DIRECCIÓN

Olga Beatriz Santiago. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0001-8805-3956

COMITÉ EJECUTIVO

Nancy Calomarde. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0003-1875-7039

Claudio Díaz. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0003-1758-6071

María Florencia Ortiz. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

https://orcid.org/0000-0002-3286-7392

Roxana Patiño. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0003-2414-479X

Olga Beatriz Santiago. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0001-8805-3956

COMITÉ EDITORIAL

Raúl Antelo. Universidade Federal de Santa Catarina, Brasil https://orcid.org /0000-0001-9799-6550

Beatriz Colombi. Universidad de Buenos Aires, Argentina Ramón Cornavaca. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org /0000-0002-9056-9457

María Teresa Dalmasso. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org /0000-0003-1066-9333

Fernando Degiovanni. City University of New York, Estados Unidos https://orcid.org /0000-0003-2121-924X

Enrique Abel Foffani. Universidad Nacional de La Plata, Argentina Roberto González Echevarría. Yale University, Estados Unidos Beatriz González Stephan. Rice University, Estados Unidos María Elena Legaz. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina Danuta Teresa Mozejko. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org /0000-0003-1048-243X

Elvira Narvaja de Arnoux. Universidad de Buenos Aires, Argentina https://orcid.org 0000-0002-9454-2008

Carmen Perilli. Universidad Nacional de Tucumán, Argentina https://orcid.org /0000-0003-1705-4171

Julio Ramos. University of California, Estados Unidos

https://orcid.org/0000-0002-7063-9833

Carmen Ruiz Barrionuevo, Universidad de Salamanca, España https://orcid.org /0000-0002-1972-6579

Laura Scarano. Universidad Nacional de Mar del Plata. CONICET, Argentina https://orcid.org/0000-0002-1417-3004

Saúl Sosnowski. University of Maryland, College Park, Estados Unidos Manuel Ramiro Valderrama. Universidad de Valladolid, España

SECRETARÍA DE REDACCIÓN Y EDICIÓN

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CONSEJO DE REDACCIÓN

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DIFUSIÓN

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DISEÑO DE TAPA Y ENCABEZADO

Manuel Coll. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

ENCARGADOS DE DOSSIER EN RECIAL Nº 20

Ignacio Iriarte. Universidad Nacional de Mar del Plata/Conicet Candelaria Barbeira. Universidad Nacional de Mar del Plata

REVISORES DEL DOSSIER

Ignacio Iriarte. Universidad Nacional de Mar del Plata/Conicet Candelaria Barbeira. Universidad Nacional de Mar del Plata

REVISORES DE ARTÍCULOS DE TEMA LIBRE

Matías Chiappe Ippolito. Universidad Waseda, Japón

Fernando Villarraga. Universidade Federal de Santa Maria, Brasil

María Laura Galliano. Fac. de Lenguas, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina Ana Cecilia Olmos. Universidade de São Paulo, Brasil

Susanna Regazzoni Università Ca’ Foscari Venezia, Italia Fabienne Bradu. Universidad Nacional Autónoma de México Alejandro Higashi. Universidad Autónoma Metropolitana, México Claudia Roman. Universidad de Buenos Aires/Conicet, Argentina

Juan Pisano Universidad Nacional de Hurlingham-Conicet, Buenos Aires, Argentina Dionisio Fleitas Lecoski Universidad Nacional de Itapúa, Paraguay

Ana Longoni Universidad de Buenos Aires/Conicet, Argentina Silvana Serafin. Universidad de Udine, Italia

Maria de los Ángeles de Rueda. Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires, Argentina

Índice RECIAL N° 20

DOSSIER

Literatura y enfermedad en América Latina

Presentación

Ignacio Iriarte. Candelaria Barbeira

2020, año cero. Narrativas íntimas o la vulnerabilidad como potencia durante la pandemia del Covid-19

Laura Gutiérrez, Rodrigo Montenegro

¿El lenguaje es un virus? Algunas preguntas sobre literatura digital en tiempos de Big Data y gobernabilidad algorítmica

Fernanda Mugica

Trance, sanación y experimentalismo formal. En el reino de los guayacundos de Dimas Arrieta Espinosa y la representación del imaginario de los curanderos norteños del Perú

Matías Di Benedetto

“Yo sólo podía ver mi vida súbitamente coja”: cuerpo y enfermedad en Diario del dolor de María Luisa Puga

Isabel Aráoz

El cuerpo enfermo como potencia en Fruta podrida (2007) de Lina Meruane Julieta Marina Vanney

Archivos seropositivos: más recorridos Javier Gasparri

-Salón de belleza versus “dispositivo de pessoa”: corpo, doença e sexualidade Ana Carolina Macena Francini

La salud del Neobarroco: Salón de belleza de Mario Bellatin

Leo Cherri

¿Hacia dónde huyen las galaxias?: escritura y enfermedad en Severo Sarduy Denise León

Modernismo, neobarroco y enfermedad

Ignacio Iriarte

Enfermedad y terror. Cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio Quiroga Nancy Fernández

Un parque temático de la enfermedad o cómo conectar la Cuba finisecular con la modernidad

Rocío Fernández

Artículos de tema libre

Crítica y no ficción. Notas para repensar el género en tiempos de “posverdad” Victoria García

La “mordedura de lo real” en Gente conmigo de Syria Poletti María Florencia Buret

“El guaraní es un pentagrama”. Artificios y vaivenes de la filología guaraní en el Paraguay de inicios del siglo XX

Rodrigo Nicolás Villalba Rojas

Una poética de la atenuación: Fabio Morábito Blanca Alberta Rodríguez

¿Coleccionista o archivista? Juan Carlos Romero, entre el capricho y la historia

Paula La Rocca

De puercoespines a mónadas: Estructura y temáticas integrativas en Los lemmings

yotros, de Fabián Casas

Felipe Adrián Ríos Baeza

Entrevistas

Experiencias de la multiplicidad en las redes literarias de Rey Andújar, conexiones entre espacio y arte

Rey Andújar, Isabel Jasinski

Talleres literarios en Cuba. Conversando sobre los espacios de Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD)

Katia Viera

Reseñas

La Revista de Filosofía en sus índices: una invitación a futuros estudios Clara María Avilés

El diálogo ininterrumpido: nuevas perspectivas de análisis del archivo cubano Melisa Belén Avaca

Pliegue, arabesco y pirueta

Emilia Casiva

DOSSIER

Literatura y enfermedad en América Latina

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35957

Presentación del Dossier

Ignacio Iriarte

Universidad Nacional de Mar del Plata

CONICET/INHUS

iriartelignacio@gmail.com ORCID: 0000-0002-4596-3164.

Candelaria Barbeira

Universidad Nacional de Mar del Plata

CELEHIS

candelariabarbeira@gmail.com ORCID: 0000-0001-5177-7707.

El año 2020 va a quedar en la memoria de todos nosotros: fue el momento en el que sufrimos lo peor de la pandemia provocada por el coronavirus. La sufrimos y nos preguntamos por ella, no solo por las razones biológicas de su existencia o las posibilidades de cura, sino también por la experiencia que entraña esa enfermedad y el drástico cambio de vida que impuso. Muchos respondieron esa pregunta echando una mirada a algunas de las epidemias del pasado, como la peste que inmortalizó Giovanni Boccaccio en El Decamerón o la menos aurática influenza española de 1918. En Argentina muchos buscaron un parámetro de comparación en la crisis provocada por la poliomielitis en los años 50. Antes de que supiéramos de la existencia del coronavirus, quienes vivieron esa época ya se habían encargado de contarnos los estragos que causó y el miedo que provocó entre una población que, como la nuestra, se vio invadida por algo invisible y mortífero. La polio dejó un imaginario, es decir, no solamente una serie de impresiones, sino también imágenes y heridas que se podía y todavía se pueden ver en lo real. Los que tiene cierta edad conocen personas que se mueven con muletas y los curiosos pueden asombrarse de los enormes pulmotores que se empleaban en los hospitales. Estas últimas son, además, imágenes que se ajustan a la época: hacen juego con los aparatos de la guerra fría, las máscaras de gas y las bombas nucleares.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Ignacio Iriarte y Candelaria Barbeira, Literaturas de la enfermedad. Presentación del dossier “Literaturas enfermas”, pp. 6-9.

El coronavirus también nos llevó a buscar ejemplos más cercanos, como el sida. No faltaban motivos tampoco para esa comparación. Tal vez el más azaroso pueda tomarse como punta del iceberg de las razones que generan esta asociación: en Argentina, Pedro Cahn fue el infectólogo más visible que asesoró al presidente de la nación para que tomara las medidas preventivas contra el virus, y resulta que es el mismo que preside la fundación Huésped desde 1989, dedicada a la prevención del sida. También se podría mencionar la proliferación de teorías conspirativas que produjeron ambas epidemias. Del sida se llegó a decir con toda seriedad que se trataba de una conspiración comunista para terminar con Estados Unidos, mientras que del coronavirus se dijo que era una invención para que grandes magnates del mundo instalaran chips en los cuerpos por medio de la inoculación de vacunas tan falsas como el virus contra el que vendrían a inocularnos.

En estas evocaciones hay varias lecciones que sacar. La primera es que las grandes epidemias generan un ejercicio memorialístico que tiene como propósito la búsqueda en el pasado de episodios comparables al que actualmente atravesamos. El coronavirus activó una pasión historiográfica de esas características. La segunda lección es que las enfermedades desempeñan un papel destacado en las sociedades en las que se alojan. Hace ya varios años Jochen Hörisch acuñó el feliz concepto de “enfermedad de época” para referirse a esta cuestión; la idea ya estaba en ciernes en el trabajo sobre las metáforas del famoso libro de Susan Sontag y las formas de abordaje que estudia Michel Foucault sobre la locura, la lepra y la peste, en libros como Historia de la locura en la época clásica y la parte dedicada al tratamiento de las epidemias de Vigilar y castigar. Quisiéramos, sin embargo, precisar el concepto de una manera algo diferente de la de Hörisch: entendemos “enfermedad de época” en el sentido de que todas las enfermedades producen relatos, imaginarios, miedos, representaciones del cuerpo, textos, lenguajes, afecciones en la lengua, automatismos narrativos, formas retóricas que permiten que las enfermedades salten del cuerpo a la moral y de la moral a los discursos, como sucede con la crítica literaria a fines del siglo XIX. Las enfermedades provocan ocultamientos (el cáncer no se nombra) o determinadas formas de la designación que, por ejemplo, son peyorativas (la peste rosa) y buscan conjurar o segregar a quien las padece por cuestiones que son tan biológicas como morales. Extendiendo el concepto, podríamos decir que existe una literatura de la enfermedad, tomando la palabra literatura en un sentido amplio, convirtiéndolo en un nombre que designa formas del decir en las que se encuentran las observaciones científicas o los diagnósticos de la medicina con los prejuicios, las frases hechas y las habladurías, mucho más permanentes y repetidas de lo que podría esperarse. La gente habla de las enfermedades: fija una retórica, un puñado de metáforas, una serie de personajes, una determinada articulación y un imaginario de representaciones. Produce literatura y esa literatura es inseparable de la enfermedad con la que articula.

Surgido de los miedos, la tristeza y los encierros que nos mantuvieron en vilo durante 2020, este dossier se propone ser un reflejo de las observaciones anteriores. Los doce textos que lo conforman se ocupan de lo que designamos como la literatura de la enfermedad y buscan presentar, cada uno a su modo, las operatorias por medio de las cuales los escritores hablan del dolor a la vez que retoman y niegan, asumen y critican las lenguas que se producen alrededor de la enfermedad como otra de sus manifestaciones sintomáticas. Decidimos ordenarlo cronológicamente, pero de adelante para atrás, con el propósito de representar la pasión historiográfica que provoca una

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epidémica como la que vivimos, esa búsqueda retrospectiva de modelos del pasado que permitan explicar y explicarnos la pandemia de la COVID-19. De este modo, el dossier está conformado por un texto de Rodrigo Montenegro y Laura Gutiérrez sobre la pandemia actual del coronavirus, un análisis de los virus del lenguaje que realiza Fernanda Mugica a través de la poesía digital y la obra de William Burroughs; un trabajo de Matías di Benedetto sobre la representación e instrumentalización artística de lo chamánico; un artículo de Isabel Aráoz sobre Diario del dolor, de María Luisa Puga; un abordaje de Julieta Vanney de Fruta podrida, de Lina Meruane; un recorrido sobre los archivos seropositivos que realiza Javier Gasparri; dos textos —uno de Ana Carolina Macena Francini y otro de Leonel Cherri— sobre Salón de belleza, de Mario Bellatin; un análisis de Denise León sobre la enfermedad y el misticismo de Severo Sarduy; un trabajo de comparación de Ignacio Iriarte entre enfermedad psiquiátrica y homosexualidad a fines del siglo XIX y fines del XX; un texto de Nancy Fernández sobre Horacio Quiroga; y un trabajo de Rocío Fernández sobre la decadencia en Julián del Casal. De 2020 a 1890, el dossier rastrea las esquirlas literarias de una serie de enfermedades que se despliegan durante casi ciento cincuenta años.

¿Se puede seguir la pasión historiográfica al punto de concluir que todas las enfermedades se vuelven equivalentes? Basta con volver al comienzo de este texto para convencerse de lo contrario. La poliomielitis es una enfermedad de la infancia que dejó marcas todavía visibles en la sociedad. Inicialmente, el sida hizo estragos en ciertos grupos de la población y se asoció a una persistencia de disciplinamientos morales como el rechazo de la homosexualidad y la criminalización de las drogas. Si retrocedemos aún más, la tuberculosis fue una enfermedad de moda o, mejor dicho, ciertos síntomas (la palidez, la languidez, la debilidad en las mujeres) se volvieron una especie de guardarropía que era de tono lucir en los salones. Todas estas son enfermedades específicas que generan literaturas también particulares. Son enfermedades de época y en este sentido no se pueden comparar con lo que vivimos en 2020 y que todavía no sabemos si estamos en condiciones de superar. No sabemos qué nos va a deparar el futuro, por eso todavía no podemos entender el sentido de esta enfermedad, porque más allá de que se entiendan los síntomas y la comunidad científica haya llegado a un consenso acerca de las formas de contagio y los métodos de precaución e inmunización, no sabemos si es la primera de una serie de epidemias que van a barrer con toda o una buena parte de la población o si se convertirá en un mal recuerdo que contaremos a futuras generaciones. A diferencia de las otras enfermedades (tuberculosis, sida, poliomielitis) el coronavirus es poco visible en los cuerpos: los que enferman se recuperan o mueren en soledad. Por eso, en este dossier se exploran las formas específicas que adoptaron las literaturas de la enfermedad en los períodos en los que aparecieron.

Quienes esto escribimos creemos que el tema de la enfermedad es apasionante en sí mismo. La exploración de los trabajos presentados permite ver que se trata, además, de una cuestión en la que la crítica literaria tiene mucho para aportar, porque la enfermedad es también la literatura que fluye a su alrededor. En todos los artículos que conforman el dossier la crítica se convierte en un método para comprender esa parte de las enfermedades que es el aura imaginaria y simbólica que la acompaña y le da inteligibilidad.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Ignacio Iriarte y Candelaria Barbeira, Literaturas de la enfermedad. Presentación del dossier “Literaturas enfermas”, pp. 6-9.

Referencias

Foucault, M. (1992). Historia de la locura en la época clásica. México: Fondo de Cultura Económica.

Foucault, M. (2000). Vigilar y castigar. Madrid: Siglo XXI.

Hörisch, J. (2006). “Las épocas y sus enfermedades. El saber patognóstico de la literatura”. En W. Bongers y T. Olbrich (Comps.). Literatura, cultura, enfermedad (pp. 47-72). Buenos Aires: Paidós.

Sontag, S. (2005). Las enfermedades y sus metáforas – El sida y sus metáforas. Buenos Aires: Taurus.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Ignacio Iriarte y Candelaria Barbeira, Literaturas de la enfermedad. Presentación del dossier “Literaturas enfermas”, pp. 6-9.

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35968

2020, año cero. Narrativas íntimas o la vulnerabilidad como potencia

durante la pandemia del COVID-19

Laura Gutiérrez

CONICET, Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina. mlgutierrezpica@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-1197-5204

Rodrigo Montenegro

CONICET, Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina rdmontenegro@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-3727-6401

Recibido: 12/06/2021. Aceptado: 30/08/2021.

Resumen

Este ensayo recupera crónicas y ensayos que atravesaron las escrituras de diferentes filósofxs, críticxs y activistas durante los primeros meses del año 2020, a partir de las experiencias surgidas durante las cuarentenas dispuestas en diversas ciudades como consecuencia de la pandemia del virus COVID-19. A partir de lo que hemos dado en llamar las narrativas íntimas, emergen las voces de Nelly Richard, Paul Preciado, Ana Longoni, val flores, Franco “Bifo” Berardi y Osvaldo Baigorria. Recuperamos algunas de sus interrogaciones como escrituras que evitaron las alegorías futuristas que pretendían dar respuestas o imaginar futuros preconcebidos (ya sean catastróficos o revolucionarios). En la tensa calma de un tiempo suspendido, estxs autorxs enfocaron sus preguntas desde una crucial dimensión corporal, tramando de este modo estrategias micropolíticas. En sus textos, las resistencias toman la forma de una escritura-pensamiento elaborada desde el aislamiento obligatorio, aunque proyectada hacia la vida en común, en las capacidades de los cuidados afectivos y en la memoria las revueltas colectivas.

Palabras clave: narrativas, intimidad, pandemia, cuerpos, resistencias

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Gutiérrez y Montenegro, 2020, año cero. Narrativas íntimas o la vulnerabilidad como potencia durante la pandemia del Covid-19, pp. 10-34.

2020, year zero. Intimate narratives or vulnerability as a power during the COVID-19

pandemic

Abstract

This essay recovers chronicles and essays of philosophers, critics and activists during the first months of 2020, when these texts emerged from the experiences during the quarantines in various cities, as a consequence of the Covid-19 pandemic. We focus on the voices of Nelly Richard, Paul Preciado, Ana Longoni, val flores, Franco Bifo Berardi and Osvaldo Baigorria from what we´ve come to call intimate narratives. These writings avoided futuristic allegories which tried to give answers or imagine preconceived futures (whether catastrophic or revolutionary). On the contrary, in the tense calm of suspended time, these authors approached their questions from a crucial bodily dimension, thus plotting micropolitical strategies. In these texts, the resistances take form as a writing-thought elaborated from the circumstance of the obligatory isolation, although projected towards the life in common, the capabilities of affective care and the memory of collective revolts.

Keywords: narratives, intimacy, pandemic, bodies, resistance

Apertura. Sobre las formas de capturar el presente: narrativas íntimas

“porque siempre que hubo Superpoderes hubo resistencia e invención, afecto y humor. Pero siempre con el cuerpo, nunca sin el cuerpo” (María Moreno).

Una de las más crudas evidencias que arrojó el año 2020 se encuentra en la comprobación, en pleno siglo XXI, de la hechura precaria de muchas vidas identificadas como humanas; precariedad que, correlativamente, dio cuenta del estado actual de las ilusiones globalizadoras reinantes algunas décadas atrás: la pandemia ha demostrado que la enfermedad actúa, quizá, como el único y verdadero acto igualador de los cuerpos, a diferencia de las supuestas virtudes de la economía del libre mercado desregulado y transnacional.

Durante largos meses, el planeta entero corroboró una circunstancia de excepción en la cual la mutación de un virus condicionó el desarrollo de la especie humana; por supuesto, esto no impidió que otras formas de vida continuaran sus ciclos naturales e incluso recuperaran sus fronteras territoriales ante el silencio de las ciudades y las rutas. El año 2020 marca un hito, quizás un límite (¿un reinicio?), punto cero desde el cual se reorganiza la memoria y se proyecta un incierto porvenir para los cuerpos, la sociabilidad, sus modos de conexión y agenciamientos. Por esto, el problema de los cuerpos enfermos y la propagación de un virus (llámese influenza, VIH o COVID-19, aun con sus radicales diferencias) se aparece, ante todo, como una interdicción en las escalas y las temporalidades.

Más allá de una ancestral arquitectura filosófico-teológica que ha colocado a los seres parlantes como parámetro de toda razón, el comportamiento del virus y las estrategias para combatirlo permiten corroborar que la vida desborda las formas biopolíticas, aunque estos dispositivos insistan en demarcar fronteras, cuerpos, identidades, formas de la salud y preservación de la vida a través de sutiles (o, en ocasiones, violentas) tecnologías del control.

Durante el año 2020, efecto de las cuarentenas que se desplegaron alrededor del globo como única alternativa para retrasar la propagación del virus, numerosas intervenciones de intelectuales, activistas y artistas intentaron esbozar algunas explicaciones y conjeturas sobre el estado excepcional que nos encerraba. Estos textos, elaborados al calor de los hechos,

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pueden ser leídos menos como iluminaciones singulares de la inteligencia que como partes de un mosaico coral de voces ancladas en el presente. Sin dudas, existen formas de escritura que codifican a partir de estrategias particulares la captura del acontecer; y, si bien la masificación de dispositivos audiovisuales parece monopolizar el acceso a la inmediatez de una experiencia, el detenimiento de la escritura, en apariencia minoritario, continúa desplegando un modo particular de observar del mundo.

En efecto, la escritura no solo se encuentra imantada con la temporalidad del instante, sino que impone una distancia, un detenimiento, frente a lo que Saer nombrara como “la espesa selva virgen de lo real” (1997, p. 271). Entonces, ya se trate de la brevedad de un ensayo de ocasión, una crónica o el ejercicio del diario personal, estas formas de la escritura disponen modulaciones conceptuales y estilísticas para dejar registro de las derivas de una subjetividad y su tiempo, para proponerse, también, como un acto de autorreflexión colectiva.

Apelando a diversos regímenes y procedimientos de escritura, estos textos construyen narrativas en las que se ejecuta una inmersión en la turbulencia de la actualidad, a fin de consignar el trance ocurrido entre la experiencia y su relato, entre la vida y su materialización literaria.

En este contexto, la crónica configura un modo de articulación narrativa de la experiencia con una especial relevancia en la tradición cultural de América Latina. Estos textos generalmente construyen un registro discursivo heterogéneo y dinámico, cuyos rasgos distintivos son, paradójicamente, su hibridez e indeterminación formal. En tensión constante e irresuelta entre el periodismo y la literatura, entre la literatura y la historia, las crónicas se caracterizan por su brevedad y su temporalidad discontinua, ligadas tanto al vértigo de la actualidad como a su observación reflexiva. Esta afinidad de la crónica con el acontecimiento inmediato y el análisis crítico la vinculan a otros géneros discursivos, como el ensayo y el artículo de costumbres; y, de hecho, la multiplicidad de registros que la transitan y ponen en tensión resulta ser la clave de su dinamismo formal, y ha llevado a Juan Villoro a definirla como “ornitorrinco de la prosa” (2006).

Este carácter huidizo de la crónica marca su condición irreverente, nunca completamente encasillada entre las formas cristalizadas de narración y, sobre todo, del discurrir de la novedad que acecha en las redacciones de diarios y revistas (tanto en la era digital como en los tiempos de la letra impresa). Esta condición de la crónica da forma a lo que Martín Caparrós denomina como “su política del mundo” (2015, p. 250), enfrentada negativamente contra las condiciones dominantes de los discursos en los que se mercantiliza la novedad; tal como sostiene Caparrós, “la crónica es una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir el mundo también puede ser otro” (2015, p. 250).

Por supuesto, además de esta condición inmanente, la crónica latinoamericana contemporánea se encuentra estrechamente ligada a la exploración de comunidades disidentes, marcadas por la alteridad frente a dominantes culturales. Esta condición singular se encuentra, entonces, al conjugar una potencia política que emerge tanto desde sus posicionamientos inmanentes contrarios a la lógica de la información como a las identidades y voces que reverberan en sus escrituras, dando como consecuencia una proliferación multiforme de alternativas escriturarias. De ahí que, como señala Moure, “la crónica se presenta como un tipo de enunciado especialmente dispuesto para lo fragmentario, lo discontinuo, lo cortado, y también, lo casual o azaroso, me atrevería a decir, lo arbitrario, y desde luego: lo particular y subjetivo” (2013, p. 164). Esta yuxtaposición entre la voz narrativa y la composición de textualidades que intentan asir la experiencia marca la tensión entre la pregnancia de la primera persona y lo que Caparrós nombra como “situación de una mirada” (2015, p. 251). Es en ese límite donde se produce el salto hacia otra forma de escritura enfocada hacia acontecimientos, en apariencia, personales, aunque con una decidida mirada sobre el transcurrir y la temporalidad.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Gutiérrez y Montenegro, 2020, año cero. Narrativas íntimas o la vulnerabilidad como potencia durante la pandemia del Covid-19, pp. 10-34.

Con el diario irrumpe decididamente la primera persona como resto material de una vida que impregna la escritura. A diferencia de la autobiografía, los diarios se presentan como formas narrativas menos programadas, decididamente atravesadas por las circunstancias, y, aun cuando se conciban desde la más absoluta privacidad, en el acto de su escritura parece corroborar aquella vieja consideración foucaultiana según la cual la función-autor (Foucault, 1999) rodea todo aquello que parece adoptar la fisonomía de una obra.

Más allá de las imposiciones de la institucionalidad discursiva, la escritura del diario alberga el impulso de quien se arroja a la documentación de sus vivencias, por lo que, tal como advierte Alberto Giordano, “la decisión de llevar un diario para que sirva como técnica de autoexamen, tiene un primer e inmediato efecto disciplinario: la transformación de cada día en algo de lo que habrá que dar cuenta” (2011, p. 15).

El diario despliega un texto en principio reservado para los propios, quizás para nadie, un juego de autoanálisis, que, sin embargo, se combina con diversas “autofiguraciones públicas” (Giordano, 2011, p. 32), demostrando la porosidad entre lo público y lo reservado a la privacidad. Esta valencia encuentra en la intimidad “un suplemento de lo privado” (2008, p. 8), tal como lo describe César Aira. Por ello, el punto crucial para indagar en la pulsión de quien escribe un diario, que, además, escribe con relativa asiduidad ensayos, notas, ficciones, se encuentra en la pregunta de Elías Canetti, retomada y reformulada por Giordano: “¿Qué acciones y qué pasiones despierta la práctica del diario cuando la sostiene alguien que ‘escribe muchísimo’”? (2011, p. 49). Las respuestas, por supuesto, son variadas, y quizás la fuerza de la pregunta se encuentra en sostener la imposibilidad de su clausura. Sin embargo, es frecuente asociar al espacio del diario con el “cuaderno de trabajo”, el lugar donde se “realiza prácticas de estilo” (2011, p. 63). Las consideraciones de Giordano a partir de la lectura del diario inédito de su amigo Juan B. Ritvo plantea respuestas que, si bien no pueden ser generalizables a todx diarista, sí ofrecen una aproximación a los avatares de una escritura íntima y su fantaseo exhibicionista, en vida, o fatalmente cuando esta termine.

Sin dudas, la práctica del diario no puede interpretarse como un acto de escritura ajeno a las tecnologías de la fabulación. Al momento de procurar una síntesis, un recorte, una revisión o el ensayo de algunas ideas descuidadas, el diario se abre sin reparos al tono especulativo, ya sea como mirada retrospectiva o como proyección (de un estilo, de un argumento, de los días por venir). Con todo, existe en su escritura un parentesco con la escena del análisis y, por lo tanto, con la confesión; de ahí que el problema que rodea su palabra no pueda ser otro que el de la verdad. En la lectura que Giordano realiza de los intentos de Roland Barthes en esta práctica, el valor de un “momento de verdad” (2011, p.

104)replica ese instante en el cual la vida se materializa en escritura. En efecto, esa palabra revelada no como iluminación de la complejidad del mundo, sino como austero acto de una ética no solicitada por nadie, pone en acto el gesto de lo verdadero y lo sutura en la escena del diario y la escritura íntima. “¿Para qué sirve la intimidad”, se pregunta Aira, “¿Quién la necesita?”; la respuesta del escritor no es otra cosa que una comprobación de la supremacía del acto de narrar sobre la anodina trivialidad cotidiana: “Yo diría que su utilidad está en la inversión de la función de la verdad en el lenguaje. La intimidad es algo así como el laboratorio de la verdad” (2008, p. 10).

Ahora bien, estas formas íntimas, fragmentarias, por momentos inclasificables, para narrar vivencias personales y proyectarlas hacia el espacio público proliferaron durante el 2020. Las vidas solitarias, aisladas, durante las cuarentenas dispuestas durante la dispersión mundial del COVID-19, sumado a la conectividad digital, dio como resultado un nutrido cuerpo de textos que se apresuró a dejar registro escrito de una circunstancia de excepción. Estas narrativas íntimas dieron cuenta en tiempo real de cómo la propagación de un virus modificó los hábitos de sociabilidad y control biopolítico de modo radical, como nunca había ocurrido para nuestra generación. Fruto de esta experiencia, se materializaron diversos textos que

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Gutiérrez y Montenegro, 2020, año cero. Narrativas íntimas o la vulnerabilidad como potencia durante la pandemia del Covid-19, pp. 10-34.

intentaron componer sentidos ante la velocidad de los acontecimientos. Así, distintos activistas e intelectuales intentaron trazar pensamientos sobre la pandemia, en un abanico de argumentaciones que fueron desde la predicción del fin de la educación, de la crítica a las tecnologías de gobierno sobre los cuerpos, hasta llegar al fin del capitalismo; se abrieron también algunas voces y escrituras feministas, lésbicas y queer, intermitentes, pausadas, amenazadas por el riesgo real del contagio, que daban cuenta de un registro más íntimo, personal y político del colapso.

Ana Longoni, val flores, Nelly Richard, Paul Preciado, Osvaldo Baigorria y Franco “Bifo” Berardi, de distintos modos, a contracorriente de este tono proyectivo de “los teóricos de la pandemia”, ensayaron otras formas de escritura y reflexión. Apoyadxs en las históricas relecturas y apuestas feministas sobre las formas y modos de los cuidados, realizando la potencia rizomática del pensamiento, explorando la vulnerabilidad del cuerpo colectivo como formas del reconocimiento, o la politicidad implicada en las formas de estar juntxs en diferentes contextos de crisis, dieron forma a textos que no temieron demostrar su carácter vulnerable e intempestivo, e hicieron de esta condición su singularidad y potencia de afección para componer narrativas íntimas de la pandemia.

Estas escrituras también estuvieron atravesadas por los legados de los diferentes colectivos feministas y LGBTIQ (con sus distintas tensiones y disputas) que se instituyeron como una de las voces más multitudinarias en las calles de distintas ciudades y países antes de los confinamientos. Solo por enunciar algunas, podemos mencionar las enormes huelgas trasnacionales organizadas en los denominados Paros Internacionales Feministas de los años 2018 y 2019; los pañuelazos en multitudinarios puntos de la Argentina —con sus apoyos internacionales— a lo largo del 2019 y 2020; o las revueltas feministas en las calles chilenas que acompañaron el estallido del 19 de octubre de 2019 en adelante.

Así, estxs teóricxs y activistas ensayaron pensamientos y escrituras de baja intensidad.

Nelly Richard desde Santiago de Chile y Paul Preciado desde París. Revuelta, virus y feminismos

En un tiempo marcado entre el suspenso y la espera del no saber, se sitúa la conversación entre la teórica y ensayista chilena Nelly Richard y Marcelo Expósito de mayo de 2020. Allí, en un reconocimiento explícito a las indagaciones de Franco “Bifo” Berardi, pero también señalando una distancia, la autora sostiene:

Estoy viviendo todo esto con relativa calma, sin dramatismo, pero sin la excitación del suspenso ligado a algún presagio de lo nuevo. En ese sentido no alcanzo a compartir la sensación de Bifo, tu primer invitado a esta serie de conversaciones, que decía estar experimentando la “alegría de lo impredecible”. Pienso que quizá tenga razón en que la crisis de la pandemia abra la posibilidad de un futuro en el que, como él dice, el capitalismo ya no será inevitable. Pero confieso que para mí estas señales son demasiado remotas, difusas o equívocas. Así que en mi caso prevalece no el entusiasmo sino la tensa calma. (Richard, en Expósito, 2020).

El carácter paradójico de esa calma aparece en la conversación a partir de la indagación de una dimensión temporal que los primeros meses de la pandemia dejó al descubierto: ¿qué tiempo habitamos? Y, sobre todo, qué imágenes de futuro nos sobrevivirán ante esta detención. Richard ubica este detenimiento en un contexto particular y específico: el estallido

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de las ciudades chilenas durante octubre de 2019 y marzo de 2020. Surge, entonces, una interrogación sobre la supervivencia de las imágenes colectivas de la revuelta y su imaginación de lo posible, luego del “despertar” de Chile.

Richard sostiene que ese “golpe seco” (en Expósito, 2020) a la temporalidad, al flujo temporal, no podría haber ocurrido de modo más imprevisto y devastador, “tan fulminante como ha acontecido con esta paralización a escala planetaria de las distintas fábricas de presente. Pero es una detención que viene también a dislocar los imaginarios de futuro que estábamos acostumbrados a forjar históricamente” (en Expósito, 2020); una detención que, en el caso chileno, se aunó con una experiencia histórica singular y fue utilizada como estrategia de vaciamiento e higienización de las calles en plena ebullición de la revuelta popular.

La cuarentena funcionó como pretexto higienista de las políticas del presidente Piñera, y las fuerzas de seguridad, otrora acusadas de innumerables violaciones a los derechos humanos, fueron las encargadas de ordenar, distribuir modos de organización y elementos básicos para la supervivencia y limpiar las calles atiborradas de los recuerdos del disturbio y la insubordinación popular. ¿Qué huellas narrará el cuerpo de ese cambio radical?

Richard indaga las imágenes visuales que van del descontrol popular al control militar, de la capucha como estrategia de resistencia en la primera línea durante las revueltas a la máscara individual y protectora, simbolizada en el barbijo, del tumulto de la organización social a la reorganización médica. Imágenes que construyen recorridos en espacios públicos completamente trastocados, incertidumbre que, antes que una alegre incertidumbre, la pone en suspenso.

La autora escribe antes de que pudiera imaginarse el proceso constituyente posterior de la que, a pesar de todo, logró llevarse adelante en mayo de 2021. Es por eso que le preocupan, todavía, los modos en que la fragilidad atravesará los cuerpos, su ánimo colectivo, su voluntad, las modulaciones que hacen del deseo una fuerza para reconstruir la supervivencia diaria. Ese debate sobre la humanidad e inhumanidad de la vida ya estaba presente en las consignas callejeras el 19 de octubre de 2019: “No era depresión, era Capitalismo”, señalaban desde un Santiago que fue laboratorio explosivo y expansivo de las políticas neoliberales en el Cono Sur. El tiempo detenido y controlado de las cuarentenas poco tiene que ver con la espera que señalaba la autora unas líneas antes; más bien es un “colapso vital del tiempo y de los tiempos en acción” (Richard, en Expósito, 2020). Estas temporalidades se traspasaron súbitamente en apenas cinco meses: de la movilización de deseos colectivos a la inmovilización individual forzada. O, en sus palabras:

Pasamos dramáticamente de la expectación despertada por un futuro a construir entre todos a la resignación del estar cada uno preso de un tiempo detenido. Pasamos de ese tiempo hiperactivo, deseante, voluntarioso, el tiempo de la insubordinación política, a este otro tiempo de la cuarentena que es un tiempo resignado, estacionario. Esa es la paradoja, efectivamente, y es el choque vital entre experiencias del tiempo disociadas. (Richard, en Expósito, 2020).

Ahora bien, cómo habitar y pensar este tiempo es, para Richard, uno de los grandes legados de los feminismos, una configuración teórica y activista que desde hace décadas enuncia la precarización (a través de los cuerpos feminizados, pero no solo); la invisibilización o, directamente, la omisión de los trabajos de cuidados y de los cuerpos domésticos (esos que sostuvieron y sostienen la pandemia). Allí el feminismo emerge como

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el aparato conceptual y vital que ha desarrollado distintas estrategias para la reorganización de otros modos de coexistencia. Como señala, el feminismo nos enseñó:

No hay manera de salir del capitalismo sin una reorganización del trabajo que tome en cuenta todo lo que el feminismo ha teorizado en torno a la división público-privado, producción-reproducción, el asunto de los cuidados, etc. … Es ahí donde, efectivamente, yo contrasto esas voces con aquellas otras de escritoras, ensayistas, críticas feministas que me parece que, en torno a la palabra precariedad, en toda su multivalencia semántica y conceptual, son capaces de articular hablas que registran las texturas de lo precario, de lo frágil y tenue, de lo desintegrado, de lo residual, etc. Y desde ya formulan las dudas y las vacilaciones de subjetividades en desarme, en pequeñas narrativas (Richard, en Expósito, 2020).

Los ya clásicos conceptos de “vida precaria”, “vidas lloradas” y “vulnerabilidad”, acuñados por Judith Butler (2006; 2010), le sirven apenas como excusa para señalar los matices históricos en los análisis de aquellas vidas que merecen ser vividas, lloradas y con derecho al duelo público, y que en ocasiones se presuponen como desechables, hecho que la pandemia no ha hecho más que acentuar. Es allí donde toma lugar aquello que nos acecha desde el inicio: indagar los modos en que se piensa no solo el cuerpo y el tiempo individual, sino los legados de esas corporalidades como parte y sustento del cuerpo social. La individualización de esas experiencias no está solo en testimonios de una vida atravesada por la incertidumbre, sino en estrategias que se reavivan en nuestra memoria colectiva del hacer con otrxs.

En este sentido, una referencia insistente durante la pandemia del COVID-19 ha sido el recuerdo de la pandemia del sida, que tuvo lugar durante el final de la década de 1980 y los primeros años de 1990. Sin embargo, una y otra se distancian radicalmente no solo por los cuerpos afectados, sino por las estrategias de cuidados estatales y colectivos gestados en una y otra. La primera fue una crisis donde no solo no se decretó ninguna forma de cuidado estatal, sino que, por el contrario, se transformó en un laboratorio del dejar-morir, de establecer políticas específicas de estigmatización, aislamiento y opresión hacia los cuerpos juzgados como descartables. La memoria colectiva de las 4 H (homosexuales, haitianos, heroinómanos y trabajadorxs del sexo) fue conservada por los activismos LGBTIQ, quienes se encargaron de preservarla. Mientras que durante el 2020 un arsenal de cuidados estatales, bajo una lógica securitista, desplegó dispositivos de una racionalidad ensayada hace años para el control —claramente diferencial, pero enunciativamente total— de la población.

Retomando a María Galindo, en su pequeño texto Estábamos al borde de una revolución feminista… y llegó el virus, aparecido el 4 de mayo de 2020, Paul Preciado señala la especificidad de esta pandemia:

No es su alta tasa de mortalidad, sino el hecho de que amenaza a los cuerpos soberanos del norte capitalista global: los hombres blancos europeos y norteamericanos … A la precariedad de la clase, la raza, el sexo y la sexualidad ahora se agregan otras segmentaciones de poder: los expuestos y los protegidos, los que limpian y los que se limpian, los que están expuestos al contagio y los que pueden mantener su inmunidad, las personas sin hogar y los

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que pueden aislarse en sus hogares, los que se preocupan y los que son atendidos. (2020a).

Desde este presupuesto, lo que emparenta la crisis del sida con la del COVID-19 es simplemente pensar que las luchas transversales solo serán posibles una vez que hayamos compartido “las experiencias de despojo, opresión y muerte que genera el capitalismo” (Preciado, 2020a). Porque, si bien el virus “nos afecta a todxs”, sería ingenuo pensar que no lo hace de maneras estratificadas, profundizando las diferencias racistas, clasistas, heterosexistas y coloniales, tal como vienen señalando los movimientos feministas, LGBTIQ, antirracistas y anticoloniales. Recordando a Butler en El capitalismo tiene sus límites (2020), el virus puede “no discriminar”, pero sí lo hace el capitalismo y las políticas estatales, afectando a poblaciones previamente vulnerables, donde se decide quién puede y debe ser protegido, diferenciando quién se contará entre las vidas prescindibles.

De algún modo, es el legado de las luchas LGBTIQ ante la crisis del VIH-sida a las que Preciado vuelve en un texto previo, La conspiración de lxs perdedorxs, el cual fue publicado el 27 de marzo de 2020, aunque escrito unos días después al momento en que contrajo COVID-19, entre el 11 y el 19 de marzo, los mismos días que en Francia se decretó el confinamiento total. “Cuando me acosté, el mundo era cercano, colectivo, viscoso y sucio. Cuando me levanté, se había vuelto distante, individual, seco e higiénico” (2020b), señala Preciado.

En un registro mucho menos programático y heroico que Estábamos haciendo la revolución..., Preciado escribe articulando su propio nombre en una genealogía, la de lxs perdedorxs, y en esa narrativa aparece un elemento esencial, la soledad y el aislamiento de los cuerpos, así como sus consecuencias sobre el erotismo y el deseo de estar con otrxs. Pero también, en el mismo movimiento, Preciado nos hace preguntarnos sobre las condiciones de los vínculos eróticos y emocionales: ¿qué pasaría con aquellxs que no están ni estaban “en relaciones estables o reconocibles por el Estado” (2020) al encerrarse durante meses?

No tuve dificultades respiratorias, pero me resultaba difícil creer que continuaría respirando. No tenía miedo a morir. Tenía miedo a morir solo …

Nuestros cuerpos, nuestros organismos físicos, serían privados de todo contacto y vitalidad. La mutación se manifestaría como una cristalización de la vida orgánica, como digitalización del trabajo y el consumo, y desmaterialización del deseo …

Aquellxs de nosotrxs que hubiéramos perdido el amor o no hubiéramos podido encontrarlo a tiempo —esto es, antes de la gran mutación de COVID- 19— estábamos condenadxs a pasar el resto de nuestras vidas absolutamente solxs. Sobreviviríamos, sí, pero sin roce, sin piel … Esta era la nueva realidad. Esta era la vida después de la gran mutación. Por eso me pregunté si una vida así valía la pena ser vivida. ¿Bajo qué condiciones y de qué forma podría la vida valer la pena ser vivida? (Preciado, 2020b).

A partir de allí, aparece en primer plano la excompañera del autor. El amor del pasado actúa como síntoma de la soledad, pero también como recuerdo vivo de la potencia que ese afecto deja en los recuerdos sensoriales, del modo en que la experiencia erótica y amorosa resultan vitales para nuestras existencias. Pero aquí aparece un desplazamiento fundamental, dado que esta vivencia del amor no se ajusta necesariamente a los lineamientos que

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propagaron los Estados sobre los modos vinculares, sanguíneos y legalizados, necesarios para el reconocimiento del vínculo amoroso. La genealogía de lxs perdedorxs se remonta, más bien, a otras estrategias de amor, a los afectos y cuidados que quedaron rápidamente sesgados, anulados o silenciados en el accionar estatal de la gestión privada del hogar y, sobre todo, de la activación política del miedo al otrx, del contagio a través de y con el otrx.

La tríada que construyen miedo-seguridad-control, y de la que hace décadas nos advirtió Foucault (2006) al estudiar el traspaso de la sociedad de control a las de seguridad, tomó cauces radicalmente diferenciales para las experiencias afectivas queer. El “cultivo de sí” (Foucault, 2014) se transformó, de repente, en una de las formas de la gestión del cuerpo bajo el sentimiento del miedo al contagio. Distanciamiento, barbijo, sanitización, higiene absoluta e imposibilidad del tacto construyeron rápidamente el eslogan mundial del “QuedateEnCasa”, que articuló, sin fisuras, un discurso nacional, fronterizo y hogareño que funcionó no solo como estrategia posible para distinguir cuál era la población capaz de quedarse en casa (disfrazando de cuidado diferencias estructurales de supervivencia), sino que se fomentó sobre el trasfondo de un imaginario familiar heteronormado. Detrás de todo ello, como señala Camila Arbuet:

La noción de que todas las personas necesitamos cuidados y también poder cuidar —inscripto ya sea como un acto afirmativo de la autonomía o como un modo de vincularse con el mundo— es a estas alturas una obviedad. Otro tanto sucede con la idea de que necesitamos y demandamos cuidados diferenciales, es decir, que no hay un cuidado genérico. Sin embargo, este carácter diferencial, situado, personal e íntimo del cuidado, lleva consigo un conjunto de presuposiciones que no son tan ampliamente aceptadas. Por ejemplo, cuidar puede ser discutir, puede ser ayudar a morir, puede ser olvidar y también, han discutido algunas lecturas feministas, cuidar puede ser contagiarse. En el contexto pandémico, esa diferenciación ha tocado fondo en varios momentos, estallando la noción gubernamental de cuidado entendido como distancia con las formas particulares de experimentar y pensar el cuidado en comunidades, en relaciones intersubjetivas o en soledad. (2020, p. 31).

Las disputas sobre qué es cuidar y cómo nos cuidamos incluye también una dinámica afectiva que hace al encuentro con otrxs, un desacuerdo ya planteado por los feminismos “antirrománticos” de la década de 1970, pero, particularmente, desde las críticas feministas, LGBTIQ y queer recientes. Las prerrogativas concedidas a los vínculos familiares sanguíneos y conyugales, tanto hetero- como homosexuales, parecen ganar terreno como aquellos únicos factibles de ser reconocidos cuando se ajustan a estructuras familiares tradicionales, avaladas y con reconocimiento tanto legal como social. ¿Qué sucede cuando nuestros vínculos de amistad, nuestras familias elegidas, son más importantes que nuestros vínculos familiares sanguíneos y, a veces, conyugales? ¿Cómo sostener (una) comunidad en el contexto de un llamado a la reconstrucción del hogar como supuesto espacio “seguro y confortable” que, sabemos, no necesariamente lo es?

María Galindo escribía tempranamente en este sentido, haciendo un revulsivo llamamiento masivo al contagio, “el coronavirus es un arma de destrucción y prohibición, aparentemente legítima, de la protesta social, donde nos dicen que lo más peligroso es juntarnos y reunirnos” (2020). Esta reunión necesaria se asociaba, fundamentalmente, a las estrategias colectivas de resistencia de las comunidades bolivianas. Aunque al inicio semejante convocatoria pareció cuanto menos imprudente, a la luz de los meses subsiguientes, con comunidades estalladas de

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muertxs, personas aisladxs y enterradxs en soledad, quizá el acto irreverente de Galindo no estaba tan errado. Dejar de pensar los cuidados a través de formas pasivas de la acción, del resguardo, de la única y pretendida acción estatal o familiar, quizá, no resuene hoy tan descabellado.

La acción colectiva contra el hambre o la vivienda bien pueden ser ejemplos específicos, pero también el reclamo de esos otros vínculos que, diariamente, nos sostienen y quedan desdibujados en los diagramas eróticos del vínculo sexual. Es sobre esa pregunta insistente sobre los cuerpos y cómo habitar la soledad donde también se articulan otras dos crónicas aparecidas durante los primeros días de la pandemia.

Ana Longoni desde Madrid y val flores desde La Plata. Cuerpo, virus y escrituras íntimas de la piel

Como venimos señalando, durante los primeros meses del confinamiento existieron escrituras que pusieron en suspenso la proyección de cualquier final preanunciado y trabajaron desde un tiempo otro, desde la soledad íntima del no saber.

Uno de esos escritos fue el de la teórica y ensayista argentina Ana Longoni, quien, en una crónica aparecida el 17 de abril del 2020, titulada No tener olfato, reponía, a partir de su experiencia íntima de cuerpo infectado con el virus del COVID-19, algunos modos de la interrogación que nos interesa recuperar. Escrito, como describe, en una pérdida del tiempo que implica cualquier confinamiento —en este caso en la rápida cuarentena decretada por el Estado español en la ciudad de Madrid durante marzo de 2020, ciudad en la cual reside la autora—, Longoni recupera una visión de la corporalidad a partir de la ausencia de un sentido esencial: el olfato. Su pérdida la lleva a repensar ese tiempo otro y ese modo de cuidado que, rápidamente, arroja interrogantes sobre la supuesta soberanía del yo. ¿Cómo cuidarnos en el confinamiento, en la soledad y sin la red de sostén que acompaña ese (su) cuerpo? A contracorriente de otras escrituras, en primer lugar, Longoni escribía:

He leído a muchxs pensadores en estos días. Ensayos, diarios, crónicas, incluso manifiestos, sosteniendo posiciones, tonos y lugares de enunciación contrapuestos. No quiero sumar nada a ese coro, no tengo nada que decir — ninguna certidumbre, ninguna convicción— ni siento que mi percepción pueda resultar una experiencia ejemplar, aleccionadora. Siento más bien consternación ante el presente y el futuro. Y sobre todo una sensación pantanosa de confusión, que asocio a la fiebre prolongada y a la falta de olfato. Y al encierro. El presentimiento ante un mundo que está cambiando vertiginosa y definitivamente mientras no nos enteramos de (casi) nada, aunque estemos hiperconectadxs e bombardeados de información día y noche. (Longoni, 2020).

De modo que el cuerpo, su propia piel, le hace sentir el repliegue y la clausura sobre sí:

Hoy me desperté pensando en que perder el olfato era otro modo de encierro. Ya perdimos la posibilidad de tocarnos la piel y hundir los dedos, de hablarnos y escucharnos en vivo, de rozarnos, de mirarnos a la cara. Y ahora no puedo oler al otrx ni a mí misma, ni saber si me merezco una ducha o si estoy

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desatando un incendio. El cuerpo ensimismado, aletargado, reducido. Sin papilas dispuestas al deleite o al peligro. Sin afuera. Capturada. (Longoni, 2020).

De este modo, su crónica, va narrando distintas formas de acompañamiento de amigxs mientras espera el viaje al IFEMA (Institución Ferial de Madrid), el centro que es el símbolo de una de las ferias de fotografía y arte más grande del Estado español, predio ferial que ha devenido gigantesco hospital de campaña, dando lugar a camas con tubos de oxígeno, a gente sola y enferma. Esas imágenes aterradoras contrarrestan “el temblor de todos los pequeños gestos que hacen mundos” (Bardet, en Longoni, 2020), tal como le escribe su amiga Maire Bardet en una carta virtual, recibida durante esos días. Aparecen, entonces, pequeños gestos que hacen de la amistad formas de habitar y acompañar el dolor y el miedo: una planta de magnolia que, tal como la carta enviada le hacía recordar, “significa hacer mundo/hacer mucho” (con errata incluida de quien escribió la esquela enviada por sus amigas Vic y Guille), a través de gestos y presencias mínimas:

Estar conmigo como las plantas: presentes aunque silenciosas, calladas, apenas el rumor de las hojas cuando pasa el viento, apenas el crujir de las hojas secas cuando alguien las pisa. Aprenderé mucho de ese modo de la presencia. La cuidaré y conviviré con ella … esta magnolia, con su sabio silencio, sea una metáfora precisa y preciosa de lo no dicho. Así la recibo, así la leo. (Longoni, 2020).

Desde allí, Longoni (2020) se desliza para recuperar trazos de la memoria colectiva, recobrando la escritura de la rusa Svetlana Alexiévich y su relato ante la imposibilidad de escribir frente a la catástrofe de Chernóbil, ciudad en la cual residía en 1986. Retoma, entonces, la escena en la cual una mujer desoye la obligación del aislamiento y, por lo tanto, la indicación de no cuidar ni despedir a su marido, un cuerpo agonizante y radioactivo. Desobedecer a costa del propio cuerpo, quizá de la propia muerte, cifra un gesto que descarta el miedo sobre el otrx y presagia la elección de cómo acompañar en el trance del morir, anulando el miedo al contagio para sobreponer el deseo de la despedida por la vida compartida. Desde allí narra Ana, recuperando a Svetlana: “«¡No se acerque a él! ¡No puede besarlo! ¡Prohibido acariciarlo! Su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar». … Acercarse o no, esta es la cuestión. Besar o no besar. Pero ¿cómo elegir entre el amor y la muerte? ¿Entre el pasado y el ignorado presente?” (Longoni, 2020).

Longoni no romantiza esa elección, como si fuera la indefectible decisión de la heroicidad romántica de morir por otrx, sino que la pone a jugar ante el deseo de la vida que deseamos vivir, a contracorriente de la distancia aséptica, aun a riesgo del peligro para nuestra propia existencia. Entonces, una pregunta se alza desde las sombras con un ritmo suave pero punzante: ¿hasta dónde podremos sostener el cuidado higiénico y la distancia de nuestros afectos?, ¿hasta dónde protocolizaremos nuestros duelos, nuestros contactos de despedida y también de nuestra vida cotidiana? Antes de que las imágenes de los ataúdes en las calles y de las fosas comunes en diversas ciudades del mundo ganara la imaginación visual de la pandemia, Ana se preguntaba: “¿De qué cuerpos estará atravesada esta, nuestra pandemia?, de cuerpos que nadie cuenta ni reconoce. ¿Adónde quedarán esos muertxs, nuestros muertxs? ¿Adónde quedaremos los vivxs? ¿Adónde?” (Longoni, 2020).

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El contacto, la piel, los sentidos toman la escritura de Longoni para recordarnos la radical importancia de los cuidados, su carácter social, es decir, político. Entonces, la intimidad de la piel se presenta como una superficie íntima y pública del debate sobre cómo queremos morir y cómo seremos capaces de vivir luego del miedo al contagio; cómo vivenciaremos “El exilio de la piel”, tal como escribió val flores, algunos meses después desde la ciudad de La Plata, en un texto aparecido en junio de 2020:

En las tormentas de mi soledad siento que este distanciamiento social obligatorio me despelleja lentamente. Una poética de la piel despedazada, azotada por permisos, barbijos, controles policiales, distancias, pánicos mediáticos, alcohol en gel, curvas de infectadxs, estadísticas de muertxs.

Y hoy padezco la peor pesadilla. No la de una pandemia vírica o la del control social, sino la de la imposibilidad de escribir.

En la escritura de flores, las letras se vuelven una extensión del cuerpo y, más específicamente, de la piel: “Se ha retorcido mi lengua porque ha perdido la compañía de la piel, no de la mía, sino de la piel pública como contaminación capilar de la rabia, como relación con el (no) saber como efervescencia teórica” (flores, 2020). En su narración, la imposibilidad de escribir en el contexto de aislamiento —práctica que en su biografía no solo ha sido asidua, sino una estrategia estética y política, activista y teórica— resulta para flores un modo de no plegarse a la hiperproductividad en tiempos de pantallas virales. La falta de certeza, la falta de presagios o los vaticinios certeros y las explicaciones posibles sobre futuros (pretendidamente) asegurados se contradicen con el silencio de la piel. Porque la piel no solo es un modo de pensar, sino:

una zona de interrogación de lo que hay dentro y fuera. ¿Dentro es seguridad? ¿Fuera es contagio? ¿Será un privilegio poder decir adentro y afuera? La piel también es el punto álgido de ebullición de lo que resta por pensar, de lo que clama por desear …

La piel como borde y desborde de los afectos … La piel puede ser un muro, una cárcel, un infierno, una quemazón descontrolada, pero también puede ser una huerta para sembrar nuevos nombres. (flores, 2020).

Entonces, al igual que en la crónica de Longoni, el cuerpo íntimo aparece como pregunta política sobre el (no) hacer, enfrentado a las marcas del aislamiento que provocan el desgrane de nuestro cuerpo colectivo, de nuestras estrategias históricas de acción y sostenimiento mutuo fundadas en vínculos afectivos que se resienten ante la parálisis de la distancia y la higienización. Ante los presagios de catástrofes sanitarias y sus efectos en la sociabilidad, la imaginación política está llamada a pensar estrategias que aún no conocemos. ¿Acaso tendremos la imaginación íntima y política para reencontrarnos?

Osvaldo Baigorria desde Buenos Aires. Ensayo breve y memoria viral

Durante los primeros días de abril de 2020, Osvaldo Baigorria diagramó en dos breves textos prácticamente homónimos —“Un nuevo orden en los cuerpos”, publicado en el blog de la editorial Caja Negra, y “El nuevo orden de los cuerpos”, integrado en su página personal—

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algunas consideraciones sobre las pervivencias y actualizaciones que los dispositivos biopolíticos ejecutan al establecer parámetros de orden y normalidad, enfocándose en los cuerpos, esa zona frecuentemente conceptualizada como receptáculo de la individualidad y, por lo tanto, de la vida privada, incluso íntima y erótica. Su breve texto, “El nuevo orden de los cuerpos”, es, ante todo, un acto de relectura en vistas a la reedición de Un barroco de trinchera; entonces, con Perlongher como interlocutor, Baigorria recuerda que, así como la epidemia del VIH, la pandemia del COVID-19 ha desplegado un arsenal de condicionamientos (burocráticos, estatales, farmacológicos, socio-libidinales) que trascienden con creces las limitaciones de esa entelequia creada a partir de los solidarios préstamos entre las filosofías de la propiedad y el individuo. El comportamiento del virus, su velocidad de propagación y la escala impersonal y comunitaria de sus agenciamientos revelan que las condiciones deseables para la vida humana se ejecutan al interior de rígidos protocolos, cuyo objetivo es ordenar la proliferación de agentes biológicamente destructivos. La pregunta, incómoda y paradojal, es hasta dónde la regulación de la vida es una condición necesaria para la pervivencia de una especie sobre otras.

A la luz del colapso sanitario y las predicciones ecológicas sobre el agotamiento del planeta, comienza a plantearse con toda seriedad una revisión de los efectos colaterales de la vida humana en la biósfera, observación que parece estremecer algunos parámetros y presupuestos que el pensamiento humanista ha construido desde hace, al menos, quinientos años. La interrupción forzosa impuesta por el COVID-19 al proceso expansivo de la modernidad ha contribuido a poner en jaque, una vez más, las condiciones (y límites) del ideologema del desarrollo y el crecimiento ilimitados.

Las breves e intensas intervenciones de Baigorria ejecutan un balance del presente a la luz de otra escena y otra enfermedad, y, por lo tanto, contribuyen a calibrar las incidencias de un virus en la disposición del entramado social. Entonces, el contagio, la enfermedad y, en última instancia, la letalidad deben leerse como algo más que meros datos estadísticos para la confección de vacunas, tratamientos retrovirales o políticas estatales orientadas a la salvaguarda de la vida (humana), conforman el nombre mismo de una sociabilidad en riesgo, la puesta a prueba de los lazos que conforman una comunidad o, en su flexión íntima, una amistad; demuestran hasta dónde las políticas sobre la vida encuentran atolladeros en ocasiones incompatibles con las tramas del afecto, y por lo tanto no pueden resolverse desde una lógica de la propiedad individual o la indiferencia; dado que, cuando la enfermedad prevalece, se abre la pregunta por lo esencial, haciendo tangible los límites que hacen posible y justifican la vida. La amistad como potencia y agenciamiento de corporalidades que deciden un destino común es, entre otras cosas, un rasgo resistente a toda biopolítica y, de hecho, esa reverberación se escucha en el texto de Baigorria:

“Con el episodio del sida se estaría dando una expansión sin precedentes de la influencia y del poder médicos, gracias a la caja de resonancia de los medios de comunicación”. Me encuentro con esta frase de Perlongher mientras sigo en cuarentena tipeando antiguas cartas de aquel barroco de trinchera. Intento reemplazar sida por coronavirus en el nuevo orden de los cuerpos, y tropiezo con las obvias diferencias y las no tan obvias semejanzas: ya no se trata de prohibir el contacto entre ciertos órganos sino todo contacto físico; ya no es el semen y la sangre sino hasta la saliva y la piel lo que cae bajo la prohibición; ya no son algunas prácticas y ciertas minorías sino la población entera la que cae bajo control. (2020a).

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El contraste que auspiciosamente realiza Baigorria a través de Perlongher da cuenta de los avatares que los cuerpos y sus deseos han sobrellevado durante décadas. El fantasma del sida, publicado por Puntosur en 1988, señalaba un límite infranqueable a la revolución sexual, también proponía una visión de conjunto sobre la nueva hegemonía de las telecomunicaciones y, junto a ella, la imposición de una vida medicalizada como comprobación de una “obsesión por la salud” (Baigorria, 2020a). Y, si bien el ensayo de Perlongher fue escrito antes de producirse el contagio del poeta y su consiguiente muerte, Baigorria insiste en recuperar el tono de su palabra: “resuena su protesta como una voz extraña desde la ultratumba: algo en común tienen los virus y las reacciones sociales frente a ellos” (2020a).

Al realizar esta rememoración, el texto de Baigorria restablece simultáneamente una amistad y un modo de pensamiento alejado de toda solemnidad teórica; así, el ensayo ofrece hipótesis absolutamente vigentes sobre las formas de control: “No dejo de recordarlo en estos días en los que un nuevo fantasma recorre ya no Europa ni la China sino el mundo entero: un fantasma compuesto por la plaga del Covid-19 y por un nuevo régimen de disciplinamiento corporal” (Baigorria, 2020a).

Este nuevo orden no puede ser sino descripto con el tono de una teoría conjetural, en la que a la voz de Perlongher se integran las elaboraciones de Foucault y Deleuze. En el inminente fin del siglo XX, Postdata sobre las sociedades de control (2005) lanzaba sus conjeturas con la brevedad y concisión de lo urgente; en la misma genealogía y con la libertad enigmática del ensayo, Baigorria recupera el tono de una reflexión asumida en la inmediatez de una experiencia. Esta palabra de ocasión proyecta su potencia contra las certezas del saber (que disciplina y ordena), para reclamar una lectura transversal sobre los agenciamientos que durante los años de contracultura, la revolución sexual y la recuperación de las democracias en el cono sur se ha enfrentado a bloqueos que no pueden reducirse a una mera clausura conservadora, sino que requieren actos de imaginación crítica capaces de conceptualizar, para luego desandar, las interdicciones que la lógica biopolítica impone sobre los cuerpos.

A la luz y en el recuerdo de las proposiciones de Perlongher en torno al sida, Baigorria lanza una evaluación comparativa que es, al mismo tiempo, una advertencia en torno al carácter efímero de los acontecimientos políticos y los actos de resistencia irreverente:

Coincidencias significativas: si el sida vino a coronar el reflujo de la revolución sexual, el coronavirus —que no es solo un virus sino un discurso, un dispositivo, una orden médica y un orden social— llegó para poner un punto final (por ahora -nada sé del futuro) a las manifestaciones, revueltas y fiestas callejeras de los últimos años, y en especial del 2019, cuando en tantos lugares del mundo los cuerpos se encontraban, se mezclaban, se abrazaban y se deseaban en público. (2020a).

En el texto algo más extenso publicado en el blog de la editorial Caja Negra, Baigorria señala que, aun cuando se encuentra muy lejos de abonar cualquier teoría conspirativa, no deja de resultar significativo que las medidas de aislamiento desplegadas a escala global se impusieran “a fines de un año récord en la expresión del descontento social en las calles” (Baigorria, 2020b). La multiplicidad heterogénea de estas manifestaciones, sin embargo, no impide corroborar que los estallidos del hartazgo en ocasiones solo encuentran en la protesta callejera la forma para materializarse como síntoma. Bajo la mirada de Baigorria, estos actos de insumisión —de Hong Kong a Santiago de Chile— comprueban un rechazo generalizado

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al “autoritarismo, la violencia represiva y las condiciones de vida global bajo el capitalismo, sea en su versión más neoliberal o estatizada” (2020b). Frente a este panorama, se interpusieron las necesarias medidas de cuidado durante la pandemia y su consiguiente prohibición médica del contacto físico.

La sensata reflexión de Baigorria no incita a una rebelión suicida contra la imposición del aislamiento, aunque llama la atención frente a la capacidad de los “medios paranoicos de difusión” (2020b) para conseguir una casi inmediata aceptación del orden social y sus dispositivos de control, dando forma a una nueva imagen de la “vida social normalizada” (2020b), otorgando concesiones a las múltiples formas de un poder omnipresente y tecnificado. De ahí el recelo, presente en Deleuze, Agamben o Byung-Chul Han, que Baigorria esgrime contra la vigilancia digital. Sin embargo, lejos de la pesadez apocalíptica de los teorizadores del fin de los tiempos, la prosa de Baigorria corre liviana para apuntar hacia las condiciones materiales de quienes encarnan la nuda vita del presente:

Las pandemias tienen el paradójico efecto de desnudar —al mismo tiempo que pueden cubrir bajo un manto de olvido— nuestras miserias cotidianas. No solo la desigualdad entre quienes pasan la cuarentena a lo grande en casas solariegas con amplios jardines y quienes se hacinan entre oscuras paredes o aun sin techo; también las tensiones entre seguridad y libertad, entre la demanda de protección estatal y el deseo de fuga. Quizá las poblaciones precarizadas no saben autoprotegerse lo suficiente como para evitar la captura dentro de regímenes autoritarios que ordenan y aíslan a las personas, y que las vuelven más individualistas y recelosas del cuerpo del prójimo. Quizá esta sea una oportunidad para inventar formas de perforar el encierro y el telecontrol, como propone el precioso Preciado, apagando los móviles, desconectando internet, haciendo un gran blackout. (2020b).

En efecto, vida precaria y asimetrías socioeconómicas configuran la condición de quienes no pueden escabullirse al control o, incluso, lo reclaman como posibilidad para garantizarse una mínima supervivencia. Cómo interrumpir ese ciclo de capturas, que hacen de la fragilidad de los cuerpos el plafón para un individualismo radicalizado, parece convertirse en el desafío del presente. Por ello, el llamado al apagón digital que Baigorria recupera de Preciado no puede sino mostrar una forma singular de rebelión contra el avance desmedido de las high tech, operando desde el orden macroeconómico hasta los secretos más recónditos de la vida íntima. En este punto, el texto demuestra y combina su potencia imaginativa con una pragmática territorializada en la vida latinoamericana. Por esto se impone la necesidad de no olvidar los fulgores de las protestas e insumisiones disgregadas durante el 2019, de insistir en la capacidad de los cuerpos para crear condiciones de transformación más allá de los automatismos tecnocráticos o las ficciones de la acumulación financiera. Escribe Baigorria:

La protesta sorda contra las condiciones de vida debería hacerse oír: todas — algunas más que otras— somos víctimas fatales de un nuevo orden de los cuerpos que nos vigila, nos acecha y nos disciplina, más allá, antes y después de la aparición del coronavirus. Un nuevo orden al que hemos consentido y acatado sin chistar —o con chistidos no lo bastante fuertes y audibles— en la ilusión de mantenernos hiperconectados a distancia. Una distancia no menor a dos metros, de preferencia entre cuatro paredes, ya no del trabajo a casa y de

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casa al trabajo, sino con el trabajo, el desempleo, el ocio forzado y la psicosis en casa. (Baigorria, 2020b).

El breve ensayo resulta contundente en sus consideraciones y perspectivas; lanza una mirada sobre un proceso de mutaciones de vigilancia y telecontrol que bien puede situarse en el final del siglo pasado y condiciona el “nuevo orden de los cuerpos”. El 2020, entonces, no ha hecho más que explicitar y agudizar con toda violencia el estado precario de la vida común, de esas corporalidades que, en ocasiones, estallan en ebullición insumisa.

La mirada de Baigorria apunta a describir la actualidad del entramado resultante de ese circuito de imposiciones y regulaciones, ahora involucrado en las diversas formas del aislamiento, el trabajo, el tiempo libre y las patologías mentales resultantes de un extremo agotamiento, tanto de los cuerpos humanos como del cuerpo planetario.

En este contexto, Baigorria rescata la potencia de la insumisión, y lo hace restaurando la experiencia histórica y la voz de un viejo amigo. No es casual, entonces, que sea durante la proliferación mundial de un virus que la palabra y la militancia de Perlongher se recuperen como gestos fundamentales no solo de la disidencia contra la domesticación del deseo y las nuevas formas de vida, sino como genealogía del afecto y la amistad.

Las breves notas de Baigorria actúan como memoria de paso sobre esa otra epidemia, sobre ese otro virus que puso un fin a la revolución sexual, retomando el hilo de la conversación con el amigo ausente. La conjetura, entonces, es hasta qué punto el “apuntalamiento técnico del mundo” (2011), tal como lo ha descripto Christian Ferrer, realiza un pacto solidario y funcional con las enfermedades de un mundo interconectado y, quizás, con las pandemias por venir. Por supuesto, Baigorria no se lanza a la aventura de la predicción distópica; sin embargo, sus breves ensayos dan cuenta de los lazos que unen el presente pandémico con una historia reciente, con experiencias de vida que permiten corporizar el espesor de las mutaciones del capitalismo durante las últimas décadas.

Franco “Bifo” Berardi desde Bolonia. Un diario al filo de la extinción, o cómo imaginar el fin del capitalismo

En una sintonía afín con estas intervenciones, no solo en sus conceptualizaciones, sino en la forma intempestiva de reflexión crítica, se encuentran los textos que, entre febrero y agosto del 2020, Franco “Bifo” Berardi produjo con la regularidad del diario. Sin embargo, lejos de fingir el secretismo de la intimidad y postergar su publicación hacia un futuro incierto, sus textos fueron inmediatamente enviados al sitio web Not, de Nero Editions, luego traducidos y replicados en la página web argentina Lobo suelto, para finalmente adoptar la forma del libro en la edición de Tinta Limón, con el título de El umbral, el cual reúne las “siete crónicas de la psicodeflación” —“psicodeflación”, “RESET”, “Valter”, “torcidos”, “el horizonte”, “ajedrez”, “¡Repartir!”— y un “post scriptum”.

Existen dos crónicas que, si bien han sido publicadas en el sitio Not, no fueron traducidas; se trata de L'isola: la sospensione del tempo [La isla: la suspensión del tiempo], del 16 de julio de 2020, y La ragnatela: un’altra fine del mondo è possibile [La telaraña: otro fin del mundo es posible], del 5 de agosto de 2020. Todas estas crónicas han sido escritas con la forma del diario, y permiten comprobar de modo ejemplar la celeridad de circulación de la palabra. Así como los bienes, mercancías y virus viajan a una velocidad inusitada, también la

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experiencia y la difusión de la escritura del filósofo se encuentra signada por la misma temporalidad acelerada.

Resulta evidente que los textos de Berardi son un modo para sobrellevar el trance de la pandemia y el aislamiento, anotaciones que pueden considerarse como registros de la experiencia de un asmático septuagenario lanzado a la lectura y la especulación teórica sobre su presente. El tono heterodoxo de “Siete crónicas de la psicodeflación” consigue cristalizar un diario que, lejos de presentarse como laboratorio de estilo, describe la vivencia de un tiempo excepcional, en el cual el encierro forzoso de las cuarentenas ha impuesto un detenimiento generalizado y, por lo tanto, condicionado la escritura.

Si, en efecto, el diario del escritor generalmente se rodea de la mitología autoral, trazando un aura de indistinción artística entre la banalidad cotidiana y La Obra, en este caso la anotación cotidiana de Berardi consigue el gesto contrario; el valor de la singularidad personal se relega para dar lugar al bosquejo de notas, conceptos, meditaciones, citas, reflexiones propias y ajenas en torno a las causas y efectos del coronavirus, también de los cuerpos que continuaron sufriendo y muriendo en guerras civiles, hambrunas o migraciones cuando las agencias de información decidieron enfocar su atención en la pandemia. Así, el transcurso de la primavera boreal del 2020 fue el momento histórico en el cual Berardi puso a prueba toda la potencia de un pensamiento sobre lo que ha denominado en otros ensayos como “semiocapitalismo”.

La introducción que en la edición de Tinta Limón antecede a las crónicas, fechada el 17 de julio de 2020, actúa como balance retrospectivo; dado su tenor y estilo, puede leerse como una suerte de proclama que, partiendo de la incertidumbre generalizada cernida sobre el “cadáver del capitalismo” (Berardi, 2020, p. 12), se sintetiza en una consigna clara y contundente: “O el comunismo o la extinción” (p. 13). Esta poderosa sentencia intenta conciliar las dos líneas de análisis que obsesionan a Berardi durante el transcurso de su diario, esto es, la certeza de que el colapso sanitario se encuentra estrechamente ligado con las condiciones de extremo estrés que el capitalismo neoliberal ha sometido desde, por lo menos, la década de 1980 a la totalidad del planeta y a la especie humana que lo habita.

En este sentido, las tesis del italiano, ya presentes en Generación Post-Alfa (2016), extienden sus observaciones en torno a las tensiones y patologías que se explican a raíz de la vida hiperconectada en el tiempo del capital recombinante. De esto se desprende el perfil de sus evaluaciones en torno a la circunstancia histórica del virus como un hecho biológico- semiótico, y la imagen conceptual del umbral como recurso que se ofrece para imaginar el posible tránsito hacia un nuevo estado de organización de la economía y la coexistencia. El coronavirus, sostiene Berardi, ha materializado “una alternativa esperada y prometida durante dos siglos… puesto al alcance de una humanidad que, paradójicamente, se encuentra al borde de un precipicio, pero también en el umbral de una emancipación” (2020, p. 12).

Por su lado, el dinero y el trabajo asalariado han encontrado la más profunda crisis durante el detenimiento de la máquina capitalista. En el cierre de esta introducción, su escritura se alza como manifiesto lanzado contra el agotamiento neoliberal y el ascetismo tecno- financiero: “Necesitamos investigación científica, satisfacción ociosa de las necesidades esenciales y placer de los sentidos y las mentes. Qué lo erótico ahuyente el triste recuerdo de lo económico. Que la poesía cosmopolita disuelva el mal olor de la partencia nacional” (2020, p. 14).

La primera de las siete crónicas, “psicodeflación”, resulta a todas luces la de mayor significación, no solo por modular el tono de la escritura, sino por bosquejar su propuesta teórica e interpretativa durante las primeras semanas de una realidad enrarecida. En su inicio, fragmentos de la canción “Crown of creation” (1968), de Jefferson Airplane, y la novela experimental El boleto que explotó (1962), de William Burroughs, ofician como apertura y resto identitario. Tanto la canción de la banda californiana como el texto de Burroughs

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pertenecen a la contracultura de la década de 1960, al clima de revuelta en que se inscriben genealógicamente las indagaciones filosófico-políticas de Berardi.

Por su parte, la referencia a Burroughs marca explícitamente la yuxtaposición que caracteriza todo su andamiaje conceptual, esto es, establecer conexiones entre creaciones semióticas y corporalidades, entre la información lingüística y la enfermedad. De ahí que en la definición del lenguaje recogida por el italiano abra un sugerente campo de indagación retrospectivo y, ante todo, proyectivo durante el silencioso tiempo de la cuarentena. “La palabra es un virus” (2020, p. 17), cita Berardi el texto de Burroughs, reconfirmando la imposibilidad del silencio y el enlace entre la proliferación de los sistemas semióticos y su comportamiento viral.

Por otro lado, en la canción de Jefferson Airplane despliega una mirada crítica contra un statu quo que el rock y la psicodelia alteraron radicalmente hace cincuenta años; asimismo, conceptualmente el texto de la canción recupera la novela de ciencia ficción Las crisálidas (1955), de John Wyndham, relato que recrea una sociedad posapocalíptica en la que los individuos con mutaciones son perseguidos por ser considerados creaciones del demonio. A partir de estas dos puertas de acceso, Berardi inicia su diario, cuya primera entrada corresponde al 21 de febrero:

Al regresar de Lisboa, una escena inesperada en el aeropuerto de Bolonia. En la entrada hay dos humanos completamente cubiertos con un traje blanco, con un casco luminiscente y un aparato extraño en sus manos. El aparato es una pistola termómetro de altísima precisión que emite luces violetas por todas partes. Se acercan a cada pasajero, lo detienen, apuntan la luz violeta a su frente, controlan la temperatura y luego lo dejan ir. Un presentimiento: ¿estamos atravesando un nuevo umbral en el proceso de mutación tecnopsicótica? (2020, p. 17).

La apertura del diario se confecciona desde una experiencia afín a la distopía; el viaje y el espacio del aeropuerto dejan de ser percibidos como actividades triviales para convertirse en el escenario de una puesta en acto del control biológico. Sin dudas, en la descripción se filtra el imaginario de la ciencia ficción, percepción que parece haber condicionado el tránsito durante la pandemia y la vida en cuarentena. Es decir, ¿hasta dónde la nueva realidad se asemeja a, o incluso realiza, las visiones de la imaginación literaria? La escena actúa como condensación de la hipótesis central que Berardi despliega en sus crónicas, esto es, el intento por elaborar un pensamiento de la mutación del presente, en una temporalidad percibida desde la lógica del umbral, es decir, del pasaje.

Una consideración cautelosa podría advertir que la narrativa simultáneamente personal y teórica de Berardi toma el riesgo de esbozar futuros inciertos. En lugar de una mirada que se remonte a la larga duración de los sistemas disciplinarios, su intervención parte de una vivencia absolutamente actual, tanto personal como comunitaria, para conjeturar la fisonomía de esta mutación, que Bifo encuentra al yuxtaponer el pensamiento sobre la técnica junto a las patologías del cuerpo, en una imbricación nombrada como “tecnopsicótica”.

La entrada del 2 de marzo, se orienta hacia ese mismo sentido, interpretando el coronavirus como algo más complejo que un mero agente biológico. “Un virus semiótico en la psicósfera bloquea el funcionamiento abstracto de la máquina, porque los cuerpos ralentizan sus movimientos, renuncian finalmente a la acción, interrumpen la pretensión de gobierno sobre el mundo” (2020, p. 19), escribe Berardi.

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La gran paradoja que introduce el COVID-19 es la parálisis de los dispositivos maquínicos y de sus agencias corporales como resultado de la introducción de un organismo microscópico que, sin embargo, opera a escala global. De ahí que el comportamiento del agente infeccioso (biológico) forme parte de un entramado técnico, de sus enlaces económicos y, por lo tanto, del continuum de agenciamientos que alteran la vida de las comunidades. De modo que, más allá de los cuadros clínicos y las lamentables muertes, el efecto más concreto del virus se encuentra en “la parálisis relacional que propaga” (2020, p. 19).

Al componer acciones de pensamiento involucradas en una perspectiva guattariana, para Berardi no hay forma de escindir la circunstancia generalizada del estancamiento social y económico de sus ramificaciones biológicas. Los intentos por explicar las dinámicas del virus no pueden cristalizar respuestas aisladas, construidas desde un régimen clausurado en los nombres clásicos con los que se ha organizado la sociedad disciplinar, diríamos: “la medicina”, “la geopolítica”, “la economía”.

Por el contrario, la complejidad del problema que ha visibilizado la pandemia del COVID- 19 demuestra la necesidad de enlazar regímenes de significación diversos; así, cadenas biológicas se unen a cadenas semióticas, cadenas políticas con dimensiones epidemiológicas, cuadros virales con efectos sociológicos. En este contexto, la hipótesis de Berardi sobre una “parálisis relacional” modula una perspectiva pesimista sobre la mutación del nuevo siglo ; así, el 3 de marzo se pregunta:

Cómo reacciona el organismo colectivo, el cuerpo planetario, la mente hiperconectada sometida durante tres décadas a la tensión ininterrumpida de la competencia y de la hiperestimulación nerviosa, a la guerra por la supervivencia, a la soledad metropolitana y a la tristeza, incapaz de liberarse de la resaca que roba la vida y la transforma en estrés permanente, como un drogadicto que nunca consigue alcanzar a la heroína que sin embargo baila ante sus ojos, sometido a la humillación de la desigualdad y de la impotencia? (2020, p. 19).

Por lo tanto, la pregunta crucial que, a tientas, esboza el diario es cómo salir de la axiomática del capitalismo, cómo pensar el estancamiento, cómo organizar la vida por fuera de las ideas de acumulación, desarrollo y crecimiento ilimitado. En estos pasajes el texto demuestra su carácter explícitamente crítico y propositivo, en cuanto se entienda a estas intervenciones en el apremio del presente, como formas coyunturales (situacionales) en las que se construye una práctica de escritura y pensamiento. Resulta evidente que esta caracterización del capitalismo como “axiomática” no es una invención de Berardi, sino una referencia a la obra de Guattari junto a Deleuze.

Las tesis que los filósofos franceses esbozaran entre las décadas de 1970 y 1980 se refuerzan y expanden. Para Berardi la experiencia de la pandemia actúa como una disrupción ante el “cadáver del Capital” (2020, p. 21), y el coronavirus ejecuta un “shock” que es interpretado como “preludio de la deflación psíquica definitiva” (2020, p. 21). La aparición de un virus global sería, entonces, la consecuencia lógica del funcionamiento de esa misma maquinaria, y la “psicodeflación”, el concepto con el cual Berardi señala un cambio operado al nivel de las temporalidades y las escalas, de la interacción entre el caos del mundo y el cerebro.

El virus desinfla la burbuja de aceleración continua, interviene los flujos de personas, de bienes y capital, pero también provoca un impasse en la exasperación de la vida nerviosa, en

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el consumo de imágenes y experiencias mediatizadas, agudizando patologías vinculadas a la ansiedad, la depresión y las fobias que paralizan el deseo. La crítica de Berardi no es inocente y no se apresura a sacar conclusiones. Sin embargo, podría conjeturarse que la crisis actual (con independencia de sus resoluciones) conmociona las nociones heredadas de un voluntarismo político que ha intentado la transformación del capitalismo durante la larga experiencia del siglo XX. Entonces, de producirse una mutación de la máquina, esto pareciera derivarse menos de una acción consciente que de automatismos inscriptos en su propio funcionamiento, en este caso, con la forma de un virus respiratorio.

“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” (2016, p. 22), escribió Mark Fisher glosando una frase atribuida tanto a Fredric Jameson como a Slavoj Žižek. Sobre ese diagnóstico se hace necesario reconsiderar cómo puede efectuarse la mutación de la axiomática, hacia qué zonas de la vida, del trabajo y la sociabilidad. Las intervenciones de Berardi parecen inscribirse en esa genealogía crítica, cuando el 5 de marzo daba cuenta de ese cúmulo de transformaciones:

Por primera vez, la crisis no proviene de factores financieros y ni siquiera de factores estrictamente económicos, del juego de la oferta y la demanda. La crisis proviene del cuerpo. … Es el cuerpo el que ha decidido bajar el ritmo. La desmovilización general del coronavirus es un síntoma del estancamiento, incluso antes de ser una causa del mismo … Cuando hablo de cuerpo me refiero a la función biológica en su conjunto, me refiero al cuerpo físico que se enferma, aunque de una manera bastante leve –pero también y sobre todo me refiero a la mente, que por razones que no tienen nada que ver con el razonamiento, con la crítica, con la voluntad, con la decisión política, ha entrado en una fase de pasivización profunda. … Cansada de procesar señales demasiado complejas, deprimida después de la excesiva sobreexcitación, humillada por la impotencia de sus decisiones frente a la omnipotencia del autómata tecnofinanciero, la mente ha disminuido la tensión. No es que la mente haya decidido algo: es la caída repentina de la tensión que decide por todos. Psicodeflación. (Berardi, 2020, pp. 22-23).

En la óptica de Berardi, la dimensión original que afecta a la máquina capitalista en el presente ofrece una particular originalidad, esta vez su causa no se encuentra en un factor especulativo e inmaterial, tal como ha sucedido en innumerables ocasiones en el pasado; en esta oportunidad, el origen se encuentra en los cuerpos y en la dimensión específicamente cognitiva que los conecta al mundo. Por supuesto, pueden citarse diversos episodios en los cuales las enfermedades han afectado el desarrollo de la historia; la conquista y expoliación del continente americano no se explica sin la articulación entre la máquina del Estado y la propagación de sus efectos colaterales (enfermedades como la viruela o la fiebre amarilla han provocado la muerte de poblaciones completas o la transformación radical de las ciudades americanas). La singularidad del actual proceso viral/global radica en la velocidad de su mutación; de ahí que la alianza entre tecnología y capital en escala planetaria afecte simultáneamente cuerpos y mentes, provocando una caída de la tensión, de la excitación, de la estimulación nerviosa, que se imponen como un paradójico automatismo de la máquina capitalista.

Por esto, el “Post scriptum” que cierra las crónicas con anotaciones fechadas en junio de 2020 da cuenta del estado general de una “convulsión global” (Berardi, 2020, p. 131), y a la pandemia del coronavirus se suma una visión descarnada del destino de las democracias

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occidentales, en especial enfocada en los Estados Unidos del supremacismo blanco y la irracionalidad trumpista. Pero quizás la propuesta más contundente de Berardi sea la de observar los efectos de la pandemia en la “generación conectiva” (2020, p. 132) y “omnidigital”, que nace como resultado de la postergación del cuerpo como territorio político y afectivo. De ahí que el texto finalice con una exhortación a la “internacional cognitaria” (Berardi, 2020, p. 147), es decir, a las subjetividades que componen (y en ocasiones resisten) el entramado del capital en el siglo XXI: “Para ganar la guerra que nos ha sido impuesta por los nazi-liberales debemos volvernos conscientes de nuestra potencia. Que no es potencia de fuego, sino potencia de creación, que cuando es preciso también puede ser potencia de fuego” (p. 147).

Coda, algunas conclusiones precarias

Aun en la singularidad de sus tonalidades, perfiles y lugares de enunciación, las intervenciones aquí cartografiadas ofrecen en su conjunto una interrogación que atraviesa el tiempo transcurrido desde marzo del 2020. Ninguno de estos textos intenta clausurar las preguntas abiertas durante el trance de una enfermedad y su propagación; y, de hecho, esta inconclusividad se encuentra estrechamente ligada a la incertidumbre general que caracterizó a la primera pandemia del siglo XXI. De ahí que el carácter común de estas voces se encuentre en su resistencia al rigor asertivo para, en cambio, dar espacio y palabra a la consternación ante el tiempo actual y futuro, a la percepción de una tensa calma desde la cual se evalúan las condiciones esenciales no solo para la supervivencia, sino para el disfrute de la vida. Entonces, si el problema de la enfermedad global hace tangible la conexión entre las necesidades relacionales de los cuerpos individuales (y del cuerpo planetario), el “nuevo orden” que parece emerger materializa la yuxtaposición fármaco-digital-financiera, corroborando algunos de los temores esbozados por el pensamiento crítico hace décadas.

A contracorriente de la asepsia cientificista, el análisis estadístico y cuantificado, los textos que abordamos en este ensayo despliegan experiencias íntimas durante el tiempo de la pandemia, apelando menos a la certeza positiva que a estrategias para construir interrogaciones a través de unas vidas esbozadas en la escritura. Tal como señala María Moreno en su segunda aguafuerte de cuarentena, al recuperar el enfoque sobre los cuerpos que realizan tanto Berardi como Preciado, es posible corroborar el horror ante lo incierto:

La incertidumbre, como irrupción inédita, se llena de palabras. La mayoría de los textos insisten en las causas, la teoría se muerde la cola, rebusca en archivos seguros, de por lo menos tres décadas atrás, los análisis buscan evidencias, es decir, huyen hacia el futuro pasando por sobre los cuerpos. (Moreno, 2020).

Por ello, Moreno insiste en visualizar (en no olvidar) las corporalidades, es decir, el lugar de los cuerpos durante el (aparente) detenimiento de los modos conocidos de pensamiento, producción y reproducción de la vida dentro del sistema cada vez más autonomizado del capitalismo neoliberal contemporáneo. Pero, más que las hipótesis de las transformaciones estructurales sobre una axiomática que una y otra vez parece transformarse y revitalizarse, hemos regresado sobre las resonancias mínimas de la acción y la reflexión conjunta, ya sea a través de las imágenes de archivo de acciones colectivas que todavía reverberan en la piel o recuperando los gestos de la amistad, el erotismo y el amor aun en la distancia corporal, a fin de insistir en la potencia de distintos gestos micropolíticos. Porque la biopolítica del control y

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la higienización fue interrumpida (al menos fugazmente) por experiencias que, todavía, justifican la (propia) vida, en especial cuando se jaquea la herencia inmunitaria para dar paso a la co-existencia y la composición de una comunidad de afectos.

Por ello, como advertimos, si la amistad emerge en cada una de esas escrituras como una de las posibles vías de resistencia, este ensayo también pretende colocarse en esa genealogía. Porque, además de los estragos sanitarios, la pandemia del COVID-19 nos ha impuesto la necesidad de explorar formas de vida que salteen las visiones inmunitarias e individualistas; nos ha obligado imaginar comunidades fundamentadas en experiencias y memorias comunes; nos ha instado a revitalizar la indagación crítica por fuera del ascetismo que imponen los protocolos del pensamiento y, por lo tanto, interpela a reactivar la imaginación sobre las potencias de la política y la estética en un mundo mediatizado bajo la estandarización de la palabra, de las imágenes y de las formas de creación.

En efecto, además de las narrativas íntimas que esquivaron la pesada carga del saber disciplinado, durante 2020 emergieron prácticas artísticas que intentaron contribuir a la activación de pensamientos y sensibilidades alternativas al colapso sistémico. El propio “Bifo” Berardi participó con textos y poemas en el disco de Marco Bertoni, Wrong Ninna Nanna, que además cuenta con las voces de Lydia Lunch y Bobby Gillespie, descrito por Berardi en su diario como “la banda sonora del apocalipsis” (2020, p. 118).

