar, que no iba a poder estar... a las órdenes de ellas,
sumisa. Ellas eran pues según veían la... la familia”[67].
Sólo en las
cátedras ambulantes que acudían a los pueblos y diseminados de las sierras, las
“señoritas” de Sección Femenina siguieron siendo bien recibidas en esas fechas,
como una atracción que rompía la monotonía de los ciclos agrarios. Allí convivieron
con los vecinos como parte de una “comunidad imaginada” a la que enseñar su
célebre recetario de cocina, actividades de ocio y tiempo libre, pese a la
oposición impenitente de los progenitores al pantalón corto de sus hijas. Sin
estímulos culturales ni recursos sociales, la cátedra “animaría al pueblo, se
civilizarían un poco y se les quitaría el miedo», ya que a las niñas de Paterna
del Río no las dejaban practicar deporte por creer que “se enferman y
adelgazan”. El mesianismo falangista se vería así corroborado en este “pueblo
de agricultores y poco civilizado […] no muy partidario de la SF. Ha sido
preciso mediar con los padres de familia, para convencerles de que sus hijas no
perderán nada, sino que aprenderán y ganarán practicando deporte, asistiendo a
las Tardes de Enseñanza, etc.”[68] Así recordaban Rosa
Lorenzo y Encarnación Cano a las seis instructoras que pasaron por Serón en los
sesenta tan jóvenes y alegres como ellas mismas a los 18 años, cuando
cumplieron el Servicio Social:
“Vinieron en roulottes que
se instalaron ahí, cerca del colegio y acudió mucha gente, porque estaban
prácticamente todo el día para amoldarse al horario de la gente del pueblo, y
nos daban incluso de noche las clases de bordados, costura, también leíamos
algo... A esa edad, nos gustó mucho y aprendimos cosas útiles de la casa, que
entonces era lo único que podían hacer las mujeres, porque la mujer que quería
trabajar fuera sólo tenía el campo o los talleres de costura, y por eso fueron
hasta casadas y mayores”[69].
7. La
militancia política
Si hemos
dicho que el servicio militar significaba el rito de paso para “ser un hombre”,
al igual que el servicio social femenino se reservaba a las jóvenes solteras,
¿en qué momento de la vida de los pobladores del medio rural surgía el interés
por la política y la militancia?
Stephen Humphries analizó ya en 1981 la conducta de los jóvenes
ingleses de clase obrera hasta el inicio de la II Guerra Mundial. A través de
cientos de entrevistas realizadas en algunas de las principales ciudades
industriales como Bristol y Manchester, pudo analizar el desarrollo de las
pandillas callejeras en un ambiente de huelgas y violencia social que partía de
los propios colegios. No obstante, se ha criticado su dependencia de la
identidad de clase para explicar esa movilización juvenil, sin atender a las
diferentes iniciativas que tomaron, sobre todo los hombres, para participar o
no en el servicio activo, alinearse con las clases dominantes o resistirse a su
hegemonía, entendiendo su actitud guerrillera como una rebeldía de clase[70].
En los casos
del sureste español que aquí estamos analizando no existía ese caldo de cultivo
urbano. Sin embargo, hemos de diferenciar muy bien la coyuntura de cambios y
modernización republicana de 1931-1936, junto al periodo bélico y
revolucionario de 1936-1939, respecto de la dictadura, tanto la durísima
posguerra 1939-1959, como la estabilización económica y el resurgir del
movimiento obrero entre 1962-1975.
En localidades
con una estructura productiva poco diversificada desde finales del XIX, dedicadas sólo a la minería en el interior,
la pesca en el litoral, o al monocultivo de la uva o la caña de azúcar entre
las provincias meridionales de Málaga y Murcia, fue la miseria y unas
relaciones de producción marcadas por la explotación laboral y las
desigualdades, las que potenciarían la conciencia de clase entre los más
jóvenes y una sindicación temprana, que les llevó incluso a la cárcel antes de
cumplir la mayoría de edad.
“Este pueblo
ha sido un pueblo muy… los ricos han sido muy… ha habido mucho odio, mucha
tirantez entre los trabajadores y la clase esta que llamamos “clase rica”, y
entonces pues hemos tenido muchos enfrentamientos. Desde los 14 años ya estaba
mezclado… y en los 15 ya estaba en la cárcel… después de condenarme tuvieron
que ponerme en libertad porque no podían procesarme con arreglo a la ley… en
marzo del 34 por haber estado con un tal Hernández, anarquista, en reuniones
clandestinas… Pero yo de jovencillo entré de aprendiz de panadero, aunque aquí
la mayoría a la pesca… mis padres eran pescadores y yo a los 11 años ya entré
de aprendiz y a los 15 años ya era oficial de panadero”[71].
Si partimos de esa primera etapa de
democracia republicana, hay que distinguir también la aparición de un fascismo
rural de “señoritos” con especial presencia en la Andalucía occidental, del
antifascismo con que se identificó una mayoría de la población juvenil en
aquellos años[72].
Aquí recogemos testimonios de ambas zonas geográficas, al sur de la Península
Ibérica, y que quedaron escindidas entre la zona de predominio franquista, que
ocupaba todo el suroeste hasta Málaga, ocupada por los voluntarios de Mussolini
en febrero de 1937, y las provincias de Almería, Jaén y parte de Granada, al
este, que permanecieron leales al Gobierno republicano hasta el final de la
Guerra Civil.
Los jóvenes del Ventennio fascista en Europa fueron soldados de la Gran Guerra y luego escuadristas influenciados por las frustraciones y
violencia extrema del combate, como una generación enviada a la muerte que
convivió entre el odio y una “hermandad de sangre”. Los fascistas españoles
agrupados en torno a Falange en 1933 compartirían con ellos esa violencia
vitalista. José Antonio Parejo ha rastreado «el pasado del joven español que se
hizo camisa azul» y se alistó –sin necesidad- voluntario en la Guerra Civil,
demostrando que en provincias como Sevilla un 68% de quienes acudieron a primera
línea eran muchachos solteros y sin pasado político alguno, mientras los
afiliados mayores y con responsabilidades familiares permanecieron en segunda
línea de combate[73].
Algo similar sucedía en el resto de la Andalucía
occidental, la provincia de Badajoz, Tánger o la isla de Tenerife, donde lo
interesante es diferenciar el perfil de los primeros militantes conocidos como
“camisas viejas”, y los que se afiliaron durante el conflicto, cuando Falange se
convirtió en un partido de masas campesinas y jornaleras, frente a las
aburguesadas Milicias Nacionales. Antes de las elecciones de febrero de 1936,
en cambio, predominaron los estudiantes de bachillerato, profesionales de
clases medias, militares y sobre todo, aristócratas latifundistas
y “señoritos” sevillanos. De modo que la represión de Queipo de Llano convenció
a muchos adultos que querían protegerse de la persecución, pero también a
numerosos jóvenes atraídos por su propaganda revolucionaria y anticapitalista, tan
distinta a la del resto del bloque reaccionario[74].
