Punto de ebullición
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REVISTA DE ENSEÑANZA DE LA FÍSICA, Vol. 35, n.
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Sin embargo subsistían anomalías que esta teoría no explicaba, empezando por el hecho de que la temperatura
de ebullición podía variar aún si la presión atmosférica era fija. Surgió entonces la idea de que igualar la presión de
vapor a la externa era condición necesaria para la ebullición, pero no suficiente; otros factores podían dificultar o
facilitar el paso de líquido a vapor. Ya Gay–Lussac (1818) había especulado que la ebullición podía ser dificultada por
la “adhesión” del agua a las paredes del recipiente, o a sí misma, que sería otra fuerza a vencer además de la presión
atmosférica. En base a esta idea, Marcet (1842) predijo que arrojar limaduras de hierro en un recipiente de vidrio
bajaría la temperatura, pero no hasta los 100°C de un recipiente hecho completamente de metal (pese a la afirmación
de Gay–Lussac), y lo probó experimentalmente alcanzando un mínimo de 100,2°C. También predijo que recubrir un
recipiente con un material al que el agua se adhiriera menos que al metal (hidrófobo, en términos modernos) bajaría
la temperatura aún más, y también lo probó experimentalmente al alcanzar 99,7°C utilizando goma laca (Chang, 2004).
Podemos especular que de haber dispuesto de recipientes recubiertos de Teflón, material hidrófobo si los hay, hubiera
conseguido los 99°C del experimento mostrado por Chang.
La teoría del balance de presión, modificada por la adhesión, parecía a estas alturas sólida. Sin embargo poco
después Dufour (1861) hizo notar que, dado que gotas de agua suspendidas en otros líquidos podían sobrecalentarse
enormemente sin evaporarse, la adhesión a superficies sólidas no podía ser la principal responsable del
sobrecalentamiento. Por otro lado Gernez (1875), desarrollando ideas previas de Verdet, mostró experimentalmente
que la inyección de una minúscula cantidad de aire en agua sobrecalentada bastaba para inducir la ebullición, e hizo
notar que la segregación del aire disuelto produciría el mismo efecto; incluso los diminutos vacíos creados por la
tensión superficial alrededor de irregularidades microscópicas deberían hacerlo. Pero Tomlinson (1868) mostró
experimentalmente que objetos de metal sometidos a limpieza química que removiera cualquier partícula de polvo,
perdían la capacidad de inducir la ebullición, aún si acarreaban burbujas de aire con ellos. La larga controversia entre
Gernez y Tomlinson nunca se resolvió realmente, según parece (Chang, 2004), lo que no es de extrañar porque toda
evidencia empírica al respecto tendía a ser ambigua: el aire introducido en el agua seguramente contenía partículas
de polvo, y cualquier objeto sólido introducido en el agua acarrearía inevitablemente algo de aire.
Sin embargo, si bien la ebullición, o al menos su inicio, seguía sin ser entendida en todos sus detalles, esto no
afectaba al punto de vapor: la relación presión-temperatura del vapor saturado garantizaba que éste no fuera afectado
por cuáles fueran las causas de su producción, ni por el método empleado para producirlo; incluso el vapor que se
elevaba de agua sobrecalentada, pero sin hervir, mostraba la misma temperatura. Más de un siglo de progreso parecía
haber llevado a una conclusión notable: la ebullición, en sí misma, era irrelevante para definir o determinar el “punto
de ebullición”.
Con la adopción del punto de vapor aparentemente resolviendo todas las dificultades prácticas (e incluso teóricas)
que plagaban el punto de ebullición, estaríamos tentados a pensar que esta larga y retorcida historia había llegado a
su fin. Pero aunque nadie parecía recordarlas, las dudas de Luc acerca de si el vapor podía sobreenfriarse (o
sobresaturarse) nunca habían sido respondidas; simplemente nadie había observado que ocurriera, y por consiguiente
nadie especulaba ya con esa posibilidad. Pero resultó que, pese a Cavendish, De Luc tenía razón: aunque más de un
siglo después, fue vindicado por el escocés John Aitken, por educación ingeniero y por vocación meteorólogo.
Tratando de entender la formación de la niebla, y en especial de las brumas que asfixiaban a las ciudades industriales
Victorianas, Aitken (1880) realizó un experimento simple pero revolucionario: introdujo vapor (que es invisible) de
una caldera en un gran recipiente de vidrio lleno de aire; si el aire era común y corriente, al enfriarse el vapor se
formaba casi instantáneamente una densa niebla; pero si se lo había filtrado con cuidado para eliminar el polvo (Aitken
usó un filtro de algodón), al enfriarse el vapor ocurría… ¡nada! ¡El vapor se enfriaba sin condensarse! Aitken acababa
de descubrir la nucleación heterogénea, de enorme importancia para la meteorología.
Chang (2004) afirma que, pese a que la relevancia de este descubrimiento para el punto de vapor le resulta
evidente, como me lo resulta a mí y seguramente a cualquier lector de esta revista, nadie pareció preocuparse por
ello. Aunque si el vapor puede enfriarse por debajo del “punto de vapor” sin condensar, el “punto de vapor” no es, en
principio, más fijo que el “punto de ebullición”. Lo más llamativo es que lo que permitió en la práctica usarlos como
puntos fijos es precisamente la misma circunstancia casual: ni el agua ni el aire “ordinarios” utilizados en la mayoría
de los experimentos están libres de impurezas.
Aitken (1878) había reflexionado bastante sobre la aparente renuencia de ciertas transiciones de fase a ocurrir a
la temperatura de equilibrio entre las fases, y había propuesto la idea de que es necesario algún “factor facilitador”
para que la transición ocurra, llegando incluso a proponer que éste consistía en las “superficies libres”, que parecía
concebir como superficies de contacto entre diferentes estados (sólido, líquido o gaseoso); pero no parece haber
desarrollado este concepto en algo más preciso (Chang, 2004).
Debió transcurrir buena parte de otro siglo para que se alcanzara una comprensión más detallada de los
fenómenos involucrados, y ello recién fue posible gracias a tres avances clave, principalmente teóricos: el desarrollo
de la termodinámica, con la introducción del concepto de entropía y sobre todo de la energía libre de Gibbs; la
aceptación y uso de la teoría atómica de la materia y el consiguiente desarrollo de la mecánica estadística; y el