Por su parte, la banda inglesa Massive Attack dio difusión a un singular EP, el cual consiste en tres piezas audiovisuales reunidas bajo el título de Eutopia. Al retomar y reescribir la Utopía de Thomas More, el proyecto hace explícita la necesidad de construir efectivamente una transformación en las condiciones de vida a escala planetaria. Los videos, además de contar con la música de Massive Attack en unión con la banda norteamericana Algiers, el músico y escritor Saul Williams y el grupo escocés Young Fathers, se componen con la voz de teóricos, académicos y activistas que exponen contra el sistema de los paraísos fiscales (Gabriel Zucman), la necesidad de afrontar de modo diligente la crisis climática (Christiana Figueres) y la situación de una nueva clase social, el “precariado”, a fin de abogar por un renta básica global (Guy Standing).

Rápidamente, también en nuestro país emergieron formas y estrategias estético-políticas para dar cuenta de la experiencia pandémica e imaginar formas del contacto. Solo por citar algunas, en abril de 2020 el Museo del Libro y de la Lengua (dependiente de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno) publicó una serie de videos en su canal de YouTube, de la mano de su directora María Moreno. ¡Adentro! (aguafuertes de cuarentena) fue imaginada como una columna semanal de composiciones audiovisuales que se extendió hasta marzo de 2021. Allí la pluma de Moreno nos recuerda semana a semana cómo la ironía y el humor pueden ayudarnos a crear otro lenguaje ante el encierro obligado, demostrando que la invención de los cuidados y la resistencia afectiva construyen formas de narrar otras historias frente a los embates del “bichito” que alteró nuestras existencias.

Otro experimento estético-afectivo ocurrido durante 2020 se encuentra en las cartas audiovisuales que intercambiaron los cineastas Mariano Llinás y Matías Piñeiro, bajo el proyecto de Sergi Álvarez Riosalido para La Casa Encendida de Madrid, titulado Hay cartas que detienen un instante más la noche. De Buenos Aires a Nueva York (y viceversa), Llinás y Piñeiro realizan grabaciones, pequeños cortometrajes que adoptan la función de las tarjetas postales; estas cartas, leídas por sus remitentes, se acompañan por planos y recorridos (en ocasiones muy íntimos) de las megaciudades cuando el tiempo ha sido pausado y el espacio, vaciado. Entonces, frente a la distancia infranqueable, ¿qué lugares construyen nuestra imaginación?, ¿cómo viajar a través de las imágenes del otro? La respuesta será una “búsqueda del tesoro”, como expresa Llinás, que sostenga el epistolario conjunto a partir de las emociones compartidas por la música, los libros, los grandes edificios y monumentos

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históricos, la revisión del pasado y sus huellas en el presente, pequeños instantes narrativos que componen el diálogo tramitando formas de la distancia y la amistad.

El 4 de marzo de 2021, también se lanzó en la plataforma ContAR —con la producción integral de Haddock Films— el proyecto Bitácora, que consta de cinco cortos de entre 13 y 17 minutos cada uno, narrados en primera persona por directoras argentinas. En algunos de los cortos, la voz en off intenta representar lo que aún no tiene respuesta; en otros, se recrea la ciencia ficción, las imágenes de la naturaleza y las constelaciones para dar lugar al silencio que se interroga con imágenes; en otros, las voces dicen aquello que las directoras aún no encuentran en las suyas. Así, las experiencias de la pandemia atraviesan los modos de creación en La delgada capa de la tierra, de Albertina Carri; Hecho a mano, de Julia Solomonoff; Diario rural, de Laura Citarella; Después del silencio, de María Alché, y Los cuadernos de Maschwitz, de Natalia Smirnoff. Además, las realizaciones fueron enmarcadas en el ciclo Nosotras movemos el mundo y lo transformamos, realizado en el Centro Cultural Kirchner en conmemoración del Día de la Mujer Trabajadora, que contó con una entrevista colectiva sobre los procesos de creación durante ese tiempo convulsionado.

Por último, desde la ciudad de Rosario se construyó Bitácora Museo, organizado por el Museo Castagnino Macro y articulado en una publicación de libre circulación entre diferentes artistas, gestores, pensadores y teóricxs de las artes visuales, como Leticia Obeid, Pablo Makovsky, la Asociación de Artistas de Rosario, Ezequiel Gatto, Pauline Fondevila, Claudia del Río, Rafael Cippolini, Beatriz Vignoli, Daniel García, Nancy Rojas, Javier Gasparri, Ticio Escobar, Hernán Camoletto, Clarisa Appendino, Carlos Herrera, Clara Esborraz, Mariana Telleria, Andrea Ostera, Homs, Topacio Fresh, Andrés Yeah, Cintia Clara Romero y Maximiliano Peralta Rodríguez, Leticia Kabusacki y Carlos Stia, María Paula Zacharías, Leo Estol y Gerardo Caballero, Raúl D’Amelio, Andrés Duprat, Norma Rojas, Fede Baeza, Nicolás Testoni.

El libro se creó a partir de algunos interrogantes que proponían activar la escritura: ¿cómo se transforman las experiencias estéticas en un mundo en suspenso?; ¿qué sentido adquieren nuestros proyectos en ese mundo?; ¿cuál es el presente de los espacios de encuentro, los museos, galerías, bibliotecas, centros culturales? Así se construyó una escritura coral que indaga, una y otra vez, sobre las distintas formas del hacer en este tiempo suspendido, como señala Leticia Obeid, en el texto que inaugura el conjunto de escrituras:

¿Qué le pasará a nuestros cuerpos cuando se acostumbren a la bidimensión imperante? ¿Quiénes o qué van a pelear por nuestra atención? ¿Cómo vamos a hacer para interrumpir el tiempo de pantalla? ¿Cuál será la forma de instalar nuevos rituales en la vida cotidiana, tiempos modificados, diferentes del tiempo ordinario para compartir con otros? ... Veremos el final, cuando sea el final pero, a diferencia de un video o una performance ya grabados, la duración es impredecible: el final de esta historia no está contado. (2020, p. 10).

Lejos de intentar una clausura a las narrativas íntimas que han proliferado durante el extrañado 2020, también estas consideraciones se escriben como un intento de composición en el riesgo y cercanía de una experiencia. Intermediado por las pantallas y la distancia, este ensayo entre dos ciudades se sostiene en lecturas y afectos compartidos, en la amistad que cruza de Mar del Plata al litoral entrerriano, procurando que las interrogaciones continúen en una latente incertidumbre, flotando en el aire de la suspensión pandémica, como potencia e imaginación en germen del tiempo por venir.

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35969

¿El lenguaje es un virus? Algunas preguntas sobre literatura digital en tiempos de Big Data y gobernabilidad algorítmica

Fernanda Mugica

Universidad Nacional de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina fernanda.mugica@gmail.com ORCID: 0000-0003-0206-6372.

Recibido 13/06/2021. Aceptado 18/08/2021

Quizás lo decisivo aquí sea que, gracias a las propiedades fabulosas de la información, el lenguaje se ha diseminado entre las moléculas y las máquinas, y que desde allí

se relaciona con la literatura contemporánea. Pablo Manolo Rodríguez

Resumen

En este trabajo, nos proponemos analizar —a partir de la palabra virus como interfaz entre campos— algunas de las propuestas de William Burroughs en La revolución electrónica (1970). Nos preguntamos por los nuevos ecos y significaciones que la técnica del cut-up puede adquirir en Latinoamérica hoy, en tiempos en que —en el dominio digital— lo viral ha asumido nuevas inflexiones. La observación del modo en que se piensa el sujeto en los textos burroughsianos nos lleva a interrogarnos sobre el espacio posible para un sujeto de la literatura en una época atravesada por el Big Data y la gobernabilidad algorítmica. Para profundizar en esta pregunta, analizamos dos producciones de literatura digital Scalpoema (2001) del brasileño Joesér Álvarez y No poseas un miedo (2020) del argentino Matías Buonfrate— guiándonos por los conceptos de necroescrituras y desapropiación de Cristina Rivera Garza. Desde allí, indagamos en las formas diversas que estas producciones proponen de trabajar la materia lingüística, y nos preguntamos si discuten los modos naturalizados del neoliberalismo, el necropoder, y sus concepciones del lenguaje como mera herramienta al servicio de la apropiación y el extractivismo.

Palabras clave: literatura digital, virus, gobernabilidad algorítmica, necroescrituras, desapropiación

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Fernanda Mugica, ¿El lenguaje es un virus? Algunas preguntas sobre literatura digital en tiempos de Big Data y gobernabilidad algorítmica, pp. 35-53.

Language is a virus? Some questions about digital literature in times of Big Data and

algorithmic governance

Abstract

In this work, we intend to analyze —from the word virus as an interface between fields— some of the proposals of William Burroughs in The Electronic Revolution (1970). We wonder about the new echoes and meanings that the cut-up technique can acquire in Latin America today, at a time when —in the digital domain— the viral has assumed new inflections. The observation of the way in which the subject is thought in Burroughsian texts leads us to question ourselves about the possible space for a subject in literature in an era traversed by Big Data and algorithmic governance. To delve into this question, we analyze two digital literature productions Scalpoema (2001) by Joesér Álvarez and No poseas un miedo (2020) by Matías Buonfrate— guided by the concepts of necroescrituras and desapropiación by Cristina Rivera Garza. From there, we investigate the diverse ways that these productions propose to work on linguistic matter, and we wonder if they discuss the naturalized modes of neoliberalism, necropower, and their conceptions of language as a mere tool at the service of appropriation and extractivism.

Keywords: digital literature, virus, algorithmic governance, necro-writings, expropriation

La revolución electrónica: nombrar al nuevo monstruo

En su prólogo a la primera edición en español de La revolución electrónica de William S. Burroughs, titulada “Por un arte impuro”, Carlos Gamerro afirma que para comprender cabalmente la tesis central de ese libro hay que pensarla no en el terreno de las metáforas, sino en el de las verdades literales. Que “el lenguaje es un virus” es una frase que se ha vuelto muy disponible para el uso cotidiano, casi con la potencia de la fórmula, del slogan, de la consigna o incluso del lugar común. Pero, ¿qué implica afirmar que el lenguaje es un virus si se piensa tal afirmación literalmente, si se la lee al pie de la letra? Y, sobre todo, ¿cómo leer a Borroughs hoy, en tiempos de memes y escrituras automáticas, de predictibilidad y automatismos perceptivos? ¿Qué nuevos ecos y significaciones adquiere, leída desde nuestros días, por ejemplo, su teoría del cut-up? ¿Y qué puede aportarnos su lectura para pensar la escritura y las mutaciones subjetivas en tiempos de gobernabilidad algorítmica?

Los virus son entidades biológicas que para replicarse necesitan de huéspedes. Son extremadamente pequeños, mucho más que las bacterias. Tan pequeños que, como dice Leonardo Solaas en “El virus y el cese de todo lo incesante” —un texto que escribió entre el 23 y el 25 de marzo de 2020, ni bien comenzó en Argentina el aislamiento social preventivo por covid 19— “en el punto final de esta oración podrían acomodarse unos cien millones”. Los virus son entidades ajenas al hombre: no han sido creadas por él, lo invaden y viven en su cuerpo, del mismo modo que viven en otros organismos, como parásitos. Son cadenas de ADN o ARN, encerradas en cápsulas de proteínas, poco más que trozos de información genética: algo no viviente que usurpa las características de lo vivo, y que cuenta solo con dos capacidades elementales: evolucionar y reproducirse.

Borroughs entiende literalmente al lenguaje como virus porque lo piensa en su dimensión material. Considera que si la palabra no ha sido reconocida en tanto virus es porque ha alcanzado “un estado de simbiosis estable con el huésped” (2009, p. 27). En La revolución electrónica presenta la teoría de que un virus es en sí mismo una unidad muy pequeña de palabra y de imagen. Porque es un virus, el lenguaje tiene la habilidad contagiosa de producir y —al mismo tiempo— transmitir sentido, de ser simultáneamente medio y expresión. Una

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vez que una línea de asociación se establece —dirá— ya no podrá dejar de activarse, se realizará cada vez que las palabras o las imágenes sean convocadas. Por eso, porque las encuentra eficaces para desacomodar o destruir, para generar disturbios, invita a grabar y a experimentar con las grabaciones, porque son las armas que posibilitan “combatir la palabra con la palabra misma” (Gamerro, 2009, p. 15).

En La revolución electrónica, Burroughs se refiere al potencial que podrían tener miles de personas con grabadores a la hora de esparcir rumores, de desacreditar oponentes, de generar disturbios, o —incluso— a la hora de constituirse en armas de largo alcance y “mezclar y anular líneas asociativas establecidas por los medios masivos” (2009, p. 43). Burroughs sostiene que el establecimiento de esas líneas asociativas es lo que da a los medios el poder, el control. Si las líneas se cortan, entonces las conexiones asociativas se rompen. De allí, su teoría del cut-up, que surge del diálogo con el artista plástico Brion Gysin. Entendemos por cut-up, de acuerdo con la definición que da Belen Gache en “De combinatorias, lecturas y crímenes” (2020), a un modelo mecánico de yuxtaposición en el que un escritor corta pasajes de sus propias obras o de obras de otros escritores y luego ensambla los fragmentos de forma aleatoria.

Fig. 01: Burroughs, William. (2014). Cut Up Manuscript.

Disponible en: http://www.dazeddigital.com/artsandculture/gallery/18375/2/william-s-burroughs

Consultado: 31 de julio de 2021.

Para Burroughs en 1970 —año en que escribe La revolución electrónica—, el cut-up era una forma de alcanzar cierto silencio interior, de oponer resistencia al virus del sistema —de cualquier sistema—, de resistirse al control y a los poderes establecidos. Si nos dejamos guiar por la propuesta de Carlos Gamerro cuando presenta los tres momentos políticos de su obra, luego de la etapa de “diagnóstico” que constituirían sus primeras novelas Yonqui, Queer, Cartas del yagé y El almuerzo desnudo—, vendría un momento de “tratamiento” de la enfermedad. Allí, se encuadrarían La revolución electrónica y sus cut-ups: a caballo entre la literatura y el manual de instrucciones de guerrilla, podríamos pensarlos como una invitación a usar las palabras y sus grabaciones codificadas como armas, como virus activados o incluso creados ad hoc por pequeñísimas unidades de imágenes y sonido. En términos del propio Burroughs, “el discurso codificado ya tiene muchas de las características del virus. Cuando el discurso empieza y se decodifica, esto ocurre compulsivamente y contra la voluntad del sujeto” (p. 62)

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Unos veinte años después de la publicación de La revolución electrónica, Gilles Deleuze escribe su “Posdata sobre las sociedades de control” (1990). “‘Control’ es el nombre que Burroughs propone para designar al nuevo monstruo (1)”, dirá. Estamos al principio de algo, en la aurora de los mecanismos de control, que no son los de las sociedades disciplinarias que había situado Foucault entre los siglos XVIII y XIX y cuyo apogeo se había dado a principios del siglo XX. Si las sociedades disciplinarias tomaban cuerpo en los diferentes internados o espacios de encierro —en escuelas, fábricas, prisiones, “variables independientes”, dirá Deleuze, por las que hace su paso el individuo, empezando cada vez de cero, y mediado por un lenguaje común y analógico— a las sociedades de control es necesario pensarlas de otro modo. Los diferentes aparatos de control “son variaciones inseparables, que forman un sistema de geometría variable cuyo lenguaje es numérico” (Deleuze, 2005, p. 2). Si los encierros eran moldes, el control puede pensarse, de acuerdo con Deleuze, como modulación, es decir, como un “molde autodeformante” que cambia continuamente, de un momento al otro, o como “un tamiz cuya malla cambiaría también de un punto al otro”.

La reordenación de intervalos, la alteración de secuencias, el cut-up constituyen para Burroughs ejercicios de toma de conciencia. No porque la conciencia lleve a la acción, sino porque la toma de conciencia es acción en sí misma. El procedimiento del cut-up queda quizás explicado en mayor detalle en otro texto, de 1962, publicado en el libro El ticket que explotó y titulado “La generación invisible”. Allí, Burroughs dará, en un tono exaltado e imperativo, en una escritura sin puntuación ni mayúsculas, instrucciones para librarse de los “broches asociativos” (2020, p. 229):

Pasa una frase hacia atrás y aprende a desdecir lo que habías dicho… toma un texto cualquiera aceléralo ralentízalo pásalo hacia atrás frótalo y oirás palabras que en la grabación original no estaban palabras nuevas hechas por la máquina… como si las palabras mismas hubieran sido interrogadas y obligadas a revelar sus contenidos ocultos no hay límite de jugadores cualquiera que con un grabador controle la banda de sonido puede influir en los acontecimientos y crearlos esta es la generación invisible… la liberación fisiológica que se alcanza cuando se cortan las líneas verbales de asociación controlada te dará más eficacia en la consecución de tus objetivos [las cursivas son mías]. (pp. 226-229).

El texto continúa invitando a grabar, a recortar y a pegar, con algunos señalamientos que parecieran adelantarse a su tiempo y apuntar directamente a los entornos tecno-sociales en los que estamos inmersos hoy. Pero para llegar a allí me interesa detenerme, antes, en lo que considero en el texto de Burroughs un punto de inflexión. Casi al finalizar “La generación invisible” afirma: “el paso siguiente y te prevengo que será caro son los grabadores programados” (2020, p.232). Si en un principio la propuesta parecía limitarse a la acción de un sujeto (“ésta es la generación invisible el sujeto parece un ejecutivo publicitario un estudiante de universidad un turista norteamericano da lo mismo… necesitas un aparato phillips de cassette para grabar” [p. 228]), luego se proyectará hacia la acción de las máquinas (“para de discutir para de quejarte para de hablar permite que las máquinas discutan se quejen y hablen” [Burroughs, 2020, p. 233]). Este “paso” no es, para Burroughs, inocuo:

Piensa en el daño que puede hacerse y se ha hecho si la grabación y el playback los llevan a cabo individuos expertos de modo que la gente afectada no sepa qué está pasando es posible manipular con gran precisión el pensamiento el sentimiento y las supuestas impresiones sensoriales [sic]. (2020, p. 235).

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Luego de señalar los daños que podrían hacerse y que, incluso para esa época, ya habían sido hechos, Burroughs pasa a declararse escritor fantasma: “Los experimentos aquí descritos me fueron explicados por ian sommerville de londres este artículo lo escribo como fantasma de él” (2020, p. 233). Ian Sommerville, técnico en electrónica y programador, amante de Burroughs, considerado parte de la Generación Beat, había programado también un generador de secuencias aleatorias que Brion Gysin usaba en sus técnicas de corte. La posibilidad de “manipular con gran precisión el pensamiento” por parte de “individuos expertos” de modo que la gente no sepa qué está pasando deja traslucir la ambigüedad constitutiva de la propuesta burroughsiana. De algún modo, la pregunta crucial pasa a ser quiénes llevarán adelante estas acciones de manipulación. Si en su momento Burroughs se preguntaba si su artículo no sería leído —y capitalizado— por agentes de la CIA, hoy —que pagamos caro el precio de esos grabadores y sus deformaciones digitales— valdría preguntarse si estas técnicas no resultan de extrema utilidad a ingenieros, analistas de datos, especialistas en marketing y otras profesiones que apenas conocemos y que son el campo de acción de esos “individuos expertos”.

El tercer momento en la cronología de Gamerro sobre los momentos políticos de la obra de Burroughs es la “tentación”. Allí Burroughs plantea un momento utópico, cede a la tentación de aportar soluciones para el momento posterior a que la guerrilla informática hubiere desmantelado cualquier sistema de control. Una tentación hoy sería —quizás— no considerar el modo en que —tomando las palabras de Jorge Carrión en su diario ficticio escrito durante la última pandemia— “lo viral como guerra de bajísima intensidad: constante” colabora con los sistemas de control en cada momento. Si se establecen líneas asociativas, si se controlan comportamientos, es por medio de procedimientos automatizados, sutiles, que operan incluso en niveles infraindividuales. Frente a este estado de cosas, vale preguntarse si cortar líneas asociativas, mezclar, pegar pueden pensarse todavía hoy en tanto procedimientos revolucionarios como los que proponía Burroughs en 1970. La tentación sería responder que depende de quiénes vayan a utilizar esas técnicas, que depende de los objetivos. Pero Burroughs en su “manual de guerrilla” todavía apelaba a un sujeto (“las palabras y cintas de codificación actúan como un virus en la medida en que obligan al sujeto a hacer algo contra su voluntad” [2009, p. 56]) Lo que no es posible obviar hoy es el modo en que —como veremos más adelante— en la gobernabilidad algorítmica no hay ninguna voluntad convocada ni arrasada, porque al tratamiento automatizado de datos, al Big Data, —al menos en un sentido que aquí me es necesario señalar— no le interesa ningún sujeto, ninguna individualidad.

En cuanto a la pregunta del comienzo, que el lenguaje es un virus puede leerse todavía en un sentido literal, que va más allá de su significado metafórico, aunque adquiera nuevos matices en una cultura de memes, automatismos perceptivos e interfaces tecnolingüísticas. En este sentido, en este trabajo me interesa tomar la palabra “virus”, siguiendo a Marques y Gago (2021), no solo en tanto metáfora de contagio de algo que infecta, contamina, muta, sino también en su “devenir-biológico” (Parikka, 2007), que permite a esta palabra funcionar como interfaz entre disciplinas, en este caso, para indagar en las literaturas digitales como espacio de cruce entre poesía y código informático, entre palabras y algoritmos. ¿Cómo pensar, entonces, a partir de la idea de virus como interfaz entre campos, la escritura hoy? ¿Qué nuevos sentidos adquieren los cut-ups en tiempos de plataformas digitales, Big Data y gobernabilidad algorítmica? ¿Constituye la literatura electrónica un campo de acción posible? ¿Qué preguntas y operaciones plantea? ¿Discute algunos de los sentidos hegemónicos de la cultura algorítmica y de las formas de control que operan en el siglo XXI? ¿Qué lugar hay allí para un sujeto de la literatura? ¿Y para la escritura? Esas son algunas de las cuestiones sobre las que me interesa indagar en los siguientes apartados.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Fernanda Mugica, ¿El lenguaje es un virus? Algunas preguntas sobre literatura digital en tiempos de Big Data y gobernabilidad algorítmica, pp. 35-53.

La revolución electrónica en tiempos de Big Data: cadáveres textuales y desapropiación

En Escritura no-creativa (2011), Keneth Goldsmith recuerda un episodio de Rabelais: en un invierno muy frío, las palabras de los combatientes de una batalla se congelan y no logran llegar a sus rivales. Con la primavera, los sonidos se descongelan, pero llegan distorsionados y de otro tiempo: producen —entonces— un caos sonoro. Se sugiere que, conservadas en paja y en aceite, las palabras podrían preservarse para un uso futuro. La misma expresión —“uso futuro”— utiliza Viktor Schönberger en Big Data. La revolución de los datos masivos (2013) para explicar el trabajo con datos. Allí se refiere a los datos como elementos cuya utilidad no desaparece en cuanto se alcanza el objetivo por el que habían sido recopilados: “los datos pueden revelar secretos a quienes tengan la humildad, el deseo y las herramientas para escucharlos” (Schönberger, p. 7).

El Big Data o ciencia de datos masivos consiste en la aplicación de las matemáticas a enormes cantidades de informaciones para inferir probabilidades —por ejemplo, la probabilidad de que un correo electrónico sea spam— y, en base a esas probabilidades, predecir e inducir comportamientos. Funciona en virtud de una dimensión cuantitativa: cantidades de datos imposibles de ser procesados por un ser humano son trabajadas a gran escala por aplicaciones informáticas especializadas, que buscan patrones de repetición y generan nuevas percepciones, al tiempo que crean nuevas formas de valor. A partir de allí, en palabras de Schönberger, “los datos hablan por sí mismos” (47). No siempre conocemos la causa de aquello que afirman, dado que se enfocan en el qué más que en el porqué. Los datos pueden conservarse, entonces, para usos futuros en los data centers, grandes reservorios de la cultura digital: desde la localización de una persona hasta el comportamiento del oleaje en una ciudad costera, eventualmente todo aquello que deje algún rastro puede ser archivado y datificado. Traducidos a un mismo lenguaje numérico de datos se conservan también flujos inacabables de materia textual, a partir de, por ejemplo, el proyecto de digitalización de libros de Google. Sobre esa materia textual, sobre esos datos, recaerán luego diversas técnicas de búsqueda, recopilación y análisis que, en actualización constante, diseñarán comportamientos y realizarán predicciones. Parte del procedimiento fundamental, aunque en una escala más grande y de sofisticación mayor, sigue siendo el que proponía Burroughs como método para sembrar el caos: las grabaciones. Laurie Anderson captura en un solo movimiento en este pequeño fragmento de El corazón de un perro algo del modus operandi de las grandes maquinarias de la minería de datos y formula al mismo tiempo la pregunta por el sujeto:

Tantas cosas se están grabando, números, ubicaciones, nombres, fechas, horas, direcciones. Se recopilan y se guardan cantidades enormes de datos. ¿Qué tipo de información es? Conversaciones fragmentadas, repletas de cortes y saltos y distorsiones. ¿Y qué historias surgen de estos fragmentos? ¿Y por qué se recopilan? Solo cuando cometes un crimen toda la información se junta y tu historia se reconstruye, hacia atrás. Un retrato tuyo, compuesto por rastros de información, los lugares adonde fuiste, las cosas que compraste, las fotos que sacaste, los mensajes que enviaste. Como dijo Kierkegaard: “La vida solo se puede entender hacia atrás; pero se debe vivir hacia adelante” (Anderson, p. 57).

Anderson señala un movimiento que nuestra época tiende a hacer sobre el pasado. Como si lo ya acontecido fuera un bloque de concreto sobre el que volver. Toneladas de datos

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acumulados esperando convertirse en información valiosa con el paso del tiempo. ¿Qué o quiénes deciden sobre qué volver? ¿Cuál es el recorte? ¿Sobre qué recae la mirada? ¿Pueden verdaderamente los datos hablar por sí mismos? 1

Ya en su obra Fedro, Platón indagaba sobre la posibilidad de fijar o no las palabras con la escritura. Quien piensa que al dejar un arte por escrito deja algo claro y firme por el hecho de estar en letras —dirá Sócrates— rebosa ingenuidad, dado que las palabras no son más que un recordatorio de aquellas cosas sobre las que versa la escritura. En ese sentido, la compara con la pintura: “sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero si se les pregunta algo responden con el más altivo de los silencios” (835). Tal como indica Emilio Lledó en nota al pie al diálogo platónico, las palabras presentan “un silencioso y solemne aspecto” (835). El lenguaje escrito está necesitado de una ayuda “fuera de él mismo” que lo hago inteligible, o sea, que lo haga hablar. Las palabras escritas son “silenciosas efigies, incapaces de dar razón de sí mismas” (835). Lejos de la vida, las letras quedan asociadas a lo quieto, a lo muerto. También se hace referencia a que las primeras palabras proféticas provenían de las encinas y de las rocas, “pues los hombres de entonces, como no eran sabios (…) tal ingenuidad tenían” (835), y se lo contrasta con el accionar de Fedro, que no se detiene solamente en las palabras muertas, sino también en “quién sea el que hable y desde dónde” (835). Resulta importante en este punto no dejar de lado que, en Platón, la pregunta por la vida o muerte del lenguaje en manos de la escritura está ligada a una “memoria del lógos” que ha venido circulando de generación en generación y que es —en tanto escucha, palabra oída— anterior a toda letra, a todo escrito. Sin embargo, el diálogo platónico resulta productivo a la hora de pensar en las enormes cantidades de información —escrita, capturada y digitalizada, por más que se trate de voces o palabras habladas— que se acumulan día a día gracias a las grandes maquinarias de la minería de datos, sin que se registre la singularidad de quien habla o su lugar enunciativo. En Platón, las palabras necesitan de un padre que las haga hablar, en la ingeniería de datos las palabras hablan por sí mismas. “Como si las palabras mismas hubieran sido interrogadas y obligadas a revelar sus contenidos ocultos”, anticipaba Burroughs, desde un tiempo en que la ingeniería de datos todavía no había tomado el control.

Hoy, en Latinoamérica, el carácter mortuorio de la letra cobra visiblemente otros matices. En su ensayo Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación. Cristina Rivera Garza indaga sobre las vinculaciones entre el lenguaje escrito y la muerte. Afirma que lo que para muchos es una metáfora a la vez iluminadora y terrorífica, para otros es una realidad cotidiana, y se pregunta cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos arroja el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos (19). Lo hace a partir de la lectura de Achille Mbembe y su concepto de “necropoder” —que responde a la categoría de “biopoder” acuñada por Foucault— para pensar “el dominio de la muerte sobre el cual el poder ha tomado el control” (Mbembe, citado en Rivera Garza, 20). De acuerdo con Rivera Garza,

las condiciones establecidas por las máquinas de guerra de la necropolítica contemporánea han roto, por fuerza, la equivalencia que unía al cuerpo textual con la vida. Un organismo no siempre es un ser vivo… En circunstancias de violencia extrema… las argucias del necropoder logran transformar la natural vulnerabilidad del sujeto en un estado inerme que limita dramáticamente su quehacer y su agencia, es decir, su humanidad misma. Un organismo puede muy bien ser un ser muerto. No es exagerado, pues, concluir que en tiempos de un neoliberalismo exacerbado, en los que la ley de la ganancia a toda costa ha creado condiciones de horrorismo extremo, el cuerpo textual se ha vuelto, como tantos otros organismos que alguna vez tuvieron vida, un cadáver textual. Ciertamente, tanto el psicoanálisis como el formalismo… han elaborado —y mucho— sobre el

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carácter mortuorio de la letra, el aura de duelo y la melancolía que acompaña sin duda a cualquier texto, pero pocas veces las relaciones entre el texto y el cadáver han pasado a ser tan estrechas, literalmente, como en el presente. (pp. 35-36).

Lo viral adquiere, entonces, en tiempos de necropolítica, otras dimensiones. ¿De qué modos asumen los procesos de escritura contemporáneos la proliferación de esos cuerpos textuales separados de la vida, de qué modos asumen ese carácter mortuorio de la letra? Esos son algunos de los interrogantes sobre los que me interesa indagar en este trabajo. En un contexto en que, de forma a la vez metafórica y literal, cadáveres-textuales buscan ganar terreno parasitariamente, como virus, me propongo pensar en las posibilidades de la escritura en su sustrato más material. Si lo viral se ha convertido en moneda corriente de nuestra cultura digital, si las estrategias burroughsianas han quedado en manos de ingenieros, al punto de que apenas podemos seguirles el ritmo, quizás el cut-up, el recorte no tengan hoy los mismos sentidos, las mismas dimensiones políticas. Respecto de las prácticas que elijo analizar, me interesa pensar sus estrategias gramaticales y sintácticas, así como también los usos que hacen de la tecnología, para observar de qué manera se posicionan respecto de los modos hegemónicos de la cultura digital y del estatuto que esa cultura da hoy a nuestro lenguaje como una herramienta más de extractivismo, apropiación, violencia.

Scalpoema (2001), del escritor brasileño Joesér Alvarez, es una producción de literatura digital realizada en Flash y publicada originalmente en el sitio web del autor, como homenaje por los cien años de la publicación de las Memórias póstumas de Brás Cubas de

Joaquim Machado de Assis.2 Al día de hoy, el sitio web (http://geocities.yahoo.com.br/scalpoema/index.html) no se encuentra disponible. Sin embargo, la obra sigue vigente en el canal de Youtube del autor, además de formar parte del Atlas da Literatura Digital Brasileira y de otros repositorios.3

Al tratarse de una pieza realizada en Flash, Scalpoema cuenta con las posibilidades estéticas que habilitaba el manejo de código mediante el lenguaje ActionScript; es decir, con el uso de animaciones que trabajaban sobre fotogramas y permitían la creación de contenido audiovisual interactivo. Si bien esta obra no es interactiva en el nivel de la interfaz, sí es posible afirmar que convoca al lector en una interacción que implica diversos modos de percepción en simultáneo. Es decir, se trata de una obra multimodal, en tanto no se limita a lo verbal, sino que en ella confluyen también lo visual y lo sonoro, y las palabras no pueden ser leídas sino en su estrecha vinculación con esos otros lenguajes. En este aspecto, coincido con la lectura de Rejane Rocha cuando afirma que la poesía siempre ha tenido un carácter multimodal.4

La experimentación ligada a la interfaz digital y el propio soporte digital habilitan en Scalpoema un desplazamiento y una expansión hacia lo visual, hacia lo sonoro, que permiten leer un excedente en el diálogo de las palabras con esos otros lenguajes, incluso más allá de la voluntad del autor. Del diálogo específico que se produce entre el trabajo a partir de materiales ajenos —la dedicatoria de Machado de Assisy la experimentación digital surgen nuevos ecos y significaciones, diversos tanto respecto de una posible existencia material en formato libro, como respecto de formas previas de apropiación en literatura, con las que esta pieza también dialoga. Nuevos ecos y significaciones que nos hablan, además, de modos particulares de subjetivación/desubjetivación ligados —entre muchas otras cosas— a las capacidades de manipulación textual que los medios digitales han habilitado en los últimos años.

Sobre un fondo blanco, el título del poema —en letras negras y una tipografía que permanecerá a lo largo de la obra— se acerca al lector en pantalla. Luego, se difumina y da lugar a la cita de Machado de Assis. Resulta importante destacar que la cita —“Ao primeiro

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verme que roeu as frias carnes do meu cadáver, dedico como saudosa lembrança estas memórias póstumas”— [“Al primer gusano que roa las frías carnes de mi cadáver, dedico como grato recuerdo estas memorias póstumas”] se encuentra entrecomillada, casi como si funcionara a modo de epígrafe de la obra de Alvarez. También figura el nombre de autor y la fecha —1881—. Pensar los modos diversos de la apropiación implica observar estos detalles, en tanto la obra sería otra si no se rescatara el nombre de autor, si no se utilizaran las comillas o incluso si no se tratara de un epígrafe fechado. Si bien Alvarez explora con sus creaciones las posibilidades de apropiación e intervención que favorece lo específicamente digital, resulta significativo que conserve el nombre de autor. Por más que la actitud respecto del texto sea —luego— irreverente, sigue mediando una operación de cita. El texto de Machado de Assis es puesto por Alvarez en una situación impensable antes de internet; pero el nombre de Machado de Assis continúa ocupando el lugar que la tradición le otorga, incluso en el contexto de unas formas de creación, intervención y circulación alternativas como las que propone el medio digital.

Inmediatamente, lo que simulaba ser un epígrafe se convierte en otra cosa. A medida que el tiempo avanza, el tono negro de la dedicatoria citada se vuelve cada vez más intenso, hasta llegar a un máximo de saturación que simula ser lo que dispara el sonido. Así, se genera una continuidad entre la letra y la música. En este aspecto, resulta evidente que, en la producción de Alvarez, la utilización de imágenes y sonidos, así como el uso de la programación como estrategia creativa, están supeditados a una finalidad estética. Lo mismo sucede con el recurso de borramiento que habilita Flash: cuando la música aparece, algunas letras comienzan a borrarse lentamente hasta desaparecer. Ese trabajo de borradura da lugar a una nueva frase, más breve, que se forma con las mismas letras —y en las mismas posiciones— de la dedicatoria citada: “Ao ver-me quero ver além desta memória posta” Como si, luego del epígrafe, en lugar de ir hacia el cuerpo del texto, la obra de Alvarez fuese microscópicamente hacia algo que —de algún modo— ya estaba escrito en esas palabras del comienzo.

Si una de las características centrales de muchas producciones de literatura digital es que problematizan la idea de propiedad en el lenguaje, entonces puede resultar productivo preguntarse por el tono particular que esta problematización adquiere en la obra de Alvarez.5 El epígrafe de Machado de Assis puede pensarse como ese “insumo” —en términos de Nicolás Bourriaud— del que parte Scalpoema: es la frase “encontrada” que funciona como material de trabajo ajeno en el poema de Alvarez. Sin embargo, lo que resulta singular es el modo en que el autor da otra vuelta de tuerca a ese material encontrado. Es decir, lo singular es el hallazgo de lo que podrían pensarse como materiales encontrados dentro del material encontrado. Como si Alvarez señalara que la estrategia computacional de parseado exhaustivo del texto puede utilizarse no solo con afán de “tratamiento de datos” o, en el mejor de los casos, para producir disturbios, sino también para dialogar de otra manera con un texto de la tradición, para encontrar nuevos sentidos en lo ya-hecho, para darle una nueva torsión al ready-made, a partir de la intervención material del texto y su gramática.6

Luego, todas las letras —las de la frase original y las de la frase “encontrada”— vuelven, en distintas tonalidades de grises —algunas vaciadas para solo mostrar sus contornos— para mezclarse unas con otras y desarmar cualquier posibilidad de lectura. Así, lo visual se pone al servicio de un sentido estético, en tanto se genera un efecto de desmembramiento, de desintegración, que evoca incluso el trabajo de descomposición del que se ocupará ese “primeiro verme que roeu as frias carnes” [primer gusano que roa las frías carnes] del cadáver de la dedicatoria. Pero el poema no termina ahí: las letras de la frase encontrada vuelven a “ordenarse”, ya no respetando las posiciones y los espacios en blanco que correspondían a la frase original, sino tomando la forma de un reloj de arena. El paso del tiempo —la caída de la arena— en el reloj se corresponde una vez más con el borramiento de

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las letras que se vuelven cada vez más tenues hasta desaparecer. El final es uno y el mismo para ambas frases.

Fig. 02: Alvarez, Joesér (2001). Scalpoema [on line]

Disponible en: https://www.observatorioldigital.ufscar.br/repositorio-da-literatura-digital-brasileira/scalpoema/

Consultado: 31 de julio de 2021.

Y sin embargo, en un poema que se interroga sobre la muerte, algo de la respuesta parece tener un carácter afirmativo, o por lo menos —quizás— afirmar un nuevo comienzo: “Ao ver- me quero ver além desta memória posta” [“Al verme quiero ver más allá de esta memoria”]. En este punto, el diálogo intertextual con el texto de Machado de Assis resulta muy productivo si recordamos al narrador difunto que, desde su tumba, vuelve sobre su existencia. En Memórias póstumas de Brás Cubas, la muerte no implica una imposibilidad de narrar. Por el contrario, y de acuerdo con Regina Célia Pinto, “proporciona aquí la distancia ideal para que esta vida pueda pasar por una retrospectiva evaluativa. De la vida solo se puede revelar si se entrelaza con la idea de la muerte” (s/d). Esa posición del narrador supone una idea de totalidad, de volver sobre una vida terminada. Alvarez, en cambio, quiere “ver más allá”.

Lejos de una memoria fija, publicada y definitiva, a la que queda vinculada la letra, Alvarez propone un movimiento, un desplazamiento, una lectura diversa, incluso a partir de esos fragmentos discretos y ajenos del cuerpo textual del otro. Su poema se interroga sobre la muerte, sobre la vida, sobre la memoria, pero —sobre todo— sobre sus vinculaciones con lo escrito. Si en Platón las palabras guardaban ese “silencioso y solemne aspecto” (835), si en la cultura de datos las palabras quedan desligadas de toda vida, por separarse del hablante, del sujeto, en este poema Alvarez da vida al diálogo y pone las letras —las palabras— en movimiento. Por un lado, lo hace de modo literal: el uso de Flash habilita esa posibilidad cinética. Las letras se acercan, se alejan, se vacían, se mezclan, ocupan posiciones excéntricas en la pantalla: dejan de estar fijas, dejan de estar quietas. Por otro, el movimiento se produce en la propia lectura de Alvarez, que activa un sentido que no estaba en el original. De esta manera, la escritura poética queda asociada a un proceso y a todas sus variaciones y desvíos, más que a un producto acabado, concluido, definitivo.

Y la materia de trabajo del poeta, que se abre camino con un escalpelo, resulta blanda, manipulable, se deja mezclar, disolver, deformar, dentro de unos determinados límites. Al pasar de “vermes” a “ver-me”, de “póstuma” a “posta”, Alvarez experimenta con la lengua en tanto materia que puede ser segmentada, descompuesta en unidades mínimas. Una materialidad móvil que habilita múltiples desplazamientos. La plasticidad de las palabras y el trabajo quirúrgico del poeta dan lugar a la coincidencia inesperada: habilitan un rango de visibilidad, de sentido, de “ver além de”, que no se había producido o no se había develado hasta el momento take it new! it’s time!, parece señalarnos Alvarez desde el “Manifiesto scalpoético” (2012). Así, la letra se vuelve materia productiva en el tiempo.

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En el capítulo final de Los muertos indóciles, Cristina Rivera Garza propone que reescribir es una práctica que “deshace lo ya hecho” o, mejor aún, “lo vuelve un hecho inacabado, o termina dándolo por no hecho en lugar de por hecho” (p. 267). La práctica de la reescritura es, en sus palabras, un trabajo sobre todo con y en el tiempo: “el tiempo del hacer… en el trabajo colectivo, comunitario e históricamente determinado, que implica volver atrás y volver adelante al mismo tiempo: actualizar, producir presente” (p. 276). En ese trabajo de reescritura, por supuesto, la función de la lectura, según la autora, es fundamental. En el diálogo de Joesér Alvarez con Machado de Assis y con sus lectores en su Scalpoema resuena el concepto de desapropiación: ese proceso de escritura “eminentemente dialógico” en el que la autoría, en tanto productora de sentido, “se ha desplazado de manera radical de la unicidad del autor hacia la función del lector, quien, en lugar de apropiarse del material del mundo que es el otro, se desapropia” (Rivera Garza, 2013, p. 22).

También hacia el final de su libro, Cristina Rivera Garza recupera algunas ideas de Jean Genet sobre el trabajo artístico. Dice que se trata de un trabajo que no apunta a las generaciones venideras, sino “hacia el infinito pueblo de los muertos” (2013, p. 285). Ellos han pasado ya “a esa tranquila ribera donde aguardan un signo —procedente del aquí— y que ellos reconocen” (p. 287). Para adentrarse en el dominio de los muertos, afirmará Rivera Garza, es preciso “utilizar el escalpelo de la soledad propia”, para dirigir la atención a algo o a alguien con el fin de separarlo del mundo. Así, el arte es para Genet un ejercicio de reconocimiento, pero también de restitución. Genet escribe sobre Giacometti y cuenta que modelaba sus estatuas para enterrarlas. Son difuntos, dirá Rivera Garza, pero de ellos depende que se alcancen en la producción artística los límites más extremos, esos donde la materialidad, donde la comunalidad reinan imperturbables:

¿Cómo asegurarnos frente a una obra que no es más que una ofrenda, un “trayecto de ida (¿fuga?) hacia y de regreso del innumerable pueblo de los muertos? Acaso no haya otro signo sino la conmoción que provoca una soledad en otra. Ese eco. Una reverberación”. (p. 288).

Si el gusano de Machado de Assis entraba en el cadáver para roer sus carnes, el gusano lingüístico y computacional de Alvarez entra físicamente en las palabras —como un virus—, para roerlas también, con su escalpelo, y dar lugar a otras lecturas, incluso en los “restos”. Si el narrador de Machado de Assis tenía en la muerte la distancia ideal para realizar una retrospectiva sobre la vida, en la poesía de Alvarez no hay retrospectiva posible, porque hay presente. Es un real fechado pero no cerrado, que va de las memorias “póstumas” a la memoria “posta”, posteada, publicada: acontece, emerge, porque produce presente. La lectura no está cerrada.

¿Cómo pensar los procesos de subjetivación/desubjetivación en la poesía, en ese “yo” que ingresa en una memoria ajena, y quiere ver más allá? Las palabras seguirán hablando en el tiempo, diciendo otras cosas, afirmando lo propio, quizás, como enfáticamente ajeno. Y, si bien ante la disyuntiva de un sentido que se produce o se devela, siempre elijo pensar que se produce, también es cierto que algo del poema de Alvarez ya estaba en la dedicatoria de Machado de Assis. Y quizás, para no caer en el esencialismo que supone que un sentido puede ser develado, resulte más apropiado pensar en términos de producir-con. Alvarez produce un sentido —propio— con las palabras —ajenas— de Machado de Assis. Lo hace de un modo relacional. Trabaja con un material ajeno, produce sentido con él, desdibuja los límites de lo propio y lo impropio y, de ese modo, cuestiona los modos estandarizados de pensar la autoría. Puede pensarse, en ese diálogo, como esas “formas de producción textual que buscan una desposesión sobre el dominio de lo propio” (p. 33) a las que Rivera Garza propone llamar necroescrituras. O podría leerse, incluso, desde un desplazamiento de la noción de “genio no-

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original” que propone Kenneth Goldsmith (2011): original, sí, pero una originalidad sustentada en la materia misma de las palabras, como materia que piensa, y no en la originalidad de un poeta, de un genio individual.

Desde esta lectura, podemos pensar que la obra de Alvarez habilita un desplazamiento posible, una línea de fuga respecto de modos estandarizados de subjetivación/desubjetivación. Si en muchas producciones digitales apropiacionistas de nuestro presente queda planteada la pregunta sobre la propiedad, ¿cómo pensar, desde el lugar excéntrico que ocupa lo literario en esas producciones, desde ese fuera de sí, el lugar de lo subjetivo? Antes de ensayar cualquier posible respuesta, puede resultar productivo indagar en algunos aspectos de los modos de subjetivación/desubjetivación naturalizados en nuestras sociedades de control, que hoy han adquirido los modos específicos de la gobernabilidad algorítmica.

La revolución electrónica en tiempos de gobernabilidad algorítmica: la pregunta por el sujeto

Si bien al Big Data, según Schönberger, le interesan los “usos futuros” de los datos, lo cierto es que no solo piensa en el futuro, ni utiliza como única herramienta de trabajo a la grabación, como Burroughs proponía en los años setenta. A la ciencia de datos masivos también le interesa el tiempo real del automatismo y la manipulación de comportamientos, el procesamiento automatizado que se enfoca en la gestión del control. En su artículo “Gobernabilidad algorítmica y perspectivas de emancipación: ¿lo dispar como condición de individuación mediante la relación?” (2013), Antoinette Rouvroy y Thomas Berns analizan los modos en que la recolección y tratamiento de datos, y su uso posterior con el fin de anticipar comportamientos individuales, dificultan y obturan cualquier proceso de subjetivación. De acuerdo con los autores, estos datos funcionan a modo de “huellas” digitales que dejamos, muchas veces involuntariamente, en tanto todos nuestros movimientos están siendo registrados —datos expurgados de su significación, sacados de contexto, que en ocasiones tampoco nos preocupa compartir, dado que son perfectamente anodinos y, a fin de cuentas, permanecen en el anonimato. Del tratamiento automatizado de estos datos, emergen correlaciones sutiles y un saber estadístico —sin hipótesis previas, sin intervención humana, ni de ninguna “subjetividad”— que se construye en base a esas correlaciones. A partir de allí, ya no se excluye lo que esté por fuera de la media —como ocurría con el gobierno estadístico—, sino que se evita lo impredecible: lo que queda asegurado es “que todos sean realmente ellos mismos” (p. 173 [la traducción es mía]).

Según Rouvroy-Berns, la aparente individualización de la estadística, que en verdad no es más que una segmentación de perfiles en función de las segmentaciones del mercado, lleva a una desaparición progresiva de las instancias de subjetivación. Cualesquiera sean las capacidades de entendimiento, voluntad o expresión de los individuos, ya no es a través de esas capacidades que son aprehendidos por el poder, sino a través de sus perfiles. La gobernabilidad algorítmica no produce ninguna subjetivación, es indiferente a cualquier reflexividad humana, dado que se alimenta de datos infraindividuales para dar forma a modelos de comportamiento o perfiles también supraindividuales, sin jamás apelar a un sujeto, sin jamás pedirle que rinda cuentas sobre qué es ni qué podría devenir: “el momento de reflexividad, de crítica, de resistencia necesarios para que haya subjetivación parece complicarse o posponerse” (Rouvroy y Berns, 2013, p. 174). Es decir que, más que observar los deseos individuales, este tipo de gobierno se basaría en la detección automática de ciertas propensiones y buscaría suscitar acciones a modo de respuestas reflejas a un estímulo. Esta detección automática produciría una especie de cortocircuito en la reflexividad individual e interferiría en la formulación de deseos singulares. Rouvroy y Berns refieren un pasaje al acto sin formación ni formulación de deseo, con lo cual la gobernabilidad algorítmica podría

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pensarse, según estos autores, como culminación de “un proceso de disipación de las condiciones espaciales, temporales y lingüísticas de subjetivación e individuación, a partir de una regulación objetiva y operativa de los posibles comportamientos desde el principio” (p. 176). Todo a partir de “datos en bruto”, en sí mismos a-significantes, cuyo tratamiento estadístico apuntaría a acelerar los flujos, y a evitar cualquier forma de desvío subjetivo —o suspensión reflexiva subjetiva— entre los estímulos y sus respuestas reflejas (p. 177).

Estas ideas respecto de la obturación de los procesos subjetivos resuenan en producciones que trabajan con algoritmos de probabilidad desde dentro, que los evidencian o los utilizan de modos desviados, como herramientas. También en la materia misma de las palabras trabaja el escritor y programador argentino Matías Buonfrate. En su obra No poseas un miedo (2020), parte de textos de Donna Haraway para generar un poema visual en el que las palabras se interrumpen a la mitad y dejan que algo más venga a completarlas, o se unen entre sí según cortes y escansiones que no son los propios del español. Es decir, el algoritmo generativo de Buonfrate da lugar a palabras nuevas, disruptivas respecto de la morfología de nuestra lengua y —sin embargo— perfectamente entendibles (“algo que no empiezóará nunca / quesiemprenunca / estarauvo empezando yantes siemprecién se terminoaráyempiearazó terminando”). En pantalla se muestra el tiempo real de la escritura, letra a letra. 7

Fig. 03: Buonfrate, Matías (2020). No poseas un miedo [on line]

Disponible en: https://www.instagram.com/tv/CD9dRlCgBx9/?utm_source=ig_web_copy_link Consultado: 31 de julio de 2021.

Para generar este poema, Buonfrate partió de una cadena de Markov. Una cadena de Markov considera los textos como una sucesión de palabras, un proceso estocástico en el que la probabilidad del estado siguiente depende solo del anterior, y no de todos los estados anteriores. Una vez generada la matriz de transiciones, Buonfrate introdujo en el sistema “una semilla de arranque”: una palabra o frase a partir de la cual el texto se genera, en función de probabilidades de ocurrencia en los textos base. Es decir, que se trata de un poema generado a partir de los textos de Haraway reducidos a datos en bruto y tratados estadísticamente. La frase inicial se interrumpe para dar lugar a algo azaroso, pero no tanto, dado que depende del estado anterior, en “un proceso sin memoria, en donde la historia pasada es irrelevante” (Remírez, 2013). Luego, en palabras del autor, “hay mucho de edición manual. Y se va y se vuelve con el programa y a mano, hasta que aparece un tono claro”.

Es difícil definir cuánto depende, en la realización de este poema, de las decisiones del autor y cuánto de la combinatoria algorítmica. Procesamiento de datos y elecciones del poeta operan en simultáneo. En palabras de Leonardo Solaas, lo que se da en estos casos es “una

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suerte de colaboración creadora entre el artista y el autómata”. Pero, además, en No poseas un miedo, también la imagen y el sonido entran en juego: una voz neutra lee los versos a medida que aparecen, siempre a un mismo ritmo, con pausas entre las distintas estrofas, grises y en una tipografía pixelada sobre una pantalla negra. Al igual que la de Alvarez, se trata de una producción que se aleja del objeto libro y del aislamiento de la palabra, “para trabajar en el deslinde de los lenguajes” (Kozak, 2011, p. 54). Sin embargo, y también siguiendo a Kozak, persiste en esta obra un deseo de letra, un espacio —mayor o menor— para lo literario, que se lee en una práctica que quizás no se pensaría a sí misma como literatura. Una práctica que, de todos modos, exhibe “una fuerte implicación del lenguaje verbal con función poética” y que dialoga con la historia de la literatura, aunque se inscriba marginalmente en ella (Kozak, 2017, p. 2).

En el caso de Buonfrate, el diálogo se da, por ejemplo, en su trabajo específico en el nivel morfológico. De ese trabajo, surgen una serie de verbos que no están conjugados en una persona, un número, un tiempo, sino simultáneamente en varios (“puedodemos entenderte”, “teniedrás”, “dueleoliolerán”, etc.). De este modo, se retoman ciertas aristas de la propuesta de Haraway, sobre todo las vinculadas a la fusión de unidades y a los sistemas simpoiéticos no individuales sino generados con otros, no necesariamente humanos —sistemas que no tienen límites espaciales ni temporales autodefinidos. “El resultado es una gramática impronunciable para los humanos”, afirma Buonfrate. Es en las palabras mismas donde el autor genera estos “parentescos raros” y obliga a volver sobre ellos, desencadenando procesos de sentido. Los cortes de verso, las repeticiones, el ritmo también hacen que en su obra tenga lugar una experiencia del acontecimiento de la palabra (Kozak, 2017, p.5). Algo del movimiento constante se interrumpe para volver la materia textual sobre sí misma y producir sentidos.

También aquí, de un modo similar al de Alvarez en su diálogo con Machado de Assis, hay un trabajo con materiales ajenos, en este caso, los textos de Donna Haraway. También Buonfrate entra en los textos —como un virus— para hacerles decir otras cosas. Pero No poseas un miedo es una obra que no solo pone a funcionar esos materiales ajenos, sino que también trabaja con ellos a partir de algoritmos de probabilidad. En este movimiento, asume un experimentalismo crítico que podría leerse en diálogo con ciertas zonas de la poesía experimental analógica —sobre todo en relación con el trabajo que realiza de la materialidad gráfica y sonora—, pero que da lugar también a un trabajo específico de las materialidades digitales. En esta dirección, la obra de Buonfrate propone un acercamiento diferente a los algoritmos y, en ese movimiento, asume la dimensión tecnológica y el entorno social en que se inscribe (Kozak, 2011). Se trata, tomando el término de José Luis Brea, de un posicionamiento insumiso, en tanto utiliza los propios algoritmos para afirmar que también es posible jugar de otras maneras, jugar en contra (Kozak, 2011, p. 60). Al dar visibilidad a los algoritmos, al poner en evidencia que de hecho están funcionando —incluso aunque sigamos sin comprender cabalmente sus funcionamientos— algo de los modos naturalizados, de los sentidos hegemónicos de la cultura digital, queda cuestionado en estas obras. En palabras de Kozak, la visibilización de este tipo de materialidades —en tanto modos de ser con la materialidad— habilita limitar al menos en parte esa naturalización, que implica pensar lo digital como una cultura de “usuarios” (2019a, p. 74). Es el trabajo de esta obra con los modos de ser y de hacer del algoritmo lo que da lugar la pregunta por los procesos de subjetivación en tiempos de gobernabilidad algorítmica.

¿Habilita este tipo de producciones posibles desplazamientos, líneas de fuga respecto de los modos estandarizados de subjetivación/desubjetivación? Quizás lo subjetivo en estas obras solo pueda pensarse “a medio camino” entre la agencia humana y la máquina. En ese doble movimiento que “hace hablar” a los otros (Haraway, Machado de Assis) y, al mismo tiempo, se sustrae de la expresión de lo propio, quizás sea posible leer —además de un cuestionamiento de las nociones de propiedad y autoría— un desvío respecto de los sentidos

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hegemónicos de la cultura digital. Es decir, una operación de sustracción respecto de las lógicas binarias de estandarización tecnolingüísticas y la segmentación de perfiles, que tienden a reducir lo subjetivo a aquello que se ofrece “para ser capturado como dato” (Kozak, 2019b, p. 12) y que, en tanto tal, resulta “calculable” a partir de los algoritmos probabilísticos que constantemente completan nuestras frases y clausuran nuestras búsquedas. Esta sustracción daría lugar, en el trabajo poético, a lo que todavía no ha sido determinado.

Con “a medio camino”, me refiero también a lo “incompleto” que suponen esos enunciados, esas “semillas de arranque” en el caso de Buonfrate, que se interrumpen a la mitad para dar lugar a las inscripciones de los otros, para dejarse autocompletar por un procedimiento algorítmico. Esto cobra una especial dimensión si se lo piensa en el contexto de la configuración actual del lenguaje en el semiocapitalismo (Berardi, 2018), que todo lo traduce a una combinación y recombinación de información, al tiempo que —por medio del inmenso poder del procesamiento digital— “metaboliza las fuerzas vitales con una voracidad inaudita, lanzando y relanzando constantemente al mercado nuevas subjetividades” (Sibilia).

¿Hay lugar en tiempos de gobernabilidad algorítmica para formas emancipadas de individuación? No poseas un miedo insiste en visibilizar el poder que desde algo mínimo — como un resultado de búsqueda o una frase que se autocompleta— puede ejercer un algoritmo probabilístico, a la hora de definir el tipo de relación que tenemos con el mundo. Con sus procesos estocásticos en que la aparición de una palabra o de un morfema depende solo del estado anterior da visibilidad a un algoritmo de probabilidad, a su materialidad, trabaja con él desde dentro. Pero además, muestra el lenguaje, da lugar a la poesía en un lugar no esperado. Con sus verbos que responden a más de un tiempo, a más de una persona, según la lectura que se realice, obliga a detenerse y volver sobre las palabras, a realizar una lectura múltiple y no secuencial —algo que difícilmente podría hacer una máquina—. De un trabajo otro con las cadenas de Markov, alimentadas con los textos de Haraway, resulta un poema que parece especialmente escrito para no poder ser leído por una máquina, en tanto afirma un tiempo y otro, una persona y otra simultáneamente: estados frente a los que una máquina en su lógica binaria debería elegir, frente a los que se produciría probablemente un error. Se trata de un poema que habilita lecturas múltiples, según las escansiones que se realicen. Desde un poema generado algorítmicamente, Buonfrate parece afirmar que no siempre lo posible está contenido en lo actual. Que hay devenires-con que dan lugar a otros mundos.

Se trata de una producción que invita a las palabras a volver sobre sí mismas, lejos de un autocompletarse reflejo e inmediato, que se repliega sobre sí. También lejos de “la novedad”

—que queda asociada a la lógica de reemplazo de mercancías en el mercado—, es posible pensar, en relación con esta obra, la noción de “lo nuevo” (Adorno) como experiencia de un acontecimiento, en tanto se mantiene bajo el proyecto del arte como experiencia y experimentación de eso nuevo indeterminado. Es decir, en tanto mantiene ese “resto de inacabamiento” que, tal como afirma Kozak, se vuelve problemático en un mundo programado. Lo hace desde la experiencia del lenguaje poético, pero también desde el trabajo con la materialidad del algoritmo, en un desvío de sus usos hegemónicos. De este modo, se sustrae —al menos por un instante y desde lugares raramente habitados por lo literario— de los modos naturalizados de esclavitud maquínica (Guattari, 1980), para afirmar que hay lugar, que hay espacios para devenir-con, también en estos entornos, desde la palabra poética.

Además, se trata de una obra que se enfoca en una zona de la realidad que no siempre resulta visible, o cuya complejidad tiende a ser reducida en el uso corriente del ciberespacio. Me refiero a que es una producción que nos habla del modo en que la gobernabilidad algorítmica tiene lugar en cada búsqueda, en cada palabra que se autocompleta, en cada sobrentendido, en cada estado discreto en que la probabilidad del estado siguiente depende solo del anterior, en definitiva, en cada reducción de lo posible a lo existente, en la “tiranía de lo que es” (Rouvroy-Berns). Una producción que discute lo estandarizado desde un trabajo

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con la palabra, con el ritmo, con el error, la disonancia, el exceso; que propone el desvío, la interrupción, los modos diversos de completar nuestras frases que no se circunscriben a lo lingüístico, que dan algo de inatrapabilidad a la letra al volverla imagen, sonido, movimiento. Y también en lo lingüístico insiste, con sus complejidades, ritmos y mundos referenciales. De este modo, encuentra una forma disruptiva de ser con las máquinas, y discute la automatización: produce diferencia frente a obturación de las posibilidades subjetivas que generan los algoritmos probabilísticos.

Algunas preguntas a modo de conclusiones parciales

En este trabajo, nos propusimos pensar a partir de la idea de virus como interfaz entre campos algunas de las propuestas de William Burroughs en La revolución electrónica. Nos interrogamos acerca de los nuevos ecos y significaciones que la técnica del cut-up puede adquirir en tiempos en que lo viral ha asumido nuevas inflexiones en el dominio digital. Dado que pensamos a Internet como un espacio materialmente propicio para el contagio —de virus, pero también de ideas o de afectos— por ser un ecosistema de condiciones ideales para la propagación de reacciones rizomáticas (Marques y Gago), nos preguntamos hasta qué punto recortar y pegar pueden constituir hoy acciones revolucionarias. Sobre todo, en tiempos en que muchas de esas estrategias han sido capitalizadas por ingenieros, analistas de datos, especialistas en marketing. Esas reflexiones, nos llevaron a observar el modo en que se piensa el sujeto en los textos burroughsianos, y a preguntarnos cuál es el espacio para un sujeto de la literatura en una época atravesada por la gobernabilidad algorítmica. En tiempos de viralización, en tiempos en que constantemente nuestros enunciados son interrumpidos, incluso antes de llegar a formularse, por otros enunciados de carácter intrusivo —pienso, por ejemplo, en los teclados predictivos o en los buscadores y sus sugerencias— quizás la dinámica de corte para generar más caos y disturbios no sea una opción —o por lo menos no la única— para discutir lo naturalizado, para repensar lo hegemónico. Con estas ideas en mente, analizamos dos producciones de literatura digital y sus estrategias, guiándonos por algunos conceptos de Cristina Rivera Garza. Desde allí, nos interrogamos sobre la posibilidad de trabajar de otras formas con la materia lingüística, que sí discutan los modos naturalizados del neoliberalismo y del necropoder, y su concepción del lenguaje como mera herramienta al servicio del extractivismo y la apropiación, incluso del material del mundo que es el otro.

En su artículo sobre gobernabilidad algorítmica y perspectivas de emancipación, Rouvroy y Berns señalan la impresionante similitud entre los procesos de producción y transformación continua de “perfiles” generados automáticamente y en tiempo real, de forma inductiva y por cruce de datos heterogéneos, y los metabolismos propios del rizoma de Deleuze y Guattari (p. 185). Se refieren a esta similitud como una “actualización material del rizoma” y se preguntan hasta qué punto el abandono de toda escala jerárquica en beneficio de una normatividad inmanente favorece la emergencia de formas de vida nuevas en el sentido descrito por estos autores (p. 186). ¿Qué sucede cuando no nos vinculamos más que con nosotros mismos, cuando la relacionalidad no está “físicamente habitada por ninguna alteridad” (p. 187)? En la gobernabilidad algorítmica cada sujeto es —afirman— en sí mismo una multitud, pero es múltiple sin alteridad, fragmentado en cantidad de perfiles que se relacionan con sus propensiones, sus deseos, sus oportunidades y sus riesgos. Al mismo tiempo, agregan, “¿no debería una relación, incluso una escena vacía de sujetos, estar siempre poblada, incluso por un pueblo que falta?” (p. 192). La pregunta que intenté formular en este trabajo es si las producciones de literatura digital analizadas constituyen un espacio posible para esa disparidad que Rouvroy y Berns señalan como condición necesaria para una individuación por la relación.

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¿Cómo encontrar espacios de subjetivación, otros modos de ser con las máquinas, lo programado, el algoritmo? Las producciones de literatura digital analizadas en este trabajo vislumbran —quizás— un modo posible en sus experimentaciones, o por lo menos vienen a señalar que eso es necesario. Lo hacen en tanto prácticas que problematizan la especificidad del sujeto, a partir de la puesta en evidencia de la inscripción de materiales de los otros, que expresan un común en lo dispar. Y lo hacen también en tanto prácticas de la experimentación que afirman modos diversos de la apropiación, que afirman que no todo puede reducirse a una estimación probabilística, que la poesía, el arte son —todavía— espacios de subjetivación, que no anclan solo en lo humano, que desde la literatura algorítmica también se inventa mundo, que hay modos diversos de decir, de leer, de escuchar, de estar en medio de una frase o de cortar una frase al medio.

Si Gamerro leía en Burroughs un trabajo con el lenguaje como inoculación —en tanto la palabra literaria “fortifica el organismo contra las formas más insidiosas del mal; las palabras de los políticos, de los militares, de los comunicadores sociales, de los médicos, los psiquiatras” (p. 13)— quizás hoy, ya no pueda pensarse en términos de fortificación. Deleuze nos habla de algo distinto de las instituciones de encierro —“lo que importa no es la barrera, sino el ordenador que señala la posición de cada uno, lícita o ilícita, y opera una modulación universal” (p. 4). Paula Sibilia nos dice que ya no hay paredes. Vicente Luy utiliza, en cambio, una palabra lo suficientemente ambigua: “¿Tus palabras no atraviesan las paredes? Modifica tus palabras”. Atravesar no es necesariamente derrumbar. Atravesar es algo que podría realizar el sonido.

Y en este sentido, Burroughs sigue siendo iluminador. Al comienzo de “La generación invisible” afirma que “lo que vemos está en gran medida determinado por lo que oímos” (p. 225). Es eso lo que lo lleva a proponer el cut-up como una forma del montaje en la literatura. De allí que invite a desacomodar, a mezclar imágenes y sonidos, a sacar de contexto, como las palabras de la batalla de Rabelais, que distorsionadas y de otro tiempo, podían producir un caos sonoro. La búsqueda de Burroughs, dice Gamerro, es en definitiva la búsqueda del silencio: la búsqueda de “los estados no verbales de la mente” (p. 13). El estado de silencio equivaldría a la cura, del mismo modo que el resto de los virus no se cura por medio de la expulsión sino de la neutralización. Así, dice Gamerro, es posible convivir con el invasor sin ser dominado, dicho por él: “solo quien ha alcanzado el estado de silencio puede ser dueño de su lenguaje” (p. 13) Más que al silencio, me atrevo a pensar que, entre tanto ruido, quizás una “revolución electrónica” para los artistas, escritores, programadores, o mejor, para la literatura y la vida de hoy —si la interfaz del virus nos permite situarnos en ese entre-lugar— tenga la forma de entrar en los textos, y hacerlos hablar, y escucharlos. Volver sobre las palabras, no con el gesto de una captura, no para ser dueños de ningún lenguaje, sino para oír. Porque si el control cobra la forma de una modulación, quizás podamos oír y hacer oír otros ritmos. Como esos “ritmos que se independizan de sus dueños”, en el poema de Fernanda Laguna. O como esos signos que aguardan los muertos indóciles de Rivera Garza: como un eco, una reverberación.

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Notas

1Desarrollo esta cuestión en mayor detalle en “Escenas de lo inatrapable en el medio digital: las producciones de Carlos Gradín, Paloma González Santos y Leonardo Solaas” (2020) en Estudios de Teoría Literaria, vol. 10, n° 21, pp. 177-187.

2Es posible afirmar que se trata de una obra de literatura digital, de acuerdo con la definición de Claudia Kozak, en tanto ha sido generada, “en/por/desde/hacia dispositivos electrónicos, actualmente digitales”, es decir, se trata de un tipo de “literatura programada en código binario, a partir de la creación o el uso de diversos softwares y cuya experimentación también queda ligada a interfaces digitales” (2017, p. 223).

3La obra puede visualizarse aquí: https://www.observatorioldigital.ufscar.br/repositorio-da-literatura-digital- brasileira/scalpoema/?s=scalpoema&perpage=12&order=DESC&orderby=date&pos=0&source_list=collection &ref=%2Frepositorio-da-literatura-digital-brasileira

4En palabras de la autora, “a leitura da poesia desde sempre exigiu a apreensão de algo para além das palavras impressas: o silêncio deve ser lido entre versos e estrofes; a mancha desenhada pela inscrição das palavras na página em branco joga com os significados dessas palabras” (Rocha, 2014, p. 180)

5Me refiero a prácticas de apropiación y desapropiación que por medio del copy-paste, el plagio, el remix, la reactualización del collage, la estética citacionista y el trabajo con “lo ya hecho” cuestionan la concepción tradicional de autoría (Perloff, 2010).

6Utilizo el verbo “parsear” en un sentido al mismo tiempo lingüístico y computacional, para referir el proceso exhaustivo de división de algo en sus partes —una oración, un código—, para estudiarlas de forma individual.

7La obra puede visualizarse aquí:

https://www.instagram.com/tv/CD9dRlCgBx9/?utm_source=ig_web_copy_link

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35970

Trance, sanación y experimentalismo formal. En el reino de los guayacundos de Dimas Arrieta Espinosa y la representación del imaginario de los curanderos norteños del Perú

Matías Di Benedetto

Universidad Nacional de La Plata, CONICET. matias.n.dibenedetto@gmail.com ORCID: 0000-0002-2413-667X

Recibido: 19/07/2021. Aceptado: 31/09/2021.

Resumen: Mediante prácticas fármaco-literarias, Dimas Arrieta Espinosa visibiliza, en su obra En el reino de los guayacundos, un conjunto de transformaciones compositivas definidas como catalizadores de un particular trabajo de escritura, destinados a la representación del imaginario de los curanderos del norte de Perú al que se pliega el sujeto de la enunciación durante su ritual de iniciación. Al experimentar con materiales disciplinarios de diversa índole, la ficción llama la atención acerca de la injerencia formal que tiene la tematización de la ingesta del cactus de San Pedro y, por ende, del estado de trance en cuanto instancia de reescritura de los presupuestos teóricos ligados al realismo literario, así como a las nociones de salud y enfermedad del discurso médico.

Palabras clave: trance, curación, curandero, imaginario, experimentalismo

Trance, healing and formal experimentalism. En el reino de los guayacundos by Dimas Arrieta Espinosa and the representation of the imaginary of the northern healers of Peru

Abstract: Through drug-literary practices, Dimas Arrieta Espinosa makes visible in his work En el reino de los Guayacundos a set of compositional transformations defined as catalysts of a particular work of writing, destined to the representation of the imaginary of the healers of the north of Peru. He folds the subject of the enunciation during his initiation ritual. When experimenting with disciplinary materials of various kinds, the fiction draws attention to the formal interference that the thematization of the ingestion of the San Pedro cactus has and therefore the state of trance as an instance of rewriting the theoretical assumptions linked to literary realism as well as the notions of health and disease of the medical discourse.

Keywords: trance, healing, healer, imaginary, experimentalism

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Introducción

Junto con Camino a las Huaringas y El jardín de los encantos, En el reino de los guayacundos forma parte de una trilogía basada en la aproximación al imaginario de los curanderos norteños del Perú, un sistema simbólico que incluye saberes, prácticas, objetos y técnicas destinadas a la manutención de un pensamiento religioso directamente relacionado con las acciones terapéuticas. A contramano de la mercantilización de la noción de bienestar como fenómeno contemporáneo (Davies, 2016) e incluso de la instalación de una ontología de negocios que permea la atención médica y la educación (Fisher, 2019), esta obra de Dimas Arrieta Espinoza tiene como propósito principal efectuar un rechazo abierto a la implementación de los modelos clínicos con los que se sostienen no solo los diagnósticos y los tratamientos médicos, sino también la industria farmacéutica, elementos que conforman el entramado fundacional del discurso medicalizado. Para hacerlo, Arrieta Espinosa ubica en el centro de la ficción diferentes abordajes referidos al proceso curativo propiciado por el chamán, capaces de restituir al paciente a una realidad más vasta, arraigada sobremanera en un esquema holístico en el que se reconocen los aspectos físicos, espirituales, mentales y materiales a partir de un concepto de totalidad dinámico e indivisible. La actividad encargada de semejante despliegue es la toma de un potente psicotrópico denominado San Pedro1, una planta visionaria cuyo proceso de intoxicación se pliega no solo a la corporalidad del paciente, sino también, como veremos, al discurso literario.

El éxtasis producido por el consumo del cactus se define, al mismo tiempo, como procedimiento químico y estético, de repercusiones somático-políticas y aspiraciones experimentales desde el punto de vista de su concreción literaria. En este sentido, nos interesa postular con respecto a la obra de Arrieta Espinosa la centralidad del vínculo entre experimentación y el rol de las drogas en el imaginario andino a partir de las relaciones entre formas literarias rupturistas y alteración de la percepción (Buck-Morss, 2005), aspecto que funciona como explicación de los efectos de este vínculo a partir de la doble significación del concepto de pharmakon (Derrida, 2015) en la historia del pensamiento occidental, noción que define a la escritura como una fuerza mágica que no solo sirve de cura para la pérdida de memoria, sino también como veneno. De esta manera, En el reino de los guayacundos reconstruye y describe la presencia de una genealogía de la dimensión farmacológica en la literatura peruana visible a partir de los protocolos de curación propios del curandero, los cuales demuestran la continuidad de una tradición narrativa que se resignifica en la actualidad y se remonta a obras como El pez de oro o “El kamili”, de Gamaliel Churata; El daño, de Carlos Camino Calderón; Habla, Sampedro, llama a los brujos, de Eduardo González Viaña, y Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos amazónicos, de César Calvo, por nombrar solo algunas.

A continuación, veremos de qué manera la instrumentalización artística de la sustancia sagrada llamada San Pedro, así como las propias técnicas chamánicas abocadas a la cura de diferentes patologías, dan forma a una gestión narrativa de la oposición entre realismo y experimentalismo, así como, en paralelo, es factible presuponer un contraste entre un discurso medicalizado y el sistema abstracto de conocimiento que el curandero pone en práctica en sus sesiones. De esta manera, las secuencias narrativas destinadas a la descripción de la retórica y las operaciones del chamán pueden leerse como instancias mediante las cuales la ficción genera un movimiento de ruptura de doble impacto: por un lado, con la medicina occidental y sus protocolos, así como con los postulados inherentes al realismo literario. El estado de trance (Andermann, 2018) alcanzado mediante el consumo del San Pedro reescribe ambos presupuestos: doblega la rigidez de la mímesis realista mediante una interrupción de

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sus recursos narrativos y, de manera concomitante, pone en crisis los saberes y técnicas legitimados por las instituciones médicas y la industria farmacológica.

Educación chamánica y Bildungsroman

Durante la lectura de En el reino de los guayacundos, se aprecia fácilmente la manera en que su estructura narrativa se pliega a los requerimientos formales reconocibles en la novela de aprendizaje o Bildungsroman2; no tanto por el gesto de depositar el protagonismo de la ficción en un personaje que tiene por delante una serie de peripecias determinantes de su visión de mundo, sino más bien por el seguimiento al pie de la letra de un proceso de aprendizaje cuyos fundamentos se despliegan a partir de las voces de los diferentes curanderos, interlocutores imprescindibles de la repetida escena didáctica. Tanto el maestro Marino Ponte Adrianzén como Florentino García, José Chincay, Segundo Pasiguán o incluso la figura mítica del gran Sinonés dejan constancia, mediante sus comentarios, de la creación de lo extraordinario a partir de una instancia de trance3. A partir de estos momentos fundamentales del relato, en los cuales se observa una mixtura entre los procedimientos curativos del curandero y su consecuente explicación destinada a la instrucción del narrador, se organiza una dinámica discursiva de impronta pedagógica que ubica al sujeto de la enunciación en dos planos concomitantes de la ficción. Aparece como recopilador de grandes masas de datos destinados a reponer una descripción etnográfica y, a la vez, lleva adelante una profundización en los saberes y prácticas de los curanderos del norte del Perú, específicamente de la sierra piurana (Hocquenghem, 1990). En cuanto núcleo de significado que hace del aprendizaje a través de la experiencia su clave interpretativa, la ficción de Arrieta Espinoza hace uso del modelo narrativo de la novela de formación (Auerbach, 2014; Bajtín, 1985; Lukács, 1989) al hacer hincapié específicamente en el tono pedagógico de dichas producciones, menos como estrategia de actualización de un esquema ideológico direccionado a la formación del ciudadano que como muestra de una transformación mediante la cual el protagonista pasa de un estado de ignorancia a otro de conocimiento, es decir, expone un recorrido que lo lleva de la pasividad a la revelación. Dicha variación actualiza un principio estructurante de los modelos de aprendizaje que la novela de formación promueve al enfatizar la función propedéutica de lo narrado, que tiene en el protagonista su punta de lanza. Tal es así que este sujeto de la enunciación hace las veces no solo de ejemplo de la configuración de las tensiones sociales y políticas de una época, típica de los personajes que protagonizan este tipo de narraciones (De Diego, 1998), sino que también combina estos aspectos fundamentales del género con los pormenores de una historia clínica.

En el reino de los guayacundos, se conforma de cuatro secciones: “La bienvenida”, “Cosechando cariños en la ciudad que camina”, “Por las tierras de los guayacundos” y “El encantamiento”, conformadas asimismo por capítulos breves que van desglosando el tema principal de cada segmento temático. A modo de ejemplo, la ubicación en el centro de la escena del oficio de chamán, representado en la primera parte a partir de la figura de Marino Aponte Adrianzén, un maestro radicado en Huancabamba, funciona como alusión directa al itinerario de aprendizaje del protagonista y, a la vez, punto de partida del despliegue de saberes y operaciones chamánicas de las cuales será testigo y aprendiz:

En esos días, Huancabamba celebraba fiestas patronales en honor de su máxima patrona, la Virgen del Carmen … ¿Qué nos diría el maestro? El misterio se desentrañaría a partir de los ocho de la noche. Estaba inquieto, era la primera vez que asistía a la mesada de uno de los más afamados huaringueros, herederos de los guayacundos. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 12).

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A partir de esta pregunta inicial que se hace a sí mismo el educando, es interesante relevar los diferentes aspectos que configuran una representación de la actividad chamánica en la narrativa de Arrieta Espinosa. Al poner en relación la técnica botánica, el imaginario sagrado y la embriaguez, en cuanto formas de devenir acopladas a la percepción y al lenguaje en donde intervienen conocimientos determinantes de un conjunto de prácticas no reductibles a los esquemas médicos propios de Occidente, cabría preguntarse qué espesor de sentido adquieren estos modos de curación en relación con la medicina y los conceptos de salud y enfermedad, dado que en este contexto de enunciación, por ejemplo, las sustancias consideradas perniciosas para el cuerpo se vuelven elementos fundamentales del desbordamiento perceptivo y discursivo. Si el poder del chamán se sostiene a partir de una relación dialéctica con la enfermedad y la desgracia (Taussig, 2002), veremos de qué manera la administración de los saberes ancestrales de los curanderos muestra una serie de tensiones proliferantes a partir de la contraposición entre las técnicas sagradas del chamán y el imaginario de lo saludable, entendido desde una óptica secular4. Esta dinámica de la desmiraculización de lo sagrado y resacralización de lo profano (Marramao, 1994), cuya visibilidad en la ficción se da a partir del antagonismo entre las formas de curación y las enfermedades que aquejan a los pacientes, tiene su punto de inflexión en las técnicas chamánicas, ya que su gravitación alrededor de la mesa del curandero asume un rasgo preponderante.

En cuanto a la organización de este espacio de trabajo, vale mencionar que se basa tanto en el imaginario católico como en objetos de origen indígena, cuya importancia resulta clave para los protocolos de curación. La visión unificadora que trae consigo el chamán del mundo circundante, entendido, por lo tanto, como una totalidad fluida y establecida a partir de un conjunto de perspectivas conmutables entre todos los seres vivos (Viveiros de Castro, 2010), que queda en evidencia a partir de la disposición de estos materiales sobre su mesa, motiva el despliegue de una serie de discursos médicos que la ficción recupera con la intención de polemizar con los propios saberes del curandero. La convivencia de piedras sagradas, representaciones de Satanás, de Cristo o de San Cipriano, junto con las tres varas clavadas en el suelo detrás de artefactos, como fragmentos de cerámica antigua o el recipiente con los brebajes confeccionados a partir de hierbas sagradas, da cuenta de los procesos de des- y resacralización, así como de una desestimación de los comentarios acerca de los peligros que conlleva la ingesta del San Pedro, actividad central de las sesiones curativas del chamán.

En el capítulo “Florentino García pensaba y pensaba”, se desestima la aproximación al consumo de San Pedro a partir de la injerencia de un concepto de adicción visto como tropo del discurso médico y de los prospectos de la Big Pharma (Jenkins, 2007), ya que el sujeto de la enunciación le contrapone al compendio de saberes médicos occidentales el proceso de aprendizaje que debe atravesar todo aspirante a curandero. En este pasaje de la narración, se repone con creces el tono didáctico de los chamanes, cuya visibilización resulta funcional a la retórica de la novela de aprendizaje. Los “ciclos de enseñanza y aprendizaje” (Arrieta Espinosa, 2004, p. 30) que siguen la tradición de los guayacundos, antiguos pobladores de la región que se remontan hasta los tiempos anteriores al imperio incaico, se organizan a partir de “grados, como si fuera una escalera” (p. 31), cristalizando en cuatro instancias consecutivas y de valor progresivo. En primer lugar, un aspirante a curandero comienza como artesano, “aprendiendo las cosas básicas, como levantar una mesa”, donde “la visión del sampedro es primordial” (Arrieta Espinosa, 2004, p. 36); en segundo lugar, surge la figura del entendido, quien representa a los expertos en “los manejos de yerbas” (p. 36); en tercer lugar, alcanzamos la fase de adivino, encargado de “pronosticar las enfermedades” sin confundirse

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con “las visiones que dicta la yerba”, ya que en ocasiones “ella te prueba, juega contigo, te somete a una serie de averiguaciones” (p. 36):

Entonces preguntas, golpeas los llamados con algunas tonadas de los cantares y te vienen esas luces, esas visiones correctas ... Ten presente que la yerba te confunde, te vienen diferentes presencias. Tu mente y tu cuerpo son receptores, igual como una radio ... Por eso, un adivino debe saber sortearlas, no equivocarse. Crees que estás viendo las presencias del paciente y te engañas. Hay que pararse bien. Visión y concentración son las armas de un adivino. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 36).

Finalmente, surge el título de maestro, instancia superior del escalafón educativo de los curanderos, “diestro en las sabidurías” (Arrieta Espinosa, 2004, p. 37) y capaz de convertirse con el tiempo en un guayacundo, miembro del elenco de curanderos míticos capaces de conocer al gran Sinonés. Su dificultad para ser observado, exclusiva de las visiones que promueve el San Pedro, empuja al narrador a experimentar con dicha sustancia con tal de conocerlo, secuencia narrativa observable en la última parte de la ficción titulada “El encantamiento”, que abordaremos más adelante.

Se trata, en definitiva, de una muestra de cómo los saberes del curandero se organizan a partir de la itinerancia, dejando en evidencia la específica imbricación entre educación chamánica y novela de aprendizaje que la narración de Arrieta Espinosa (2004) pone en primer plano. Tal es así que, si lo chamánico puede ser entendido como un acto de metamorfosis en sí mismo (Mellado Gómez, 2020), su ligazón con la escena didáctica de la ficción formativa resulta evidente. Su falta de fijeza como proceso hace del chamanismo una performance ritual capaz de validar la experiencia del trance, incluso como recurso didáctico.

Una política del hábito

El estado de trance responde, como ya vimos, a los efectos que trae aparejado el consumo del cactus de San Pedro. En relación con esta planta sagrada, puede leerse el siguiente fragmento pronunciado por el maestro Adrianzén:

En otros lugares yerba le decían, solita veía nuestros males, nos daba los ojos de las transparencias y era así como la reconocíamos. Pero los doctores en sus laboratorios decían que tenía mescalina, que era droga. Allá los tiempos que abusaban de nuestras yerbas y se volvían adictos. Qué culpa tenían las plantas de algún vicio que se apoderaba de las presencias. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 19).

Al hacer énfasis no solo en los sujetos de la medicina occidental, sino también en el espacio más representativo de este tipo de reflexiones, es dable afirmar que la mención del laboratorio alude a la dicotomía entre el adentro y el afuera con la que las prácticas científicas justifican sus predicciones (Latour, 1983). Sin embargo, semejante arbitrariedad está lejos de ser asumida como propia por los curanderos que circulan por la ficción de Arrieta Espinosa (2004). Si la supuesta efectividad de los postulados científicos se diluye cuando trascienden los límites del laboratorio, estos representantes de la ciencia validan sus reflexiones a través

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de razonamientos que no se relacionan con la injerencia cultural del San Pedro, sino más bien con una retroalimentación de sus respectivas valoraciones a partir de la instalación de circuitos legitimadores de esos saberes que transforma toda comunidad en un laboratorio5. La mención del elusivo concepto de “droga” actúa en este sentido: activa un imaginario del contagio, fobia a la que está atada desde sus inicios, ya que la mayoría de las veces “figura como agente extraño que infecta el cuerpo social” (Duchesne Winter, 2001, p. 129), un flagelo que trae aparejada la emergencia en la misma frase de la categoría de “adicto”, ya que lo que intenta el curandero, al aludir a estas apreciaciones del discurso médico, es poner en entredicho esa retórica acerca de las drogas6.

Señalado porque, en definitiva, ha abandonado el mito del sujeto autónomo moderno (Kosofsky Sedwick, 1993), la mención del adicto funciona en la narración como límite interpretativo de los efectos que conlleva el consumo de San Pedro. La apertura a las problemáticas de la adicción a partir de esta simple mención se asocia con un reencuadre taxonómico del consumidor de sustancias que poco tiene que ver con el paciente que tratan los curanderos. Es decir, la inclusión de este concepto de adicto en el relato recupera la asociación entre salud y libre albedrío, en cuanto estrategia argumentativa que intenta responder, de manera sesgada, a la instalación del consumo de sustancias destinadas a los rituales chamánicos dentro del esquema peyorativo implicado en las adicciones. Sin embargo, los pacientes relacionados con los requisitos protocolares dispensados por los chamanes durante sus rituales de curación están lejos de ser considerados adictos ajenos al concepto de salud o de realidad, puesto que su búsqueda de sanación permanece incólume al optar por recorridos distintos al discurso medicalizado.

En la reconstrucción de una alternativa válida a esta atribución de adicciones que permea en las actividades del chamán con sus pacientes, el curandero Adrianzén propone una política del hábito, “una versión de acción repetida que se mueve no hacia absolutos metafísicos sino hacia interrelaciones de la acción y del yo actuante con el habitus corporal” (Kosofsky Sedwick, 1993, p. 140). Durante la sesión curativa a la que hace referencia el protagonista en el comienzo de la obra, llama la atención un pasaje en el cual el chamán aconseja a una mujer acerca de los resultados positivos que conlleva esta estipulación del hábito por encima de las restricciones interpretativas implicadas en el concepto de adicción:

Cómo te vas a curar, caballera. Cómo se va a levantar, joven, la vida en esencia es dolorosa, sacrificada. Aquí solo damos aliento, un cariño, suavizamos los golpes, medio enderezamos los destinos, nos esforzamos por curar los maltratos del cuerpo y las enfermedades del daño. Esta es nuestra ofrenda, el pago, el tributo en respuesta a los cariños que vamos a recibir. A veces todo pedimos y nada ofrecemos, pedilones somos, acostumbrados a pedir mucho al diosito y nada le damos. Él no necesita nada, pero hay que ofrendarle nuestros buenos comportamientos. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 20).

Los “buenos comportamientos” se traducen en hábitos directamente relacionados con la anulación de los “maltratos del cuerpo” y las “enfermedades del daño”; es decir, se trata de las actividades correspondientes a los pacientes y que resultan concomitantes a las acciones del curandero, quien, a través de este intento de modificación del comportamiento de los sujetos, busca —como dijimos más arriba— no solo una toma de distancia con respecto al concepto de adicción y su intrusión en el imaginario chamánico, sino también una reconfiguración de la misma idea de adicto como “aspecto constitutivo de la relación del capital con las cosas, la extracción, el cuerpo y la acumulación de valor, en un mundo donde

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el consumo de psicoactivos es un aspecto fundamental de la producción y gobierno de la vida y de las multibillonarias economías farmacológicas, ya sea legales o ilegales” (Ramos, 2019, p. 10).

La enfermedad del susto

Ejemplo de una estrategia argumentativa destinada a poner una distancia entre el imaginario chamánico y los conceptos de adicto y de vicio destinados a disciplinar y regular subjetividades, el siguiente fragmento llama la atención acerca de la importancia de las prevenciones. Un chamán llamado Florentino García le recomienda al narrador un hábito de cuidado capaz de apuntalar su recuperación, traza una posible similitud referida a los efectos entre una sustancia de origen vegetal y otra que forma parte de los mecanismos de modulación farmacológica de la vida:

También me recomendó la yerba del susto, un susto de agua tenía. Para los insomnios había que tomar la yerba adormidera. Ese era el mejor Valium, porque el susto fastidiaba mi espíritu. No me dejaba descansar, me levantaba como si no hubiera dormido, para esto era buena la yerba de la adormidera. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 35).