En Andalucía oriental, La Mancha y otras provincias
rurales como Salamanca, se cumplía la máxima de Michael Mann de jóvenes
solteros, sin formación ni antecedentes políticos, con poca experiencia adulta
y civil, más pobres aún que los sevillanos. Muchachos sin constituirse como
grupo cuando se unieron al Movimiento –antes de 1937- , con un conocimiento
elemental de los valores que defendían, pero motivados por los lemas
grandilocuentes, las personalidades carismáticas y el impulso de los amigos,
paisanos y vecinos[75].
En el otro bando, las fuentes orales muestran como
las mujeres y hombres de izquierdas vivirían una conjunción de experiencias personales en torno a un
“antifascismo existencial”, un
“antifascismo generacional” y el “antifascismo organizado”, mostrando
que «la rebelión existencial a las
reglas y el deseo de libertad y autonomía se funden y confluyen con el
antifascismo político, que da respuesta a ese malestar y esas aspiraciones;
pero parece tener una génesis propia, y en ese sentido nos remiten a la
inquietud generacional de las “veinteañeras”»[76].
Durante la
Guerra Civil la juventud, al igual que el sexo-género, se esencializó
hasta convertirse en el blanco de los llamamientos a la movilización militar,
social y política. Una política centrada en su socialización combativa, y en la
que se aprecian evidentes similitudes entre las estructuras, la estética y los rituales
de los “pioneros rojos” comunistas y los “balillas” y las “flechas” fascistas,
citados anteriormente. En cambio, las Mujeres Libres anarquistas trataron de
marcar una línea definitoria de su identidad dentro del movimiento anarquista
en España, y absorber sin éxito al
Secretariado Femenino de las Juventudes Libertarias “para contrarrestar de este modo la
tendencia a relegarlas a un status secundario dentro de la organización”[77].De hecho, existía una competencia feroz por
el proselitismo entre estas organizaciones y la Alianza Juvenil Antifascista,
la Associació de la Dona Jove en Cataluña o la Unión
de Muchachas, de predominio comunista, y enfocadas a la capacitación, propaganda
y agitación política[78].
En general,
las chicas que tuvieron acceso a una educación y participación política activa
eran familiares de combatientes, criadas en un ambiente libertario con fuerte
impronta paterna o formadas en el seno de esas organizaciones juveniles del
Frente Popular[79].
Según Mary Nash, su actitud era más rebelde que la de sus homólogas mayores, expresando de forma clara la necesidad de
cambiar los modelos culturales y las normas de conducta, aunque en
muchas ocasiones fueran conscientes de que sus reivindicaciones no traspasarían
las barreras de género persistentes[80].
“En aquellos tiempos, no les gustaban los
hombres que las mujeres... eran muy machistas, que supieran de política. […]
Dentro de las Juventudes, yo me creo que además de hablar de política, iban a
hacer mítines pero, como era un pueblo Gérgal, casi era lo de menos. Lo que ellas desarrollaban en
la política, era hacer jerseys… mucho tricotar, hacer
cosas así... hasta el racionamiento de pan y entonces iban y lo repartían a los
niños y enfermos”[81].
En cualquier caso, el encuadramiento
no llegó a esa España rural con el mismo éxito que a grandes urbes como
Barcelona. En poblaciones agrarias como Coca (Segovia), Castuera (Badajoz) o
Almería, las llamadas de atención a la frivolidad y animadversión de las “jovencitas”
y “veinteañeras” fueron frecuentes, dada la falta de colaboración con la
defensa republicana en la recogida de las cosechas y los puestos de retaguardia
reservados para ellas, prefiriendo ir al cine o echar la siesta.
“Todavía no tenemos noticia de que las
jovencitas antifascistas de Almería, hayan decidido emplear uno de los muchos
ratos que pierden diariamente en tonterías, en confeccionar prendas de abrigo
para nuestros hombres. Les resulta más práctico deambular por el paseo, engrosar
las entradas de cine, ir de establecimiento en establecimiento buscando la
barrita de carmín que hará sus labios más apetitosos, conjugar al oído del
amado el verbo amar. Eso de realizar una labor positiva no tiene encanto.
¿Verdad que sería una herejía, lindas muchachitas, desaprovechar estas tardes
de sol en la tarea fatigosa de coser? ¿Verdad que no tiene comparación posible
el admirar la esbelta silueta de un Clark Gable, con
la vista grosera del paño de una cazadora? Sí, sí, se comprende. Pero es una
sola vez, un solo esfuerzo lo que se os pide, compañeras”[82].
A pesar de
las reticencias y penalidades, el contexto revolucionario de la Guerra Civil
supuso una oportunidad de promoción social para muchas jóvenes españolas de
extracción obrera, que pudieron prepararse como maestras o enfermeras y salir
del entorno familiar para compartir sus primeras inquietudes políticas, a pesar
de que en algunos pueblos no se las tomase en serio[83]. Ése
sería el caso de las muchachas antifascistas de la localidad granadina de Pedro
Martínez, donde «el hecho de ser
jóvenes, algunas de ellas extremadamente jóvenes, solteras casi todas, quizá
tuvo como consecuencia, que las casadas del pueblo no se identificaran con
ellas y que, por eso mismo, no las valorasen ni tomaran en demasiada
consideración el trabajo de la Agrupación»[84].Carmen Tortosa, por su parte,
organizó el Socorro Rojo en la pequeña localidad de Alhama de Almería, de
apenas 3.000 habitantes, marchando después a la capital para participar en la
Escuela de Cuadros del Partido Comunista y dirigir la Unión de Muchachas, ante
la estupefacción y rechazo de sus padres:
“Está comprobado que toda revolución no
sólo conmueve los cimientos de la sociedad, sino hasta el de la propia familia.
Difícil sería comprender a un joven de nuestros días la reacción de unos padres
cargados de prejuicios […] al ver llegar un buen día a su hija de dieciséis
años vestida de miliciana y con un revólver en la cintura. Los reproches, el
qué dirán, tú eres muy joven, eso no es cosa de mujeres, las malas caras de
familiares y conocidos, no me hicieron desistir de la determinación que había
tomado, mi puesto estaba al lado de los hombres y mujeres dispuestos a defender
a sangre y fuego la República”[85].
Otro
caso similar fue el de las voluntarias y brigadistas internacionales que
llegaron a España con los Comités de Ayuda a la República en los primeros meses
de guerra, como las argentinas Juana Quesada y Ada Minces,
de quince años[86].
También el de la comisaria holandesa Fernanda Schoonheyt,
de 23 años, a la que el coronel Villalba calificaba en agosto de 1936 como «La Reina de las ametralladoras… Es alta,
rubia, bella y se llama Fanny. No es un marimacho […] Es una mujercita
discreta, amable y muy femenina»[87].
Comentarios sobre su atractivo sexual, y no su valor o ideología, confrontados
a los motivos reales de su traslado a España: la incomprensión familiar por sus
ideas comunistas y el veto a sus columnas sobre política en el diario de Róterdam
donde trabajaba.
Si en un principio su juventud se consideró un
capital irremplazable para el servicio en las trincheras junto a los reclutas, las
milicianas fueron rápidamente desacreditadas como románticas inconscientes,
casquivanas y transmisoras de enfermedades venéreas a los auténticos
combatientes. Desde entonces ellas deberían permanecer en la retaguardia junto
con los “no útiles” para el reclutamiento, cuya masculinidad -como decíamos antes-
se ponía así en tela de juicio.