El reemplazo del narcótico por su equivalente vegetal deja en suspenso la noción de adicto por dos motivos: en primer lugar, se trata de un remedio superador al proveniente de la industria farmacéutica, es decir, no solo es “el mejor Valium”, sino que es el medicamento indicado para el tratamiento de un malestar cuyo diagnóstico poco tiene que ver con la sintomatología médica. Tal es así que, en segundo lugar, la patología del susto7 apunta directamente a una enfermedad social propia de las comunidades andinas, imposible de superar a partir de las prescripciones farmacéuticas y, por ende, capaz de transgredir lo individual y expandirse hacia lo colectivo. Desde un punto de vista analítico, puede decirse entonces que existe una “relación entre la práctica ritual de curación y el discurso de reivindicación sociopolítico de corte decolonial” (Mancosu, 2020, p. 281), ya que, si un organismo se debilita a partir del efecto del susto, de la misma manera el cuerpo social puede sufrir sus altibajos (Burman, 2011) a partir de la puesta en crisis de sus rituales, en este caso, curativos.

En el capítulo “¿Qué estás haciendo, José Chincay?”, incluido en la sección “Cosechando cariños en la ciudad que camina”, un personaje llamado Amaro Carrasco forma parte de una escena en donde intervienen la idea de un malestar proveniente de una figura mítica del imaginario andino y las técnicas de curación del chamán (Arrieta Espinosa, 2004). Luego de una jornada de trabajo, Carrasco decide refrescarse en una quebrada cuando hace su aparición la Chununa8:

Una vez cambiado, alguien por la espalda le salpicó agua. Al voltearse, vio a la Chununa, una mujercita chiquita que caminaba con los talones para adelante. El duende solo medía un metro, era rubia y su cabellera le llegaba hasta los pies. Amaro no resistió y se encantó. Perdió el conocimiento y empezó a babear. Botaba espumas blanquísimas y, con fuertes convulsiones, ingresaban otros espíritus. Otras presencias expulsaban a las verdaderas y

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ocuparon su cuerpo ... La Chununa se había quedado prendada de él. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 45).

Acontecido el influjo negativo de dicha presencia en Carrasco, hace su aparición José Chincay, el curandero encargado de revertir esta patología, convocado por su familia luego de que un primer intento por parte de otro curandero no surtiera efecto:

Se buscó un maestro del lugar, el gran Carlos Torres, pero no pudo curarlo. Medio lo tranquilizó, más bien nos orientó y se sinceró diciendo que él no podía curarlo, pero sí alcanzaba a ver a uno buenazo en San Antonio que se llamaba José Chincay. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 47).

Chincay pone en práctica una serie de operaciones rituales destinadas a subvertir las consecuencias nocivas que tuvo la Chununa en el cuerpo del enfermo, destacándose sobre todo la invocación de un encanto, es decir, de una presencia ajena al mundo terrenal, razón por la cual se les advierte a los familiares de Carrasco, luego de compartir el brebaje del San Pedro entre todos los presentes, lo que sucedería en breve:

A las doce en punto de la noche va a aparecer un pacto, es un encanto con quien trabajo. Va a venir un caballero en un caballo negro, con la silla y las riendas de plata que ustedes van a oír. Ah, pero cuidadito con mirarle la cara, ¿entendido? Si ustedes lo hacen, se encantan, se alocan y no podré curarlos. Se lleva sus espíritus, dejando sus cuerpos huérfanos. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 49).

La evocación de este espíritu recibe el nombre de cita (Polia, 1988) dentro del tratamiento asignado al paciente y adquiere especial relieve dadas las circunstancias específicas del caso. El malestar promovido por la Chununa requiere de su saber, así como también de una serie de operaciones catárticas y terapéuticas. En primer lugar, llama la atención la importancia que concentra la técnica de la limpieza, es decir, la remoción de los males del paciente mediante un objeto designado para tal fin que se frota por el cuerpo. En segundo lugar, cabe destacar la relevancia que adquieren las plantas medicinales no solo en la mesa de Chincay, sino también en las recomendaciones que enuncia el encanto, quien, luego de presentarse, le dirige la palabra al curandero para aconsejarlo. El compacto, es decir, el pacto estipulado entre el maestro y el encanto en virtud del conocimiento que el primero le transmite al segundo, surte efecto. Las indicaciones del espíritu, finalmente, menoscaban la dinámica del susto arraigada en el cuerpo de Carrasco:

A las dos de la mañana, escucha bien, José Chincay, vas a darle al loco estos concentrados de yerbas que te voy a dejar. La yerba imán de presencias, que va a imantar su cuerpo. La yerba del sol y de los luceros, para que vuelva con su lucidez. Seguro que han traído valeriana, pues le agregas a este preparado para que le calme los nervios. Te dejo el agua de los serenos junto al rocío del campo, de los ichus en los páramos. A los tres días, tiene que bañarse con la

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yerba cunchalaly y el cute, dos veces seguidas para purificar su cuerpo y para que no se acerquen nuevamente esas presencias, esas sombras de la oscuridad. Recuerda que son discretas y recelosas las plantas, en especial las yerbas de los encantos. Recuerda bien que a las dos, esa es la hora, le das de beber abriéndole a la fuerza la boca para que las tome. A las cuatro de la mañana lo vas a desamarrar. A las seis, se van a despertar y juntos, como si nada hubiera pasado, regresarán, se irán. Él preguntará qué ha pasado. Simple, le dirán que ha tenido un sueño largo, que ha estado con fiebres altas, delirando. No le digan que ha estado loco, ¿entendiste? (Arrieta Espinosa, 2004, p. 51).

De la cita precedente, se desprenden algunos aspectos importantes para nuestros planteos. La dimensión botánica de la curación es evidente, aunque, si apreciamos la totalidad de la secuencia narrativa, otra línea interpretativa gana visibilidad. Nos referimos no solo a cómo la enfermedad del susto funciona como exposición de los protocolos del chamán, así como de sus técnicas terapéuticas, sino también a cómo, por un lado, su representación señala un imaginario alucinatorio cargado de significación cultural, capaz de desplegar una cartografía visionaria atenta a la disipación de los síntomas de la enfermedad; y por otro lado, la manera en que la ficción de Arrieta Espinosa transforma la vivencia de la enfermedad en una herramienta que le otorga voz a estos sujetos encargados de visibilizar la identidad cultural propia del imaginario norteño del Perú, sin la injerencia de los discursos médicos asociados con el riesgo de la dependencia y la crisis de la voluntad a la hora de referirse al consumo de sustancias.

Alteración sensorial y montaje de la Historia

Como si fuera un dispositivo múltiple de resonancias polifónicas, lo chamánico traza puntos de contacto no solo con los lineamientos inherentes a la estructura narrativa de la novela de aprendizaje, con la excepcionalidad de la experiencia que desencadena el estímulo de este enteógeno y su constante sospecha referida al debilitamiento de la razón y la voluntad, sino también con la alteración sensorial producida por la representación de la ingesta de los alucinógenos, en cuanto desestabilización directa del acto de escritura. La emergencia del cactus de San Pedro, elemento primordial de la organización de la mesa del curandero, muestra la manera en que la literatura tiende puentes más que evidentes con el mundo de las sustancias narcóticas, puesto que la misma ficción de Arrieta Espinosa (2004) abre el juego al abordaje del sustrato químico de la representación literaria, a lo mimético, en cuanto “fármaco-dependencia”. Se trata en sí de un estado con el que lo literario se liga irremediablemente, “en secreto, en tanto sedante, en tanto cura, en tanto salida de emergencia

osustancia euforizante, en tanto envenenamiento mimético [itálicas añadidas]” (Ronell, 2016, p. 51) con el consumo de sustancias. El binomio droga-cuerpo resignifica la experiencia sensorial, al igual que la estética, “basada en lo que le sucede al sujeto cuando está excitado o conmovido por algún tipo de forma sensorial” (Ronell, 2012, p. 6).

Este cruce entre estética y alteración sensorial halla los modos de decir lo chamánico que más se asemejan a dicha experiencia y el recurso compositivo puesto a funcionar desde el comienzo de En el reino de los guayacundos, con la intención de descomponer los esquemas formales de la mímesis realista es no solo la ingesta del San Pedro, sino también la ficcionalización de las diferentes voces de los curanderos que transitan por la obra. Estos, como pudimos ver en los apartados anteriores, subrayan la importancia de lo corporal en cuanto receptáculo de las operaciones chamánicas, tal como lo describe Adrianzén al

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mencionar las lagunas de las Huaringas, reconocidas por sus propiedades medicinales, al comenzar una de sus intervenciones terapéuticas:

Vamos, vamos recordando el poder mayor de nuestras lagunas, no hay poder en estos suelos que no esté influido por la intensidad de las emanaciones de sus lindos encantos. Laguna Negra, oh queridísima Huaringa, curadora de la salud de los cuerpos. Laguna Shimbe, madre Yacumama, Laguna del Rey, donde solo se bañaban el gran Sinonés y los sumos sacerdotes guayacundos, allí se encuentra el gran trono, la silla de piedra, hecha para concienciar a los que tienen la responsabilidad de conducir los destinos de nuestras naciones. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 19).

Cabe destacar la disidencia que acarrean estas palabras del curandero. Al igual que los demás representantes del saber chamánico a lo largo de la narración, Adrianzén interrumpe el diagrama representacional de la anotación etnográfica del sujeto de la enunciación mediante una lengua poética capaz de desestabilizar el discurrir de lo narrado, alejándose de la inflexión propia del relato de viaje, así como, de manera concomitante, es capaz de desplazar los referentes hacia el ámbito del mito. Es que, a medida que el enunciador hace énfasis en la notación urgida de novedades, propia de la mirada en tránsito constante, salta a la vista la emergencia de un conjunto de discursos que tienen asidero en el imaginario chamánico de la región piurana. Incluso resuenan durante el trayecto los actos performáticos de otros curanderos, quienes dejan entrever en sus rituales el trasfondo mítico de cada acción. De esta manera, el elenco de chamanes menciona la sagrada ciudad de El Chicuate, la ubicuidad del gran Sinonés, así como figuras míticas que se entrelazan con las dolencias de la población, como la Chununa, los jaguares o el tránsito de las ánimas por el cementerio, materiales míticos que conforman la identidad sociocultural del norte peruano (Arrieta Espinosa, 2015).

Si nos remontamos al comienzo, la ficción abre con las preparaciones de Adrianzén para la sesión nocturna de sanaciones, evento al que es invitado el protagonista en calidad de cronista, tarea que le es anticipada durante el ritual y que se combina con los efectos de las técnicas chamánicas en calidad de alicientes del proceso de escritura: “Sí, vas a escribir hermanando distancias, años y fechas, acontecimientos que no has vivido, y cuando te sientes con tu soledad a escribir, vas a recibir los alientos de estos compactos que hoy conjuro” (Arrieta Espinosa, 2004, p. 14). Por esta razón, el desarrollo de los acontecimientos se centra en la descripción de las diferentes secuencias inherentes al proceso de curación chamánico. Se destacan, en este sentido, dos aspectos fundamentales. En primer lugar, el enunciador enfatiza la disposición de los artefactos que amplifican los rituales curativos dispuestos en lo que se conoce como mesa. Se trata del principal sustento simbólico utilizado en las sesiones nocturnas, que consiste en la ubicación de un conjunto de objetos de poder adquiridos en circunstancias especiales durante los años de práctica del curandero (Douglas, 1998)9. Así se lo describe en este primer capítulo:

Mesa se le dice a una serie de objetos llamados artes que se heredan de los mayores. Dichas artes servían de imanes que extraen las malas vibraciones que se apoderan de nuestras vidas. Para aquietar los ánimos, recuperar la salud del alma y la paz, se encontraban claveles blancos … También había en la mesa frascos de agua florida para esputar en las direcciones donde se encontraban los compactos … Bien paradas, se encontraban las espadas de acero, varias

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estaban en medio y en los extremos de la mesa, como imanes que extraían y limpiaban los cuerpos, succionaban las malas vibraciones, eso que llamaban los tiempos, la energía negativa … con las espadas sí se limpiaba todo el cuerpo. Ellas jalaban las malas sombras que ennegrecían nuestros destinos. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 10).

La actividad chamánica que articula con esta disposición fundamental de los objetos del curandero es la ingesta del cactus de San Pedro. El segundo aspecto que nos interesa destacar en este sentido es la relevancia que cobra dicha sustancia no solo como alusión directa a la instrumentalización artística de los narcóticos (Labrador Méndez, 2017), sino también como actividad contextualizada y que, a partir de su contención ritual, da pie a un uso colectivo del San Pedro, en detrimento del modo solitario de consumo, predominante en el contexto de emergencia del capitalismo, en cuanto agenciamientos moleculares que circulan por fuera de lo comunitario (Guattari, 2017). Esta bebida embriagante sostiene, en consecuencia, una dislocación, es decir, “un corte entre un estado normal y otro estado alterado o modificado de conciencia” (Perlongher, 2013, p. 15). Se trata de experiencias que desafían la organización normal del organismo a partir de una serie de efectos directamente relacionados con la ingesta de la sustancia promotora del éxtasis:

Al rato, llegaría la hora punta, el momento esperado para beber, para probar el sampedro depositado en una olla de barro. Se decía que cuatro horas habían hervido dos hermosos cactus de un metro que fueron cortados y puestos al fuego en una lata con agua. Ya estaba la preparación fría pero cocinada, nuestra querida huachuma, reconocida como remedio. En realidad, beberla nos armonizaba la sangre y el estómago, actuaba como un purgante … Tenía náuseas y vómitos. Cada diez minutos salía al aire libre para arrojar. Según algunos asistentes, botaba todos mis males, mis cobardías, mis miedos. La curación estaba haciendo efecto. (Arrieta Espinosa, 2004, p. 18).

Puede observarse la manera en que la bebida ingerida desconfigura el ordenamiento de las funciones del organismo en pos de una expulsión de los males que lo aquejan. El ritual es acompañado por las frases clarificadoras del curandero, cuyo objetivo es la explicación certera de lo que acontece mientras los pacientes respetan el protocolo de la alteración sensorial. A partir de esta escena, la propuesta narrativa de Arrieta Espinosa (2004) deja entrever dos aristas bien marcadas. En primer lugar, tiene la intención de comprender los actos chamánicos no como una identidad cerrada y representativa de lo precientífico, sino más bien como una crítica destinada a las elucubraciones teóricas y los diferentes abordajes que se han hecho desde los discursos médicos de los efectos de las drogas en el contexto de aplicación chamánico. Emprende, por tanto, un abordaje del sujeto chamánico al resaltar su imaginario y alejarse del modelo de conducta del toxicómano, tal como se configura durante el auge cientificista de la experimentación con las drogas en el siglo XIX (Carneiro, 2002). Y, en segundo lugar, evidencia el impacto que concentra el cactus sagrado desde el punto de vista discursivo, como crítica al paradigma psicoquímico de la medicina occidental y como influencia directa en la construcción de la obra.

En relación con este aspecto, la última sección de la obra, que lleva como título “El encantamiento”, describe el momento del consumo del San Pedro como sostén elemental de la experimentación narrativa con la que cierra la ficción (Arrieta Espinosa, 2004). Con la

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siguiente frase, se inician las alteraciones percibidas a partir del consumo ritualizado del cactus sagrado: “La yerba te ha de llevar por espacios y campos que no has vivido, dijo el maestro Aponte Adrianzén y obedezco para que mis ignorancias no produzcan un tropiezo” (Arrieta Espinosa, 2004, p. 86). El sujeto de la enunciación sigue al pie de la letra las recomendaciones del curandero para, de esta manera, plegarse a los desacomodos de la percepción y a la desconfiguración narrativa que promueve la bebida sagrada. Si ella es la que “asume los riesgos de la destemporalización” (Arrieta Espinosa, 2004, p. 87), puede decirse que, al recurrir a los efectos literarios que trae aparejada la ingesta del cactus, la ficción traza un itinerario que aúna distintos tiempos, yuxtaponiéndolos mediante una lógica cercana al fragmento.

En un vaivén expositivo que va de las consecuencias corporales asociadas con la alteración de los sentidos a las visiones propiciadas por el San Pedro, es dable afirmar que la instrumentalización literaria del enteógeno en este pasaje de la obra deja de lado su valoración curativa para sostener una operación de lectura de los acontecimientos históricos visible en el abordaje de la llegada de los españoles al territorio peruano. Semejante hecho histórico, verdadero parteaguas de la organización comunitaria de los guayacundos, promueve una reunión de los curanderos presidida por el gran Sinonés, a quien el protagonista escucha opinar sobre las acciones de los invasores: “Los bárbaros ya están aquí con sus espadas desenvainadas ... no permitamos que emputezcan nuestras grandes tradiciones, ellos solo tienen olfato para el oro y los diamantes, nada más les interesa” (Arrieta Espinosa, 2004, p. 95). De este modo, emerge en este pasaje de la ficción un montaje de imágenes durante la sesión terapéutica a la que se pliega el sujeto de la enunciación que subraya no solo la experimentación de las visiones a las que se llega mediante el estado de trance, sino también la revisión de los modos de narrar la Historia, dando pie, de esta manera, a una teorización chamánica del método del montaje (Taussig, 2002), sostenida a partir de esta tensión entre lo individual y lo colectivo, propia de la ingesta del San Pedro.

Conclusión

Esta escena final recién analizada es central para las ambiciones expositivas de En el reino de los guayacundos, ya que, como pudo observarse, la ficción hace énfasis en el sistema de ideas que sostiene el curanderismo norteño del Perú, en cuanto eje central del proyecto escriturario de Arrieta Espinosa. Su caracterización más relevante con respecto al tratamiento de este imaginario radica en su incorporación no como objeto pasivo de estudio, sino más bien como directriz de un programa estético cuya principal función sería la de convertirse en plataforma enunciativa de una refuncionalización del esquema representacional ligado indefectiblemente a los espacios criollos de circulación de lo literario. Tanto las hierbas medicinales como las prácticas y los saberes propios del ritual de curación que lleva adelante el curandero sientan las bases de un imaginario chamánico que tiene como objetivo primordial la instalación de una forma de narrar el referente indígena, exponiendo al mismo tiempo su desacuerdo con los formatos literarios heredados del indigenismo, con tal de no efectuar un restablecimiento de las convenciones sociales que el realismo emprende. En el reino de los guayacundos propone, en definitiva, la elaboración de un disenso con respecto a esos esquemas formales a través de una práctica escrituraria destinada a poner en crisis la visión totalizante de los relatos miméticos y también médicos.

El mencionado referente, en constante proceso de cambio, “pretende del escritor mestizo que deje de ser indigenista, que no hable de él como indio, sino como individuo de otra definición social: campesino en lucha, minero, obrero, desocupado, marginal de las barriadas, o lo que sea” (Cornejo Polar y Paoli, 1980, p. 261). El resultado de este proceso es la emergencia de una narrativa “cada vez menos serrana”, que “refleja una realidad urbana con

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todas las contradicciones y los conflictos inherentes a un proceso de cambio” (Cornejo Polar y Paoli, 1980, p. 263). Dicha particularidad referida a la fluctuación del referente indígena es una de las preocupaciones que sostiene esta narración, distanciada, por lo tanto, del indigenismo, así como de la simple traducción mimética10. Al respecto, pudo apreciarse la manera en que el estado de trance propio de las sesiones de curación del chamán funciona también como técnica narrativa destinada a desacomodar los presupuestos miméticos de la tarea de recopilación de datos emprendida por el narrador y, de manera concomitante, pone en marcha una crítica del tema de la droga y sus efectos tanto epistémicos como ontológicos, que ponen de relieve las reflexiones sobre la subjetividad, las políticas acerca del cuerpo y la emergencia de una lógica decolonial a partir de la tematización de la patología del susto en el territorio andino.

En la estela de una posible historización de los estados alterados de conciencia representados en la literatura latinoamericana, En el reino de los guayacundos se suma a una larga lista que mencionamos al comienzo y que puede remontarse a obras de finales de siglo XIX, como “Hachís”, de José Martí, o “La canción de la morfina”, de Julián del Casal. Sin embargo, la potencia de la experimentación narrativa de la obra de Dimas Arrieta Espinosa no responde ni a las aventuras contraculturales ni tampoco a la representación de la violencia en la narco-literatura; su originalidad se sostiene en la propuesta de una crítica a las modulaciones de la salud y la enfermedad, entendidas como eslabones de un discurso médico capaz de entrelazarse directamente con la condición farmacolonial del mundo (Ronell, 2016), en donde predominan nociones naturalizadas como las referidas a la droga y la adicción. Los rituales de curación, centrales para el desarrollo de la trama, buscan la configuración de un esquema literario disruptivo que muestra la tensión proliferante entre las visiones del cactus y las versiones de la Historia. Atento menos a la satisfacción fisiológica que a su funcionalidad en cuanto andamiaje del pensamiento, el acto de consumo del cactus de San Pedro altera la productividad del narrador, hace de la droga un lugar de enunciación que pone en primer plano la disponibilidad de esta técnica psicoquímica, potenciadora del éxtasis y de las expediciones visionarias, hacia el pasado y el futuro.

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Notas

1 Es el nombre popular con el que se conoce el Trichoccrcus paclumoi. El San Pedro contiene TMPE (trimethoxy-phenilethilamina) y, desde luego, TMPE (mescalina), responsable del poder psicotrópico del cactus. Como sostiene Polia: “En el Perú el hábitat natural del Trichocereus parece ubicarse en la faja climática de 2000 a 3000 metros sobre el nivel del mar, señaladamente en el valle interandino de Huancabamba y en la quebrada de Santa Cruz, departamento de Ancash. Su cultivación es difundida en todas las áreas culturales de sierra y costa donde el uso del San Pedro es contemplado en las prácticas adivinatorias y de medicina popular” (1988, p. 168).

2Para un repaso de los rasgos fundamentales del género, recomendamos la lectura del artículo de José Luis de Diego: “La novela de aprendizaje en la Argentina” (1998). Consta de una primera parte, en donde se confecciona una historización de los elementos más significativos de este modelo narrativo, desde sus inicios en Europa hasta sus apropiaciones más reconocidas de este lado del Atlántico.

3En “La poética del chamanismo”, Jerome Rothemberg señala lo siguiente con respecto a la importancia del acto de trance y la consecuente emergencia de lo extraordinario: “El trabajo de los chamanes (sanadores tradicionales: maestros del éxtasis y el trance dice Mircea Eliade… técnicos de lo sagrado) es explorar y crear lo extraordinario (lo ‘maravilloso’ de André Breton y los surrealistas), explorar y crearlo por medio del trance y del control sobre el lenguaje y el ritmo, y demás (pues quien controla el ritmo, escribió alguien, controla)” (2010, p. 113). La mencionada ligazón entre surrealismo y los rituales chamánicos fue trabajada también por Michael Taussig en el ya clásico Chamanismo, colonialismo y el hombre salvaje. Un estudio sobre el terror y la curación (2002).

4En el prólogo a la antología titulada Droga, cultura y farmacolonialidad: la alteración narcográfica, Julio Ramos y Lizardo Herrera dejan en evidencia la fructífera articulación entre los conceptos de transculturación y secularización, en virtud de una novedosa aproximación a la injerencia que tienen las sustancias de raigambre americana al ser importadas a las metrópolis, alterando de esta manera la racionalidad europea: “Si para Weber la modernidad se definía como un proceso de secularización, ligada en términos de la historia intelectual a la ilustración, Fernando Ortiz insiste en el papel que un objeto de poderes mágicos, ligado a la sensibilidad del mundo indígena, cumple en la modernidad, como fuerza que viene de otros tiempos, de otro mundo” (2018, p.

17).

5En relación con este tema, Bruno Latour (1983) esgrime, en su ensayo “Give Me a Laboratory and I will Raise the World” (Denme un laboratorio y moveré el mundo), una sociología de las ciencias atenta a los efectos de sentido que conlleva la instalación del laboratorio como receptáculo de la episteme occidental desde la implementación de esta práctica por parte de Pasteur a fines del siglo XIX. Sobre este tema en particular, puede leerse la siguiente frase: “Las predicciones o previsiones de los científicos son siempre a posteriori, o repeticiones. La confirmación de este obvio fenómeno se muestra en las controversias científicas cuando los científicos son forzados a abandonar el suelo firme de sus laboratorios. Cuando realmente salen ‘fuera’, no saben nada, se echan faroles, fallan, atacan, pierden toda posibilidad de decir algo que no sea contraatacado inmediatamente por multitudes de enunciados igualmente plausibles. La única forma que tiene un científico de retener la fuerza ganada dentro de su laboratorio gracias al proceso que he descrito, no es salir al exterior, donde la perdería toda de golpe. De nuevo la solución es muy simple. La solución nunca está en salir fuera. ¿Significa esto que están condenados a permanecer en los pocos lugares en que trabajan? No. Significa que harán todo lo que puedan para extender a todos los escenarios algunas de las condiciones que hacen posible la reproducción de las favorables prácticas de laboratorio” (Latour, 1983, p. 169).

6Quien llama la atención acerca del carácter instituido del concepto de “droga” es Jacques Derrida. Su propuesta de análisis al respecto deja claro que dicha noción no tiene nada de científico, sino que, al contrario, surge a partir de “evoluciones morales o políticas”, ya que “lleva en sí mismo la norma de la prohibición”. Se trata, a fin de cuentas, de un “santo y seña, casi siempre de naturaleza prohibitiva” (Derrida, 1995, p. 36).

7La presencia de esta patología andina puede rastrearse en otras obras de la literatura peruana. A modo de ejemplo, puede mencionarse su presencia en el relato “El kamili”, de Gamaliel Churata, analizado por Paola

Mancosu en su artículo “La enfermedad del susto: identidad y discurso crítico desde los Andes” (2020). Allí se

encuentra una definición pertinente del susto: “Una enfermedad causada por un espanto que llega a determinar la pérdida de los componentes anímicos de quien ha padecido el miedo, hasta provocar, en los casos más graves, su muerte. Las causas del susto pueden ser diferentes, desde problemas sentimentales hasta fuertes miedos. Asimismo, esta patología puede ser causada por el encuentro con entidades de las regiones andinas que tendrían la capacidad de ‘agarrar’ el alma de las personas que se cruzan con ellas, debilitándolas y, por consecuencia, haciéndolas enfermar” (2020, p. 270).

8En el “Glosario del curanderismo andino en el departamento de Piura, Perú”, el antropólogo, historiador y arqueólogo italiano Mario Polia describe a esta entidad de la siguiente manera: “Entidad sobrenatural femenina, pequeña, generalmente de pelo rubio y ojos azules, que se manifiesta cerca de las aguas y de noche. Puede

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encantar a la persona con su belleza y la fascinación de su voz robándole la sombra o quitándole la memoria de pertenecer a los humanos” (1988, p. 193).

9Según Douglas (1998), el concepto de poder es fundamental para las prácticas curativas que se desarrollan a partir de esta particular disposición de los objetos. Esto responde a dos factores: por un lado, al magnetismo, fuerza de la naturaleza que se canaliza a través de los seres vivos y de otros objetos inanimados; y por otro lado, con el concepto de cuenta, que describe los objetos de poder de la mesa cuya activación depende directamente de la acción catalítica proveniente de la infusión alucinógena del San Pedro.

10En lo referido a esta descripción formalista del discurso literario indigenista, Cornejo Polar hace alusión al

“movimiento inverso; o sea, la alteración del canon exógeno por presión del referente”. De este modo, se genera en algunos casos una “impregnación del proceso de producción de la novela indigenista por las formas literarias … que corresponden al universo indígena”. El crítico peruano define esta operación como una “réplica a su contradicción interior, una cierta aptitud para abrir la estructura de la obra en busca de insertar dentro de ella formas originalmente propias de otros géneros” (2008, p. 48).

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35971

“Yo sólo podía ver mi vida súbitamente coja”: cuerpo y enfermedad en

Diario del dolor de María Luisa Puga

Isabel Aráoz

Universidad Nacional de Tucumán, Argentina

isabel.araoz@filo.unt.edu.ar

ORCID: 0000-0001-8584-6125.

Recibido 10/08/2021. Aceptado 13/09/2021

Resumen

Diario del dolor de la escritora mexicana María Luisa Puga se inscribe en el cruce genérico de lo ficcional y lo autobiográfico. El texto plantea el interrogante alrededor de cómo es posible decir la enfermedad y el principal síntoma, el dolor que adquiere dimensiones prosopopéyicas. La escritura ensaya los modos de narrar esa experiencia vital arrasada, obligada a adaptarse para sobrevivir. Los espacios de la lengua, el escritorio y el cuaderno enhebran lo íntimo y lo social, los afectos, los rituales y los obstáculos cotidianos de un cuerpo doliente. Revisaremos aquí los conceptos nucleares de cuerpo (Courtine), enfermedad (Sontag, Laplantine) y dolor (Le Breton) entre otros, que nos permitan dar cuenta de la propuesta estética de Puga.

Palabras clave: cuerpo, enfermedad, dolor, literatura, María Luisa Puga

"I could only see my life suddenly lame": body and illness in María Luisa Puga’s Diario del dolor

Abstract

María Luisa Puga’s Diario del dolor is part of the generic intersection of the fictional and the autobiographical. The text raises the question about how it is possible to tell the disease and the main symptom, the pain that acquires prosopopoeic dimensions. The writing rehearses the ways of narrating that devastated life experience, forced to adapt to survive. The spaces of the language, the desk and the notebook thread the intimate and the social, the affections, the rituals and the daily obstacles of a suffering body. We will review here the core concepts of body (Coourtine), disease (Sontag, Laplantine) and pain (Le Breton) among others, which allow us to account for Puga's aesthetic proposal.

Keywords: body, disease, pain, literature, María Luisa Puga

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Las interjecciones para expresar el dolor nos retrotraen al primer dolor que hemos experimentado, el del nacimiento: nuestra primera palabra es el grito. (Bordelois, 2013, p. 170)

Preliminares

“El siglo XX ha inventado teóricamente el cuerpo” concluye Jean-Jacques Courtine (2006, p. 21) en la introducción que abre el tercer volumen de su extensa Historia... El cuerpo, en tanto objeto de reflexión e investigación histórica tuerce una tradición filosófica occidental cartesiana que lo había relegado a un plano inferior durante siglos. Olivier Faure señala:

Actualmente, no somos capaces de hablar de nuestro cuerpo y de su funcionamiento sin recurrir al vocabulario médico. Para nosotros, el cuerpo es ‘naturalmente’ un conjunto de órganos que son sede de procesos fisiológicos y bioquímicos. Designamos y localizamos nuestras enfermedades de acuerdo con una geografía y una terminología de tipo médico, aunque no siempre se ajusten totalmente a la nosología oficial. (2005, p. 23).

La “carne”, esa dimensión material, orgánica, es puesta en el centro de las discusiones teóricas, no ya desde una perspectiva exclusivamente anatomo fisiológica, sino con las contribuciones que realizan los estudios antropológicos, el impacto sobre el cuerpo con las experiencias de las guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX y los incipientes movimientos civiles que abogaron por la liberación de los cuerpos (Courtine, 2006).

Por su parte, los estudios culturales piensan y ubican al cuerpo tanto como problema, como herramienta metodológica. Éste forma parte de un complejo entramado de procesos histórico- políticos y dinámicas del poder que rompe con el presupuesto de que es una realidad por fuera de la historia y de la cultura. Así, como advierte Gabriel Giorgi, cavilar sobre el cuerpo nos enfrenta al desafío de desplazarnos en arenas movedizas, puesto que “los modos de pensar y de construir estas historias políticas de los cuerpos exhiben acentos y modos de aproximación diversos” (Zurmuk, 2009, p. 68). Courtine señala una doble cara del cuerpo: uno, territorio sobre el que se ejerce opresión desde las estructuras y los discursos del poder y, dos, instrumento vital del deseo y la liberación. Centro de la mirada que ha sufrido diversas transformaciones a lo largo del siglo XX por infinitas tecnologías mediáticas y médicas que lo acechan y auscultan. Creo que es sumamente productivo aquello que señala Courtine al plantear que preguntarse por el cuerpo, es abrir el interrogante por lo humano (2006, p. 25).

David Le Breton en Antropología del cuerpo y modernidad considera que indagar sobre el cuerpo es darle espesor a la carne, saber de qué está hecho, ligarlo a sus enfermedades y sufrimientos, explorar su posición en la naturaleza y en la sociedad. Las prácticas, los discursos, las representaciones e imaginarios alrededor de lo corporal son construcciones simbólicas, pero también sobre el rostro y la identidad. Vivir se trata de constreñir el mundo al cuerpo porque la existencia es a través suyo (2002, p. 13).

Enrique Lihn escribió en Diario de muerte:

Hay solo dos países: el de los sanos y el de los enfermos por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad pero, a la larga, eso no tiene sentido.

Duele separarse, poco a poco, de los sanos a quienes seguiremos unidos, hasta la muerte separadamente unidos. (1989, p. 27).

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La enfermedad es zona de frontera y de precariedad, tal como precisara Susan Sontag en sintonía con estos versos:

La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar. (2008, p. 7).

En su ensayo y desde su propia experiencia como puntapié para la reflexión teórica y la escritura, Sontag explora las diversas metáforas que se tejen alrededor de la enfermedad, desvíos lingüísticos que difieren de lo “físico” —es decir, la identificación de organismos o causas específicas, visibles (2008, p. 8)—, la dimensión material y corporal que se ve afectada. En su sugerente inventario en torno a la tuberculosis, al cáncer y luego, al sida, la autora desmonta los tropos de estos “males” y de los tratamientos en busca de una cura que restaure el equilibrio perdido —otra alegoría— del cuerpo.

Sontag problematiza, además, los vínculos posibles entre literatura y enfermedad al decir “Nadie piensa del cáncer lo que se pensaba de la tuberculosis, que era una muerte decorativa, a menudo lírica. El cáncer sigue siendo un tema raro y escandaloso en la poesía, y es inimaginable estetizar esta enfermedad” (2008, p. 14). Cómo hablar de lo bello cuando una enfermedad asola a un cuerpo, lo acorrala, lo desfigura, ostenta signos de descomposición, lo silencia… pues, la literatura tensa ese límite sobre lo decible y lo representable. Pensemos en libros como el de Enrique Lihn ya mencionado, Salón de belleza de Mario Bellatin (1994), Loco afán. Crónicas del sidario (1996) de Pedro Lemebel, por nombrar solo algunos1, y Diario del dolor (2004) de María Luisa Puga, sobre el que nos explayaremos en este artículo.

Desde la antropología de la salud, François Laplantine toma a la literatura como testimonio en el sentido de que nos revela todo un imaginario alrededor de la enfermedad y la muerte, especialmente de aquellos escritores que padecen determinadas dolencias. Así, la literatura nos ofrece otra manera de mirar el cuerpo, el padecimiento, el posible alivio, frente al discurso biomédico (1999). La medicina, valorada como el saber oficial del cuerpo e hipnotizada por los procesos orgánicos y fisiológicos, debe procurar el normal y productivo funcionamiento de la máquina humana —el cuerpo como territorio de especialistas— y con esa finalidad debe contrarrestar las fuerzas de la precariedad, el envejecimiento y de cualquier amenaza, pues la muerte está siempre al acecho (Le Breton, 2002). Denise León apunta que las manos del médico ensayan la cura de una desarmonía o de un ataque en el orden de la naturaleza y en ocasiones, en vías de la salvación del paciente, vuelven a herir ese cuerpo enfermo (2012, p. 55).

Anne Marie Moulin plantea como la asistencia médica se convierte en el recurso fundamental en caso de enfermedad y subyace la idea de un cuerpo “transparente” que puede ser explorado hasta su último recoveco para el siglo XX que ha declarado el Derecho a la Salud en 1949. La victoria de estos años ha modificado radicalmente la experiencia de las enfermedades: la vacunación sistemática, el hospital, pero también el tiempo de convalecencia para devolver un cuerpo saludable o resistente a las fábricas, la escuela, la oficina. La estudiosa advierte que ese “retroceso de las epidemias” junto con el aumento de la expectativa de vida, la disminución de la mortalidad infantil, la reducción de enfermedades infecciosas, la mejora en calidad de higiene, por ejemplo, se vio atentada por la aparición del sida (2006, pp. 34-38) y hoy, se hace más patente con la epidemia global del COVID-19.

Se pueden apreciar entonces, en muchos textos literarios continuidades o rupturas en relación con las representaciones de la salud desde el discurso biomédico, los rituales

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alrededor del enfermo, las técnicas terapéuticas, los miedos y las emociones, en fin, las diversas experiencias de los cuerpos enfermos.

Existen enfermedades silenciosas, traicioneras e indoloras. Hay otras, en cambio, tortuosas, perceptibles, punzantes. Frente a la dolencia, no basta con definirla como el síntoma o la consecuencia de una enfermedad o una herida, como “la excitación de terminaciones nerviosas sensitivas especializadas” según indica el diccionario2. Para David Le Breton, el discurso biomédico es insuficiente para explicar por qué los humanos no reaccionamos del mismo modo puesto que no poseemos un umbral sensible idéntico y es importante atender a las variaciones socioculturales e individuales en la experiencia del dolor. “No hay dolor sin sufrimiento, es decir, sin significado afectivo de un fenómeno fisiológico al centro de la conciencia moral del individuo” (1995, p. 6) y todo lo trastoca: el mundo que nos rodea, las relaciones interpersonales, nuestra historia, nuestra individualidad. Es una violencia desgarradora que da cuenta de un destino humano inevitable. El avance y la intensidad del dolor es una amenaza a la autonomía del sujeto y también, al poder del lenguaje, porque no todo puede ser dicho. Es “el fracaso del lenguaje” (Le Breton, 1995, p.25), esa zona de lo incomunicable de la experiencia íntima y solitaria del dolor que ensancha la distancia con los otros.

Mabel Moraña plantea cómo el dolor provoca una “otrificación” del cuerpo, una despersonalización; convertido en objeto, el cuerpo se desconoce a sí mismo, exacerba el límite de lo físico y expone la conciencia ante un estado de precariedad existencial. Y agrega, “el dolor constituye una interrupción y una intervención en el curso de la vida, un elemento exógeno que modifica las relaciones intersubjetivas, la relación entre el yo y el mundo de las cosas, y del yo consigo mismo” (2021, p. 370). Frente al dolor “encerrado en la oscuridad de la carne” (Le Breton, 1995, p. 20), el lenguaje se encuentra entumecido. Al respecto, escribió Virginia Woolf en De la enfermedad (1927):

Dejemos a un enfermo describir el dolor de cabeza a un médico y el lenguaje se agota de inmediato. No existe nada concreto a su disposición. Se ve obligado a acuñar palabras él mismo, tomando su dolor en una mano y un grumo de sonido en la otra (…) de forma que al aplastarlos juntos surge al fin una palabra nueva. Tal vez ridícula. (2014, p. 30).

Escena que nos permite pensar cómo ante ese vacío que marca un límite, la lengua creativa no deja de intentar (aunque fracase una y mil veces) de nombrar y representar aquello imposible. “¿Cómo narrar la enfermedad?” se preguntan Javier Guerrero y Nathalie Bouzaglo en su antología Excesos del cuerpo: Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina y lo piensan como un tópico persistente en la literatura del continente de los últimos años, cuyas propuestas estéticas abren una respuesta en abanico: cada autor y autora logra pensar y narrar la enfermedad de formas diferentes y ofrecen, a su vez, una serie de interrogantes éticos3.

Para Moraña, el padecimiento físico se resiste a ser aprisionado por las palabras y eso impide compartirlo con otros: “Nada produce más certeza acerca de la fragilidad y resistencia de lo humano que sentir el dolor, ni más ajenidad que oír hablar de él, ya que se trata de vivencias intransferibles e irrepresentables” (2021, p. 372). Sin embargo, la literatura persiste en ello, juega en esa imposibilidad, en la tensión entre el dolor expresado y el vivido, propone un repertorio de metáforas, corre la cortina para develar el trasfondo común de la especie (y el sufrimiento de lo animal-no humano, también), busca la compasión del lector, pretende acortar esa distancia, aparentemente infranqueable, para con los otros, proyecta una dimensión ética al desplegar preguntas que no tienen fácil respuesta.

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Diario del dolor o “el robo insidioso de la vida”

Usamos aquí una frase de Sontag a modo de metáfora para leer el texto de María Luisa Puga, publicado unos meses antes de su muerte. La autora mexicana (1944-2004) estuvo afectada durante años por artritis reumatoide inflamatoria sobre la que da cuenta este libro, en donde toma protagonismo el dolor, convertido en una especie de interlocutor impuesto, privilegiado y omnipresente. Sin embargo, Puga había enfrentado numerosos obstáculos ante la enfermedad y a pesar de un paulatino e incesante deterioro físico, no dejaba de escribir. Sin embargo, como lo refirió su pareja Isacc Levin en un homenaje publicado en Tierra Adentro: “Enfrascados como estábamos en vencer (venciendo) a la artritis, no nos dimos cuenta de ‘lo otro’. Sobrevino un choque séptico (presión baja, corazón acelerado, infección masiva, autodestrucción y diseminación del tumor, obstrucción del riñón…” (2005, p. 26). Bajo la figura de la otredad, el cáncer aparece como una última condena. Puga escribe como un presagio en su cuaderno 223, un 31 de diciembre de 1992: “Sueño: tengo cáncer en el seno derecho”4. Ese crecimiento anómalo, que degenera y estropea todos los tejidos, el cuerpo entero, la vida.

Diario del dolor se suma a una copiosa producción escrituraria. Nos referimos, no solo a su ficción, sino también a la asidua y persistente labor de escribir sus cuadernos durante 32 años, a mano o en computadora, esa misma que no puede fallar porque al igual que su cuerpo maltrecho, la deja “coja”. Se trata de 327 libretas que forman parte del Archivo Puga, legadas a su hermana y el faltante de otros 20 anotadores. En el año 2016 se inició el proceso de digitalización de estas cartillas. Un año más tarde se llevó a cabo la muestra “María Luisa Puga: una vida en diarios” que reúne una selección de sus borradores personales, cartas y fotografías para la Colección Benson, a cargo de Emma Whittington5.

El Diario de Puga se construye a partir de cien viñetas. Cada una de ellas es una imagen recortada de la experiencia arrasada por la enfermedad como en un rompecabezas: el dolor, los vaivenes de la escritura, las pequeñas (y momentáneas) victorias sobre el padecimiento, la alteración de la rutina, el espacio y su cuerpo adolorido. El texto puede ser entendido en los términos que Laura Scarano expone al hablar de una literatura que “se ha abocado a una lectura de la propia intimidad de la persona para, desde allí, comprender mejor el mundo, la historia, la desmesura de lo real, anclado en los menudos hilos de la subjetividad” (2007, p. 39).

Un cuerpo enfermo que no cesa de escribir, que intenta ordenar su mundo exterior e interior a través del discurso. Desde esa individualidad es que la experiencia y las emociones se despliegan: la rabia, pero también la risa, el miedo, la incertidumbre, el amor encuentran lugar en el texto. Se reconocen al escribirse. En ese juego autobiográfico, el diario se sumerge en las profundidades de una exploración afectiva y revela esos sentimientos íntimos pero que han sido moldeados por la cultura. Le Breton aclara en este punto: “Las percepciones sensoriales o lo sentido y la expresión de las emociones parecen la emanación de la intimidad más secreta del sujeto, pero no por ello están menos social y culturalmente modelados” (1998, p. 9). Es lo que Scarano denomina una “retórica de la intimidad” que plantea cierta literatura autofigurativa (2007, p. 46). La escritura se vuelve reflejo de una subjetividad, con sus luces y sombras. Una identidad herida “Soy artrítica y no me queda más remedio” (Puga, 2004, p. 47), cuyo anclaje es el cuerpo descalabrado: “De tanto en tanto un pellizco, un soplo de algo chirriante. Una como torcedura al hacer algún movimiento” (Puga, 2004, p. 39).

El Diario puede leerse en el cruce de la ficción y lo autobiográfico. Sus fragmentos zurcen un nombre propio (y una máscara) “María Luisa Puga” (2004, p. 33). Recorridos por un yo siempre acompañado por un tú, el Dolor, el coprotagonista, una especie de doble con quien entabla un diálogo/conflicto permanente con momentos de tregua, a veces el enemigo, otras veces “una compañía ineludible e inasible, concreta que me cubre como coraza” (Puga, 2004,

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p. 9). Para Celia Fernández Prieto, “el sujeto se crea a medida en que se escribe” en la autobiografía y si bien, puede establecerse una filiación entre autor real y enunciador textual, ésta es vacilante puesto que se articula sobre las tensiones irresolubles de lo vivido y su representación, entre lo uno y lo múltiple de la subjetividad (Amícola, 2006, p. 31). Es un yo que se desplaza y se construye narrativamente, pedazo a pedazo y que da cuenta del “carácter migrante de toda identidad” que señala Leonor Arfuch (2002, p. 31). Frente a la enfermedad que descuartiza el cuerpo, lo recorta, la voz intenta decir esa experiencia marcada por el dolor, pero que, sin embargo, funciona como anclaje de la vida en tiempo presente:

Perdí el pasado y el futuro. Ambos son irreales (…) Ya no soy así y no seré de otra manera. No lo puedo imaginar. Soy este presente raro y largo que no me permite ver hacia dónde se dirige y en el cual estamos contenidos Dolor y yo como incómodos pasajeros en un vagón de tren. Hay mundo en torno nuestro, podemos escucharlo y sentirnos contenidos por él, pero, al menos, no me siento parte de él. (Puga, 2004, p. 16).

La obra que diseña una serie de huellas referidas a la escritora y a su vida, puede ser pensada en los términos en que Nancy Fernández estudia la experiencia en la poesía de Arturo Carrera , por ejemplo: “…como reposición de una singularidad y también un acontecer. No se trata sólo de la firma autoral con que marca la propiedad del enunciado, sino y sobre todo de la poesía como sistema donde se pone en juego el carácter de su individualidad” (2008, p. 56). La aparición del dolor es la que inunda la mayor parte del diario, es el acontecimiento que señala un quiebre en la trayectoria existencial, una ruptura con ese país de los sanos que refieren Sontag y Lihn. El dolor es ahora la lente por donde mirar y sopesar la vida:

Por más que me esfuerzo no puedo ver por encima de él. En cualquier dirección que mire, ahí está, aunque sólo lo capte oblicuamente. Está estacionado en mi mirada y es cuando despierto por las mañanas cuando más extrañeza me causa. Llegó, llegó para quedarse, pero no me puedo acostumbrar a él. Con nostalgia recuerdo cuando no estaba, o no de esta manera tan definida. Y como me cuesta acostumbrarme, la que cambia soy yo. Soy desconocida (…) Parece que acepta, que es sumiso y que con tal de quedarse hará lo que yo le diga, pero va agarrando confianza. Se siente cada vez más libre. (Puga, 2004, pp. 10-11).

El malestar continuo repercute en los estados de ánimo del yo. Las emociones que suscita son inseparables del cuerpo y afectan al modo en que esa subjetividad observa y se vincula con el mundo que la rodea. Hay tres tipos de amaneceres: “… el diabólico, el adolorido, el normal con dolorcitos. Es en el transcurso de la noche cuando me va diciendo (murmurando) Dolor cómo será el día siguiente (…) pero basta el menor movimiento para saber cuál será” (Puga, 2004, p. 17). Estas formas diferenciadas del dolor parecieran referirse a lo que Le Breton distingue cuando habla de dolor agudo, crónico y total (1999, pp. 23-37). En Diario encontramos diversos momentos —como el que plantea la viñeta mencionada— de variada intensidad y duración, pero es notable cómo ese sufrimiento largo y penoso se convierte en una progresión hacia la muerte inminente.

Asimismo, el dolor pone en evidencia lo monstruoso a partir de las transformaciones que sufre el cuerpo enfermo que ingresa al régimen de lo visible: “Porque el ser humano es eréctil, cualquier otra postura es aberrante” (Puga, 2004, p. 23), “… la verdad es que me siento grotesca. Es que no soy yo. Y la verdad es que cojeando, doblada y con la cara estragada,

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tampoco soy yo” (Puga, 2004, p. 62). La escritura exhibe una metamorfosis, un desorden radical, la imagen atroz de un cuerpo que ha dejado de ser saludable o funcional: “yo extraño caminar, no rápido ni agitado, sino desplazarme, estirarme sentir todo mi cuerpo sin que me duela nada. Hace mucho de eso, Dolor, pero sigo extrañando porque me parece natural que el cuerpo humano se mueva en todas direcciones” (Puga, 2004, p. 68). En el diario flota la imagen de un cuerpo anterior, “normal” y se constata una deriva hacia el final: “Tengo miedo de que me duela más, tengo miedo de quedar más imposibilitada de lo que estoy, tengo miedo de morirme” (Puga, 2004, p. 78).

En Diario del dolor, hay una búsqueda del yo solapado por el sufrimiento. En ocasiones, se establece un juego (o una batalla) de primer y segundo plano y la pregunta por quién es el protagonista de este relato personal que se construye. La prosopopeya del Dolor funciona como mascarada de quien padece. Permite a ese yo decirse a sí misma, aunque, a veces, se constituye en la imagen de quien asalta el territorio corporal:

Tiende a ocupar todo el espacio. Desplazarlo a uno por completo. Y muestra su cara agresiva cuando uno no lo deja. Uno no lo deja que invada por completo por miedo ya no es tanto el dolor lo que intimida, sino su agresividad. Llega a ser tan extrema que uno despliega una nueva actitud: la rabia. (Puga, 2004, p. 9).

La narración de la propia vida y la autoexploración pueden entenderse en los términos de “espacio biográfico” de Leonor Arfuch. El registro de lo biográfico cuya trama es múltiple y heterogénea “intenta aprehender la cualidad evanescente de la vida”, examinar el acontecer impuesto por la enfermedad, narrar los pequeños sucesos cotidianos afectados por el dolor incesante, la preocupación por dejar rastros, el examen de la propia existencia y quizás, la búsqueda de trascender (2002, p. 17). Al leer Diario del dolor, podemos pensar que, ante el cuerpo sometido, el único resguardo está en la lengua. Podemos arriesgar entonces que “el valor biográfico” (Arfuch, 2002, p. 28) de esta narración está en el impulso de asentar y ordenar la experiencia singular, profundamente humana, de un cuerpo doliente que sobrevive día a día:

Ya estamos a mediados de año, Dolor, ya llevamos nueve meses de convivir abiertamente, aunque quién sabe cuántos de no hacerlo tan abiertamente. Si pienso… es horrible. Qué desconocido eras y cómo te aguanté tanto tiempo. En el coche, en las escaleras, en la vida de todos los días. Éramos tú y yo sin hablarnos. Nuestra indiferencia era sólo semejante a la de dos pasajeros de autobús que no tienen ganas de platicar (…) Yo antes ni siquiera te nombraba. Decía cosas como: la rodilla me dio mucha lata hoy; la cintura no me dejó en paz. Pero no te nombraba, te hacía a un lado con un par de analgésicos o un par de tequilas, que a fin de cuentas son lo mismo. En mi vida no había cabida para algo que se llamara Dolor. Si mi postura era chueca, se debía a la humedad de la casa, o por el relampagueante viaje a México. O porque había comido mal o había fumado mucho, pero me iba a la cama, me despatarraba en cualquier postura y a la mañana siguiente a la alberca. Me dolía por aquí y por allá, pero a lo largo de los años aprendí a capotearte sin tener que nombrarte.

Desde 1985.

Cómo nos evitamos hasta octubre de 2001. (Puga, 2004, p. 49)6.

La enfermedad incide en el tiempo y el espacio. Los fragmentos del Diario diseñan un devenir vital enlazado, en su mayor parte, al espacio privado de la casa mientras “Está

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pasando el mundo” fuera (Puga, 2004, p. 40). Todo lo cotidiano queda inundado por la arremetida contra la salud: “…descubro su insidia, su inagotable insidia y no me repongo. No puedo sino mirarlo y ver cómo hace de los objetos (que yo creía amigos míos), sus secuaces” (Puga, 200, p. 11). Lo doméstico se torna extraño, las simples acciones diarias como ingresar a la casa con “Adaptaciones: grava, escaloncitos, puntos de apoyo” (Puga, 2004, p. 51), tender la cama y “con el bastón alisar la sábana” (Puga, 2004, Pp. 18-19) o sumergirse en el agua se convierten en verdaderas carreras de obstáculos por vencer:

La alberca, por ejemplo, a la que Dolor no va ni de chiste porque es alérgico al agua caliente. El artilugio que el HOMBRE inventó para bajarme al agua como si yo fuera una paracaidista, una mujer araña, una especie de clavadista de la Quebrada, pero sentada cómodamente, como una especie de representación sagrada que entra y sale de las aguas, fue sensacional. (Puga, 2004, p. 52).

Señalamos anteriormente, los cruces posibles entre el discurso biomédico y la literatura a partir de algunas consideraciones de Laplantine, Sontag, entre otros. Esa frontera lingüística entre la enfermedad, el sujeto afectado (el paciente) y la medicina tiene especial atención en el Diario, por ejemplo, en “29. Explicaciones especializadas”:

El Tejido conjuntivo, dice el doctor con la misma expresión que si dijera: una

buena digestión. Lo miro esperando. Se da cuenta y se explaya: La artritis es una de las enfermedades peor nombradas. Artritis reumatoide. (…)

El tejido conjuntivo, dice con satisfacción, es TODO. Por eso el enfermo no sabe nunca por dónde le va a aparecer el dolor. Por eso al enfermo no hay que ayudarlo, hay que ofrecerle sostén. Él sabe cómo y dónde se apoya. (…)

El doctor sigue hablando y yo dejo que sus palabras me rocen como una brisa suave, sin seguirlas porque aunque me gusta su entonación no entiendo nada, pero: ESPONDILITIS ANQUILOSANTE. ¡Órale! Qué bonito término, ojalá eso tuviera yo. (Puga, 2004, pp. 27-28).

Podemos pensar este fragmento a partir de lo que Ivonne Bordelois señala en A la escucha del cuerpo. Puentes entre la salud y las palabras al dar cuenta de cómo el vocabulario clínico “actúa muchas veces como una muralla abrumadora, una pantalla opaca o un sistema de pasaje que los convierte en hablantes y habitantes de un dialecto hermético, separados del resto de la sociedad” (2016, p. 9). La jerga profesional del médico posee el poder de nombrar y establece una distancia inaccesible que replica, de manera inversa, el agotamiento del lenguaje del enfermo que intenta describir su dolor —en palabras de Virginia Woolf—. Es sugerente la recuperación etimológica de la palabra “enfermedad” que realiza Bordelois y que apuntamos aquí: “…viene del latín in-firmitas, que significa carencia de firmeza, debilidad, inconstancia”, indicio que el hablante del español ha olvidado y cuya connotación negativa se ha disuelto (Bordelois, 2016, p. 104).

Si bien, en el caso de la enfermedad que se narra en el Diario no hay un sentido moral alrededor de la dolencia (como podría ser en el caso del sida según sostienen diversos autores)7, sí es notable esa cualidad de lo enfermo, entendido como lo opuesto a lo “sólido, fuerte, estable”, en fin, a lo que podemos calificar como propio del país sano, puesto que el tejido conjuntivo es el más abundante y ampliamente distribuido por el organismo y lo que le permite cumplir con la función de sostén, armazón del cuerpo. De allí, que la postura erguida sea sinónimo de saludable y que, ante su perdida paulatina, ese yo que escribe se ve obligada a usar el bastón o la silla de rueda para cumplir con ciertas funciones corporales que se encuentran limitadas u obstruidas.

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Del mismo modo, la maquinaria tecnológica y hospitalaria intimida: “Un lenguaje de rayos, tubos, neones y metales se propaga entre la herida y el que sufre. El hospital etimológicamente es sitio de hospedaje, pero también, muchas veces un recinto de alienación y hostilidad (Bordelois, 2016, p. 9). Palabras como OPERACIÓN, QUIRÓFANO (Puga, 2004, pp. 30-31) ingresan en el universo del Diario como extranjeras, generan emociones de incomodidad, estupor, amenaza. El lugar que debe proveer una cura se convierte en cruel, en la cara deshumanizante de la medicina, de sus tratamientos y de su burocracia kafkiana (Puga, 2004, p. 38), junto con la pérdida del nombre y del rostro: “mi verdadera identidad: 205836” (Puga, 2004, p. 39).

La escritura continua es parte de esa cartografía doméstica que resguarda a la enferma. Si todo se ve afectado por el dolor tenaz, el ritual de la palabra se convierte en un acto de resistencia y de memoria: “Porque antes de todo esto, yo siempre traía una novela en la cabeza, rondándome como mosca” (Puga, 2004, p. 19). Del mismo modo que el bastón, la escritura es una extensión del yo. Dice al sujeto y lo interroga: “¿Te vas a curar?”:

Ni idea. No sé qué es lo que significa estar curada. ¿Caminar erguida sin Dolor? ¿Retomar mi vida en el punto en que se quedó cuando llegó Dolor? No logro imaginarlo. Me costó tanto trabajo aprender a ser así que creo que no tengo fuerzas para aprender otra forma. Eso le digo a la escritura porque es ella la que no encuentra palabras para hablar de una posible realidad curada. (Puga, 2004, p. 20).

La escritura sufre los vaivenes de un cuerpo doliente. Aparece y desaparece. Se desdibuja, toma fuerza y adquiere magnitud a la par del Dolor: ahora son una tríada. Ella se convierte en coprotagonista también y ejecuta su arte: “—Nada, calma, calma. Estoy buscando un ángulo por dónde tomarte, por dónde decirte, que no sea común y corriente” (Puga, 2004, p. 32). La lengua como un espejo devuelve un retrato nuevo de esa existencia dolorosa. Devuelve la imagen del presente y recuerda, simultáneamente, la figura de un “cuerpo libre y ágil que se ponía en cualquier postura” en el pasado (Puga, 2004: p. 69). La memoria se zurce recuadro a recuadro en el Diario; la vida se recupera y se narra de modo selectivo, en tensión con el olvido.

El cuaderno es la tabla de supervivencia que configura todo a su alrededor en un ritual íntimo que busca escaparse del Dolor imperturbable: “… sirve para inventar las palabras con las que voy a decir o a decirme. O sea, sirve para ensayarlas. (…) ¿Se ha visto algo más tangible, más concreto, más sabroso que la escritura manuscrita? (Puga, 2004, p. 35). Ante la dificultad, cada vez mayor, de desplazarse por fuera del hogar (que se ha modificado además para asegurar cierto grado de movilidad y autonomía), la escritura es también un viaje al interior de esa subjetividad que se nombra y se explora.

Ese yo no renuncia al placer de la escritura, el recorrido gozoso de las palabras, de una corporalidad textual hecha a mano. Al contrario, el espacio verbal se torna campo de batalla frente al Dolor como antagonista: “No me atenaces el brazo derecho. Eso no va a cambiar mi decisión. Si acaso me enchueca la letra y me saca una que otra lágrima. Recapacita, por más que insistas no puedes ser el protagonista…” (Puga, 2004, p. 90). Diario del dolor pone bajo la luz la intimidad de un sujeto, da cuenta de una experiencia el torno a la enfermedad y al padecimiento, narra las peripecias en el territorio del cuerpo y el hogar. La viñeta final sintetiza: “Así es esto del dolor diario” (Puga, 2004, p. 92). Imbricación de una lengua, una vida, una mirada y una afectividad.

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“Yo me encorvo ante el cuaderno” o notas finales

La frase recupera el gesto corporal hacia el espacio de la escritura (Puga, 2004, p. 35). Escena que resume el cruce de lo ficcional y lo biográfico que es factible de leer en Diario del Dolor de María Luisa Puga. Una vida narrada, confesada en el interior de un cuaderno, intenta decirse ante el grito inarticulado o la lamentación que infringe un dolor crónico, que no da tregua y que señala el destino inexorable del sujeto hablante —y por extensión, de toda la humanidad—: la muerte.

Hemos recuperado algunas propuestas teórico críticas que nos permitan pensar el cuerpo en una mayor complejidad y no restringirnos exclusivamente a su materialidad biológica, pero sin pretender borrarla tampoco. El cuerpo es un entramado anatómico y simbólico sociocultural. En palabras de Le Breton “La existencia es corporal” (2002, p. 7). Por lo tanto, la enfermedad avanza sobre el cuerpo e invierte el lado luminoso de la vida, puesto que manifiesta esa vulnerabilidad que nos involucra en tanto humanos.

Diario del Dolor puede pensarse como parte de una serie literaria latinoamericana —a la que hemos referido sucintamente— en la que el tópico de la enfermedad ingresa como oportunidad para plantearse la pregunta sobre cómo representarla, cómo narrarla. Cuál es el cruce posible entre lo real y lo imaginario, atravesado por la experiencia dolorosa de un cuerpo en decadencia, la pregunta por el yo, los límites estéticos que se imponen, las reflexiones éticas que se derivan de su lectura.

El libro de Puga es una metáfora también del dolor crónico, omnipresente, que tiñe cualquier quehacer, incluso la escritura. Discute con el discurso biomédico, con sus diagnósticos mal logrados o insuficientes, pero, además, con los posibles tratamientos en busca de una cura o de un vivir más digno, sin dolor8.

El dolor aparece como un doble indeseable, pero inevitable. Se articulan alrededor suyo palabras como impermeable, invasor, enemigo/amigo, confidente, violento, infinito, imperturbable. Ocupa —casi— todo el espacio vital y verbal. Poco queda por fuera, algunos restos de una cotidianeidad a salvo: “…los sonidos de los pájaros del amanecer, el agua que corre, las voces de los demás, los motores, las urgencias de cualquier índole” (Puga, 2004, p.

24)que la mano registra en el cuaderno. Hay una lucha, no solo corporal, sino también en el territorio de la lengua.

Si el lenguaje sufre de agotamiento para hablar de la enfermedad, como expresa Virginia Woolf, el Diario no teme el ridículo y aborda la aventura de ponerlo en palabras, aunque sea derrotado, porque el peligro de lo indecible está presente. Viaje hacia el interior de un yo que se nombra —María Luisa Puga, en los intersticios de lo ficcional y del espacio autobiográfico— hacia el pasado de una vida sin dolor que se recuerda en claroscuro, hacia la imposibilidad de una cura definitiva, a las emociones que atraviesan el cuerpo y el texto. Como un estetoscopio escuchamos el quejido de esa subjetividad que sufre y que a cuestas de ese dolor repite el registro de la vida íntima, diaria, del amor y el compañerismo, de las pequeñas y grandes imposibilidades domésticas que van apareciendo, de las limitaciones corporales que se van acumulando y de una frontera de la soledad irremediable e incomunicable de atravesar esta experiencia penetrante de la enfermedad y sus síntomas.

El texto, al modo de una radiografía, revela la metamorfosis corporal: como los miembros se retuercen, se deforman, se encorvan. El diario registra esa tensión entre la memoria de un cuerpo y este otro que devuelve el espejo y la escritura. Si bien esta tarea no logra ser una cura (y quizás tampoco lo pretenda), inspecciona las señales anatómicas y emotivas que acompañan el periplo de la enferma, recluida en la casa, vista y sentida como refugio, cárcel,

hospital… ¿tumba? Podríamos decir que es un “estar-en-el-mundo” (Hernan Parret en

Scarano, 2009, p. 217)9, del mismo modo en que el Diario lo es.

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Puga, M.L. (2004). Diario del dolor. México: Alfaguara.

Scarano, L. (2007). Palabras en el cuerpo. Literatura y experiencia. Buenos Aires: Biblos. Scarano, L. (2009). Territorios de la intimidad. Revista del Centro de Letras

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RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Isabel Aráoz, Yo sólo podía ver mi vida súbitamente coja”: cuerpo y enfermedad en Diario del dolor de María Luisa Puga. pp. 70-81.

Notas

1Recomendamos la lectura de El sida en la literatura cuir/queer latinoamericana (2017) de Claudia Costagliola que arma una serie literaria en relación con la problemática de la enfermedad, especialmente a aquellas novelas, crónicas y diarios entre los años ochenta y noventa que abordan al sida en una doble dimensión, como enfermedad física y textual.

2El Diccionario de Lenguas de Oxford (2021) proporciona una primera definición concisa que da cuenta de la dimensión fisiológica del dolor (disponible en: https://languages.oup.com/google-dictionary-es/), que resulta más adecuada para lo que pretendemos plantear aquí, teniendo en cuenta la propuesta antropológica de David Le Breton. El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española (2020), en cambio, solo se limita a

decir “Sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior”. Disponible en: https://dle.rae.es/dolor.

3“Títulos contemporáneos como Wasabi de Alan Pauls, El infarto del alma de Diamela Eltit, Fruta podrida de Lina Meruane, Salón de belleza de Mario Bellatin, Zona de derrumbe de Margo Glantz, Mal de amores de Ángeles Mastretta, La enfermedad de Alberto Barrera Tyszka, Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, Antes que anochezca de Reinaldo Arenas, Paula de Isabel Allende o El desbarrancadero de Fernando Vallejo —por nombrar solo algunos recientes— han insistido en la visibilidad y vigencia del tópico que nos convoca”. (Guerrero y Bouzaglo, 2009, p. 28) Además de otros libros que se incluyen en esta sugerente antología.

4Como refieren diversas fuentes, María Luisa Puga murió de cáncer de hígado un 25 de diciembre de 2004.

5https://utlibrariesbenson.omeka.net/exhibits/show/maria-luisa-puga

6La cita prosigue: “NADIE, desde 1985, habló de artritis y mucho menos de cadera. Se hablaba siempre de columna y en una ocasión de reumas (la humedad de la casa era la explicación).

¿Cuándo comencé a cojear? Esporádicamente, por temporadas, desde 1985. Cuando se volvió visible fue en 1994, año en el que me secuestraron y caí al lodo y piedras y lo que hubiera como mil veces. Cuando me hicieron caminar por el bosque bajo la lluvia. Tú, Dolor, no estabas ahí. Quien estaba era la adrenalina.” (Puga, 2004, p. 49). La escena descripta recupera, tangencialmente, el violento episodio de su secuestro durante una semana. Otro hecho biográfico que se cuela en una escritura plagada de autorreferencias. https://www.excelsior.com.mx/expresiones/2018/02/03/1217891

7Por supuesto, hay abundante bibliografía crítica sobre el tema. En nuestro artículo hemos mencionado algunos estudios: Sontag, Costagliola, Giorgi, Guerrero y Bouzaglo, Boudelois, Moulin, etc.

8Eduardo Ibarra señala en su artículo “Una Nueva Definición de “Dolor”. Un Imperativo de Nuestros Días” cómo el tratamiento del dolor debe pensarse como un derecho humano per se, para referirse especialmente al dolor crónico al que considera una enfermedad en sí misma (y no una consecuencia, cuyas causas pueden ser diversas e infinitas, muchas sin diagnósticos posibles). Si la definición de salud es un estado completo de bienestar, el no tratamiento del dolor es sinónimo de una tortura inaceptable contra la dignidad humana (2006, pp. 68-70).

9Aclara Scarano: “Desde la corporalidad de los sujetos, vemos al cuerpo humano como mediador en la construcción de la significación sentimental, haciendo uso de esos esquemas de experiencia emocional que migran en el interior de nuestra cultura y determinan nuestros sentimientos” (2009, p. 218). Es decir, aquello que pertenece al territorio de lo íntimo está atravesado por lo social.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Isabel Aráoz, Yo sólo podía ver mi vida súbitamente coja”: cuerpo y enfermedad en Diario del dolor de María Luisa Puga. pp. 70-81.

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35972

El cuerpo enfermo como potencia en Fruta podrida (2007) de Lina Meruane

Julieta Marina Vanney

Universidad de Buenos Aires – CONICET julietavanney@gmail.com ORCID: 0000-0002-3712-0941

Recibido 10/05/2021. Aceptado 21/07/2021

Resumen

En el presente trabajo nos proponemos realizar una lectura de la novela Fruta podrida (2007) de Lina Meruane que hará foco en el personaje de Zoila con el objetivo de establecer una indagación sobre la potencia que tiene el cuerpo enfermo como forma-de-vida en el marco de un sistema que, bajo el imperativo y la promesa de la salud, se manifiesta en una intervención que separa cuerpo y persona, y establece un imperio en el que la obligación de hacer-vivir invade todos los ámbitos de la existencia. En Zoila convergen una serie de tensiones que complejizan las taxonomías sobre las que se arma el texto (salud/enfermedad, productividad/improductividad): ella vive en la enfermedad que la está matando; se multiplica y re-produce; en su aparente ocio, trabaja en pos de un objetivo; y, finalmente, plasma, mediante la escritura, la descomposición de su cuerpo. No queremos decir con esto que la enfermedad representa algún tipo de liberación para Zoila, pero sí podemos afirmar que la instala en otro campo de relaciones de poder a partir de las cuales ella, mediante una serie de operaciones, logra resituarse.

Palabras clave: cuerpo, enfermedad, descomposición, escritura, potencia

The sick body as potency in Fruta podrida (2007) by Lina Meruane

Abstract

In the present article we propose to carry out a reading of the novel Fruta podrida (2007) by Lina Meruane that will focus on the character of Zoila in order to establish an inquiry

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

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about the power of the sick body as a way-of-life within a system that, under the imperative and promise of health, manifests itself in an intervention that separates body and person, and establishes an empire in which the obligation to make-live invades all areas of existence. A series of tensions converge in the character of Zoila that complicate the taxonomies on which the text is built (health/disease, productivity/unproductivity): she lives in the disease that is killing her; she multiplies and re-produces herself; in her apparent leisure, she works towards a goal; and, finally, she captures, through writing, the decomposition of her body. We do not mean by this that the disease represents some kind of liberation for Zoila, but we can affirm that it installs her in another field of power relations from which she, through a series of operations, manages to reposition herself.

Key words: body, disease, decomposition, writing, potency

En el presente artículo nos proponemos realizar una lectura de la novela Fruta podrida (2007) de Lina Meruane haciendo foco en el personaje de Zoila, la hermana enferma, con el objetivo de establecer una indagación sobre la potencia que tiene el cuerpo enfermo como forma-de-vida en el marco de un sistema que, bajo el imperativo y la promesa de la salud, se manifiesta en una intervención que separa cuerpo y persona, y establece un imperio en el que la obligación de hacer-vivir invade todos los ámbitos de la existencia. Zoila es una enferma que jamás se convierte en paciente, así como tampoco se presenta como vulnerable, sufriente o inválida (Quintana, 2017) y que, con una actitud aparentemente pasiva, se construye a sí misma en un acto de resistencia. Fruta podrida es una novela que se arma sobre una serie de taxonomías (salud/enfermedad, productividad/improductividad) encarnadas principalmente en las hermanas María y Zoila. Sin embargo, a medida que avanza la narración, las fronteras entre los términos se permeabilizan y las relaciones se vuelven complejas. Es precisamente en el personaje de Zoila donde estas tensiones convergen y se complejizan: ella vive en la enfermedad que la está matando; se multiplica y re-produce; en su aparente ocio, trabaja en pos de un objetivo; y, finalmente, plasma, mediante la escritura, la descomposición de su cuerpo. No queremos decir con esto que la enfermedad representa algún tipo de liberación para Zoila, una instancia positiva, pero sí podemos afirmar que la instala en otro campo de relaciones de poder a partir de las cuales ella, mediante una serie de operaciones, logra resituarse.

Como mencionamos anteriormente, las fronteras se multiplican en Fruta podrida, pero no se trata únicamente de las fronteras entre países y las referencias a un mundo globalizado, una economía liberal y un mercado construido alrededor de la salud. También se trata de las fronteras entre los cuerpos sanos y los enfermos, los (re)productivos y los improductivos, los que poseen papeles (y derechos) y los que no. Dichas fronteras se materializan en una distribución de cuerpos, que quedan de un lado u otro y, en consecuencia, son sometidos a distintas violencias o abandonos por parte de un sistema que traza estos límites. Tal como sostiene Giorgio Agamben en Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida (2006), el estado de excepción es una estructura permanente del poder, de inclusión por medio de la exclusión. Se trata, entonces, de un poder que se define por producir vidas que sobran, vidas que serán abandonadas. En sintonía con este planteo, Lina Meruane afirma en una entrevista con la revista Palabra pública de Chile:

Lo que define al sistema neoliberal es que abandona sus funciones custodiales. El Estado busca achicarse en lo que le conviene, porque si hay que financiar armas, está bien. Pero si son viejos, mujeres embarazadas o discapacitados, toda esa gente queda abandonada. Es un sistema pensando para los que son

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jóvenes, efectivos y eficientes laboralmente, y eso genera una ciudadanía de segunda clase que está abandonada (Abate y Erlij; 2021)

Algo similar sostienen Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez (2007) cuando, citando a Judith Butler, señalan que la gestión de la población se da a partir de la producción de vidas residuales y cuerpos despojados de humanidad y protección política:

Gobernar la vida significa trazar sobre el campo continuo de la población una serie de cortes y de umbrales en torno a los cuales se decide la humanidad o la no humanidad de individuos y grupos, y por lo tanto su relación con la ley y la excepción, su grado de exposición a la violencia soberana, su lugar en las redes […] de la protección social. (p. 31).

Se trata de un sistema que presenta una compulsión por la salud y una obligación hacia la vida, mientras en paralelo genera un resto, una proliferación de cuerpos abandonados, enfermos, peligrosos o indeseados. De forma tal que la salud funciona como una ilusión o una promesa. Así pues, la representación de la enfermedad presente en Fruta podrida se elabora en sintonía con este planteo. Así continúa explicando Meruane:

La verdad es que estamos todos siempre rodeados de la posibilidad de enfermar o estamos viviendo con enfermedades. Es parte de los sistemas familiares y sociales. Lo vi muy claramente en el discurso de la migración, por ejemplo, […] El migrante es visto como alguien foráneo que trae algo que nos va a dañar. Ahí hay un problema discursivo enorme. […]. Hay que pensar en esa relación, de lo que consideramos propio y no. Si la pudiéramos pensar con más normalidad, y entender que es parte del mundo en que vivimos, creo que estaríamos mucho mejor. (Abate; Erlij; 2021)

En el fragmento, podemos destacar que Meruane delimita un tipo de discurso que interpela a la sociedad actual y que se sostiene alrededor del rechazo hacia aquello que considera impuro o infecto. También establece un vínculo entre enfermedad y migración: el cuerpo migrante actúa como lo hace una enfermedad, se define como un elemento extraño y peligroso para un orden que se presume “sano”. En este punto resulta pertinente recuperar el planteo de Roberto Espósito (2013) que, tomando la semántica médica y jurídica, elabora una reflexión alrededor de las nociones de “comunidad” e “inmunidad”: mientras que la primera fractura las barreras de protección de la identidad individual, la segunda constituye un intento de reconstruirla de forma defensiva contra todo elemento extraño capaz de amenazarla. La inmunidad es, en efecto, necesaria para la vida, sin embargo, una vez que atraviesa cierto umbral, amenaza con destruirla. En esta dirección, en la novela de Meruane tiene lugar un conflicto de fuerzas que se materializa en un seguimiento y control del estado del cuerpo de Zoila (la Menor, enferma y ociosa) que da lugar a un despliegue de técnicas de “cuidado” de María (la Mayor, sana y productiva) para mantenerla viva hasta que llegue un prometido trasplante que curará la afección. De esta forma, la vida, en Fruta podrida, se presenta como un campo de conflicto, donde se ejerce un poder que consiste en hacer vivir y en un rechazo hacia lo infecto y hacia la muerte. En consecuencia, dentro de la novela, el suicidio o el derecho a muerte, se nos presenta como lugar en que un cuerpo se sustrae de ese poder: ni los médicos ni la Mayor van a permitir que la Menor se abandone a la muerte, por más de que ella así lo desee. Lo que nos presenta una evidente paradoja: el sistema puede abandonar, pero los sujetos no tienen permitido abandonarse. Por este motivo, cuando María intenta tomar

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veneno para evitar el arresto luego de haber envenenado la fruta de exportación de cuya plantación estaba a cargo, Zoila no se lo facilita y sostiene: “Por qué concederle una libertad a la que yo nunca tuve derecho” (Meruane, 2015, p. 127). De esta forma, las operaciones que lleva a cabo Zoila a lo largo de la novela estarán en función de sustraer su cuerpo de la trama médica en la que se encuentra inmerso y de vivir acorde con aquello a lo que su cuerpo tiende.

Zoila, la enferma

En una de las primeras descripciones de Zoila que aparece en el texto, cuando María la encuentra desmayada en el suelo sin saber aún el motivo, se la caracteriza de la siguiente forma: “Zoila era un bicho recién fumigado. Era una mosca enredada en la alfombra de la araña, el puro armazón de un insecto recién vaciado” (Meruane, 2015, p. 15). Se nos revela, desde el comienzo, como un insecto, a punto de morir, pero no aún, instalada en los márgenes de la vida, portadora de una enfermedad que “no era inmediatamente mortal ni tampoco inmediatamente curable. No era contagiosa: al menos no del modo en que se pegaban las plagas que a la Mayor destruía en el campo” (Meruane, 2015, p. 25). La enfermedad de Zoila posee otros efectos y otro modo de expandirse. Así lo desarrolla la voz narrativa:

[…]es una enfermedad hereditaria que de pronto despierta, se detona sin aviso, y a partir de ese momento el sistema defensivo empieza a recibir órdenes contradictorias, resoluciones suicidas. El propio cuerpo se rebela contra sí mismo, el cuerpo hace de sí su propio enemigo. (Meruane, 2015, p. 25)

El cuerpo aparece representado como territorio sensible a lo extranjero y peligroso, donde tiene lugar, además, el intercambio entre lo propio y lo ajeno. La enfermedad de la menor es silenciosa, impredecible y con capacidad de detonar en cualquier momento. Además, notamos que dicha enfermedad es constitutiva del funcionamiento de su cuerpo. Incluso la desobediencia de Zoila es atribuida a un gen hereditario: “es otra enfermedad congénita, también irremediable” (Meruane, 2015, p. 80), afirman los médicos. Por lo tanto, podemos sostener trata de un cuerpo rebelde, que dentro de su misma constitución biológica se ubica al margen del imperativo médico sobre de la vida: la enfermedad es autoinmune. Esta característica de la enfermedad de Zoila nos obliga a volver sobre el planteo de Espósito y la distinción que elabora entre inmunidad y autoinmunidad: aquel momento en el que las barreras protectoras se convierten en un riesgo mayor que aquello que intentaban evitar. En otras palabras, el sistema inmunitario de Zoila se hace tan fuerte que cobra una independencia que le permite volverse contra sí mismo, de manera tal que, parafraseando a Espósito, su cuerpo replica en escala biológica la excesiva demanda de protección presente en las sociedades actuales. Este hecho evidencia la interioridad que el monstruo biopolítico mantiene con el poder, tal como lo expresa Antonio Negri en “El monstruo biopolítico. Vida desnuda y literatura” (2007): el cuerpo enfermo comparte una profunda intimidad con el funcionamiento del sistema. De la siguiente forma continúa la descripción de la enfermedad: “el cuerpo había boicoteado la producción de insulina y ahora se encontraba en profunda deficiencia” (Meruane, 2015, p. 26). La elección del verbo “boicotear” no es azarosa: hace referencia a un impedimento voluntario en pos de un objetivo. En esta dirección Cecilia Sánchez Idiart sostiene que

la enfermedad de Zoila, al producir síntomas imprevisibles y contradictorios, constituye un ‘caso imposible’ (42) que representa un desafío infranqueable

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para los médicos. Ajena a todo imperativo de eficiencia, Zoila reivindica su ‘energía infinita para la desidia’ (79) y la afirma como potencia de invención de otros modos de vida” (2017, p. 175).

Se trata, entonces, de un cuerpo insubordinado, que se predispone genéticamente hacia su propia degradación, se consagra a la muerte y por este motivo es contrario a la ética médica, tal como se la formula en el texto. En este contexto, en las primeras páginas de la novela, Zoila recibe una sentencia de vida por parte del médico del hospital: “Mi hermana, doctor, mi media hermana, ¿va a morirse? Su hermana a medias, ¿morirse?, repitió el Médico palideciendo aún más y balbuceó: morirse nadie. Sobre mi cadáver morirá alguien en este hospital” (Meruane, 2015: 24). Y es precisamente dicha sentencia la que desencadena el conflicto que tendrá lugar en las páginas siguientes. Porque Zoila es un personaje que encarna su enfermedad, le da un discurso y la convierte en una dinámica que guiará sus acciones.

La reproducción y la multiplicación

Zoila no es productiva, o al menos no lo es en los términos en los que lo es María: trabajo y gestación. La mayor se embaraza para ceder esas criaturas a la investigación científica a cambio de una serie de beneficios, de manera que estas son también, al decir de Negri, monstruos:

[…] cuerpos que nacen fuera de la autonomía del sujeto genético y que pueden ser modificados o corregidos de acuerdo a la necesidad. O, más aún, pedazos de cuerpos que pueden servir para modificar a otros cuerpos, a veces para corregir defectos genéticos o patológicos, otras veces para aportar correcciones a la naturaleza. (2007, pp. 125-6).

Esta clase de monstruo, no obstante, no es aquel que el poder teme porque tiene la capacidad de subvertirlo, “sino unos que le sirven a la eugenesia porque el sistema del poder puede, de esta manera, funcionar y reproducirse” (Negri, 2007, p. 126). Ahora bien, Zoila, a diferencia de su hermana, eternamente embarazada y engranaje de un mundo higiénico y meticulosamente calculado, se presenta como un personaje prolífico, creativo y voraz. Si bien no cumple con el imperativo biologicista reproductivo, se trata de un personaje que sí se reproduce o, para ser más precisos, se multiplica o se desdobla. Esto puede verse en diferentes momentos.

En un primer momento el cuerpo de Zoila se divide en dos: un cuerpo para el seguimiento médico y otro cuerpo en descomposición. Así lo expresa ella: “Esas botellas donde esa otra que soy yo, esa otra llamada Z.E.C., dona obedientemente su orina para el análisis microscópico de sus constantes embustes” (Meruane, 2015, p. 63). Cada cuerpo tiene su propia grafía. El cuerpo de la medicina es obediente y queda registrado en los múltiples estudios (radiografías, tomografías, etc.) y en el cuaderno de composición, donde Zoila debe anotar lo que come, los resultados de los análisis de orina que “no miente como miento yo” (Meruane, 2015, p. 63). El cuerpo de la enfermedad se inscribe, en paralelo, en el “cuaderno deScomposición”. Por lo tanto, la que escribe, la que miente, la que tiene un plan, la que imagina, es Zoila. La otra, Z.E.C., expuesta por los resultados de los controles, está condenada a vivir por medio de intervenciones. Cuando Zoila logra escapar de Ojo Seco, se deshace también de Z.E.C.

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Luego, podemos ver que Zoila se multiplica al verse reflejada en los frascos de orina: “Continúo mirándome en mi reflejo amarillo y multiplicado de las botellas: ahí estoy toda yo, hasta la última gota de mí en estado puro, pero concentrada, envasada, amontonada yo en el suelo del baño” (Meruane, 2015, p. 63). Aquí el fluido que no deja mentir funciona, además, como un reflejo en el que Zoila se ve a sí misma multiplicada. De esta manera, queda plasmado que ella es varias a la vez: el cuerpo de la medicina, el cuerpo rebelde, la orina de los frascos.

Hacia el final de la primera parte, se produce un desdoblamiento entre María y Zoila. Cuando Zoila está a punto de dejar Ojo Seco rumbo al país del norte, la Mayor le dice que se lleve su pasaporte: “Si sales pronto todavía podrás usarlo. Nadie notará que no somos la misma. Nadie se dará cuenta por la foto” (Meruane, 2015, p. 126). En el relato se insiste en que Zoila no se parece al padre, pero sí es igual a su hermana. Ya en viaje, Zoila escribe en el “cuaderno deScomposición”:

mi reflejo se duplica en las ventanillas

dos viajeras observando

las cimas nevadas de una cordillera fantasma que quizás es otra

y va quedando atrás vamos quedando atravesadas estrelladas

fugaces. (Meruane, 2015, p. 128).

Zoila habita la casa de María mientras la acecha para conocer su funcionamiento con el objetivo de hacerla colapsar. Una vez logrado esto, toma su identidad y su dinero para viajar. Durante el viaje, Zoila duplica la imagen de su hermana y se desdobla.

Por último, ya instalada en la plaza frente al hospital, una enfermera aborda a una Zoila convertida en mendiga. La actitud impasible de Zoila frente a la oferta de ayuda de la enfermera genera desconcierto en esta última y la hace ingresar en un discurso exasperado a partir del cual comienzan a detonarse las certezas alrededor de las cuales articula su vida. Avanzado el relato la enfermera dice: “¿Somos… dos… usted y yo?, repite ella como si por fin comenzara a entender algo. Dos, o tal vez tres, le sugiero. Pero qué digo: más bien cuatro. Usted y la que trae los diarios, la enfermera que soy y la asaltante” (Meruane, 2015, p. 178). La enfermera queda cautiva de Zoila, que la utiliza como huésped, se multiplica y se desdiferencia de ella, de manera que, hacia el final, son varias, pero a su vez ya no saben dónde empieza una y termina la otra.

Si, tal como afirma Negri, el biopoder se configura como poder sobre la reproducción del ser humano, estos cuatro momentos del texto reflejan el ejercicio disruptivo de Zoila en relación con dicho poder: como un virus, se multiplica y, a partir de su proliferación, puede descontrolar el orden de los sistemas: el funcionamiento de su propio cuerpo, los resultados de los análisis, el orden meticuloso y compulsivo de su hermana y la subjetividad obediente de la enfermera.

La alimentación, la voracidad

A diferencia de la mayor, que come y luego vomita, la menor es un personaje hambriento, que se alimenta de manera voraz. Así lo afirma ella: “Yo no desperdicio ni devuelvo nada: tengo más hambre que posibilidades de saciarla. Hambre de todo lo prohibido, hambre de lo

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que quedó pegado en las ollas, de lo que sobra y se despacha en las bolsas de basura” (Meruane, 2015: 35-6). Las descripciones de Zoila comiendo rozan lo animal: hinca los dientes, agarra con sus uñas, rodea con sus labios. Se trata de cuerpo gobernado por el hambre, pero que presenta un proceso de asimilación fallado: María insiste en que aquello que la Menor come la desnutre. Sin embargo, ella ingiere esos alimentos prohibidos hasta que se le nubla la vista y su cerebro entra en cortocircuito.

Pero la voracidad del personaje no se manifiesta únicamente con la comida. Zoila también tiene hambre de relatos sobre ciudades y geografías desconocidas que potencian su imaginación. Quiere saber cómo es y cómo funciona el mundo dentro y fuera de Ojo Seco, pero no tiene éxito preguntándole a la Mayor:

Desde el umbral de la puerta lanzo preguntas sobre el mundo que mi hermana no contesta. Pregunto por geografías que desconozco pero invento, intento imaginar las avenidas que describen para mí los médicos que llegan cada tanto al hospital en sus grandes autos con sus enormes maletas llenas de candados. (Meruane, 2015, p. 48).

En este caso, se conformará con aprender y asimilar la forma en que su hermana actúa, sus rutinas.

Los médicos y, fundamentalmente, el enfermero se convertirán en la mayor fuente de información de Zoila. De esta forma, y sin que el resto de los personajes lo sospechen, Zoila empieza a desarrollar un plan con un objetivo. Para esto, registra información y hace transacciones: toma elementos que le son de utilidad a cambio de las intervenciones que hacen en su cuerpo:

Acepto sin interés sus compensaciones: […] Sus aparatos no me interesan, lo que quiero son los planos de las ciudades en las que trabajan. Extiendo las manos, que me los entreguen. Y ellos me donan sus mapas: aceptan marcar con cruces la ubicación exacta de sus hospitales, trazan rayas rojas por las calles y trenes subterráneos que a diario recorren. (Meruane, 2015, p. 48).

Más adelante en la narración, el enfermero le pide a Zoila que le agradezca por convidarle un cigarrillo y ella reflexiona:

Agradecerle por hablarme sin cesar, por informarme del mundo más allá del Ojo Seco, por traducirme la jeringoza de los médicos y las palabras en las calles de los mapas. Por extender mi horizonte durante las tardes de encierro y revelarme el destino clínico y hasta comercial de las incontables criaturas que ha parido mi hermana […]. (Meruane, 2015, p. 109).

El enfermero trabaja con la medicina, pero no es plenamente uno de ellos. Funciona entonces como un mediador. Le cuenta historias a la Menor (la de la anciana amputada, a modo de ejemplo1), le traduce lo que dicen los médicos: habla. A diferencia de Zoila que, según él, nunca dice nada. Así es como la enferma, tal como lo destaca Quintana (2017), se convierte, de manera progresiva, en una especialista. De esta forma, se dedica a gestar el plan que realizará luego, cuando genere la crisis que hará colapsar a su hermana y escape hacia la ciudad del norte, de los rascacielos, y se instale allí, donde se imparten las normativas médicas, frente al hospital que le marcaron en el mapa, que le describieron en los folletos, en

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el que se llevan a cabo los procedimientos y los tratos comerciales que le explicó el enfermero, el destino de las criaturas paridas por su hermana.

Precisamente antes del episodio de quiebre de María y del envenenamiento de la fruta de exportación, Zoila afirma que no tiene miedo o angustia y que se siente más dueña de su cuerpo que nunca. Al momento de emprender el viaje, así se describe el contenido de la valija con la que viaja:

[…]dentro vienen todos los dólares que te quedan y un viejo abrigo de María y las tijeras podadoras, y todos tus cuadernos llenos de poemas, de mapas, de recortes sobre hospitales y enfermedades; todos cuadernos de composición donde has ido anotando, a lo largo de los años, síntomas y diagnósticos; esos cuadernos te han convertido en especialista. El lenguaje de las células es el único que verdaderamente comprendes: ese idioma es tu única lengua y es tu mejor arma de ataque. (Meruane, 2015, p. 140).

El hecho de que el único lenguaje que ella comprenda sea el de las células delimita la caracterización de Zoila como personaje que funciona como enfermedad: entra en la célula y, utilizando su lenguaje, se multiplica para subsistir. Como un virus fuera de control, no puede ser detectada por el sistema inmunológico y atraviesa distintos obstáculos y distancias, convierte las fronteras rígidas en membranas permeables: genera la crisis a partir de la cual quiebra a su hermana y logra escaparse de Ojo Seco sin ser detenida, para luego pasar inadvertida por la frontera del país del norte e instalarse allí. Se revela, entonces, como “ese ser singular que es el monstruo [que] se vuelve cada vez más inasible. Se confunde con nosotros, se mueve entre nosotros: dentro de esta confusión, de esta hibridación, es imposible aferrarlo para retenerlo” (Negri, 2007, p. 115). Zoila viaja sin papeles, con el pasaporte de la hermana y encarna, de este modo, la metáfora médica alrededor del migrante como cuerpo peligroso e indeseado, que infecta a aquellos que tiene al lado, los utiliza como huésped, y luego se instala y detona en distintos puntos. En esta dirección Cythia Francica afirma que “Zoila se expande, su cuerpo tóxico se viraliza desde la intimidad de lo privado hacia el dominio de lo público para devenir noticia, amenaza misteriosa, escritura común” (2019, p. 68). Trasplantada en esa otra ciudad, mendiga, Zoila llevará a cabo atentados esporádicos en el hospital, en el ala de experimentación en trasplantes, a partir de los cuales sembrará una sensación de incertidumbre e inestabilidad dentro del sistema médico-sanitario.

Escritura y descomposición

En paralelo a los intentos de “salvarla” de la amenaza que representa su propio cuerpo, los médicos le indican a Zoila que siga un control meticuloso de lo que ingiere y de lo que excreta: un cuaderno de composición que la Mayor controla regularmente. No obstante, Zoila convierte este registro, con el agregado de una S, en el “cuaderno deScomposición”. Allí

“Zoila recorta notas de los diarios que contienen información sobre los hospitales, y vuelve a la bitácora de su viaje hacia la muerte trazando una escritura de la descomposición: fragmentos que se cortan, palabras que intentan describir los síntomas, versos que engrosan la palabra ‘deScomposición’: arma así una suerte de collage de la enfermedad” (Quintana, 2017, p. 129).

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Al decir de Francica (2019), el “cuaderno deScomposición” constituye una práctica que articula cuerpo y escritura, de manera que cumple un rol fundamental en la transformación corporal del personaje. Este ejercicio que lleva a cabo Zoila nos obliga a volver sobre el planteo que elabora, en “La escritura de sí” (1999), Michel Foucault a propósito de los cuadernos de notas en los cuales los griegos registraban las cosas leídas, oídas y pensadas, y que llamaban hypomnémata. Allí afirma que la escritura para uno mismo, así como la escritura para los otros ocupan un lugar fundamental en el mundo greco-romano y resultan ser un momento clave en todo “ejercicio de sí”, entendido como una ascesis que debe ser considerado como un entrenamiento de sí por sí mismo. Estas reflexiones de Foucault son recuperadas por Andrés Tello (2018), quien señala que se trataba de tecnologías de registro que operaban una transformación en las condiciones de apropiación de los enunciados, debido a que se orientaban hacia la singularidad de sí, en otras palabras, se trata de una “subjetivación del discurso que es al mismo tiempo una desubjetivación de las relaciones de poder” (2018, p. 276). Siguiendo el planteo de Foucault, Tello afirma, que dicha operación no es el ejercicio de un sujeto que pasivamente transcribe información, sino que consta de dos movimientos: la reunión de fragmentos heterogéneos mediante su subjetivación en la escritura personal y la formación de un modo de subjetivación en el escritor a través de esta recolección de cosas que han sido dichas. De esta forma, afirma, Foucault problematiza la producción maquínica de la subjetividad a partir de la delimitación de técnicas de sí que permiten descomponer los regímenes sensoriales de obediencia. La resonancia de este ejercicio con la práctica escritural que realiza Zoila en la novela es ineludible. En esta dirección, apunta Tello:

Los ensamblajes tecnológicos del cuerpo posibilitan entonces un conjunto de prácticas experimentales, que en lugar de reproducir códigos morales o regímenes sensoriales del archivo, apuntan hacia prácticas de transformaciones éticas de uno mismo y de nuestras relaciones con los otros. (2018, p. 278).

De esta forma, podemos sostener que Zoila lleva adelante una práctica ética —o, si se quiere, ethopoiética— que reformula su inscripción en el mundo mientras que, en paralelo, habilita un espacio de escritura, de espera y de degradación, a partir del cual tanto la promesa de salud por parte de la medicina como la sentencia de vida del comienzo del texto quedan sin efecto.

Solo tenemos acceso a unos cuantos fragmentos del “cuaderno deScomposición” que encabezan los diferentes capítulos de la primera parte del texto y sabemos que está escrito en clave poética: “Enrosco las tapas. Abro mi cuaderno y anoto frases que luego descompongo en versos, mientras espero” (Meruane, 2015, p. 64), expresa Zoila. Dichos versos

exploran las contigüidades entre la fruta y el cuerpo, descomponen la materia orgánica a partir de encuentros afectivos y descubren las mutaciones de los cuerpos no ya del síntoma de alguna enfermedad sino de la potencia dinámica de la vida para reinventarse. (Sánchez Idiart, 2017, p. 176).

En esta dirección, aparecen también entre los versos una serie de metáforas cruzadas que superponen y desdiferencian las nociones de cuerpo, mapa, rumbo, escritura:

me duermo sobre el mapa por ósmosis

se me mete un país dentro:

avanzo por las refrigeradas arterias urbanas

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recorro los pasillos embaldosados, descosidos en la línea difusa del horizonte:

qué podría perder, además del rumbo

perder la vida, perder el norte. (Meruane, 2015, p. 114).

La poesía se convierte, de este modo, en la lengua de la enfermedad, en una herramienta que le permite a Zoila crear operaciones propias de transformación de su subjetividad que, a su vez, habilitan una reescritura y redefinición de su cuerpo.

Sin embargo, para realizar dicha operación de rescritura del cuerpo, Zoila debe llevar a cabo, en paralelo, una descomposición del orden del lenguaje, de la frase. Sánchez Idiart sostiene que es precisamente en la materialidad de la lengua y la escritura en Fruta podrida donde el lenguaje se abre a nuevos usos y relaciones entre los cuerpos que permiten imaginar otras vidas posibles. De esta manera, tiene lugar dentro de la novela otro tipo de contaminación y descomposición: la lengua de la enfermedad contamina desde adentro el orden y la estructura narrativa. A modo de ejemplo, ya en el segundo capítulo nos encontramos con la irrupción de la siguiente construcción:

Como vuelvas a morderme, te arranco los dientes. Como vuelva a robar comida de la cocina.

Como me inyecte tanta insulina.

Como le siga mintiendo, nunca llegaré viva al trasplante, masculla mi hermana. (Meruane, 2015, p. 39).

Zoila toma una frase que le dice la hermana, una serie de amenazas, y a partir del uso de la anáfora, la convierte en una estrofa. Esta operación sucede de manera constante a lo largo de la narración de la primera parte. En esta dirección, podemos sostener que ya en la segunda parte Fruta podrida se convierte en un texto descompuesto: un discurso informe, a mitad de camino entre la narración y la poesía, con un uso caótico de los signos de puntuación, con una distinción precaria entre voces y personajes y, por último, en la misma tipografía con la que se incluye en la novela el “cuaderno deScomposición”. De este modo, podemos ver como toda la estructura narrativa ha sido contaminada hacia el final y comienza a tambalearse, hasta llegar al pedido desesperado de la enfermera de alguna clase de conclusión de un relato que finaliza, pero que argumentalmente no termina. De la misma forma que sucede con el cuerpo de Zoila, cuando la enfermera finalmente decide agarrarla y se encuentra con un conjunto de papeles y un cuerpo sin fin. Zoila se revela, en este punto, no como el cuerpo enfermo, infecto, de una mendiga, sino, al decir de Negri, como una trama monstruosa de existencia.

La vida abandonada

Una vez trasplantada a la ciudad del norte, Zoila se convierte en uno más de esos cuerpos abandonados por el sistema: una mendiga, instalada en una plaza frente al hospital donde lleva a cabo sus ataques. Zoila elije ser nadie o, en otras palabras, elije formar parte de la sustancia común: una más del paisaje compuesto por el concierto de mendigos de la ciudad, esos cuerpos en estado de abandono que están encerrados afuera. Esto se anticipa hacia la mitad de la novela cuando ella describe la escena de los mendigos en la plaza:

[…]el estrepitoso concierto de latas que nos ofrecen estos ciegos de ojos torcidos y demasiado abiertos. Ellos no están solos. Están tocando todos juntos sus tarros, sin miedo: tocan olvidados de sus cuerpos y yo también me olvido

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del mío para poder pensar, para ser verdaderamente fuerte. Nadie estás más cerca de ellos ahora que yo. (Meruane, 2015, p. 111).

Podríamos pensar que los mendigos, tal como están retratados en el fragmento –haciendo ruido con los tarros, sin miedo, olvidados de sus cuerpos, pero aun así fuertes– se constituyen como una fuerza colectiva. De manera que, una vez alcanzado este estado, Zoila, inmóvil, se deja vivir: aparentemente pasiva, contempla todos los movimientos del hospital y de la ciudad. Queda a la espera de que el tiempo pase, se repita y vuelva a comenzar. Ingresa en un estado de viaje quieto que, a su vez, tiene algo de transformación intensiva. O, también podemos pensar, al decir de Espósito (2013), que se trata de un estado de impersonalidad, que da lugar a la articulación de una biopolítica de la vida, no sobre ella. Zoila permanece en un estado entremedio: ya no es un ser individual y sin embargo hay algo que la distingue del resto de los mendigos; no está entregada a la pasividad, pero tampoco lo está a la acción porque comete sus atentados de manera asistemática a lo largo del tiempo, instalando cierta inestabilidad dentro del hospital; por último, no está ni viva ni muerta: permanece en un estado de sobrevida, al borde de la muerte. En esta dirección, resulta pertinente recuperar la conclusión de Agamben sobre la noción de vida en Deleuze que se desarrolla en “La inmanencia absoluta”:

Se entiende, entonces, por qué Deleuze puede escribir acerca de una vida que es ‘potencia, completa beatitud’. La vida está ‘hecha de virtualidad’ (Imm., 6), es pura potencia que coincide spinozianamente con el ser, y la potencia, en cuanto ‘no le falta nada’ (Imm., 7), en cuanto es constituirse deseante del deseo, es inmediatamente beata. Todo nutrirse, todo dejarse ser es beato, goza de sí. (2007, p. 88).

En la novela, la hermana mayor y los médicos decretan que aquello que Zoila come la desnutre y que debe someterse a cuidados estrictos y trasplantes experimentales. Sin embargo, Zoila se nutre bajo sus propios términos, de manera que, ya instalada frente al hospital, no necesita nada, porque ha alcanzado el estado al que tiende: se ha dejado ser. Hacia el final, Zoila no se destaca por sus ataques al hospital, sino por su permanencia. No son las acciones del personaje las que tienen relevancia, sino, en un plano de virtualidad, la potencia de obrar. La amenaza pasiva de la mendiga instalada frente al hospital, que ya entró, que podría entrar, pero no lo hace, que posiblemente lo vuelva a hacer.

Conclusión

No hay salud en Fruta podrida: todos están, de una manera u otra, enfermos. En este sentido, Deleuze señala en “La literatura y la vida” (1996) que la enfermedad no lo es en un sentido patológico, biológico o psicológico. La enfermedad, los síntomas, son aquellas cosas que nos atan al mundo. De manera que, en ese punto, la condición de la humanidad es la enfermedad porque, en definitiva, estar enfermo es pertenecer al orden de lo mundano. La salud, explica Deleuze, es la salud del arte, de la invención, es decir, aquellas experiencias que no son del orden de lo mundano, pero tampoco opuestas al mundo: revelan una parte invisible del mundo, una dimensión que no se ve a menudo. Esa salud de la literatura supone, a su vez, una salud deteriorada, no necesariamente la enfermedad, pero sí esa salud pequeñita que tienen los escritores o artistas, aunque no estén enfermos. Por lo tanto, aquello que todos piensan que es enfermedad en Zoila es, en algún punto, el único indicio de salud: de la literatura, de la invención, que permite percibir una cosa que nadie pareciera estar

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percibiendo, aunque también implica un deterioro. Así lo sostiene Deleuze: “[…] el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo” (1996: 8). Y continúa más adelante:

La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles. (1996, p. 9).

Hacia el final, Zoila, convertida en especialista, en médica de sí misma, logra elegir las condiciones en las que vive su muerte siguiendo aquello a lo que su cuerpo tiende. Pero, sobre todo, mediante el acto de creación poética: se revela entonces como una vida que no puede separarse de su forma y que, en su modo de vivir, se juega el vivir mismo. En este punto resulta decisiva la escritura del “cuaderno deScomposición” porque la escritura revela que, en Fruta podrida, la vida se presenta como un acto de creación en sentido amplio de la palabra: como sistema que, bajo sus condiciones, se crea y se mantiene y, en simultáneo, como el acto creativo en sí que representa la escritura en clave poética del cuerpo.

La vida se afirma en Fruta podrida, pero como fenómeno que no se define únicamente desde parámetros orgánicos o biológicos. Se trata de una vida en la muerte, que por esto mismo transgrede las leyes de la naturaleza; o, en otras palabras, una vida monstruosa que se juega en la inscripción de lo virtual, de la potencia, en lo actual. Esto, además, puede leerse en consonancia con el planteo de Negri sobre el monstruo político, la vida desnuda y la potencia: “La oposición monstruosa hace crecer al sujeto, vuelve epidémica su existencia y busca destruir al enemigo. No reconoce la ambigüedad, sino que la ataca, se enfrenta al límite y no diluye los márgenes, reconoce al otro sujeto como enemigo y, contra él, deviene potencia” (2007: 104). Por eso podemos concluir que Fruta podrida es un texto que se centra en la enfermedad y la descomposición para hacer, en definitiva, una afirmación de vida. En el contexto que se construye en la novela, la mera existencia de Zoila, es un acto de resistencia. Ella elije vivir su muerte y eso la posiciona más allá del límite de hacer vivir: vive su enfermedad, funciona como su enfermedad, deviene enfermedad y, en consecuencia, sus movimientos y contactos resultan ser prácticas contaminantes. Zoila es un personaje viral.

Referencias bibliográficas

Abate, J y Erlij, E. (2021). Lina Meruane: ‘Nadie está pensando en cómo salvar el mundo: ya se dio por perdido’. Archivo Radial Cultura. Palabra pública, s/p.

Agamben, G. (2006). Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos. Agamben, G. (2007). La inmanencia absoluta. En G. Giorgi y F. Rodríguez (Comps.),

Ensayos sobre biopolítica, pp 59-92. Buenos Aires: Paidós.

Deleuze, G. (1996). La literatura y la vida. En Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama. Espósito, R. (2013). Inmunidad, comunidad, biopolítica. E-misférica 10(1), s/p.

Foucault, M. (1999). La escritura de sí. En M. Morey, J. Varela, F. Alvárez Uría y A. Gabilondo (Eds.), Obras esenciales. Barcelona: Paidós.

Francica, C. (2019). Devenires de la corporalidad femenina en Fruta podrida (2007) de Lina Meruane: Toxicidad, memoria y exterminio. Estudios filológicos. Revista de lingüística y literatura, 62, 59-77.

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Giorgi, G. y Rodríguez, F. (2007). Prólogo. En G. Giorgi y F. Rodríguez (Comps.), Ensayos sobre biopolítica, pp. 9-34. Buenos Aires: Paidós.

Meruane, L. (2015). Fruta podrida. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora.

Negri, A. (2007). El monstruo político. Vida desnuda y potencia. En G. Giorgi y F. Rodríguez (Comps.), Ensayos sobre biopolítica, pp. 99-139. Buenos Aires: Paidós.

Quintana, I. (2017). Parcelas de vida: el arte y sus restos. 452°F, 17, 122-138.

Sánchez Idiart, C. (2017). Error de cálculo. Vida y enfermedad en la literatura latinoamericana. Kamchatka. Revista de análisis cultural, 10, 163-178.

Tello, A. (2018). Anarchivismo. Tecnologías políticas del archivo. Adrogué, Buenos Aires: Ediciones La Cebra.

Notas

1El enfermero le relata a Zoila la historia de una anciana que llega al hospital casi ciega y arrastrándose como una mendiga. Luego de amputarle las piernas ella exige que la dejen morir: “Mutilada estaré, decía ella hasta el final, lúcida, ácida, certera, pero soy una mujer entera ante la muerte. Y los pacientes de la sala común la aplaudían” (p. 67).

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35973

Archivos seropositivos: más recorridos

Javier Gasparri Universidad Nacional de Rosario – CONICET jegasparri@gmail.com ORCID: 0000-0002-5834-5146

Recibido 18 /05/2021. Aceptado 24/ 09/2021

Resumen

En este artículo se propone un recorrido por lo que se denomina archivos seropositivos. La exploración se sostiene en una diversidad de registros y materiales que transversalizan y sitúan distintos problemas y formas del archivo y encuentran en las huellas vinculadas al VIH- sida una serie de preguntas específicas. De este modo, se analizan, en tanto archivos, artefactos culturales de Fernanda Farias de Albuquerque, Naty Menstrual, Keith Haring y Derek Jarman, que permiten diseñar una perspectiva transnacional, así como una cartografía sexodisidente de las respuestas artísticas y (bio)políticas al VIH-sida con algunas inflexiones transtemporales.

Palabras clave: VIH-sida, archivos, perspectiva queer, arte contemporáneo

Seropositive Archives: more routes

Abstract

This article proposes a tour of what is called seropositive archives. The exploration is based on a diversity of records and materials that cross-section and situate different problems and forms of the archive and find a series of specific questions in the traces linked to HIV- AIDS. In this way, cultural artifacts of Fernanda Farias de Albuquerque, Naty Menstrual, Keith Haring and Derek Jarman are analyzed as archives, which allow the design of a transnational perspective, as well as a sexual dissident cartography of artistic and (bio) political responses to HIV-AIDS, with some transtemporal inflections.

Keywords: HIV-aids, archives, queer perspective, contemporary art

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

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1

Desde hace tiempo que insiste la pregunta en torno a de qué manera un corpus, o incluso un canon, deviene archivo; mediante qué estrategias de reconfiguración o puntos de pasaje o perspectivas radicalmente resituadas se abre un mapa viviente que haría un archivo o precisaría efectos no-bibliotecológicos. Estas inquietudes básicas orientan, de manera exploratoria, las tentativas que querría ensayar en torno a lo que en principio podríamos llamar archivos seropositivos1. Una cartopografía en la que las huellas que hacen su territorio no jerarquizan de manera excluyente la escritura escrita (verbal) sino que además organizan relaciones transversales o compartidas o comunes con escrituras visuales o sonoras cuyos registros van más allá o inciden más acá de la letra. Una tecnología discursiva abierta a la multiplicidad de registros y en la que lo viviente encuentra formas de hacer un cuerpo más allá de los límites de la carne y de trabajar sobre los límites experimentantes en artefactos más o menos inteligibles, en lenguajes que no cristalizan necesariamente en lenguas.

Si bien estas indagaciones podrían responder a líneas y enfoques ya instalados en nuestro ámbito, como lo inter o transdisciplinario, o incluso las hipótesis en torno a las salidas de la literatura, el campo expandido o la postautonomía, de todas maneras, aunque algo de eso resuene, querría poder proponer otra dirección, o al menos con otros matices y problemas. Del corpus al archivo como devenir o transición clave, cabría pensar en el escenario de la literatura y las artes a partir de un montaje entre escrituras literarias o deseantes de literatura, exploraciones audiovisuales, performances experimentales, entre otras, a partir de un sentido cultural y especialmente político, sobre todo en sus efectos éticos y comunitarios. Acaso más artefacto que dispositivo, y ya no solo verbal, el archivo vivo que se presentifica abre una multiplicidad de registros imbricados.2

Por lo tanto, si lo antedicho puede disparar interrogantes entre arte, vida y archivo, es preciso apresurarse a considerar —para evitar el a priori material o preexistente: sabemos que el archivo nunca está ahí— qué especifica el carácter seropositivo de ese archivo, o para decirlo foucaltianamente, a qué arqueología responde. Archivos seropositivos, entonces, que también podrían formularse, para darle impronta queer, archivos sidarios, aunque estos parecen reservarse mejor para significar la experiencia de la enfermedad.

Como sabemos, desde su emergencia en los años 80, el VIH-sida dio lugar a una creciente producción cultural (que se intensifica especialmente hacia el final de esa década y durante la siguiente) que puso en escena la precariedad de ciertos cuerpos frente a los dispositivos biopolíticos de normalización social impulsados tanto desde el reflujo conservador como desde las estrategias de "prevención", en nombre de la contención de los excesos. En este marco podríamos pensar un recorrido por algunas de aquellas producciones para examinar sus respuestas frente a ese impacto; por caso, los escritos de Néstor Perlongher, en sus diferentes modulaciones genéricas, resultan por lo notable un punto central de atención siempre presente, pero también podrían considerarse comparaciones y proyecciones a otrxs autorxs y artistas, relacionadxs o no. La dirección en la que es posible avanzar está dada no solo por la inflexión en las obras que produce el VIH-sida, sino además por la irrupción de formas que desacomodan los modos institucionalizados: ya no se trata de la novela, el epistolario, el diario íntimo, la serie fotográfica, el manifiesto, el ensayo, la pieza teatral, el documental (para nombrar algunos registros heterodoxos), sino de lo que se transversaliza

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entre ellos en la interdicción de un archivo posible para situar escrituras de imágenes — verbales o visuales— que interrumpen la llamada moral pública, cuyos efectos (para decirlo con Perlongher (1997)) inciden tanto como la devastación física en la programación contemporánea de los cuerpos mediante sus olas de pánico. Y al hacer esto, en el mismo movimiento, ponen en suspenso el reparto de las artes y las escrituras literarias reconocibles. De este modo, no se trata entonces de pensar en una tematización del VIH-sida en el marco de una obra, aún con toda la densidad vivencial que ello pueda suponer (un ejemplo bien conocido sería el francés Hervé Guivert), ni por lo tanto tampoco (o no solamente) de examinar sus figuraciones, sino de poder señalar los límites inteligibles en los que se produce un punto de pasaje entre un cuerpo y una voz, una vida y una imagen, y su articulación política proyectada en los efectos de una sobrevida.3

Aquí se pueden introducir más preguntas, a modo de expectativas generales: ¿Qué inflexiones podría ofrecer este archivo seropositivo en sus localizaciones temporales (fundamentalmente las décadas del 80 y el 90) y espaciales o territoriales (incluso en un sentido geopolítico: por ejemplo, el eje Nueva York – Cono Sur) imbricados en una lógica transnacional? ¿Y en relación con las respuestas que produce en términos de imágenes — verbales y visuales— y en sus escrituras? ¿Qué saberes y experiencias en torno al VIH-sida conjeturamos allí —y no solamente como enfermedad—? ¿Qué estrategias biopolíticas sobre los cuerpos y qué devenires en las transformaciones sexuales se pueden visualizar? Más que resoluciones a estas preguntas, al menos por ahora, lo que me interesa destacar es que se trata de términos que querría poner en juego.

Entre sus destellos, en relación con las éticas sexocorporales que se transformaron en tiempos del VIH-sida, podemos pensar en Glauco Mattoso (1986) y su respuesta afirmativa desde los placeres anómalos: la figura del “pedólatra” con sus masajes y lamidas de pies. Este erotismo descentrado de lo genital evita el contacto de los fluidos que constituyen un riesgo para la transmisión del virus y, sobre todo, explora un nuevo territorio corporal, algo que recién años después plantearía el posporno. De este modo, Glauco da lugar a una nueva gramática del deseo sexual (no casualmente la lectura que realiza Perlongher juega con el doble sentido: “el deseo de pie”) y en el mismo movimiento evita el asimilacionismo preventivo (monogamia, coito seguro, etcétera).

En lo que sigue, entre los numerosos “materiales” (la vaguedad es deliberada) que podríamos tomar, nos concentraremos en algunas imágenes, escenas, episodios, formulaciones, tensiones (la vaguedad sigue siendo deliberada) que van formando el cuerpo del archivo: de ambición integral pero siempre incompleto, y por eso proliferante en su fragmentarismo.

2

Como en una escena con exteriores e interiores, la violencia sobre los cuerpos que irrumpe con el VIH-sida nos acerca a imágenes y re-cuentos, entre la calle y el afecto comunitario. En su autobiografía, Fernanda Farias de Albuquerque, Princesa, a la vez que relata la historia de un devenir corporal y puntualiza todos los hitos de su proceso de incorporación prostética, también da cuenta de una fuga identitaria y territorial: del pequeño veado pobre en Remigio, el nordeste brasileño, a Fernanda, que se desplaza por las grandes metrópolis brasileñas y de allí a Europa, decepcionada sin excepción por cada una de las ciudades en las que habita un tiempo, y también por los amores frustrados. Como el relato cubre toda la década del 80 (y llega hasta los primeros de los 90, cuando Fernanda está presa en Roma y escribe) es también la historia de un sucederse transfóbico cotidiano en el que las amigas, compañeras de calle, enemigas o simplemente conocidas van cayendo una a una. Pero a los crímenes de odio y los travesticidios se sobreimprime la otra plaga, “el Maldito”, como lo llama, que en no pocos

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casos es justamente el desencadenante que justifica el exterminio. Por eso Princesa presenta una fotografía capturada de primera mano, casi una polaroid, que destella como un archivo inmediato del registro de configuraciones sociales perceptibles en el haz de vidas sexodisidentes. El escenario, entonces, es el de Salvador de Bahía, Río de Janeiro y San Pablo, entre los años 1985 y 1986, años clave dentro de los tiempos del VIH-sida. El estallido y la estigmatización signan la precariedad ya presente. Le dicen: “Princesa, ocúltate. No dejes que los clientes [del negocio de comidas en el que trabaja] te vean en la cocina. Esconde esas tetas, vístete decente: hay gente que come. Está el sida, maricones y transexuales dan miedo” (Farias, 1996, p. 67), y ella agrega luego:

Un dolor de cabeza, ahora basta un dolor de barriga y a mi alrededor se levanta una fortaleza de malas miradas. El sida, el Maldito, toma la tiza y dibuja sus fronteras: yo fuera, ellos dentro. Incluso en el restaurante. Lo toca todo, está presente en todas partes: un ataque de tos en la cocina y aparece con cien susurros a mis espaldas. Princesa ya no es princesa en el Roda Viva, es fruta envenenada. (Farias, 1996, p. 68).

El fantasma del sida pasa entonces a diseñar casi todo el ecosistema sexocorporal (el signo tecnológico que organiza el protocolo inorgánico es el preservativo: el cliente que se resiste, el amor que se exime, la policía que constata su portación en la cartera) y, correlativamente, regula el mercado del trabajo sexual: “…el mercado de San Pablo se había vuelto difícil, endiablado. Si el Maldito no te roía por dentro (yo me sentía incontaminada), te acosaba desde fuera con porras y tiroteos” (Farias, 1996, p. 84). Y es que las redadas policiales encontraron en el VIH-sida un motivo preciso para intensificar la demanda social de purificación moral; el registro es que “[nosotras] éramos un atentado mortal a la decencia pública” (Farias, 1996, p. 73) (y “mortal” bien puede adquirir más de un sentido). Una movilización del aparato policíaco-estatal que recoge y a la vez promueve un clamor que llega a manifestarse desde la propia masa, como lo retrata Fernanda en una verdadera postal social de San Pablo en 19864:

“Limpia San Pablo, mata un transexual cada noche”. Eso era la metrópolis industrial del Brasil. Pegado en las paredes, en guerra contra la peste gay y transexual, contra el Virus y la prostitución. Llegó en masa un viernes por la noche, asomó del fondo de la avenida Floriano Peixoto. Una nube de decencia pública. Turbulenta. Una manifestación de ojos de vidrio, deslumbrantes. Faros que se comen la luna, colmillos blancos. Motos, coches y gente a pie. A paso normal, lentamente. Mujeres con los maridos, los hijos con los padres. Agitan palos, empuñan piedras y cadenas. Limpian la ciudad. Son una nube que avanza hasta el centro de la calle, por las aceras. (Farias, 1996, pp. 81-82).

Fernanda se puede proteger, pero Karina no: “Mordida por los palos, por las cadenas. Atormentada por las piedras, las mujercitas con los maridos, los hijitos con los padres. Blancos, bellas familias blancas. Han limpiado la rua Peixoto por una noche, han matado a Karina. Despedazado” (Farias, 1996, p. 82).

Cuerpos despedazados: la violencia transodiante y el Maldito sida se solidarizan y en un momento del relato, especialmente contenido en el pasaje por Río de Janeiro en 1985, porque “no sólo había disparos y navajazos” (1996, p. 79), Fernanda no puede más que apelar a hacer una lista de trans seropositivas muertas: Renata, Jane, Alcione, Suzi, Geraldina, Acasia, Simone… hasta llegar, ya en Madrid, a su admirada Perla, modelo para ella, muriéndose en la

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cama de un cuartito de hospital (Farias, 1996, pp. 79-81 y 99). Casi su propio proyecto nombres.

Ciertamente, el afán de consignar diseña mapas afectivos como respuesta al peligro y al dolor. He aquí el escenario interior, no por repliegue alguno que escamotee o borre la confrontación con el mundo, ni mucho menos por una salida taxonómica (todo lo contrario, la afirmatividad de la presencia interactúa desde la intemperie de un modo tan intenso como dinámico), sino por la experimentación de lazos comunitarios con el horizonte del cuidado. En efecto, si —como mostró Foucault— las relaciones de poder penetran los cuerpos, y también lo social direcciona gramáticas corporales específicas, entonces en esa doble faz, incluso de forma simbólica (y cuya división en este ejercicio es tan operativa como imaginaria), podemos encontrar esta zona de archivos que intervienen culturalmente con toda su potencia de realización. Sea desde los distintos modos de escrituras del yo, o en los umbrales de la ficción (por caso, la crónica) o a través de una instalación material (emblemáticamente, el NAMES Project AIDS Memorial Quilt), todos estos registros conllevan un deseo de memoria aunque no se agotan en su valor testimonial.

Por eso, además de presentificar a las amigas muertas mediante sus nombres, la perspectiva que se formula propone un sentido comunitario, siquiera como deseo, y es notable su recurrencia como forma común. Además de ese momento de Princesa, la encontramos nítida y desplegada en Loco afán, de Pedro Lemebel (2000), una de las textualidades literarias más significativas en América Latina sobre el tema. Y también la encontramos en Naty Menstrual, en el conjunto de tres relatos agrupados como “Camarada Kaposi”, dentro de Continuadísimo. Allí aparece la Mr. Ed, travesti tucumana que se hace tratar el virus con una maestra china, que tenía mentas a lo Gauchito Gil, y las semillas que le injerta en la oreja hacen un presumible devenir vegetal y acuático. Por otro lado, la Angie mezcla las pastillas del cóctel, se empastilla cuando está desesperada y se suicida tras el ataque de un chongo: “viste bicho hijo de puta… viste bicho hijo de puta que no me ganaste… ahora te jodo y me mato yo primero” (Menstrual, 2019, p. 88). Finalmente, está la Selva, amiga de la narradora, que abraza a su “camarada Kaposi”, le escribe una carta y desaparece del Hospital Muñiz: se va junto a los pájaros pintados en el paredón del Hospital. Salvo la Angie, cuyo cuerpo queda destrozado —pero sonriente— en el charco de sangre, en los otros dos casos la muerte es un desvanecerse, un evaporarse, un irse, un no-sé-qué-pasó, que entre lo carnavelesco del relato y la fabulación del final materializan una tonalidad y una textura tan risueña como sensible ante la severidad paralizante del drama. Es la risa que sangra: operación lamborghiniana devenida queer que hace estilo Perlongher y con la que también Lemebel, en Loco afán, conjura el olor a muerte del sidario. El relato de las vidas de las amigas que se llevó la peste, o lo que cifran sus nombres5, densifica la rabia y también el duelo. Un archivo es también, o ante todo, eso.

3

El 27 de febrero de 1989, en cinco horas, Keith Haring pinta en la plaza Salvador Seguí, del Raval de Barcelona, el mural “Todos juntos podemos parar el sida”. Exactamente un año después, en febrero de 1990, Haring muere de complicaciones relacionadas con el VIH-sida.

El enorme mural propone una serie de figuras entrelazadas, casi al modo de una viñeta pero cuya contigüidad se ahorra la iteración por efecto de su dinamismo cinético. Una larga serpiente organiza buena parte de la sintaxis, ya que hacia un extremo intenta devorar una serie de cuerpos humanos, que salen corriendo, y hacia otro una enorme tijera (también formada por cuerpos unidos) corta su parte de atrás, que envuelve una pareja erotizada y es coronada con un preservativo; en su zona media, se lee la palabra “sida” y se enrosca una enorme jeringa bajo la cual se ve un cuerpo abatido. Tras la serpiente, el mural continúa con

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tres cuerpos en la pose de los tres monos sabios orientales (no ver, no oír, no decir) — sintomática reapropiación queer en el contexto del VIH-sida—, mientras que otra serpiente menor, replegada o vencida, es batallada por otro cuerpo. Al final, se lee la frase que da título al mural, con varias parejas de cuerpos entrelazadas y festivas.

Esta obra no puede sino leerse en continuidad con su afiche más icónico, “Ignorance = Fear / Silence = Death”, realizado exactamente el mismo año, en el que vuelven a aparecer, de manera central, los tres cuerpos que emulan a los tres monos y, dentro de la expresión pop de colores brillantes, se recuperan también signos claves e históricos del movimiento gay, en el marco de Act Up y la lucha contra el sida, como el triángulo rosa que se asociaba, precisamente, al proyecto “Silence = Death”.6

La dirección en la que están trabajando producciones visuales como estas, en términos de políticas sexuales, es clara y compartida con otras sobre la base de una discursividad activista coyunturalmente muy específica: desestigmatización de las sexualidades no normativas; concientización generalizada (apuesta biopolítica sobre la población que los Estados mismos tomarán); organización colectiva y/o comunitaria; y —ante una evidente des-sexualización— prevención sin deflación erótica ni pérdida de placeres.

En el caso del mural en Barcelona, la materialidad no escatima sentidos al archivo. Ante todo, la inserción en el barrio: una zona pobre que se codeaba con lo lumpen en la Barcelona preolímpica. El artista, de visita en la ciudad por apenas unos días, a través de algunxs amigxs, escogió el sitio precisamente por su imantación de drogonxs y trabajadorxs sexuales. La moralidad contra el reviente, sin embargo, no se hizo esperar, y un vecino del barrio se acercó a quejarse, mientras Haring pintaba, porque tal primer plano del sida y las jeringas acrecentaría la mala fama de la zona. A la manera de una micropolítica del arte de intervención, en lo que se genera territorialmente, Haring —mientras escucha house music casi en un ambiente disco— sigue pintando porque, en la tensión de mercado cultural que se podría abrir, se posiciona como un artista ya mainstream pero con los pies en el basurero.7

La suerte del mural, además de su exposición a los avatares callejeros, fue la del edificio sobre el que se emplazaba y la del barrio: ruina y demolición en beneficio del adecentamiento urbano, estético y moral, y por supuesto enormes negocios inmobiliarios. Allí aparece la función del resguardo institucional y el MACBA intercede para su preservación como copia; entonces fue calcado y reproducido en el muro exterior del Museo, en tamaño real, donde se encuentra hoy.8 Pero, huella de la huella y archivo sobre archivo, los registros audiovisuales de ese día 27 de febrero de 1989 también están ahí: la filmación realizada por Cesar de Melero (compañero de aventuras del artista en sus días por la ciudad), además del crudo, es recuperada especialmente en el reciente documental 30 anys positius, realizado por Lulu Martorell, centrado precisamente en esa visita de Haring a Barcelona.9

Keith come un sándwich, pinta el mural, bebe una lata de Coca Cola, recarga pintura, charla con lxs niñxs, se contornea para llegar a cierta altura del mural, se acerca a lxs vecinxs y curiosxs que aparecen, sigue pintando, en fin, el artista mediado por el registro es un cuerpo presente en acción que hace su propio archivo junto al mural que compone. Menos la representación de una escena real que el registro de una performance, lo mediado ocurre como inherente a cualquier registro (un efecto de archivo más) y no como una distancia. El mural no es lo que su cuerpo hizo, sino que es la extensión de su cuerpo, corporalidad derramada incluso más allá de la huella del trazo rojo.

4

Hay una inflexión de los archivos seropositivos que podría definirse como la zona sensorial del VIH-sida, en especial a partir de un punto muy preciso: sus insistencias visuales y lumínicas. Es sabido que en el desarrollo de la enfermedad, y sobre todo en la era

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precócteles, una de las consecuencias más nocivas era la progresiva pérdida de la visión. Sobre este punto se organizan distintos relatos, como cierta zona de las cartas de Néstor Perlongher (con su doblez entre no-ver y la alucinación luminosa de la ayahuasca), algunas producciones de Hervé Guibert (Gasparri, 2017, 2013) y, especialmente, una parte de la obra de Derek Jarman.

En el caso de este último, es clave su texto Croma, organizado a partir de un abanico cromático, justamente, suerte de tratado del color, y en el que Jarman, ya enfermo, despliega un registro en el que la vivencia del sida queda asociada y casi contenida por el azul. La paleta de Croma vincula con colores elementos, lecturas, objetos, recuerdos, sensaciones, imágenes, vivencias, emociones, sentidos, saberes, en fin, el registro fragmentario asocia — sin determinar— el mundo con colores, los organiza, los valora, a modo de un catálogo visual del recuerdo, o como si se quisiera dejar constancia de ese recuerdo, o hacer el ejercicio de recordarlos por última vez ante la creciente imposibilidad de volver a verlos: mi mundo se organizaba a partir de estos colores que contenían estas cosas, o tales cosas que hacían mi mundo se distribuyen en estos colores. Un catálogo sensorial o sensitivo, en suma afectivo, vertebrado desde la experiencia del mundo.10

Como decíamos, “hacia el azul” presentifica los días de la enfermedad. El color, de entrada, queda asociado a la luz (luz azul, luz espectral) y también a la noche (“el azul trae la noche consigo” (Jarman, 2017, p. 171)). Abarca incluso los tránsitos de la escena: “Entré en una depresión azul” (2017, p. 177). Y así el despliegue seropositivo se va acentuando: además de la precisión en torno al virus (especialmente a través del lenguaje biomédico, por ejemplo las siglas, como vocabulario dispensado (2017, p. 180), o en los distintos efectos sobre el cuerpo (2017, p. 192)), la condensación visual es lo que más se destaca: “Nunca recuperaré la vista” (2017, p. 179). Escribe Jarman: “La retina está destruida, pero cuando se detenga el sangrado tal vez lo que me queda de vista mejore un poco. Debo acostumbrarme a este tipo de imprecisión” (2017, p. 179). La precisión de su registro llega a una vista imprecisa: aparecen las postimágenes (“Las gotas me hacen arder los ojos / la infección se ha detenido / el flash me deja / postimágenes escarlata / de los vasos sanguíneos de mi ojo” (2017, p. 191)). Aquí el azul entra en un devenir cromático en el que las postimágenes cobran vida como contraparte del cuerpo doliente, bajo la tensa promesa de estabilidad:

Es una espera penosa. La cegadora luz de la cámara que utiliza el especialista de ojos me produce una postimagen [after-image] de cielo azul vacío. ¿Realmente lo vi verde la primera vez? Esta postimagen se disuelve en otra. Mientras continúa tomando fotografías, los colores pasan al rosa y luego la luz se vuelve naranja. El proceso es tortuoso, pero el resultado, una vista estable, hará que valga la pena haber padecido esto y las veinte píldoras que deberé tomar por día. A veces tan solo verlas me produce náuseas y me da deseos de saltarme una toma. (Jarman, 2017, p. 195).

Por cierto, la tracción de Jarman como cineasta es indispensable. Además de algunos filmes que hoy reclamaríamos con cierta impronta queer, en este aspecto el punto nodal es Blue, su última producción. Precisamente, la relación estrecha e intensa de esos fragmentos escritos con la realización cinematográfica es evidente: la elección de este color, desde ya, en el centro del film como título, como signo, como (no) imagen, o más bien, como una post- imagen: aquello que puede verse cuando ya no se ve casi nada y en realidad solo se puede escuchar la voz. Como sabemos, Blue se construye sobre una placa azul saturada y permanente sobre la cual se oye la narración. ¿Por qué Jarman no hizo solamente una grabación sonora en lugar de un artefacto audiovisual? Es obvio el sentido si por un instante suponemos lo que sería no contar con ese azul.

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Pero por otro lado, ahí está Caravaggio de 1986: la vida barroca del pintor retratada en el film que realiza Jarman en su coloración apagada y sus contrastes lumínicos resulta (incluso cual retombée o causalidad acrónica a lo Sarduy) parte del archivo seropositivo, como condición de posibilidad: las tensiones o discontinuidades (no contradicciones) que luego se ven en Croma y Blue respecto de una visualidad “imprecisa”, quebrada o monocromática, casi cerrada, adquieren un sentido propio cuando pensamos en esa producción anterior. Y al revés: lo que hace la zona seropositiva se derrama al resto de la obra. Esto nos lleva a una consideración sobre el archivo: su delimitación, mediante la localización de diferencias y especificidades en el contorno de sus regularidades, no está determinada de manera meramente temática. Quiero decir, en este caso: en Caravaggio nada nos hace pensar en el VIH-sida, y sin embargo hace a su archivo.

Sobre el final, Jarman compone un cuadro: “Ataxia. AIDS is fun”11. Y entonces vuelve el color, brilloso, radiante, pero caótico. Última postimagen, es la posibilidad del color después de lo cromático: casi indiferenciado, igualmente el fondo rojo organiza el plano y de manera curiosa el trazo azul contornea el conjunto, acaso como restos. Sin embargo, “Ataxia” es menos una experiencia visual que motriz: los colores en rigor ya no importan, lo que hay es un cuerpo cuyos trazos descoordinados, como consecuencia de la ataxia (nueva inscripción biomédica), disponen las huellas al límite del juego: he allí lo “divertido” [fun] del sida. Y entonces Jarman escribe como puede: escribe en este cuadro el nombre, con los mismos trazos en relieve y no muy legibles; y escribe en Croma lo que correlativamente piensa y su enfado queer:

No voy a ganar la batalla contra el virus, a pesar de todas esas consignas como “vivir con sida”. Los bienpensantes se han adueñado del virus, así que a nosotros nos toca vivir con sida mientras ellos sacuden de su edredón las polillas de Ítaca sobre un mar oscuro como el vino. (Jarman, 2017, p. 181).

Soy una reina varonil chupaconcha de mal carácter lameculos

una psicomarica

a la que le gustan las vergas grandes perturba las braguetas de la intimidad coge con muchachos lesbianos

un heterodaimon perverso

que quiere lo contrario de la muerte.

Soy un chupapijas

que se comporta como un hétero un hombre lésbico

con hábitos que rompen las pelotas política de macho ninfomaníaco deseos decididamente sexistas

de inversión incestuosa e incorrecta terminología

soy un No Gay. (Jarman, 2017, p. 190)

5

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Hablar de archivos seropositivos, en principio, en esta reducida muestra, lo que produce (el efecto de archivo que produce) es una puesta en relación y en contacto que, mediante redes concretas o (des)conexiones transnacionales, exhibe alianzas afectivas e intervivenciales por parte de sujetes, artistas y escritores, quienes valiéndose del sentido político del arte y la escritura (pero sin hacer por eso ningún trascendentalismo estético sino, por el contrario, redefiniendo a su vez esa tradición) intervinieron e interrumpieron los reflujos conservadores y neofascismos morales desde una ética de la sobrevivencia sexual, y no solo individual sino comunitaria y cultural. Aquí podríamos mencionar muchas obras pero, dentro de lo recorrido, esto se ve con nitidez en Keith Haring, mientras que en Derek Jarman, acaso más replegado, la vivencia de la enfermedad más bien derrama pasajes en su producción y sobre todo hace una experiencia sensible que diseña otros contornos. Al mismo tiempo, los relatos exhibidos, en tanto discursividades e imágenes, desde ciertas vivencias y saberes sexodisidentes, permiten organizar e incluso confrontar, en sus coexistencias, la respuesta al “fantasma”12 en sus marcas específicas y sus huellas corporales concretas. No se trata, entonces, de distintos niveles apartados sino metabolizados dentro de una misma cinta de Moebius cuya configuración, por supuesto, es (bio)política. El archivo, en este punto, se presenta entonces como una suerte de ambición que permitiría visualizar material y virtualmente un paisaje más o menos integral, que difícilmente podría conjeturarse desde casos puntuales o aislados o recortados sin su puesta en contacto, o por el contrario demasiado interrelacionados, lo cual incluye (en el sentido de que contempla y a la vez justifica) la proliferación de registros. A su vez, contrario a cualquier generalización universalizante, deja percibir las localizaciones geopolíticas y las interseccionalidades o especificidades subalternizantes o menores, en la vivencia del virus y la realidad pandémica, desde una perspectiva simultáneamente comparada y situada.

Como fantasma, es decir como imaginario, y también como experiencia, el VIH-sida convoca un conjunto de saberes y poderes que ofrecen pensar una contemporaneidad posible. El pánico viral, como zona compartida, así como las emergencias —en el umbral entre lo efímero y lo cristalizado— de prácticas a un tiempo sexocorporales y artísticoliterarias radicalmente transformadas, mutadas, desplazadas o desconocidas, lo sitúan como un acontecimiento que redefinió de manera definitiva los límites globales de lo viviente (y lo vivible) en su tiempo. “Viajes virales” lo llama Lina Meruane (2012), mientras que Élisabeth Lebovici (2020) habla de una “epidemia de sentido”. En cualquier caso, lo que el VIH-sida hace ver es el quiebre de las dimensiones temporales simétricas claramente percibidas: si durante muchos años supuso la muerte y, por lo tanto, una cancelación del futuro, decirle hoy “no al futuro” como grito antisocial, por entenderlo una reproducción heterolineal (Edelman, 2014), nos coloca en una paradoja o aporía inquietante que señala a la vida como obligación; correlativamente, una arqueología histórica, en su producción de archivo, descentra el pasado conocido y lo lanza hacia lo actual organizando sus ruinas, sobre todo las más oscuras, para diseñar otra arquitectura, que no necesariamente comprenderá al futuro, al menos en su perfil redentor. Dicho de otro modo, el enrarecimiento que trae el archivo al presente (lo que vuelve) desestabiliza, por supuesto, el edificio de certidumbres, de entonces y de ahora: arqueología, archivo, en fin, arquitectura (y la serie no es secuencial sino recursiva). En esta línea, si como nos enseñó a leer Daniel Link (2005) los años sesenta suponen el Big Bang cultural (tempo que hoy hasta el horóscopo chino suscribe), dentro de esta nueva constelación bien podríamos pensar a los años ochenta como una inflexión de lo contemporáneo en la que la novedad introducida por el VIH-sida fue clave. Y en un punto más, si pensamos en la promiscuidad como valor disidente, por ejemplo, en el tornasolado de sus ejecuciones, entre cancelaciones y retornos, vemos diseñarse la pulsación de un sentido cuya fuerza antiestigmatizante se reencuentra: no otra cosa es el archivo, entre el deseo y el afecto. Archivos seropositivos: archivo vivo que sigue haciendo, a varios niveles, nuestro presente.

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Referencias bibliográficas

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Filmografía

Martorell, L. (Dir.) (2019). 30 anys positius [Documental, 74’]. España. Jarman, D. (Dir.) (1986): Caravaggio [Film, 93’]. Reino Unido. Jarman, D. (Dir.) (1993). Blue [Film, 74’]. Reino Unido.

Notas

1Como parte de esta misma investigación, un recorrido desde este encuadre (es decir, con estas preguntas y las hipótesis que desplegaré a continuación) ha sido realizado en otro trabajo, a través de algunos materiales

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de análisis diferentes. Dicho trabajo será publicado en el libro Imágenes seropositivas, compilado por Francisco Lemus.

2Puede apreciarse sin duda, en el vocabulario y los ecos conceptuales, el modo en que estoy siguiendo a Michel Foucault en la estela del archivo, aunque también el modo en que por momentos lo desplazo hacia otras implicancias o simplemente me aparto. Por supuesto, me refiero a su tratamiento en La arqueología del saber y, en menor medida, El orden del discurso (Foucault, 2005, 2012). De manera complementaria, resulta esclarecedor en muchos puntos el análisis realizado por Miguel Morey (2006, 2016). Por otra parte, cabe señalar que semejante vocación un tanto integral puede hacer pensar en los desarrollos de Marc Angenot (2010) en torno a la “interdiscursividad”; sin embargo, allí donde este autor se propone casi una sumatoria un tanto transparente de cosas dichas (aun interesándose por construcciones hegemónicas e interrupciones disidentes), Foucault ya advertía acerca de las inflexiones entre figuras, relaciones y regularidades que producen al archivo en una dirección contraria al simple amontonamiento indefinido o amorfo, sumado a la imposibilidad de su exhaustividad.

3La hipótesis de la sobrevivencia vinculada al VIH-sida, específicamente como sobrevivencia sexual disidente, fue planteada en formulaciones anteriores del tema que he realizado. Como referencias generales ineludibles, ver las investigaciones de Alicia Vaggione (2013), Lina Meruane (2012) y Marcelo Secron Bessa (1997, 2002).

4Como dato para hilar trayectos, vale recordar que también en San Pablo estaba viviendo Néstor Perlongher en ese momento, y algo de ese trasfondo aparece en su investigación sobre los michês (aunque más interesado en la consolidación de la identidad gay) así como cierto registro en sus cartas.

5No es azaroso aquí enfatizar los nombres, pues debe destacarse la importancia que tiene el nombre propio autopercibido en las identidades travestis y trans, en toda su dimensión política ligada al reconocimiento y con todas sus implicancias subjetivas.

6Lógicamente, en una mirada más abarcativa y a la vez matizada, esto cabría ser incluido en el escenario artístico neoyorquino vinculado a lo queer: pensemos en Delmas Howe, David Wojnarowicz, Luis Frangella, Peter Hujar, Robert Mapplethorpe, Nan Goldin, entre otres.

7Si bien difícilmente la producción artística de Haring se encuentre en el basurero de la historia, por el contrario, su reconocimiento dentro de los relatos oficiales está cristalizado, de todos modos lo que me interesa subrayar es el gesto y, además, al tomar esa fórmula de Greil Marcus (2012), quiero aludir a un modo de bucear entre los materiales muy valiosa (la basura vale) para el deseo archivístico que propongo. Acaso sea conveniente destacar en este punto el modo en que la crítica cultural se ha visto sacudida por las intervenciones claves de críticos musicales, cercanos al pop/rock/punk, como Mark Fisher y Simon Reynolds, además de Marcus.

8En la página web del Museo se puede apreciar, además de su ficha técnica con imágenes, una breve

descripción del proceso de reproducción, respectivamente, https://www.macba.cat/es/arte- artistas/artistas/haring-keith/todos-juntos-podemos-parar-sida y https://www.macba.cat/es/arte-artistas/sobre- coleccion-macba/conservacion/todos-juntos

9El video de Cesar de Melero se encuentra disponible en YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=T- sEg_b3Fic. Por su parte, al documental de Martorell se puede acceder en el portal de TV3 – Televisió de Catalunya: https://www.ccma.cat/tv3/alacarta/el-documental/30-anys-positius/video/6071093/. A estos registros no se le pueden escapar los fotográficos, y en ese punto cabe mencionar las tomas realizadas por Montse Guillén y por Ferran Pujol. Y además, hay algo en el propio Keith Haring (1997) ligado al gesto o impulso de registrar y archivar, como puede verse en sus Journals [Diarios], que incluso cubren este acontecimiento.

10Acoto aquí el comentario a Croma, debido al sentido que me interesa focalizar, pero por supuesto no puede desatenderse el registro de Jarman en Naturaleza moderna, sus diarios de 1989-1990 (Jarman, 2009).

11Se encuentra alojado en la Tate Gallery y en su página web se puede acceder a la reproducción y descripción histórica y técnica: https://www.tate.org.uk/art/artworks/jarman-ataxia-aids-is-fun-t06768. Además de esta obra, las composiciones pictóricas de Jarman en este momento son notables y la serie que organizan entre todas resulta muy significativa, entre ellas, “Aids Isle” (1992), “Infection” (1993), “Aids Blood” (1992), “Spread the Plague” (1992) y, especialmente para la resonancia que señalaremos a continuación, “Love Sex Death” (1992).

12Pienso aquí, entre fantasmas y monstruos, en las conceptualizaciones de Daniel Link (2005, 2009) y, por supuesto, en Perlongher (1988).

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35974

Salón de belleza versus “dispositivo de pessoa”: corpo, doença e sexualidade

Ana Carolina Macena Francini

Universidade de São Paulo, São Paulo, Brasil anafrancini@msn.com.

ORCID: 0000-0002-5548-6373 Recibido 17/06/2021 Aceptado 12/09/2021

Resumo

Em Viajes virales (2012), Lina Meruane elabora uma leitura crítica acerca do corpus literário sobre a Aids produzido no auge da epidemia na América Latina. Neste livro, a autora destaca a novela Salón de belleza (1994), de Mario Bellatin, como uma das obras fundamentais sobre este tema, na qual a doença posta em discurso delata o extermínio da comunidade homossexual latino-americana, que compreenderia o gay pobre afeminado. A novela gira em torno de um cabeleireiro travesti que, na ausência de políticas públicas, converte o seu salão de beleza em um ‘moridero’ para acolher os corpos abandonados de homens doentes que, acometidos por uma doença contagiosa associada indiretamente à homossexualidade e à aids, não mais se adequam à categoria de pessoa humana, digna de direitos básicos. Por seu turno, pressupondo um indivíduo “universal” e “descorporificado”, a categoria de pessoa, conforme teorizou Roberto Esposito (2009, 2011), tornou-se o conceito- chave que sustenta as reivindicações dos direitos humanos, contraditoriamente, tão em voga na contemporaneidade. À luz dessas ideias, o objetivo deste trabalho é analisar de que modo Salón de belleza, ao pôr em foco o corpo doente e sexualmente dissidente, problematiza a eficácia da categoria de pessoa como garantidora de direitos, revelando-se, em realidade, um dispositivo biopolítico de exclusão e controle dos corpos: separando biologicamente -a partir da doença, do gênero e da sexualidade- quem merece viver e quem deve morrer.

Palavras-chave: Salón de belleza, corpo, doença, dispositivo de pessoa

Salón de belleza versus ‘dispositivo de la persona’: cuerpo, enfermedad y sexualidad

Resumen

En Viajes virales (2012), la escritora Lina Meruane elabora una lectura crítica acerca del corpus literario sobre el SIDA producido en el auge de la epidemia en Latinoamérica. En este libro, Meruane destaca como una de las obras fundamentales sobre este tema la novela Salón de belleza (1994), de Mario Bellatin, que —al poner la enfermedad en discurso— delata el exterminio de la comunidad homosexual latinoamericana, que

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RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Macena Francini, Salón de belleza versus

“dispositivo de pessoa”: corpo, doença e sexualidade, pp. 106-118.

comprendería el gay pobre afeminado. Narrada en primera persona por el protagonista, un peluquero travesti, la novela gira en torno de este personaje que, en la ausencia de políticas de Estado, convierte a su salón de belleza en un ‘moridero’ para acoger a los cuerpos de hombres enfermos y abandonados que, acometidos por una enfermedad contagiosa asociada de forma latente a la homosexualidad y al SIDA, ya no se adecuan a la categoría de persona humana, digna de derechos básicos. Suponiendo un “sujeto de la consciencia” apartado de su cuerpo, conforme ha teorizado Esposito (2009, 2011), la categoría de la persona es valorada en discursos jurídicos, filosóficos y políticos y —sobre todo— sustenta las reivindicaciones de los derechos humanos, contradictoriamente, tan en boga en la contemporaneidad. A la luz de esas ideas, el objetivo de este trabajo es analizar cómo la novela Salón de belleza, al enfocar el cuerpo enfermo y sexualmente disidente, problematiza la eficacia de la categoría de la persona como garantía de derechos, así se revela un dispositivo de exclusión de los cuerpos a servicio de la biopolítica que regula la muerte y separa biológicamente —a partir de la enfermedad, del género y de la sexualidad— a los que merecen vivir de los que merecen morir.

Palabras clave: Salón de belleza, cuerpo, enfermedad, dispositivo de la persona

Salón de belleza versus “the dispositif of the person”: body, disease and sexuality Abstract

In Viajes virales (2012), Lina Meruane provides a critical reading of the literary corpus on AIDS, produced at the height of the epidemic in Latin America. In this book, the author highlights the novel Salón de belleza (1994), by Mario Bellatin, as one of the fundamental works on this theme, in which the writing of the disease denounces the extermination of the Latin American homosexual community, which would include the poor effeminate gay. The novel revolves around a cross-dresser hairdresser who, in the absence of public policies, converts his beauty salon into a ‘moridero’ to shelter the abandoned bodies of sick men who, affected by a contagious disease indirectly associated with homosexuality and AIDS, no longer fit into the category of human person, worthy of basic rights. In turn, assuming a “universal” and “disembodied” individual, the dispositif of the person, as theorized by Roberto Esposito (2009, 2011), has become the key concept that sustains human rights claims, contradictorily, so popular in contemporaneity. In light of these ideas, the aim of this paper is to analyze how Salón de belleza, by focusing on the sick and sexually dissident body, problematizes the effectiveness of the dispositif of the person to guarantee rights, revealing itself, in reality, as a biopolitical apparatus of exclusion and control of bodies: separating biologically-based on health condition, gender and sexuality- who deserves to live and who must die.

Keywords: Salón de belleza, body, disease, dispositif of the person

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Hablo por mi diferencia

Defiendo lo que soy

Y no soy tan raro

Me apesta la injusticia

Y sospecho de esta cueca democrática

Pero no me hable del proletariado

Porque ser pobre y maricón es peor

Hay que ser ácido para soportarlo

Manifiesto, Pedro Lemebel

Em uma entrevista, publicada no periódico brasileiro Suplemento Pernambuco, com a pesquisadora Daniela Lima em que esta discorre sobre a ‘desumanização’ dos corpos em meia

àpandemia do novo coronavírus, o entrevistador Nuno Figueirôa alerta que, “no Brasil, a gestão bolsonarista tornou o vírus de SARS-COV-2 em um dispositivo de extermínio de corpos indesejáveis” (Junho, 2020). Por “corpos indesejáveis”, leia-se corpos pretos, indígenas, idosos, improdutivos cuja vida menos importa a um Estado de caráter totalitário. De forma correspondente, pode-se afirmar que a novela Salón de belleza (1994), de Mario Bellatin, ao colocar a doença em discurso, delata o vírus da AIDS também como um dispositivo biopolítico de extermínio, neste caso, de outro corpo “indesejável”: o da comunidade homossexual latino-americana, que compreenderia o gay pobre afeminado, de acordo com o que explicitou a escritora Lina Meruane, em seu livro ensaístico Viajes Virales (2012). Nesta obra, em que a autora elabora uma leitura crítica acerca do corpus literário sobre a Aids produzido no auge da epidemia, Meruane destaca Salón de belleza como um dos textos fundamentais sobre este tema na América Latina. Narrada em primeira pessoa pelo próprio protagonista, um cabeleireiro travesti, a novela gira em torno desta personagem anônima que, na ausência de políticas do Estado, converte o seu salão de beleza em um ‘Moridero’ para acolher os corpos abandonados de homens doentes, acometidos por uma doença contagiosa associada à homossexualidade e à AIDS, termos estes nunca diretamente nomeados na narrativa- que assim se inicia:

Hace algunos años mi interés por los acuarios me llevó a decorar mi salón de belleza con peces de distintos colores. Ahora que el salón se ha transformado en un Moridero, donde van a terminar sus días quienes no tienen donde hacerlo, me cuesta trabajo ver cómo poco a poco los peces han ido desapareciendo. (Bellatin, 2009, p. 11).

Conforme explicitam estas primeiras linhas da novela, o fascínio pela criação de peixes em aquários parece ser o que norteia o relato do protagonista que, ao longo da narrativa, intenta marcar esta relação entre a criação de peixes e os tempos de esplendor e decadência de seu salão de beleza. Mesmo assim, chama a atenção a maneira quase trivial na qual o protagonista menciona pela primeira vez o Moridero, justamente, para evidenciar o desaparecimento dos peixes. Por sua vez, será por meio dessa perspectiva da personagem central, através do reflexo de seus aquários, que se terá acesso ao que se passa no Moridero e ao seu redor:

Podía pasarme varias horas admirando los reflejos de las escamas y las colas. Alguien me contó después que aquel pasatiempo era una diversión extranjera.

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Lo que no tiene nada de divertido es la cantidad cada vez mayor de personas que han venido a morir al salón de belleza. Ya no solamente amigos en cuyos cuerpos el mal está avanzado, sino que la mayoría son extraños que no tienen dónde morir. Además del Moridero, la única alternativa sería perecer en la calle. Pero volviendo a los peces, en cierto momento llegué a tener decenas adornando el salón. (Bellatin, 2009, p. 14).

Ainda que o cabeleireiro queira voltar o foco à narrativa sobre os peixes, é praticamente impossível não se atentar à situação nada trivial que enreda o surgimento do Moridero: a quantidade cada vez maior de corpos desamparados os quais infectados por um “mal” não tinham onde ‘poder’ morrer. Somente mais à frente, o protagonista permite aclarar que este “mal” ao qual se refere está relacionado a corpos já sexualmente marginalizados, nos quais ele se inclui. Novamente estabelecendo um paralelo com os peixes, o narrador personagem afirma que contemplar as carpas de seus aquários o animava a buscar algo dourado “para salir vestido de mujer” (Bellatin, 2009, p. 15), o que ademais poderia trazer-lhe sorte ou alguma forma de proteção às violências a que seu corpo estaria exposto:

Tal vez salvarme de un encuentro con la Banda de Matacabros, que rondaba por las zonas centrales de la ciudad. Muchos terminaban muertos después de los ataques de esos malhechores, pero creo que si después de un enfrentamiento alguno salía con vida era peor. En los hospitales siempre los trataban con desprecio y muchas veces no querían recibirlos por temor a que estuviesen enfermos. Desde entonces y por las tristes historias que me contaban, nació en mí la compasión de recoger a alguno que otro compañero herido que no tenía dónde recurrir. Tal vez de esa manera fui formando este Moridero que tengo la desgracia de regentar. (Bellatin, 2009, p. 15).

Além de revelar a presença de grupos ‘fora da lei’, a exemplo da “Banda de Matacabros”, cujo intuito era espancar ou, melhor, aniquilar os incômodos corpos travestis, o protagonista denuncia uma condição de vulnerabilidade ainda mais desumana, já que institucionalizada. Se na atual pandemia da Covid-19, há uma crise sanitária e humanitária que obriga a criação de protocolos ditos ‘técnicos’ para decidir quem teria direito à respiração artificial; quando do início da pandemia da AIDS na América Latina, não se vislumbrava um colapso no sistema de saúde, mas sim a antecipada rejeição dos gays ao ambiente hospitalar ao mesmo tempo em que pairava uma certa negação da própria existência da pandemia, um ‘mal’ sem nome, ignorado pela sociedade e pelo Estado, tal como a narrativa Salón de belleza afigura delatar. É neste viés, portanto, que a novela de Bellatin permite pensar a doença -e a sua negação- como um dispositivo biopolítico de extermínio de um corpo indesejável específico da sociedade tal qual o era o corpo do homossexual -sobretudo do travesti- latino-americano.

Entretanto: o que torna esse corpo do homossexual afeminado tão indesejável ao ponto de estar complemente exposto às mais diversas formas de violência como descreve a novela Salón de belleza? Em consonância com as ideias do filósofo italiano Roberto Esposito, em suas obras Tercera persona (2009) e Dispositivo de la persona (2011), haveria um dispositivo preponderante, precedente à doença, que produziria não apenas o ‘desagradável’ corpo homossexual, mas sim toda uma categoria de corpos indesejáveis, destituídos de direitos básicos universais, à semelhança dos corpos já mencionados anteriormente. Este dispositivo preeminente compreenderia a categoria de pessoa, para Esposito: um conceito paradoxal que experimentou um período de significativo desenvolvimento e de valorização no final da Segunda Guerra Mundial até se tornar o conceito-base da Declaração Universal dos Direitos Humanos, de 1948 (Esposito, 2011, p. 13). Idealizada, portanto, para recobrar direitos

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violados sobretudo nos regimes totalitários do século XX (Esposito, 2011, p. 58), a função de tal categoria pretensamente universal seria aparentemente unificar homem e cidadão, corpo e alma, vida e direito. Deste modo, a categoria de pessoa se transformaria no dispositivo jurídico que aderido à vida humana a tornaria ‘sagrada’: intangível, inviolável e munida de direitos.

Não obstante, assim como esta atual pandemia escancara e a narrativa Salón de belleza convida a pensar, Esposito igualmente indaga: mas será mesmo assim? (Esposito, 2009, p. 14). Pois, tão inegável quanto a importância da categoria de pessoa para a reivindicação dos direitos humanos é o fato de que “ningún derecho está hoy menos garantizado que el derecho a la vida” (Esposito, 2009, p. 14). Na contramão dos discursos vigentes, a hipótese que Esposito aventa é a de que o fracasso dos direitos humanos ocorre não apesar da categoria de pessoa, mas em razão dela. Em linhas gerais, a falha residiria na própria limitação do conceito de pessoa que concebe um ser humano cindido e pressupõe que este deveria submeter a sua dimensão animal, relacionada ao corpo, à dimensão racional correspondente à consciência. Isto é, a pessoa humana seria o ser vivente que “senhor de si” deteria o controle absoluto sobre o seu corpo. Deste modo, a categoria de pessoa -diretamente relacionada à tradição dualista cristã e aristotélica- jamais coincide com o corpo, é algo para além do corpo e isto seria o seu valor: a pessoa ou personalidade seria como uma “máscara” aderida ao corpo do ser humano, à qual estaria reservada somente a sua parte espiritual, portanto, apartada do corpo (Esposito, 2009, p. 112).

Por conseguinte, uma vez que apenas o ser vivente que anula/objetifica o seu corpo é qualificado a possuir direitos, em contrapartida, aquele que não sujeita o seu corpo não tem acesso ao exclusivo rol dos sujeitos de direito. Os animais -como se sabe- já estão excluídos, entretanto, este conceito permite inferir que há seres humanos que simplesmente não são pessoas. É por essa razão que Esposito se vale do termo ‘dispositivo’ para se referir à noção de pessoa, porque mais que um ‘mero’ conceito, o dispositivo produz efeitos na materialidade dos corpos. O propósito do dispositivo de pessoa seria, na prática, controlar e confinar os corpos nesta identidade para torná-los inteligíveis, estáveis e controláveis. A ‘pessoa’ seria, portanto, um dispositivo de subjetivação a serviço da biopolítica que, quando hierarquiza mente e corpo e os separa, legitima atrocidades cometidas aos corpos que não se delimitam à noção de pessoa, forjando, portanto, os corpos ‘indesejáveis’, os quais desprotegidos somente remeteriam a si mesmos, a suas questões biológicas não ‘controladas’ pelo sujeito da consciência, como o gênero, a sexualidade e a doença.

Por seu turno, ao afirmar que o conceito de pessoa tal como foi formulado compreenderia, de fato, somente “los hombres adultos saludables” (Esposito, 2009, p. 141), o filósofo italiano oferece alguns indícios para analisar expulsão dos enfermos homossexuais de Salón de belleza do status de pessoa jurídica, digna de direitos básicos -como a vida. Pois, afinal, apesar de adultos, tal como já foi exposto anteriormente, os corpos destas personagens não estão saudáveis e -sobretudo- não estão delimitados precisamente ao conceito de “homem” enquanto indivíduo do gênero e sexo masculino. Em realidade, problematizando essa noção de “homem” atrelada à ideia de masculinidade, ao longo de toda narrativa, o cabeleireiro travesti faz questão de rememorar, em tom saudosista e sem indícios de culpa, certos hábitos de uma sexualidade dissidente, clandestina, que - associada à homossexualidade e ao gênero feminino- somente podia realizar-se às escondidas, em lugares específicos -como nos “Baños de Vapor” (Bellatin, 2009, p. 19) e cinemas pornôs- ou nas perigosas ruas da cidade, por meio da prostituição:

Para lo que tampoco tengo fuerza es para salir a buscar hombres en las noches. Ni siquiera en verano, cuando no es tan malo tener que vestirse y desvestirse en los jardines de las casas cercanas a los puntos de contacto que se establecen

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en las grandes avenidas. Porque toda la transformación se tiene que hacer en ese lugar y furtivamente. Era una locura regresar de madrugada en un autobús de servicio nocturno vestido con las mismas ropas con las que se trabajaba de noche. (Bellatin, 2009, p. 20).

Tais práticas de uma sexualidade dissidente se estendiam aos companheiros falecidos do cabeleireiro que outrora trabalharam no salão e aos “hóspedes” do Moridero que -tal como descreve o protagonista- apesar de gravemente enfermos, não abandonavam jamais suas “conductas escandalosas” (Bellatin, 2009, p. 68). A respeito disso, é significativo que o narrador notabilize precisamente estes traços destas personagens que ademais de homossexuais: eram femininas e de conduta “escandalosa”. Isso porque se à época da pandemia da AIDS a homossexualidade já era considerada uma dissidência por si só, como bem salientou Meruane: esta dissidência se acentuava para o homossexual feminino e travesti pobre latino-americano que -como estereótipo local do “escandaloso” ou da “loca” - contrastava com o estereótipo ‘global’ do gay masculinizado, discreto e economicamente privilegiado norte-americano (Meruane, 2012, p. 56).

No que se refere à homossexualidade, previamente a Esposito, Foucault já observava o funcionamento da sexualidade como um dispositivo de captura e controle dos corpos que escapavam dos limites da também forjada heteronormatividade. Em História da sexualidade (2011), para explicar o funcionamento deste dispositivo, Foucault traz a lume a sodomia, um ato considerado interdito, mas que, no entanto, era praticado por um “sujeito jurídico”, ou seja, uma pessoa. Porém, no século XIX, quando se cria a noção de homossexual, surge um novo ser cuja identidade é inteiramente constituída por sua sexualidade, a qual não se submete

ànorma heterossexual. Deste modo, quando Foucault salienta que o sodomita era um reincidente enquanto o homossexual, uma espécie (Foucault, 2011, p. 51) ou quando narrador de Salón de belleza afirma que seu intuito era evitar que os homens enfermos “perecieran como perros en medio de la calle o abandonados por los hospitales del Estado” (Bellatin, 2009, p. 51): essas duas asserções, de alguma forma, asseveram um processo de desumanização e de expulsão do homossexual da categoria de pessoa jurídica que, com efeito, não compreenderia este ser outro.

Neste mesmo sentido, em sua obra Problemas de gênero (2019), a filósofa Judith Butler sustenta que ser ‘pessoa’ corresponde, necessariamente, a adequar-se a uma identidade de gênero que esteja em conformidade com as normas binárias culturalmente instituídas. Em sua compreensão, uma pessoa só é concebida como tal quando o seu gênero logra ser

“inteligível”, isto é, quando estabelece uma relação de “coerência e continuidade entre sexo, gênero, prática sexual e desejo” (Butler, 2019, p. 43). Sendo assim, a “noção de pessoa se veria questionada pela emergência cultural daqueles seres cujo gênero é “incoerente” ou “descontínuo”, os quais parecem ser pessoas, mas não se conformam às normas de gênero da inteligibilidade cultural pelas quais as pessoas são definidas” (Butler, 2019, p. 43). Por conseguinte, se a “incoerência” de gênero é inconcebível à noção de pessoa, colocando-a em xeque, tais ideias de Butler permitem novamente pensar a restrição das personagens de Salón de belleza à categoria de pessoa, uma vez que os homossexuais travestis engendram uma “descontinuidade” do sexo dito ‘masculino’, não apenas em relação ao gênero -que se performa no feminino- mas também em relação à prática sexual e ao desejo, que fogem aos padrões culturais aceitos pela heteronormatividade.

Outrossim, é fulcral destacar que, para Butler, o gênero feminino se encontraria de antemão excluído da categoria de pessoa, independentemente da “inteligibilidade” de gênero. Bem como Esposito pontua brevemente que a mulher nunca foi considerada pessoa jurídica desde o surgimento desse dispositivo no antigo direito romano (Esposito, 2011, pp. 21-22), Butler corrobora esta ideia ao recobrar a perspectiva de Simone de Beauvoir de que o

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masculino já estaria desde sempre fundido ao universal, “diferenciando-se de um “Outro” feminino que está fora das normas universalizantes que constituem a condição de pessoa” (Butler, 2019, p. 34). De acordo com Butler, esta perspectiva de Beauvoir implicaria

uma crítica fundamental à própria descorporificação do sujeito epistemológico masculino abstrato. Esse sujeito é abstrato na medida em que repudia sua corporificação socialmente marcada e em que, além disso, projeta essa corporificação renegada e desacreditada na esfera feminina, renomeando efetivamente o corpo como feminino. (Butler, 2019, p. 34).

Butler, por sua vez, aprofunda a análise ao notar, à semelhança de Esposito, que o problema se encontraria precisamente no dualismo mente/corpo, que não sustenta apenas a teoria de que a mente pode subjugar o corpo, mas também nutre a idealização de que seria possível fugir complemente à corporificação- como de certa forma propõe a perspectiva personalista dos direitos humanos e o feminismo de Beauvoir, que não contesta, mas reivindica tal perspectiva universalizante às mulheres. No entanto, para Butler, seria necessário contestar a hierarquia mesma entre mente/corpo, pois ela conservaria a desigualdade entre os gêneros, uma vez que o feminino estaria sempre relacionado ao corpo, ao ‘Outro’ marcado em contraste com o universal; já o masculino seria sempre associado à mente, em fusão com o universal, que descorporificado não necessitaria ser marcado. Por seu turno, essas noções possibilitam compreender ainda mais profundamente a especificidade das personagens de Salón de belleza, que corporificadas pela homossexualidade e pela feminilidade evidenciam a brecha da categoria de pessoa que se converte num dispositivo que exclui os corpos ‘indesejáveis’ que ela mesma produz por não se delimitarem ao seu conceito pretensamente universal.

Na emblemática cena em que o cabeleireiro descobre que também está infectado pela doença e por isso decide queimar todas as suas roupas de mulher no pátio do Moridero, esta grande fogueira afigura um ato sinalizador para esse extermínio da comunidade homossexual latino-americana. Isso pois, conforme evidência Meruane, ademais da pandemia viral, a América Latina sofria uma pandemia “de gênero”, na qual o masculino eliminaria o feminino ao impor o estereótipo universal do gay do norte -mais coerente ao gênero masculino- sobre o gay local do sul (Meruane, 2012, p. 56), que por sua feminilidade estava ainda mais distanciado da categoria de pessoa e, por isso, mais exposto à violência:

Al descubrir las heridas en mi mejilla las cosas acabaron de golpe. Llevé los vestidos, las plumas y las lentejuelas al patio donde está el excusado e hice una gran pira. Olió horrible. Parece que había muchas prendas de material sintético, porque se levantó un humo bastante denso… Al encender la pira me había puesto uno de los trajes y estaba totalmente mareado. Recuerdo que bailaba alrededor del fuego mientras cantaba una canción que ahora no recuerdo. Me imaginaba a mí mismo bailando en la discoteca con esas ropas femeninas y con la cara y cuello totalmente cubiertos de llagas. Mi intención era caer también en el fuego. Ser envuelto por las llamas y desaparecer antes de que la lenta agonía fuera apoderándose de mi cuerpo. (Bellatin, 2009, p. 54).

Assim, nesta espécie de ritual em que o protagonista dança vestido de mulher em volta da fogueira e pondera ele próprio “ser envuelto por llamas y desaperecer”, à luz das ideias de Meruane, é possível desvelar outra limitação da categoria pessoa na defesa ‘universal’ da dignidade humana, notabilizando mais uma faceta deste dispositivo de exclusão: o seu caráter

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eurocêntrico e neocolonial, em consonância com as ideias das autoras Thula Rafaela Pires, em seu texto “Por uma concepção americana dos direitos humanos” (2020), e María Lugones, em seu artigo “Gênero e colonialidade” (2020)1. Segundo Thula Rafaela Pires, a pretensa universalidade dos direitos humanos, em realidade, pressupõe apenas uma forma de conceber a natureza humana, “ancorada na experiência europeia” (Pires, 2020, p. 302) do modelo racionalista, sendo incapaz de compreender e alcançar a multiplicidade de existências possíveis do ser. Complementando as críticas de Esposito e Butler ao conceito de pessoa humana, Pires afirma que a condição humana eleita como padrão digna dos direitos inalienáveis “relaciona-se ao modelo de sujeito de origem europeia, masculino, branco, cristão, heteronormativo, detentor dos meios de produção e sem deficiência” (Pires, 2020, p. 301). Dessa maneira, se em tese a pretensão dos direitos humanos, desde uma perspectiva eurocêntrica e neocolonialista, era ‘resgatar’ aqueles indivíduos os quais na periferia do Terceiro Mundo estariam apartados do padrão europeu e fadados ao ‘primitivismo’ e ao subdesenvolvimento, na prática, este mesmo discurso humanista perpetuaria uma relação de poder e dominação de matriz colonial e escravagista que acima de tudo legitimaria todo tipo de violação desses corpos cujas vidas são consideradas inferiores por não se adequarem ao modelo racionalista de pessoa jurídica do centro europeu.

Por conseguinte, assim como em seu ensaio Meruane adverte sobre uma “eliminación del travesti en el devenir neocolonial de la cultura capitalista, al fines del siglo XX”, num processo em que o padrão homogeneizante do gay global submete a ‘loca’ local de “conducta escandalosa” à adaptação ou à extinção (Meruane, 2012, p. 110); na narrativa de Bellatin, à sua maneira, é possível entrever essa dimensão neocolonial dos direitos humanos que, ao invés de garantir a vida dos travestis latino-americanos, abarcando seu modo de existência outro, ao contrário, coloca-os numa posição inferior ao gay do norte -única forma de homossexualidade possível. Deste modo, só lhes resta queimar as roupas femininas para adaptar-se ao padrão global ou melhor desvanecer-se com elas, como ocorre com os hóspedes do Moridero.

Ainda nesta perspectiva de Pires, a autora María Lugones destaca sobretudo a questão de gênero, em intersecção com as noções de raça, classe e sexualidade, para apreender o processo de violência e exploração que sofrem as mulheres não brancas, vítimas da colonialidade do poder. Deste modo, a autora salienta que nesta forjada classificação dos seres humanos em que os homens brancos burgueses de origem europeia ocupam o topo da hierarquia, na outra extremidade, são as mulheres pobres de origem não europeia da periferia do Terceiro Mundo que mais distantes estão do ideal masculinizado e descorporificado da categoria de pessoa e, por isso, são as que mais sofrem com a violência desse processo de dominação e exploração neocolonial. Tendo isso em vista, é pertinente pensar o lugar que ocupam as personagens femininas em meio à epidemia da AIDS no terceiro no mundo, narrada em Salón de belleza, pois embora o Moridero tenha sido concebido para acolher os homens homossexuais enfermos, esse estabelecimento -conduzido por regras inflexíveis estipuladas pelo cabeleireiro travesti- jamais aceitava mulheres enfermas que pediam abrigo:

Uno de los momentos de crisis por los que pasó el Moridero fue cuando tuve que vérmelas con mujeres que pedían alojamiento. Venían a la puerta en pésimas condiciones. Algunas traían en sus brazos a sus pequeños hijos también atacados por el mal. Pero yo desde el primer momento me mostré inflexible. El salón en algún tiempo había embellecido hasta la saciedad a las mujeres, no iba pues a echar por la borda tantos años de trabajo sacrificado. Nunca acepté a nadie que no fuera de sexo masculino. Aunque me ofrecieron dinero nunca dije que sí. En un principio, cuando estaba a solas, me ponía a

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pensar en aquellas mujeres que tendrían que morir en la calle con sus hijos a cuestas. (Bellatin, 2009, p. 34).

Este trecho em que o protagonista narra um dos momentos de crise do Moridero permite entrever essa condição de maior exclusão das mulheres a que se refere Lugones, pois -mesmo em “pésimas condiciones” e com seus filhos pequenos e enfermos nos braços- elas não podiam ser hospedadas no Moridero tal qual os homens. Assim, tendo em vista que aos homossexuais do sexo masculino lhes era concedido ao menos um abrigo para que não morressem como “perros en la calle”, em contrapartida, às mulheres lhes restava justamente este fim: “morir en la calle con sus hijos a cuestas”. Por seu turno, quando o protagonista enuncia não aceitar mulheres porque não iria “echar por la borda”, isto é, desperdiçar ou ‘pôr a perder’ o seu trabalho de tantos anos como cabeleireiro embelezando as mulheres em seu salão, tal afirmação, de certa maneira, também delata a pandemia de “gênero” de que trata Meruane, que acaba por eliminar na narrativa qualquer indício do feminino: não apenas os travestis e seus adornos, mas as mulheres e o próprio salão de beleza. Desse modo, se outrora o salão era um espaço de exaltação da beleza feminina, no qual “era muy reducido el número de hombres que cruzaba el umbral”, uma vez que “sólo a la mujeres parecía no importarles la atención de unos estilistas vestidos casi siempre con ropas femininas” (Bellatin, 2009, pp. 23- 24), quando da pandemia da AIDS na América Latina, este espaço de beleza e de aliança entre mulheres e travestis torna-se inviável e deixa de existir. O salão, então, altera o seu objetivo: fecha as portas para as mulheres e torna-se um local fúnebre restrito aos homens homossexuais enfermos que, por fim, também desaparecerão (Meruane, 2012, pp. 110-111).

Neste contexto, o vírus da AIDS torna-se, portanto, mais um dispositivo de exclusão sobreposto a estes corpos, que já estavam expostos à violência do dispositivo de pessoa. Entretanto, de acordo com Esposito, a doença por si só -tal qual a sexualidade e o gênero- já configuraria um traço biológico que expulsa o ser humano da categoria de pessoa (Esposito, 2009, p. 142), dado que o enfermo também seria aquele que de alguma forma fracassou no controle de seu corpo que, por essa razão, se encontra doente e à mercê dos desígnios da medicina, que -ao lado do dispositivo de pessoa- se converte em uma “estratégia biopolítica” (Esposito, 2017, p. 37) decisiva de controle dos corpos. Tendo em vista que, de maneira geral, a “biopolítica” se refere a uma política da vida e sobre a vida cujas práticas se voltam para o gerenciamento da vida biológica dos indivíduos, é oportuno destacar que tais procedimentos biopolíticos somente se tornam viáveis mediante o saber médico, que possibilita a intersecção entre biologia e proteção jurídica, num processo em que -tal como fica evidente no contexto de crise sanitária- somente a figura do médico detém “a definição de vida válida, provida de valor” e, por isso, possui o poder de “fixar os limites além dos quais ela pode ser legitimamente apagada” (Esposito, 2017, p. 144), ou melhor, exterminada.

Na narrativa de Bellatin, esta medicina é representada pelos Hospitais do Estado, os quais enquanto instituições governamentais a serviço da biopolítica têm o poder de decidir quem merece viver e quem merece morrer. É neste ponto que a biopolítica deriva de seu propósito essencialmente afirmativo de regulação e incrementação da vida para uma prática tanatopolítica: uma política negativa que, com o pretexto de “proteger a vida”, produz na prática a morte em massa. Essa inflexão política decorre porque, tal como explicita Esposito, na obra Bios: biopolítica e filosofia (2017), em relação à vida, a biopolítica encerra basicamente dois efeitos que estão sempre em tensão: “ou a biopolítica produz subjetividade ou produz morte” (Esposito, 2017, p. 43). Por seu turno, para compreender mais claramente a relação entre esses dois efeitos biopolíticos, já investigados brevemente neste estudo, é necessário atentar-se à contradição presente no processo de subjetivação do biopoder que, ao tornar os indivíduos sujeitos jurídicos e conscientes de suas identidades por meio do dispositivo de pessoa, acaba por outorgar a eles uma certa autonomia e bem-estar ao mesmo

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tempo em que se empenha para subjugar a potência vital e inovadora de seus corpos para que se mantenham estáveis, controláveis, já que aderidos à subjetividade inteligível da categoria de pessoa. Não obstante, Esposito adverte que, nesta política positiva de incrementação da vida, sempre há uma parte desta força vital cuja potência transborda os limites do biopoder e se volta contra ele, opondo-se justamente à sua política de controle sobre a vida. Eis, então, a brecha que constitui o cerne da concepção biopolítica:

Ao mesmo tempo interna e externa ao poder, a vida parece preencher o cenário inteiro da existência: mesmo quando exposta à pressão do poder, e especialmente nesse caso, a vida parece capaz de retomar aquilo que a toma e de absorvê-los em suas infinitas dobras. (Esposito, 2017, p. 51)

Por conseguinte, essas ideias de Esposito permitem pensar a comunidade gay latino- americana como essa vida que transborda num impulso inovador que resiste ao processo de subjetivação do dispositivo de pessoa a serviço da biopolítica para o controle dos corpos. Porém, em contrapartida a essa força vital, a fim de não perder o controle da vida biológica e proteger a si mesma, a biopolítica se faz valer de mecanismos mais violentos de opressão ou, preferencialmente, de supressão daqueles que não se adequam à subjetividade do dispositivo de pessoa por ela imposta. À vista disso, à semelhança do que ocorria no regime nazista que, num viés substancialmente racista, arbitrariamente qualificava os judeus como uma “raça inferior” ao povo alemão, na biopolítica que segue em curso na contemporaneidade, todos aqueles que não se ajustam ao dispositivo de pessoa são estigmatizados como seres “degenerados” -que padecem de algum “mal” físico ou moral- por se desviarem da (única) norma de vida válida instituída pelo biopoder:

A degeneração é o elemento animal que ressurge no homem na forma de uma existência que não é propriamente nem animal nem humana, mas exatamente seu ponto de cruzamento: a copresença contraditória de dois gêneros, dois tempos, dois organismos incapazes de alcançar a unidade de pessoa e, por isso mesmo, de configurar alguma forma de subjetividade jurídica. A adstrição ao tipo do degenerado de um número sempre mais de categorias sociais - alcoólatras, sifilíticos, homossexuais, prostitutas, obesos, até o próprio proletariado urbano- restitui o sinal dessa troca descontrolada entre norma biológica e norma jurídica-política (...). (Esposito, 2017, p. 151).