“¡Jóvenes
no aptos para el servicio de las armas! ¡Muchachas! […] La juventud que tantas
pruebas de heroísmo viene dando en el trascurso de la guerra, tiene que
aprestarse a ocupar los puestos en las fábricas, talleres, oficinas que
nuestros camaradas mayores dejan vacíos para incorporarse al Ejército. [...] La
JSU sabe del espíritu de los jóvenes almerienses los deseos de hacer algo por
la guerra, y quieren encauzar este deseo organizando las bolsas de trabajo para
los muchachos no comprendidos en las quintas y muchachas, y jóvenes que por
defectos físicos o por enfermedad no sean útiles para las armas. ¡Jóvenes
almerienses! ¡Por la independencia de España! ¡Por las reivindicaciones de la
Juventud!”[88].
Como sucedía con los mayores de las aldeas que, por preservar la
tradición y su jerarquía, instaban cada año a las nuevas cohortes de mozos a
celebrar la “fiestas de quintos”, son varios los testimonios que nos hablan de
la incitación a la violencia y la movilización militar de quienes, por su edad,
ya no podían acudir a los frentes. José Polo nos aseguraba que
en su pueblo, Nacimiento, “eran
tan exaltados los viejos como los jóvenes, porque… los que inducían eran los
viejos… y a los que levantaban era a los jóvenes”[89]. Muchos
de esos muchachos acudirían además atraídos por la retribución de 50 pesetas
que ofrecían las milicias voluntarias, o las 300 mensuales que cobró el
personal de tropa del Ejército Popular desde el Decreto de 20 de octubre de
1936. Hecho que demuestra nuevamente la interacción de la identidad juvenil y
de clase en el alistamiento[90].
“Había gente fanática y… Cuando llegó el
tiempo de los voluntarios a la guerra… Pusieron diez pesetas al que se iba
voluntario, de sueldo… y se subían a los balcones: “¡Hay que ir a defender…!”
Todavía me acuerdo…todavía me acuerdo yo de eso… Y todos aquellos que se
subían… que ellos no iban, ellos lo que querían es embarcar a los demás, ellos
no iban…”[91].
Emilio Lupiáñez se alistó en 1936 en el Ejército Popular con alrededor
de veinte años, junto a hermano menor que él. Natural de Motril (Granada),
confiesa que, en aquellos momentos no sabía a lo que se exponía, y para los
chicos jóvenes era como una aventura, porque no tenían la responsabilidad de
los que iban casados y con hijos al frente. «Bueno,... yo tenía a mis padres y a mis
hermanas, que los quería y también se preocupaban por mí y por mi hermano, pero
era distinto»… Las mujeres
colaboraban, sobre todo, en la retaguardia, pero también estaban las que se iban
al frente como enfermeras y terminaban pegando tiros:
“Una prima de mi mujer estuvo en el
frente y después de la guerra tuvo que irse a Barcelona con unos familiares,
porque en la guerra nos conocíamos todos y nos mirábamos cara a cara, así que
después tuvo que cambiarse de nombre, y ponerse el de una tía suya para que no
se metieran con ella, por miedo…”[92].
Este último testimonio vincula ya la
militancia juvenil con el final de la Guerra Civil y el inicio de la represión
franquista sobre los antifascistas, hombres y mujeres, aunque se cobrara su
impuesto de sangre de distinto modo, atendiendo a una específica violencia de
género. Muchos críos como Gaspar Martínez dieron a parar con sus huesos en los
calabozos municipales sin saber muy bien cuál era su delito político…
“La última quinta de guerra fue la
del primer reemplazo del 42, yo me quedé en puertas… era del 43…. Y a mí me metieron
en los bajos del Ayuntamiento con quince años, fíjate yo lo que podía haber
hecho... Tres o cuatro días y porque me sacaron, que si no igual me meten en el
Ingenio [cárcel] y me paso tres o cuatro años quizás... Pues a mí me acusaban
de ná… Ya ves, porque había estado afiliado en las
Juventudes Socialistas y por cosas de esas, si por cualquier cosa te metían en
la cárcel…”[93].
Frente a esos jóvenes idealistas, se abría paso una
nueva generación nacida en familias de derechas o sin conciencia política durante
la guerra. Ése sería el caso de Antonia Martínez Catalán, hija de aquellos
“hombres nuevos” que formaron los cuadros intermedios del franquismo en
instituciones tan significativas como el Patronato de Protección a la Mujer[94].Creado
en 1902 para la trata de blancas y reconvertido en 1941 en un reformatorio tutelar
de jóvenes descarriadas hasta 1984, el Patronato albergaría algunas menores de
edad que practicaron el amor libre durante el conflicto, o celebraron
matrimonios civiles sin validez para la Iglesia católica al término del mismo[95]. Pero
Antonia, que trabajó allí toda su vida, poseía un relato justificatorio
que buscaba su aceptación social como una labor de servicio público, sin valorar
que la moralidad del Régimen implantada en esos órganos represores estaba tan cargada
de política sexual como la desplegada por la Sección Femenina del Movimiento[96].
“Cuando terminé
de estudiar lo primero que hice fue el Servicio Social porque sabía que me lo
iban a pedir en cualquier sitio... Yo guardo un buen recuerdo porque era gente
muy agradable, gente muy, muy servicial, no eran... ya sabes tú, ordeno y mando,
no, no, no... Vamos, me supongo que la gente que estuviera allí trabajando y
eso pues tendría alguna noción de la política o de lo que fuera, pero nosotros
nada, nonos hablaban... de política, ni hablar. Ahora, nos enseñaban, por
ejemplo, las cosas de José Antonio ¿no?... Ellas sí, sí, como representantes
del Movimiento iban a todos sitios. Sí, sí, sí, eso sí. Ellas serían más
políticas, me supongo yo, estaban metidas en políticas, yo pues no... Ahora
está la gente más politizada que entonces, entonces, en la posguerra no se hablaba
de política, en absoluto”[97].
Esta noción
de una posguerra sin política es el síntoma de la Victoria franquista, un
régimen que consiguió desmovilizar a la sociedad civil manteniéndola ocupada en
su supervivencia. Hasta el punto de que la Formación del Espíritu Nacional
impartida por las falangistas se identificó con “las cosas de José Antonio” (Primo
de Rivera, fundador de la Falange), y la realización del Servicio Social se
acató como un impuesto revolucionario. Desde entonces, la juventud española que
no se hallaba en las cárceles, el destierro o la guerrilla tendría que optar
entre participar en esos órganos de encuadramiento y socialización en el
partido único, recluirse en el exilio interior, o practicar diversas
estrategias de resistencia como “armas de los débiles”[98].
Por si acaso, el Frente de Juventudes de FET-JONS se creó en 1939
para la instrucción física, política y paramilitar de la cantera del partido,
con edades comprendidas entre 7 y 17 años. Las niñas, como hemos visto,
recibirían una formación moral y social como futuras amas de casa, culminada
por un rito de paso desde la categoría de flechas azules a la sección de
adultas, celebrado cada 15 de octubre, onomástica de su patrona Santa Teresa.