Desse modo, a degeneração torna-se uma condição de declínio patológico que inviabiliza o status de pessoa a essas vidas consideradas inferiores, sem valor jurídico. Contudo, para além de uma mera patologia, o biopoder compreende a degeneração como uma doença também infecciosa, de maneira que, tal como ocorria outrora no nazismo, o que se busca a todo custo evitar é o contágio entre seres inferiores e seres superiores (Esposito, 2017, p. 147). Sendo assim, por meio do artifício da degeneração, que engloba os mais variados traços biológicos que não cabem na categoria de pessoa jurídica, a biopolítica provoca uma divisão no interior do continuum biológico de uma comunidade. Divisão esta que não apenas assevera quem deve ficar vivo e quem pode morrer, mas que sobretudo estabelece que é necessária a morte dos seres inferiores para a sobrevivência e proteção da vida dos seres superiores (Esposito, 2017, p. 140). É nesta lógica mortífera que a biopolítica desvela, então, sua dimensão tanatopolítica na qual o saber médico detém a função estratégica de legitimar a morte dos seres considerados inferiores para assegurar a imunidade dos seres superiores, garantindo

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ademais a imunização do próprio biopoder contra a potência inovadora dos corpos que ameaça o seu domínio.

Assim, tendo em vista que a medicina se faz presente em todas as etapas de produção da morte em massa dos judeus no campo de concentração, desde a preparação da câmara de gás à supervisão do processo de cremação, mediante a paradoxal alegação de estar “protegendo a vida” e a saúde (tão somente) do povo alemão, (Esposito, 2017, p. 143); no contexto pandêmico da AIDS, isto é, após a Declaração Universal dos Direitos Humanos, é significativo notar o modo como Salón de belleza narra uma estratégia outra do dispositivo médico a serviço da biopolítica que- mais perspicaz e diligente- não participa diretamente de todo processo de extermínio da comunidade gay latino-americana. Desse modo, tal como o protagonista delata que “en los hospitales siempre los trataban [a los travestis] con desprecio y muchas veces no querían recibirlos por temor a que estuviesen enfermos” (Bellatin, 2009, p. 9), neste viés homofóbico, a medicina -representada pelos hospitais do Estado- não controla a produção de morte em série, mas para efetivá-la propositalmente negligencia a vida do homossexual enfermo que, corporificada pela feminilidade e pela sexualidade dissidente, se encontra aquém da categoria de pessoa digna de direitos ‘universais’ e pela imunidade da comunidade -da qual nunca fez parte- deve morrer. O excludente dispositivo de pessoa torna, então, o corpo do homossexual latino-americano indesejável e sua vida sem valor jurídico para ser salva pela medicina.

Àvista disso, se, por um lado, o Moridero surge para acolher estes corpos enfermos indesejáveis em virtude da ausência de uma política sanitária adequada; por outro, este “recinto terminal”, ironicamente, acaba tomando para si a função de executar as etapas do processo de morte de algum modo não efetivadas pelos hospitais do Estado. É por essa razão que Meruane sugere que, no decorrer da narrativa, o Moridero parece transfigurar-se numa espécie de campo de concentração (Meruane, 2012, pp. 217-218): esse espaço de exclusão onde o Estado de Direito está suspenso e o protagonista -tal qual um médico- é quem tem o controle sobre os corpos abandonados. Desse modo, considerando-se que espaço do Moridero

éregido por regras inflexíveis, em que o cabeleireiro travesti não apenas proíbe a presença de mulheres, mas também “los médicos”, “las medicinas”, “las yerbas medicinales, los curanderos y el apoyo moral de los amigos o familiares” (Bellatin, 2009, p. 31), é interessante notar como tais regras convergem tão somente para o único propósito do Moridero de promover “una muerte rápida en las condiciones más adecuadas que era posible brindársele al enfermo” (Bellatin, 2009, p. 50). Sendo assim, sob os desígnios do protagonista, os hóspedes não tinham autonomia alguma para decidir sobre sua própria morte ao passo que, à semelhança de um campo de concentração, não podiam escolher sair do Moridero. Eis o que revela a violenta cena em que o protagonista “propina una paliza”, isto é, agride fisicamente um jovem enfermo que, deixado no Moridero pela avó, tenta em vão fugir:

El nieto era un muchacho de unos veinte años que ya había comenzado a perder peso y a mostrar los ganglios inflamados. Cierta noche lo encontré tratando de huir del Moridero. Fue tal la paliza que le propiné que muy pronto se le quitaran los deseos de escapar. Se mantuvo echado en la cama esperando pacíficamente que su cuerpo desapareciera después de las torturas de rigor. (Bellatin, 2009, p. 33).

Por sua vez, para além de todas as agressões a que os homossexuais eram submetidos em vida para que se mantivessem “pacíficos” até que “seus corpos desaparecessem”, após a morte, eles seguiam igualmente violentados, pois seus corpos indesejáveis de fato desapareciam, já que não eram passíveis de luto. Por conseguinte, assim como no genocídio em massa dos judeus estes não eram enlutados e, na atualidade, as vítimas pela COVID-19

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não podem ser veladas e, muitas vezes, são enterradas em valas comuns, em Salón belleza ele se passava aos homossexuais que terminavam os seus dias no Moridero cujo fim era uma “fosa común”, nas palavras do narrador:

Sus cuerpos son envueltos en unos sudarios que yo mismo confecciono con telas de sábanas que nos donaron. No hay velatorio. Se quedan en cama hasta que unos hombres contratados los trasladan en carretillas. No los acompaño y cuando vienen los familiares a preguntar me limito a informarles que ya no están más en este mundo. (Bellatin, 2009, pp. 44-45).

Para Butler, que em seu livro Vida precária (2019) analisa a condição de vulnerabilidade dos humanos que não são considerados humanos, estas vidas não poderiam ser enlutadas justamente porque já foram negadas de antemão. De alguma forma, estes seres já estariam mortos e necessitariam ser expostos à violência continuamente porque insistem em existir de um modo espectral (Butler, 2019, p. 54): eis as personagens de Salón de belleza e os corpos indesejáveis da pandemia atual.

Por fim, tendo em vista que o fracasso do dispositivo de pessoa está na sua tentativa de negar o corpo, confinando-o numa categoria descorporificada; tanto Esposito quanto Butler sugerem condições que, com efeito, parecem primordiais para começar a pensar a preservação da vida de forma menos excludente e mais digna. Para Esposito, é necessária uma política da vida que não tente encerrar a potência vital em uma norma exclusiva, mas que compreenda que a “norma da vida” é justamente este impulso criativo, que franqueia a vida para suas mais variadas formas (Esposito, 2017, p. 240). Já para Butler é essencial atentar-se para o fato de que “somos constituídos politicamente em parte pela vulnerabilidade dos nossos corpos - como um local de desejo e de vulnerabilidade física, como um local de exposição pública ao mesmo tempo assertivo e desprotegido” (Butler, 2020, p. 40). E nesta fragilidade compartilhada dos nossos corpos-fora exposto ao mundo, aos seus contágios pandêmicos e às suas intempéries: todos os corpos deveriam ser desejáveis, reconhecidos por sua multiplicidade, e protegidos de forma igualitária.

Referências bibliográficas

Bellatin, M. (2009). Salón de Belleza. Barcelona: Tusquets.

Butler, J. (2015). Problemas de gênero: feminismo e subversão da identidade. Rio de Janeiro: Civilização Brasileira.

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Lemebel, P. (2000). Loco afán: crónicas de sidario. Barcelona: Editorial Anagrama.

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Meruane, L. (2012). Viajes virales: la crisis del contagio global en la escritura del sida. Santiago: Fondo de Cultura Económica.

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Sontag, S. (2007). A doença como metáfora, Aids e suas metáforas. São Paulo: Companhia das Letras.

Pires, T. R. (2020). Por uma concepção amefricana dos direitos humanos [Hollanda, Heloísa Buarque de (org.)]. Pensamento Feminista Hoje: Perspectivas Decoloniais. Rio de Janeiro: Bazar do Tempo, 2020.

Lugones, M. (2020). Gênero e colonialidade. [Hollanda, Heloísa Buarque de (org.)]. Pensamento Feminista Hoje: Perspectivas Decoloniais. Rio de Janeiro: Bazar do Tempo, 2020.

Notas

1Estes dois textos compõem o livro Pensamento feminista hoje: perspectivas decoloniais (2020), organizado por Heloísa Buarque de Hollanda. A proposta desta obra, que reúne 22 artigos de autoras de origem não europeia, é apresentar um panorama do pensamento decolonial feminista, cujo objetivo é questionar a colonialidade do saber, ao elaborar “uma revisão epistemológica radical das teorias feministas eurocentradas” (HOLLANDA,

2020, p. 13), e propor novas teorias para pensar os problemas de gênero, raça e classe, para além dos discursos hegemônicos de países historicamente dominantes.

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35975

La salud del Neobarroco: Salón de belleza de Mario Bellatin

Leo Cherri

Universidad Nacional del Litoral lcherri@untref.edu.ar ORCID: 0000-0003-2261-5228

Recibido 11/07/2021. Aceptado 13/10/2021

Resumen

El artículo se propone interrogar la enfermedad presente en Salón de belleza (1993) de Mario Bellatin desde una perspectiva genealógica, diferente de las lecturas alegóricas, temáticas y biopolíticas. Se explora, por consiguiente, la falta de nombre de la enfermedad tratada en la novela –la estética del vacío que supone– a través de una serie literaria que expone el eco del neobarroco en la obra de Bellatin. Frente a eso, el texto se propone interrogar la manera en que Salón de belleza utiliza el neobarroco como aliado estratégico para establecer un contrapunto contra las retóricas de sida y, en el mismo movimiento, distanciarse de él marcando una estética del vacío diferencial.

Palabras clave: enfermedad, Mario Bellatin, neobarroco, estética del vacío, literatura latinoamericana

The health of the Neo-Baroque: Salón de belleza by Mario Bellatin

Abstract

The article aims to interrogate the disease present in Mario Bellatin's Salón de belleza (1993) from a genealogical perspective, different from allegorical, thematic and biopolitical readings. Therefore, the namelessness disease presented in the novel —the aesthetics of the void that it supposes— is explored through a literary series that exposes the echo of the neo- baroque in Bellatin's work. Faced with this, the text proposes to question the way in which the Salón de belleza uses the neo-baroque as a strategic ally to establish a counterpoint against the rhetoric of AIDS and, in the same movement, distance itself from it, marking an aesthetic of differential emptiness.

Keywords: disease, Mario Bellatin, neo-baroque, void aesthetic’s, latin american literature

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1. Un narrador amnésico

Uno de los rasgos más singulares de Salón de belleza (1993) es la construcción del punto de vista del narrador. No me refiero a la crueldad o a la neutralidad con que narra los sucesos, sino a su perspectiva absolutamente amnésica. Pues este supuesto estilista aficionado a la crianza de peces en efecto no sabe cómo su salón de belleza se convirtió en un moridero listo para recibir a los enfermos de un mal incurable. Dice el narrador: “tal vez de esta manera se fue formando este triste moridero” (p. 28). Como poniendo en un plano hipotético algo que debería tener un grado de verdad evidente. Es como si la novela fuera una respuesta a una ya clásica pregunta: ¿Recuerdas? Digo clásica porque esa interrogación es la que se repite una y otra vez en ese hotel barroco en el que transcurre L'Année dernière à Marienbad (1961), cuyo guion escribió Alain Robbe-Grillet, escritor que Bellatin entrevistó unos meses antes de su muerte. “¿Recuerdas?” es también la pregunta que Salvador Elizondo inscribe en Farabeuf, esa novela que Margo Glantz denominó “barroca” (1987). Recordemos que Elizondo fue uno de los “escritores” que participaron a través de un “Representante” en el Congreso de dobles de escritor que organizó Bellatin en París y que uno de los últimos textos del escritor se llama Un kafkafarabeuf.

La perspectiva amnésica, de sustrato neobarroco, transforma la novela en la respuesta incumplida de una interrogación que nunca acaba de formularse. Se trata de una pregunta no solo por la transformación de un espacio, sino también por el sujeto que lo habita, por la forma de vida abandonada y, fundamentalmente, por el relato mismo: ¿cómo narrar el horror que, en este caso, es encarnado por la enfermedad y todo lo que la rodea?

Ya ha sido suficientemente señalado cómo el grueso de la crítica ha escogido un camino alegórico para leer la novela de Bellatin reponiendo los vacíos que el escritor construye.1 La violencia que leemos en la novela, ejercida por la sociedad y por el Estado que aparece como el garante de un desamparo del enfermo terminal induce a pensar que esa enfermedad incurable es el SIDA.2 Efectivamente la novela propicia este juego de asociaciones. Pero también es cierto que al igual que Efecto invernadero, Salón de belleza escoge un sendero atópico: vaciar los nombres, elidirlos, tacharlos. Procedimiento caro al escritor que, de hecho, él mismo denomina falsa retórica (Hind, 2001, pp. 198-199).

En ese sentido, restituirle a ese significante vaciado la palabra SIDA es un paso del lector, no de la obra. Lo que no supondría problema alguno, salvo cuando se asume metodológicamente esa referencia como una evidencia. Preferimos, en cambio, asumir una metodología genealógica3 para leer el SIDA en Salón de Belleza y, simultáneamente, una perspectiva amnésica. Interrogar, por lo tanto ¿De dónde han salido estos nombres, estas figuras, estos sujetos? ¿Con o contra qué archivos está interviniendo Salón de Belleza? ¿Con o contra qué fuerzas las operaciones de la novela producen sentido? Me refiero al sujeto andrógino, el espacio cerrado, la enfermedad atópica, la administración cosmética y apática de lo viviente. En este artículo quiero retomar algunos desarrollos previos que he realizado para interrogar más profundamente la estética del vacío que atraviesa la novela del mexicano y su relación con algunas experiencias que asociamos al neobarroco.

2. Una genealogía neobarroca para leer Salón de belleza

Decíamos que la perspectiva amnésica de la novela instaura una resonancia tanto con la nouvelle vague como con el raro neobarroco de Salvador Elizondo. Al respecto, hay una serie textual que el propio Bellatin (2012, p. 14) ha puesto en relación con su novela: El lugar sin límites.

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En la década del sesenta, mientras en Europa y en Estados Unidos las experiencias sexo- genéricas experimentan algo así como un boom, en el Nuevo Mundo pasa todo lo contrario. Nos encontramos con una América Latina polarizada por la modernización y el subdesarrollo, tal como insiste El lugar sin límites de José Donoso (1966). Allí, el/la4 “travesti” no encuentra lugar: sobre el final de la novela, la Manuela muere.

Pero lo que captura la mirada de Bellatin no es el texto de Donoso, sino la película de Ripsten (1978). Sobre todo el hecho de que ese “lugar”, ese “burdel”, esa “casa” del film constituyen una suerte espacio de excepción del derecho y de las lógicas héteropatriarcales, un auténtico no-lugar en el que el cuerpo y la forma de vida de la Manuela pueden existir momentáneamente. Ni regionalismo, ni modernización, la construcción de un no lugar o lugar sin límites es el punto cero de Salón de belleza y de la obra de Bellatin.

Como puede observarse, la noción de espacio cerrado va de la mano con la idea de “ley propia” y, al mismo tiempo, con una perspectiva cinematográfica. Aspectos que atraviesan no solo Salón de belleza sino su obra toda. El epígrafe de Salón de Belleza, que más adelante volverá a aparecer en Flores (1998) y en La escuela del dolor humano de Sechuán (2001), dice: “Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana” (Kawabata Yasunari). En efecto, las palabras son de Kawabata ya se encuentran en La casa de las bellas durmientes (1961), ese texto que también trata sobre un salón o espacio donde la belleza y la muerte se enfrentan: ancianos al borde de la muerte pagan por dormir “un sueño semejante a la muerte junto a muchachas drogadas hasta parecer muertas” (p. 68). Es decir, la lógica excéntrica de Bellatin señalará un doble origen para estos pensamientos: la experiencia de lectura de un film chileno y de una novela japonesa.

Ahora bien, si el espacio de Salón de belleza nos remite a los años sesenta y a un corpus latinoamericano y oriental, el sujeto andrógino y la enfermedad que padece nos envía a una década posterior y, nuevamente, a un corpus heterogéneo.

En los años setenta y ochenta la literatura latinoamericana experimentará con una radicalidad propia la transformación en las experiencias sexo-genéricas que viene ocurriendo a escala mundial. Desde París, el primero en captar esa fuerza fue Severo Sarduy. Así en De donde son los cantantes (1967) y luego en Cobra (1972) el cubano nos ofrece una radicalización no solo de formas (la proliferación significante frente al horror vacui), sino también de experiencias de todo tipo (sexuales, sensoriales, cosmopolitas, trans-artísticas y espirituales) que Roland Barthes llamó “placeres en estado de competencia”.5 Estos experimentos de pura superficie que ahuecan cualquier idea de interioridad acaban por posicionar al travesti como el contorno figural de un choque de fuerzas textuales y vitales. En otras palabras, el neobarroco como la experiencia estética y ética de lo múltiple y de la simulación, pero en asociación estratégica con unas formas-de-vida (o conjuntos de experiencias sexo-genéricas: lo heterogéneo figurado en el/la travesti o en la loca) constituye una suerte de “genealogía latinoamericana de lo queer” (Rivas, 2011, pp. 70-72) o, en otros términos, una retombée de la queer theory.6

Esto último se aprecia no solo en la construcción estética de la figura del travesti, sino fundamentalmente en su formulación teórica. Para Sarduy

El travesti no imita a la mujer. Para él, à la limite, no hay mujer, sabe —y quizás, paradójicamente sea el único en saberlo—, que ella es una apariencia, que su reino y la fuerza de su fetiche encubren un defecto […] El travesti no copia: simula, pues no hay norma que invite y magnetice la transformación, que decida la metáfora: es más bien la inexistencia del ser mimado lo que constituye el espacio, la región o el soporte de esa simulación. (Sarduy, Obra, p. 1267).

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Es decir, “el travesti no representa, construye series indefinidas” (Diaz, 2010, p. 53) y, en ese sentido, convoca también la lógica y la imaginación pop de un modo novomundano. Por otro lado, en la medida en que “la mujer no es el límite donde se detiene la simulación”, la figura del travesti como la imagen del arte son hipertélicos (Santucci, 2016). En palabras de Sarduy: van más allá de su fin, hacia el absoluto de una imagen abstracta, religiosa incluso, icónica en todo caso, mortal” (Obra, p. 1298). Por esto, el neobarroco también encarna una sensibilidad camp, cuya esencia según Sontang “es el amor a lo no natural: al artificio y a la exageración” (1984, p. 303). Se trata, en suma, de una fuerza estética no representacional sino dramática. Imitación no mimética dirá Roger Callois, pues su única función posible parece ser la desaparición de los cuerpos en el mundo: el animal se pierde en el paisaje, la mariposa indonesia en la flora. Una poética semejante hace del nombre su centro descentrado: una vez tachado no queda más que sus insistentes juegos (Sarduy, Obra, p. 1221). De ahí que cuando la queer theory comienza a formular sus nociones claves a fines de los ochenta y principios de los noventa —por ejemplo, como sostiene Judith Butler que las diferencias y las identidades sexuales deben entenderse como efectos de la performance de género y de sus apariencias que, dicho sea de paso, anteceden lógicamente la (no)naturaleza sexual— lo que acaba por producirse es una retombée: en sus propios términos, un rulo anacrónico que hace del neobarroco el eco anticipado de lo que todavía no existía, la teoría queer.

El neobarroco atraviesa no solo a Sarduy, sino también a Manuel Puig, Néstor Perlongher, Copi, Reinaldo Arenas, Glauco Matoso, Pedro Lemebel, Salvador Novo, e incluso, Fernando Vallejo o João Gilberto Noll. Por eso, siguiendo este razonamiento, poco importa que estos escritores sean (o no) neobarrocos, sino si participan (o no, y cómo) “del neobarroco en la medida que el neobarroco sea comprendido como una configuración de fuerzas estéticas que definen la modernidad novomundana” (Link, 2009, p. 322). Y esta misma pregunta es la que deberíamos hacerle a Salón de belleza, naturalmente, y a la obra de Bellatin toda. ¿Es Bellatin un escritor neobarroco? Es decir, ¿en qué medida y cómo Bellatin es atravesado por la fuerza neobarroca?

La fuerza estética que llamamos neobarroco tiene, entonces, una cualidad negativa o elíptica, pues no nombra sino que finge nombrar y, en ese movimiento, saca de quicio el sentido de las palabras y tacha aquello que denota. Por eso, es interesante apreciar que Bellatin no nombra la enfermedad, como tampoco la forma de vida que especialmente la padece. Esto lo pone, indudablemente, en relación con una literatura que ya había tachado previamente esa palabra, es decir, que ya había disidido de la identidad y la cultura gay.

Para 1982, con la publicación de La guerre des pédes, Copi hizo que una tribu amazónica liderada por una hermafrodita milenaria (Conceição do Mundo) acribille a balazos a todos los militantes “homosexuales” parisinos (“maricas de bigotes”): políticos, periodistas de Libération, de París-Match, de Charlie-Hebdo, dibujantes humorísticos y, “entre las celebridades, Michel Foucault estaba tirado sobre las baldosas, aferrado a los cabellos del peluquero Alexandre” (Copi, 1982, p. 17). En ese texto como en toda su literatura, la sexualidad enloquecida — siempre trans-sexual, trans-lingüística, trans-nacional, trans-humana— es aquello que concibe un nuevo mundo, punto de fuga por el cual se cuela siempre una posibilidad de vida.

Un guiño semejante puede leerse en Colibrí (1984) de Sarduy. Allí la enfermedad tampoco se nombra, sino por su cualidad viral que es asociada al dengue o a los monos del África. Luego de su fuga por la selva africana, Colibrí regresa a enfrentar a La Regente para imponer en La Casona la prohibición del alcohol, la hierba y las “mariconerías”, todo “lo que corrompe y debilita” (p. 177). En otros términos, la única cura posible demanda un orden masculino, un cuidado del cuerpo higiénico y la erradicación de cualquier rasgo de femineidad (Meruane, 2019).

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Lo que señalan Copi y Sarduy, tan sutilmente, es que para los años ochenta ya se han consolidado los modelos de homosexualidad y, por consiguiente, una cultura en torno a lo gay. En un sentido similar, la aparición del SIDA es inmediatamente captada por Perlongher en “El fantasma del Sida” (1988) y en “La desaparición de la homosexualidad” (1991), como el último “fantasma” de la “normalización”, un dispositivo completo.7 En ese sentido, el pensamiento de Perlongher es contemporáneo del último Foucault al advertir que el “modelo gay” vaciado de su subjetividad enloquecida podría funcionar luego del SIDA como un dispositivo de normalización.8

Al finalizar la década de los ochenta, Perlongher ya había asumido una postura concreta sobre sus anteriores opiniones. En La desaparición de la homosexualidad” y en el postfacio de La prostitución masculina se lee cómo, tras el sida, se desvanece el gesto contestatario de la homosexualidad para integrarse a una “nueva sociedad”: la identidad gay producida por el dispositivo SIDA es “una subjetividad aprovechable porque presenta algunos rasgos que se ajustan al mercado del trabajo global: sin lazos comunitarios ni familiares, solitario, prolijo, maleable, es un experimento de lo que será el trabajador global, conectado a Internet” (Iriarte, 2021, p. 131).

Pero las apreciaciones de Perlongher no son las únicas. Si bien su lucidez es singularísima, en ese periodo también se producen otras experiencias estéticas en las que resuenan similares apreciaciones geopolíticas sobre el “dispositivo sida”.

El 12 de octubre de 1989, en el hall central de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de Chile hay un mapa de Latinoamérica, y sobre él, vidrios de Coca Cola rotos. Pedro Lemebel junto con Francisco Casas se encuentran encima de él; en cueros bailan La cueca sola de Violeta Parra. En sus pechos un corazón pintado del cual se desprenden sondas de transfusión sanguínea que, en realidad, son los cables de walkmans que reproducen la cueca solo para ellos. La escena remite a la Frida Khalo del cuadro Las dos Fridas, que dos años después Casas y Lemebel representarían por más de tres horas en una foto-intervención en la Gallería Bucci. La imaginería de la performance es compleja, Coca Cola, Frida, el mestizaje, Latinoamérica, el sonido, el silencio, la sangre y la soledad. Aunque de todas las lecturas posibles, una es evidente: Latinoamérica se llena de la sangre de las locas. De hecho, la performance del dúo denominado Las yeguas del apocalipsis se llama “Conquista de América”.

La síntesis se revela sola: si el sidario nos recuerda la colonialidad, tal como unos años después Loco Afán (1996) anunciará desde su epígrafe —“La plaga nos llegó como una nueva forma de colonización por el contagio. Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol por la gota congelada de la luna en el sidario” (1996, s/p)—, es porque la violencia de la colonialidad es actualizada en el sidario; y la loca, ese sujeto trans-nacional, trans-lingüístico y trans-genérico, se revela como el objeto de esa violencia: calladx es su sangre la que canta y baila, es decir, denuncia.

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Figura 1.

Fotografía de la performance “Conquista de América”.

Fuente: Las yeguas del apocalipsis.

Figura 2.

Las dos Fridas

Fuente: Frida Kahlo, 1939.

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Figura 3.

Las yeguas del apocalipsis

Fuente: Pedro Marinelo (fotógrafo), 1991.

Estas formas comunes (las elipsis, las parodias, las configuraciones heterogéneas, las simulaciones, las poses) que no dicen sino que exponen la guerra, apenas unos años después de la Conquista de América, se repiten de diversos modos en Antes que anochezca (1992) de Reinaldo Arenas,9 en las “Cartas a Sarita Torres” (1990-1992) de Néstor Perlongher10 y en Pájaros de la playa (1993) de Severo Sarduy, que también opta por no nombrar la enfermedad. En suma, tal como señala Dieter Ingenschay, estas experiencias exponen cómo, a partir del sida, la literatura latinoamericana desarrolla una conciencia de su propio Yo bajo el signo de la poscolonialidad: “el sida no solo ha transformado la estructura de la homofobia”, sino también toda una “queerness latinoamericana” (p. 178). O, en nuestros términos, son las experiencias estéticas latinoamericanas un claro campo de fuerzas que se opone al poder ejercido por el dispositivo sida. Es ejemplar al respecto, una de las crónicas de Lemebel:

Y cómo te van a ver si uno es tan re fea y arrastra por el mundo su desnutrición de loca tercermundista. Cómo te van a dar pelota si uno lleva esta cara chilena asombrada frente a ese Olimpo de homosexuales potentes y bien comidos que te miran con asco, como diciéndote: te hacemos el favor de traerte, indiecita, a la catedral del orgullo gay. Y uno anda tan despintada en estos escenarios del gran mundo […] ¡ay qué dolor! […] Cruzaba la calle y caminaba tiesa fingiendo mirar a otro lado. Pero aquí en el Village, en la placita frente al Bar Stonewall, abunda esa potencia masculina que da pánico, que te empequeñece como una mosquita latina parada en este barrio del sexo rubio […] [Manhattan] luce embanderada con todos los colores del arcoíris gay. Que más bien es uno solo, el blanco. Porque tal vez lo gay es blanco. Basta entrar en el Bar Stonewall […] para darse cuenta que la concurrencia es mayoritariamente clara, rubia y viril […] Y si por casualidad hay algún negro y alguna loca latina, es para que no digan que son antidemocráticos (Lemebel, 1996, pp. 26- 27).

Con este recorrido lo que quiero señalar es el contexto en el que Salón de Belleza se crea y circula por Latinoamérica, primero en Perú en 1994 y dos años después en México. Es decir, emerge como una oposición a un imaginario fuertemente patológico, normativo y moralizante, y en ese movimiento se asocia a o participa de estas experiencias artísticas y

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literarias que han intervenido contra ese mismo dispositivo. Una anécdota que recuerda Perlongher ilustra ejemplarmente este punto:

En las reuniones de información convocadas por el recientemente creado Grupo de Apoyo y Prevención del SIDA (GAPA), el público asistente – básicamente homosexual– era bombardeado con diapositivas de nalgas carcomidas y rostros desfigurados. Más tarde, en 1986, el pintor Darcy Penteado se retira a los gritos de “¡Terrorismo médico!” de una conferencia del entonces secretario municipal de Salud de San Pablo, donde era exhibido en la pantalla un hombre deformado por el mal. La reacción de Darcy no es solo emocional: según él, “el problema del SIDA no es la enfermedad en sí, sino la paranoia que los medios de comunicación están creando”, y denunciaba que “esos medios están solapadamente atados a poderosos esquemas médico- farmacológicos multinacionales que pretenden ciertamente cobrar un precio altísimo por los costos del SIDA; la medicina deshonesta, aliada a grupos conservadores, extremistas y salvajes, pretende restaurar horrores encima de todo ese horror (ISTOE, de enero de 1986) [cursiva agregada]. (pp. 56-57).

Es curioso lo que dice Perlongher, porque Bellatin formula su combate literario con una formula similarísima:

Lo que encuentras en ese libro [Poeta ciego] es cierto y es porque en realidad es Sendero Luminoso. Los años que yo viví cercano a Sendero Luminoso, a los horrores cotidianos, donde el horror ya genera más horror y horror, y siempre hay un lugar para el horror mayor, no hay límites. Entonces, de alguna manera era como una respuesta a eso, interna. Pero, obviamente no podía yo, no me interesa, hablar de política ni mucho menos, pero sí ver qué mecanismos pueden generarse para que se establezca un espacio tan terrible de violencia.

[…]pero lo único que yo quería comprobar allí era cómo hacer literariamente un texto que sin ser horroroso, me permitiera hablar de horrores. Que no te dé la sensación de que tienes las páginas llenas de sangre. Entonces un poco por allí era el reto, de poner una cosa y otra y darlo, pero que tú ya lo leas como un comic. Eso no lo puedes trabajar como novela realista […] Entonces volvamos a lo de Sendero Luminoso […] De alguna manera en Poeta ciego sí había una idea, muy abstracta, hablar sobre qué pasa con la violencia, cómo se puede generar una conducta social de ese tipo, y ya. Establecer este tipo de conducta, de muerte, de no saber qué más podía pasar, ¿y ahora qué? Estaban también en el fondo todos esos escritores sociales, que se quedaron mudos de pronto, porque claro, no podían competir con los noticieros de televisión. Hubieran tenido que escribir novelas de veinticuatro horas para poder ganarle a la realidad. Todos esos escritores que en los años sesenta, setenta, hablaban de liberación, de Latinoamérica, cuando las cosas estaban, entre comillas, de alguna manera tan definidas. Entonces, cuando esta reivindicación se dio por sí misma y se vio todo el horror, entonces te quedas callado, o agarras un arma o matas, o no sé. Entonces ahí fue que yo me dije cómo puedo yo fijar esto, cómo congelar esto, como puedo hablar de esto, cómo lo puedo nombrar. O sea, por qué no lo puedo nombrar. Porque hay una retórica previa, porque yo no quiero entrar en ese

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juego ya determinado, porque no quiero entrar en una literatura que no me interesa. Entonces tuve que inventar esto, este código personal [cursiva agregada]. (Goldchluk, 2000, pp. 6-7).

Si bien estas palabras de Bellatin son apropósito de Poeta ciego, la pregunta por el horror es propia de Salón de belleza. De hecho, es al presenciar la representación teatral de dicha obra que Bellatin se formula la pregunta “¿Qué clase de espanto ha producido una escritura semejante?” (2009, p. 51). Y, con ella, se produce un sentido: descubrí que usaba el horror como un escudo frente al horror, dice el escritor (p. 288).

Consiente o no —poco importa la confirmación autoral— Bellatin opera contra las retóricas del sida. Y, por eso mismo, no es casual que esta oposición lo lleve a ser atravesado por la fuerza neobarroca. Pues el sujeto que Salón de Belleza nos presenta, justamente por el vacío categorial al que está expuesto, contornea una figura que si bien no puede identificarse plenamente ni con lo gay ni con lo travesti, de modo más andrógino e inespecífico sí lo hace con la loca: esa pura rareza que se sostiene en lo innombrable y, por eso mismo, se presenta como la forma latinoamericana (es decir: poscolonial) de lo queer.

Ese peluquero que se viste en femenino pero que se nombra en masculino, que se ha fugado de su familia para entrar en otros tipos de asociaciones (comerciales, de convivencia, de contagio) no puede definirse sino, en los términos de Perlongher, como “una fuga de la normalidad”, incluso de la homosexual (esa “generalidad personológica”), pues la “la desafía y la subvierte” (2008, p. 33). Los yires de loca que nos relata Bellatin, lúgubres, festivos y a veces moralizantes, son ya “una enfermedad fatal” que “corroe a la normalidad en todos sus wings” (2008, p. 33). La loca es el punto de fuga de los modelos normalizadores, y devenir loca es hacer la experiencia de ese puro entre-lugar donde la sexualidad y el género han enloquecido.

Por eso, más allá de las lecturas alegóricas o temáticas, una lectura genealógica desliza un sentido que a estas alturas se debería hacer evidente: en Salón de Belleza está operando —tras las bambalinas, en silencio, tachada incluso— una literatura signada por la loca y el neobarroco. En esa estela, es verdad, la loca se presenta como homo saccer, pero de un modo excéntrico a la teorización biopolítica clásica de Foucault que luego retomará Agamben: pues no es el campo (de concentración) sino la colonialidad el paradigma o nomos de la modernidad latinoamericana. En ese marco, la separación violenta y reificante del continuum biológico no solo es producto de una diferencia sexual, sino también racial. La loca, excéntrica a cualquier Olimpo gay como a sus atletismos del Yo, experimenta la imposibilidad de sostener la belleza que una vez signó su cuerpo y los salones que transitaba. Fuera de sí, no puede ni reconocerse, la única comunidad posible es la muerte. A comienzos de los noventa no es que la loca nuevamente no tenga lugar, sino que al tiempo que unas instituciones la abandonan y otras intentan normalizarla, son los Morideros en todas sus formas la única posibilidad de vida, y captar esa experiencia lúgubre es su salud de/en la Literatura. Pues, como veremos más adelante, el Moridero de Bellatin, esa comunidad terrible, tiene como propósito “liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros” (Deleuze, 1993, pp. 15-16).

3. Las formas del vacío y el método barroco

Según lo que sostuvimos en el apartado anterior, la loca, genealógicamente, es una figura que se encuentra fuertemente atravesada por un conjunto de fuerzas estéticas –el neobarroco– que Bellatin parecería convocar en su escritura. Sin embargo, esta alianza o reminiscencia no es directa, sino soterrada. Al mismo tiempo, la lógica de esta asociación o referencia no es la

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que gobierna las citas de autoridad, sino al contrario: así como Bellatin es arrastrado por la fuerza neobarroca, con idéntico rigor produce en ese campo de fuerzas una diferencia. Para percibir ese gesto tendremos que detenernos en el procedimiento decisivo que gobierna tanto Salón de belleza: el vacío.

La operación es clave al sistema de Bellatin, pero antes lo fue en el barroco y en el neobarroco. Como recuerda Sarduy en La simulación (1982):

Contrariamente al lenguaje comunicativo, económico, austero, reducido a su funcionalidad —servir de vehículo a una información— el lenguaje barroco se complace en el suplemento, en la demasía y la pérdida parcial de su objeto. O mejor: en la búsqueda, por definición frustrada, del objeto parcial. El “objeto” del barroco puede precisarse: es ese que Freud pero sobre todo Abraham, llaman el objeto parcial: seno materno, excremento […], mirada, voz, cosa para siempre extranjera a todo lo que el hombre puede comprender, asimilar (se) del otro y de sí mismo, residuo que podríamos definir como la (a)lteridad, para marcar en el concepto el aporte de Lacan, que llama a ese objeto precisamente (a). (Sarduy, Obra, pp. 1401-1402).

El lenguaje barroco es un dispositivo que opera elaborando ausencia y suplementación de sus objetos. Diríase que su objetivo es abolir esa totalidad llamada “Dios” o “Universal”, en principio para establecer una secularización del universo, y luego para darle al mundo un paganismo generalizado, o una inmanencia, el barroco será necesariamente elíptico:

El objeto (a) en tanto que cantidad residual, pero también en tanto que caída, pérdida o desajuste entre la realidad (la obra barroca visible) y su imagen fantasmática (la saturación sin límites, la proliferación ahogante, el horror vacui) preside el espacio barroco. El suplemento […] interviene como constatación de un fracaso: el que significa la presencia de un objeto no representable, que se resiste a franquear la línea de la Alteridad (A: correlación biunívoca de (a)), (a)licia que irrita a Alicia porque esta última no logra hacerla pasar del otro lado del espejo. (Sarduy, Obra, p. 1402).

Es decir, del barroco al neobarroco, la artificialización de la metáfora gongorina se apoya en las teorizaciones psicoanalíticas y en el vacío estético construido por diversas operaciones caras a las artes latinoamericanas de mediados de siglo: la sustitución de Lezama Lima en Paradiso (1966), la pintura de René Portocarrero, la arquitectura de Ricardo Porro; la proliferación que practica con naturalidad El siglo de las luces (1962) de Carpentier y la poesía de Neruda, y la condensación en Torre Nilson o Glaubert Rocha. Lo que Sarduy tacha en sus teorizaciones sobre el neobarroco como en su obra estética es el significante. Tanto al suplantar un significante por otro, al hacerlo proliferar en una órbita de múltiples significantes, como al condensar la cadena fónica de uno con la de otro.

Habríamos señalado la similitud epistemológica de las formas del vacío neobarroco y de la loca como forma de vida constituida en el vacío, es decir, en una pura imagen o simulación. Sin embargo, las elipsis neobarrocas son, como sostiene Lina Meruane, los procedimientos a través de los cuales Sarduy se vuelve “precursor de la escritura seropositiva” (2019), pues es esa la enfermedad que sobrevuela en El cristo de la rue Jacob (1987), se presiente en Cocuyo (1990) y atraviesa todo en Pájaros de la playa (1993).

Si volvemos a traer el SIDA a colación, es por la hipótesis que parece formularse según esta idea. Si desde la década del setenta hasta finales de los ochenta, la forma de vacío que

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domina la teoría y estética neobarroca de Sarduy se define en el despliegue exuberante de imágenes y significantes, la cercanía que lo lleva a la muerte –de la mano del sida y sus retóricas– lo lleva a la búsqueda de una nueva forma de vacío. Relata François Wahl: “El último verano, en agosto de 1992, dijo, en el claustro de Moisac, después de un larguísimo silencio, que ‘sería el lugar ideal para morir’” (p. 131). Este sentido se vuelve a producir con idéntico rigor sobre el final de Los fantasmas de masajista (2009): el narrador de Bellatin también concluye que aquel espacio que contempla es un lugar apropiado para morir “saltando al vacío”, pero no se trata de una abadía francesa del siglo VII, sino apenas un morro cercano al mar, imagen que el texto asocia a San Pablo.

Pero volviendo a Sarduy, lo interesante es contrastar esta ponderación del silencio inducido por el claustro Moisac, frente al ruido de la proliferación significante que se produce en Cobra, por ejemplo. Concluye Walh: “Severo sentía más bien la sintonía con el cuadrado sin orientación del claustro, rodeado y ritmado por la impasible regularidad de las columnas que lo marcan” (2019, p. 131). Es decir, sobre el final de su vida Sarduy encuentra otra forma de vacío: no la de la abundancia y la estridencia proliferante o de la hibridez condensatoria, sino algo más bien clásico pero serial, des-orientado pero en silencio. La reminiscencia al minimalismo de Bellatin parece deslizar un sentido ineludible: allí donde termina la obra de Sarduy comenzaría la del mexicano.

En Bellatin el vacío es una operación de primer orden y aparece de las formas más diversas. Ya en su primera novela podemos observar cómo el vacío se presenta por turnos y de manera heterogénea.

En el libro se lee una “imagen de vacío”, tal como sostiene Huamán: “la ficción nos devuelve en el juego de su producción, en su productividad textual, nuestra propia imagen de vacío, de inautenticidad donde aún no hallamos cómo volver al pasado y entenderlo sin recibir la ineluctable sanción de una Historia, de una vida, que día a día discurre hacia el absurdo o la barbarie (1986, p. 254). Esta “sanción” de Las mujeres de sal, Beatriz y Dorila, es lo que nos remite a la referencia bíblica de Sodoma y Gomorra.

También habría un primer vaciado en la performance editorial: Bellatin vende un texto que todavía no existe. Como dijimos anteriormente, esa operación invirtió el orden lógico de la producción de un libro, en la medida de que antepuso la invención de un público, de un rumor y de un autor antes de la existencia del libro. Captar ese vaciado primigenio, llevó a Bellatin a explotarlo posteriormente de manera imaginaria. En múltiples presentaciones ha dicho que su verdadero deseo era entregar ese libro en blanco. Quizás por eso, ese deseo se materializó en el libro: no solo en el silencio que le sobrevino, sino también en su no-edición subsiguiente. Para llegar, finalmente, al borrado de su título: desde la Obra reunida (2005, pp. 502-505), Bellatin se referirá a su primera novela como “mujeres de sal”. Es decir, la novela se reduce al imaginario bíblico que instala su título, pero filológicamente desarticulado (Las mujeres de sal).

Por lo tanto, luego de todas estas operaciones sustractivas, lo que queda del libro es la escena bíblica y el conflicto biopolítico que supone: mientras Sodoma, esa ciudad declarada por Dios como abyecta, se purifica con el castigo divino, unas vidas merecen ser salvadas y otras no (los “perversos” que antes de la figura médica del “homosexual” serán llamados “sodomitas”), sin embargo esas vidas salvadas violan otras leyes (las del incesto) mientas experimentan su excepción. En ese diagrama, una mujer de sal expone la experiencia de un puro entre-lugar en el que una vida se rehúsa a pagar el precio de su salvación, pues entre su vida y la muerte de los otros está por producirse una relación biopolítica inaceptable.11

El primer vacío de Bellatin gira en torno a estas mujeres de sal, que reclaman con un solo gesto, por sí y para sí, el lugar de la monstruosidad ascética, convirtiéndose en un monumento de la destrucción y de la disidencia de la salvación y en un emblema del eterno retorno. El

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“volver la mirada” signa, por lo tanto, la estética de reescritura de Bellatin y es, sin lugar a duda, una afectación queer.

De modo que no hay que esperar hasta Salón de belleza para leer en la obra de Bellatin una estela queer. Esta disidencia estética y política supone un gesto que no subrayamos lo suficiente: comenzar una literatura no solo con una imagen del anonimato femenino —la mujer de Lot carece de nombre— y de la destrucción del sodomita. Una de las causas del fracaso artístico de Montiel, nos dice Ricardo, fueron los rumores acerca de su homosexualidad. Es decir, tanto la novela como el imaginario con el que es readquirida posteriormente, hace de la mujer y del sodomita sus sujetos, y el esquema punitivo bíblico y artístico el campo jurídico-político de las operaciones novelísticas.

No puede ser casual que Efecto invernadero siga un sendero similar. Publicada en 1992 — un año antes que Salón de belleza—, también pone al cuerpo de su personaje en un entre- lugar signado por la vida y la muerte. El texto se abre y se cierra con la mención a un cuaderno de ejercicios de Antonio en el que se apuntan “las indicaciones sobre la forma correcta de enterrar a un niño” y la afirmación de que “así como los niños tienen la obligación de obedecer y cumplir con los deberes, así también están forzados a entregar a los padres sus cuerpos muertos” (Obra, 2005, p. 57).

Los fragmentos de Efecto invernadero discurren narrando, entre otras cosas, los últimos momentos de Antonio, en los que tomado por el rigor mortis de una enfermedad incurable, se encuentra preparando su muerte como quien preparara una novela; y, al mismo tiempo, se nos relata las circunstancias de su concepción. Así, la cuestión del pecado de la carne se nos presenta tanto al inicio como al final de la vida de Antonio. Lo que en Efecto invernadero se denomina primera y segunda “inmundicia”. Es decir, la inmundicia que supone tanto el contacto con la carne muerta como con sus fluidos relativos a la reproducción (el semen y el periodo). Es decir, Antonio nace inmundo y al morir vuelve inmundo a quienes lo tocan: el Amante, la Madre, etc. Se produce, entonces, en los comienzos de Efecto invernadero una suerte de saturación de la referencia bíblica cuyo clímax se lee en la cita, entre paréntesis, de Levítico y Deuteronomio.

Hay otra referencia fundamental en Efecto invernadero que no apareció sino hasta la tercera edición de 1996 publicada en México junto con Salón de belleza: el epígrafe “Antonio es Dios” de Cesar Moro.12 La operación establece un vínculo pre-textual, podríamos decir, con la ficción de Antonio y la biografía del poeta peruano. Vínculo que progresa a lo largo del texto en relación con una serie de elementos: el pacífico, la poesía, el regreso, la enfermedad y la homosexualidad. De hecho, en un manuscrito previo a la primera edición de Efecto invernadero titulado “Y si la belleza corrompe la muerte” se lee: “La mañana de la muerte de Antonio, ocurrida en el verano de 1956…” (Condición, 2008, p. 58). Enseguida, Graciela Goldchluk responde, a pie de página, la pregunta que cualquiera podría formularse: “Cesar Moro murió el 10 de enero de 1956. Este dato tan preciso no aparece ni siquiera en la primera edición de Efecto invernadero” que es, por cierto, muy diferente de las que le siguieron. De hecho, ese manuscrito está repleto de nombres que luego serán remplazados: Margot por la Amiga; Alida por la Madre; Julia por la Protegida y Aubert por el Amante. Es decir, Bellatin vacía el texto de nombres, pero al pasar del contexto peruano al mexicano agrega el epígrafe para que esa experiencia vital, jurídica, ese paso de vida —el de Moro, pero sobretodo, el que expresa su poesía— quede al menos como una huella lejana. Finalmente, en la versión de las Obras reunidas tanto Efecto invernadero como el resto de los textos experimentará una reescritura más o menos final: todas las oraciones son más escuetas, suprimen el exceso de la frase para alcanzar otro exceso, el del minimalismo.

Del mismo modo que en Salón de belleza, todo este campo de operaciones de Efecto invernadero tiene una consistencia claramente jurídica: el derecho de una “madre” (o de los

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padres) sobre el cuerpo de un hijo. No por azar estas categorías son las que se encuentran vaciadas: pues además de elidir y luego reemplazar los nombres biográficos por adjetivos nominalizados, Bellatin tampoco incluye la categoría “padre” y, salvo el íncipit que la incluye en plural, también está ausente el término “hijo”. La decisión estética de llamar al personaje “Antonio” y no “el Hijo”, produce un sentido arrollador: pues Antonio, que “es Dios”, artista y homosexual, quiere recuperar para sí su cuerpo una vez muerto. Y, ante la imposibilidad natural de supervisar su entierro, lega tal responsabilidad a “el Amante” que, en 1956 o en 1994, en Perú, no podría haber sido “el Marido”: es ese el nombre —como “Padre” y como “Hijo”— que no puede ser en tanto experiencia singular del cuerpo a cuerpo con los dispositivos clasificatorios. Así vista la cosa, Efecto invernadero trata de reflexionar estéticamente acerca de un problema antropojurídico, es decir, de Gobierno.

Formas de vacío, dijimos. Las mujeres de sal, esa primera novela, no se vuelve a editar y su articulación es borrada o tachada; mientras que el segundo libro se reescribe (o mejor: se vacía) en cada edición según el contexto geográfico o textual con el que se relaciona (Perú, México, Salón de Belleza, las Obras reunidas). No hay última palabra, porque tampoco hay primera palabra, lo que leemos es una estética articulada lógica, formal y materialmente por el alejamiento y la errancia. Lo que se juega ahí es una ética-estética en la que el vacío se presenta no como el efecto de la ausencia o del sin-sentido producido por la proliferación significante, sino como la materialidad de la escritura y la posibilidad de imaginación que se genera en el silencio, en la ausencia y en lo no-dicho, no solo de la escritura, sino de toda letra, de toda ley, de todo pacto y de todo dispositivo.

Muchas veces lo ha señalado Bellatin: Efecto invernadero, “novelita” de unas cincuenta páginas, surgió del recorte de un archivo de unas quinientas, mil quinientas, dos mil, tres mil páginas. El número varía según la fuente. Mientras más exuberante, mayor también el efecto retórico que produce la operación. Independientemente de lo verdadero o de lo falso del relato, lo importante aquí es su imagen. El des-hacer del archivo causado vía el montaje o la des-escritura es lo que expone una imagen de la literatura como lastre, incluso cadáver, del cual es preciso librarse cuál inmundicia, sea esta un flujo o un cacho-de-carne. A saber: la imaginación desbordada, la cantidad de personajes complejos y sus nombres, el lenguaje poético, cierto tipo de referencialidad, etc. Pero para des-hacer, parece decir Bellatin, primero hay que atravesar: escribir, archivar, publicar-alejar-diseminar, volver la mirada (vía la imaginación o el montaje) para (re)leer-escribir (es decir: recortar, desordenar, perturbar). De la Biblia a Cesar Moro, de la alusión a la elisión, del archivo a su imagen, del vacío (por exceso) al vacío (por supresión) se produce una travesía radical que interroga lo viviente en su dimensión mortuoria o quizás al revés: la muerte en su dimensión vital.

En ese sentido, se va perfilando una hipótesis. En Salón de Belleza como en toda la literatura de Bellatin se produce, sin embargo, una diferencia que conviene atender: el relieve formal que presenta no tiene tanto que ver con la proliferación a la que el neobarroco como fuerza estética negativa (es decir: múltiple, discontinua, superficial) nos tenía acostumbrados. Aunque similar conceptualmente, encuentra otra forma de llegar al vacío y hacer con él una experiencia. Salvo el encuentro de Sarduy con el silencio, podríamos decir a fuerza de generalización que el neobarroco llena para vaciar, esa es su paradoja medular. ¿Pero qué implicancias supone semejante proceso formal? Al respecto, concluye Valentín Díaz:

Esta política del vacío, por cierto, es un elemento que resulta central en su idea de lo imaginario: la simulación […] es una estrategia vital que opera en pos del vaciamiento de toda originalidad, de toda centralidad; es la excentrificación de la imagen. Así, la religión del vacío se revela como una de las condiciones que definen la especificidad del Neobarroco –no en la contradicción entre lo lleno

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y lo vacío sino en la postulación (decididamente histórica) de que el vacío es una condición del mundo que se habita. Pero ese vacío, lejos del lamento que en muchas oportunidades se señala (y que lleva al equívoco de la identificación ente Neobarroco y posmodernismo) es una celebración: el Neobarroco afirma (y así se incluye en una línea específica del pensamiento contemporáneo, aquella que nace con la lectura francesa de Nietzsche) el vacío y la fuerza que esa verificación alberga, en términos de invención ética de sí y de mundos posibles. (2017, p. 45).

El vacío neobarroco como política, idea de imaginario e, incluso, religión supone la celebración de la invención ética de sí y del mundo. Es este carácter celebratorio de la invención lo que, a nuestro juicio, Bellatin propone interrogar no al resolver sino al invertir la paradoja neobarroca.

4. Redención

La inmundicia del cadáver de artista y del mismo arte como cacho-de-carne cuyo monumento no es otro que aquella estatua de sal, presentan una suerte de saturación temática y meta-literaria en Las mujeres de sal, Efecto invernadero y Salón de belleza cuya densidad filosófica y estética no podemos pasar por alto.

Aristóteles aun decía que ciertos animales, formados espontáneamente en la tierra o en el agua, habían nacido de la corrupción. Según George Bataille “el poder que tiene la podredumbre para engendrar es una creencia que responde al horror, mezclado con atracción, que esa podredumbre despierta en nosotros” (1957, p. 54). Pero justamente, esa relación entre inmundicia y (pro)creación es indisociable: lo recuerda San Agustín al constatar que inter jaeces et urinam nascimur. Más allá de que nuestras materias fecales no son objeto de una prohibición, análoga a la que cayó sobre el cadáver y sobre la sangre menstrual; todo este conjunto fue “formando un ámbito común a la porquería”:

El cadáver, que sucede al hombre vivo, ya no es nada; por ello no es nada tangible lo que objetivamente nos da náuseas; nuestro sentimiento es el de un vacío, y lo experimentamos desfalleciendo […] Más allá de la aniquilación que vendrá y que caerá la muerte anunciará mi retorno a la purulencia de la vida. (Bataille, 1957, pp. 54-56).

En la literatura de Bellatin ese sentimiento de vacío donde no solo el hombre sino la literatura es nada, implica que la extenuación de las formas no sea lo que produzca un efecto de vacío (paradoja neobarroca) sino que las formas en sí mismas son aquello que experimentan y habitan el vacío y, en consecuencia, son en concreto su producto (inversión paradojal). En relación con esto, Efecto invernadero compone una escena/momento ejemplar al respecto:

En aquel último invierno, Antonio se refirió mucho al estético que su cuerpo iba sufriendo. Por eso su primer acto en las mañanas era mirarse desnudo. Tenía un gran espejo giratorio, sobre cuya luna se hallaba el poema escrito con lápiz de labios rojo. Estuvo allí desde antes de la llegada del Amante a la ciudad. Antonio nunca reveló quién lo había escrito. Lo mantuvo como aparecido de la nada. El poema se refería a lo inciertos que son los reflejos tanto en los espejos como en el tiempo; y a lo peligroso que se vuelve

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perseguir sus iluminaciones. Antonio pareció convertir en sagrados aquellos trazos […] Durante aquel invierno, Antonio y la Amiga se encontraron hablando en muchas ocasiones de las relaciones que podían existir entre la belleza y la muerte. En un principio, ella aseguraba que la muerte destruía en forma total cualquier belleza. […] Viendo a través de la ventana del baño, que era el lugar de la casa donde se reunían a conversar, Antonio cierta vez dijo que la belleza y la muerte guardaban entre sí la misma relación que el agua con los espejos […] Se refirió al espejo, que chirriaba con cada movimiento, y a las letras rojas del poema. Volteó entonces y le preguntó a la Amiga si no podía ser que la belleza fuera la que corrompiera a la muerte [cursiva agregada]. (Obras, 2005, pp. 77).

Así las cosas, morir no implica morir sino retornar, vía la purulencia, a la vida. No es que la muerte corrompa la belleza, sino al revés.13 La afirmación no debe entenderse como una conclusión sino como el punto de partida, presunto e hipotético, de un relato, de una imagen de la literatura, de cierta lógica de un sistema-de-saber que se presenta como “aparecido de la nada”. Si el neobarroco reemplazaba el trabajo por un juego excesivo, reemplazando a su vez la productividad por ocio operativo o gasto puro; la literatura de Bellatin no negará sino que atravesará tanto la experiencia del trabajo como del juego para vaciarla: no es que “no quede nada”, lo que queda —lo que vemos— es precisamente la nada. ¿Sino en qué términos podemos leer el deseo de entregar su cuerpo no a la Madre sino al Amante y a la Amiga estéril? Si, como acabamos de señalar, reparamos en la decisión estética de llamar al personaje “Antonio” y no, sencillamente, “el Hijo”, como así también la elección del nombre “el Amante” en vez de “el Marido”; se percibe inmediatamente que estamos frente a una reflexión estética de un drama conceptual y antropojurídico, que repara en las experiencias singulares del cuerpo a cuerpo con los dispositivos clasificatorios. Es ese y no otro el sentido estético y ritual que supone la preparación de la muerte y de la novela que es Antonio: no un culposo “preferiría no haber nacido”, sino un ascético “no nos reproduzcamos”. Es ejemplar, al respecto, el final de Efecto invernadero:

En ese momento, mirando a una anciana que estaba preparándose a morir pues seguramente consideraba antinatural estar viva después de la muerte del hijo, la Amiga recién se dio cuenta que había visto facciones de gozo en Antonio cuando el médico le anunció que había quedado totalmente estéril (Obras, 2005, p. 54).

Cuando en Underwood portátil. Modelo 1915 leemos “Poco a poco, la belleza que buscaba Antonio, el personaje de la novela Efecto invernadero, debía transformarse en algo tangible. Fue así como surgió la idea de crear un salón de belleza ubicado en un barrio marginal” nuestras sospechas se revelan solas: el cuerpo de Antonio es a Efecto invernadero como el local estético es a Salón de belleza. En otras palabras, la problemática formal del vacío supone un conflicto biopolítico del cual la estatua de sal no solo atestigua sino que le sobrevive como la imagen en donde se jugará la posibilidad de una comunidad futura.

Así mirada la cosa, se produce en Salón de Belleza un nuevo deslizamiento del sentido. La loca, ese sujeto colonial que a lo largo del S.XIX fue normalizado como “estilista” (o, sencillamente, peluquero),14 es agente de una administración de los cuerpos que presenta a la belleza como una cosmética de la superficie: “lo más importante era la decoración” (p. 33), que esas “mujeres viejas o acabadas por la vida” (p. 35) salgan “rejuvenecidas y bellas a la superficie” (p. 33), sin embargo, “debajo de aquellos cutis gastados era visible una larga agonía que se vestía de esperanza en cada una de las visitas” (p. 35). Algo similar pasa en los baños públicos: si bien la superficie cosmética difiere del cuerpo desnudo que expone la voluptuosidad del deseo, ambas imágenes de lo viviente —incluso la sobrevivencia de los

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peces— son formas (economías, temporalidades) de la “larga” y “lenta” agonía (p. 35): ese aferrarse “de manera extraña a la vida” (p. 34). Por eso, el ocaso del Salón transformado en Moridero como de la vida voluptuosa del estilista transformado en anémico regente, acaba por exponer toda una dietética de la muerte para-estatal, para-legal, para-hospitalaria, excéntrica tanto de la urbe como de toda moral, de toda individuación como de toda esperanza y caridad. Es decir, radicalmente queer.

Con esa operación, Bellatin expone la vida de la loca como capturada por un conjunto de formas articuladas por el imperativo de vida y de salud, es decir, de normalización: la cosmética, el deseo desnudo, el amor, el Estado, la clínica y los cuidados de sí.

La crueldad del regente, como de las reglas del Moridero, es tan “lúcida” como “rígida” pues “es la conciencia lo que le brinda al ejercicio de todo acto de vida su color de sangre, su matiz cruel, ya que está claro que la vida es siempre la muerte de alguien” (Artaud, 2014, p. 107). En semejante pensamiento, el bien es “una crueldad añadida a la otra” y, por consiguiente, la única salida posible es “regresar al caos” para hacer, podríamos agregar nosotros, un nuevo mundo: un caosmos.

Esa diferencia en el vacío neobarroco supone, algo adelantamos, un corpus menor, excéntrico del canon latinoamericano y profano que Bellatin va armando a lo largo de su obra: la poesía surrealista de César Moro, el teatro de la crueldad que también ha insistido en la recuperación de los Textos Sagrados como en la dimensión vital/pasional de la peste, el teatro de la muerte de Kantor, el cine de Tarkovski, cierta literatura japonesa y francesa que ha explorado la relación entre muerte y erotismo.

¿Acaso un corpus semejante no estaría participando estratégicamente de esta liberación — no ya literaria sino sensible— de la belleza que se encuentra presa por las garras de la vida y de la cosmética?

Sobre el final del texto el estilista/regente fantasea con preparar la escena de su muerte: borrar las huellas del Moridero y restaurar el antiguo esplendor del Salón de Belleza. Esa fantasía, similar a la preparación funeraria de un cuerpo muerto, no es casual. Lemebel, en Loco afán, enfrentado a una situación semejante escogerá un desenlace totalmente opuesto al de Salón de belleza: hará que el cuerpo muerto de las locas componga una pose última de belleza y de felicidad:

Chúpese de muelas mijita, chúpese de muelas como la Marilyn Monroe, le decía, dejándola con ese gesto por mucho rato. Casi una hora le tuvo los pómulos apretados con esa tenaza. Hasta que la carne volvió a tomar su fúnebre rigidez. Sólo entonces la soltó, y todas pudimos ver el maravilloso resultado de esa artesanía necrófila. Nos quedamos con el corazón en la mano, todas emocionadas mirando a la Loba con su trompita chupona tirándonos un beso. Habrá que taparle los moretones, dijo alguna sacando su polvera Angel Face. ¿Y para qué? Si el rosa pálido combina bien con el lila cerezo. (1996, p. 33).

Nada de celebración o de cosmética frente al cuerpo muerto, el estilista de Bellatin prefiere no “morir en el decorado” y presentar a la vida frente a la muerte como una forma o experiencia radicalmente neutra: el afecto/sentimiento de soledad, que no puede disociarse del vacío formal que lo sostiene.

En sus seminarios sobre Lo neutro (1977-1978), Barthes llegaba a la conclusión de que del qual —esa “vida inquieta”, ese “tormento atroz que está en el fondo del ser y de la nada— solo “hay liberación mediante el nirvana (Schopenhauer)”, es decir, en “la negación de este mundo, la negación de la voluntad” (p. 146). El nirvana como suspensión del lenguaje (‘si es

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fantasmada seriamente’) es suicida. Más allá de la muerte, es posible otra resolución: la interrupción discursiva de Blanchot como muerte en el lenguaje. Confiesa Barthes:

La interrupción del lenguaje: gran tema, gran demanda mística: la mística

oscila entre la ‘posición’ del lenguaje (de la nominación): catáfasis, y su

suspensión, apófasis. (Toda mi vida vivo este vaivén: atrapado entre la exaltación del lenguaje (goce de su pulsión) (→ escribo, hablo, incluso como ser social, pues publico y enseño) y el deseo, el gran deseo de un descanso del lenguaje, de una suspensión, de una exención). (p. 146).

En otras palabras, podríamos decir que Barthes se ha mantenido en un movimiento inmóvil frente a las dos paradojas del vacío (yendo y viniendo, sin habitar cabalmente ninguna).

Bellatin, por su parte, ha encontrado la apófasis en la propia catáfasis. En la medida que se ha entregado no al silencio, sino a la exaltación del lenguaje, absolutamente privada, para luego llenarla de un vacío público y productivo: el silencio o el vacío se presenta no como un efecto negativo, sino como un elemento constructivo. Es lo que, en los términos de Bellatin, implicar escribir desde lo no-dicho, no por un automatismo negativo, sino para dirimir ese vacío de la escritura en la lectura. Este vacío o neutro que construye Salón de belleza, supone un sentido bioestético último: la belleza (o beatitud) no está meramente del lado de la muerte (universal) sino del momento (singular) en que una vida juega con la muerte, es decir, del lado de la experiencia más allá de todo pacto, de toda persona/sujeto, de toda conceptualización y, naturalmente, de todo nombre: es la vida neutra.15

En todos los entre-lugares que la escritura de Bellatin compone, el vacío no es apenas un procedimiento estético sino la ética de una comunidad por venir. La bioestética del vacío supone una ética radical no solo en relación con la salvación de lo humano sino de lo viviente en su conceptualización más completa: la imagen como forma de vida. Es en la imagen en general y en este caso la imagen de vacío la vía por la cual la obra de Bellatin produce una redención de lo viviente o, en otras palabras, readquiere la loca (esa experiencia) con una fuerza renovada.

Para Lezama Lima, “Las culturas van hacia su ruina, pero después de la ruina vuelven a vivir por la imagen” (1972, p. 462). Es decir, en esa readquisición de lo viviente la cultura como dispositivo de clasificación, como máquina dilemática se opone a la imagen, a la imaginación y a lo imaginario como potencia de desclasificación, como máquina paradójica (Link, 2015).

En ese sentido, deberíamos concluir que la literatura de Bellatin produce una potencia de desclasificación que desde sus comienzos trae emparejada una readquisición de la vida y de sus formas: allí la mujer de sal y los ciudadanos de Sodoma –todas esas locas– vuelven a la vida, no ya por la felicidad de la plasmación de Pigmalión o de un vacío exaltado sino por un vacío más bien neutro que, como advertía Nietzsche, también vuelve la mirada. Pero esa agentividad del vacío no supone un drama sino una ascesis que hay que asumir como una bioestética o, mejor, como una post-filología futura: renunciar a la salvación, renunciar a la reproducción y, a su vez, rechazar la soberanía de lo viviente de la “lenta agonía” o de la cosmética para ejercer otra alterna, elementos que componen desde Las mujeres de sal (1986) a Salón de belleza (1994) un gesto ético-político de tenebrosa contemporaneidad. Un non sequitur que no podría interpretarse como una pura pasividad, sino como lo que Agamben ha llamado la “destrucción de la destrucción”, es decir, una inoperatividad que “no significa inercia, sino katagersis”, una operación en la que “el cómo sustituye íntegramente al qué, en la que la vida sin forma y las formas sin vida coinciden en una forma de vida” (2003, p. 94).

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Pero que el cariz lúgubre de la destrucción y del non sequitur nos engañe. Frente a la enfermedad Bellatin opondrá siempre una iniciativa de salud.

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Notas

1Ya en el 2003, Diana Palaversich observó cómo la lectura alegórica fue, en realidad, la primera forma que tomó la recepción de la obra de Bellatin, especialmente en los ámbitos del periodismo cultural. Según Palaversich, en

“la actitud de los reseñadores y lectores” se observa un empeño por “extraer un sentido, aunque sea alegórico, de los textos. De esta manera […] se puede decir que Salón de belleza habla de la epidemia del Sida, que Poeta ciego y La escuela del dolor humano de Sechuán ofrecen una crítica de las sociedades totalitarias que se podrían asociar con la ex Unión Soviética y China, respectivamente; que Flores critica la arrogancia de la ciencia que en vez de curar produce seres mutantes o mutilados. Estas lecturas, recalcaremos, son posibles y viables, pero también son limitadas porque reducen la complejidad y las aporías del texto” (p. 26). Muchos años después, Mario Cámara vuelve a señalar el mismo problema, pero como una consecuencia de la lectura biopolítica en general: “ha sido en contra de este tipo de lectura que quise construir la mía. Pretendí hacer funcionar estas novelas en una clave interpretativa un poco diferente que permitiría volver a iluminar, y reagrupar, un territorio de la literatura y el arte que las lecturas biopolíticas positivas tienden a dejar de lado, o bien a invisibilizar” (2017, p. 809).

2En febrero de 1997, al reseñar una edición mexicana de Salón de Belleza, Christopher Domínguez señaló — quizás por primera vez— que “no puede ser sino el SIDA la enfermedad terminal que padecen los clientes de ese improvisado enfermero que actúa sin motivos filantrópicos o religiosos” (p. 42). Esta línea interpretativa temática o alegórica es una constante crítica que define a Salón de Belleza como una reflexión sobre los “espacios de excepción” en los que el SIDA funciona como marco de inteligibilidad (Vaggione, 2013, pp. 147-

148); una “escenificación” de la biopolítica y de la historia en “sus aristas más monstruosas” (Quintana, 2009, p. 503); o como un testimonio de “las diversas formas en que la comunidad gay se tuvo que organizar — improvisadamente— para hacerse cargo de la muerte de muchos de sus miembros” (Rocha Osorno, 2015, p. 171).

3Según Paula Rodriguez-Abruñeiras, “el hecho de no mencionar la palabra sida parece ser una práctica común en la literatura existente sobre el tema” (p. 240). Así mirada la cosa, la constante crítica no es específicamente crítica, sino un efecto producido ya en la literatura o por la literatura. En síntesis: si el imaginario del SIDA aparece sin que lo llamen, la operación de vaciado no constituye tampoco una simple invención estética del

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autor, sino que se presenta, fundamentalmente, como la práctica común de una literatura. Y, por consiguiente, nos situamos frente a un desplazamiento del sentido no ya alegórico sino genealógico. Asumiendo una perspectiva nietzscheana, nuestra genealogía no supondrá una lectura historicista ni una textualista, sino que leerá en el origen de los nombres y las figuras un enfrentamiento interno, es decir, con combate entre sus respectivas imágenes (cfr. Aurora f. 123 y Foucault, 1979, p. 10).

4Marcamos esta oscilación genérica porque es un rasgo constitutivo de la figura travesti en la literatura del siglo XX. De hecho, algunos autores no entienden lo travesti como una identidad sexo-genérica, sino como una performance más cercana al mundo del Drag. Sarduy, por ejemplo, habla de travesti en masculino.

5Roland Barthes ha sintetizado estas ideas, por ejemplo, en El placer del texto (1973): “En Cobra, de Severo Sarduy […] la alternancia es la de dos placeres en estado de competencia; el otro límite es la otra felicidad: ¡más y más todavía!, otra palabra más, otra fiesta más. La lengua se reconstruye en otra parte por el flujo apresurado de todos los placeres del lenguaje. ¿En qué otra parte? En el paraíso de las palabras. Es verdaderamente un texto paradisíaco, utópico (sin lugar), una heterología por plenitud: todos los significantes están allí pero ninguno alcanza su finalidad; el autor (el lector) parece decirles: os amo a todos (palabras, giros, frases, adjetivos, rupturas, todos mezclados: los signos y los espejismos de los objetos que ellos representan); una especie de franciscanismo convoca a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y volver a irse inmediatamente: texto jaspeado, coloreado; estamos colmados por el lenguaje como niños a quienes nada sería negado, reprochado, o peor todavía, “permitido”. Es la apuesta de un júbilo continuo, el momento en que por su exceso de placer verbal sofoca y balancea en el goce” (pp. 17-18).

6La proposición es desarrollada por Link en Fantasmas (2009, p. 409) y nos remite, a su vez, a dos textos: Gabriel Araujo, “Le Néo-Baroque de Severo Sarduy comme retombée de la Queer Theory”, Inverses n°5

(Châtillon, abril 2005) y Óscar Montero, “The Queer Theories of Severo Sarduy”, Obra completa T.II (1999).

7Explica Ignacio Iriarte: “Por una parte, el dispositivo del sida busca terminar con las formas contestarías respecto de las formas disciplinarias de la sociedad, pero por la otra busca transformar la sociedad misma en la medida en que se propone aceptar a los homosexuales como nuevas identidades admisibles. En otras palabras, el desbunde, la homosexualidad y el dispositivo del sida contribuyeron a terminar con las sociedades de la Guerra Fría y comenzaron a plantearse como redes abiertas cuyas normatividades fluctúan en el tiempo. Como demuestra Perlongher a través de los consultorios médicos, en ese tipo de sociedad ya no hay un afuera: ‘Antes los anormales estaban afuera: afuera de la familia y afuera del consultorio. Ahora ya pueden entrar, sacar número y recibir el consuelo del complejo’ (p. 79). El dispositivo del sida, agrega en otra página, no se dirige ‘tanto a la extirpación de los actos homosexuales, como a la redistribución y control de los cuerpos perversos, que apunta a hacer del homosexual una figura aséptica y estatuaria, especie de estatua perversa en el parque nacional’ (p. 81). Las retóricas que Perlongher emplea en la primera y la segunda parte del ensayo sugieren que en los años 80 el sida se convirtió en uno de los focos a través de los cuales se transformó tanto el pensamiento sobre la enfermedad y las identidades sexuales como las formas de organización de la sociedad. A principios de los años ’80, pero de acuerdo con un sistema que tiene su epicentro entre los años 50 y 70, la sociedad se comprende a partir de la guerra. Fuera de Perlongher, ese modo de analizar las cosas lo encontramos, por ejemplo, en el Foucault de Defender la sociedad. […] Cuando en 1984 se desmaya en su casa, para morir poco después de sida, Foucault tiene listos los dos últimos volúmenes de Historia de la sexualidad, en los que se propone pensar una sociedad nueva, marcada por la independencia del individuo, el cuidado de sí y esa nueva forma que es la gubernamentalidad, que no busca reducir con lógica militar al individuo, sino que se propone persuadirlo, sin sacarle esa cierta libertad que lo define. En El fantasma del sida este proceso se encuentra concentrado en sus

100breves páginas” (2019, s/p).

8Dice Perlongher: “el “modo de vida gay” podría constituir una experimentación de vanguardia en la creación de modelos cada vez más individualistas de subjetivación. Esto es, ciertas características de la vivencia gay — soledad, desarraigo, desgajamiento de las redes familiares, etcétera— se transformarían en funcionales o pasarían a ser imitadas por sectores de la población no necesariamente homosexuales. Si así fuera, sería entonces preciso ‘desinfectar’ al homosexual para que encarnase, sin peligros ni fugas, ese ‘estilo de vida’ disociado de la práctica de la promiscuidad socialmente indeseable”. (1988, p. 81).

9Por ejemplo: “Los gobernantes del mundo entero, la clase reaccionaria siempre en el poder y los poderosos bajo cualquier sistema, tienen que sentirse muy contentos con el SIDA, pues gran parte de la población marginal que no aspira más que a vivir y, por tanto, es enemiga de todo dogma e hipocresía política, desaparecerá con esta calamidad […] Pero la humanidad, la pobre humanidad, no parece que pueda ser destruida tan fácilmente” (p. 15).

10Escribe Perlongher: “El problema es que pocos médicos entienden de SIDA. Es el paraíso de la más cruel alopatía. Lo cual mi extranjería complica, pues me tratan cual a un fugitivo otomano. Y mi francés sigue pésimo!” (p. 444, 14/05/90). Fugitivo político y bárbaro lingüístico, la extranjería se extiende al propio cuerpo en relación con los otros: “Preciso un poco de mimo, porque en general me siento solo. Esta enfermedad provoca un

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aislamiento progresivo porque uno no consigue acompañar el ritmo de los otros y va quedando rezagado” (pp. 458-459, 08/1992). Así, al bando de todo, lo que queda es el monstruo biopolítico: los medicamentos, dice, “me transforman en una verdadera creación química” (p. 449). Lo elíptico, lo in-nombrable de la enfermedad, se presenta en Perlongher como la porosidad propia de la escritura y, más específicamente, de la carta: “Es difícil decir lo que me pasa por carta, o implica desgarramientos que la afectuosidad del tete à tete atenúa” (pp. 451- 452, enero 1991). Pero, paradójicamente, este “deseo de mantener un diálogo, un lenguaje afectivo” despliega una estrategia, “incluso ética, de sobrevivencia” y, en este sentido, las cartas parecen querer funcionar como una escritura que, más allá de la muerte, “hace la vida presente”. (Gasparri, 2017, p. 10).

11Para un análisis de este pasaje en la obra del escritor ver “Imágenes de archivo en Mario Bellatin: del closet al coming out” (Cherri, 2020).

12La primera edición limeña de 1992 abre con una dedicatoria a Reina María Rodríguez. La segunda edición titulada Tres novelas, ya que además de Efecto invernadero venía acompañada de Salón de belleza y Canon perpetuo, suprime esa dedicatoria. Recién en la tercera edición, que es la primera edición fuera de Perú, aparece el epígrafe sustraído del poema de Cesar Moro cuya única modificación son las mayúsculas de “ANTONIO” por minúsculas.

13Ideas como estas se encuentran presentes en el Elogio de la sombra (1933) de Tanazaki Junichiro. Texto que, nueve años después, ingresará al universo ficcional de Bellatin, especialmente en El jardín y en Shiki Nagaoka.

14Entre “1813 (la década de las naciones novomundanas) y 1882 (la década de la integración al mercado mundial) las morfologías y comportamientos que se hubieran preferido inexistentes […] han sido totalmente normalizadas por el dedo del científico, la lengua (la lengüeta) del demócrata y el ojo (modernista) del poeta: monstruo, peluquera o esnob (cuando no una meditada combinación de esas tres formas de vida) son los lugares comunes de la loca como sujeto colonial (colonizado)” (Link, 2015, pp. 468-467).

15Dice Deleuze: “Una vida... Nadie mejor que Dickens para haber contado lo que es una vida teniendo el artículo indefinido como índice de lo trascendental. Un canalla, un sujeto despreciado por todos es restituido, arrancado de la muerte; y sucede que los que lo curan y lo cuidan manifiestan una especie de solicitud, de respeto, de amor por el menor signo de vida del moribundo. Todos se ocupan de salvarlo hasta el punto en que desde lo más profundo de su coma el hombre siente algo dulce que lo penetra. Pero a medida que vuelve a la vida, la dulzura se hace más fría y encuentra toda su grosería, su maldad. Entre su vida y su muerte hay un momento que no es otro que el de una vida que juega con la muerte. La vida del individuo ha cedido el paso a una vida impersonal y sin embargo singular que desprende un puro acontecimiento liberado de los accidentes de la vida interior y exterior, es decir, de la subjetividad o de la objetividad de lo que acontece. «Homo Tantum» frente al cual todo el mundo sentía compasión y que llegó a una especie de beatitud. Es una “hecceidad” que no es una individuación sino una singularización: vida de pura inmanencia, neutra, más allá del bien y del mal porque solo el sujeto que la encarnaba en medio de las cosas la hacía buena o mala. La vida de tal individualidad se borra en provecho de una vida singular, inmanente a un hombre que ya no tiene nombre aun cuando no se confunde con ningún otro. Esencia singular, una vida...” (1995, pp. 37-38).

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35976

¿Hacia dónde huyen las galaxias?1:

escritura y enfermedad en Severo Sarduy

Denise León

Universidad Nacional de Salta, Argentina deniseleon90@gmail.com https://orcid.org/0000-0002-6215-0421 Recibido 10/03/2021. Aceptado 31/07/2021

Resumen

En su ensayo sobre literatura y enfermedad, Roberto Bolaño construye una tríada íntima de experiencia que nos guía a través de las motivaciones fundamentales que hay detrás de toda poesía y que está constituida ciertamente por los viajes, el sexo y los libros. Me propongo indagar en el presente trabajo cómo funciona esta tríada en la obra del cubano Severo Sarduy, especialmente en los ensayos de El Cristo de la rue Jacob y en Pájaros en la playa, textos tardíos dentro de su producción. Se trata de materiales en los que la enfermedad redirecciona la trayectoria del viaje y la escritura sucede bajo el signo del derrumbamiento, del desastre, en el sentido que Maurice Blanchot le diera a este término. Así, como un Robinson envejecido, Sarduy regresa a su isla para trabajar con una serie de materiales que apuestan por la persistencia de la huella corporal, de los restos, de la materia. Mi ensayo se internará, entonces, en las estrategias que le permitirán al autor cubano mantener la mirada sobre lo inenarrable y construir una temporalidad y un escenario alternativos donde la oscilación entre lo orgánico y lo inorgánico y la relación con el universo y los astros, se vuelven un modo posible de interrogarse sobre las excedencias de lo viviente.

Palabras clave: literaturas caribeñas, Severo Sarduy, textos tardíos, escrituras enfermas

Where are the galaxies fleeing to?: writing and disease in Severo Sarduy

Abstract

In his essay on literature and illness, Roberto Bolaño builds an intimate triad of experience that guides us through the fundamental motivations behind all poetry: travel, sex and books. I inted here to inquire how this triad works in the texts by Severo Sarduy, especially in the essays of El Cristo de la rue Jacob and Pájaros en la playa, late texts within his production.

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RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Denise León, ¿Hacia dónde huyen las galaxias?: escritura y enfermedad en Severo Sarduy, pp. 140-148.

These are materials in which the disease redirects the trajectory of the journey and the writing happens under the sign of collapse, of disaster, in the sense that Maurice Blanchot gave to this term. Thus, like an aging Robinson, Sarduy returns to his island to deal with a series of materials that shows the persistence of the body traces, the persistence of the remains of the matter. My essay will then delve into the strategies that will allow the Cuban author to keep his gaze on the unspeakable and build an alternative temporality and a scenario where the oscillation between the organic and the inorganic, the relationship with the universe and the stars, become a possible way of questioning oneself about the exceedances of the living.

Keywords: Caribbean literatures, Severo Sarduy, late texts, sick scriptures

Los mundos circundantes

Comienzo con una escena: mi madre ha muerto hace pocos meses y estamos en California. Le hemos dicho a mi hijo de tres años que su abuela se convirtió en una estrella como la tortuga de Kung Fu Panda. Bruno quiere mirar el cielo y preguntarme cosas sobre las estrellas. Las constelaciones no tienen fundamentos científicos. Agrupamos las estrellas por necesidad, por la necesidad de nombrar ciertas cosas y de contar historias. Miro con un curioso pavor ese cielo desconocido y recuerdo al etólogo alemán Jakob Von Uexküll que, en sus Andanzas por los mundos circundantes, dice que cada hombre va tejiendo relaciones como los hilos de una araña y así va uniendo determinadas propiedades, determinados puntos hasta armar una red sólida que será la portadora de su existencia (2016).

Bajo otro cielo lejano, siguiendo quizás el linaje inaugurado por Rubén Darío y los modernistas, Severo Sarduy dejará su Cuba natal en 1960 para “entrar al exilio” (Sarduy, 2000, p. 55) e instalarse más que en Paris “en un barrio de París, y en dos o tres de sus cafés” (p. 55) como un modo posible de anularlo. Conformando un arco particular que va de la revista Ciclón a Tel quel, como él mismo anotó en algún ensayo, el escritor cubano construirá una constelación única donde convergen restos, cuerpos y astros. Su obra, consagrada sobre todo a la novela, pero también al ensayo y la poesía, tejió redes entre la literatura, la astronomía, la pintura, la radiofonía y la edición.

En La vanguardia peregrina (2013), Rafael Rojas vuelve sobre las palabras con las que, en 1971, Roberto Fernández Retamar se refiriera a la poética de Sarduy calificándola de “mariposeo neobarthesiano” como parte de un ataque político relacionado sobre todo con su participación en la polémica revista Mundo nuevo. Rojas, en cambio, recupera y reivindica la idea del mariposeo como un síntoma o “un componente fundamental de la estrategia neobarroca elaborada por Sarduy entre fines de la década de 1960 y principios de la de 1970” (p. 76). Asimismo, Rojas (2013) señala que este método de escritura flotante y disperso que le permitirá a Sarduy desplazarse libremente entre distintos tiempos y espacios de la cultura universal no tiene equivalentes entre sus contemporáneos cubanos. Y yendo aún más allá, es posible afirmar que justamente este método lo llevará a interrogarse respecto a manifestaciones culturales construidas en torno a esas “excedencias del vivir”. Quiero decir, en torno a voces y fenómenos que tienen él cuenta el poder de la vida de alterarse, de desviarse de la norma a partir del derroche y los excesos.

Sabemos que en 1610 Galileo Galilei usó el cristal de aumento para construir el primer instrumento de conocimiento científico, el telescopio. En su conmemoración de Galileo (2009), Georges Canghilhem señala que lo que el telescopio reduce en tamaño, lo multiplica en número: así las constelaciones se enriquecen y las nebulosas se revelan como agrupaciones de estrellas innumerables. En un gesto similar al de Galileo, pero invertido, Sarduy dirigirá hacia la tierra el lente de la astronomía para mirar el infinito viviente de las constelaciones

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culturales y multiplicarlas, yendo de Kepler, Copérnico y Galileo a Góngora, pasando por las ciudades, las marcas en el cuerpo, los travestismos para terminar en el neobarroco de Lezama Lima.

El fundamento de la particular aventura sarduyana se encuentra, creo, en dirigir su atención a los intercambios imprevistos que se establecen entre el discurso científico y el discurso narrativo, en ese sistema de “robos recíprocos” (Sarduy, 2013, p. 458) del que brotará todo lo visible y todo lo invisible. La ciencia y su depósito de mitos se alimentan de fantasmas literarios o poéticos que intentan dar cuenta de esa ansiedad, de esa fuga vertiginosa de un tiempo y un espacio que no son otra cosa más que su propia expansión. Anota Sarduy:

Así, para describirnos una estrella derrumbada sobre sí misma bajo el exceso de su gravitación, una estrella contraída y densa, compacta, a tal punto que una simple caja de fósforos pesaría, en su superficie, una tonelada, los astrónomos nos hablan de una enana blanca; la misma estrella, en una fase anterior de explosión, de máxima incandescencia, pudo ser una gigante roja; la Astronomía nos hablará también de viajeras azules, de marcadores rojos (red shift),de la fatiga de la luz, de huecos negros.

El mito pues, está allí donde menos se lo presentía, en el rigor del discurso científico, en las frecuentes y contradictorias versiones del universo. (2013, p. 457).

Este proyecto bastará para dejar a la obra de Sarduy al margen de lo que Rojas llama el curriculum cubense, ya que en su aventura astronómica donde las galaxias son una clave para el conocimiento de la literatura y de la propia trayectoria del escritor, Cuba es solo “una breve estación de tránsito” (Rojas, 2013, p. 80). Ya a fines de la década de 1960 —inspirado en los trabajos de Galileo y Kepler pero sin duda también en los Eugenio D'Ors respecto a los alcances de lo barroco2— el escritor cubano está trabajando sobre de concepto de “retombée” o réplica que ciertos modelos científicos tendrán en la producción simbólica no científica contemporánea o no. Sin duda lector de D'Ors, Sarduy se vuelve también “un hombre lentamente enamorado de una categoría” (2002, p. 21) y lleva al extremo la idea del barroco como una matriz interpretativa. Esta resonancia, no exenta de un aroma teológico o profético

—y que será la base de una dinámica que animará todo el trayecto de la obra sarduyana— se escucha sin noción de contigüidad ni causalidad: “en esta cámara, a veces el eco precede a la voz”, dirá Sarduy (1974, p. 13). Saberse nómada en el universo bastará para no abandonar el cuerpo y sus violentos venenos, para trabajar con la metafísica de la alteridad, la soledad existencial y la enrarecida persistencia de la materia.

Los secretos del cielo

“Los secretos del cielo fueron cayendo sobre nosotros, uno a uno, como una lluvia transparente” afirma la voz en off del documental de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz (2010). Aquí, el director nos ofrece un trayecto que va desde los cuerpos torturados que la dictadura chilena intenta borrar al universo que develan los observatorios astronómicos de Atacama. Contra la noción de desaparición, la persistencia de la materia; el calcio que se encuentra en las estrellas y también en nuestros huesos, en los huesos de los muertos, trazando una continuidad entre cuerpo y universo porque como ahí “se juega una temporalidad alternativa..., una temporalidad que es irreductible al tiempo social del duelo y al tiempo biológico de los cuerpos y que oscila entre lo orgánico y lo inorgánico, entre modos diversos de inscripción y significación” (Giorgi, 2014, p. 204).

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Toda la apuesta estética de Sarduy parece iluminar la resistencia de los cuerpos. Eso que desde la óptica clásica se presentaba como accidente, como hipérbole, como deformación o gratuidad se vuelve estructural en su poética. Hay una intensidad que conecta lo orgánico y lo inorgánico en el universo3. En sus diversos y variados estudios sobre el barroco y el neobarroco latinoamericano hay un gesto insistente que señala hacia la violencia, el contraste y la distorsión de la materia y la vida corporal, pero hay más: el universo descentrado keplereano conlleva también el horror secreto del vacío, del infinito, de la nada, de la corrupción de la materia.

Como anota Alan Pauls en el prólogo de El Cristo de la rue Jacob, no es posible saber si cuando se publican estos ensayos en 1987, Sarduy ya estaba enfermo. Y sin embargo, en muchos sentidos, se trata de un libro sintomático. A pesar de que en ningún momento se habla de una enfermedad propia y de que solo se alude al SIDA de forma breve e indirecta, las piezas que componen El Cristo se adentran sin titubeos en eso que Blanchot llamó “la escritura del desastre”. Si desastre significa literalmente “estar separado de la estrella”, el crítico francés entiende que perder los astros y la relación con el azar de arriba empuja a la necesidad, a la soberanía de lo accidental, al retiramiento.

Del viaje no han quedado aquí más que algunas señales, como los puntos cardinales que el viajero necesita para orientarse. Una arqueología de la piel donde el ojo y la mano que tantea buscan las epifanías, pero probablemente también las marcas del pasado y del sarcoma. La carne se pone a disposición del mundo para registrar los más ínfimos detalles: la materialidad de una sutura, el brillo de la escama y el veneno, la extensión del abandono. Cada estampa de El Cristo trabaja con un depósito reducido de imágenes incandescentes: el declive de la vejez, su propia fragilidad, la muerte de los amigos más cercanos, la imagen tutelar de sus maestros, Barthes y Lezama, y la discontinuidad de una trayectoria sin telos, sin destino.

Me pregunto ¿a dónde nos llevan estos ensayos que son al mismo tiempo poemas, que son al mismo tiempo las secuencias de una autobiografía, de un léxico familiar? Y la respuesta me lleva al cielo de California, al desastre, a un mundo sin otro. A un yo que camina, que va y viene y que, como Robinson Crusoe, añorando su isla, corre siempre el riesgo de volver, de dar vueltas en redondo, de ser remitido a sus propios pasos:

Próximo de la cincuentena, y con más de un cuarto de siglo de textos trabajados por el gris y el exilio, voy creyendo que la escritura no sirve para nada inmediato, que las repercusiones o la impalpable cámara de eso que crea un libro se pierden en una lejanía difusa, o en la memoria de un lector ausente que nunca encontraremos o en la vaguedad de los comentarios y la persistencia de los detractores. Creo, eso sí, que lo escrito surge en un momento dado y para un interlocutor dado, que justifica lo efímero de un instante, que prolonga o amplía una conversación casual junto a un reloj enorme en el barrio parisino de Saint Lazare, y la proyecta en una noche sin bordes: en la noche de tinta. (Sarduy, 2013, p. 62).

¿La muerte es una noche sin bordes? ¿El final? ¿La muerte en cuanto tal? ¿Qué quiere decir la muerte en cuanto tal? ¿Qué se quiere decir cuando se dice voy a morir estando vivo? Las estampas de El Cristo repasan una antigua mitología fabricada con lecturas, películas, fotografías, lugares y personas memorizados desde la melancolía. “Enfermo es el que repasa su pasado”, dirá el narrador de Pájaros en la playa, la última novela de Sarduy, invirtiendo la fórmula de Lezama. Lo contrario del deseo es la enfermedad.

Si el deseo tiene que ver con el movimiento, la enfermedad funciona como un ancla

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terrible. La enfermedad es una forma del desastre. “El tiempo de morir carece de soporte, no encuentra a nadie para portarlo, para soportarlo” (Blanchot, 2015, p. 23). No hay huida posible cuando la muerte centellea como destino anticipado y promete el desasosiego, el desarreglo, la abstención de la divinidad:

Rogamos simplones y testarudos, para que los dioses abandonen su reserva y se manifiesten… Misticismo ingenuo. Ya que el ser de la divinidad es precisamente lo no manifiesto, lo que no tiene acceso al mundo de los fenómenos ni a la percepción. Ni siquiera como presencia inmaterial o “intuición” de lo místico. Les pedimos, en definitiva, que renuncien a su esencia y sean en la nuestra que es la mirada.

Pero es inútil.

No abandonan jamás esa noche, ese hueco negro que, para siempre, los devoró.

Pájaros terminales

Un mal sin nombre, una misteriosa enfermedad, será el tema excluyendo de la última novela de Sarduy, Pájaros en la playa (1993). Aquí, Lina Meruane (2012), lee una trayectoria de regreso, un viaje mental al origen para ajustar cuentas que ya se entreveía en El Cristo. Si la vida no es más que un repertorio, que un catálogo de simulaciones que siempre niegan el original, la muerte se anuncia como un nuevo cambio que permitirá “deshabitar el cuerpo” (p. 22), “escapar del sufrimiento físico” (p. 22) para renacer en otra isla. “La muerte es como un cambio de ropa. He sentido el movimiento de mi cuerpo ahogado tratando de nacer, de respirar aire claro. Intuyo incluso el lugar: en otra isla”, afirma un personaje que luego que se convertirá en el Cosmólogo al comienzo de la novela.

Dos textos contemporáneos a su escritura prefiguran la última novela de Sarduy: el primero, Diario de la peste, de 1991, narra bajo el formato de una serie de viñetas autobiográficas la experiencia de internación del autor a causa de una pleuresía en un hospital parisino. Se trata de una especie de diario breve, anticipatorio, como las “Apuntaciones de hospital” de Rubén Darío, que ante la amenaza de la muerte, reúne las ideas de guerra y de peste para referirse al SIDA. En este sentido, el ensayo fundamental de Susan Sontag explicitó cómo las metáforas militares atraviesan los discursos sociales sobre la enfermedad que es descripta como una fuerza enemiga que se cierne sobre el cuerpo y a la que es necesario derrotar a partir de tratamientos tan eficaces como violentos.

“Una sutil y aguda lengua de hielo me rozó los pulmones”, afirma Darío. Para Sarduy la pleuresía le ha dejado no solo una serie de sollozos imprevisibles, sino que le ha revelado su deseo de no hacer, de no afrontar el aire. Sarduy lee en su enfermedad una pulsión de regreso, lee su vida como un entreacto, como “una vigilia entre dos ausencias infinitas”. Esta idea se reforzará en El estampido de la vacuidad, una colección de fragmentos publicados en 1993 e incluidos luego en ediciones posteriores de El Cristo. En estos fragmentos el cubano intenta volver legible, incluso para sí mismo, el aroma del desastre, del “ocaso que marca el extravío cuando se ha interrumpido la relación con el azar de arriba” (Blanchot, 2015, p. 8).

Ya todo es póstumo. “Somos pasivos en relación al desastre” (Blanchot, 2015, p. 8). Por eso, en Pájaros en la playa la acción transcurre en una isla entre el paraíso y el infierno, en una casa abandonada que es una mezcla de hotel de lujo y hospital, donde hombres y mujeres

envejecidos prematuramente a causa de un mal que nunca se nombra, son descriptos como

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“pacientes ornitólogos esperando el vuelo de una especie rara” (Sarduy, 1993, p. 21) o solo esperando “el atardecer para regresar por los largos pasillos hacia sus celdas y hundirse de nuevo en ese sueño que no logran abandonar del todo” (p. 21). El adjetivo “pacientes” referido a los personajes de la novela puede ser leído en el sentido de que, como ornitólogos, la profesión implica que se trata de observadores dispuestos a esperar mientras escrutan las distintas señales, pero también que se trata de sujetos que padecen algún mal y que por lo tanto se someten, se entregan al cuidado y a la acción de los médicos sobre sus cuerpos.

Entre los pacientes se encuentra Siempreviva “una verdadera anciana, y no una joven avejentada” (p. 32) dispuesta a dejarse morir hasta que comienza a relacionarse con Caballo, un médico o enfermero, y con Caimán, un curandero que se aprovecha de los enfermos desahuciados y recluidos en la casona para aplicar sus tratamientos con hierbas. La novela se plantea como una especie de contrapunto entre la historia de Siempreviva, un personaje paródico más ligado al estilo al que nos tiene habituados Sarduy, y los diarios del cosmólogo, un personaje descarnado, intransigente o “tardío” en el sentido que Edward Said (2009) le diera a este témino4. En una entrevista con Susanne Klengel publicada en 1994 en la revista Vuelta Sarduy atribuye un cambio en su escritura vinculado a la experiencia de enfermedad, a las cicatrices de su “yo hospitalizado” tal como él lo define5 y también considera en una pregunta anterior referida a la dificultad de su estilo, que comparativamente “lo que estoy escribiendo actualmente, es quizás legible, pero aún quedan dificultades” (1994, p. 40).

El gran deseo sideral empuja y la actitud ornitológica de los pacientes es llevada al extremo por el narrador y hacia la mitad de la novela comienzan a desarrollarse vertiginosamente las entradas del “Diario del cosmólogo”, un personaje sobre el cual se han ido dando pistas desde el comienzo, y que será el encargado de tejer relaciones, de unir las propiedades de la enfermedad, la observación, y la astronomía. Pasividad, pasión, pasado, negación de la marcha. El desastre tiene que ver con la ausencia de movimiento. Si, como dijimos, enfermo es quien repasa su pasado, también es quien está atado a distintos aparatos porque, como puede leerse en la primera entrada del diario: “para los cosmólogos fue como para los enfermos: nos conectaron con aparatos en los que los astros son cifras que caen, invariables y parcas noticias del universo” (Sarduy, 1993, p. 109).

La pasividad supone para Blanchot, una borradura, una extenuación del sujeto. En este sentido, Valentín Díaz (2010) apunta que hay una paradoja que recorre toda la obra de Sarduy y que puede leerse también en contrapunto con el desarrollo de “lo neutro” sobre el que trabajará Barthes (1986). Esa paradoja tiene que ver con la negatividad, con el vacío, con la “vitalidad desesperada” del barroco que “llena para vaciar” (Díaz, 2010, p. 55). Así, los personajes de Pájaros en la playa son esos a quienes “la energía abandonó” y la enfermedad obliga a descubrir la vulnerabilidad de sus cuerpos –otrora perfectos– e integrarse a una comunidad nueva a la que no se pertenecía:

Cortarse las uñas, y aún más afeitarse, se convierten aquí en una verdadera hazaña de exactitud, a tal punto es grande el miedo a herirse, a derramar el veneno de la sangre sobre un objeto, sobre un trapo cualquiera que pueda entrar en contacto con otra piel [anota el cosmólogo]. (1993, p. 111).

El miedo es el sentimiento fundamental, la pasión primera, tal como afirmaba Hobbes, la que conduce a la fundación del estado y de ese pacto que solo puede ser firmado entre hombres, ni con Dioses, ni con bestias y todo lo que sucede, sucede no como algo nuevo o por venir sino como algo ya pasado, ya visto, un porvenir como ayer y no como mañana.

Las marcas de la enfermedad, los cuerpos marcados, un herpes en el párpado, una grieta

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incurable en la comisura de los labios son los heraldos del desastre. Asimismo, la posibilidad del contagio convierte a la enfermedad en un fenómeno que traspasa los cuerpos individuales y los sumerge en una deriva colectiva e infinita.

Como se mencionó anteriormente, Galileo publica el Sidereus Nuncios para transmitir y enunciar el mensaje de las estrellas en torno a las verdades propuestas por Copérnico. Un mensaje que tiene que ver con el fin del mundo finito, con el fin del “reino maternal de la Tierra maternal para el hombre, roca de estabilidad y seguridad, referencia para todos los lugares y refugio para todos los desvíos” (Canguilhem, 2009, p. 45). La totalidad orgánica planteada por el humanismo comienza a disolverse en un universo fragmentado, diverso, infinito. En Pájaros en la playa, el cosmólogo funciona también como un mensajero que lee o intenta leer el mensaje de ese universo en descomposición:

Detrás de las apariencias —las de las personas y las cosas—, no hay nada. Ni detrás de las imágenes, materiales o mentales, sustancia alguna. No hay respuestas —ni antes ni después de la muerte— cuando las preguntas se han disuelto. El origen del universo, la realidad del sujeto, el espacio y el tiempo y la reencarnación, aparecen entonces como “figuras” obligadas de la retórica mental.

Me tiemblan las manos… Me sangran las encías.

Basta con que el cuerpo se libere del protocolo social para que se manifieste su verdadera naturaleza: un saco de pedos y excrementos. Un pudridero. (Sarduy, 1993, pp. 164-166).

Conclusiones: “La luz cura pero no a mí”

En su ya mencionado ensayo sobre el estilo tardío, siempre siguiendo a Adorno, Said (2009) se detiene en el de hecho de que muchas veces las obras tardías o finales de ciertos artistas son relegadas del terreno del arte y consideradas dentro del terreno del documento y referidas solo a la biografía. La biografía está ahí, por supuesto, no es algo que pueda negarse. Sin embargo, el concepto de estilo tardío permite analizar, creo, dentro de la teoría literaria, ciertos gestos u obras finales en la trayectoria de un autor que por momento resultan inclasificables. Para Adorno la madurez de las obras tardías, al contrario de la de la fruta, da como resultado una materia agrietada, rugosa y áspera, muy difícil de digerir. E incluso más: “tratan sobre la totalidad perdida y, por lo tanto, son catastróficas” (Said, 2009, p. 35).

Si ser tardío implica llegar tarde a muchas cosas, es posible afirmar que, aunque la producción de Sarduy no puede dejar de ser leída y comprendida en contrapunto con la producción literaria latinoamericana y también con la de los círculos franceses ligados al psicoanálisis y al posestructuralismo en los que se movió, también es cierto que de algún modo el cubano siempre se mantuvo al margen. Un pintor que nunca hizo carrera como tal, un escritor que no era leído ni entendido fácilmente por el público al que se dirigía, un locutor radial que se interesaba por el arte y la cosmología. Nunca fue publicado en Cuba. Su obra es como una voz entrelazada con el budismo, el estructuralismo, el Neobarroco, pero al mismo tiempo excéntrica, oblicua.

“La luz cura pero no a mí. Mi espíritu ya no habita mi cuerpo; ya me he ido. Lo que ahora come, duerme, habla y excreta en medio de los otros es una pura simulación” (1993, p. 21) afirma el personaje que luego se convertirá en el cosmólogo. ¿Qué sentido tienen las palabras frente a un cuerpo omnipresente que comienza a transformarse en un paisaje abandonado? Escrituras de retirada, donde la enfermedad redirecciona el viaje y obliga a horadar una

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madriguera, tanto El Cristo de la rue Jacob como Pájaros en la playa son textos que se distinguen dentro de la obra de Sarduy. Textos tardíos, dañados, irradian una luz extraña. Una luz que no tiene que ver tanto con la reunión laboriosa de una totalidad lograda sino con un estallido, con un resplandor. “No hay más explosión que un libro”, afirma Blanchot (2015) desde una perspectiva que probablemente no hubiera disgustado al cosmólogo. Las estrellas que observamos en el cielo muchas veces no son más que un espectro, que un resto de luz viajando hacia nosotros en una velocidad diferente.

Es difícil leer los últimos libros de Sarduy sin pensar en las circunstancias en los que fueron escritos. Pero si bien es cierto que ambos trabajan con la idea de que no hay nada en la creación que no esté destinado a perderse, y que frente a esto no hay abrigo sideral posible y el conocimiento parece llegar siempre demasiado tarde; al mismo tiempo afirman que ser escritor y ser lector significa ser capaces de percibir en la oscuridad, entre objetos aleatorios, una luz que intenta alcanzarnos y no puede. Las estrellas son un mito, una red, que nos permite hablar de ciertas cosas, estar menos solos. O percibir en esas vidas que se apagan un saber que, dirigido hacia nosotros, al mismo tiempo se nos aleja infinitamente.

Referencias bibliográficas

Barthes, R. (1986). Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona: Paidós.

Blanchot, M. (2015). La escritura del desastre. Madrid: Trotta.

Canguilhem, G. (2009). Estudios de historia y filosofía de las ciencias. Buenos Aires: Amorrortu.

Díaz, V. (2010). Severo Sarduy y el método neobarroco. Revista Confluenze, 2(1), pp. 40-59. Dobry, E. (2009). Barroco y modernidad: de Maravall a Lezama Lima. Orbis Tertius, 14(15). D'Ors, E. (2002). Lo barroco. Madrid: Tecnos.

Klengel, S. (1994). Señalar lo ilusorio de todo. Entrevista con Severo Sarduy. Revista Vuelta (206), pp. 39-42.

Giorgi, G. (2014). Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Guzmán, P. (Director). (2010). Nostalgia de la luz [Película documental]. Blinker Filmproduktion-WDR-Cronomedia-Atacama Productions.

Meruane, L. (2012). Viajes virales. Chile: Fondo de Cultura Económica.

Rojas, R. (2013). La vanguardia peregrina. México: Fondo de Cultura Económica.

Said, E. (2009). Sobre el estilo tardío. Buenos Aires: Debate.

Sarduy, S. (1974). Big Bang. Barcelona: Tusquets.

Sarduy, S. (1993). Pájaros de la playa. Barcelona: Tusquets.

Sarduy, S. (2000). Antología. México: Fondo de Cultura Económica.

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Sarduy, S. (2014). El Cristo de la rue Jacob y otros textos. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales.

Von Uexküll, J. (2016). Andanzas por los mundos circundantes de los animales y los hombres. Buenos Aires: Cactus.

Notas

1Este fragmento es una cita de un texto de Sarduy incluido en El Cristo de la rue Jacob: ¿Cuándo tuvo lugar el big-bang inicial cuyos rayos fósiles son aún detectables? ¿Hacia dónde huyen las galaxias?//ENVOYER

DOUCEMEN BOBINO MUSIQUE ‘COSMIQUE’//” (2014, p. 84).

2En “Barroco y Modernidad: de Maravall a Lezama Lima”, Edgardo Dobry (2009) propone un panorama de

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los distintos recorridos de los estudios contemporáneos sobre el Barroco a partir de un análisis de la obra de José Antonio Maravall. En ese sentido, en el pensamiento de Sarduy confluyen tanto la variable latinoamericana a través de la obra de Lezama Lima como la variable francesa a partir del contacto con Barthes, Lacan y Deleuze.

3En su ensayo “Sarduy y el método neobarroco”, Valentín Díaz (2010) apuntó que la obra de Sarduy construye una máquina teórica particular donde el Neobarroco funciona como un punto de irradiación que le permite recuperar y poner en serie una cantidad de fenómenos culturales en torno a la Modernidad en general y a América Latina en particular.

4En Sobre el estilo tardío, siguiendo las hipótesis de Adorno sobre la última etapa compositiva de Beethoven, Said plantea la idea de un “estilo tardío” en diferentes artistas. El estilo tardío implicaría una serie de rupturas y diferencias con la obra anterior, y Said lo presenta no como armonía, madurez o resolución sino más bien como algo áspero, fragmentario y dificultoso, incluso como una forma de exilio (2009, p. 30).

5“Yo me enfermé, estuve dos veces en un hospital, cada vez durante tres semanas. Eso cambió mi escritura de modo que ese ‘yo’ es mi Yo, un Yo no-sufriente porque no hubo gran sufrimiento físico, pero es mi Yo hospitalizado. Es la imagen de la enfermedad y cambió mi escritura como es natural. Ese yo es el Yo de mi cuerpo, con todas las cicatrices” (1994, p. 41).

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35977

Modernismo, neobarroco y enfermedad

Ignacio Iriarte

Universidad Nacional de Mar del Plata/Conicet iriartelignacio@gmail.com.

ORCID: 0000-0002-4596-3164 Recibido 10/06/2021. Aceptado 23/09/2021

Resumen

En este trabajo me ocupo de las relaciones entre literatura, enfermedad y sexualidades estableciendo una comparación entre los fines del siglo XIX y XX. En la primera parte, abordo “Psicopatía”, un cuento de Enrique Gómez Carrillo. A partir de él, elaboro una grilla que divide la normalidad y la enfermedad a través de la dupla firme/infirme. Luego describo las trasposiciones metafóricas de esta idea en los campos de la moral, la sociedad y las sexualidades a través de textos de Enrique José Varona, La prostitución en la ciudad de La Habana, de Benjamín de Céspedes, y algunas reseñas sobre la obra de Julián del Casal. Mi primera hipótesis es que la conjunción entre las sexualidades prohibidas, la enfermedad y la ruptura de la representación produce las condiciones de emergencia del neobarroco. Luego, analizo las formas en las que Néstor Perlongher retoma estos temas en La prostitución masculina. Mi segunda hipótesis es que el neobarroco se organiza sobre la grilla normal/anormal, firme/infirme que produce el modernismo. Al final del trabajo abordo el planteo de Perlongher sobre la desaparición de la homosexualidad tras la irrupción del sida y exploro sus consecuencias en la literatura.

Palabras clave: enfermedad, sexualidades, modernismo, neobarroco

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RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Ignacio Iriarte, Modernismo, neobarroco y enfermedad, pp. 149-167.

Modernism, neo-baroque and disease

Abstract

In this text, I analyze the relationships between literature, disease and sexualities, establishing a comparison between the end of the 19th century and the end of the 20th. In the first part I describe “Psicopatía”, a short story by Enrique Gómez Carrillo and I develope a grid that divides normality and disease through the firm / infirm pair. Then I describe the metaphorical transpositions of this idea of disease in the fields of morality, society and sexualities through the analysis of texts by Enrique José Varona, La prostitución en la ciudad de La Habana, by Benjamin de Céspedes and some reviews on the work of Julián del Casal. My first hypothesis is that the conjunction between forbidden sexualities, disease and the rupture of the representation produces the emergency conditions of the neo-baroque literature. Then I analyze the ways in which Nestor Perlongher takes up these themes in La prostitución masculina. My second hypothesis is that the neo-baroque literature is organized on the normal / abnormal, fime

/unstable grid that modernism produces. At the end of the work, I analyze Perlongher's approach to the disappearance of homosexuality after the outbreak of AIDS and I explore its consequences in modern literature.

Keywords: disease, sexualities, modernism, neo-baroque

1

Enrique Gómez Carrillo le dedicó varios de los textos que compila en Almas y cerebros al tema de la enfermedad. Si fuéramos más amplios, podríamos decir que casi todo el libro trata sobre las relaciones de la literatura con la enfermedad, en la medida en que las crónicas que hace sobre escritores, como Emile Zola, las rozan de una manera clara. Esto acaso se deba a que existe un valor que atraviesa todos los textos, que es el de la rareza. Palabra clave del modernismo puesta en primer plano por Rubén Darío en un libro que a Gómez Carillo no le pareció tan raro; se trata de un concepto que transforma los valores estéticos en algo puramente histórico, desalojándolos del sitial platónico en el que todavía podían llegar a resistir. Lo raro es lo nuevo, lo que rompe la norma, aquello que está más allá, y lo raro es también, muchas veces, la búsqueda por parte de la literatura de la enfermedad.

En “Psicopatía”, uno de los cuentos del libro, Gómez Carrillo expone esto con gran claridad. Contiene un argumento simple, casi diríamos que podría funcionar como un esquema de esa novela mucho más sutil que es De sobremesa. Un escritor se encuentra sentado en el café habitual y no encuentra nada agradable para leer. Los diarios tienen noticias por demás serias y aburridas: ocupan esas páginas informaciones sobre la alianza franco-rusa, el equilibrio europeo y lo que presumimos son las demarcaciones territoriales. Para enojo del narrador, no hay nada liviano que leer, ni siquiera la crónica de un escándalo mundano. Para colmo, tiene enfrente al doctor Lariviere, un hombre viejo y circunspecto que lee el diario El Tiempo con profunda atención. A la pregunta sobre si es muy interesante, Lariviere le contesta lo siguiente:

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Todos los periódicos serios –contestóme- son dignos de ser leídos con interés; y si usted no encuentra nada que le guste ni en La Libertad, ni en La Gaceta, ni en el Diario de los Debates, la culpa no es de los directores de esos diarios, sino de usted mismo, o, mejor dicho, de su enfermedad. (Gómez Carrillo, 1898, p. 34).

No sabemos de qué enfermedad se trata, pero la oposición que hace Lariviere, un émulo satírico de Max Nordau, es de por sí interesante, porque pone de manifiesto una suerte de grilla en la que, de un lado, coloca los asuntos serios que tratan los diarios, asuntos que, como acabo de decir, están referidos a los conflictos territoriales de Europa, mientras que, del otro lado, queda una forma de la enfermedad cuyos síntomas no solamente son el desinterés por esos temas, sino también la inclinación por temáticas livianas como los escándalos mundanos. La normalidad está del lado de las ideas profundas, de las que por lo demás se ocupan los hombres, es decir, los varones. Esta distinción hace juego con otras que aparecen en la reflexión que hace el narrador:

¿Mi enfermedad? La frase me pareció curiosa. ¿De qué enfermedad quería hablarme el doctor? Porque, realmente, yo siempre había sido robusto y a nadie más que a Eliodoro de Cramentino, un escritor italiano discípulo de Lombroso, de Max Nordau y de Pompeyo Gener, habíasele ocurrido llamarme ‘masoquista degenerado en grado máximo’ a causa de mi novela sobre los misterios carnales del ocultismo parisiense. (Gómez Carrillo, 1898, p. 34).

Los nombres exagerados hasta la parodia no invalidan el hecho de que las distribuciones de valores están organizadas de una manera precisa. Si bien despiertan suspicacias en el narrador, no dejan de apuntar a una nomenclatura que se maneja con seriedad. En esta reflexión encontramos, primero, la apreciación de que, a pesar de lo que dice el médico, se siente robusto. La condición robusta de un cuerpo no es un dato menor, ya que nos recuerda el significado etimológico de enfermedad. Un cuerpo enfermo es un cuerpo que es infirmitas, es decir, que no tiene firmeza, algo que refleja ciertas formas de la enfermedad que podemos llamar características, porque alguien enfermo suele estar acostado, siente ciertas debilidades, etcétera. El sentido oculto, la no firmeza, es clave para establecer trasposiciones metafóricas desde el cuerpo a los asuntos morales, las enfermedades psíquicas e incluso las enfermedades sociales. Por ejemplo, “robusto” hace juego con las ideas serias que transmiten los diarios, que contienen noticias sobre el equilibrio europeo, algo importante, decisivo, que está en línea con la nacionalidad y que, por consiguiente, debe apreciarse en toda su firmeza. En cambio, las lecturas placenteras que busca el narrador son más difusas y mundanas, por ejemplo, el relato de algún escándalo, pero también lindan con lo marginal, como la noticia sobre algún crimen. Ese deslizamiento metafórico se encuentra planteado abiertamente en la cita que acabo de reponer, dado que el narrador reconoce que una novela sobre los misterios carnales del ocultismo parisiense llevó a otro médico a calificarlo como masoquista degenerado. La oposición inicial se completa, entonces, con el ocultismo, los misterios carnales, pero también con la sexualidad, de modo que lo

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que tenemos del lado normal es una represión firme de las pulsiones sexuales al mismo tiempo que una voluntad igual de firme por mantener una vida que, en este punto, podemos llamar con el nombre de burguesa.

La explicación de Lariviere no se demora. Le comenta los avances que la medicina ha hecho sobre las “enfermedades ideológicas y sensitivas” y le dice que “los medicamentos son tan agradables, casi sólo lecturas sanas, reacciones estéticas y morales, aventuras que obran de una manera refleja en el sistema nervioso” (p. 36). Tanto argumenta el médico que el narrador termina por ir al consultorio para inquirir más de cerca las prácticas que realiza. En ella descubre que asisten como pacientes artistas de los más variados, entre los que se encuentra un pintor al que admira profundamente. Entonces el médico le explica que padece de “titlación cerebral”, lo que “le obliga a buscar matices que no existen en la naturaleza, a tratar de descubrir detalles invisibles, a combinar sus colores de manera que produzcan reflejos inverosímiles” (p. 40). Luego le habla de un lienzo de 1897 en el que se ven “prismas de luz filtrada y esas gamas complicadas de tonos fuertes sobre tonos pálidos [que] bastarían para asegurar que el autor está gravemente enfermo de titilación, de ´vicio supremo´ como diría ese grafómano de Peladán” (p. 40), en alusión a la novela de este autor. Robustez, ideas serias, lecturas sanas y, ahora, realismo se enfrentan al desenfreno sexual, el ocultismo, los chismes y una desvinculación del producto artístico de la realidad, lo que supone, en otras palabras, una ruptura de la representación. Todo puede pensarse como organizado por un cuadro metafórico presidido por los semas firme/infirme, como si la robustez pasara a la cuestión ideológica y esta estuviera presidida por la representación clara y distinta de la realidad y el control sobre las pulsiones sexuales.

Tras escuchar algunos casos más, el narrador se despide del médico y concluye el cuento con una interesante reflexión:

—Hasta mañana, —le dije.

Pero, naturalmente, no volví nunca. ¿A qué había de volver? ¿A que me curase, convirtiendo mi locura en idiotez? No; yo he tomado ya mi determinación definitiva; y puesto que en el mundo de las letras es necesario escoger entre la Burguesía y la Enfermedad, me quedo con la Enfermedad. (Gómez Carrillo, 1898, p. 44).

El argumento es simple, no así las relaciones que se plantean acá entre la normalidad, el arte y la enfermedad. Por una parte, hay una superposición, aunque no una confusión, entre el valor estético de lo raro y la enfermedad. Esa superposición obedece a que lo enfermo, en términos de lo no firme, pero también bajo la forma del irrealismo, la mundanidad, los devaneos por los márgenes, constituye en el arte una forma de la rareza. Al romper con las orientaciones universales a la manera del clasicismo, el valor estético se transforma, como dije antes, en algo puramente histórico, de modo que no hay ideas puras sobre lo bello, sino una constante subversión de lo que ya está aceptado y vulgarizado.

Gómez Carrillo lo muestra en otro texto de Almas y cerebros, una crónica sobre Jean Lorrain. En ella escribe lo siguiente:

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De 1860 a 1896, en efecto, el gusto ha cambiado casi radialmente. Cuando los precursores del naturalismo artístico comenzaron a escribir, lo ‘raro’ era el japinismo, el prerrafaelismo y el wagnerismo. Hoy las estampas de Outamaró, los lienzos de Boticelli y las épocas de Wagner, sin tan conocidas como las cabezas de Rafael y las sinfonías de Rossini, por lo cual Lorrain ha tenido necesidad de buscar sus extraños ideales en fuentes menos popularizadas y más capaces de producir sorpresas estéticas.

Una de esas fuentes ha sido el éter. (Gómez Carrillo, 1898, p. 127).

A menudo indistinguibles, la droga y la enfermedad aparecen en el modernismo como aquello que promete salir del ámbito garantizado de lo burgués. Pero si la apuesta es más compleja de lo que parece es porque, al tratarse de una dialéctica histórica entre lo normalizado y lo nuevo, el arte y la literatura necesitan de las definiciones de la medicina y sus prescripciones sobre la normalidad. Sin el psiquiatra no hay cuento (lo mismo podríamos decir de la novela De sobremesa) porque se necesita la norma para transgredirla. En El triunfo de la religión, Jacques Lacan señala algo que podemos trasponer en este terreno al hablar sobre la ley y el pecado en San Pablo: para el autor de la epístola a los Corintios alguien solo conoce el pecado cuando se ha impuesto la ley, de modo que el deseo es el reverso de la ley, de la misma manera que la enfermedad y la rareza, en la literatura modernista, son los reversos de la robustez ideológica y corporal del buen burgués.

2

Con textos como el que acabo de comentar, el modernismo inauguró una relación del arte con la enfermedad que se mantendrá durante todo el siglo XX. Como dice el narrador al final de “Psicopatía”, esa relación consiste en llevar la literatura fuera de la normalidad, hacer hablar la sexualidad y el crimen. Por enfermedad me refiero a todo el espectro que acabamos de ver con el cuento de Gómez Carrillo, lo que significa que se trata también de los erotismos que rompen con la lógica heteronormativa o que coquetean con esa ruptura. En este trabajo me interesa ver cómo funciona esta relación a fines del siglo XX, pero antes me parece importante profundizar en un aspecto del siglo XIX que está relacionado con la sexualidad.

Buena parte de la crítica ha resaltado este tema luego de los trabajos pioneros de Silvia Molloy, recopilados en Poses de fin de siglo, y Erotismo y representación en Julián del Casal, de Oscar Montero. Me interesa este último libro sobre todo porque ilumina una zona muy interesante del escritor cubano, especialmente cuando se detiene en algunas reseñas de época y en un trabajo que toma como matriz de metáforas médico-críticas: La prostitución en la ciudad de La Habana, de Benjamín de Céspedes.

El libro de Céspedes es un ejemplo extraordinario de la forma en la que se produce lo que llamé la trasposición metafórica de la enfermedad biológica a la moral y a la sociedad en general. Esto se advierte desde el prólogo de Enrique José Varona, quien en el primer párrafo presenta la decadencia de la sociedad por medio de metáforas tomadas de la corrupción de los cuerpos:

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No hay espectáculo más triste en la historia, que el de los periodos en que las creencias entran en descomposición. La lenta agonía de lo que se ha llamado civilización cristiana, va acompañada de fenómenos idénticos a los que marcaron tan profundamente la disolución del mundo greco- romano. La corrupción más grosera se extiende como inmensa mancha oleaginosa por todo el cuerpo social, hipócrita, afeitada, dorada, en las clases que disfrutan del poder y la riqueza, impúdica, naturalmente cínica, bestial a veces, en las clases condenadas a la miseria y la ignorancia. (Varona, en Céspedes, 1888, p. 7).

Pocos párrafos dejan ver de manera tan clara la transferencia metafórica del cuerpo a la sociedad que se produce por medio de la posibilidad que abre el tema de la putrefacción, la decadencia y, nuevamente, la falta de firmeza. Todo eso lleva a que tenga una revelación de su carácter metafórico el empleo del concepto cuerpo social, porque para pensar la enfermedad social es necesario reducir a la sociedad a una imaginería corporal. Varona afirma enseguida que se trata de un problema que afecta a la civilización cristiana, causado por la represión con que enfrentó los impulsos sociales, lo que provocó una explosión por otro lado de libertinaje.

En la misma línea, para comprender el crecimiento de la prostitución Céspedes toma como elementos clave la trasposición metafórica de los síntomas somáticos. Desde su punto de vista, uno de los factores que acrecientan este mal es el calor de los trópicos: “En nuestro medio social contemporáneo, reina hoy esa calma ecuatorial, bochornosa que deprime las fuerzas, relaja las fibras y provoca el malestar de la vida” (Céspedes, 1888, pp. 95-96). Pero ese bochorno no afloja los cuerpos, es decir, no los enferma solo a ellos, sino que debilita los ideales, dando como resultado el panorama de corrupción que acaba de describir Varona: “Una generación enervada camina a tientas, sin guía ni ideales, como un rebaño de bestias cansadas” (Céspedes, 1888, p. 96). Los valores se tornan in-firmes, de la misma manera que ese debilitamiento afecta los lazos sociales:

Reina, entre nosotros, esa disgregación de la muerte en todas las voluntades, la flojedad y el desmayo de los débiles o fatigados, para recabar cualquiera obra salvadora. Este enervamiento y postración del cuerpo social, nos dispone a transigir, hasta en el trato privado con la inmoralidad el vicio y la prostitución. (Céspedes, 1888, p. 96).

Para Céspedes, semejantes males se agravan cuando se trata de la prostitución masculina. En su libro describe “las actitudes grotescamente afeminadas de estos tipos que van señalando cínicamente las posaderas erguidas, arqueados y ceñidos los talles” (Céspedes, 1888, p. 191). Pero lo más notables es que reaparece la idea de lo ablandado al señalar que el semblante de estas personas, cubierto de carmín y polvos de arroz, es “ignoble y fatigado” (Céspedes, 1888, p. 191). Esa flojedad se transmite a lo moral, de modo que los prostitutos se abandonan a todo tipo de vicios: “Son desaseados y alcoholistas… han nacido sin instinto moral” (Céspedes, 1888, p. 191) y propagan las enfermedades venéreas.

Como demuestra Oscar Montero, este sistema conceptual se traslada a la crítica literaria. Ya en el prólogo de Varona se puede ver esta trasposición: en un momento

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retoma los comentarios de Alejandro Dumas (hijo) sobre la importancia que adquiere la cortesana en la literatura y luego concluye que “el arte mismo, invocando hipócritamente una teoría de oposición, se ha puesto sin rubor al servicio de los apetitos más sensuales, y los Petronios del siglo XIX toman el primer puesto en la literatura europea” (Varona, en Céspedes, 1888, p. 8). Pero como indica Montero, esa transferencia tiene una importante visibilidad en algunas de las reseñas de Hojas al viento y Nieve, de Julián del Casal.

3

Voy a tomar tres reseñas de época de los libros de Julián del Casal. La primera la firma Nicolás Heredia, se publica en Puntos de vista, La Habana, en 1892, y está referida a Hojas al viento, el primer libro del escritor cubano. En ese texto, el crítico rechaza con duros términos las innovaciones que propone Casal y para eso utiliza un sistema conceptual que se ve con claridad que está tomado del campo de la medicina. Conecta con la terminología de Céspedes, pero también con la concepción que utiliza Gómez Carrillo en “Psicopatía”, lo que recuerda que esos usos están muy extendidos en la época, constituyen una koiné, es decir, una lengua común, como podemos ver en la importancia que adquieren las figuras de Max Nordau y Pompeyo Gener, o en un texto anterior como La novela experimental, de Emile Zola.

En su reseña, Heredia comienza haciendo un diagnóstico general sobre la situación actual de la literatura. Desde su punto de vista, esta se encuentra dividida entre aquella que se inclina por la celebración de ideales robustos y aquella otra que se vuelca del lado de la infirmitas. Al principio de su texto se pronuncia de manera normativa en ese sentido y señala todo un ámbito viril en el que viven o vivieron a los que llama los “poetas ilustres”: “aún viviendo entre las dificultades y violencias del antiguo régimen y aún siendo víctimas de la preponderancia absoluta de los intereses materiales, nunca perdieron la fe en su noble empresa” (Heredia, 1978, p. 416). Se trata de ideales robustos que están destinados al servicio de una visión de futuro que podemos considerar como una de las claves del fortalecimiento de la nación, pues se trata de escritores que por ese medio hicieron “una revelación anticipada de futuras transformaciones” (Heredia, 1978, p. 416).

En contraste con esto se encuentra el decadentismo1. Para Heredia, esa cuestión está clara en relación con Casal:

En Casal, si juzgamos por sus Hojas al viento, no vibra la cuerda sonora de la esperanza. Es un caos exótico, una manifestación extraña, entre nosotros, de esa enfermedad que hace estragos por el mundo con el nombre de decadentismo o modernismo decadente. (Heredia, 1978, p. 416).

La decadencia como enfermedad, como infirmitas, como lo infirme, se abre paso a lo largo del texto. Heredia (1978) considera que el decadentismo es “una escuela sin ideales definidos y, por lo tanto, propia de “espíritus gastados y de una sociedad envejecida” (p. 416). En ese marco, en el que la infirmitas se opone a la robustez de los ideales, reaparece otro de los elementos que se encontraba dentro de la grilla de Gómez Carrillo, que es la pérdida de relación entre las palabras y sus referentes o las ideas

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significadas. Así, el decadentismo se abandona a un “trabajo exquisito de la forma que viene a sustituir la falta de savia ideológica y la ausencia de un propósito fecundo” (Heredia, 1978, p. 416), y estas características se revelan como “síntomas de disolución moral que pululan como gusanos en las sociedades europeas… debilitadas por exceso de placeres [a causa de que] el hombre es allí víctima de sus goces” (Heredia, 1978, p. 416). Para Heredia (1978), en esa situación los escritores apelan “a lo exótico, a lo inusitado, a lo extravagante” (p. 417), es decir, a lo raro que señala Gómez Carrillo. Por esa razón, espera que Casal “se enamore de un ideal robusto, dejando a un lado ese decadentismo malsano” (Heredia, 1978, p. 418).

En estas apreciaciones, juega un rol importante la desarticulación de la palabra respecto de las ideas. Se trata de un juego ornamental que ya habíamos visto en “Psicopatía”, pero que con Casal empieza a afirmarse también alrededor de la literatura. Esto mismo se encuentra en la segunda reseña a la que me voy a referir. Se trata de un texto también muy negativo que Wen Gálvez publica sobre Nieve en El Fígaro, La Habana, en 1892. En él encontramos muchas ideas que ya se encuentran en Heredia. Para Gálvez (1978), el decadentismo “no es otra cosa más que la exageración o descomposición del idealismo” (p. 431). Pero si repite lo ya dicho, reprocha especialmente el exceso de adornos, utilizando como elemento estigmatizador el nombre de Góngora:

Algunos disculpan su escuela, admitiéndola como género literario, y se fundan en que todos los géneros bien cultivados son buenos, pero olvidan que no se trata de un género sino de una moda que, moda al fin, tiene que pasar. Durará más o menos tiempo, y cuando se opere la reacción, que ya se está operando en Francia, caerá en el mayor de los descréditos, como producto gastado, como un gongorismo insufrible. Ya es rechazado por el público que no se deja alucinar por los oropeles de que está revestido. (Gálvez, 1978, p. 431)2.

En su reseña de Nieve, Varona habla de Góngora, el gongorismo y Polifemo, reprocha que algunos conceptos nuevos del libro “no logran añadir ni fuerza, ni claridad, ni elegancia a la expresión” (Varona, 1978, p. 437). Luego hace un reproche a las lecturas y modelos de Casal y añade un concepto clave:

Todavía Casal puede hojear menos a Verlaine, Aicard, Moréas y demás poetas menores de las escuelas decadente y simbolista, y consultar más su corazón y su oído. Todavía puede evitar el terrible escollo hacia el cual parece desviarse, el amaneramiento. (Varona, 1978, p. 437).

Varona no emplea la palabra en el sentido de la gestualidad corporal. No está diciendo que es amanerado porque linda con ciertas inclinaciones sexuales que todavía no tienen nombre, porque el concepto de homosexual aún no circula en español. Pero para el análisis, de todos modos, se puede presentir algo que se va a articular en torno de esa palabra. Como señala Montero a lo largo de su texto, lo no dicho y lo que, sin embargo, está presente en toda la obra de Casal es “el amor que no osa decir su

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nombre”. Se trata de una inclinación prohibida, marcada por la enfermedad, como acabamos de ver en Céspedes, que tiene como característica la falta de robustez y a la que empieza a asociarse el amaneramiento formal, que lleva a Góngora como nombre principal. De esa forma se comprueba lo que acabo de señalar con Gómez Carrillo: la literatura es el discurso que va, hasta donde puede, hacia lo prohibido, hacia lo maldito. Eso va a recorrer el siglo XX bajo diferentes formas. Una de ellas es la asociación que se va a establecer entre la homosexualidad y el exceso formal. Se trata, sin más, del caldo de cultivo de donde va a surgir el neobarroco.

4

Los nombres de la actualización del Barroco son conocidos. El primero de ellos es José Lezama Lima. En él se conjugan demasiadas cosas, pero quisiera mencionar tres líneas principales: 1) una firme convicción católica que lo lleva a leer el simbolismo como una poética que está orientada hacia un absoluto que solo puede comprender en términos religiosos; 2) una lectura constante y admirativa de la obra de Julián del Casal, que tiene como centro su ensayo “Julián del Casal”; 3) una estética del secreto que María Zambrano (1948) amplificó en un célebre ensayo, “La Cuba secreta”, donde señala que el origenismo representa el secreto del nacimiento de Cuba3.

Aunque la cuestión del secreto se expande a toda la nación, también funciona como una cuestión ligada a la sexualidad. Pocas cosas son tan reveladoras en relación con esto como su correspondencia con José Rodríguez Feo, no porque en ellas ambos se confiesen, sino porque mantienen un juego de seducción homoerótica ocultando el nombre y la revelación. Las formas en las que se llaman, en los encabezados, son elocuentes en este sentido: “Mi envidiable prestidigitador de adorables sonoridades” (Rodríguez Feo, 1991, p. 48), “Inestimable cherubini” (Rodríguez Feo, 1991, p. 51), “Querido Bubú” (Rodríguez Feo, 1991, p. 59), “Mi querida almeja” (Rodríguez Feo, 1991, p. 63), “Mi querida abejita” (Rodríguez Feo, 1991, p. 67) son algunos de esos apelativos. Podríamos decir que Lezama se preocupó por borrar toda mención explícita a la homosexualidad para guardar las apariencias, acercándose a la ambivalente sociedad victoriana de Oscar Wilde. Pero a la luz de Casal, Lezama parece haberse apropiado de ese juego ambivalente por medio del cual se dice a la vez que se calla, convirtiendo la sexualidad en un juego secreto que se hace en silencio y, por lo tanto, se representa en esa forma del velo que son las alusiones.

Estas formas de la alusión desaparecen en Severo Sarduy. El escritor que le puso a esta línea el nombre definitivo de neobarroco asumió de manera explícita la producción de un estilo voluntariamente sobrecargado con una corrosiva reivindicación de la homosexualidad, dos líneas que, en su caso, se conjugan en la figura del travesti, que reivindicó muy tempranamente en la novela Cobra y, luego, en el ensayo La simulación. Desde una mirada distante, Sarduy debería comprenderse como un escritor que inscribe su obra en la oleada de la revolución sexual que acompañó y, muchas veces, chocó con la revolución política de los años 60 y 70, acompañada tanto por la estética pop como por la transformación teórica que va del estructuralismo al posestructuralismo y tiene como eje lo que Lacan designó, en un artículo por demás complejo, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”. En Argentina, esa propuesta se definió como una alternativa a la politización de los años 70, como se puede ver en la ruptura de Germán García con la dirección de Los libros, ocasionada por el giro político que había tomado la publicación, lo que derivó en la creación de Literal y la conformación de un espacio no del todo solidificado, pero en el que se integraron

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blanchotianos y batailleanos como Oscar del Barco, lacanianos como García y esa forma extrema de la conexión de la literatura con la sexualidad que está representada por la obra clandestina (el concepto es de Nicolás Rosa) de Osvaldo Lamborghini (Rosa, 1997, p. 125)4.

A la luz de la articulación que el modernismo propone entre barroquismo y una sexualidad apenas atisbada y silenciada, podemos decir que parte de esta literatura puede comprenderse como una intensificación de la transformación de la palabra literaria en una forma de hacer hablar los márgenes de la vida burguesa. En este sentido, la literatura moderna está definida por la búsqueda de lo raro y, por consiguiente, por una dirección que la lleva hacia lo extraño y lo que está más allá de la normalidad. O bien, la literatura que se tiende en la línea modernismo-neobarroco es un discurso que está orientado hacia la infirmitas, la reivindicación de lo infirme, lo que supone tanto la articulación con las sexualidades disidentes como con las drogas y el exceso formal, entre otras características nodales. Pero, a la vez, si miramos a la distancia la línea modernismo-neobarroco, podemos decir que esa literatura fue, durante el siglo XX, un campo de experimentación que tensionó las normas haciendo hablar lo prohibido, de modo que incorporó lo que antes estaba del lado de la infirmitas dentro de un campo respetable como el del arte y la literatura. En ese sentido, la literatura estuvo a la vanguardia de nuevas producciones identitarias que tarde o temprano se fueron aceptando dentro de la normalidad. Este juego doble es consecuencia de la dialéctica entre la norma y lo raro instaurada por el modernismo a fines del siglo XIX. Para enfocarnos en la homosexualidad, podemos decir que la literatura se vinculó de manera transgresiva con ella, pero al mismo tiempo eso fue despojando a la homosexualidad de su condición marginal y, por lo tanto, fue borroneando el concepto de enfermedad que pesaba sobre ella.

5

Voy a explorar este tema con la tesis La prostitución masculina. Perlongher defendió el texto en 1986, en el marco de una maestría en antropología social que cursó en la Universidad de Campinas. Se basó en un trabajo de campo que realizó entre 1982 y 1985 bajo la modalidad de observador participante en las zonas de prostitución de San Pablo. Al año siguiente publicó el libro en portugués original y, de acuerdo con lo que dice en una carta a Daniel Molina, se vendió muy bien: la primera edición, de 3000 ejemplares, se agotó en tres meses (Perlongher, 2016, p. 101). Me interesa el texto por tres razones iniciales: en primer lugar, porque muestra un nítido contraste con el libro de Céspedes sobre la prostitución en La Habana; en segundo lugar, porque ese contraste se apoya en el mismo esquema estructural de hegemonía/periferia que se traduce en marginalidad, criminalidad y enfermedad; y, en tercer lugar, porque Perlongher le da una inflexión literaria a su investigación, de modo que continúa la línea modernista a la que me acabo de referir en la medida en que la literatura aparece en la tesis como un discurso que puede hacer hablar a la marginalidad.

Reflejo de esto último es el rol que tienen los epígrafes a lo largo de su exposición. La tesis está encabezada por un fragmento de Animalaccio, de Roberto Echavarren, y casi todos los capítulos cuentan con un epígrafe literario: un poema de un autor que identifica como F., un fragmento de Roberto Piva, titulado “Visión de San Pablo a la noche. Poema antropófago con narcóticos”, una letra de Johnny Alf y un fragmento de “El niño proletario”, de Lamborghini.

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Me interesa el primero de esos textos. Se trata de un poema que aparece en O Corpo, que Perlongher (1993) describe como “un boletín gay de circulación restringida y aperiódica” (p. 25). En la tesis cumple un rol importante porque se trata del comienzo, después de hacer la presentación metodológica de rigor, mediante el cual se introduce en la zona de la prostitución y establece una primera mirada del campo en donde va a desarrollar su trabajo. Perlongher (1993) destaca que “se trata de una crónica poética de las circulaciones homosexuales en el ‘mundo de la noche’ paulista, escrita desde dentro de ese mundo” (p. 25). Entonces lo describe con cierta detención, señalando que el narrador y el colega del poema son identificados veladamente como prostitutos que recorren una avenida importante para la tesis. “Todo el conjunto —definido como un ‘supermarketing de pupilas frenéticas’— tiene un dejo entre sórdido y sombrío, denotado por alusiones al alcohol y a las drogas” (Perlongher, 1993, p. 26). ¿Por qué empieza con esta descripción? Perlongher (1993) contesta de inmediato: “La visión de F. hace las veces de una condensación abrupta, que nos introduce de lleno al ambiente donde las prácticas de prostitución que pretendemos estudiar se consuman” (p. 26).

Aunque se trata de una apuesta, digamos, instrumental (Perlongher describe el poema para introducir el tema del que va a tratar), hay algo que se mantiene desde el siglo XIX, pues lo que está en la base de ese texto es que articula la palabra con el deseo, es decir, con las sexualidades prohibidas y las drogas. De una manera explícita, el comentario del poema presenta el tema (la zona de prostitución y los comportamientos que ahí se registran), pero de manera secundaria presenta otra cuestión: la relación de la palabra con el deseo. Si bien la tesis de maestría se ocupa de la primera de estas cuestiones, lo hace pensando en que las sexualidades que pululan en las calles de San Pablo se apoyan en esa articulación tensa y por demás compleja.

Confirma esto de inmediato cuando hace una observación libre de la esquina de Ipiranga y San Juan (Ipiranga, San Juan y San Luis conforman la zona de la que habla en su tesis). Perlongher aparece como un flâneur benjaminiano, referencia que repone varias veces en su texto, y describe una masa de jóvenes de entre 15 y 25 años que se mueven por ahí. Se trata de prostitutos, prostitutas, clientes, entendidos, toda una masa que por ahora se revela caótica. Entonces, Perlongher reflexiona:

El acercamiento entre unos y otros, en aquello que parece inicialmente una gran confusión, no es generalmente directo: se entabla a partir de un juego de desplazamientos, guiños, miradas, pequeños gestos casi imperceptibles para un extraño, a través de los cuales se intercambian sutiles señales de peligrosidad, de riqueza y poder, de entendimientos. No mencionamos estos preámbulos barrocos sino para detenernos en un aspecto: en un locus de contornos aparentemente difusos y huidizos, toda una serie de demandas y ofertas sexuales se articulan. Esas articulaciones aparecen como casuales, libres o arbitrarias. Al conocerlas más de cerca se ve que, sin perder la calidad del azar, esas interacciones estaban recorridas por redes, más o menos implícitas, de signos. (Perlongher, 1993, p. 27).

Tanto el poema como la descripción libre que propone aparecen marcados como “preámbulos barrocos”. Me interesa el concepto por lo que acabo de señalar en relación con el siglo XIX, pero también porque en este caso remite a todo un sistema de veladuras

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y juegos de seducción solo reconocible por los entendidos. Perlongher señala una tensión ahí entre un deseo que no termina de decirse de manera directa y un juego de máscaras y gestos, palabras indirectas y miradas de soslayo, formas de entendimiento que permiten entrar en ese lugar y que demuestran la existencia de redes y signos, de un azar organizado. Uno de los temas de la tesis es ese deslizamiento entre el lenguaje y un deseo que no se deja capturar en la medida en que solo se puede entredecir. El foco de la tesis es ese. En otro momento se refiere a las nomenclaturas que se han creado en la zona de la prostitución para clasificar a todo aquel que participa de ella como cliente o prostituto. Se trata de un sistema muy sofisticado que Perlongher caracteriza como barroco:

El fenómeno se presenta, literalmente, como barroco: por un lado, una proliferación de significantes que capturan el movimiento pulsional, bajo una multiplicidad de perspectivas, sofisticando las codificaciones y haciendo cada vez más oscuro, hermético, obsesivo, el sistema. Simultáneamente, la proliferación en el nivel de los códigos posibilita, en indecible superposición, la emergencia de múltiples puntos de fuga libidinales, ‘hiancia’ de los significantes que se entrechocan. (Perlongher, 1993, p. 72).

Quisiera señalar las continuidades que estas apreciaciones mantienen con la literatura del siglo XIX. En primer lugar, por supuesto, se encuentra la colocación de la literatura en las zonas de la marginalidad. No es la tesis, sino los poemas, los epígrafes, como si Perlongher los colocara en la zona poemas-cartel. En este sentido, mantiene la idea de que la literatura se relaciona con lo prohibido, que, en este caso, está ligado a la sexualidad. En segundo lugar, Perlongher retoma algo que se encuentra en Casal y en Lezama Lima. Cuando en una de las citas anteriores describe el juego de disfraces y veladuras que articulan la seducción, dice que se trata de un lenguaje secreto, hecho para entendidos. Se trata de un juego carnavalizado (repite varias veces ese concepto bajtiniano), barroco, pero lo que lo caracteriza es que nunca se mencionan las intenciones de manera directa. Al igual que en Casal y Lezama, cuyas lenguas amaneradas dicen sin decir, la lengua alude, refiere a un silencio, señala lo no dicho. Pero, a la vez, Perlongher le da, con las nomenclaturas de la prostitución, una precisión nueva a estas dos cuestiones porque muestra que esa forma del decir es la forma con la que se señala el deseo. El deseo es lo que está más allá del lenguaje, pero, a la vez, es el lenguaje el que lo puede recortar. Algo semejante se encontraba en Gómez Carrillo, cuando mostraba que la literatura es interesante si articula con el más allá del deseo. Perlongher ha tomado esta idea y la ha capilarizado: en cada palabra, que impone su ley, se encuentra el más allá del deseo.

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La tesis de Perlongher tiene un componente político evidente. Podemos identificarlo comparando su texto con La prostitución en la ciudad de La Habana. En ese libro, Céspedes se sitúa del lado de la normalidad burguesa y estudia el flagelo de la prostitución como un intento de establecer un diagnóstico y proponer algunas intervenciones a fin de mantener bajo control ese mal que corrompe la sociedad. En

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Céspedes hay un diagnóstico constante que se basa en juicios morales. Por el contrario, Perlongher ni diagnostica ni enjuicia la prostitución. Pero esto no significa que proponga una mirada objetiva o imparcial. Describir sin valoraciones, como lo hace varias veces, el ejercicio de la prostitución por parte de casi niños de quince años es todo menos imparcialidad. Hay algo de provocación en esas descripciones, pero en relación con la mirada de Perlongher debemos decir que está articulada a partir de una celebración de lo que Céspedes o Varona llamarían la descomposición social. Si la medicina rechazaba la destrucción social, Perlongher la celebra, exacerbando la fuga literaria hacia los márgenes, de escritores como Casal y Gómez Carrillo.

Bajo esa mirada política, la tesis de maestría busca estudiar los cambios que se están produciendo en la sociedad por medio de la transformación de los valores y a través del foco que pone en la prostitución. Podemos verlo en las elecciones metodológicas que realiza Perlongher. En el primer capítulo, propone una serie de consideraciones acerca de cómo designar la zona de la prostitución que son mucho más que una elección terminológica. Primero, retoma el concepto de “región moral” de Robert Park. La propuesta “reposa en una concepción que divide el espacio urbano en círculos concéntricos: un cinturón residencial. Otro industrial y el centro” (Perlongher, 1993, p. 28). Ahora bien, el centro de una ciudad de ciertas dimensiones se transforma en una “región moral” porque “sirve al mismo tiempo como punto de concentración administrativa y comercial, y como lugar de reunión de las poblaciones ambulantes que ‘sueltan’, allí, sus impulsos reprimidos por la civilización” (p. 28). De esa forma, el centro de la ciudad “es también el lugar de la aventura, del acaso, de la extravagancia, de las fugas. Flujos de poblaciones, flujos de deseo” (Perlongher, 1993, p. 29).

Perlongher contrapone esta categoría a la “gueto gay” de Martin Levine, que se adapta a los barrios de predominio homosexual que ya existen en ciudades como Boston, Chicago, San Francisco y Los Ángeles. En ellas se puede ver una cierta concentración institucional, con la presencia de bancos y agencias de turismo, una cierta concentración de rasgos culturales que le dan identidad a la comunidad, como la predominancia de algunas modas y la presencia de una jerga, y una cierta concentración residencial.

Perlongher descarta esta idea de gueto gay para hablar de San Pablo. Se trata de una discusión interesante, pero en este contexto importa porque utiliza estos conceptos para formular una hipótesis histórica. Así, establece una periodización que, en el caso de Brasil o Argentina, habría que considerar como proyectada a futuro:

Habría, entonces, un doble movimiento. Por un lado, la predilección de los homosexuales por deambular en la ‘región moral’ habría sido históricamente la respuesta a la marginación a que la sociedad global los condena: ellos habrían encontrado allí un ‘punto de fuga’ para sus deseos ‘reprimidos’ por la moral social. Para decirlo en términos de Deleuze y Guattari, las poblaciones homosexuales se habrían ‘desterritorializado’ sobre la ‘región moral’, para ‘reterritorializarse’ en una ‘territorialidad perversa’, caracterizada por la adhesión a lugares de encuentro, hablar y códigos comunes. Pero el surgimiento de guetos gays a la moda norteamericana —con su concentración territorial y su identidad totalizadora— expresaría un refuerzo (y una mutación de sentido) de ese proceso de reterritorialización: las masas fluctuantes son sustituidas por poblaciones localmente fijas. Concomitantemente, las poblaciones de los

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guetos gays dejan de ser marginales y rompen sus vínculos de contigüidad con los restantes frecuentadores de la ‘región moral’. (Perlongher, 1993, p. 32).

El proceso implica una transformación de la hegemonía en el sentido de que anticipa una progresiva aceptación de la homosexualidad. Podemos ahora mirarlo desde el siglo XIX. En los textos de Gómez Carrillo vimos la inauguración de una relación de la literatura con lo raro que está planteada en torno de la enfermedad. Se trata del más allá de la normalidad burguesa. En el lado opuesto, Céspedes ataca la prostitución como una enfermedad que es necesario extirpar del “cuerpo social”. A través de una serie de trasposiciones metafóricas, él y Varona juzgan que la sociedad está enferma. A su vez, la crítica traslada esto al campo de la literatura. Más que un nombre preciso de una escuela, el decadentismo aparece casi como una categoría médica mediante la cual comprender que los escritores conectan con los deseos prohibidos y, a través de una exacerbación de la retórica, pierden la conexión de la palabra con la realidad inmediata. Todo esto se ordena alrededor de la dupla firme/infirme que permite juzgar como infirmitas el cuerpo, la moral, la literatura o la sociedad. Perlongher continúa en esa división, pero acentúa la forma en que los modernistas reivindicaban el campo de lo raro en términos de lo no burgués. A juzgar por lo que dice en la presentación histórica que acabo de citar, también acepta que la prostitución constituye un foco de transformaciones sociales. No habla de decadentismo o corrupción —palabras que emplean Varona y Céspedes—, pero coincide con ellos en que la sociedad burguesa está colapsando tal como se la comprendía.

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Ante un planteo como el que acabo de hacer surgen dos preguntas. Primero: ¿se logró una transformación como la que proyectaba Perlongher en relación con la aceptación de las sexualidades disidentes? Y, en segundo lugar, si se logró o si empezó a lograrse, ¿significa eso que se pierde la oposición firme/infirme que parece presidir (una parte de) la literatura moderna?

Perlongher contestó afirmativamente la primera de esas preguntas al señalar que la sociedad está en trance de aceptar la homosexualidad como una elección entre otras. Pero lo que descubre es más complejo. Si la homosexualidad deja de estar del lado de la infirmitas, es porque aparece otra enfermedad: el sida. Perlongher produce varios textos potentes en los que analiza esa cuestión. Me voy a detener en dos.

El primero es el post scriptum que coloca en la traducción al castellano de La prostitución masculina. En ese texto hay un párrafo central:

¿Asistimos a una muerte de la homosexualidad? La criatura médica creada en el siglo XIX, con su subcultura y sus pretensiones de identidad específica, parecería zozobrar. Tan apocalíptica predicción cabe compensarla llevando en consideración en qué medida las asociaciones de ayuda a las víctimas del flagelo no estarían mostrando, bajo una forma totalmente distinta, algún eco o persistencia de cierta solidaridad ‘neotribal’ propia de las redes homosexuales. Podría, sin embargo, pensarse que la homosexualidad como fenómeno de masas y

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particularmente sus aspectos más ofensivos y agresivos —como el sexo anónimo y promiscuo, propio, por añadidura, de la prostitución— estaría desapareciendo. Una mutación radical del paisaje sexual parece avecinarse a una velocidad tal que hace cambiar rápidamente todos los esquemas de análisis. Como hipótesis, podría sugerirse cierta tendencia a la disolución de la homosexualidad en el cuerpo social, la cual pasaría a ser vista como una condición erótica posible y no necesariamente como un modus operandi sexual y existencial totalmente diferenciado. (Perlongher, 1993, pp. 136-137).

El segundo texto que quisiera mencionar es El fantasma del sida. El libro salió originalmente en portugués con el nombre de O que é AIDS en 1987. Al año siguiente, Perlongher logró publicarlo en la editorial argentina Puntosur5. El pequeño libro tiene dos partes. La primera, conformada por los capítulos “La enfermedad” y “La fábula de los orígenes”, se acerca al folleto informativo de difusión. En ella repone los posibles orígenes de la enfermedad y se refiere a las formas de contagio y prevención difundidas en la época. La segunda, que contiene los capítulos “El sida en Brasil”, “Homosexualidad y poder médico” y “El orden de la muerte en el desorden de los cuerpos”, es un ensayo de interpretación política sobre la enfermedad y el biopoder en Brasil, aunque extensible más allá de esas fronteras. En ese marco, Perlongher se refiere al fin de la dupla homosexualidad como anormalidad precisamente a causa del golpe que significa la enfermedad del sida: “Antes los anormales estaban afuera: afuera de la familia y afuera del consultorio. Ahora ya pueden entrar, sacar número y recibir el consuelo de un consejo” (Perlongher, 1988, p. 79). Se trata de una paradoja: si la homosexualidad era parte de la enfermedad, de lo no firme, condición que se opone a lo robusto, desde el cuerpo a las ideologías y las formas de la moral, es normalizada gracias a la aparición de una nueva enfermedad.

Para Perlongher, el sida se transforma en un dispositivo (el escritor usa explícitamente ese concepto foucaultiano) porque significa la distribución de un peligro entre los cuerpos de los homosexuales que produce dos consecuencias: en primer lugar, se vuelve imperioso sacar a la homosexualidad de la oscuridad a la que la había arrojado la prohibición, y, en segundo lugar, controlar los comportamientos que la caracterizan para, de esa forma, terminar con la promiscuidad y buscar alguna forma de monogamia. Esto implica también que la sociedad empieza a transformar sus sistemas de exclusiones de manera tal que comienza a incorporar esa práctica sexual como una posibilidad más. Escribe Perlongher:

Una vez que la medicina deja de considerar a la homosexualidad como una enfermedad, se aboca, entonces, a curarla, o, mejor dicho, a administrarla. Tanto la reducción del número de partenaires cuanto el abandono de las libidinosidades extraviadas tenderían a impulsar (por lo menos es lo que parece), más que la represión de los encuentros homoeróticos en bloque, su puesta bajo control médico-institucional, en el sentido de una ‘medicalización’ del sexo. (Perlongher, 1988, p. 79).

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Estas ideas recuerdan un concepto feliz que propuso Jochen Hörisch (2006): “enfermedad de época”, concepto que hace referencia a la forma en que las épocas asumen sus enfermedades como marcas que las caracterizan. En este contexto, interesa destacar que, para Hörisch, el sida es la enfermedad de la revolución sexual. Podemos extender la idea a partir de lo que vengo señalando para decir que el sida es la enfermedad que establece uno de los fines de la modernidad. En efecto, hasta ese momento la homosexualidad funcionaba como la infirmitas por excelencia en la medida en que se configuraba como lo prohibido del orden burgués. Con la irrupción del sida, las miradas sobre la homosexualidad cambian y esto hace que esta sufra cambios también significativos que implican el fin del carácter contestario y revulsivo de esa práctica y el comienzo de una normalización.

En otro momento de El fantasma del sida va más allá: agrega que el sida transforma al homosexual de tal modo que lo convierte en modelo de nuevas identidades:

Si los homosexuales son, en algún sentido, ‘criaturas’ médicas, ¿no podría el episodio del SIDA servir para reintegrar a los díscolos al rebaño? Más acá de esa especulación, se sugiere que el ‘modo de vida gay’ podría constituir una experimentación de vanguardia en la creación de modelos cada vez más individualistas de subjetivación. Esto es, ciertas características de la vivencia gay —soledad, desarraigo, desgajamiento de las redes familiares, etc.— se transformarían en funcionales y pasarían a ser imitadas por sectores de la población no necesariamente homosexuales. Si así fuera, sería entonces preciso ‘desinfectar’ al homosexual para que encarnase, sin peligros ni fugas, ese ‘estilo de vida’ disociado de la práctica de la promiscuidad socialmente indeseable. (Perlongher, 1988, p. 81).

Para Perlongher, entonces, el sida es la enfermedad que termina con uno de los grandes polos de la cultura moderna, que consiste en el rechazo del homosexual como enfermo. Se trata de una paradoja: cuando el sida se convierte en un peligro real, la medida más eficiente consiste en integrar al homosexual a fin de normalizarlo y detener los contagios. ¿Qué sucede, entonces, con la literatura? Hago esta pregunta en relación con Perlongher, porque la homosexualidad no fue un tema más en su obra, sino, como acabamos de ver en La prostitución masculina, un asunto central; pero también la hago pensando en algo más general, porque la línea que va del modernismo al neobarroco está organizada en torno de esa cuestión. Como vimos en este trabajo, la homosexualidad es una problemática que fluye desde la medicina a la literatura. Pero a la vez, lejos de rechazar terminantemente el peligro de esa enfermedad, el modernismo se mantiene cerca de esa “región moral”, articulando su discurso cerca de ese margen por excelencia de la vida burguesa.

El neobarroco retomó esta cuestión poniéndola como una sus preocupaciones principales. Aunque a lo largo de su obra Lezama mantuvo las formas de lo velado que se encuentran en Casal, tramando su poética alrededor del secreto; en cambio, Sarduy y Perlongher no disimularon en ningún momento sus preferencias sexuales. Pero ya sea abierta o velada, en el neobarroco la articulación de escritura y deseo se plantea en la grilla y las paradojas del siglo XIX: la homosexualidad (y lo mismo podríamos decir de la droga o de otras sexualidades disidentes) no es estéticamente interesante de manera

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intrínseca, sino que lo es porque está prohibida y su reivindicación entraña algo del orden de lo revulsivo.

Cuando se normaliza la homosexualidad, ¿se termina esta línea de la literatura moderna? Reconozco que se trata de una pregunta que no se puede responder de manera satisfactoria con los datos con los que he trabajado en este texto. Por otra parte, sabemos que la literatura mantiene toda una línea de exploración de las sexualidades disidentes que no concluyó de ninguna manera con el sida. Pero hay algo que sí se puede pensar a partir del análisis que he realizado. Los proyectos literarios de Lezama, Sarduy y Perlongher estaban motorizados por una voluntad de transformación que involucra mucho más que una búsqueda estética, porque los tres intentaban una conmoción del pensamiento y las cosmovisiones sociales. La obra de Lezama es una apuesta que desde lo literario aspira a pensar lo religioso y lo político. En Sarduy y Perlongher eso conecta de manera directa con la sexualidad, pues ambos aspiran a pensar y a contribuir con una transformación global de la sociedad. El ejemplo característico es Barroco, libro en el que Sarduy analiza las transformaciones en las concepciones del universo, desde Ptolomeo hasta la teoría de la relatividad, conectándolas con la subversión del sujeto y el descentramiento de los poderes y las formas de identidad clásicas. Con esa forma de pensar las cuestiones, el escritor cubano vuelve ecuménicas y, más que ecuménicas, universales las transformaciones culturales e identitarias de las que es testigo y principal portavoz. Perlongher es más restringido, pero su mirada sobre la desterritorialización que motoriza la prostitución mantiene una voluntad similar de pensar e intensificar los cambios sociales. En este sentido, el neobarroco estuvo marcado en el siglo XX por lo que podemos llamar la era extensa de la revolución, que concluye poco después de la aparición del sida y la disolución de la URSS.

Vuelvo a repetirlo: el sida no termina con la idea de que la literatura explora los deseos y los márgenes de lo social. Pero sí parece terminar con esta impronta moderna de la subversión. No desaparece la escritura del deseo; sí la convicción de que la palabra que persigue el deseo esté en condiciones de provocar un sacudimiento generalizado de la sociedad. En el campo de la literatura y sus relaciones con la enfermedad, el sida funciona como punto de ruptura de la literatura moderna: pulveriza las intenciones revolucionarias que esta todavía abrigaba.

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Notas

1 Quisiera destacar que ese es un concepto empleado sin mucho rigor por la crítica y los escritores hispanoamericanos de la época. Tanto Heredia como Wen Gálvez y Varona, los otros reseñistas a los que me voy a referir, consideran que Casal es un decadentista. Sin embargo, Paul Verlaine manda una carta a La Habana Elegante señalando que Nieve es un libro cercano a sus “amigos” parnasianos: “El talento de Julián del Casal … es un talento sólido y fresco, pero mal educado. Sí, le diré a usted: yo no sé quiénes fueron sus maestros ni cuáles sus aficiones pero estoy seguro que los poetas que más han influido en él son mis viejos amigos los parnasianos” (Verlaine, en Glicksman, 1978, p. 144). Una lectura medianamente atenta del libro confirma esa opinión: la importancia de la representación, el lugar que ocupa el arte y la erudición, son elementos que lo incluyen de manera inequívoca dentro de la poesía parnasiana, con la cual rompieron los decadentistas. Para tener un panorama claro de las diferencias entre parnasianos, decadentes y simbolistas, se hace imperioso recurrir a los excelentes trabajos de Miguel Ángel Feria Vázquez (2014). A pesar de todas estas observaciones, queda en pie que en las reseñas sobre Casal (y tal vez entre los hispanoamericanos de la época) el concepto de decadentismo se emplea como una forma estética que está cerca de la novedad y de lo malsano.

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2Vale la pena recordar que Góngora ocupa un lugar particular a fines del siglo XIX. Sus poemas extensos fueron rechazados durante el siglo XVIII y el XIX y pesaba sobre ellos el estigma de la irracionalidad y la incomprensión. A fines del XIX comenzó su rescate, inicialmente como un maldito. Primero, Paul Verlaine y, luego, Rubén Darío, quien descubrió el interés del primero en su viaje a París de 1893. Darío (1976) lo cuenta en su autobiografía (pp. 84-97).

3Me he referido a estas cuestiones en la parte dedicada a Lezama Lima que se encuentra en Del Concilio de Trento al sida. Trabajé la cuestión del secreto y la sexualidad en “El secreto de La Habana”. Existe una abundantísima bibliografía sobre cada uno de estos puntos. Cabría citar tres libros fundamentales: sobre las relaciones del origenismo con los escritores anteriores a las vanguardias y sus relaciones con Góngora, es indispensable el capítulo que Cintio Vitier le dedica a Lezama en Lo cubano en la poesía; sobre las duplicidades y las celebraciones actuadas, que abren la posibilidad de pensar la sexualidad velada, es central Los años de Orígenes, libro de Lorenzo García Vega que abre todo un campo de reflexiones que sigue hasta la actualidad; por último, las relaciones de los origenistas con Julián del Casal se pueden seguir en El libro perdido de los origenistas, de Antonio José Ponte.

4Existe una bibliografía abundante sobre el tema. Un panorama de conjunto, con entrevistas a Héctor Schmucler, Nicolás Rosa y Germán García, y con comparaciones con Brasil, se encuentra en el libro de Jorge H. Wolff, Telquelismos latino-americanos.

5Se sintió disconforme con la traducción de Osvaldo Pedroso, que tuvo que revisar completamente, y sobre todo con el ensayo que le añadieron al final, firmado por Leonardo Morelo. Para estos datos, ver las cartas del 19 de febrero de 1988 y del 10 de agosto del mismo año (Perlongher, 2016, pp. 104-108).

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35978

Enfermedad y terror. Cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio

Quiroga

Nancy Fernández

Universidad de Mar del Plata - CONICET nancy.fernandez.cabj@gmail.com ORCID 0000-0002-0082-0987.

Recibido 26/04/2021 Aceptado 12/07/2021

Resumen

En este trabajo procuro analizar el libro de relatos Cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio Quiroga. Desde esta perspectiva, señalo la dinámica desenvuelta entre las corrientes del modernismo y del naturalismo, configurando un complejo sentido a partir de procedimientos y de imágenes que constituyen efectos paradójicos y sorpresivos. De este modo, la tensión que caracteriza la prosa de Horacio Quiroga, el eje de la enfermedad, cobra una forma singular en el contexto de los primeros años del siglo XX.

Palabras clave: cuento, enfermedad, naturalismo, modernismo

Sickness and terror. Tales of love, madness and death, by Horacio Quiroga

Abstract

In this work I try to analyze the book of stories, Tales of love, madness and death, de Horacio Quiroga. From this perspective, I point out the dynamics developed between the currents of modernism and naturalism, configuring a complex sense based on procedures and images that constitute paradoxical and surprising effects. I try to develop the tension that characterizes Horacio Quiroga's prose in his own way, the axis of the disease, and how it takes on a unique shape in the context of the early years of the 20th century.

Keywords: short story, disease, naturalism, modernism

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Nancy Fernández, Enfermedad y terror. Cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio Quiroga. pp. 168-178.

Introducción

Para hablar de este libro de Horacio Quiroga, de 1917, debemos situarnos en el contexto del Centenario, cerca de la obra monumental de Leopoldo Lugones (Las montañas del oro, La guerra gaucha, Lunario sentimental, Crepúsculo del Jardín, El payador, etc.), de Ricardo Rojas, cuya Historia de la Literatura Argentina es también de 1917. Las novelas (informes en algunos casos) de Manuel Gálvez, con quien Quiroga mantuvo una relación bastante estrecha. Los comienzos de siglo también los escriben Florencio Sanchez, con sus sainetes y tragedias; Francisco Sicardi, con su Libro extraño (1902) y Perdida (1911), un escritor que también fue médico, como desde fines del siglo anterior lo habían sido Eduardo Wilde y Antonio Argerich. Roberto J. Payró desarrolla su extensa obra desde 1904 a 1926 aproximadamente, desgarrado entre sus ansias de libertad creadora y su dependencia laboral con el diario La Nación. El Centenario (1916) fecha las operaciones más consagratorias de identidad nacional, en tanto ficción producida para homogeneizar la condición civil para sostener el modelo de estado moderno, oligárquico y liberal, consolidado desde la presidencia de Julio A. Roca, desde finales del siglo XIX (su primer período presidencial va de octubre de 1880 a 1886, dando inicio a la etapa conocida como república conservadora, luego de las presidencias históricas que culminan con Avellaneda). Se trata de un contexto cultural y político donde se inicia el proceso de profesionalización del escritor y un modelo de intelectual aliado del Estado que lo reclama como soporte espiritual (una necesaria compensación del peso que la filosofía positivista impone). Pero como vemos en el repertorio de nombres consignados en este inicio, no todos los autores- intelectuales, establecían el complemento común con el Estado, no todos consideraron subrayar la necesidad recíproca entre ambos, por lo que forjaron sus obras al margen o en franca disidencia institucional. Con los avances modernizadores de la cultura de masas, de los medios masivos de comunicación y el gradual crecimiento del público lector, se transforman las demandas y el instrumental técnico que despliega la cultura, poniéndose a funcionar aquellas legalidades que fiscalicen una nacionalidad amenazada desde su centro regulador, por una inmigración que pone en jaque los privilegios sostenidos por la concepción de unidad y de origen. Esta es la ficción de una clase dirigente cuyo modelo identitario se dibujó en las consignas de nombre, ley y propiedad. Familia, tierra y nación estrechan sus lazos con la lengua y el lugar de procedencia que autorizaba sus prerrogativas. Y no solo sus prerrogativas, sino el retrato purista e incontaminado que la autofiguración de clase suscribió como antídoto contra la “otredad”.

Vamos a marcar una matriz ideológica y estética en la escritura de Quiroga, que tiene que ver con el contexto científico (el positivismo, sus concepciones deterministas). Y la concepción científica (mediante la corriente artística del naturalismo) pone en el centro de la atención, y de la vigilancia, al cuerpo y la enfermedad (Nouzeilles, 2000; Berg, 2007). Si desde la centralidad del Estado homogeneizante se señalaba la inmigración como el factor de riesgo y un enemigo común (el elemento exógeno, el desencadenante de las patologías más temibles si se contraviene la regla que declaraba interdicta la mezcla o el cruce de razas, naciones y cuerpos diferentes), Quiroga amplía su espectro literario adaptando un cruce productivo entre naturalismo y el modernismo que procedía de su admiración por Rubén Darío, por Gutierrez Nájera, y sobre todo, y más allá, por Edgar Allan Poe y Maupassant. Veremos que las alucinaciones que sufren los protagonistas de Quiroga adquieren un espesor dramático, que obedece a un aprendizaje artístico sobre lo que él consignó como dogma en su “Decálogo del perfecto cuentista”. Cabe prestar

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atención al desarrollo de sus historias y sus ideologemas, a la eficacia de sus títulos, en tanto operadores de sentido. Y podríamos detenernos, desde el estudio de la escritura, en esa suerte de Capitán Ahab (el célebre protagonista de Moby Dick de Melville): un hombre que lucha contra la naturaleza convertida en su destino y en su fatalidad. Veremos así qué tiene de siniestro el mundo que Quiroga imagina. También, podríamos recordar que el lugar “marginal” ocupado Quiroga (más por elección propia que por decisión externa), respecto a la sistematicidad y orden de las historias de la literatura, es rescatado por la Generación Contorno junto a Roberto Arlt. En el transcurso de la lectura, se hace necesario pensar los procedimientos narrativos con su temporalidad (la causalidad, otra de las matrices epistémicas del mundo occidental, y del naturalismo en particular) pero también con aquellos ritmos que devienen en ripios y en desvíos. En esta constelación de motivos, el tiempo condensa sus propias analogías con el espacio, con la incidencia, en este caso, de la selva misionera que Quiroga conoció tan bien. Flora, fauna y habitantes. Un lugar para que surja el amor y derive en locura y en perversión.

Antes de los tópicos, tendríamos que enfocar, como veníamos haciendo, la época, las primeras décadas del siglo veinte para ambientar los roles a desempeñar por hombres y mujeres. En Quiroga, y tal como muestran las tramas de en Cuentos de amor, de locura y de muerte, la enunciación la ejercen los primeros, así como el mando, la profesión y hasta la directiva en el espacio doméstico (será el padre quien determina la inconveniencia de un enlace, un amigo quien comunica un fenómeno ligado a una mujer, una enfermedad y una alucinación). Y la enunciación supone un contexto donde la palabra ejerce su poder para diseñar las figuras y los objetos de representación; acá tenemos que situar la narración, más específicamente aún, tratándose de estas dos corrientes estéticas que se cruzan acá, el naturalismo y el modernismo. El naturalismo complementa narración y descripción en la órbita científica del positivismo. Esto responde a construir la composición familiar y la enfermedad en tanto preocupaciones prioritarias que establecen las consignas prescriptivas para la formación ideal de las subjetividades sociales. Es así como el matrimonio opera como norma y sanción institucional para la unión de los cuerpos en vistas la gestación de los hijos, uniones que responden a legalidades de políticas médicas y estatales, auspiciando los vínculos de pertenencia para impugnar aquellos cruces y mezclas interdictas. En esta línea, los textos promueven finales que responden a ejemplificar e instruir la moral impartida por el estado en vistas a garantizar los proyectos de la nación. Ahora bien, si el elemento trágico cierra muchas de las historias naturalistas, la pedagogía sostenida responde a la advertencia que prohíbe la infracción de acuerdo a las reglas epistemológicas que se conciben no solo como posibles sino como probables. Del positivismo, que destierra todo residuo metafísico y religioso, el naturalismo literario toma en préstamo el verosímil que simula la técnica probatoria para emplazar la ficción de la certeza. En este sentido, los mecanismos de veridicción apuestan a la construcción formal de aquella semejanza con el mundo cifrada en las predicciones establecidas por las leyes de la ciencia. Esta anticipación, entonces, advierte con una trama cuyo final cierra el círculo de la amenaza. Por su parte, respecto del modernismo, podemos notar que su tragicidad funciona más bien como una tensión paradójica que acentúa aquellos rigores y clausuras de la razón epistémica del positivismo. Llegado este punto, cabría recordar que el modernismo recorre un período aproximado entre 1880 y 1910, proyectando un sensorium hiperestésico provisto por imágenes y sentidos con aspiración trascendental. Así, parnasianismo, decadentismo y simbolismo suelen ser las etiquetas literarias confluyentes, desde la iconografía europea y en especial francesa, hacia una sensibilidad superadora del positivismo y del romanticismo. El modernismo, entonces, en Hispanoamérica, asume la exploración del mundo

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más allá de sus restricciones empíricas o factuales; pero también, pone de relieve la importancia de la lengua, indagando todas las posibilidades culturales que el idioma pueda ceder a la práctica literaria. José Martí, Gutiérrez Nájera, José Asunción Silva, Manuel Ugarte son los referentes de las discusiones que transforman los malestares de un decadentismo evasivo, en las luchas políticas de un nuevo campo intelectual.

La lengua cincelada

En Horacio Quiroga, la lengua se impone también como estilización de la voz ajena, esto es, en la construcción ficcional de la lengua del otro; es el caso paradigmático de “Los mensú”, aunque también esa técnica aparece en “Yaguaí” y “Los pescadores de vigas”. “Los mensú” sobre todo, muestra la circularidad que rodea a los personajes incapaces de vencer su destino. Y para ello, Quiroga se vale de toda la distancia irónica que supone, a la par de la denuncia de la miseria y la injusticia, la descalificación implícita de las mujeres que acompañan a los obreros alcoholizados. Son las “doncellas”, con “lujoso atavío” en quienes la evidencia del contraste con el ideal modernista, inscripto en la escena, acompañan el hundimiento y la muerte del único peón que podría haberse valido de su constancia y apego al cumplimiento, Podelei. La ironía maniobrada por el narrador, con su sello estilístico, valida su eficacia como contraparte de las frases, palabras, y onomatopeyas emitidas por los mensualeros. Pero la plasticidad de su escritura también esgrime la forma estética haciendo funcionar el doble sesgo del naturalismo y del modernismo, allí donde el segundo incursiona en el signo trágico de la sensualidad. Es el caso de “Una estación de amor”, “El solitario”, “La muerte de Isolda”, para que el amor y la iconografía femenina (palidez, cabellos de oro, fragilidad; o lo contrario de una belleza calcinante), compongan la estética ritual de su secreto. Definitivamente, violencia y erotismo son los motivos que demoran la irrupción de la desdicha. Volviendo a los clisés modernistas, el típico cosmopolitismo que hiciera célebre Rubén Darío, aparece de manera tangencial en “Una estación de amor”. Aquí son los viajes y la fortuna de Nebel, el protagonista, que luego de la separarse de Lidia, su joven amada, los once años transcurridos los vuelven a encontrar como amantes a las espaldas de la esposa que recorre Europa con su servidumbre. O también, el viaje funciona como marco donde la historia se bifurca entre dos narradores, es el caso de “La muerte de Isolda” o el enigma que roza la mirada gótica de “Los buques suicidantes”. En el primer caso la partida del barco acentúa la urgencia del anciano en dar a conocer su historia, con el propósito de que su joven amigo pruebe la potencia que la repetición cifra en la contemplación amorosa. Por su parte, “Los buques suicidantes” propone dos narradores en primera persona sobre la materia legendaria de hallazgos inescrutables en las soledades marítimas. Sin embargo, el viaje es un motivo inagotable para la producción de materia narrable; así, la expansión itinerante representa el elemento residual de una inmigración europea, que el azar inescrutable arrojó en los límites de Argentina y Paraguay. En sincronía con el tratamiento de la lengua y el idioma, algo de esto aparece en “Los pescadores de vigas”, “Yaguaí” o en “El alambre de púa”, dejando en claro la contingencia que les cabe a los extranjeros, cuyas historias parecen cancelarse en el océano, aliado de un vacío que detiene el movimiento que los arroja a tierras lejanas. La paradoja o la tensión que mencionaba, inscribe ese aspecto por el cual el modernismo cancela la eficacia de la explicación plausible, el fundamento de la prueba fiable. Esa es la complejidad que la imagen de autor llamada Horacio Quiroga pone en movimiento simultáneo, desde la experiencia de un territorio profundamente conocido, y el deseo que adivina enigmas que el saber y la

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ciencia no pueden cancelar. Allí reside esa suerte de aspiración trascendental que supera dos funciones que van a acomodar los efectos buscados en pos de los mecanismos de causalidad: narrar y describir. La acción y los modos de adjetivar que supone la construcción de una mirada o una perspectiva, procuran un acople secuencial que asegure la prescripción de las razones determinadas, o lo que viene a ser lo mismo, la respuesta ineluctable bajo la forma de una motivación y una necesidad. Como se ve en la relación que el naturalismo, en tanto corriente artística y estética, mantiene con el pensamiento científico del positivismo, la mostración (valga la redundancia, en su acepción monstruosa, obscena) es el proceso que produce los casos. Quiero decir, el procedimiento de una técnica discursiva donde el narrador y la combinatoria de sus perspectivas hace foco en aquellas particularidades que escapan a la generalidad de un concepto. Aunque el naturalismo indica una eventual expansión de los males, no se trata de la sistemática generalidad que es producto de una dinámica sostenida por mediaciones estructurales. En este sentido, en la literatura naturalista de Quiroga, el narrador construye el itinerario de la acción (la secuencia de los hechos, la resolución del conflicto y la tensión, etc.), buscando el antídoto contra aquello que se manifiesta como un peligro en simétrico revés del imaginario (común, compartido, instalado) objeto de deseo. En el siglo XIX veíamos cómo funcionaba el naturalismo con un escritor paradigmático como Eugenio Cambaceres, también con Antonio Argerich y otros; ya en el siglo XX lo veremos actuar con Manuel Gálvez y con los escritores del grupo Boedo (a quienes veremos más adelante y en particular con Castelnuovo). Pero la singularidad de la escritura de Quiroga implica asumir la potestad de señalar y proscribir aquellas emergencias que nos anuncian máculas indeseables, los estigmas de una subjetividad amenazante y amenazada. En este contexto, no hay que perder de vista esta tensión paradójica a la que aludíamos entre naturalismo y modernismo, llegándose a complejizar las singulares operaciones estéticas de Quiroga.

Esta “complejidad” o esta tensión, se acentúa en las líneas de una textualidad cuyo soporte espacial (y temporal) prescinden de la centralidad de Buenos Aires. Y en Quiroga, se trata de Misiones, de Posadas, de los aledaños, sus bosques y sus montes. Es la selva y el litoral que oficia de testigo; más aún, un territorio ramificado, inabarcable, indómito, que tercia como fondo activo y como entidad decisiva en el punto final de los destinos. Este es un punto clave, porque si bien el problema de la representación social, y por ende, el trasfondo político del asunto, están bien presentes en este libro (“Los mensú” sobre todo, pero también, “El pescador de vigas” o “Yaguaí” por ejemplo), de manera más sesgada y fragmentaria, el motivo social aparece como efecto de un desplazamiento sobre vidas que responden como desprendimientos y consecuencias de un modelo o de una maquinaria que los excede, como el caso de “La insolación” y “A la deriva”. Al corrimiento de los focos porteños, la línea política y social de los textos responde con la construcción, sesgada y lateral de la historia de la literatura, en tanto residuo de un consenso que no considera la inmigración como el blanco enemigo que se debe exorcizar. Acá podemos advertir que el texto que nos ocupa esfuma los contornos más elementales de la referencialidad, ubicándose en una perspectiva lejana, ausente de las centralidades de la gran urbe. Quiroga mira de cerca y se sumerge la materialidad de una tierra colorada empapada de palmeras salvajes; a su vez, las voces que oímos por el habla que nos transmite, reponen los ecos de una lengua viva y autóctona, y también permeable a lo que sucede, desde lejos, en la ciudad capital. Esto es importante porque, desde la Generación del 80´, Buenos Aires impacta como una ciudad que condensa un problema identitario en el que la inmigración juega un papel fundamental. Buenos Aires insiste así en su centralidad al transferir su problemática a la totalidad de la nación. En

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contraste con esto, vemos que Quiroga coloca a Buenos Aires de un modo más contingente, azaroso. La gran urbe aparece como el punto de partida, como la referencia imprecisa, sin más datos concretos para la historia, que el de ser una ciudad de procedencia, o de visita casual.

Desde siempre vimos que el medio ejercía un control sobre el desarrollo de los personajes y sus historias. En Quiroga la naturaleza va a ocupar el lugar central. Sin embargo, la causa rige enfáticamente como fatalidad, como resto de una razón desajustada, un desequilibrio condicionado por razones, causas y efectos (naturalismo); o vidas sujetas al mandato de una suerte fijada de antemano por un azar inescrutable (un modernismo que excede los condicionamientos de la fisis). Aquí, la temporalidad cuya dirección el narrador conoce y maniobra, juega con las expectativas de la lectura. Entonces, será allí donde la duración acentúa las variantes o de una espera o de una pasividad conducente a un final espectacular. Espectacularidad que requiere de imágenes visuales en cuya eficacia residirá gran parte de los lineamientos formales del modernismo. Por ello, los motivos más proclives a lo social y lo político (“proclives”, es decir, que dejan ver una fuente más amplia para ubicar sus derivas) se entrelazan con el tratamiento de un cuerpo y una naturaleza humana humillada en sus confines y su vulnerabilidad: pongamos por caso, “La miel silvestre” pero también, “A la deriva” y “Los mensú”. Escritura saturada de fiebre. También, abandono y soledad. Mientras, la fiebre que afecta a Maria Elvira une patología, mundo onírico y pasión, relentes al mejor estilo Poe (“La meningitis y su sombra”). La poética de Quiroga nunca omite indicar el marco autorreferencial de la escritura que alude a sí misma.