Con el tiempo, tanto la organización masculina como
la femenina demostraron tener escaso desarrollo en el mundo rural, que las
asociaba más al recreo juvenil, como veíamos, que a la militancia política en
sí misma. Características que habrían de perpetuarse hasta 1959, cuando los «veinte
años de Paz» evidenciaron la proyección urbana y fuerte selección social de una
obra que quería consagrarse como “minoría selecta” del Régimen, pese a la falta
de medios, falta de capacidad de los mandos, el escepticismo y la
desmovilización imperante en el resto de la sociedad[99].
No sería hasta las primeras protestas
estudiantiles de febrero de 1956 en Madrid, y las huelgas de 1962 con las que se avivó el movimiento obrero,
cuando la militancia de los más jóvenes volvió a la calle, sacudiéndose el
polvo de la posguerra y las formas marginales de oposición política a la
dictadura.
En el sur de España esas luchas quedaban lejos,
aunque los hijos de los campesinos más prósperos se organizaban en la Universidad
de Sevilla o Granada, y los pueblos que habían dormido un aparente sueño
comenzaban a despertarse[100].
8. Conclusiones
Este recorrido por la juventud del mediodía
español entre la crisis de los años treinta y el final del franquismo ha
encontrado en las fuentes orales el mejor medio para plasmar los conflictivos
roles de género en la etapa previa a la edad adulta, junto a otras categorías
de análisis histórico como la clase social o el origen campesino. Una
desigualdad que recorría de forma interseccional la
educación, el trabajo, las estrategias matrimoniales, la socialización política
o los ritos de paso marcados por el Estado. De ese modo, son los supervivientes
de una etapa tan convulsa quienes reflexionan sobre los marcos de injusticia
que forjaron su identidad, al no permitirles estudiar, limitándoles su
horizonte laboral, aplazar la vida adulta al cumplimiento del servicio militar
o el servicio social, e incluso decidir con quiénes se deberían casar. Puede
deducirse entonces que, pese a la conquista de libertades y derechos civiles
alcanzados durante la Segunda República (1931-1936), hubo factores
condicionantes del desarrollo individual y comunitario de los “jóvenes de
pueblo”, como fueron la moral religiosa, la familia y las estructuras de
sentimiento sedimentadas sobre la figura de los herederos o las hijas como
cuidadoras. La dictadura franquista (1939-1975) reforzó ese control social,
sobre todo entre las muchachas, a través de la legislación, la escuela católica
e instituciones como la Sección Femenina, pero tampoco consiguió evitar que la
población juvenil más inconformista encontrara resquicios por los que socavar
la represión y mostrar su capacidad de resistencia y contestación al Régimen.
9.
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FECHA DE ACEPTACIÓN: 30/06/2020
[1] SOUTO KUSTRÍN, Sandra “Historiografía y jóvenes: la conversión de la juventud en objeto de estudio
historiográfico”, Páginas. Revista Digital de la Escuela de Historia, núm. 22, Rosario, 2018, pp. 16-38.
[2] En 1940 el 35´1% de la población española
vivía en municipios de menos de 5.000 habitantes. Por otra parte, en 1950 el
sector agrario (agricultura, ganadería y aprovechamiento forestal) suponía el
55,4% de la población andaluza y seguía aportando el 35´2% al PIB de esta comunidad,
sólo superado por los servicios (INE y ZAMBRANA, Juan F. y
RÍOS, Segundo El sector primario andaluz en el siglo XX, IEA, Sevilla,
2006). Véase: COBO, Francisco y ORTEGA, Teresa “Franquismo y cuestión
agraria en Andalucía oriental, 1939-1968. Estancamiento económico, fracaso
industrializador y emigración” en Historia
del Presente, núm. 3, Madrid, 2004, pp. 105-128.
[3] APPIAH, Kwame
A. Las mentiras que nos unen. Repensar la
identidad. Creencias, país, color, clase, cultura, Taurus, Barcelona, 2019, pp.
20-24.
[4] LLONA, Miren
“Memoria e identidades. Balance y perspectivas de un nuevo enfoque
historiográfico”, en BORDERÍAS, Cristina (ed.) La historia de las mujeres. Perspectivas actuales, Icaria, Barcelona,
2009, pp. 355-390 e “Historia
oral: la exploración de las identidades a través de la historia de vida”, Entreverse. Teoría y metodología práctica de
las fuentes orales, Universidad del País Vasco, Bilbao, 2012, pp. 15-59.
[5] FERNÁNDEZ VARGAS,
Valentina “Edad y biografía: una visión de género”, Las Edades de las
Mujeres. Actas del IX Coloquio Internacional de AEIHM, UAM, Madrid, 2002,
p. 342.
[6] FRASER, Nancy Redistribución o reconocimiento: un debate filosófico, Morata,
Madrid, 2006 y GONZÁLEZ, María N. “La disolución de la categoría de identidad:
la aproximación deconstructiva del pensamiento de Nancy Fraser”, Civilizar, núm. 10/ 18, Bogotá, 2010,
pp. 65-74.
[7] SOUTO, Sandra “Juventud, violencia política y "unidad
obrera" en la Segunda República española”, Hispania Nova, núm. 2, Madrid,
2001-2002. Consultable en: http://hispanianova.rediris.es/general/articulo/016/art016.htm
[8] SOUTO,
Sandra “El mundo ha llegado a ser consciente de su juventud como nunca antes”.
Juventud y movilización política en la Europa de entreguerras”, Mélanges de la Casa de Velázquez, núm. 34 (1), Madrid,
2004, p. 181.
[9] Uno de los últimos autores
en abordar del proceso de radicalización y asociacionismo juvenil, su búsqueda
de independencia respecto a las organizaciones de adultos, y su papel en la
lucha entre fascismo y antifascismo es: GINARD,
David “Mujeres, juventud y activismo antifascista en la
Europa mediterránea (1933-1945)”, Ayer, núm.
100/4, Madrid, 2015, pp.
97-121. No obstante, debemos tener
de referencia obras pioneras como la de DOGLIANI, Patrizia Storia dei giovani, Bruno Mondadori,
Milán, 2003, pp. 103-134.
[11] PLUM, Catherine “Youth
Patriots, Rebels and Conformists in Wartime & Beyond: Recent Trends in the History
of Youth Nationalism and National Identity in the Twentieth century”, Memoria y Civilización, núm. 14, Pamplona,
2011, pp. 133-151. Alejandro QUIROGA ha analizado también las campañas de
escolarización masiva en España y las estrategias de inculcación de los valores
nacionalistas en la educación primaria y secundaria (Haciendo españoles. La nacionalización de las masas en la Dictadura de
Primo de Rivera (1923-1930), Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 2008. Capítulos 7 y 8). Sobre los “ego-documentos” en
España: CABANA, Ana y NOGUEIRA, Mª Xesús “Silencio,
memoria y documentos de sombra. Desmemorias y relatos sobre la represión
durante la Guerra Civil”, Ámbitos,
núm. 32, Sevilla, 2014, pp. 15-26.
[12] Reseña de: VARELA, Julia et al. Memorias para hacer camino: relatos de vida de once mujeres españolas
de la generación del 68. Madrid, Morata, 2017, Teknokultura, núm. 14, 1, Madrid,
2017, p. 181 y SUBIRATS, Marina y Cristina BRULLET Rosa y Azul. La transmisión de los géneros en la escuela mixta,
Instituto de la Mujer, Madrid, 1988.
[13] Entrevista a Rosenda Moya
Lozano (Beires, provincia de Almería, 21-08-2006).
Entrevistador Sofía Rodríguez.
[14] Véase al respecto: FERNÁNDEZ, Juan M. y Mª Carmen AGULLÓ “El problema de l´escola
rural durant la Segona
República”, Educació i Història:
Revista d´Història de l´Educació,
núm. 8, Barcelona, 2005, pp. 29-62.
[15]
PASTOR, Mª Inmaculada La educación femenina en la
posguerra (1939-45). El caso de Mallorca, Ministerio de Cultura-Instituto
de la Mujer, Madrid, 1984; CAPEL, Rosa M. (coord.) Mujer y sociedad en España,
1700-1975, Ministerio de Cultura-Instituto de la Mujer, Madrid, 1986; SCANLON,
Geraldine La polémica feminista en la España contemporánea, Akal, Madrid,
1986; ALDECOA, Josefina Historia de una
maestra, Anagrama, Barcelona, 1990; MARTÍN, Carmen Usos amorosos de la postguerra española, Anagrama, Barcelona, 1987.
El concepto de “hipoteca humana” en: NAROTZKY,
Susana & Gavin SMITH Luchas
inmediatas. Gente, poder y espacio en la España rural, Universitat
de Valencia, Valencia, 2010.
[16] Entrevista a Ana Cano López
(Garrucha, provincia de Almería, 16-02-2007). Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[17]PALACIO, Irene y Cándido RUIZ Infancia, pobreza y educación en el
Primer Franquismo. (Valencia, 1939-1951), Universitat
de Valencia, Valencia, 1993.
[18] Entrevista a Manuel Ortiz
Calatrava (Níjar, provincia de Almería, 7-11-06). Entrevistadora: Sofía
Rodríguez.
[19]Entrevista a
Gaspar Martínez Moreno (Alhama de Almería, 8-02-03). Entrevistadora: Sofía
Rodríguez.
[20] RODRÍGUEZ, Óscar Pupitres vacíos. La escuela rural de postguerra: Almería, 1939-1945,
IEA, Almería, 2015; PALACIO, Irene Mujeres ignorantes, madres culpables.
Adoctrinamiento y divulgación materno-infantil en la primera mitad del siglo XX,
PUV, Valencia, 2003 y HUERTAS, Rafael “Los niños de la `mala vida´: la
patología del golfo en la España de entresiglos”, Journal of Spanish Cultural Studies,
vol. 10, núm. 4, UK, 2009, pp. 423-440.
[21] Archivo Histórico Provincial de Almería,
GC 1185, “Memoria de la Junta Provincial contra el Analfabetismo de 1951”. Estas
organizaciones pertenecían al partido único de la dictadura franquista (FET-JONS)
y se ocupaban de la socialización juvenil y femenina hasta los 17 años, momento
en que se pasaba a la organización adulta del partido, que las mujeres debían
abandonar como servicio activo al casarse. Para acceder al Magisterio en
1950bastaba con haber cursado el Bachillerato Elemental con 14 años (BEAS,
Miguel “Formación del Magisterio y reformas educativas en España: 1960-1970”, Profesorado. Revista de currículum y
formación del profesorado, núm. 14/ 1, Granada, 2010, p. 401). Véase
también: RODRÍGUEZ, Sofía, “Activismo sin militancia. Las madres coraje de la posguerra española”, en BRANCIFORTE, Laura y
Rocío ORSI (eds.) La guillotina del
poder. Género y acción socio-política, Plaza y Valdés, Madrid 2015; pp.
69-92.
[22] Entrevista a Mariano
Campos (Paterna del Río, Almería, 6-09-2006). Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[23] RAMOS, María Dolores “Mujeres campesinas
en Andalucía: roles oscuros y estrategias de supervivencia”, en SEGURA,
Cristina y Gloria NIELFA (eds.) Entre la marginación y el desarrollo:
Mujeres y hombres en la historia. Homenaje a María Carmen García-Nieto,
Ediciones del Orto, Madrid, 1996, pp.298-299.
[24] QUIROGA, Alejandro, Haciendo españoles…cit. y VELASCO, Luis
“¿Uniformizando la nación? El servicio militar obligatorio durante el
franquismo”, Historia y Política, núm.
38, Madrid, 2017, pp. 57-89.
[25] Entrevista a Gaspar
Martínez Moreno (Alhama de Almería, 8-02-03). Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[26] CAPEL, Rosa “Mujer y
trabajo en la España de Alfonso XIII”, en Mujer y sociedad..., cit., pp.
214 y 219.
[27] ALTED,
Alicia y Mª Gloria NÚÑEZ “Trayectoria de una
anarco-sindicalista sevillana hasta 1939: el testimonio de Maravillas
Rodríguez”, en SEGURA, Cristina y Gloria NIELFA (eds.) Entre la marginación…,
cit., p. 235. Véase también: GONZÁLEZ DE MOLINA, Manuel (ed.) La historia de Andalucía a debate.
Campesinos y jornaleros, Anthropos, Barcelona,
2000 y PAREJO, Antonio Historia económica
de Andalucía contemporánea. De finales del siglo XVIII a comienzos del XXI,
Síntesis, Madrid, 2009.
[28] Emancipación, 30-11-1938.
[29] Entrevista a Manuel Ortiz
Caltrava (Níjar, provincia de Almería, 7-11-06).
Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[30] HUFTON, Olwen,
“Women withoutmen: widows and spinsters in Britain and France in theeighteenth
century”, Journal of Family History, núm. 9, 4, UK, 1984. Véase:
CARBONELL, Montserrat “Trabajo femenino y economías familiares”, en MORANT,
Isabel (dir.) Historia de las
Mujeres en España y América Latina. Vol. II, Cátedra, Madrid, 2005, pp. 243-246 y
ORTEGA, J. Antonio y Javier SILVESTRE “Las consecuencias demográficas de la
guerra civil”, en MARTÍN-ACEÑA, Pablo y Elena MARTÍNEZ La economía de la guerra civil, Marcial Pons, Madrid, 2006, pp. 53-105.
[31] Sobre la importancia de
la Guerra Civil en la identidad y las vidas de las trabajadoras del hogar: DE
DIOS, Eider “Abnegadas, monárquicas, intelectuales,
sindicalistas y delatoras. Las trabajadoras del servicio doméstico, sus
representaciones y movilizaciones (1920-1939)”, Hispana Nova, núm. 18, Madrid, 2020, pp. 517-550, o BORDERÍAS, Cristina “A
través del servicio doméstico. Las mujeres autoras de sus trayectorias
personales y familiares” Historia
y fuente oral, núm. 6, Barcelona, 1993, pp. 195-122.