Cuando analizamos el sistema de enunciación, abrimos paso a los tópicos que ya están cifrados en el título mismo del libro. El amor inscribe ya desde el título inicial del libro una alianza con los otros dos tópicos: la locura y la muerte. Y es la atención deparada al título, donde la repetición de la proposición posesiva “de”, genera ese efecto emocional, aspirante a trazar el relente de morbidez que emplaza una desdicha predestinada. Amor, locura y muerte son los tópicos que van a servirse de todas las variantes naturales provistas por la profusión de flora y fauna. Sin duda, la tónica modernista acentúa por este lado una alianza que tiende a romper con el tradicional verosímil que instrumenta el clásico naturalismo. La lengua entonces acá intercede para que los animales hablen (“El alambre de púas”) o que incluso sientan como los humanos, todo filtrado a través de las figuraciones de un narrador en tercera persona omnisciente, cuyas licencias socavan los límites de lo representable. También, en algunos de los cuentos, leíamos este pacto entre enfermedad y fatalidad, cifrada en las relaciones de clase (“Una estación de amor”). Pero el amor conyugal, también puede ser la circunstancia fortuita, la contingencia que bordea como un friso palaciego e inmóvil, el desborde siniestro de la naturaleza. Hay contraste o más aún, imposibilidad de conjugar los muros (que no protegen) con aquello que la naturaleza, indómita y enigmática segrega o, mejor aún, engendra y alimenta (el monstruo parásito de “El almohadón de plumas”). El amor, incluso, es sustituido por la abyección del matrimonio como la vía de escape para las mujeres sin fortuna ni apellido, con el desenlace reservado, paciente y siniestro que aguarda el momento justo; el medio del corazón de la joven insatisfecha (“El solitario”). Quizá sea lícito evocar los elementos del bovarismo en el movimiento naturalista, los retratos de mujeres con ansia de vivir una vida conyugal y social (ambas dimensiones cruzadas) que no les ha sido dada. Pero en la historia del joyero, el regalo guardado para la noche elegida es la venganza gozada con lentitud y anticipación. Se diría que el goce prescribe una demora necesaria concentrada en la perfección del objeto. El marido es joyero de profesión y jamás traicionaría la dignidad de su oficio… Por su parte, un relato como “La muerte de Isolda” apela a

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la construcción de un marco enunciativo más complejo, no solamente a la narración enmarcada o contenida en otra (lo cual altera la linealidad de la cronología y sus medidas) sino también al marco de una obra: la fábula medieval “Tristán e Isolda”. Cierto decadentismo individualizante, hace que prevalezca en esta historia la imaginería de una sensibilidad esculpida en los rituales estéticos y eróticos, una seducción exasperada que nos lleva tanto a Poe como a los Goncourt, a Gautier, Darío y Verlaine. La inmovilidad inscripta como cuadro, produce la repetición que arrastra la fuerza implacable de la pesadilla, la que solo mueve las piezas del intercambio narrativo. Así, en el último de los cuentos citados, el viaje es la excusa que imprime un relato a modo de despedida entre los dos amigos, el anciano que en la inminencia de su partida, evoca su drama amoroso que en el presente se repite como la disolución melancólica del romance imposible del joven.

Quisiera volver a “El solitario”. Este es un relato que lleva a la superficie la pregunta por la enfermedad, sobre todo en relación al desenlace. ¿Cuál es el límite entre locura, enfermedad y crimen? ¿Dónde radican sus indicios específicos? ¿Cuál es la frontera entre el personaje que el narrador nos muestra y las escalas temporales, donde el ritmo cifra la materia de las intenciones narrativas? ¿De qué modo se sugiere la frontera entre el carácter del protagonista y la cercanía del desastre? Creo que puede notarse el pulso que mide las distancias entre la elipsis y las precipitaciones de las vidas que están por terminar. Y también podemos ver la obsesión anidada en la estructura de un comportamiento que todo parece soportarlo por amor. Un amor confundido entre una mujer y el objeto de su profesión: una joya, el solitario que es confiado a la delicadeza de sus manos. ¿Y qué es lo que hace con eso frente a las demandas que no puede cumplir? ¿Cómo entra en colisión, en la historia, una forma de “enfermedad” con otra patología que parece esconderse o disimularse en una reacción demorada, en la fruición inajenable de la dedicación infinita de orfebre…? Pensemos también en la potencialidad significante del título, una polisemia que refuerza la vacilación del sentido entre la gema y el carácter del hombre. Esto es válido, pero sobre todo, teniendo en cuenta ese carácter (o más bien su falta) como la vía de construcción detenida en el fetiche que obsesiona a marido y mujer: la joya, el brillo, lo que no se posee ni se alcanza. El trabajo que se detiene moroso en la objetivación de un desenlace que no admite retroceso.

Pero si hablamos de enfermedad, imposible olvidar “La gallina degollada”. Un relato donde el amor es el marco y el pretexto, la excusa aludida para contar los orígenes remotos de una historia atávica. Y lo que es peor, indagar entre los ancestros de los jóvenes cónyuges, para bordear los devaneos médicos que intentan encontrar la respuesta por la causa de los cuatro “engendros”. Y una mención final sobre la adjetivación, que además de apelar a una enciclopedia de época, un imaginario científico y epistémico con sus concepciones condicionadas históricamente, va en procura de rematar un aserto que convalide, si no una certeza, sí la suspicacia acerca de las fuerzas más oscuras que forman las vísceras del mundo natural y la especie humana.

Entre la condensación que exige rigor anecdótico, administración informativa y la minuciosidad descriptiva, alternan, entonces, los dispositivos estéticos del modernismo y el naturalismo. Es allí donde ambas corrientes negocian las figuras del movimiento (como mecanismo causal pero también como desborde) y la fijeza (su obsesión y su rechazo). Dicha fluencia es legible en el curso inevitable del inglés, sentenciado a perecer de “La insolación” (cuya muerte solamente los perros pudieron ver por anticipado); en el viaje pasivo de la joven esposa hacia su muerte (“El almohadón de pluma”), en la malograda curiosidad de Benincasa para concluir aterrado, perplejo e impotente ante el implacable ataque de las hormigas carnívoras

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(aquí la ironía que el narrador en tercera, también juega con la connotación onomástica del infortunado personaje que sueña aventuras y de los hambrientos insectos llamados “la corrección”). Pareciera ser que en Quiroga, el cuerpo debe encontrar la fórmula de la sobrevivencia en la relación donde la naturaleza impone las leyes de inconveniencia o la imposibilidad de los desafíos. Allí tendrán lugar las somatizaciones emocionales y febriles, condensando la impresión sensible frente al mundo natural que todo lo invade, lo excede y lo devora. Las formas de las especies sin control, las fantásticas geometrías vegetales son, mucho más que un escenario y un fondo; son el motor de toda dinámica y, a decir de Viñas, son, en definitiva, la causa primera.

Imagen de autor, sistema de enunciación

Llegado este punto, cabe el interrogante acerca de cómo es posible anudar y combinar enfoques sobre subjetividades y sistema de enunciación (que atañen a la esfera pública y la participación en un campo cultural determinado), con estrategias narrativas y motivos que son la materia misma de la escritura y la textualidad. Y hago referencia a la categoría de “motivo” en tanto noción teórica procedente del Formalismo Ruso, a diferencia de tema o de tópico; porque “motivo” es la porción de materia conceptual y formal a partir de la cual es posible formular zonas más amplias de análisis, como los temas y tópicos, precisamente. El motivo, concretamente en el caso de Quiroga, es la materia misma que coincide con el sustrato, la motivación orgánica que va a dar lugar al “tema”, en cuanto abstracción referencial, de la Naturaleza. Esto es, si no una contradicción, al menos una tensión en Quiroga, porque si la naturaleza es el sustento de ética y estética, positivista y naturalista, las incomodidades de la cotidianeidad selvática eyectan todo el confort decorativo que conocemos del modernismo. Al decir de David Viñas, Quiroga es y no es modernista, justamente, por la modalidad excéntrica que adopta, promoviendo el abandono de buriles y mármoles por la pluma de escritor que se obstina sobre cuentos y ensayos y notas cedidos a la demanda del periodismo y sus lectores (Viñas, 1974). Está y no está en Buenos Aires porque responde y reclama por su presencia exitosa y consagrada; a su vez se aísla, literalmente, porque elige la selva para vivir. Pero esto mismo es una matriz simbólica de un individualismo anarquizante y evasivo que invoca la eficacia de un dispositivo estético como la selva, en su aislamiento inextricable, en su misterio que la vuelve inaccesible y por ello marginal. Individualismo decía, sí. Pero a su vez, tampoco descarta denunciar la humillación y la injusticia de un sistema social. Esto supone un problema para abordar a Quiroga, porque es la escritura paradojal de los dos sentidos simultáneos. Lo cual establece un punto de inicio en la tierra como un espacio elegido deliberadamente en su condición marginal, respecto de la metrópolis europea (París) o Argentina (Buenos Aires). Si el modernismo labra figuraciones en el hechizo de los viajes, Quiroga también opta por otro viaje, como motivo y matriz instrumental de sus historias, permitiéndose marcar un nuevo punto de partida, sobre todo, como escritor. En él se trata del viaje que potencia la construcción de su mitología autoral, el mito personal del escritor que huye y se refugia en un peligro desconocido,

corriéndose al lugar reservado para la virilidad extrema, cuya imagen va a cifrar la extrañeza lugoniana de fuerzas fatales. Una fuerza que reclama la espectacularidad de las hazañas de quien juzga prescindibles los ornamentos canonizados por Darío en el viaje a París o también, el viaje alucinógeno de las drogas, igualmente prestigioso en el ámbito cultural de fin de siglo. Quiroga se va a la selva, y desde allí le da una vuelta de tuerca, un nuevo giro a la eficacia del dispositivo

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cenacular. Sin dejar de apuntar a una escisión que lo reparte en el Río de la Plata, funda el doble gesto del exotismo, reinventado, adaptado a la íntima necesidad de una subjetividad desaforada; y a su vez, repone el repertorio exigido en el ademán espectacular, porque se hace visible, también, con las fotografías e intervenciones de Caras y Caretas, de El Hogar o Atlántida, los massmedia de la época. En esto que supone la condición histórica, objetiva y material para el desarrollo de la moderna subjetividad, es decir, la profesionalización del escritor a la que aludía previamente, la fotografía es una herramienta más para afirmar la imagen que trasciende el presente. En este sentido, se trata del exotismo, el factor que vertebra los nódulos de un estilo por medio del cual Quiroga parece abocarse en resolver la visibilidad de su presencia, y la huida concesiva a todos los ingredientes dramáticos que privilegia la distancia. En esta perspectiva, el exotismo asume la mirada gótica donde la selva americana es la prerrogativa para escapar de las ruinas decadentes, transformando los escombros de castillos y palacios europeos, y que en América no abundan, en el terror de la selva y sus habitantes. Pero es en este espacio de lucha continua donde el autor privilegia su masculinidad, prescribiendo el uso de armas y herramientas para forzar el dominio de un orden insumiso. Volviendo a Viñas (1974), el exotismo entonces, es la doble vía que le garantiza el ingreso al modernismo y al naturalismo: por un lado, la individualidad realzada en el ademán fuera de lo común; por el otro, la puesta en escena de la pose que solicita la mirada de su comunidad, la de los pares, los autores, y también los lectores que consumen la cultura. Hasta acá, algunas líneas para estudiar la composición de la imagen de autor, su propio mito y la construcción de su subjetividad. Quiroga termina, con su suicidio, una “obra” singular, la excepcionalidad del artista inscripto en el modernismo, y a su vez, la crítica al sistema donde encarna la denuncia que no supera la casuística.

Esas mismas estrategias que pueden pensarse como una dimensión biográfica, nos hacen asistir a su uso literario, vale decir, a la preocupación expresamente artística que concibe un plan de integración que abarca obra y vida. Quiero decir, esas estrategias no solo son gestos (apariciones, participaciones, espectáculos de fama y reconocimiento) sino palabras articuladas en pos de un sentido. Y una entrada posible para encarar el examen crítico y atento a los textos de Quiroga, es mirar de cerca los procedimientos que atañen a su condición de escritor popular dedicado al folletín. Acá Piglia lo compara con Eduardo Gutiérrez, y bien podemos notar el trazo de una poética efectista y melodramática, destinada al “consumo popular de emociones” (Piglia, 1993). De esta manera, todos los crímenes que desarrollan en sus cuentos se complementan con lo que aparece en el diario Crítica, en cuanto a la estructura de la noticia sensacionalista, la información directa y cruda que no pierde tiempo en devaneos ni vacilaciones, pero que la pluma de Quiroga transforma en materia de asuntos extremos. A esto me refería con el proceso histórico que decanta las prácticas de los textos hasta llegar a un sistema producciones culturales altamente redituables, insertas en un circuito de oferta, demanda y consumo, funciones distribuidas en una circulación que aumenta volumen productivo en sincronía con la ampliación del público lector. Quiroga descentra el sistema literario pero también va a la selva para no agotar el inventario de su creación (y digo “creación”, casi como un dejo romántico, pero destacando su sentido de realización, de fabricación). Quiroga es el demiurgo fabril de las condiciones más adversas, con una voluntad testificada en el conocimiento del narrador sobre el contexto natural que presenta y reinventa como marco.

Poe y Maupassant son fuentes de un naturalismo folletinesco, de quienes aprenderá, al decir de Piglia, la ecuación que combina dos historias, lo cual supone manipular los tonos de la lengua entre el saber del narrador, los tiempos de las pausas, los silencios y la mostración repentina de

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los sucesos. Pero el acontecimiento se produce cuando la contingencia de la acción (de los personajes y de la naturaleza) establece el instante del cruce o de la conexión adecuada a su inapelable necesidad. Allí es donde la elipsis, los silencios, gradúan el curso de la acción y los acontecimientos para clausurar el relato con el golpe seco de lo inevitable. Así, el final breve en “Una estación de amor”, casi inesperado luego de once años interrumpidos pero inacabados, reenvía a las pistas anticipadas de los vicios maternos (la promiscuidad, la morfina), que la hija hereda; la sorpresa deparada al lector se justifica hacia el cierre del relato mediante la intervención narrativa y un lacónico diálogo entre los personajes. El ansia de ventajas sobre la carencia que no se cubre va en aumente expulsando la dignidad que hubiera auspiciado una feliz unión familiar. La madre de Lidia tiene la obsesiva fijación por el nombre, la casa y el matrimonio como vía de una protección hacia sus vidas menesterosas. Y no duda en ofrecer la lozana y cándida juventud de la joven, para repetir después su intento fallido de legitimación, sabiendo que Nebel selló con un conveniente enlace su fortuna y su prestigio social. En Quiroga la pobreza no funciona como antídoto de un sistema regido por convenciones hipócritas; su imagen autoral lo hace saber aún cuando la madre expone los vicios masculinos que por su condición hegemónica, la sociedad nunca condena. Sin embargo, el fin recae con su peso y su rigor sobre Lidia que acepta el cheque ofrecido por Nebel, con tristeza y con indiferencia. La fórmula de las dos historias cumple su eficacia con el amor imposible y la herencia de una enfermedad que recae en una víctima femenina. También veíamos que la elipsis anticipatoria funcionaba en “El solitario” y en “Yaguaí”, donde la omnisciencia del narrador dispone de un conocimiento que fundamenta su mirada: de este modo adelanta el lamento que se prolonga en los hijos de Cooper. Así dosifica los datos para instrumentar el último efecto, extendiendo los pormenores que sufre el perro para apuntar lacónico al error del disparo final.

Siguiendo con los relatos cruzados, hay que recordar que el colapso del horror llega con “La gallina degollada”. En principio, el título cifra la pauta de una metonimia, parcializando la sugestión de un sentido en su desvío. La gallina que la sirvienta degüella en la cocina de la desgraciada familia, es solo un anuncio que procura hacer efectiva la sorpresa final. Porque en términos estructuralistas (necesario en un momento de análisis textual), eso es un núcleo inevitable, un hecho que no podemos soslayar porque a partir de allí se desencadena una serie de factores estimulantes para los cuatro hijos idiotas del joven matrimonio, reproduciendo el lenguaje y la adjetivación que el autor inscribe en la producción de esos efectos. Son idiotas y son bestias, dirá el narrador, completando el desapego materno, el olvido al que los padres dedican las horas del día y que la fatalidad no les permitirá alcanzar. Muy por el contrario, desde esta perspectiva, la gallina inicia el camino para un final que corta la historia justo en el momento en que ya nos es imposible pensarla. ¿Qué sucede cuando los Mazzini-Ferraz asisten, luego de los gritos de la niña, ante el espectáculo de los cuatro hermanos fascinados con el baño rojo de sangre? Ahí cuando se corta el aliento, desandamos, sin embargo, el camino hacia atrás donde la descripción funcionaba para anticiparnos todo. Anticipación que opera en la coherencia de un verosímil naturalista (la trama es causa-efecto); y que no obstante, jamás traiciona la suspicacia, la sorpresa, entre las conexiones precisas de los hechos y un desenlace horrendo. Una vez más el tiempo conjuga la dosis exacta entre información y el exceso detallado que conduce al estupor paralizante del final, cuando los gritos de la niña se apagan lentos sin que el padre, desesperado en su carrera hacia la cocina, pueda torcer el desastre que no concede vuelta atrás. Ese proceso textual implica estas dos historias. La de la sucesión de hijos enfermos, y la del asesinato de la niña, allí donde la pieza clave es el médico, que a pesar de ser el portador del

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de muerte de Horacio Quiroga. pp. 168-178.

saber, deja abierto el enigma sobre la causa del mal irremediable. Lo que sí deja en claro es que la sangre familiar abre la cadena de las nefastas transmisiones. Y como en toda historia familiar de horrores y terrores, la culpa o la responsabilidad (según se quiera graduar la religiosidad confesional o el involucramiento laico) miran a un lado y al otro de los excesos cometidos por el abuelo y el pulmón picado de la madre. Lujuria o tisis, vicio o sangre maldita.

Referencias bibliográficas

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de muerte de Horacio Quiroga. pp. 168-178.

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35731

Un parque temático de la enfermedad

o cómo conectar la Cuba finisecular con la modernidad

Rocío Fernández

Universidad Nacional de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina. rociofernandezunmdp@gmail.com.

ORCID: 0000-0001-9198-4145 Recibido 18/06/2021. Aceptado 21/09/2021

Resumen

En el siguiente trabajo, me propongo analizar una serie de crónicas que publica Julián del Casal en el periódico El País en 1890 con el propósito de revisar las distintas maneras en que este conecta la isla con la modernidad deseada al otro lado del Atlántico. En este sentido, no solo buscaré reflexionar en torno a qué sucede cuando ya no está el dinero que sostenía esas redes en el pasado, sino que además intentaré pensar en la productividad literaria de dicha ruina económica. Así, la recuperación de la noción de subjetividad cosmopolita que propone Mariano Siskind para pensar el vínculo entre el deseo de estar a la altura del mundo, la falta constitutiva y la compensación mediante los signos de la modernidad servirá de punto de partida para preguntarnos qué sucede cuando la vía para alcanzar ese deseo es justamente la profundización de la ruina y de la falta a través del diseño de la enfermedad.

Palabras clave: Julián del Casal, modernismo, enfermedad, redes, falta

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X1. Rocío Fernández, Un parque temático de la enfermedad o cómo conectar la Cuba finisecular con la modernidad, pp. 179-193.

A theme park of disease

or how to connect fin-de-siècle Cuba with modernity

Abstract

In the following paper, I propose to analyze a series of chronicles published by Julián del Casal in the newspaper El País in 1890 with the purpose of reviewing the different ways in which he connects the island with the desired modernity on the other side of the Atlantic. In this sense, I will not only seek to reflect on what happens when the money that sustained those networks in the past is no longer there, but I will also try to think about the literary productivity of such economic ruin. Thus, the recovery of the notion of cosmopolitan subjectivity proposed by Mariano Siskind to think about the link between the desire to be at the height of the world, the constitutive lack and the compensation through the signs of modernity, will serve as a starting point to ask ourselves what happens when the way to achieve this desire is precisely the deepening of the ruin and lack through the design of the disease.

Keywords: Julián del Casal, latinamerican modernism, disease, networks, lack

“Tabaco y sífilis se descubrieron conjuntamente en estas Indias Occidentales, y juntas fueron a España, acaso el mal antes que su alivio, y juntas se corrieron por toda Europa y los demás continentes” (Ortiz, 1987).

1.

Todo empieza con una valija llena de libros que llega a Cuba proveniente de Europa y un lector que, por algunas razones que exceden a este trabajo, es lo suficientemente receptivo como para dejarse atrapar por esas novedades parnasianas y simbolistas. La anécdota la cuenta Ramón Meza: la fecha es 1886, quien trae la valija es Aniceto Valdivia y el lector cautivo es el joven Julián del Casal. Tiene 23 años, es huérfano y ha heredado un ingenio venido a menos, trabaja de escribiente en la Intendencia General de Hacienda, todavía no ha publicado ningún libro, pero algunos de sus primeros poemas se han dado a conocer en la prensa y en las veladas literarias del Nuevo Liceo, y, además, forma parte, hace menos de un año, del cuerpo de redacción de La Habana Elegante. Es, para decirlo de alguna manera, una especie de promesa literaria o, mejor dicho, un joven que recién empieza a adentrarse en el círculo de escritores de la época y que, por ende, deberá construir para sí mismo el valor simbólico que le permita destacarse.

Por fuera de que esta última cuestión pueda explicar la permeabilidad de su poética a las nuevas tendencias, ya sea por afinidad estética o porque vio en ellas una oportunidad para forjar distinción, lo que se sabe fehacientemente es que el encuentro con esa literatura que cruza el mar de la mano de Valdivia fue fundamental para el desarrollo de su obra. No

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obstante, y dado que su primer libro va a llegar recién cuatro años después, la mejor manera de medir el impacto inmediato de esa valija es a partir de las traducciones e imitaciones que publica en la prensa: a las publicaciones que ya hacía de poemas de Víctor Hugo, Theóphile Gautier y François Coppée, le sumará rápidamente las de Charles Baudelaire. Casal publicó entre 1886 y 1890, 14 traducciones de algunos de los poemas que integraron Pequeños poemas en prosa (1869): “El extranjero”, “Los beneficios de la luna”, “El puerto”, “El loco y la Venus”, “La invitación al viaje”, “La cámara doble”, “A una hora de la madrugada”, “La torta”, “La desesperación de la vieja”, “El confiteor del artista”, “El perro y el frasco”, “Un hemisferio en una cabellera”, “Las quimeras” y “¿Cuál es la verdadera?”. De todos ellos quisiera detenerme en “El puerto”, que ve la luz en marzo de 1887, es decir, muy tempranamente, en la revista La Habana Elegante.

Un puerto es un asilo encantador para un alma fatigada de las luchas de la vida. La amplitud del cielo, la arquitectura móvil de las nubes, las coloraciones cambiantes de la mar y el relampagueo de los faros, son un prisma maravillosamente propio para divertir los ojos sin cansarlos jamás. Las formas salientes de los navíos, de aparejos complicados, a los cuales la marea imprime oscilaciones armoniosas, sirven para mantener en el alma el gusto del ritmo y la belleza. Y después, sobre todo, hay una especie de placer misterioso y aristocrático para el que no siente ya ni curiosidad ni ambición, en contemplar, acostado en una azotea o de codos en el muelle, todos esos movimientos de los que parten y de los que vuelven, de los que tienen todavía la fuerza de querer, el deseo de viajar o enriquecerse. (del Casal, 1963a, p 94).

La traducción es significativa por varias cuestiones. En primer lugar, porque si Casal está en sentido figurado proyectando su mirada hacia el horizonte en el acto mismo de leer y traducir a Baudelaire, el poema le permite no solo poner en escena un sujeto en espejo del otro lado del Atlántico sino también representar metapoéticamente el reverso del acto de traducción. La imagen de esa alma fatigada de las luchas de la vida que mira los movimientos del puerto, los que parten y los que vuelven, ajena a toda esa circulación, se pliega así sobre el propio cubano que mira desde la inmovilidad de la isla el más allá del mar. En Deseos cosmopolitas (2016), Mariano Siskind destaca que hacia fines del siglo XIX se configura una nueva subjetividad cultural, la del escritor cosmopolita latinoamericano, que diseña el mundo como un horizonte pleno de significación del cual ha sido excluido y al que, por ende, aspira a alcanzar para estar en sincronía con la modernidad. El discurso cosmopolita se constituye así en una escena imaginaria en términos lacanianos, un relato que se cuentan estos sujetos a sí mismos para darle sentido a la experiencia traumática de desear el mundo desde la falta. El ejemplo más claro que da Siskind es el de Rubén Darío, quien vacía Francia de su contenido particular para convertirlo en el significante de lo universalmente moderno, con el propósito de hacer del signo de lo francés un medio que permita alcanzar la modernidad; dicho de otro modo, como Francia es construido históricamente como sinónimo de plenitud, los sujetos latinoamericanos, signados por la falta constitutiva de la marginalidad, deben volverse franceses apropiándose, entre otras

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cosas, de la estética simbolista-parnasiana, para articular un discurso moderno en sincronía con el mundo.

La operación de Casal está, sin lugar a dudas, atravesada por ese deseo cosmopolita. No obstante, si bien la traducción es una forma de apropiarse de los signos de la modernidad para acercarse a ese deseo de mundo, hay un elemento fundamental que vuelve a traer la falta a la superficie y que tiene que ver, por un lado, con que el alma fatigada del poema está efectivamente en la orilla deseada por Casal, pero también, y sobre todo, por la manera en la que dicho sujeto mira el más allá. En efecto, en el poema nos encontramos con un hombre hastiado que mira el horizonte sin curiosidad ni ambición, pero que acude al puerto para disfrutar de la amplitud del cielo, la arquitectura inmóvil de las nubes, las coloraciones cambiantes y los movimientos que le imprime el mar a los navíos. La belleza para ese hombre aristocrático y misterioso radica en la forma y el ritmo que encuentra en el puerto, pero que, si lo extendemos a toda la poética de Baudelaire, podemos pensar también en relación con la ciudad moderna. Es decir, el sujeto del poema de Baudelaire no acude al puerto para mirar el horizonte y desear un mundo otro que no tiene, sino para deleitarse con la experiencia estética de la modernización. La distancia con Casal se vuelve así evidente: siguiendo una vez más a Siskind, Casal no solo mira el mar para proyectar sus deseos y darles justamente la espalda a las faltas del presente habanero, sino que efectivamente al traducir a Baudelaire está encarnando ese deseo de modernidad.

Todo esto revela muy tempranamente —recordemos que la traducción es de 1887— que Casal se enfrenta, entonces, a una doble imposibilidad: la de estar en esa orilla moderna y la de mirar el horizonte sin desearlo. En esta línea, podríamos afirmar que, así como Rubén Darío se da cuenta de que debe apropiarse de la poesía francesa para acercarse a la modernidad, en el caso de Casal, el poema de Baudelaire descubre una manera de mirar que es parte de ese idioma que hay que aprender a hablar para ser un sujeto moderno. Esto no quiere decir, por supuesto, que de acá en adelante Casal vaya a imitar la mirada de Baudelaire —aunque podemos reconocer cierta sintonía entre la voz hastiada de ese poema en prosa y el pesimismo o desencanto de la poética casaliana—, sino que esa forma de mirar va a tensionar su escritura al constituirse en una paradoja que pone en jaque la subjetividad cosmopolita: en efecto, para acercarse a la modernidad, Casal debería poder apropiarse de esa mirada hastiada que se proyecta en el horizonte “sin curiosidad ni ambición”, pero en el acto mismo de traducir y querer mirar como Baudelaire ya está encarnado ese deseo de horizonte contra el que tendría que luchar.

La imposibilidad de mirar el mar de esa manera despunta, así, como el principal problema del sujeto latinoamericano cosmopolita. De hecho, si volvemos al poema de Baudelaire es evidente que el sujeto ya está arruinado o hastiado antes de mirar el mar: no solo es un alma fatigada, sino que, en algún punto, lo que va a ver al puerto es justamente aquello que ya no tiene, es decir, la fuerza del querer. Si puede disfrutar de las formas y el ritmo es porque el deseo se ha retirado, dejando una mirada limpia que puede apreciar la experiencia estética de aquellos que parten y vuelven. Por el contrario, tal como explica Lezama Lima con las nociones de sentimiento de lontananza y resaca, pero también Siskind con su noción de cosmopolitismo, en Casal la falta despunta como efecto de ese horizonte imposible de alcanzar: se mira inicialmente el mar y cuando se vuelve la mirada hacia el presente de la isla es que aparece la distancia con lo deseado. El arruinamiento del sujeto producto de la falta surge, entonces, como una consecuencia, mientras que en el poema de Baudelaire parece consolidarse como una condición preexistente que permite mirar sin ambición. O, dicho de otra manera, en vez de un sujeto que se arruina porque no logar

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cumplir su deseo, la verdadera modernidad parecería estar en aquel sujeto que, como ya está arruinado, no desea nada.

Y con esto nos acercamos a nuestro punto de partida, porque si inicialmente uno podría pensar los poemas de Baudelaire que llegan en la valija de Valdivia como una mercancía que repone el mundo deseado dentro de la isla, llenando así la falta que produce el deseo cosmopolita, lo que descubre la traducción de Casal es que no basta con esa compensación, sino que, en definitiva, para alcanzar la modernidad, hay que arruinar y corroer a ese sujeto que proyecta su mirada en el horizonte. El camino, entonces, no sería el de la reparación de la falta, sino, por el contrario, el de la profundización. Esta hipótesis no solo permite darle una nueva interpretación al trabajo que realiza Casal con las distintas formas de la decadencia, sino que, además, revela la productividad de dicho desgaste para tender redes simbólicas y materiales con el mundo. En esta línea, lo que me propongo hacer en las páginas que siguen, a partir del análisis de las crónicas de Casal, es ver de qué manera esa profundización de la falta a través del diseño de la enfermedad revela una nueva forma de conectar la isla con la modernidad.

2.

Entre octubre de 1890 y febrero de 1891, Casal trabaja escribiendo crónicas para el periódico El País. Si bien en carta a su amiga Magdalena Peñarredonda1, explica que su rápida renuncia se debió a las quejas y las demandas de los suscriptores, la lectura de una de sus primeras crónicas evidencia que la dificultad ya existía y tenía que ver con la ardua tarea de cubrir la esterilidad que azotaba la sociabilidad habanera:

Ninguna semana ha sido, como la presente, tan estéril en acontecimientos mundanos o artísticos, únicos que pueden tratarse en esta sección, casi inútil hoy, porque como han desaparecido las causas que obligaron a fundarla, viene a ser una especie de traje extravagante, tejido con hilos burdos y cortado a la antigua usanza, con el que este periódico afea dominicalmente su belleza tradicional. Las grandes fiestas del tiempo viejo, de las que escuchábamos hablar en la niñez pero que hoy, al oírlas narrar, se nos antojan legendarias, no porque les encontremos nada sorprendente, sino por el dinero que costaban, o nos hacen subir una sonrisa al borde de los labios, no porque tuvieran nada de graciosas, sino, por el contrario, mucho de ridículas, nuestras familias cubanas de buen gusto que tan pronto como tenían dinero se marchaban a gastarlo a las capitales europeas; proporcionaban a los cronistas domingueros de aquella época asuntos adecuados a la índole de sus tareas permitiéndoles fácilmente ennegrecer un número fijo de cuartillas. (del Casal, 1963b, p. 30).

La frustración del trabajo periodístico produce una definición sumamente productiva: la crónica es para Casal una especie de traje extravagante, tejido con hilos burdos, y cortado a la antigua usanza, que ha quedado no solo sin función social, sino también fuera de tiempo. Además de la vulgaridad de la confección —los hilos y el corte antiguo—, se revela que ese traje no abriga ni cubre el cuerpo de nadie, es decir, es un traje que solo encierra vacío.

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En este sentido, el cronista señala que esa falta de función se comprende si uno repara en los orígenes del género: dado que fue creado en un pasado de esplendor para dar cuenta de la exuberante vida social y artística de ese entonces, ahora que esa grandiosidad se ha perdido, su existencia resulta inútil en el sentido de que se constituye como una escritura sin motivo. Y acá hay un punto interesante, porque si bien Casal marca dos tiempos, el del presente de esterilidad y el del pasado de las grandes fiestas, no explica cómo se pasó de un momento a otro. ¿Qué ocurre entre la época de la niñez, ese tiempo legendario de esplendor, y el 1890 en el que escribe el cronista? Arriesguemos una respuesta: la Guerra de los Diez Años, el primer intento independentista que se da entre 1868 y 1878 —sin contar los coletazos posteriores de la Guerra Chiquita de 1879—.

En efecto, tal como señala Louis A. Pérez (1988) en Cuba: Between Reform and Revolution, la principal secuela de la derrota de 1878 fue la quiebra casi total de la economía nacional. Frente a la aceleración de la ruina de los hacendados, se conformó una nueva alianza entre la burguesía criolla y el capital norteamericano que, si bien produjo un breve período de prosperidad entre 1891 y 1894, terminó por someter la autonomía económica a los altibajos del mercado y la política económica internacional. En esta línea, es factible afirmar que el tiempo de la crónica al que hace alusión Casal es el del esplendor de los hacendados criollos, entre quienes podríamos contar, a pesar de las objeciones de Lorenzo García Vega2, al propio padre de Casal, quien administraba un ingenio azucarero que se va a fundir justamente durante la década del 80, es decir, después de la guerra. Lo que sostenía, entonces, la escritura no era simplemente la existencia de eventos sociales y artísticos, sino también el dinero; o, dicho de otra manera, ahora que el tiempo de la riqueza de la hacienda se ha arruinado, la crónica es un traje extravagante y antiguo que diseña el escritor a partir del lujo y el ornamento de los signos modernistas para intentar cubrir el vacío que ha dejado la crisis económica.

A su vez, cabe destacar que el dinero no solo funda la escritura sino también el viaje. Como comenta Casal, con un claro tono de burla, en las épocas de esplendor las familias cubanas de buen gusto se marchaban a gastar su riqueza a las capitales europeas. En ese sentido, cabría afirmar no solo que con la crisis económica posterior a la guerra se arruina la experiencia del viaje, sino que la pérdida de esta práctica también afecta la escritura. Los cronistas de aquellas épocas podían ennegrecer fácilmente un número fijo de cuartillas porque el dinero proveía todo tipo de asuntos y materiales para los cuales el contacto con las metrópolis modernas era fundamental: por más que los eventos sociales o artísticos que se cubren son, en su gran mayoría, locales, sería imposible concebirlos sin las modas y las dinámicas de sociabilidad que se importan de Europa. Es por esto que, si anteriormente decíamos que para 1890, época en la escribe Casal, la escritura se constituye en un adorno que compensa las faltas de la realidad habanera, también habría que agregar que, con la imposibilidad del viaje, producto de la crisis económica, la literatura va a venir a soportar esas redes arruinadas.

Esta cuestión se puede ver con claridad si vamos a la crónica semanal anterior que publica Casal en el mismo periódico. El texto comienza lamentándose porque la última semana “cada casa se ha convertido en un hospital” donde los cuerpos padecen todo “género de torturas” producto de la grippe: la fiebre “amarillea la inteligencia”, el catarro “pone un velo húmedo ante todos los objetos” y el pensamiento se aletarga. La enfermedad es comparada con una mujer despechada que, como no ha sido correspondida, se cobra venganza cruelmente, evidenciando que el tratamiento que se hace del fenómeno no es científico, sino que está fuertemente atravesado por la literatura: la humanización o, mejor

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dicho, la feminización de la grippe no solo repone toda una serie de sentidos vinculados con la estetización del sufrimiento de corte romántico, sino que, además, la dota de cierta perversión y erotismo que, en la misma línea del tópico de la femme fatale, permite reponer el interés que surge hacia finales del siglo XIX en el arte por el goce que produce el dolor.

Si las epidemias viajan… la grippe tiene buen gusto, porque solo visita los países civilizados. El último año estuvo en Europa y ahora se encuentra en América. También parece que se le han enfriado sus ardores o se encuentra atormentada de remordimientos. Sabiendo que produce la muerte a sus amantes de las regiones frías, ha venido a enamorar a los que viven en las zonas cálidas, donde sus caricias si no gratas, son hasta cierto punto inofensivas. Pero no hay que ser benigno con ella. Aquí no mata, pero prolonga más tiempo sus torturas. Su venida a este país sólo obedece a un refinamiento de crueldad. (del Casal, 1963b, p. 16).

El viaje ahora se da de manera inversa a la crónica anterior: ya no es el dinero de las grandes familias habaneras el que va hacia las capitales europeas, sino las epidemias que se desplazan desde los climas fríos hacia los cálidos llevando consigo el beneplácito de la civilización. No obstante, a pesar de esta inversión, hay algo en común entre ambos desplazamientos, que tiene que ver con que lo que se mueve, lo que va y lo que viene, en definitiva, es la literatura. En el primer caso, veíamos que la crónica como género depende de las experiencias que provee la riqueza de los hacendados criollos: desde los eventos artísticos y sociales hasta las modas materiales y simbólicas que se importan de Europa. En este otro ejemplo, en cambio, si bien es verdad que en términos biológicos lo que viaja es un virus, la manera en la que Casal escribe sobre dicho fenómeno evidencia que, con la llegada de la grippe, no solo llega una enfermedad, sino también todos los signos con los que la literatura ha estetizado el padecimiento. Al respecto, en La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag (2003) sostiene que:

Con la nueva movilidad (social y geográfica) del siglo XVIII, ni la valía ni la posición se daban por descontadas; habían de ser afirmadas. Y se afirmaban mediante nuevas ideas en el vestir (la “moda”) y nuevas actitudes ante la enfermedad. Tanto el vestido (la prenda externa del cuerpo) como la enfermedad (una especie de decorado interior del cuerpo) se volvieron tropos por nuevas actitudes ante el propio ser.

La consunción se entendía como un modo de parecer, y ese parecer se volvió moneda corriente en las costumbres del siglo XIX. Se hizo grosero el comer a gusto. Era encantador tener aspecto de enfermo. “Chopin era tuberculoso en un momento en que la salud no era chic” escribió Camille Saint-Saëns en 1913. “Estar pálido y desangrado era la moda”…

La idea tuberculoide del cuerpo era un modelo nuevo para la moda aristocrática, en un momento en que la aristocracia dejaba de ser cuestión de poder para volverse asunto de imagen. Por cierto, la romantización de la tuberculosis constituye el primer ejemplo ampliamente difundido de esa

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actividad particularmente moderna que es la promoción del propio yo como imagen. (pp. 34-35).

Si como explica la autora, los sujetos se diseñan a sí mismos con los signos de la enfermedad para investirse o reafirmar su posición social, Casal hace lo mismo pero esta vez para adornar la isla. La llegada de la grippe no solo distingue y acerca la sociedad habanera a la modernidad deseada que ostentan los países civilizados, sino que se constituye en uno de esos hilos burdos que le permiten tejer el traje extravagante de la crónica. Frente a la crisis económica, frente a la ruina de ese pasado de esplendor en el que las mercancías iban y venían, frente a la esterilidad del presente, lo único que queda es compensar esa realidad y construir la distinción simbólicamente a partir de los signos de la enfermedad. El escritor suplanta así al hacendado y se constituye en una especie de importador que traduce y administra los signos de la aristocracia para sostener la crónica y, por ende, la distinción de la nobleza en decadencia. Casal lo expresa claramente: sin la vida de los ricos, la crónica se queda sin fundamento y él, por lo tanto, sin trabajo3. Y actúa en consecuencia: no importa si la economía de esas grandes familias se cae, lo que importa es que quieran seguir vistiendo los signos del esplendor o que, para volver una vez más a la lúcida metáfora del cubano, quieran seguir vistiendo y consumiendo ese traje extravagante tejido con hilos burdos y de corte antiguo.

En esta línea, habría que pensar, entonces, que no es una mera coincidencia que la llegada de los signos aristocráticos de la grippe suceda al mismo tiempo que se diagnostica la ruina económica, sino que es frente a esa imposibilidad de alcanzar la modernidad a través del viaje lo que obliga al cubano a diseñar otras maneras de volverse moderno. Si en la anécdota inicial lo que sostenía la literatura parecía ser la valija de Valdivia y el dinero que hace posible el consabido desplazamiento y la compra de esos libros, lo que nos muestran las crónicas de Casal es que cuando ese capital se arruina la máquina continúa funcionando a través de la literatura: las familias de hacendados dejan de tener plata para viajar, pero ahí está el cronista importando los signos que necesitan esos sujetos venidos a menos para no terminar de caer. Así, tal como revela Siskind, a fines del siglo XIX la literatura permite responder al deseo de modernidad y pasa a ocupar el lugar del dinero: no porque lo reemplace, sino porque en cierta manera logra suplantar su presencia en las redes que conectan la isla y la modernidad. Ya no es la literatura la que depende del tráfico material y simbólico, sino la circulación misma de los bienes la que depende de la literatura, dado que son los escritores los que mantienen en movimiento eso que antes movía el dinero.

Para reforzar esta cuestión vayamos a una anécdota de la vida de Casal: en 1888, y luego de verse envuelto en una serie de escándalos tras escribir unas crónicas en La Habana Elegante contra el gobernador de la isla y la nobleza integrista, Casal se embarca rumbo a España en el vapor Chateau Margaux. Dado que, a raíz de la polémica, ha sido echado de su trabajo en el Ministerio de Hacienda, para viajar se verá obligado a vender el solar que heredó de su padre. Esta será la única salida de la isla del cubano y es muy probable que eso se deba en gran medida a la falta de dinero: una vez que gasta lo que había dejado el pasado de esplendor de su padre, Casal será tan solo un escritor. De ahí en más, cuando desee entrar en contacto con la modernidad que reside del otro lado del horizonte, será la literatura la que haga posible lo que antes permitía el dinero: sirva de ejemplo el pedido reiterado e infructuoso de un retrato que le hiciera Casal por correspondencia al simbolista

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francés Gustave Moreau entre 1891 y 1892, y su decisión de suplir dicha ausencia con la publicación de un soneto-écfrasis sobre el rostro de un pintor que, aunque admirado, jamás había visto. De la misma manera en que la crónica se constituye como un traje antiguo y extravagante que cubre el vacío que deja la crisis económica en la isla, el retrato de Gustave Moreau que escribe Casal también se erige, entonces, sobre la falta material del presente habanero4.

En este punto, quizás, sea conveniente detenerse para marcar, a su vez, una distinción entre el caso cubano con el que estamos trabajando y el modernismo latinoamericano, en general, porque, si bien es verdad que otras metrópolis latinoamericanas se conectaron con el mundo de manera similar a la que acabamos de describir, no en todos los casos la literatura tomó de este modo el lugar del dinero. Aunque es por supuesto un fenómeno complejo, quisiera arriesgar que esto se debe a dos elementos propios de la situación política y económica de la isla: por un lado, como ya comenté, porque luego de la Guerra de los Diez Años hay casi una década de crisis, producto del impacto que el conflicto bélico tuvo en las economías de los hacendados criollos. Y, en segundo lugar, y esto es en realidad el quid de la cuestión, porque al seguir teniendo un régimen colonial, todavía no existe un Estado que, como en la gran mayoría de las capitales latinoamericanas en las que se desarrolló el modernismo, financie con cargos diplomáticos a los escritores —es el caso, por ejemplo, de Rubén Darío, Gómez Carrillo o José Asunción Silva—. Todos ellos conocieron París e interactuaron, aunque sea mínimamente, con sus escritores admirados, como es el caso de Verlaine; habrían podido, en caso de compartir el gusto del cubano por Gustave Moreau, conseguir el tan deseado retrato o incluso conocer cara a cara al pintor. No es el caso de Casal: frente a la ruina del dinero y la ausencia del viaje diplomático como opción que brinda un Estado en vías de modernización, lo único que le queda para conectarse con ese horizonte que se desea es la literatura.

3.

Ahora bien, si volvemos a nuestro punto de partida, es posible afirmar, entonces, que hacia finales del siglo XIX cuando las redes que conectan Cuba con las capitales europeas se arruinan por la crisis económica, es la literatura la que sostiene simbólicamente la conexión con la modernidad, pero para hacerlo debe, paradójicamente, recurrir a la enfermedad, es decir, un fenómeno que viene a arruinar los cuerpos insulares. En esta línea, en la crónica semanal sobre la grippe, encontramos otros tres fragmentos divididos por asteriscos que permiten visualizar los efectos del virus: al texto inicial le sigue el lamento por un joven escritor mexicano que se ha suicidado pegándose un tiro frente al mar, un pedido de una lectora para que el cronista se explaye sobre la tristeza de fin de siglo, y finalmente un poema. Así, si la llegada de la valija de Valdivia despunta la traducción de los poemas de Baudelaire para democratizar en cierto punto el acceso a los signos que faltan en la realidad habanera, la llegada de la enfermedad a la isla, ya sea en forma de virus o de afección psicológica, también demanda los servicios de traducción del poeta: no solo porque Casal repone los signos aristocráticos con los que la literatura ha adornado los padecimientos del cuerpo enfermo, sino porque, como se ve a partir de la solicitud de la lectora, es el poeta, y no el médico, el que es capaz de explicar los sufrimientos de época5.

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En ningún final de siglo más que en el nuestro se han visto tantas cosas contradictorias e inesperadas. De ahí ha nacido en los espíritus una incertidumbre que cada día reviste caracteres más alarmantes. El análisis nos ha hecho comprender que, después de tantos siglos, no es posible determinar a punto fijo el progreso de la humanidad. Más bien se puede afirmar que ha retrocedido, porque ha amado muchas cosas que hoy solo puede odiar. Tanto desespera ese estado de ánimo que muchos de los seres que lo experimentan se despeñan por los riscos de la extravagancia, no por el afán de llamar la atención, sino por olvidarse de que no pueden creer en nada, pues la verdad de hoy es la mentira de mañana, y porque sienten al mismo tiempo la necesidad imperiosa de albergar en su alma alguna creencia.

Sabiendo que ese estado no se puede prolongar, porque nos hace la vida insoportable, se cree vagamente que el remedio será descubierto en la década que resta de siglo; pero como se teme también que las muchedumbres hambrientas promuevan también un gran cataclismo social, la incertidumbre de que he hablado, o sea la tristeza de fin de siglo, se va introduciendo, como los microbios de una epidemia, en todos los espíritus, no sólo de Europa, sino de todos los países civilizados. (del Casal, 1963b, p. 18).

Tal como se ve, es la respuesta que le da Casal a la dama lo que permite comprender la relación entre los cuatro fragmentos que componen la crónica: así como el avance del virus de la grippe ha convertido cada casa en un hospital, el contagio de esa nueva epidemia que es la tristeza de fin de siglo explica también el suicidio del caballero español. Es esa otra forma de la enfermedad vinculada no ya con lo biológico, sino con lo psicológico lo que refuerza en definitiva el carácter literario de estos males: si la grippe imita o traduce los síntomas de la tuberculosis, la tristeza de fin de siglo, con esa incertidumbre generadora de descreimiento que lleva a aquellos seres que lo experimentan a despeñarse “por los riscos de la extravagancia”, exporta la distinción y la individualidad de la neurastenia. En efecto, esta última opción es la que le permite a Casal vestirse con la aristocracia que portan las enfermedades, ya que, como él mismo aclara en la crónica, su cuerpo no fue alcanzado por los microbios de la grippe. Y ahí entra en escena el poema que cierra el escrito, ya que, si como afirmaba Sontag, en el siglo XIX, la enfermedad despunta como una de las estrategias predilectas para diseñar y promocionar la propia imagen, el cubano utilizará la escritura poética como una vidriera en la cual exhibir los signos de su tristeza de fin de siglo.

Vespertino

I

Agoniza la luz. Sobre los verdes montes alzados entre brumas grises, parpadea el lucero de la tarde

cual la pupila de doliente virgen en la hora final. El firmamento que se despoja de brillantes tintes aseméjase a un ópalo grandioso engastado en los negros arrecifes

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de la playa desierta. Hasta la arena se va poniendo negra. La onda gime por la muerte del Sol y se adormece lanzando al viento sus clamores tristes.

II

En un jardín, las áureas mariposas embriagadas están por los sutiles aromas de los cálices abiertos que el Sol espolvoreaba de rubíes, esmeraldas, topacios, amatistas

y zafiros. Encajes invisibles extienden en silencio las arañas por las ramas nudosas de las vides cuajadas de racimos. Aletean

los flamencos rosados que se irguen después de picotear las fresas rojas nacidas entre pálidos jazmines. Graznan los pavos reales.

Y en un banco

de mármoles bruñidos, que recibe la sombra de los árboles coposos, un joven soñador está muy triste, viendo que el aura arroja en un estanque, jaspeado de metálicos matices,

los pétalos fragantes de los lirios

y las plumas sedosas de los cisnes. (2007, pp. 148-149).

Por un lado, Casal recurre a un tópico propio de las tendencias finiseculares europeas que trabajan en torno a la decadencia del sujeto, como lo es la configuración del ocaso como el momento de la agonía o la muerte del día. Sin embargo, a pesar de lo simbólico de dicha elección, lo que destaca es, sin lugar a dudas, el uso de la estética parnasiana para trabajar las imágenes: es eso, es decir, el procedimiento y el proceso de composición, más que la presencia de ese “joven soñador que está muy triste”, lo que, en efecto, le sirve a Casal para diseñar una subjetividad enferma. Veamos cómo: el poema nos presenta tres escenas que están articuladas por una voz que, al mejor estilo parnasiano, se repliega para dar a ver desde afuera, casi como si lo captara con una cámara, la materialidad de lo visual, la plasticidad de los colores, el preciosismo de los detalles, el lujo de las telas y las piedras preciosas. Es una construcción completamente artificial y decorada de la naturaleza en la que contrastan, por un lado, la primera estrofa marcada por la oscuridad y la muerte del sol y, por el otro, la segunda, en la que el regreso de la luz diurna hace florecer ese jardín exuberante repleto de pavos reales, flamencos rosados, vides cuajadas de racimos y fresas rojas nacidas entre jazmines. A la caída y la agonía de la hora final, le sigue, entonces, la ascensión del sol y el renacer de la vida. No obstante, es la tercera y última estrofa lo que descubre la clave del poema: en primer lugar, a partir de la presencia del joven, que vendría

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a arruinar con su agonía esa naturaleza llena de vitalidad, y, en segundo lugar, con aquello que ve ese sujeto y que viene a revelar que toda esa pompa parnasiana es completamente contingente. En efecto, la caída de los pétalos de los lirios y las plumas sedosas de los cisnes sobre el estanque, soporte de por sí inestable, no hace más que desarmar, descomponer, corroer la imagen diseñada en la estrofa anterior.

Esta última cuestión está íntimamente relacionada con el uso, bastante poco comentado por la crítica, del parnasianismo que hace Casal no solo en este poema sino a lo largo de toda su obra. Recordemos que, en abril de 1893, en la carta que Enrique Gómez Carrillo le envía al cubano para transmitirle la reacción de Paul Verlaine ante la lectura de Nieve, encontramos que lo primero que dice el maestro sobre su poesía es que los que “más han influido en él son mis viejos amigos, los parnasianos” (p. 60). El reconocimiento inmediato y la ironía en torno a sus viejos amigos —recordemos que Verlaine perteneció a la escuela parnasiana, pero para esta época ya hace tiempo que la ha abandonado y tiene una posición sumamente crítica con los seguidores de Theóphile Gautier y Leconte de Lisle— evidencian que, a los ojos de un francés, ese poemario que se suele identificar como el cenit de la obra de Casal, es, en realidad, un libro pasado de moda. Sin embargo, esto no debe entenderse como un rasgo negativo de la poética del cubano, sino más bien como una clave de lectura: en efecto, cuando Casal trabaja con los materiales del parnasianismo, no solo está trabajando con una estética que le permite acercarse a la modernidad deseada, sino también con un lenguaje completamente cristalizado. En este sentido, no es menor que en el poema lo que se deshoja y lo que se despluma sean los lirios y los cisnes, es decir, dos símbolos poéticos que el modernismo toma de esa estética francesa. Así, lo que se revela es que la apropiación que hace el cubano del parnasianismo no se queda en la puesta en escena de esos símbolos como si fueran un carnet de modernidad, sino que son exhibidos para poder arruinarlos. Esto se puede ver con mayor claridad en el poema “Mis amores. Soneto Pompadour”, que publica en Hojas al viento (1890).

Amo el bronce, el cristal, las porcelanas, las vidrieras de múltiples colores,

los tapices pintados de oro y flores y las brillantes lunas venecianas.

Amo también las bellas castellanas, la canción de los viejos trovadores, los árabes corceles voladores,

las flébiles baladas alemanas;

el rico piano de marfil sonoro,

el sonido del cuerno en la espesura, del pebetero de fragante esencia,

y el lecho de marfil, sándalo y oro, en que deja la virgen hermosura

la ensangrentada flor de su inocencia. (2007. p. 27).

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Al igual que en “Vespertino”, poema que Casal incluirá en ese segundo poemario que lee Verlaine, vemos que toda esa colección de materiales parnasianos solo tiene sentido en función de la aparición final de la mancha. El efecto de la sangre que corroe la escena es, entonces, análogo a la presencia del joven triste y a la caída de los pétalos de los lirios y de las plumas de los cisnes del poema que cierra la crónica. Esto permite afirmar que, si bien podemos pensar el parnasianismo como ese idioma que, según Siskind, deben aprender a hablar los sujetos latinoamericanos cosmopolitas para acercarse a la modernidad deseada, la puesta en uso que hace Casal complejiza esta cuestión, ya que su escritura pareciera tender no tanto a reparar esa falta sino más bien a profundizarla. Arruinar el parnasianismo, con todos sus símbolos poéticos y su afán por esculpir el Ideal, mediante la mancha, la caída y la enfermedad se constituye así en una forma de acercarse a esa orilla desde la que mira el sujeto hastiado de las traducciones de Baudelaire que encontrábamos al inicio de este trabajo. Si para ser verdaderamente moderno era necesario destruir el deseo, la corrosión del parnasianismo parece constituirse, entonces, como uno de los caminos privilegiados para alcanzar esa indiferencia.

Todo esto nos obliga finalmente a volver una vez más sobre ese joven soñador que está muy triste para comprender el rol privilegiado que tiene la enfermedad en la poética de Casal. El hecho de que este aparezca “viendo” caer los pétalos y las plumas en el estanque revela un diálogo entre esa imagen y el estado interior del sujeto: así como la naturaleza artificiosa e idealizada ha empezado lentamente a arruinarse, sus sueños también parecen estar condenados a sufrir el mismo destino. Sin embargo, lo que no parece quedar claro en el poema es la relación entre esos dos elementos: ¿son las plumas y los pétalos reflejos de la inevitable caída de los ideales o son más bien una proyección de dicha revelación? O, dicho de otra manera, ¿es la imagen la que arruina al sujeto y lo sume en la tristeza o es su sensibilidad enferma la que diseña esa imagen y arruina la naturaleza? Es justamente esta interrogante la que conecta nuevamente el poema con la crónica semanal: en efecto, es a partir del sufrimiento en carne propia de la tristeza de fin de siglo que se avizora en el uso que hace el cronista de la primera persona del plural — “nos hace la vida insoportable” — que podemos preguntarnos si “Vespertino” se constituye como causa o consecuencia de dicho sufrimiento.

Más allá de que es una cuestión que merece un desarrollo mucho más extenso, lo que he intentado mostrar a lo largo de este trabajo es que hacia fines del siglo XIX la enfermedad no es solo algo que se sufre, sino que se diseña, se proyecta, se propicia y se pone en uso para para producir nuevos sentidos y nuevas subjetividades. De esta manera, es posible leer “Vespertino” como un síntoma de la enfermedad del cronista y, al mismo tiempo, como un texto que disemina y contagia, a través de la corrosión de las imágenes parnasianas, a los lectores de la nota. Esto último es efectivamente lo que permite volver una vez más a la cuestión de las redes, ya que si, por un lado, la epidemia de grippe suple la esterilidad habanera, producto de la crisis, y posibilita la conexión de Cuba con la modernidad de los países civilizados, por el otro, el diseño del poema como síntoma y propagación de la enfermedad produce un efecto democratizador de dicha experiencia moderna en el sentido de que habilita la posibilidad de que los lectores de la nota experimenten la tristeza de fin de siglo que sufre el joven soñador al ver caer los pétalos de los lirios y las plumas de los cisnes en el estanque.

Esta última cuestión amerita un pequeño pero crucial desvío de cierre que nos lleva hasta la cuna del decadentismo: la novela A rebours, de Joris-Karl Huysmans (1884). En el capítulo XI, ya llegando al final de la obra, Florian Des Esseintes, el personaje principal, se

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harta de la soledad de su mansión repleta de colecciones de arte, libros y excentricidades, y decide emprender un viaje a Londres. Prepara su equipaje, da instrucciones al criado y parte en un carro tirado por caballos, bajo una lluvia decolorada y persistente. Pero, camino al puerto, hace una parada en un bar irlandés: al entrar, encuentra voces que conversan en inglés; luego, pide un poco de oporto; a continuación, siente el olor de una comida típicamente británica. Todo esto, sumado al clima malo, le recuerda a nuestro amigo ciertos versos de Poe: en ese preciso momento, Des Esseintes comprende, iluminado, que ya está en Londres. No necesita atravesar neciamente una molesta cantidad de millas náuticas, porque la concatenación de las voces anglosajonas, de la comida, del oporto y de Poe es para él idéntica a Londres: “Después de todo, ¿por qué ponerse en marcha, pudiendo viajar tan ricamente sentado en una silla? ¿Acaso no estaba ya en Londres, cuya atmósfera, aromas, ciudadanos, alimentos y hasta enseres de mesa, le rodeaban por doquier?” (p. 20).

En un gran ensayo titulado “Merceología y campo trascendental: uso social y problemas de método”, publicado en la revista Planta, en 2007, Damián Selci y Claudio Iglesias leen esta escena desde el concepto marxista de síntesis merceológica-trascendental:

Des Esseintes vive concienzudamente su "experiencia-Londres", paga la cuenta y luego vuelve a su casa, renovado… lo que Huysmans está habilitando es, no sólo una perfecta descripción del turismo cultural, sino más ampliamente una teoría trascendental del parque temático o, dicho en otros términos, la merceología de los conceptos. Un consumidor (Des Esseintes) sintetizó un cierto cúmulo de mercancías (oporto, Poe, etc.) de acuerdo con un concepto merceológico ("Londres"), teniendo esto por resultado un rico mundo de experiencias afines, un parque temático pleno de sentido.

Si Des Esseintes puede experimentar Londres sin salir de Francia a partir de esas mercancías, es posible pensar, entonces, en la experiencia de la tristeza de fin siglo a partir del cúmulo de sensaciones, signos e imágenes que diseña Casal en el poema final. “Vespertino”, entonces, como un parque temático de la enfermedad que le permite a Cuba conectarse con el mundo; o, dicho de otra manera, y para volver a nuestro punto de partida, “Vespertino”, como un parque temático de la falta que arruina el deseo de los lectores acercándolos al hombre hastiado del poema de Baudelaire. En definitiva, qué mejor símbolo de esa estrategia propia de un sujeto cosmopolita latinoamericano que ese poeta que, en vez de elegir una muerte estetizada y decadentista al estilo de Petronio —como le reprocha Casal—, se pega un tiro frente al mar para anular de una vez y sin rodeos ese horizonte en el que se proyecta el deseo de modernidad.

Referencias

del Casal, J. (1963a). Prosas (Vol. I). La Habana: Consejo Nacional de Cultura.

del Casal, J. (1963b). Prosas (Vol. III). La Habana: Consejo Nacional de Cultura.

del Casal, J. (2008). Páginas de vida. Poesía y prosa. Venezuela: Biblioteca Ayacucho

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del Casal, J. (2017). Epistolario [Edición y notas de Leonardo Sarría]. Leiden: Almenara.

García Vega, L. (2007). Los años de orígenes. Buenos Aires: Bajo la Luna.

Hörisch, J. (2006). Las épocas y sus enfermedades. El saber patognóstico de la literatura. En W. Bongers y T. Olbrich (Comps.), Literatura, cultura, enfermedad (pp. 47-72). Buenos Aires: Paidós.

Huysmans, J.-K. (1884/1977). Al revés [Traducción de Rodrigo Escudero]. Buenos Aires: Ediciones Librerías Fausto.

Iglesias, C. y Selci, D. (2007). Merceología y campo trascendental: uso social y problemas de método. Planta, (1).

Ortiz, F. (1987). Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar. Caracas: Ayacucho.

Pérez, L. A. (1988). Cuba: Between Reform and Revolution. New York: Oxford University Press.

Siskind, M. (2016). Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina. México: Fondo de Cultura Económica.

Sontag, S. (2003). La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Buenos Aires: Taurus.

Notas

1En una carta del 10 de febrero de 1891, Casal (2017) le comenta a su amiga Magdalena Peñarredonda: “He renunciado la plaza de folletinista de El País. Querían que escribiera sobre modas bailes etc., sobre todo, menos sobre literatura, fundándose en que el folletín era para mujeres y no entendían nada en materias literarias… Ahora pienso volver a La Discusión, aunque no me apuro mucho porque soy corrector de pruebas de La Caricatura y tengo 80 pesos al mes” (p. 30).

2En “La opereta cubana de Julián del Casal” (1963), Lorenzo García Vega lee desde el existencialismo sartreano la figura del venido a menos en la escritura del modernista y afirma que la ficción de las ruinas le permite a Casal reponer un pasado aristocrático de esplendor que, en verdad, nunca existió.

3Cabe recordar que, en 1888, Casal fue cesanteado de su empleo como escribiente en la Intendencia General de Hacienda y pasó a vivir exclusivamente de su labor en revistas y periódicos, debido a una crónica polémica que escribió sobre Sabas Marín, capitán general español en la isla. En este sentido, es importante tener en cuenta la ironía y el tono crítico que caracterizaron los capítulos sobre la nobleza habanera, los hacendados criollos y las autoridades españolas que integraron el proyecto inconcluso “La sociedad de La Habana”, en el sentido de que permite complejizar el vínculo que mantuvo con esa clase alta que debía retratar en las crónicas de El País.

4Lo mismo corre para “Mi museo ideal”, el segundo apartado de Nieve (1892). Allí, Casal expone diez sonetos-écfrasis sobre cuadros de Gustav Moreau que vio defectuosamente: en efecto, el cubano conoce

“Salome” y “La aparición” por las descripciones que aparecen en A rebours y, de ahí en adelante, no solo pide a sus amigos y amigas en el exterior que le busquen obras del pintor, sino que, además, manda a comprar reproducciones en blanco y negro por correo. En este sentido, sus poemas también podrían pensarse como formas de compensar, mediante la literatura, las faltas de la realidad habanera.

5Al respecto, J. Hörisch señala que, a diferencia del saber científico, la literatura se ha ocupado y se ha interesado más por el vínculo entre las épocas y sus enfermedades.

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Artículos de tema libre

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35439

Crítica y no ficción. Notas para repensar el género en tiempos de

“posverdad”

Victoria García

Universidad de Buenos Aires - Argentina victoriaggarcia@gmail.com ORCID: 0000-0001-7125-6722

Recibido: 10/07/2021. Aceptado: 31/09/2021.

Resumen: La no ficción es un territorio incómodo para la crítica. Lo es porque, mientras los estudios académicos vinculados a la teoría literaria han desconfiado a menudo de la verdad, la no ficción no puede permitirse sin más esa desconfianza. En este artículo, nos proponemos reflexionar sobre el lugar a la vez paradójico y productivo que ocupa la cuestión de la verdad en algunas expresiones contemporáneas de la narrativa de no ficción. Frente al paradigma de la “posverdad”, que tiende a desestimar la pertinencia del concepto en la cultura contemporánea, la no ficción de las últimas dos décadas no prescinde del problema, sino que lo instituye como objeto de su exploración narrativa. Argumentaremos, así, que los dilemas y las paradojas derivados del compromiso con los hechos reales que adoptan estos textos, lejos de paralizar la escritura, se constituyen como motivos de creación estética.

Palabras clave: no ficción, crítica, verdad, posverdad, literatura contemporánea

Criticism and non-fiction. Notes for rethinking the genre in times of "post-truth"

Abstract: Non-fiction is an uncomfortable territory for criticism. While academic studies linked to literary theory have often been suspicious of truth, non-fiction cannot simply allow itself this distrust. In this article, we propose to reflect on the paradoxical and productive place that the question of truth occupies in some contemporary expressions of narrative non- fiction. In the face of the "post-truth" paradigm, which tends to dismiss the relevance of the concept in contemporary culture, the non-fiction of the last two decades does not dispense with the problem, but rather institutes it as the object of its narrative exploration. Thus, we will argue that the dilemmas and paradoxes derived from the commitment to the real facts adopted by these texts, far from paralyzing writing, are constituted as motifs of aesthetic creation.

Keywords: non-fiction, criticism, truth, post-truth, contemporary literature

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RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. García. Crítica y no ficción. Notas para repensar el género en tiempos de posverdad, pp. 195-211.

Introducción

La no ficción es un territorio incómodo para la crítica1. Lo es porque, mientras “los estudios académicos influidos por la teoría literaria han desconfiado a menudo de la verdad”, como indica Marcelo Topuzian (2017; cfr. también Marx, 2020), la no ficción no puede permitirse sin más esa desconfianza, a diferencia de la ficción, que cuanto menos puede poner el problema entre paréntesis2.

El malentendido entre crítica y no ficción suele subsanarse apelando a lo que podría considerarse un topos del discurso crítico sobre el género, esto es, que los textos de esta clase disuelven o desdibujan las fronteras entre ficción y no ficción3. Es cierto que muchas de estas narrativas toman prestadas técnicas de la ficción —diálogos, discurso indirecto libre y monólogo interior, entre otras— para dotar al relato de expresividad y de capacidad inmersiva (Schaeffer, 2002, p. 251; Zipfel, 2010). Es dudoso, sin embargo, que de esa condición del discurso narrativo se derive sin más una tendencia a la dilución de la distinción entre ficción y no ficción. Ficcionalización, en efecto, no es lo mismo que ficción: las técnicas del relato ficcional no dejan de aplicarse aquí a la representación de hechos reales, y es esa contradicción aparente entre los medios y los fines del relato lo que caracteriza al género4. La no ficción no renuncia a una aspiración de factualidad que la crítica a menudo desestima, por considerarla ingenua o deliberadamente falaz. Así, mientras desde el discurso crítico se subraya que no hay hechos, sino interpretaciones, que no hay posible acercamiento al mundo, si no es mediado por el artificio del lenguaje, las narrativas de no ficción persisten en su intento por aproximarse a lo real: por decir, si no la Verdad, al menos una verdad o varias posibles. Esta tentativa conlleva condiciones particulares de escritura: el pacto referencial (Lejeune, 1994) o factual (Fludernik, 2019) debe sostenerse en justificaciones más o menos rigurosas de lo que se afirma como cierto5. A la vez, también tiene un correlato relevante en la lectura: para la mayoría de los lectores, no resulta en absoluto irrelevante conocer si los hechos referidos en un relato son ficticios o reales6.

Comprender la no ficción bajo el paradigma de la disolución de las fronteras que la separan de la ficción parecería llevar, así, a diluir la especificidad del género, y los problemas que plantea tal especificidad. Quizás, incluso, este enfoque conduzca a reproducir, aun de manera solapada, el privilegio que pondera a la ficción como la forma canónica de literatura, como si la no ficción no pudiera leerse sino desde la perspectiva de lo que la asemeja a la ficción. Si fuese así, el punto de partida de la aproximación crítica que hemos reseñado coincidiría con el de ciertos enfoques abiertamente refractarios al género. En ellos, la no ficción se entiende como inferior a la ficción, ya por carecer de vuelo imaginativo7, por apoyarse en su factualidad pretendida como motivo de legitimación que vendría a compensar aquella carencia8, o por atarse a un compromiso de veracidad que impone constreñimientos a la exploración artística. Juan José Saer (2014, p. 11) señalaba, en esta línea, que, mientras la no ficción permanece atrapada en una obligación de suministrar pruebas para justificar una verdad objetiva que ella misma se obstina en perseguir, la ficción consigue librarse de dichas restricciones y, desde su posición emancipada, puede desplegar en toda su complejidad los problemas que involucra el tratamiento narrativo de la verdad.

Ahora bien, el hecho de que las narrativas de no ficción persigan alguna forma de verdad no necesariamente implica que den por sentado el concepto. Más bien, este aparece en su condición de problema a través de la historia del género, al menos desde su consolidación literaria en los años 60 hasta el presente.

En el contexto latinoamericano, Walsh dejó trazos en su diario de los motivos que lo llevaban a postergar la ficción en pos de narrativas testimoniales y documentales —“el testimonio presenta los hechos; la ficción los representa. La ficción resulta encumbrada

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porque no tiene filo verdadero, no hiere a nadie” (2007, p. 215)—, pero también de las limitaciones que veía en el testimonio, que para él no dejaba de ser una “verdad recortada” (p. 216). En Estados Unidos, Capote se debatió entre la defensa de la factualidad irrefutable de A sangre fría y el reconocimiento de que, en definitiva, su punto de vista como autor permeaba inevitablemente la reconstrucción de los hechos en el relato (Hollowell, 1977, p. 74). Otro exponente del género, Norman Mailer, fue todavía más cauto sobre las posibilidades de cualquier construcción narrativa, incluso las no ficcionales, de alcanzar la sustancia de los hechos (Flis, 2010, p. 6).

Podría afirmarse, en esta línea, que la relación de las narrativas de no ficción con la verdad es ambigua: ni ajena al problema, como se desprende de las perspectivas que insisten en la disolución de los límites entre ficción y no ficción, ni adaptada a una noción simplista de verdad objetiva, como surge de los enfoques que rechazan de plano el pacto factual que introducen estos textos.

En el presente artículo, nos proponemos examinar esta cuestión tal como se plantea en las modulaciones contemporáneas del género. Como señala Zenetti (2017), las narrativas de no ficción no permanecen indiferentes a una serie de transformaciones desarrolladas en las últimas décadas, que impactan en la experiencia subjetiva y social del mundo real: por un lado, el declive de los medios de comunicación tradicionales y la creciente relevancia de las redes sociales y las plataformas mediáticas como fuentes de información; por el otro, la crisis de los marcos cognitivos e ideológicos que encuadraron el debate social y político a lo largo del siglo XX9. Recientemente, estas transformaciones han sido subsumidas bajo la idea de “posverdad”. El término indica que la verdad dejaría de constituir un problema en el mundo contemporáneo, ya que se tiende a asumir que las opiniones, las creencias y las emociones personales prevalecen frente a los hechos en el debate público (Mazzone, 2018; McIntyre, 2018). La narrativa de no ficción, como veremos, interviene críticamente en este contexto de transformaciones. Lejos de dar por descartada la relevancia de la noción de verdad, pero sin asumir —en el otro extremo— una perspectiva ingenua sobre el problema, los textos recientes del género lo asumen como objeto del discurso narrativo, aprovechándolo como materia de exploración estética.

Desarrollaremos este argumento a la luz de una serie amplia de textos de no ficción publicados en las últimas dos décadas10. Frente al foco en contextos nacionales que predomina en los estudios sobre el género, procuraremos concentrarnos en las problemáticas comunes que plantean estas narrativas en sus expresiones contemporáneas, más allá de las procedencias nacionales de los textos. Hemos considerado, así, textos ligados a contextos diversos: Cuando me muera quiero que me toquen cumbia y Si me querés, quereme transa, de Cristian Alarcón (2003/2017 y 2010/2012); Chicas muertas, de Selva Almada (2014); Magnetizado, de Carlos Busqued (2018); El adversario, Una novela rusa, De vidas ajenas y Yoga, de Emmanuel Carrère (2000, 2007, 2009/2017 y 2020/2021); Anatomía de un instante y El impostor, de Javier Cercas (2009 y 2014); Una historia sencilla y Opus Gelber, de Leila Guerriero (2013 y 2019); Laëtitia o el fin de los hombres, de Ivan Jablonka (2016/2017), y Una novela criminal, de Jorge Volpi (2018)11.

Los textos que integran la serie se inscriben dentro de proyectos literarios que, en muchos casos, incorporan la no ficción como una apuesta programática de escritura. Esto nos llevará a tomar en cuenta, como elemento pertinente del análisis, las reflexiones sobre el género que a menudo los mismos escritores desarrollan en intervenciones públicas externas a la materialidad de los textos. No obstante, el interés central estará colocado sobre la textualidad de la no ficción contemporánea, que, como veremos, tiene mucho de metatextualidad. En efecto, es dentro de la misma materia del relato que se inscriben los problemas relativos al tratamiento de hechos reales y, más específicamente, al difícil propósito que asumen estas narrativas de aproximarse a alguna forma de verdad desde la escritura literaria.

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Nuestro análisis se organizará en tres partes. En primer lugar, nos detendremos en el modo en que las narrativas de no ficción contemporáneas se inscriben en los procesos de diálogo y conflicto social que involucra la producción de verdad(es). Veremos, así, cómo toman distancia de las versiones sobre la realidad que se promueven desde los discursos del poder. En segundo lugar, nos referiremos a la condición elusiva de la verdad tal como se concibe en las narrativas de no ficción recientes. Señalaremos el punto ciego que parece permanecer ante toda búsqueda de la verdad en estos textos, que se vincula, según argumentaremos, con la identidad humana y su condición siempre un poco enigmática. En tercer lugar, consideraremos ciertos problemas derivados del vínculo con hechos y personas reales que intenta la no ficción. Más precisamente, interrogaremos las implicaciones moralmente problemáticas, pero estéticamente provechosas, que puede conllevar en estos textos el decir la verdad, especialmente cuando ello involucra lidiar con vidas ajenas. A través de nuestro recorrido, nos interesará mostrar el lugar paradójico que ocupa la verdad en estas narrativas, como noción a la vez pertinente y problemática, esquiva en su definición, pero crucial en la vida humana y, por ello, productiva y hasta ineludible para la exploración literaria12.

1. La no ficción y la producción social de la verdad

Si la verdad constituye un problema en los textos de no ficción, es en la medida de la relevancia social y hasta humana de los acontecimientos a los que refieren. La verdad, así, aparece en estas narrativas como una cuestión no individual, sino intersubjetiva y social. En esta línea, los textos de no ficción intervienen en procesos de diálogo y conflicto que tienen a la verdad como objeto, y de los que participan actores diversos. Resulta relevante atender al modo en que, dentro de tales procesos, las narrativas de no ficción se interrelacionan con otras prácticas sociales y discursivas que se pretenden como productoras de verdad.

Los medios de comunicación surgen ineludiblemente en este punto. Como lo señala Amar Sánchez, la no ficción no es ajena al periodismo, sino que se relaciona con él bajo el modo de una tensión productiva (2008, p. 77 y ss.). Existe, en efecto, un vínculo material entre las narrativas de no ficción y los medios periodísticos. En muchos casos, se trata de escritores que son también periodistas y, más significativamente, de textos que se valen de diversos materiales y recursos provenientes de los medios. En ocasiones, el proceso de escritura —o, más bien, la figuración que se hace de él en el relato— empieza con el encuentro azaroso o premeditado con alguna pieza de archivo de prensa. Anatomía de un instante, de Javier Cercas, parte de las imágenes televisivas del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 en España. Una historia sencilla, de Leila Guerriero, se inspira en una pieza marginal del archivo periodístico: un artículo sobre el festival de folklore de Laborde, aparentemente intrascendente, que la autora, sin embargo, conservará y más tarde recuperará como punto de partida para escribir el libro (2013, p. 14). En otras ocasiones, el mismo proceso de investigación y escritura se gesta en el periodismo. Cristian Alarcón se encontró con la historia de Víctor “el Frente” Vital, uno de los personajes de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, mientras investigaba para Página/12 el problema de la violencia policial en el conurbano bonaerense (Enríquez, 2003). La otra “novela sin ficción” de Cercas, El impostor, comenzó con una nota sobre Enric Marco que el autor publicó en El país varios años antes de la publicación del libro (Cercas, 2014, p. 41).

En todos los casos, la relación con el discurso periodístico supone un desvío: una derivación o una fuga hacia modalidades de la narración que no caben, por su extensión o por su carácter, en los medios de prensa. De hecho, se trata de textos que, aunque se apoyen en recursos y materiales periodísticos, no dejan de tomar distancia y hasta de posicionarse críticamente ante el discurso de los medios de comunicación. Por un lado, cierta distancia se impone si se pretende introducir componentes nuevos en el relato de hechos que, en

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numerosas ocasiones, son bien conocidos públicamente. “Ustedes ya saben todo”, enuncia ante sus lectores el narrador de Laëtitia o el fin de los hombres, de Ivan Jablonka (2017, p. 359), centrado en el resonante caso de femicidio de Laëtitia Perrais, de 2011. Contraría así la idea, mencionada más arriba, de que estas narrativas buscan adjudicarse un factor de legibilidad devenido per se de su estatuto factual. En este caso se observa más bien lo contrario: el que los lectores conozcan de antemano los hechos introduce la necesidad de elaborar un relato singular, cuya novedad o relevancia resida, en todo caso, en la manera de referir los acontecimientos.

Por otro lado, los medios de comunicación, especialmente los de alcance masivo, encarnan modalidades de producción social de la verdad proclives a la reproducción del statu quo, y es en ese sentido que son mirados críticamente desde la literatura de no ficción. Anatomía de un instante identifica a la televisión como “el principal fabricante de realidad a la vez que el principal fabricante de irrealidad del planeta” (2009, p. 7). Una novela criminal, de Jorge Volpi, es menos ambigua en su relación con el discurso mediático: allí la televisión aparece lisa y llanamente como productora de irrealidades o de puestas en escena, como la que se montó en México en torno al arresto de una presunta banda de secuestradores en 2005. El narrador de la novela denuncia el creciente poder de los medios frente al debilitamiento de las instituciones estatales —“No sentencian los jueces. Sentencian los medios” (Volpi, 2018, p. 103)—. Incluso llega a señalar que el caso de la llamada banda de Los Zodíaco constituyó una anticipación del estado de cosas que posteriormente pasaría a describirse como “posverdad”: “Si la posverdad existe, tendríamos que imaginarla no como el ámbito donde los poderosos mienten …, sino aquel donde sus mentiras ya no incomodan a nadie y la distinción entre verdad y mentira se torna irrelevante” (Volpi, 2018, p. 377).

Los textos de no ficción construyen, así, un contra-discurso que polemiza con las “verdades” producidas desde los discursos del poder (Zenetti, 2017), pero también con las concepciones de la verdad y la mentira que esos discursos vehiculizan. En esa línea, estos textos no solo producen relatos alternativos a los medios de comunicación, sino también discuten con las instituciones de la justicia y del poder político. Los relatos de Cristian Alarcón: el ya citado Cuando me muera… y Si me querés, quereme transa, despliegan esa polémica en relación con la cuestión de la violencia delictiva en contextos de exclusión social. En el primer libro, el narrador toma distancia de la lógica de producción de verdades que prevalece en la justicia y en el periodismo, para adentrarse en un territorio donde esa lógica se invierte y el que delinque aparece como un sujeto estigmatizado, perseguido y violentado por las instituciones estatales (Parchuc, 2011, pp. 197-198):

Detrás de cada uno de los personajes se podría ejercer la denuncia, seguir el rastro de la verdad jurídica, lo que los abogados llaman “autor del delito” y el periodismo “pruebas de los hechos”. Pero me vi un día intentando torpemente respetar el ritmo bascular de los chicos ladrones de San Fernando … Me vi sumergido en otro tipo de lenguaje y de tiempo, en otra manera de sobrevivir y de vivir hasta la propia muerte …

Esta historia intenta … contar el comienzo de una era en la que ya no habrá un pibe chorro al que poder acudir cuando se busque protección ante el escarmiento del aparato policial. (2017, pp. 14-16).

A partir de su incursión en el territorio, el narrador llegará a formular una ética de la verdad alejada de las instituciones y construida en diálogo con los protagonistas: “En mi

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ética, la mayor virtud está en la verdad. La verdad está lejos de las comisarías y de los tribunales. La verdad está sólo en la calle” (2012, p. 118).

En un sentido similar, Chicas muertas, de Selva Almada, expone los límites de los discursos de verdad producidos por los medios de comunicación y por la justicia en relación con la problemática de los femicidios. El relato de tres asesinatos de mujeres que ocurrieron en los años 80 en la Argentina, y que permanecieron impunes, permite introducir una crítica a las instituciones democráticas tal como se reconstruyeron en la posdictadura. Los procesos de investigación oficial sobre las muertes se desnudan como ineficaces, mientras los medios de comunicación aparecen como mecanismos de reproducción de un sentido común que colabora con la victimización de las mujeres13.

En el libro de Jablonka, ya citado, el femicidio de Laëtitia Perrais se concibe como punto de partida de una “investigación de vida” sobre la joven, que contrasta con la “investigación criminal” centrada en su muerte, predominante en los discursos públicos sobre el caso (2017, p. 79). Si se lo compara con el de Almada, el enfoque narrativo de Jablonka deja ver una relación de mayor confianza entablada con los medios de comunicación y con la justicia. Sobre los medios, el narrador observa que actúan como “buitres” al utilizar la muerte de Laëtitia y el sufrimiento de sus allegados en pos de sus intereses mercantiles, pero a la vez reconoce que “canalizan o expresan algo del sentir popular ante el crimen” y que actuaron, en ese sentido, como vehículo del duelo colectivo (Jablonka, 2017, pp. 88-89). Del mismo modo, señala coincidencias entre los métodos del periodista y los del historiador, figura con la que él se identifica: “Antes de escribir, ambos están obligados a verificar, cotejar, ordenar los hechos” (Jablonka, 2017, p. 103). Algo análogo afirma sobre la figura del juez: “Al igual que el historiador y el sociólogo, el juez de instrucción pone en funcionamiento modelos para acercarse tanto como pueda a la verdad de los hechos” (Jablonka, 2017, p. 246). Significativamente, el narrador coincidirá con el juez incluso en la dificultad para acceder a una verdad completa sobre el caso: “Al igual que los jueces, creo que la verdad es inaccesible” (Jablonka, 2017, p. 281). En definitiva, la intención de Jablonka de “escribir algo verídico” [‘écrire du vrai’] (Jablonka, 2017, p. 382), que enuncia hacia el final del texto, no implica eludir los puntos ciegos de ese intento.

2. El punto ciego: identidad y verdad

Los textos de no ficción suelen apuntar a una forma de verdad que, sin permanecer meramente apegada a la reconstrucción de los hechos, pretende un alcance más general y hasta universal. Javier Cercas lo señala a propósito de una de sus “novelas sin ficción”, Anatomía de un instante, retomando la clásica observación aristotélica sobre la distinción entre poesía e historia:

La verdad de la historia … sería una verdad factual, concreta, particular, una verdad que busca fijar lo ocurrido a determinados hombres en un determinado momento y lugar; por el contrario, la verdad de la literatura (o de la poesía, que es como llama a la literatura Aristóteles) sería una verdad moral, abstracta, universal, una verdad que busca fijar lo que nos pasa a todos los hombres en cualquier momento y lugar. Es cierto que Anatomía persigue al mismo tiempo esas dos verdades antagónicas … Y asimismo es cierto que, visto de esta forma …, Anatomía puede parecer, además de un libro raro, un libro contradictorio... Quizá también es eso: un libro donde, idealmente, la verdad histórica ilumina a la verdad literaria y la verdad literaria ilumina a la verdad histórica, y donde el resultado no es ni la primera verdad ni la segunda, sino

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una tercera verdad que participa de ambas y que de algún modo las abarca. Un libro imposible, se dirá. No digo que no. Pero me pregunto si no serán los libros imposibles los únicos que merece la pena intentar escribir. (2016, pp. 34-35).

Para el escritor español, las “novelas sin ficción” son, así, textos paradójicos, cuyo potencial literario reside en encarar una empresa que resulta imposible en última instancia: la de conciliar la verdad factual con la verdad moral, las particularidades de un caso histórico con las dimensiones universales de lo humano. En este sentido, se trata de relatos que se configuran en torno a lo que el mismo autor denomina un punto ciego: una pregunta que da sentido a la historia, que tiene por objeto esa “tercera verdad” —objeto imposible, como señalamos— y que, cuando el relato llega a su final, permanece sin respuesta, o solo admite una respuesta equívoca. La respuesta al interrogante inicial termina siendo, así, su misma búsqueda en el texto (Cercas, 2016, pp. 9-10).

Cercas señala, además, que el punto ciego “es lo que somos” (2016, p. 10). En efecto, es sobre todo la cuestión de la identidad humana lo que persiste como motivo de enigma o de interrogación en los textos de no ficción contemporáneos —y no solo en los del autor español—. La pregunta por la identidad atraviesa el abordaje narrativo de los personajes, con los problemas que ello involucra tratándose de personas reales, pero también los mismos mecanismos de autofiguración del narrador de estos textos. De hecho, si se concibe a la identidad como una construcción no individual, sino intersubjetiva, ambos aspectos pueden verse como interrelacionados.

En cuanto al tratamiento narrativo de los personajes, la no ficción afronta desafíos diferentes de los que surgen en la escritura de ficción. Como lo señala el narrador de Una novela criminal, las personas reales son, a fin de cuentas, impenetrables, a diferencia de los personajes de ficción, ante los cuales el narrador puede permitirse entrometerse en su interioridad e imaginarla libremente, apelando a criterios de verosimilitud intrínsecos al relato:

He aquí uno de los momentos en que hubiese preferido que esta novela sin ficción o esta novela documental fuese, simplemente, una novela. Una novela como otras de las mías, en la cual me estuviese permitido introducirme en las cabezas de mis personajes —que en este caso son personas— para saber qué ocurre en sus mentes. (Volpi, 2018, p. 432)14.

En este texto de Volpi, la pregunta por la identidad y la imposibilidad de ofrecer una respuesta concluyente sobre ella se asocian al misterio que plantea cualquier personalidad humana —“dos años después de empezar su historia, Israel apenas me parece menos borroso que al principio”, “su carácter aún me resulta inaprehensible” (2018, p. 478)—, pero también a las dificultades del narrador-investigador para desarticular una trama del poder que produce y reproduce una taxonomía arbitraria de categorías e identificaciones sociales: “¿Y quién es, a fin de cuentas, Israel Vallarta? ¿Un peligroso secuestrador o la víctima de una gigantesca conspiración?” (2018, p. 477).

En los textos de no ficción centrados en hechos de violencia delictiva, la indagación sobre la personalidad criminal se inscribe dentro de una exploración más general sobre “la cara oculta de nuestras sociedades”, sobre sus facetas más caóticas, salvajes e irracionales (Jablonka, 2016, p. 232). En Magnetizado, de Carlos Busqued, la personalidad del

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protagonista, Ricardo Melogno, resulta tanto o más enigmática que la de Ismael Vallarta en Una novela criminal: se trata de un personaje raro, que “parece más un empleado estatal que un asesino en serie” (2018, p. 125), y cuyas motivaciones para cometer los crímenes permanecerán incomprensibles hasta el final. En Laëtitia o el fin de los hombres, de Jablonka, en tanto, los misterios que persisten se vinculan menos al victimario que a la víctima, a la que el autor busca hacer protagonista del relato, contra una tradición pregnante que identifica el punto de vista narrativo con el del criminal (Jablonka, 2017, p. 10). En esta línea, la pregunta que resta irresuelta hasta el final surge del contraste entre la personalidad de la víctima y su comportamiento el día en que fue muerta —“Laëtitia… está distinta de sí misma: engaña a su novio, deja que se le acerque un marginal con quien se va a fumar y beber en plena tarde...

¿Por qué esa enorme descompensación de su parte?” (Jablonka, 2017, pp. 311-312)—. Ante estos puntos ciegos, el narrador recurrirá a lo que denomina ficciones de método sobre la joven asesinada: “hipótesis que por su carácter imaginario permiten penetrar en el secreto de su alma y establecer la verdad de los hechos” (Jablonka, 2017, p. 277). Se trata verdades posibles y no necesarias; de allí que el narrador admita que, al fin de cuentas, no será viable proponer una verdad definitiva sobre el caso: “Ignoramos qué fue lo que perturbó de modo tan violento sus hábitos” (Jablonka, 2017, p. 312).