[32] Entrevista a Julia Díaz
(Alhama, provincia de Almería, 9-01-01). Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[33] GONZÁLEZ, Juan et al. Sociedad rural y
juventud campesina. Estudio sociológico de la juventud rural, MAPA, Madrid,
1985, pp. 140-152 y GARCÍA, Juan Manuel “El trabajo de la mujer agricultora en
las explotaciones familiares agrarias españolas”, Revista de Estudios Agro-Sociales, núm. 161, Madrid, 1992, pp.
71-97.
[34] Testimonio de Andrés
Segura Capel (Huércal de Almería, 16-2-07). En: RODRÍGUEZ, Sofía, Memorias de Los Nadie…cit., pp. 79-80.
[35] Entrevista a Salvador Gea y Dolores Sánchez Gallardo (Vélez Blanco, provincia de Almería, 12-10-03). Véase: RODRÍGUEZ, Sofía, “El
campo como refugio, el ocio como instrumento. Las cátedras ambulantes y la
política juvenil de Sección Femenina: Almería, 1953-1964”, Historia Actual on line, núm. 36, Cádiz, 2015,
pp. 117-132.
[36] Entrevista a María
Cortés, instructora de cátedras en Almería (22-03-01). Entrevistadora: Sofía
Rodríguez.
[37] FOUCAULT, Michel L'Histoire de la sexualité. La volonté de
savoir, Gallimard, París, 1976.
[38] RODRÍGUEZ, Cesáreo, “Modelo de una boda
nueva”, Eco de Jaén (24-11-1936) y “Amor Libre” (31-12-1936).
[39] “La prensa fascista se ha
vuelto loca”, ¡ADELANTE!, 26-02-1938. Véase: RODRÍGUEZ, Sofía “Mujeres
perversas. La caricaturización femenina como expresión del poder entre la
guerra civil y el franquismo”, Asparkía. Revista de
Investigación Feminista, núm. 16, Castellón, 2005, pp. 177-199.
[40] Sobre el recorrido histórico de este
concepto: DE LA PASCUA, Mª José Mujeres
solas: Historias de amor y de abandono en el mundo hispánico, Atenea,
Málaga, 1998.
[41] Entrevista a Emilia López
Gil (Alboloduy, provincia de Almería, 3-08-06).
Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[42] JONASDOTTIR, Anna El poder del amor. ¿Le importa el sexo a la democracia?, Cátedra, Madrid,
1993.
[43] FRIGOLÉ, Joan Llevarse la novia: Estudio comparativo de matrimonios consuetudinarios
en Murcia y Andalucía, UAB, Barcelona, 1999 [1ª ed. 1984].
[44] Entrevista a Antonio Vargas
Rivas (Adra, provincia de Almería, 27-10-06). Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[45] REGUEILLET, Anne-Gaelle
“Norma sexual y comportamientos cotidianos en los diez primeros años del
franquismo: noviazgo y sexualidad”, Hispania,
LXIV/3, núm. 218, Madrid, 2004, pp. 1027-1042.
[46] FRIGOLÉ, Joan “Llevarse la novia” y
“salirse con el novio”: una interpretación antropológica”, Áreas: Revista Internacional de Ciencias Sociales, núm. 5, Murcia, 1985,
pp. 51-67.
[47]MUÑOZ, M.ª del Pilar Sangre, amor e interés. La familia
en la España de la Restauración. Madrid, Marcial Pons, 2001; BARD, Christine y
Françoise THÉBAUD “El triunfo de la defensa de la familia”, en Un siglo de antifeminismo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp.
129-167; BJERG, María “Una genealogía de la historia de las emociones”, Quinto Sol, vol. 23, núm. 1, Santa Rosa,
2019, pp. 1-20.
[48] Entrevista a Manuel Ortiz
Calatrava (Níjar, provincia de Almería, 7-11-06). Entrevistadora: Sofía
Rodríguez.
[49] VALCUENCE, José M. y Juan BLANCO “Hombres
y masculinidad. ¿Un cambio de modelo?”, Maskana, vol. 6,
núm. 1, Cuenca, 2015, p.9.
[50] Entrevista a Ana María
Moreno (Almería, 5-06-01). “Margaritas” era el nombre con que se conocía a las
seguidoras de la Comunión Tradicionalista, partido carlista que quedó integrado
en FET-JONS en abril de 1937.
[51] MOLINA, J. Fidel Quintas y Servicio Militar: Aspectos
sociológicos y antropológicos de la conscripción (Lleida, 1878-1960), Universitat de Lleida, Lleida, 1998, pp. 25-27.
[52] CANTERO, Pedro A. “Hombrear. Modos de
aprender a ser hombre”, en BLANCO, Juan y José M. VALCUENCE Hombres. La construcción social de las masculinidades,
Talasa, Madrid, 2003, pp. 53-65.
[53] MOLINA, J. Fidel Quintas y Servicio Militar…, cit., pp. 78-82
y 92-94.
[54] ALCALDE, Ángel “El
descanso del guerrero: la transformación de la masculinidad excombatiente
franquista (1939-1965)”, Historia y Política, núm. 37, Madrid, 2017, pp.
177-208; SEVILLANO,
Francisco La cultura de guerra del «nuevo
Estado» franquista: enemigos, héroes y caídos de España, Biblioteca Nueva,
Madrid, 2017 y LEIRA, Francisco La
consolidación social del franquismo: la influencia de la guerra en los
`soldados de Franco´, USC, Santiago, 2013 y La socialización de los soldados del ejército sublevado (1936-1945): Su
papel en la consolidación del Régimen franquista. Tesis doctoral de la
Universidad de Santiago de Compostela, 2019.
[55] Entrevista a Armando
Romero Romera (Padules, provincia de Almería,
22-08-06). Desde 1912 en España se estableció la duración del servicio militar en 18
años, a partir del ingreso de los mozos en caja, distribuyéndose en cinco
períodos: a) Reclutas en Caja, durante un plazo variable; b) primera situación
de servicio activo por tres años; c) segunda situación de servicio activo de
cinco años; d) reserva durante seis años; e) y reserva territorial, el resto de
esos 18 años. Las leyes sucesivas mantuvieron la misma duración total, aunque
fueron reduciendo el tiempo del servicio activo: dos años en 1924; un año en el
Decreto de 1930 y en la legislación republicana de 1931. La ley de 1940 aumentó
la permanencia en filas a dos años, teniendo el servicio militar una duración
total de 24 años hasta la licencia absoluta (MOLINA, J. Fidel Quintas y Servicio…, cit., p. 42).
[57] TUSELL, Javier, La dictadura de Franco, Altaya, Madrid,
1996; CARDONA, Gabriel Franco y sus
Generales: La manicura del tigre, Temas de Hoy, Madrid, 2001 o MOLINERO,
Carme La captación de las masas. Política
social y propaganda en el régimen franquista, Cátedra, Madrid, 2005.
[58] SEIDMAN, Michael La Victoria Nacional: La eficacia contrarrevolucionaria en la Guerra
Civil, Alianza, Madrid, 2012 y MOLINA, J. Fidel Quintas y Servicio Militar…, cit., pp. 101-102 y 107-110.
[59] Entrevista a Francisco
Pino Sánchez (Pechina, provincia de Almería, 27-06-06). Entrevistadora: Maribel
Ruiz.
[60]MOLINA, J. Fidel Quintas y Servicio Militar…, cit., pp.
105-106.
[61] Entrevista a Ana María
Moreno (Almería, 5-06-01). Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[62]
RODRÍGUEZ, Sofía El Patio de la Cárcel. La Sección Femenina de FET-JONS en
Almería (1937-1977), CENTRA, Sevilla, 2010, p. 68.
[63] REBOLLO, Pilar “El Servicio
Social de la mujer de Sección Femenina de Falange. Su implantación en el medio
rural”, en FRÍAS, Carmen y Miguel A. RUIZ Nuevas tendencias historiográficas e historia local
en España, IEA, Huesca, 2001, p.
315 y El
servicio social de la mujer en la provincia de Huesca (1937-1978), IEA, Zaragoza, 2003.
[64] Entrevista a Carmina Montero
Mateos, regidora provincial del Servicio Social (La Cañada, provincia de Almería, 19-07-02). En:
RODRÍGUEZ, Sofía El Patio de la Cárcel…, cit.,
pp. 144-163.
[65] SÁNCHEZ, Francisco Las Cátedras
Ambulantes de la SF de FET y de las JONS en Málaga (1955-1977), Tesis
doctoral inédita, Universidad de Málaga, 1998, p. 622.
[66]
RODRÍGUEZ, Sofía Memorias de Los Nadie…, cit.,
p. 292. Véase: ORTEGA,
Teresa “Una sociedad tradicional para jóvenes modernas. Juventud rural y
asociacionismo femenino en la España democrática”, Historia Contemporánea, núm. 54, Leioa, 2017, pp. 115-143 y RODRÍGUEZ,
Salvador y Clara MACÍAS (coords.) El fin del campesinado. Transformaciones
culturales de la sociedad rural andaluza en la segunda mitad del siglo XX,
CENTRA, Sevilla, 2009.
[67] Entrevista a Josefa Cañadas
Albacete (Almería, 16-10-03). En: RODRÍGUEZ, Sofía El Patio…, cit., pp. 66-7.
[68] Entrevista a Rosa Díaz Sáez, delegada local
de SF en Chercos (Almería, 28-11-03). En: RODRÍGUEZ, Sofía, “El campo como
refugio…”, cit. y SIMÓN, Juan
Antonio, “Entre la desvergüenza y la modernidad. La mujer y el deporte en la
SF”, en AMADOR, Pilar y Rosario RUIZ (eds.), La otra dictadura el régimen franquista y las mujeres, Universidad
Carlos III, Madrid, 2007, pp.375-402.
[69] Entrevistas a Encarnación Cano Cano y Rosa Lorenzo Mateo (Serón, provincia de Almería, 10-10-03). En:
RODRÍGUEZ, Sofía Memorias de Los Nadie…op.cit., pp. 340 y 425. Véase: AGULLÓ, Mª
Carmen “Entre la retòrica i la realitat:
Juventudes de la Sección Femenina. València (1945-1975)”, Educació i Història, núm. 7, Barcelona, 2004, pp.
247-272.
[70] HUMPHRIES, Stephen Hooligans or Rebels? An Oral History
of Working-Class Childhood and Youth, 1889-1939, Basil Blackwell, Oxford, 1981. Crítica
de Hohn R. Gillis a Humphries en: Journal of Social History, Vol. 17, núm. 1, Oxford, 1983, pp. 170–171.
[71] Entrevista a Antonio
Vargas Rivas (Adra, provincia de Almería, 27-10-06). Entrevistadora: Sofía
Rodríguez.
[72] LAZO, Alfonso Retrato de fascismo rural en Sevilla, Universidad de Sevilla,
Sevilla, 1998.
[73] PAREJO, José Antonio “De puños y pistolas.
Violencia falangista y violencias fascistas”, Ayer, vol. 88, núm. 4, Madrid, 2012, pp. 137, 141 y “Cuando fueron
jóvenes… y fascistas”, en DEL REY, Fernando y Manuel ÁLVAREZ (coords.) Políticas
del odio: violencia y crisis en las democracias de entreguerras, Tecnos,
Madrid, 2017, pp. 167-232.
[74] PAREJO, José Antonio “La militancia
falangista en el suroeste español. Sevilla”, Ayer, vol. 52, Madrid, 2003, pp. 243-245, y Señoritos, jornaleros y falangistas, Bosque de Palabras, Sevilla,
2008.
[75] MANN, Michael Fascistas, PUV, Valencia, 2006, p. 39; QUIROSA, Rafael Católicos, monárquicos y
fascistas en Almería durante la Segunda República, UAL,
Almería, 1998;
COBO, Francisco ¿Fascismo o democracia?
Campesinado y política en la crisis del liberalismo europeo, 1870-1939, UGR, Granada, 2012; GONZÁLEZ,
Damián A. La Falange manchega
(1939-1945). Política y sociedad en Ciudad Real durante la etapa «azul» del
primer franquismo, Diputación Provincial, Ciudad Real, 2004, pp. 182-244 y
PÍRIZ, Carlos “El personal político falangista en Salamanca: el caso de
Hinojosa de Duero (1936-1939)”, Studia Zamorensia, vol. 14, Zamora, 2015, p. 179.
[76] GAGLIANI, Dianella
“Mujeres, guerra y resistencia en Italia. Una reflexión historiográfica y una
vía de investigación”, Arenal, vol. 4, núm 2,
Granada, 1997, pp. 208-215.
[77] ACKELSBERG, Martha A.
“Captación y Capacitación: el problema de la autonomía en las relaciones de
“Mujeres Libres” con el movimiento libertario”, en Las mujeres y la Guerra Civil Española, Instituto de la Mujer, Madrid, 1991, p. 37 y Mujeres Libres.
El anarquismo y la lucha por la emancipación de las mujeres, Virus
Editorial, Barcelona, 1999, pp. 230-233.
[78] SOUTO, Sandra “Tradición, modernidad y
necesidades bélicas: organización y movilización de la mujer joven en la República
en Guerra”, en BRANCIFORTE, Laura y Rocío ORSI (eds.) Ritmos contemporáneos. Género, política y sociedad en los siglos XIX y
XX, Dykinson, Madrid, 2012, pp. 119-148. Véase también: GARCÍA-NIETO PARÍS, Mª
Carmen “Unión de Muchachas”, un modelo metodológico”, en La mujer en la Historia
de España (siglos XVI-XX), Universidad Autónoma, Madrid, 1984, pp. 313-331;
CARDIÑO, Carmen y Manuela RODRÍGUEZ “Creación en 1937 de la Asociación Unión de
Muchachas de Madrid” y LÓPEZ DEL CASTILLO, Marta “Testimonios acerca de la Aliança nacional de la Dona Jove”, en Las mujeres y la
Guerra Civil..., cit., p. 61 y pp. 62-66.
[79] ALTED, Alicia y María GLORIA “Trayectoria
de una anarco-sindicalista sevillana…”, cit., pp. 230-231 y LÓPEZ, Jesús
“El desafío de la “Trinidad” Libertaria: Feminismo y afeminismo
en el seno del anarquismo hispano. El caso de las JJ.LL.”, en Las mujeres y
la Guerra Civil Española..., cit., pp. 90-94.
[80] NASH, Mary Rojas. Las mujeres republicanas en la guerra civil, Taurus, Madrid, 1999, pp. 117-118 y 185.
[81] Entrevista a Ana María
Moreno (Almería, 5-06-2001). Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[82]Emancipación, 30-11-1938 y GIBAJA, J.C. et al. “Las mujeres en la Retaguardia
durante la Guerra Civil: un estudio comparativo de ambas zonas a través del
análisis de dos núcleos rurales: Coca (Segovia) y Castuera (Badajoz)”, en Las
mujeres y la Guerra Civil..., cit., pp. 244-245.
[83] NASH, Mary Rojas..., cit., pp.
216-217.
[84] PUIG I VALLS, Angelina “Mujeres de Pedro
Martínez (Granada) durante la Guerra Civil”, en Las mujeres y la Guerra
Civil…, cit., p.42.
[85] Memorias inéditas de
Carmen Tortosa Martínez (1979). En: RODRÍGUEZ, Sofía “Vidas cruzadas. Las
mujeres antifascistas y el exilio interior/exterior”, Arenal, vol. 19, núm. 1, Granada, 2012; pp. 103-140 y “Todo sobre mi madre. Un
relato generacional de la vida y exilios de Carmen Tortosa”, en Mujeres Iberoamericanas y Derechos Humanos.
Experiencias feministas, acción política y exilios, Athenaica,
Sevilla, 2016, pp. 348-383.
[86] BELLUCI, Mabel “Las Mujeres Argentinas a
favor de la República española y contra el Fascismo (1936-1939)”, en Las
mujeres y la Guerra Civil..., cit., p.272.
[87]La
Vanguardia, 28-08-1936 y
“Fanny, la guerrillera holandesa”, Frente
Popular, 30-08-1936.
[88]“¡Joven española!”, Diario
de Almería (19-01-1939) ó “Jóvenes almerienses. ¡Muchachos de catorce a diez y seis años!
¡Muchachas!” (25-02-1939).
[89] Entrevista a José Polo
Salvador (Gádor, provincia de Almería, 9-8-2006). Entrevistadora: Sofía
Rodríguez.
[90] GUTIÉRREZ, Esther “Milicianas.
Una historia por escribir poco conocida”, en REIG, Alberto y Josep SÁNCHEZ (coords.) La Guerra
Civil española, 80 años después, Tecnos, Madrid, 2019, pp. 509-531 y MATTHEWS, James Soldados a la fuerza. Reclutamiento
obligatorio durante la guerra civil, 1936-1939, Alianza, Madrid, 2013.
[91] Entrevista a Manuel OrtizCaltrava (Níjar, provincia de Almería, 7-11-2006).
Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[92] Entrevista a
Emilio Lupiáñez (Almería, 26-02-2001). Entrevistadora: Sofía Rodríguez. Aunque
la prensa lusa se alineó con el bando franquista e invisibilizó a la miliciana,
pese al protagonismo de las jóvenes (GARCÍA,
Noelia “La
imagen de la mujer española en la fotografía de prensa durante la Guerra Civil.
Análisis de contenido aplicado a las principales cabeceras portuguesas”, Historia y Comunicación Social, vol. 19, Madrid, 2014, pp.781-795),
existen bastantes trabajos sobre la construcción del arquetipo: NARVÁEZ,
Virtudes La imagen de la mujer en la
Guerra civil: Un estudio a través de la prensa gaditana (1936-1939), Quórum
Editores, Cádiz, 2009; CARABIAS, Mónica “Las madonnas
se visten de rojo: imágenes de paganismo y religiosidad en la guerra civil
española”, en NASH, Mary y Susanna TAVERA
(eds.) Las mujeres y las guerras, Icaria, Barcelona, 2003, pp. 229-238; RODRÍGUEZ, Sofía “Las edades de las mujeres en la prensa almeriense de la guerra civil”,
en Las edades…, cit., pp. 351-375 o JULIÁN,
Inmaculada “La representación gráfica de las mujeres (1936-1938)”, en Las
mujeres…, cit., pp. 353-358.
[93] Entrevista a Gaspar
Martínez Moreno (Alhama de Almería, 8-02-03). Entrevistadora: Sofía Rodríguez.
[94] DEL ARCO, Miguel Ángel “Hombres nuevos. El
personal político del primer franquismo en el mundo rural del sureste español
(1936-1951), Ayer,
núm. 65, Madrid, 2007, pp. 237-267 y RODRÍGUEZ, Óscar Miserias del poder. Los poderes locales y
el nuevo Estado franquista, 1936-1951, PUV, Valencia,
2013.
[95] GUILLÉN, Carmen “Entre la legalidad y el
castigo: Patronato de protección a la mujer y prostitución en la Murcia del
primer franquismo (1939-1956)”, en FERRER, Cristian y Joel SANS (coords.) Fronteras
contemporáneas. Vol. 2, UAB, Barcelona, 2017, pp. 497-512. Los psiquiatras oficiales del Régimen
(Vallejo Nájera en el Consejo Nacional de Sanidad, Eduardo Martínez en la Clínica Psiquiátrica
Penitenciaria de Mujeres y Francisco Echalecu en el Patronato) se encargaron después de vincular la
psicopatía de las prostitutas a su afección antifascista. Véase: BANDRÉS, Javier et al. “Mujeres extraviadas. Psicología y prostitución en la España
de postguerra”, Universitas Psycologica,
vol. 13, núm. 5, Bogotá, 2014, pp. 1667-1679.
[96]SCHRIEWER, Klaus y Manuel NICOLÁS “El
relato de justificación. Una herramienta para el análisis del franquismo”, Revista Murciana de Antropología, núm. 23,
Murcia, 2016, pp. 85-102.
[97]Entrevista a Antonia Martínez Catalán (Almería,
12-01-04). En RODRÍGUEZ, Sofía, El patio de…op.cit., p.95.
[98] CABANA, Ana La derrota de lo épico, PUV, Valencia, 2013; RODRÍGUEZ, Óscar Migas con Miedo, UAL, Almería, 2013 y
“Miseria, consentimientos y disconformidades. Actitudes y prácticas de jóvenes
y menores durante la posguerra”, El
franquismo desde los márgenes, PULl-UAL, Lleida, 2013,
pp. 165-185; AGUSTÍ, Carme “El reloj moral del menor extraviado. La Justicia
franquista y los Tribunales Tutelares de Menores”, en MIR, Conxita
(coord.) Jóvenes y dictaduras de
entreguerras, Milenio, Lleida, 2007, pp. 243-278.
[99] RODRÍGUEZ, Óscar y Daniel LANERO “Juventud
y campesinado en las falanges rurales: España, 1939-50”, Historia Agraria, núm. 62, Madrid, 2014, pp. 177-216.
[100] MARTÍNEZ, Alfonso et al. La cara al viento: estudiantes por las libertades democráticas en la Universidad de Granada (1965-1981), El Páramo, Córdoba, 2012 o CABANA, Ana “¿Mientras dormían? Transición y cambio político en el mundo rural”, en RODRÍGUEZ, Óscar El franquismo desde los márgenes…, cit., pp. 93-112.