Como señalamos más arriba, la cuestión de la identidad atañe no únicamente a los personajes de la no ficción, sino también a los narradores de estos textos. En este sentido, los relatos de no ficción se configuran a menudo como procesos dialógicos, en los que las personalidades de narrador y personajes, del escritor y las personas involucradas en la historia, se ven mutuamente interpeladas y hasta transformadas. En algunos casos, el diálogo constituye no solo la materia prima del relato, sino también su forma, como ocurre en el ya citado libro de Busqued y también en Opus Gelber, de Leila Guerriero. Este se presenta en buena medida como una transcripción de los diálogos que la autora mantuvo con el pianista argentino. Si, en el primer caso, el narrador parece magnetizado por la personalidad misteriosa de Melogno —ese criminal inducido, a su vez, por una fuerza enigmática (Busqued, 2018, p. 80)—, en el caso de Guerriero la periodista deberá lidiar con un vínculo contradictorio, de atracción y rechazo, que mantiene con su entrevistado. Por una parte, busca conocer a fondo la personalidad de Gelber, pero su búsqueda, al fin y al cabo, se revelará infructuosa: la narradora resalta que durante las entrevistas el músico tiende a “dejarlo todo cubierto por un velo de ambigüedad” (Guerriero, 2019, p. 44), que hace silencio sobre ciertos aspectos sobre su vida —“El deslucimiento de episodios importantes, o su completa elusión, es algo que se reitera en el relato” (p. 53)— y que, en definitiva, nunca llegará a entender por completo quién es Bruno Gelber —“Varias veces me preguntará: ‘¿Qué pensás de mí ahora que me conocés?’ Una, de tantas, le diré: ‘Que solo vos sabés quién sos’. Lo cual es una declaración de fracaso” (p. 83)—. Por otra parte, Guerriero intenta preservar el dominio de su propio espacio subjetivo al margen de las intromisiones de su “personaje”, aun a expensas de la profundidad del diálogo que procura construir. De hecho, evita prestarse a incitaciones a la conversación de Gelber que exceden el marco estricto, prefijado como tal, de la periodista- entrevistadora y su entrevistado:

Llega a mi teléfono un mensaje de texto: “¿Dormís?” … Pienso en las charlas con sus amigas en ese momento de la noche … La hora de las confesiones y de la intimidad. Me digo que responder esos mensajes es como abrir una compuerta que debe permanecer cerrada. (Guerriero, 2019, pp. 113-114).

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La relativa impermeabilidad que cultiva la narradora se ejercita ante Gelber, pero también ante los lectores, quienes tienden a quedar excluidos de las esporádicas alusiones de la narradora a su propia intimidad15.

Si en el libro de Guerriero la propia personalidad de la narradora permanece en un plano enigmático, en otros textos de no ficción contemporáneos es materia de una exploración narrativa abierta. Se podría decir, así, que la no ficción actual incorpora la subjetividad narrativa no solo como un sesgo asumido de la verdad que se propone ante los lectores (Amar Sánchez, 2008, p. 50; Berg, 1995, p. 97), sino además como espacio de una indagación identitaria que se realiza en espejo con la que tiene por objeto a los personajes. Los relatos de Emmanuel Carrère son una referencia ineludible en este punto. Frente a las sospechas de banalidad y mistificación que rodean a la autobiografía, Carrère apuesta por integrar la verdad a una escritura literaria de fuerte impronta autobiográfica —“Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente” (2021, p. 98), sostiene el narrador de Yoga—. Su primer libro de no ficción, El adversario, condensa múltiples problemas que conlleva una apuesta de estas características. Desde el punto de vista de las relaciones entre identidad y verdad, se trata de un texto clave, pues su protagonista, Jean-Claude Romand, aparece como una encarnación del mal no solo por haber asesinado a su familia, sino también por haberlo hecho luego de mentir sobre sí mismo durante casi dos décadas. El narrador de la novela se encuentra frente a diversos dilemas morales al escribir su historia —“me veía elegido … por aquella historia atroz, en sintonía con el hombre que había hecho aquello. Tenía miedo. Miedo y vergüenza” (Carrère, 2017, p. 32)—. Su problema es, en primer lugar, encontrar un punto de vista frente a un adversario a quien se ha acercado peligrosamente y sobre quien ha sentido piedad — “ser objetivo, en un asunto como este, es ilusorio. Me hacía falta un punto de vista” (Carrère, 2017, p. 127)—. En parte, sus dilemas se disiparán cuando resuelva que su libro no será una ficción, como había concebido al comienzo, sino un libro “en primera persona, sin ficción, sin efectismos” (Carrère, 2017, p. 438). Así, si en Romand “el destino había querido que contrajese la enfermedad de la mentira” (Carrère, 2017, p. 54), el destino de Carrère, al menos durante las dos décadas siguientes, sería escribir sobre la verdad.

En El impostor, de Cercas, las disyuntivas son similares, pues se trata, asimismo, de un sujeto que ha falseado su identidad por años. Afirma el narrador de la novela:

Marco había contado ya suficientes mentiras y… por lo tanto ya no podía llegarse a su verdad a través de la ficción sino solo a través de la verdad, a través de una novela sin ficción o un relato real. (Cercas, 2014, p. 23).

Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el libro de Carrère, los interrogantes morales no resultan anulados aquí en virtud de aquella apuesta por la contar la verdad, ni tampoco por el hecho de que el punto de vista narrativo se asuma abiertamente, eludiendo toda pretensión de neutralidad:

¿Tiene razón Carrère? ¿Se salvó él como persona, además de salvarse como escritor …, al incluirse en su relato de la impostura criminal de Jean-Claude Romand? ¿Iba a salvarme yo, como escritor y como persona, si … no contaba en tercera sino en primera persona mi relación con el protagonista de mi libro, sin repudiar las dudas y los dilemas morales que enfrentaba al escribirlo … ?

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¿No era el argumento de Carrère brillante y consolador pero falso, por no decir tramposo? (Cercas, 2014, p. 173).

Tanto en esta novela de Cercas como en El adversario, los dilemas que surgen en el intento por elaborar una posición subjetiva sobre personas y hechos problemáticos desde un punto de vista ético se aprovechan como materia de la exploración narrativa y, en ese sentido, como motivo de una búsqueda estética. Se trata de una búsqueda en la que, como sugerimos más arriba, un otro suscita interrogantes y reflexiones sobre la identidad y la personalidad humana que interpelan la configuración del yo en el relato. De allí que la escritura no ficcional no solo adopte la primera persona, sino además la despliegue abiertamente, como espacio de autofiguración que se interpone inevitablemente al intentar un acercamiento narrativo a personas y hechos reales16.

Los textos de Cercas y Carrère resultan particularmente relevantes para la cuestión que nos ocupa. Muestran que, en definitiva, el problema de la verdad —y de sus relaciones con la mentira y con la ficción— está lejos de ser insignificante, como lo sugieren las reivindicaciones recientes de la idea de “posverdad”. Por el contrario, se trata de uno los interrogantes cruciales que atraviesan a la identidad humana y, por ello, de uno de los grandes asuntos que ocupan a la escritura literaria.

3. De vidas ajenas

La no ficción no solo introduce un pacto de lectura específico, sino que también involucra condiciones particulares de producción; más precisamente, da lugar a experiencias de escritura singulares, en las que no resulta banal el hecho de lidiar con acontecimientos y personas reales.

Así como para los escritores de no ficción no es sencillo penetrar en la subjetividad de personas reales, tampoco lo es tratar con historias de vida que escapan a su dominio y a sus decisiones creativas. Por un lado, el desarrollo de la historia en la vida real no necesariamente ha de coincidir con las necesidades propias de la elaboración narrativa. En este sentido, el narrador de El impostor, de Cercas, recupera una serie de reflexiones de Carrère referidas, a su vez, a un antecesor de ambos en la no ficción, Truman Capote. El narrador señala — retomando a Carrère— que los años finales de la escritura de A sangre fría fueron “atroces”, porque, mientras el escritor sabía íntimamente que “la muerte de los dos reos era la mejor conclusión posible de la historia” (2014, p. 171)17, frente a Dick y Perry sostenía que hacía todo lo posible para evitar la ejecución, que de hecho se pospuso en varias oportunidades.

En la misma línea, la narradora de Una historia sencilla se pregunta qué pasaría si el protagonista del libro, Rodolfo González Alcántara, no ganase el torneo de folklore de Laborde en el que compite, y que constituye el tema del libro —“¿Rodolfo sabe que su historia vale igual si no sale campeón? Pero ¿su historia vale igual si no sale campeón?” (Guerriero, 2013, p. 108)—. La misma presencia de la periodista en la competencia, el seguimiento de la figura de González Alcántara que realiza, parecen condicionar el desarrollo de la historia: como en la paradoja del observador etnográfico, la narradora se preocupa por la posibilidad de representar una influencia negativa que atente contra el final de triunfo que quiere no solo para la persona de Rodolfo, sino también para su relato: “Me pregunto si no resultará perturbador para Rodolfo tener a una periodista siguiéndole los pasos. Si … no seré el equivalente a una bacteria enorme y tóxica. Una presión” (Guerriero, 2013, p. 108).

Así, la realidad de los hechos no necesariamente habrá de ajustarse a las conveniencias del relato. A la inversa, la experiencia de investigación y escritura puede acarrear circunstancias a priori indeseadas para la vida real de los escritores que, no obstante, terminen apuntalando

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el relato desde un punto de vista estético. Los textos de no ficción de Cristian Alarcón dan cuenta de esta paradoja, tal como se le presenta al investigador-narrador en la interrelación con los personajes con los que trata, ligados a un sector social que le resulta ajeno. En Cuando me muera…, el periodista se ve incomodado cuando uno de los jóvenes a quienes entrevista ensaya con él un juego que lo coloca como blanco de la acción delictiva que lleva adelante en la vida real. El narrador subraya las implicaciones serias de la escena, que, tal como la interpreta, constituye una demostración de la distancia que persiste entre él y sus “personajes”: “más allá de la particular relación que íbamos construyendo …, yo seguía siendo un potencial asaltado, un civil con algunos pesos encima; y ellos continuaban siendo excluidos dispuestos a tomar lo ajeno como fuera para salvarse por unas horas” (Alarcón, 2017, p. 115). En Si me querés…, el narrador vuelve a sentirse incomodado, esta vez no por la distancia que le muestran sus entrevistados, sino, por el contrario, por una propuesta de cercanía que prefiere evitar: la protagonista del libro, Alcira, le pide que sea padrino de uno de sus hijos. Como en Opus Gelber, el narrador apela primero a la distancia que prevé la relación periodística entre el entrevistador y su entrevistada —“Desde el comienzo le dije que no, que era impropio, que no estaba dentro de los códigos de mi oficio” (Alarcón, 2012, p. 127—. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el libro de Guerriero, terminará por aceptar la propuesta, haciendo a un lado sus deberes como periodista y ponderando, más bien, la obligación ética que se le impone frente a la precariedad de la vida de su “personaje”: “La muerte y la cárcel eran los fantasmas de Alcira … Su preocupación era lógica. Sus argumentos derribaron mi resistencia” (Alarcón, 2012, p. 256).

Las dos escenas referidas constituyen momentos particularmente intensos de los textos de Alarcón. En ellos surge, como sugerimos más arriba, un vínculo paradójico entre ciertos problemas vitales que puede ocasionar la escritura de no ficción y el provecho que pueden conllevar esos mismos problemas desde un punto de vista estético, es decir, para la construcción del relato. Una paradoja similar emerge en relación con el hecho de que estas narrativas tratan no solo con acontecimientos reales, sino con vidas ajenas, tal como se formula en el título de una de las novelas de Carrère. Concretamente, el propósito de veracidad que asumen estas narrativas no siempre se lleva bien con la disposición de las personas involucradas en la historia para divulgar ciertos hechos. En el caso de Alarcón, la construcción de una verdad alternativa a la que los discursos oficiales reproducen sobre la vida en las villas involucra un diálogo con los protagonistas, pero también un pacto de silencio, en cuanto no todo lo que los entrevistados revelan sobre sí mismos podrá ser incorporado sin más al relato: “Debí prometerle lealtad: no revelar nombres reales; no darle al enemigo información que lo pueda perjudicar, evitar que la verdad que él cuenta sobre su vida termine sirviendo como prueba en un juicio” (2012, p. 118). En sus libros, son los personajes los que aparecen condicionados por los contratiempos —incluso legales— que pueden suscitarse a partir del tratamiento y la divulgación de hechos reales que se propone la no ficción.

Pero los autores tampoco se encuentran exentos de estos riesgos. Así lo demuestra con particular insistencia el caso de Carrère. En sus sucesivos libros de no ficción, el autor adoptó distintas actitudes en relación con la incidencia que las personas retratadas en sus relatos tendrían en el proceso de escritura y en su producto final. En El adversario, se limitó a compartir con Romand las pruebas de imprenta del libro, bajo la condición de que no modificaría el texto, aunque aquel se lo reclamara. En De vidas ajenas, en cambio, propició una participación más activa de los personajes, de modo tal que su perspectiva narrativa llega a inscribirse en el texto del libro18. Como el mismo autor lo sugiere, se trata de pactos de escritura —no ya de lectura— tejidos en las circunstancias de cada texto y, en ese sentido, de acuerdos no definitivos, sino provisorios e inestables. Otros dos libros del autor, Una novela rusa y Yoga, muestran los problemas que pueden surgir en ese marco: más precisamente, dan

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cuenta de los reparos que los otros, protagonistas de la no ficción, pueden colocar ante la difuminación de los límites entre obra y vida que promueven abiertamente estas escrituras.

Se trata, en efecto, de una literatura que no solo habla sobre la vida real, sino que también interviene en ella. En Una novela rusa, el narrador se propone enfrentar un secreto familiar guardado durante años y debe lidiar con las contrariedades que ello provocará en su madre, pues el secreto parece ser vital para ella (Carrère, 2017, p. 176), pero a la vez representa una carga de la que el hijo se siente capaz de liberarla —“lo escribo para ella. Para liberarla, y no sólo para liberarme yo” (Carrère, 2017, p. 210)—. Si aquí la tensión entre literatura y vida parece resolverse de forma productiva, en la historia que protagoniza Carrère con su pareja Sophie es más bien la lógica de la literatura la que prevalece. El narrador le declara su amor a Sophie mediante un relato erótico que la tiene como destinataria, pero ella no lo lee, lo que dispara un conflicto conyugal latente y, a fin de cuentas, lleva al colapso de la relación de pareja. Sobre la base de ese colapso vital surge, paradójicamente, la posibilidad del relato.

En Yoga, las tensiones involucradas en hacer literatura a partir de vidas reales, propias y ajenas alcanzan un punto crítico, pues llegan a poner en jaque el compromiso con la verdad que asume el escritor en su no ficción. Hacia el final del relato, el narrador introduce una confesión crucial: “No puedo decir de este libro lo que orgullosamente he dicho de otros varios: ‘Todo lo escrito es cierto’” (Carrère, 2021, p. 98). Admite, así, que el pacto de lectura de sus libros de no ficción anteriores, que algunos lectores pudieron proyectar sin más sobre Yoga, no se sostiene en esta novela. “Cada libro impone sus reglas, que no se establecen de antemano, sino que descubre el uso”, añade el narrador (Carrère, 2021, p. 98). El secreto que esta vez no se revelará, y que lleva a incorporar elementos confesamente ficcionales en el relato19, se conoce solo parcialmente, por elementos externos al libro. Más precisamente, por artículos de prensa referidos a un conflicto entre Carrère y su exesposa, Hélène Devynck, que puso en entredicho la potestad del autor de utilizar aspectos de la vida privada de otras personas como materia de elaboración literaria, sin el consentimiento de aquellas (cfr. Devynck, 2020).

Aunque estas tensiones no son nuevas en la historia de la no ficción20, sí parece serlo el hecho de que resulten incorporadas a la configuración del relato. En efecto, la crisis personal que atraviesa el narrador de Yoga es, como dijimos, la crisis de un modelo narrativo. El narrador conseguirá reponerse de ella retornando a los rudimentos del arte de escribir: se instruye en mecanografía y, en ese proceso, es como si aprendiera a escribir de nuevo: “De las letras … pasé imperceptiblemente a las palabras, de las palabras a las frases, de las frases a los párrafos y ahora de los párrafos al texto; dicho de otra forma, a la literatura” (Carrère, 2021, p. 194).

En definitiva, para Carrère y para otros escritores de no ficción, las condiciones en las que se construyen los relatos del género se dirimen en diálogo —y conflicto— con los otros involucrados en estos textos. Si la verdad se produce intersubjetivamente, como ya señalamos, ello concierne no solo al contenido de las narrativas de no ficción, sino además a su método de elaboración: no solo a los hechos en sí, sino también a las circunstancias en las que los hechos tomarán forma narrativa, dando lugar a relatos pasibles de inscribirse en un entramado social y de circular allí públicamente.

Conclusiones

A lo largo del trabajo, hemos podido ver que, frente al paradigma de la “posverdad”, que desestima la pertinencia de la noción de verdad en la cultura contemporánea, la no ficción de las últimas dos décadas no da por descartado el concepto, sino que lo asume como problema, incorporando los dilemas que involucra su definición a la misma configuración narrativa.

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Estos textos parecen sugerir que la literatura difícilmente pueda sustraerse sin más de la verdad, en cuanto problema humano fundamental que, en la contemporaneidad, se constituye como un objeto central de las disputas sociales. En este contexto, los textos de no ficción considerados se posicionan críticamente frente a las versiones manipuladas o sencillamente falaces de la realidad que se propagan desde los dispositivos de poder —los grandes medios de comunicación, las instituciones de la justicia, el poder político—. La toma de distancia que operan frente a estos discursos no refiere únicamente al contenido de las verdades en juego, sino también a la forma de concebirlas, pues, lejos de pretenderse como aproximaciones totalizadoras, estas narrativas exhiben manifiestamente sus propias limitaciones e imposibilidades en el acercamiento que proponen a la realidad. Lo hacen no solo fuera del texto, en intervenciones paratextuales que lo circundan —como pudo ocurrir con los escritores “fundadores” del género en los años 60—, sino en el texto mismo, que se vuelve metatexto para poner en escena los alcances y los límites del relato.

Así, saltan a la vista los puntos ciegos de la narración. Según hemos señalado, es la personalidad humana, con su radical impermeabilidad, lo que persiste como enigma en estas narrativas, reticente a toda respuesta definitiva. La pregunta por la identidad atraviesa el tratamiento de las personas reales que se configuran como personajes de estos textos, pero también la mirada reflexiva que se posa sobre los mismos narradores. Así, la subjetividad se constituye no solo como el punto de partida ineludible de la verdad que construyen estos relatos, sino además como una sede importante de la exploración narrativa que emprenden. El metatexto aparece entonces como autotexto: no necesariamente como autoficción, pues no hay en estas narrativas pacto ambiguo, esto es, vacilación o prescindencia deliberada sobre el carácter factual o ficcional del relato (Alberca, 2007). Si hay ambigüedad en estas narrativas, es menos en la definición del pacto de lectura que en su puesta en práctica, es decir, cuando se trata de cumplir con la veracidad que prometen.

Hemos visto, finalmente, que en las narrativas de no ficción contemporáneas la relación entre sujeto(s) y verdad(es) aparece como motivo de dilemas éticos, pero también como materia de creación estética. Las disyuntivas morales que puede conllevar escribir sobre hechos y personas reales, que existen y se desenvuelven por fuera del dominio y las decisiones narrativas de los autores, se integran a menudo al relato —de nuevo, a su metatexto—, colocando las siempre (in)tensas relaciones entre literatura y vida en el centro de la exploración creativa que despliegan. La verdad, como vimos, no es en estos textos una cuestión individual, sino intersubjetiva. Y, en efecto, es en las relaciones de diálogo y conflicto con los otros de la no ficción —lectores, pero también “personajes” que acompañan más o menos activamente los procesos de elaboración de estos textos— donde surgen los mayores riesgos del género, pero también sus mayores potencialidades. En suma, si, como afirma Javier Cercas, los libros que vale la pena escribir son los que parecen imposibles (2016, p. 35), será en la búsqueda improbable y obstinada de la verdad donde resida no solo la especificidad de los textos de no ficción, sino también su relevancia para la crítica. Así, la perplejidad que suscita la verdad emergería no ya como prescindencia del problema, sino como leitmotiv de la exploración estética.

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Notas

1 La denominación constituye, per se, un factor de incomodidad, tal como se evidencia en las múltiples referencias al problema del nombre contenidas en los acercamientos al género (cfr. Genette, 1993, p. 54; James y Reig, 2014; Jeannelle, 2004). Optamos aquí por el nombre “no ficción”, que resulta propicio para tender puentes entre el discurso crítico y el sentido común sobre el género (vid. infra, nota 6), por dos motivos interrelacionados: por una parte, el origen endógeno de la denominación i.e. asociado a la intervención bautismal de un escritor, Truman Capote, y solo subsidiariamente a la acción exógena de los críticos e historiadores de la literatura (Schaeffer, 2006, p. 54)—; por la otra, el hecho de que no presenta mayores dificultades de traducción. La expresión “narrativa factual”, preferida en algunos enfoques críticos por eludir la conceptualización por la negativa, se emplea en nuestro artículo como equivalente a “no ficcional”. Sobre las dificultades de traducción que plantea el calificativo “factual”, remitirse a Rajewsky (2019).

2En términos de Schaeffer (2002; 2014), la ficción instituye un marco pragmático de fingimiento lúdico que invita a los lectores (o espectadores) a sumergirse en un mundo ficcional y a considerar secundaria o hasta irrelevante la condición verdadera o falsa de las aserciones que componen el relato.

3Zipfel (2010) observa que la idea del desdibujamiento de los límites entre hechos y ficción representa una de las aproximaciones críticas más frecuentes a la no ficción. En efecto, es posible identificar elementos de este enfoque en diversos trabajos sobre el género, relativos a distintos contextos culturales; por ejemplo, en Hollowell (1977), Hellman (1981), Berg (1995), Amar Sánchez (2008), Flis (2010) y Vincenti (2015). Se trata de una tendencia del discurso crítico que, siguiendo a Ryan (1997) y Lavocat (2016), puede caracterizarse como panficcionalista, pues propende a ensanchar la categoría de ficción, asimilando su alcance al de otras nociones relacionadas, como las de discurso, representación o relato.

4Dicho de otro modo, se trata de relatos factuales desde el punto de vista de su condición semántica y pragmática global, que se valen de medios sintácticos i.e. formales— de la ficción, y hasta pueden incorporar elementos ficcionales en el sentido semántico del término, de manera más o menos profusa (cfr. Fludernik, 2019; Rajewsky, 2019; Ryan, 2019; Schaeffer, 2014).

5Como señalan Fludernik (2019, p. 62) y Ryan (2019, pp. 82-83), los estándares de verificabilidad aplicables a un relato factual son más o menos estrictos según los géneros, desde la historiografía académica, en la que cada afirmación debe estar fundamentada, hasta las narraciones orales de la experiencia personal, para las cuales las audiencias suelen aceptar licencias diversas (exageraciones, recreaciones libres de diálogos, etc.).

6La importancia de la distinción factual/ficcional en las experiencias de lectura y en la vida cotidiana es señalada por Zenetti (2017) a propósito de las narrativas documentales contemporáneas, pero también por autores que se han dedicado a la teorización sobre dicha distinción. Schaeffer afirma que malinterpretar un relato ficcional como factual, o a la inversa, puede conllevar “consecuencias dramáticas” (2009, p. 98; traducción propia). Ryan, por su parte, sostiene que la teoría de la ficción debe orientarse a explicitar los criterios intuitivos sobre los cuales se fundan los juicios de ficcionalidad (y, podemos agregar, de factualidad) en la vida ordinaria (2009, p. 66).

7La asociación de la no ficción a una supuesta falta de imaginación creativa surge como motivo de discusión ya en el contexto de la consolidación literaria del género. En entrevistas que rodearon la publicación de In Cold Blood, Capote afirmó que su experimento narrativo había sido caracterizado por otros escritores como un

“fracaso de la imaginación” [‘failure of imagination’] (Plimpton, 1966), caracterización que años después, irónicamente, adjudicaría a Norman Mailer (Grobel, 1985, p. 113). En el ámbito argentino, el argumento resurgió en el marco del auge del periodismo de investigación a partir de los años 90 (Sarlo, 1999). En 2002, Marcos Mayer diagnosticó un “desmayo de la inventiva” que afectaba a la creación literaria y que, según el autor, se manifestaba en “la ausencia de elaboración literaria, el seguir la secuencia de los hechos tal cual los construyen los medios, la resistencia a ver esos mismos hechos desde una lógica que no sea la cotidiana”.

8A este respecto, se asume que el pacto factual constituye un atajo para capturar la atención de los lectores y, en ese sentido, que vende. Betina González señala críticamente en esta línea: “‘Esto pasó’, nos dicen esos géneros … Si pasó debe ser importante … Los hechos otorgan prestigio. Son ‘incontestables’” (2021). En el mismo sentido, pueden entenderse algunos señalamientos de Sarlo (1997 y 2005) sobre textos de no ficción, que ubican

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en el (ab)uso del detalle una estrategia efectista para validar la veracidad del relato, respondiendo a las necesidades del mercado editorial.

9 A este respecto, son sugerentes las reflexiones de Tomás Eloy Martínez, en su ensayo “Ficción, historia, periodismo: límites y márgenes”: “Escribir hoy novelas sobre la historia es una operación que difiere … de los ejercicios narrativos de los años ’60 y ’70. En aquellas décadas de certezas absolutas, de posiciones netas, de cuestionamientos políticos y subversiones contra el poder o sumisiones al poder, la novela y la historia se movían dentro de un campo de tensiones en el cual los conceptos adversarios seguían siendo verdad y mentira

Bajo los puentes han pasado las aguas de Foucault y Derrida, los conceptos de narratividad y representación de Hayden White y hasta los ataques de Roland Barthes a la supuesta objetividad del discurso histórico tradicional. Pero sobre todo han pasado … el fracaso de los sandinistas en Nicaragua, la demolición del muro de

Berlín, el estallido en fragmentos de la Unión Soviética, el atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono; nos están sucediendo todavía las crisis económicas engendradas por la globalización y los tambores de guerra contra Irak que Bush padre hizo sonar hace una década y que ahora regresan batidos por el hijo” (2004, pp. 14- 15). Las reflexiones de Martínez son relevantes porque reparan en ciertas transformaciones políticas y culturales que impactan en los modos en que se concibe la verdad en el mundo contemporáneo y en la relación que el discurso literario establece con ese problema. Hemos mostrado en un trabajo anterior que dichas transformaciones se inscriben en las variaciones que el autor introdujo en su libro más netamente no ficcional,

La pasión según Trelew (García, 2020).

10 Se trata de una serie abierta, en cuanto no se propone como un inventario exhaustivo de la no ficción contemporánea, sino como corpus relevante que permitirá dar cuenta de algunos trazos del género en sus

expresiones recientes.

11 En el caso de los textos escritos originalmente en lengua francesa, optamos por utilizar las traducciones al

español existentes, apelando al texto francés cuando alguna precisión del análisis lo requiera.

12 Retomamos aquí a Horwich, quien afirma que, si bien la noción de verdad parece resultar necesaria desde un punto de vista filosófico, su definición ha resultado una tarea particularmente elusiva en la historia del

pensamiento occidental (2004, pp. 1009-1010).

13 Las limitaciones de los procesos de investigación oficial para llegar a la verdad sobre los femicidios se evidencian en relación con el caso de Andrea Danne (Almada, 2014, p. 164) y con el de María Luisa Quevedo (p. 25). En el relato de este último caso, la narradora denuncia además el papel de la prensa, que reduce la historia de María Luisa a “un culebrón o un folletín por entregas” y que “a falta de novedades, acababa

basándose en rumores, chismes, presunciones de los vecinos” (Almada, 2014, p. 152).

14 Este señalamiento del narrador de Una novela criminal recuerda a la reflexión de Eco en Apocalípticos e integrados: “Conocemos mejor a Julien Sorel que a nuestro propio padre. Porque de este ignoraremos siempre muchos rasgos morales, muchos pensamientos no manifestados, acciones no motivadas, afectos no revelados, secretos mantenidos, recuerdos y vivencias de su infancia ... En cambio, de Julien Sorel sabemos todo aquello

que nos interesa saber” (1984, p. 228).

15 Cuando Gelber desafía a la periodista: “Ahora yo te hago algunas preguntas a vos”, ella no responde, y de inmediato ambos retornan a los roles prestablecidos de la entrevista (Guerriero, 2019, p. 248). En otra escena, el músico propone un “Juego de las Preguntas”, pero la participación de la periodista en el juego aparece elidida

ante los lectores (Guerriero, 2019, p. 279).

16 Preferimos evitar aquí el concepto de autoficción, que a veces se utiliza para caracterizar los procedimientos de autofiguración del narrador en los textos de no ficción. Pozo García, así, se refiere a “los ingredientes autoficcionales” de las novelas sin ficción de Javier Cercas (2018, p. 103). Sin embargo, el mismo crítico reconoce que los conceptos de verdad y mentira son cruciales en la obra del autor. La autoficción, en cambio, con su pacto ambiguo (Alberca, 2007), tiende a desdibujar la pertinencia de dichos conceptos (vid. infra,

Conclusiones).

17 Los dilemas morales que suscitó en Capote el proceso final de la escritura de A sangre fría se encuentran narrados en la clásica biografía del autor elaborada por Gerard Clarke (2006, pp. 364 y ss.). Carrère, a su turno,

refiere la historia en distintos lugares (cfr., por ejemplo, Kraprièlian, 2010).

18 Nos referimos a las anotaciones de Étienne al manuscrito, que el autor incorpora al texto final (cfr. Carrère,

2017, pp. 453, 487, 514, 537, 561).

19 “Prefiero… aliviar mi conciencia confesando que Federica es un personaje novelesco… La mujer de la

estatuilla de los Géminis es también, en parte, un personaje de novela” (Carrère, 2021, p. 198).

20 Se trata, de hecho, de conflictos que acompañan el desarrollo del género al menos desde los años 60. Lo ejemplifican distintos pleitos que tuvieron por objeto la mayor o menor potestad de los escritores de no ficción para divulgar aspectos de la vida privada de las personas que protagonizan sus textos. Dos casos resonantes al respecto fueron el de “La Côte Basque, 1965”, de Truman Capote (cfr. Marsh, 2013), y el de Plata quemada, de Ricardo Piglia (cfr. Vincenti, 2015, pp. 21 y ss.).

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. García. Crítica y no ficción. Notas para repensar el género en tiempos de posverdad, pp. 195-211.

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35734

La “mordedura de lo real” en Gente conmigo de Syria Poletti

María Florencia Buret

Universidad Nacional de La Plata, Argentina. florencia.buret@gmail.com ORCID: 0000-0002-3964-0561.

Recibido 10/03/2021. Aceptado 31/07/2021

Resumen: Gente conmigo (1962), de Syria Poletti, es una novela retrospectiva, narrada en primera persona, que presenta los conflictos existenciales de Nora Candiani, una inmigrante italiana que se desempeñó como traductora de textos legales en la Argentina. Estando injustamente en la cárcel, Nora recapitula su vida para dilucidar la razón de su encierro y descubrir, así, el engaño del que fue víctima. Los objetivos particulares del presente trabajo son de doble índole: el primero, de orden histórico-político, consiste en señalar de qué modo el condicionamiento físico que padece el personaje le permite a la autora describir aspectos y características de la política inmigratoria argentina de mediados del siglo XX. El segundo, de índole filosófico-literaria, es analizar el devenir existencial de Nora Candiani. La hipótesis principal que orienta el trabajo es que la particular “encarnadura” o corporeidad de la narradora la excluye de determinados sectores de la experiencia humana, condicionando así toda su existencia.

Palabras clave: Syria Poletti, familia, inmigración, existencialismo, escritura

The “bite of the real” in Gente conmigo by Syria Poletti

Abstract: Gente conmigo (1962) by Syria Poletti is a retrospective novel, narrated in 1st person, which presents the existential conflicts of Nora Candiani, an Italian immigrant who worked as a translator of legal documents in Argentina. During her unjust imprisonment, Nora recapitulates her life to elucidate the reason for her confinement and thus uncover the fraud she was a victim of. The objectives of the present work are twofold: the first one, of a historical-political nature, consists in pointing out how the physical conditioning suffered by the character allows the author to describe aspects and characteristics of Argentine immigration policy in the middle of the twentieth century. The second, of a philosophical- literary nature, is to analyze the existential evolution of Nora Candiani. The main hypothesis that guides this work is that the particular “incarnation” or corporeality of the narrator excludes her from certain sectors of human experience, thus conditioning her entire existence. Keywords: Syria Poletti, family, immigration, existentialism, writing

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1. El Monte Taigeto aún existe

“No me arrojaron al Monte Taigeto por falsa piedad. Estoy ante el precipicio” (Syria Poletti. Gente conmigo).

En Vidas paralelas, en el apartado dedicado a Licurgo, el historiador y filósofo griego, Plutarco (c. 46-c. 120), describió la eugenesia espartana como una práctica de selección de personas, consistente en abandonar al pie del Monte Taigeto a aquellos recién nacidos que, según el veredicto de los ancianos, presentaban alguna deformidad o tenían una contextura física demasiado débil para afrontar la rígida vida guerrera que requería el Estado. En Gente conmigo (1962), Nora Candiani, la narradora protagonista de la novela de Syria Poletti (1917-1991)1, menciona en varias oportunidades esta leyenda espartana —que opera como leitmotiv en la obra— para presentar de un modo sintético y velado la problemática que, en términos de Gabriel Marcel, “muerde” su existencia. Para comprender la profundidad de esta “mordedura”, es necesario tener en cuenta que Nora Candiani, a causa de un defecto físico, es expulsada de distintas áreas de la experiencia afectiva. A lo largo del relato retrospectivo que la narradora realiza desde la cárcel —espacio en el que se encuentra recluida sin saber, inicialmente, la causa—, el lector logra conocer las prácticas sociales eyectoras que operaron sobre ella.

En el presente artículo, intentaremos demostrar cómo Poletti, a través de la presentación de un conjunto de casos migratorios que constituyen una suerte de “antología de la marginalidad y de los abandonos” (Bravo, 2016, p. 128), presenta, con visos negativos, algunas reconfiguraciones familiares producidas en este tipo de contextos y, paralelamente, describe en forma crítica la política inmigratoria argentina, especialmente la correspondiente al primer peronismo (1946-1952). En función de este último enunciado, destacaremos el caso de la narradora, víctima de las prácticas expulsoras que, desde temprano, tuvieron lugar durante los procesos migratorios, y también el caso de la familia de Rafael, ya que permite no solo visibilizar la continuidad y profundización de las prácticas selectivas del período, sino también focalizar los usos políticos de los que fueron objeto los inmigrantes.

A continuación, a través del análisis de la experiencia vital de la narradora, desarrollaremos paralelamente otras dos hipótesis. La primera es considerar a la narración como una novela de aprendizaje donde el camino a la madurez que transita la protagonista va de la mano del ejercicio de ese “extraño oficio” heredado de su abuela e impuesto por Dios. Nuestra segunda hipótesis es que la novela dialoga con postulados existencialistas2 presentes en obras de su tiempo, específicamente, en La Peste de Albert Camus y en El túnel de Ernesto Sábato. Varios argumentos permiten suponer que Poletti conoció las obras mencionadas. En primer lugar, la escritora se vinculó social e intelectualmente con Sábato, quien asistió a algunas de sus reuniones artísticas organizadas por esta autora en su departamento de la calle Venezuela 1449 (Medrano, 1992, p. 36). Además, en 1962, Poletti publicó una significativa reseña de Sobre héroes y tumbas (1961), donde puso de manifiesto una profunda conexión con las ideas del escritor: “Hablar de una obra no es difícil; pero escribir algo objetivo sobre una obra que se nos parece, que dice lo que querríamos decir...

bueno, sí: es difícil” (Poletti, 1962)3. En segundo lugar, las temáticas del absurdo y de la rebelión del hombre, desarrolladas por Albert Camus en su obra literaria y en ensayos como El mito de Sísifo y El hombre rebelde4, fueron también abordadas por Poletti en su novela Gente conmigo; en este sentido, sus personajes son comparables en los conflictos existencialistas que se plantean. Por último, debemos considerar que tanto Camus como Sábato y Poletti fueron reseñados en la revista Sur (Bordelois, 1963; Chacel, 1948; Sánchez Riva, 1948), donde, además, los dos primeros autores publicaron obras y artículos (Ocampo,

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1967, pp. 313 y 335). En este punto, cabe agregar que el sello editorial Sur fue una empresa que colaboró en la difusión del pensamiento existencialista extranjero5; que la misma editorial publicó, en 1948, El túnel de Sábato y la traducción de La Peste de Camus, efectuada por Rosa Chacel6; y, finalmente, que, gracias a la red de contactos desplegada por Victoria Ocampo, Albert Camus conoció la obra de Sábato y contribuyó a que la primera novela del escritor argentino consiguiera una difusión internacional7.

Por otra parte, cabe añadir que Gente conmigo está en sintonía con algunas concepciones de Gabriel Marcel, un pensador francés que inicia sus reflexiones filosóficas a partir del concepto de encarnadura o corporalidad del existente8, que concibe en términos de “mordedura” la experiencia del encuentro del cuerpo con la realidad, por ser esta una vivencia condicionante de la existencia. También, este autor establece una distinción entre “ser” y “tener” y, como Nora Candiani, conceptualiza a Dios como “misterio”.

2. Seres eyectados por las políticas migratorias argentinas

En nuestro país, los prolegómenos de la política inmigratoria se ubican a comienzos del siglo XIX: el 3 de diciembre de 1810, la Primera Junta expidió una orden estableciendo que ingleses, portugueses y demás extranjeros que no estuviesen en guerra con el nuevo Gobierno podrían trasladarse al país, gozando de todos los derechos del ciudadano (De Cristóforis, 2016, p. 18). En la misma dirección, el 4 de septiembre de 1812, Chiclana, Pueyrredón, Rivadavia y Herrera, el secretario, firmaron el llamado “Primer decreto del gobierno argentino sobre fomento de inmigración” (Ivancich, 1998, p. 33).

A partir de estas y otras pocas normativas implementadas en la década de 18209, se inició una línea de acción política que se institucionalizó en los artículos 20 y 25 de la Constitución Nacional de 185310 y se profundizó, años después, con la promulgación de la primera ley inmigratoria de alcance nacional: la Ley 817, también conocida como Ley Avellaneda, por haber sido sancionada, en 1876, bajo la presidencia de este mandatario. A través de esta legislación, se reglamentaron los procesos migratorios y de colonización en la República Argentina y se estableció, además, un Departamento General de Inmigración. Esta dirección política continuó desarrollándose a lo largo de los siglos XIX y XX, con importantes aceleraciones y desaceleraciones —vinculadas a procesos internacionales con repercusión nacional—, así como con restricciones y selecciones, implementadas todas ellas a través de reglamentos, leyes y decretos11.

La novela de Poletti, si bien presenta el transcurrir vital y profesional de la narradora — desde su infancia italiana hasta su presente como acusada de un delito de falsificación—, pone el acento en el contexto del primer peronismo (1946-1952), mediante la mención de frases como la “señora del Presidente” y el “CIME”, precisiones históricas que enmarcan, específicamente, el relato sobre la familia de Rafael, caso que luego comentaremos12. Durante este período, las corrientes migratorias interrumpidas en 1930, debido a la crisis mundial, habían sido reflotadas bajo una nueva modalidad selectiva y con alta intervención estatal, que difería de las políticas de “poblamiento” y “puertas abiertas” que habían regido en el país, desde mediados del siglo XIX hasta 1930 (Quijada Mauriño, 1989).

En Gente conmigo, mediante la triple caracterización de Nora Candiani —como un sujeto “no apto” físicamente, una inmigrante italiana y una prestigiosa traductora pública—, se ponen de relieve características generales de la emigración italiana y, también, restricciones y particularidades de la política inmigratoria argentina, mediante la exposición concatenada de casos. Las palabras pronunciadas por la autora sobre estos aspectos, que intencionalmente están presentes en la novela, son significativas:

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[Gente conmigo] creció y maduró en la fragua candente de un sentimiento de asombro y de rebeldía frente al absurdo de ciertas situaciones humanas: ... la injusticia de los convenios establecidos entre América y los países emigratorios, convenios que, en la actualidad, además de despiadados, resultan anacrónicos. Por ejemplo, el casamiento por poder entre una pareja de desconocidos o el veto de ingreso al país a los disminuidos físicos ... [La novela] refleja también la trayectoria de la emigración italiana, no ya la del pionero clásico y progresista del siglo pasado, sino la emigración de la última posguerra, la más desprejuiciada y avispada ...13 [La obra buscó también] desentrañar el drama interior y no sólo de los que llegan aquí, sino también de los que se quedan allí, porque a veces la emigración no es más que el crudo egoísmo de los más jóvenes y fuertes. (Poletti, 1977, p. 162).

2.1. Familias de inmigrantes: separación, unión y des-religación

El personaje de Nora Candiani cuenta diferentes casos migratorios que podríamos clasificar de acuerdo con el estado en el que quedó el núcleo familiar tras la partida de algunos de sus miembros. En primer lugar, a través de las historias de la narradora, de Martina y de Teresa, por mencionar solo los casos más individualizados y desarrollados en la novela, Nora muestra cómo la familia acepta, tolera y, luego, naturaliza la exclusión del proyecto migratorio de alguno de sus miembros, ya sea por razones de edad o de aptitud física, es decir, por dos de las restricciones de ingreso al país que, tempranamente, fueron exigidas por la legislación argentina14. Así, mientras que en los pueblos italianos permanecían los ancianos y los “no aptos” físicamente15, hacia América partían los miembros jóvenes y fuertes.

Así se explica que para América se marchara también mi padre, con su oficio de pionero, y mi madre, con sus críos rubios y robustos. Así se comprende por qué resolvieron dejar a dos hijas, Bertina tan trabajadora y formal que ya les procuraba dinero, y yo, porque no les habría sido útil para sembrar ni para criar hombres con ese físico endeble y el extraño oficio que me circulaba en la sangre como otra deficiencia. (Poletti, 1967, p. 12)16.

En la novela, este procedimiento es defendido por Renato, un personaje desamorado y estafador, que siempre persiguió su propio interés: “Es lógico que el país se defienda de tullidos e incapaces. ¡Éste es un país de progreso!” (Poletti, 1967, p. 127).

En segundo lugar, la narradora relata casos, como el suyo propio, en los que, si bien la reunión familiar se concreta, es seguida de un sentimiento de profunda descomunión. Entre las causas que explican esta des-religación espiritual sentida por los personajes, podemos mencionar los cambios que la distancia y el tiempo suelen generar en los individuos y en las relaciones interpersonales. Este fenómeno es presentado tanto desde la perspectiva de los hijos como desde la óptica de las madres. Cuando la narradora se reúne, luego de quince años de separación, con sus padres y hermanos, describe la escena del siguiente modo: “Una extraña familia reencontra[d]a intacta en sus miembros y hasta aumentada, pero desconocida, ajena, como remota o extranjera en su íntima estructura” (Poletti, 1967, p. 35). La perspectiva de la madre es expresada a través del caso de la viejita piamontesa que, pocos meses después de su ingreso al país, quiso regresar a su aldea porque “le resultaba extraño que esos señores

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tan ocupados y expeditivos fueran sus hijos ... no lograba distinguir cuándo las nueras eran nueras o cuándo eran patronas. La intimidaban, al igual que esos nietos prodigiosos, tan sabiondos y formales” (Poletti, 1967, p. 65).

Otro factor de descomunión tras el reencuentro familiar es el descubrimiento de situaciones inesperadas que configuran un nuevo estado de situación y que obstaculizan el retorno a una fase anterior. Este caso, tan frecuente en los procesos migratorios, es presentado a través de la breve y trágica historia de Enzo, de la que, si bien solo se muestra la “punta del iceberg”, Poletti consigue sugerir las dimensiones del “fragmento sumergido” con la frase final:

Enzo llegó de Italia al finalizar la guerra, con su madre hecha una pasita de uva. Y con la cicatriz de una infancia hambrienta sin restañar; cicatriz ahondada en los años de guerrillero que vivió entre los cañaverales, junto a la madre ... Tenía las manos sólidas y firmes, habituadas a la presión de las armas, y una suerte de desesperada ternura por esa mujercita cenicienta y atontada.

Vinieron a verme. Enzo, de pie ante mi escritorio, dijo:

—Mi padre nos preparó un departamento nuevo, con balcón a la calle, ascensor, heladera... Pero ya es tarde. Ahora es demasiado lujo para mamá...

El padre tenía otra mujer, otras casas, otros hijos. Ahora Enzo está en la cárcel. (1967, pp. 64-65).

Finalmente, mediante la trágica historia de Valentina, Nora retrata otro tipo de esquema familiar: su constitución a la distancia y mediante un poder. A través del terrible destino configurado para este personaje, la autora visibiliza las situaciones negativas que implícitamente habilitaba la ley. Según Ivonne Bordelois, en el episodio de esta muchacha que se casa con el solo fin de emigrar de su país:

Hay materia suficiente para una deliciosa tragicomedia de costumbres, o bien una novela amarga, en relámpagos de humor negro. Pero Syria Poletti no nos concede más que atisbos de esto que pudo ser una buena novela; su proyecto más ambicioso, consiste en acumular episodios, cada uno de los cuales se centra en un ‘problema’. Al problema del desarraigo y la inadaptación del inmigrante se suma el problema familiar, el problema sentimental, el problema psicológico, el problema sexual, el problema religioso, el problema ... No es la unidad de experiencia, en el personaje central, de todos estos problemas, la que puede otorgar suficiente cohesión a un repertorio de este tipo. (1963, p. 89).

La reseña que Bordelois escribe para la revista Sur califica negativamente la técnica compositiva de Poletti y no aprecia lo que esta brinda: una mirada panorámica sobre las múltiples y variadas situaciones que atravesaron las familias de inmigrantes, en función de las regulaciones legales17.

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2.2. El sorteo de trabas legales durante el primer peronismo

Además de las “eyecciones” mencionadas anteriormente —aquellas producidas por razones de edad y de aptitud física—, cabe agregar que, a partir del año 1902, las políticas migratorias argentinas restringieron y reprimieron la “inmigración política”, fundamentalmente de orientación anarquista18. Durante la primera gobernación peronista, además de continuar practicándose una selección de tipo ideológico19, el Estado intervino con nuevas restricciones selectivas: por un lado, buscó estimular, principalmente, la inmigración española e italiana, pues consideraba que la cercanía cultural e idiomática con dichas naciones facilitaría su asimilación a las características étnicas, culturales y espirituales argentinas (De Cristóforis, 2016; Quijada Mauriño, 1989)20. Al respecto, en Gente conmigo, la presencia de esta “selección étnica”21 está insinuada a través de la mención, casi exclusiva, de casos de inmigrantes italianos, pese a que, como aclara Nora, ella no solo era traductora de ese idioma, sino también de otros, como el francés (Poletti, 1967, p. 173).

Por otro lado, durante el primer peronismo también se buscó seleccionar a los inmigrantes de acuerdo con sus posibilidades económicas, sus capacidades técnicas y su disponibilidad para trasladarse, permanecer y trabajar lícitamente en el país (Quijada Mauriño, 1989). Este aspecto también aparece mencionado en la novela cuando Nora lee la documentación de Mario Roselli, el italiano que se hacía pasar por un pintor francés de apellido Rousellier y que había hecho figurar en su pasaporte la profesión de perito agrónomo para ingresar a Argentina:

—Tuve que hacer figurar en el pasaporte una profesión técnica —explicó con mal disimulada molestia–. Es un requisito indispensable para entrar en el país.

—Lo—reí—. Hace dos años que Elisa, la dactilógrafa de “Arte Latino” está tratado de conseguir permiso de entrada para su hermano. Pero no lo logra porque él no es un técnico. Es un empleado.

—Claro. El país necesita técnicos. (Poletti, 1967, p. 47).

Aquí también queda evidenciada otra práctica frecuente que tuvo lugar durante el peronismo: el “sorteo” de las trabas legales por parte de los inmigrantes en su arribo a Argentina. Si bien, durante la primera presidencia de Perón, se elaboró una política proclive a recibir y, al mismo tiempo, restringir y seleccionar el flujo migratorio, los inmigrantes desplegaron “estrategias en los intersticios de las prácticas institucionales [e] impidieron en gran medida la concreción de una planificada selectividad” (De Cristóforis, 2011, p. 16). De hecho, en Gente conmigo, la narradora ingresa a nuestro país gracias a que un cónsul argentino hizo trampas a su favor, “omitiendo una prescripción sanitaria” (Poletti, 1967, p. 162), y, al mismo tiempo, ella contribuye para que Rafael, el joven jorobado, y la madre de Teresa, entre otros, ingresen al país.

La narradora es consciente de las serias consecuencias que este tipo de prácticas pueden acarrear y, para ilustrarlo, presenta la crónica de los novios que quisieron, pero no pudieron, reunirse en Buenos Aires:

Él llegó primero; trabajó duro y construyó la casa. Entonces se casaron por poder y ella tomó el barco ... Durante la travesía la contagió el tracoma y no pudo desembarcar. Las prescripciones sanitarias no lo permitieron. Y él tampoco pudo subir a la nave ... Tal vez él haya vuelto a mi estudio para la

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traducción de un nuevo documento con la esperanza pronta a un nuevo trámite.

Me infería un golpe de encontradas reflexiones cada vez que venía. Ella había contraído el tracoma por viajar junto a algún enfermo clandestino.

Un enfermo a quien alguien –un médico o un traductor habría posibilitado el embarco eludiendo o alterando un diagnóstico. (Poletti, 1967, p. 113).

La reflexión de Nora es significativa, pues da cuenta del fenómeno de las restricciones inmigratorias desde distintas perspectivas: por un lado, percibe la necesidad de la existencia de leyes que regulen y ordenen el ingreso de inmigrantes; por el otro, al seguir colaborando con el ingreso de personas, buscando sortear las trabas legales, pone el acento sobre la violencia que se encuentra encarnada en ciertas normativas y que repercuten directamente sobre la autoestima del sujeto y la constitución familiar.

Volviendo al caso de la familia de Rafael, consideramos que esta historia permite visibilizar el uso político del que fueron objeto los inmigrantes. Cuando Nora se siente impotente para auxiliar a Mateo y a Magdalena en el ingreso de su hijo, que había quedado varado en Italia por una “espondilitis aguda de origen tubercular con pústula en la giba” (Poletti, 1967, p. 117), les sugiere, inicialmente, regresar a Italia, pero era imposible porque habían viajado por el CIME sin pagar nada y carecían de dinero. Frente a esta respuesta, Nora escribe a las autoridades médicas dónde está internado Rafael, a fin de que manden un certificado menos comprometedor y, también, aconseja a los padres del muchacho solicitar una entrevista con la “señora del Presidente”22, pues era probable que, con “fines de propaganda política”, se interesara por ellos (Poletti, 1967, pp. 124-125). En este punto es interesante señalar que Syria Poletti entrevistó a Eva Duarte de Perón, quien, en el mes de junio de 1948, había fundado una institución de asistencia social que llevaba su nombre. En la introducción al reportaje publicado en la revista Histonium, de septiembre del mismo año, Poletti describe lo que ve:

[E]stoy en la Secretaría de Trabajo ... Aquí dentro todo hierve. Ya no es la pasión política lo que mueve a estos hombres y sostiene a estas mujeres. Lentos ríos, incesantes, pasan cotidianamente por las puertas amplísimas en busca de una solución para la urgencia del vivir, con el ansia de un consejo o una ayuda que allí encuentran siempre, por obra y decisión generosa de una mujer de excepción: Da. María Eva Duarte de Perón ... Cada rostro es un problema, cada frase insistente, agradecida, el esquema de una solución ...

Comprendo que no hay tiempo aquí para robarlo al pueblo que está junto a ella, que todo lo espera de ella, ni para ese juego pausado de preguntas y respuestas que requiere la entrevista. (1948, p. 585).

En esa oportunidad, la autora tuvo la ocasión de percibir con sus propios ojos la reacción del pueblo frente Eva Duarte, reacción que va a estar representada por el personaje de Magdalena, la madre de Rafael. Si bien su marido, Mateo, no se siente atraído por la propuesta de Nora de entrevistarse con Evita —pues, además de no ser peronista, sabía que meterse en política implicaba siempre salir perdiendo—, su esposa, por el contrario, sostiene que, si “ella” lograba traer a su hijo, además de considerarla “una santa”, estaría dispuesta a hacerse peronista. En este punto es interesante observar cómo Poletti insinúa, con frases

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sencillas, las distintas representaciones sociales de las que fue objeto el personaje de Evita, así como una de las dinámicas de la afiliación política en Argentina.

Posteriormente, sin obtener los resultados esperados, Mateo tuvo “que hacerse de la C.G.T. si qu[ería] conseguir el permiso de embarco” (Poletti, 1967, p. 132). Seis meses después, y con el mismo objetivo, comenzó a hacerle “mandados” a un diputado, el Dr. Masini, hombre que lo involucró en un atentado y que, por este delito, fue apresado y torturado. Tras salir de prisión convertido para siempre en una “piltrafa”, Nora volvió a traducir los papeles de Rafael, esta vez a partir del nuevo certificado médico solicitado anteriormente por ella, y así fue como, finalmente, el joven pudo arribar a Argentina y reencontrarse con sus padres.

Como es posible observar a través del caso de esta familia de calabreses, Poletti busca poner en evidencia la vulnerabilidad en la que se encontraban los inmigrantes — fundamentalmente aquellos que carecían de recursos económicos y hablaban un dialecto “cerrado”23— y el uso político del que potencialmente eran objeto.

3.El camino del “ser”

“Hoy la gente ... [c]ree que ya no [se] arroja a los deformes al abismo. En cambio, tú sabes que [se] reitera esa ley del mil maneras” (Syria Poletti. Gente conmigo).

Al replantear la temática de la materialidad de los cuerpos, Judith Butler aclara que la abyección (del latín ab-jectio) “implica literalmente la acción de arrojar fuera, desechar, excluir ... [Así] designa una condición degradada o excluida dentro de los términos de la sociabilidad” (2012, pp. 19-20). Tomando en cuenta esta acepción, podríamos pensar que Nora Candiani deviene en un “ser abyecto” cuando, a causa de su condición física, es expulsada de áreas específicas de la experiencia social y afectiva: la familia, el amor de pareja y la maternidad (Buret, 2021a). Pero, a su vez, podríamos considerar —en términos de Gabriel Marcel— que, a causa de estas “mordeduras” de lo real, Nora rompe con el orden del “tener” para alcanzar, de la mano del oficio, el camino del “ser”. Para Marcel, todo aquel que tiene algo teme perderlo, y este temor transforma al poseedor en un ser que depende de lo poseído. Si la relación con el propio cuerpo es de posesión, el desarrollo auténtico de la existencia se ve imposibilitado, pues las posesiones tienden a suprimir al que las posee. Una relación satisfactoria con el propio cuerpo debe ser del orden del ser, donde lo que manda es la comunión y la participación (Grassi, 2019).

Ser es coexistir, proyectarse, convivir, relacionarse con el otro más allá del beneficio individual ... es participar, tener la responsabilidad de actuar y de no esconderse en el anonimato del mundo del tener ... Ser es ... [d]ejar de ver al mundo como si fuera un espectáculo y sentirse parte de él. (Lozano Díaz, 2013, pp. 3 y 7).

3.1. Expulsión y autoexclusión de Nora Candiani

La primera exclusión que sufrió la narradora de Gente conmigo fue en la esfera familiar, cuando sus padres, y después su hermana, emigraron a Argentina sin ella. En los dos casos, la razón fue siempre la misma: su cuerpo deforme, su cuerpo “no apto”. En el puerto de Trieste,

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cuando solo Bertina partió, Nora se enteró de que la causa de su “abyección” había sido una restricción legal. Si bien la narradora logró con el tiempo sortear ese obstáculo, la religación con sus padres, como ya dijimos, no tuvo lugar.

La segunda esfera de expulsión es la experiencia del amor de pareja:

—¡Qué estupidez! Entonces, para vos, una persona fea no puede ser querida. [replicó Bertina a su hermana]

—Querida, sí. Pero no amada —dije. Se me hizo un nudo en el estómago, pero continué—: Podrá suscitar afecto, simpatía, piedad, todo menos amor. Menos pasión.

—Es una idea tuya. Una idea fija.

—Sí. Pero lo malo es que no nació de pensamientos abstractos. Se fue formando sola, a golpes de derrotas. (Poletti, 1967, p. 90).

Pese a estas creencias, Nora apostó al amor porque, además, a través de él, creía poder acceder a Dios: “Renato no entendía mi religión. La encontraba absurda. / —¿Por qué no venís a misa? —insistía. / —Ese montaje escenográfico, con borlitas, me molesta ... Necesito los Alpes para hablar con Dios. O tus brazos” (Poletti, 1967, p. 137). Sin embargo, la relación no prosperó porque Renato la traicionó de muchas formas. Además de ser la causa de su encierro y, también, de la privación del amor, este hombre la conminó a abortar, al recordarle las “leyes de la herencia” (Poletti, 1967, p. 194). Pese a su deseo de tener un hijo, Nora transita su tercera fase de expulsión cuando se autoexcluye de la maternidad por “miedo” a que su hijo pudiera sufrir, como ella, de las asfixiantes prácticas eyectoras. Nora encarna este temor en una figura de su pueblo: Chero, el jorobado que, borracho, cantaba injuriando a su madre: “¡Puta tu madre, la jorobada! ¡Puta tu madre, la jorobada! ¡Que te parió! ¡Que te parió!” (Poletti, 1967, p. 190).

3.2. Reacciones frente al absurdo en Gente conmigo y La peste

La narradora protagonista, a través de un relato atrapante, da cuenta del modo en el que, día tras día, pese a no haber sido arrojada al nacer por el Monte Taigeto, se siente constantemente al borde del abismo. La imagen de esta escena legendaria recuerda otra que, indirecta e implícitamente, también es convocada en la novela a través de la reiteración de la palabra “absurdo”. Nos referimos a la historia de Sísifo, el personaje griego que, condenado por los dioses, está obligado a subir una piedra hasta la cima de una colina, para dejarla caer y, nuevamente, volver a recomenzar un ciclo eterno e infinito. Eugenio Castelli señala que en Gente conmigo, “como en Los pasos perdidos de Carpentier, estamos ante una nueva y positiva revaloración del mito de Sísifo, trastocando lo que en la versión clásica era un castigo, en la grandeza de una misión, quizás imposible pero irrenunciable” (1981, p. 102). Para el escritor francés Albert Camus, el castigo de Sísifo representa simbólicamente el sentimiento de lo absurdo, sentimiento que también va a experimentar Nora Candiani, tras sufrir las dos últimas eyecciones: “Quiero a Renato. Quiero un hijo. ¡Eso es vivir! Lo demás es ir muriendo día tras día. Odio mi oficio: ¡un sucedáneo! Me obliga a ser el testimonio cotidiano del absurdo!” (Poletti, 1967, p. 136)24. Aquí, el personaje se encuentra en la instancia donde, al ser plenamente consciente de lo absurdo de la existencia, está rompiendo, en términos de Marcel, con el orden del “tener”.

Vicente Fatone, en su introducción al pensamiento de Gabriel Marcel publicada en Sur, establece un punto de conexión entre la filosofía del francés y el posicionamiento de Camus.

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En el fragmento que citamos a continuación, además de subrayarse ese vínculo, se ofrece una descripción sobre la superación de la tentación al suicidio, que se corresponde con las resoluciones que adoptan los personajes protagónicos de Gente conmigo y La peste:

El mundo del tener es el mundo del deseo, y por su inseguridad constituye como una constante incitación a la desesperanza; ese mundo del deseo no puede, por sí mismo, sino hacerme renegar de él y hasta evadirme de él en el suicidio ... “la posibilidad permanente del suicidio es, en ese sentido, el punto de atracción tal vez esencial de todo pensamiento metafísico auténtico”. (Esta era la pregunta que se había formulado Camus, y a la que no consiguió dar respuesta: ¿Por qué no me suicido?). No puedo esperar, en el mundo, si ese mundo es para mí un espectáculo; tengo que reconocer su miseria, su dolor, su transitoriedad, su nihilidad. Pero si esto no es un espectáculo, si hay una realidad conmigo, si esa realidad es creadora y sustentadora, puedo superar la tentación del suicidio y seguir viviendo a pesar de todo y afirmar que esa realidad quiere, conmigo, lo que este mundo parece no querer. (Fatone, 1951, pp. 42-43).

Frente al sentimiento de absurdidad de la existencia, Nora se rebela con un estilo similar al presentado por Bernard Rieux, el médico ateo de La Peste, de Camus. Si bien Nora y Rieux difieren en su conceptualización de Dios, se rebelan frente a lo absurdo a través de la realización de actos solidarios efectuados por medio de sus oficios (Armellin, 1999). Para ambos, lo que va a dar sentido a la existencia es, en definitiva, participar en el mundo ayudando a los vencidos y es así como estos personajes pueden responder a la llamada del “ser”.

Respecto de La peste, Francisco Gutiérrez Sánchez aclara:

Albert Camus plantea soluciones, no se trata de evadir, hay que hacer un frente común donde se reivindique al ser humano. Es claro para Camus que no existe un Dios que recompense ... [ni] trascendencia que justifique los valores por los cuales los hombres luchan.

De ahí que la posición de Rieux es la posición de Camus; hay un humanismo existencial en ambos, el cual consiste en darle al hombre la oportunidad de vivir dignamente. Se trata de realizarse para llevar a cabo el proyecto de la vida y de servir al prójimo sin otra satisfacción más que la solidaridad. (2001, p. 127).

Además del aspecto religioso, otro elemento en el cual Nora y Rieux no coinciden es en su posicionamiento frente al oficio. Aunque el médico confiesa que cuando se metió en la profesión lo hizo un poco “abstractamente” (Camus, 1995, p. 103), no vaciló cuando se desató la peste en Orán, para él “[l]o esencial era hacer bien su oficio” (Camus, 1995, p. 38). Nora, por el contrario, no tuvo la posibilidad de elegir. Su oficio, consistente en “interpretar a la gente, ver por dentro y decir la verdad” (Poletti, 1967, p. 200), había sido heredado de su abuela e impuesto por Dios. Debido a esta particularidad, podríamos pensar que Gente conmigo es, en el fondo, el relato del aprendizaje que realiza Nora para aceptar esa difícil misión impuesta, heredada y también, paradójicamente, elegida.

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En este punto, resulta oportuno comparar a Nora con Rambert, el periodista parisino de La Peste que, atrapado en Orán, quedó separado de su amada. En un diálogo que mantiene con Rieux y Tarrou, en el que el médico reitera su convicción de que lo único que sabe es que tiene que cumplir su oficio, Rambert responde con furia: “Yo no sé cuál es mi oficio. Es posible que esté equivocado eligiendo el amor” (Camus, 1995, p. 132). Nora, como Rambert, realizó la misma elección, apostó al amor, y luego, al igual que el periodista25, finalmente decidió responder al llamado del ser.

La instancia del prejuicio es otro punto de coincidencia entre ambos personajes: Rambert malinterpreta a Rieux por desconocer su verdadera situación afectiva, y Nora malinterpreta a su abuela por desconocer sus condiciones existenciales. En su ceguera, creyó que a la anciana le había resultado más fácil ejercer el oficio:

Ella había recibido su cuota de belleza, de amor y de hijos. Podía dar ... A mí me transmitió este maldito oficio como herencia de sangre, sin advertir que me faltaba el eje estabilizador de la normalidad física; sin enseñarme a no malgastar mi vida por los demás.

Su clave debió ser el amor. (Poletti, 1967, p. 112).

Recién hacia el final de la novela, Nora logra reinterpretar la situación de su abuela y, de esta forma, consigue completar la última lección de su aprendizaje.

3.3.Entender al otro: la aceptación de “una realidad conmigo”

El personaje de Valentina, la muchacha que se casa por poder con l’uomo rosso, es clave para la progresión del aprendizaje de Nora, ya que, inicialmente, tras el suicidio de la joven, la narradora reflexiona sobre el cumplimiento del oficio heredado. Por un lado, lo que vivencia este personaje suscita en Nora compararse con su abuela: si la vieja del extraño oficio la hubiese asistido, “Valentina no se hubiese arrojado a las vías del tren” (Poletti, 1967, p. 112). La abuela la hubiese comprendido y hubiese podido ver con claridad el enigma que se escondía detrás de su sonrisa. En esta equiparación la narradora no sale airosa, a su aprendizaje le falta otro paso. Valentina y su abuela comparten un rasgo, el de la belleza, que la obnubila y no la deja comprender el sufrimiento que estas figuras misteriosas padecen. Este es un resabio del “orden del tener” que Nora debe superar.

Por otro lado, Valentina se presenta como un personaje con el que la narradora practica voluntariamente su oficio: “Él [Renato] no admitía mi solidaridad con ella. Y menos con Milena, la pintora lesbiana. Él aducía razones éticas” (Poletti, 1967, p. 82), pues Valentina, luego de aceptar ciertos beneficios de su marido —el pasaje en barco y la casa—, al conocerlo, se negó a consumar el matrimonio. Nora no la juzga: “¿Con qué elementos valederos? Ni siquiera logré comprenderla” (Poletti, 1967, p. 83). Por último, tras realizar esta confesión, Nora pronuncia una reflexión sobre la existencia humana que es muy interesante por las resonancias intertextuales que se detectan en ella y porque son esas resonancias las que nos permitirán inferir la tercera razón por la cual sostenemos que Valentina es un personaje clave en el aprendizaje de la narradora. Veamos, primero, qué reflexión existencialista pronuncia Nora:

Estamos presos en nuestro mundo físico como yo en esta celda. Presos y aislados uno de otro por alambres de púas. Queremos comunicarnos y las púas

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nos desgarran la carne sin que logremos tendernos la mano y excavar juntos un túnel de salvación. Sin embargo, nos llamamos: golpeamos las paredes. Nos necesitamos y creamos claves para entendernos a través de los muros. (Poletti, 1967, p. 83).

La reflexión transcripta puede leerse como un comentario a la teoría de la comunicación humana, expuesta por Ernesto Sábato en El túnel26, “quizá la primera expresión cabal de narrativa existencialista entre nosotros [los hispanoamericanos]” (Oviedo, 2002, p. 61)27. Recordemos que, en una entrevista de 1977, el autor expresa que, para él:

La literatura no es un fin, es un instrumento para investigar ... el sentido de la existencia. De la existencia de uno, y por tanto de la existencia humana en general, puesto que el hombre, solo, no existe, todo vivir es con-vivir. (Sábato, en Campra, 1998, p. 168).

Téngase en cuenta también que Sábato continuó interesándose por la corriente existencialista al punto de que, bajo el seudónimo de E. Cavalcanti, a mediados de la década de 1950, “publicó el suplemento ‘¿Qué es el existencialismo?’ en la revista Mundo Argentino, que dirigía” (Fleisher, en Martínez et al., 2018, p. 13).

La teoría de la comunicación que visualiza Sábato se desarrolla explícitamente en el capítulo XXXVI de El túnel. Allí, Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne, su amada y amante, reflexiona sobre la relación que habían mantenido:

Era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí como clave destinada a ella sola ... ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión...! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable ... a veces volvía a ser piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado ... y hasta pensaba que en esos momentos ... toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en el que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. (Sábato, 2000, pp. 149-150).

Tomando como marco el pensamiento de Castel, observamos que Nora, si bien no comprendió a Valentina, sí logró identificar su clave: “La muchacha me devolvió una sonrisa que era la más sencilla e inesperada encarnación del enigma” (Poletti, 1967, p. 75). Este detalle, que a simple vista podría parecer menor, permite hacer algunas observaciones. En primer lugar, para el cumplimiento del oficio y la interpretación del otro, Nora debe aprender la diferencia entre el “ser” y el “parecer”. Inicialmente, la narradora no realiza esta distinción cuando se trata de Valentina, Renato y su abuela. La belleza y el amor de estos personajes la enceguecen, conduciéndola a una errónea decodificación de la realidad, con diferentes

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consecuencias. Pero luego, tras haber aceptado ver la traición de Renato, Nora descubre la clave del oficio: el papel estratégico de la sonrisa. El desconocimiento de ese artilugio, de naturaleza casi teatral, le había imposibilitado en su momento comprender el callado drama interior de Valentina y de su abuela:

Teresa me escrutaba ... Entonces, apreté los músculos de la cara y creo que compuse la vieja sonrisa del oficio ... Y de pronto me sentí envuelta, o como protegida por un halo extraño, poderoso y sedante a la vez. Sentí caer sobre mi rostro convulsionado una máscara de inalterable adustez: una máscara que vencía la trepidante imagen interior ... Y también de golpe y por primera vez descubrí que la vieja del extraño oficio jamás hablaba de sí misma. Jamás dejó entrever el desgarrón que debió inferirle el olvido en que la dejaron los hijos esparcidos por el mundo. Fue una revelación fulminante: de repente, alguien me arrojaba en pleno rostro la clave de la vieja. (Poletti, 1967, p. 187).

Este es el instante en el que Nora culmina el aprendizaje de su oficio. Logra descubrir la táctica de su abuela y avizorar, también, que bajo esos enigmáticos rostros sonrientes, acechaba otro tipo de “mordeduras de lo real” desconocidas.

En tercer lugar, Nora necesita sobreponerse al sentimiento existencialista de estar encerrados e incomunicados y, por esta razón, no solo concibe la posibilidad de cierto tipo de entendimiento con las personas, sino también cierta difusa conexión con Dios. Es decir, a diferencia de Bernard Rieux —que se declara ateo— y de Juan Pablo Castel —que, pese a sus invocaciones a Dios, no manifiesta ningún sentimiento religioso, sino solo el desencanto frente a la naturaleza humana y un profundo sentimiento de soledad—, Nora no pone en duda la existencia de un ser superior: “Creer en Dios puede ser; pero confiar... / ¿Cómo confiar en un Dios tan cínico que crea el amor para volverlo instrumento de tortura?” (Poletti, 1967, p. 33).

Nora adjudica a Dios atributos que dificultan su comprensión desde una óptica humana. Además de cínico, lo califica de “inhumano” (Poletti, 1967, p. 136) y de “pecador”: “Pienso que también hay pecado en imponer un oficio a las criaturas. Me refiero a Dios... Y también hay pecado en no cumplir con ese mandato, el del oficio, ¿no? Pecado de omisión” (p. 197). Es en esta instancia en la que surge el jesuita Paneloux, el sacerdote de La Peste, como un nuevo punto de comparación. Tras presenciar la muerte de un niño, el personaje de Camus advierte que “es posible que debamos amar lo que no podemos comprender ... es preciso creerlo todo o negarlo todo” (Camus, 1995, pp. 171 y 175). Nora, como Paneloux, conceptualiza a Dios como misterio, como Algo/Alguien incomprensible; sin embargo, a diferencia del sacerdote, no sacrifica su intelecto (Camus, 1999, p. 47), aunque sí reconoce que el oficio de Dios se le hizo carne. Nora siente su presencia cuando compone en su rostro la vieja sonrisa que iluminaba el semblante de su abuela: “de repente, alguien me arrojaba en pleno rostro la clave de la vieja. Alguien, o algo, de una sabiduría misteriosa: sobrehumana” (Poletti, 1967, p. 187).

Para Marcel, la filosofía no trata sobre problemas, sino sobre misterios, y Dios es uno de ellos. Los misterios son cuestiones que nos comprometen y de las cuales formamos parte sin poder separarnos de ellas. Para Nora, también Dios es un “misterio”: “Dios, el tiempo, la muerte y el porqué algunos nacen hermosos y otros deformes se identificaron en un mismo doloroso misterio” (Poletti, 1967, p. 112).

Nora no puede separarse del oficio de Dios y, por eso, termina sus días abocada a él. Casi encarnando el arquetipo de Quirón, el sanador herido, la narradora auxilia y escucha a sujetos

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que padecen sus propios males. A través de las cartas que escribe para los analfabetos, contribuye a restaurar los vínculos familiares que ella no consiguió religar, vínculos que, en su caso, quedaron para siempre erosionados por la distancia y el tiempo.

Quisiéramos finalizar el artículo con una última observación relativa al modo en que Gente conmigo da cuenta de tres importantes formas de escritura que, desde el siglo XIX hasta el momento en que la autora escribe, estuvieron vinculadas con la experiencia migratoria. En primer lugar, se ubican las leyes, facilitadoras u obstaculizadoras de la libre circulación de las personas. También se encuentran las epístolas, donde la figura del “escriba” (Serafin, 2011, p. 170) —encarnada inicialmente en la abuela y, después, en la narradora— emerge debido a que los analfabetos debían recurrir necesariamente a los “extraños oficios” de estos personajes para saber cómo estaban sus familiares y, también, llegado el caso, ayudarlos. La vejez de la abuela de Nora da profundidad temporal a la temática migratoria, cuyos difusos y antiguos orígenes están sugeridos en la existencia de un oficio extraño, de Dios, que se lleva en la sangre y se hereda. Finalmente, la novela presenta una tercera forma de escritura ligada a la inmigración: la escritura de la experiencia; escritura que aparece doblemente delineada por Nora Candiani y por Syria Poletti. Mientras que Nora, en sus cuadernos, registra su existencia migrante y la de otros a quienes socorre y asiste, cumpliendo así su misión religadora, Poletti, a través de su novela, literaturiza su experiencia como inmigrante italiana, proyectando en su personaje —verdadero alter ego de la escritora— algunas de sus propias vivencias, duelos y traumas.

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Notas

1Syria Poletti nació en el año 1917 en Pieve di Cadore, una ciudad italiana de Véneto. Recién a los 21 años, mucho tiempo después de que toda su familia se hubiese trasladado a Argentina, pudo emigrar con la ayuda de una de sus hermanas, sorteando algunas trabas legales vinculadas a la escoliosis congénita que padecía. Una vez emigrada, estudió español y comenzó a trabajar como profesora de italiano. Su producción escrita, que circuló en periódicos, revistas y libros, fue realizada en el nuevo idioma aprendido, y por esta razón la crítica concibió su obra bajo el concepto de Steiner de escritura “desterritorializada” (Bravo Herrera, 2012; Londero, 1993).

2Esta corriente es explícitamente mencionada en Gente conmigo: “Rousellier es italiano ... juega al existencialismo; un existencialismo muy refinado y completo: con barba, pipa y demás accesorios. / Conocí a la mujer. Ella también es existencialista” (Poletti, 1967, p. 46). Aquí la autora, a través del uso de las palabras “juega”, “refinado” y “completo”, deja apuntada su apreciación crítica sobre cierta banalización del existencialismo, mirada que comparte con Albert Camus, quien “tenía un mal concepto de esta corriente”. Según Francisco Gutiérrez Sánchez, “lo que sucedió fue que ésta alcanzó una gran popularidad y la llevó a una cierta vulgarización de algunos términos existencialistas y modos de pensar” (2001, p. 126).

3En un reportaje —recogido y ensamblado con otras entrevistas por Dora Fornaciari— frente a la pregunta de cuáles eran sus escritores argentinos preferidos, Syria Poletti mencionó a varios autores. El primero de la lista fue Borges, “que me abre paso al infinito”, y el segundo, Ernesto Sábato, “que me estremece y apasiona”

(Poletti, 1977, p. 155).

4Estas dos obras ensayísticas de Camus fueron publicadas en Argentina en un único volumen titulado El mito de Sísifo. El hombre rebelde, que ha sido reseñado en la revista Sur por Blanco Amor (1954).

5José Miguel Oviedo señala la importancia que tuvo el sello editorial Sur al traducir y difundir las obras de Albert Camus, Paul Sartre, Graham Greene, Louis-Ferdinand Céline y André Malraux, autores que impactaron profundamente en “nuestra sensibilidad y en la forma como percibíamos la posición del hombre en un mundo desgarrado por grandes tragedias: los bombardeos masivos, los campos de concentración, el exterminio de millones de judíos, el fascismo, el estalinismo y, finamente, la amenaza de la destrucción atómica” (Oviedo, 2002, p. 60). Además de la desintegración de vidas, países e ideales, este autor señala que ciertas notas existencialistas —como el absurdo, la incomunicación, la angustia, la rebelión y la búsqueda de la libertad— comenzaron a dominar el lenguaje y el pensamiento literario.

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6Además de La Peste, la editorial Sur publicó otras dos obras de Albert Camus: Bodas (1953, con la traducción de Jorge Zalamea) y El verano (1954, con la traducción de Alberto Luis Bixio).

7El túnel fue recomendado por Camus a su amigo editor, Michel Gallimard, quien la publicó en francés en 1951 (Correa, 1992, p. 90).

8Marcel profundiza la distinción bergsoniana entre cuerpo-objeto (mi cuerpo como uno más entre otros) y cuerpo-sujeto (“mi” cuerpo, que no puede darse a ninguna conciencia que no sea la propia) (Grassi, 2019).

9Véase Norambuena y Matamoros (2017, pp. 52-53).

10Mientras el artículo 20 establece cuáles son los derechos de los extranjeros y cómo pueden obtener la nacionalización argentina, el artículo 25 señala que el Gobierno federal va a fomentar, específicamente, la inmigración de origen europeo.

11En 1923, el gobierno de Alvear reglamentó la ley Avellaneda, desdoblando el control inmigratorio. El primer chequeo se hacía en el lugar de origen, mediante el visado de la documentación del postulante extranjero en los consulados argentinos; el segundo, en el lugar de arribo. Allí, las autoridades de la Dirección de Inmigración tenían la facultad definitiva para resolver la admisión. En 1938, se agrega por decreto otro requisito: el “permiso de libre desembarco”, que debía ser solicitado por los consulados a la Dirección de Inmigración. Este procedimiento, como analiza Devoto (2001), dio lugar a conflictos entre las dos reparticiones. Para un recorrido histórico y sintético por las leyes y decretos sancionados en nuestro país, véase Ivancich (1998).

12La “señora del Presidente” (Poletti, 1967, p. 123), Eva Duarte de Perón, falleció en julio de 1952, y el CIME (Poletti, 1967, p. 117), el Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas, fue un organismo creado en el año 1951 para gestionar los traslados de migrantes y refugiados (Redondo Carrero, 2017). Estos datos permiten ubicar la historia de la familia de Rafael hacia comienzos de la década de 1950.

13En la novela, los rasgos de la “nueva inmigración” (Poletti, 1967, p. 172) están encarnados —y ridiculizados, en algunos casos— mediante los siguientes personajes: el pintor Rousellier, cuya identidad original era la del veronés Mario Roselli; el príncipe Zedir, el célebre pianista supuestamente árabe, pero que, en verdad, era un cremonés llamado Antonio Croatti; y, por último, Gastón Richard, un modisto que se hacía pasar por francés, pero cuya nacionalidad era italiana y su nombre, José Marcuffi. Este último individuo quería que Nora adulterara su partida de nacimiento, cambiando los humildes oficios de sus padres —diariero y campesina— por la profesión de periodista y el título de condesa, respectivamente.

14Con respecto a la edad, según la Ley 817 (art. 14, cap. V), “inmigrante” era todo extranjero jornalero, artesano, industrial, agricultor o profesor, menor 60 años, que arribara al país viajando en 2.ª o 3.ª clase, o con pasajes pagados por el Estado argentino, con intención de instalarse definitivamente. A mediados del siglo XX, el gobierno peronista consideró que esta definición era anacrónica —convirtiendo así el término “inmigrante” en una “categoría histórica”—. Para ese entonces, como señala De Cristóforis (2016, p. 106), la razón del ingreso de los inmigrantes no solo era poblar, sino, y fundamentalmente, desarrollar la agricultura y la industria a fin de satisfacer las demandas del mercado interno. En función de estos nuevos objetivos políticos, el peronismo propuso en el “Proyecto de Ley de Bases”, que no llegó a convertirse en ley, bajar el límite de edad de 60 a 55 años y, además, consideraba deseable que el recién llegado poseyera ciertas disponibilidades económicas (De Cristóforis, 2011, p. 4). En relación con las cuestiones físicas, el Memorial Anual de 1947 da cuenta de esta y otras restricciones: señala que la Dirección General de Migraciones impide la entrada “del indeseable que pueda resultar un elemento peligroso para el orden interno ... del enfermo o lisiado que pueda constituir una carga para el Estado ... [y busca fomentar] la mejor inmigración, el elemento joven y de trabajo, técnicos, obreros especializados, hombres de ciencia, industriales” (De Cristóforis, 2011, p. 6).

15El personaje de Teresa, en un diálogo que mantiene con Nora, expresa sin tapujos esta realidad: “—Vinimos juntos hace veinticinco años ... Pero después él volvió a Italia porque allí teníamos una nena, paralítica, pobrecita. La habíamos dejado con mi madre ... no nos dejaron viajar con ella, por sus piernitas flojas” (Poletti, 1967, p. 32).

16Para la narradora, el extraño oficio provenía “de Dios” (Poletti, 1967, p. 24) y consistía en “escribir cartas para los ignorantes” (p. 10). Eugenio Castelli interpreta el trabajo de traductora de documentos de Nora Candiani como una “nueva versión, en la Argentina, del viejo oficio de redactora de cartas” (Castelli 1981, p. 103), es decir, como una “actualización” del oficio.

17Además de la técnica compositiva, Bordelois cuestiona la dimensión sociológica que presenta la novela, aspecto abordado parcialmente en Buret (2021b), donde esa zona de la obra es revalorizada a partir de la hipótesis general de que los inmigrantes son “sujetos heterogéneos” y de que es en Gente conmigo donde se percibe esa heterogeneidad.

18En los primeros años del siglo XX, debido a magnicidios perpetrados por anarquistas —los asesinatos del rey de Italia, Humberto I (1900), y del presidente estadounidense, William McKinley (1901)— y, también, a causa de sucesos nacionales, como los movimientos huelguísticos —iniciados por los obreros portuarios y extendidos, luego, a diferentes gremios (panaderos, cigarreros, obreros de fábricas de indumentaria, trabajadores de las vías

férreas, etc.)—, Argentina firma, en el marco de la 2.ª Conferencia Interamericana, un tratado internacional de

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extradición y protección con respecto al anarquismo. En consonancia con esta línea ideológica, se implementaron en el país dos instrumentos jurídicos de represión contra los inmigrantes políticos: por un lado, la Ley 4144 de Residencia, basada en un proyecto de 1899 del senador Miguel Cané, consistente en impedir la entrada al país, o bien, expulsar a extranjeros que perturbaran el orden público. Esta ley fue aprobada en 1902 y derogada en 1958, con una breve restauración durante el gobierno de Onganía por la Ley 18235. Por otro lado, en 1910, luego de un atentado anarquista en el Teatro Colón, se aprobó la Ley 7029 de Defensa Social, derogada con la Reforma del Código Penal en 1921 (Ivancich, 1998, pp. 34-39). Esta norma, entre otras cuestiones: prohibía la entrada al país de anarquistas y de extranjeros con condenas; no permitía las reuniones o manifestaciones obreras sin autorización policial; castigaba por apología a quienes difundían los delitos estipulados por dicha ley; y reprimía a quienes intentasen inducir a una persona a tomar parte de una huelga o boicot.

19En este punto, podemos observar que la novela de Poletti no da cuenta del componente antisemita que, dentro de las restricciones ideológicas, operó durante el peronismo. Al respecto, De Cristóforis (2011) señala que la inmigración judía, por ejemplo, estaba asociada, en muchos casos, al llamado “peligro comunista”.

20De acuerdo con la investigación de Quijada Mauriño (1989), para fomentar este tipo de inmigración se pusieron en marcha dos líneas de acción: por un lado, se crearon la Dirección Argentina de Inmigración en Europa (DAIE) —cuyas sedes fueron establecidas en España y en Italia— y la Comisión de Recepción y Encauzamiento de Inmigración (CREI); por otro lado, Argentina firmó convenios con Italia y con España. Debido a que Italia recién salía de la guerra, estaba más poblada que España y presentaba un índice de desocupación muy alto, apresuró y facilitó la marcha de las negociaciones. Así, en febrero de 1947, Italia firmó con Argentina un acuerdo sobre migración. El caso español es diferente porque no había participado de la guerra ni tenía exceso de población. Sin embargo, el hecho de que Argentina le hubiese enviado trigo para paliar los problemas de miseria, hambre y escasez de productos básicos que sufría España hizo que este país se sintiera en deuda con Argentina y vio en la emigración un modo de compensarla. Pero la negociación con España fue más compleja porque los funcionarios españoles no veían la necesidad de que personas con disponibilidad económica y formadas abandonasen su patria. Tampoco estaban de acuerdo con la desespañolización de los emigrantes y su asimilación a la cultura argentina. Finalmente, en octubre de 1948, se firmó un convenio en el que los españoles consiguieron eliminar la mayor parte de las cláusulas que imponían limitaciones a los derechos del inmigrante español.

21Para profundizar en la selección étnica, véase Galante (2005) y Biernat (2005), cuyos trabajos analizan las prácticas discriminatorias planteadas por Santiago Peralta, durante su actuación en la Dirección General de Migraciones, entre noviembre de 1945 y junio de 1947. Este tipo de prácticas discriminatorias, efectuadas por razones étnicas y religiosas, no están representadas en la novela de Poletti y solo sutilmente se alude a ellas.

22Esta manera de mencionar a Eva Duarte sin pronunciar expresamente su nombre no es exclusiva de Poletti. Recordemos que, hacia 1962, cuando se publica Gente conmigo, el cuerpo de la segunda esposa de J. D. Perón hacía ya siete años que se encontraba secuestrado y lo estaría por nueve más. En Santa Evita, Tomás Eloy Martínez señala que el primero en publicar una línea sobre el cadáver de Evita fue Rodolfo Walsh en su cuento “Esa mujer” (1965). Con respecto a él, el escritor argentino escribe una frase que aquí citamos porque también podría aplicarse al texto de Poletti: “La palabra Evita no aparece en el texto. Se la merodea, se la alude, se la invoca, y sin embargo nadie la pronuncia. La palabra no dicha era en ese momento la descripción perfecta del cuerpo que había desaparecido” (Martínez, 1995, p. 301).

23El dialecto de Mateo es tan cerrado que incluso Nora Candiani, italiana y traductora, confiesa que “no lograba entenderlo” (Poletti, 1967, p. 115).

24En El mito de Sísifo, Camus describe lo absurdo como “el estado metafísico del hombre consciente, que no lleva a Dios” (Camus, 1999, p. 50).

25Cuando Tarrou privadamente le informó a Rambert que Rieux también estaba separado de su esposa, el periodista decide responder al llamado del ser: “A la primera hora de la mañana Rambert telefoneó al doctor. /

—¿Aceptaría usted que yo trabaje ahí hasta que haya encontrado el medio de irme?” (Camus, 1995, p. 132). Luego, cuando tuvo la posibilidad de marcharse, Rambert comunicó que no se iría: “Sabía que si se iba tendría vergüenza ... vergüenza de ser el único en ser feliz ... Yo había creído siempre que era extraño en esta ciudad ...

Pero ahora, después de haber visto lo que he visto, sé que soy de aquí” (Camus, 1995, pp. 163-164).

26El túnel (1948) es el primer tomo de una trilogía que se completa con la publicación de otras dos obras: Sobre héroes y tumbas (1961) y Abbadón el exterminador (1974). Respecto del arte de novelar de Sábato, Elisa Calabrese aclara: “Su producción es breve; sólo tres novelas. Pero por ellas fluye una densidad de sentido que las liga estrechamente, hasta el punto de que configuran una verdadera trilogía” (1981, p. 89). Para Juan Antonio Rosado, en la trilogía “el tema de la ceguera adquiere profundidades míticas” (1999, p. 91). Por su parte, Ezequiel Martínez comenta que, mientras que con la primera novela Sábato “recibió las alabanzas de figuras como Albert Camus, Thomas Mann y Pablo Neruda... con las otras dos se consolidó como una de las voces ineludibles en el panorama de la narrativa argentina del siglo veinte” (en Martínez et al., 2018, p. 7).

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27José Miguel Oviedo (2002, p. 62) señala, además, semejanzas entre El túnel y otras dos obras existencialistas: La náusea, de Sartre, publicada en 1938, y El extranjero, de Camus, de 1942. Para un análisis de la relación de El túnel con las obras de Sartre y Camus, véanse Boulaghzalate (2010) y Rosado (2000).

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35738

“El guaraní es un pentagrama”. Artificios y vaivenes de la filología guaraní

en el Paraguay de inicios del siglo XX

Rodrigo Nicolás Villalba Rojas

Universidad Nacional de Formosa

Universidad Nacional del Litoral – Argentina

CONICET rodrigovillalbarojas@gmail.com https://orcid.org/0000-0002-8540-9686 Recibido 10/07/2021. Aceptado 21/09/2021

Resumen

El estudio de la lengua guaraní con una perspectiva filológica floreció entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX. A nuestro entender, el interés erudito sobre la lengua respondió a una coyuntura específica donde el predominio del positivismo permitía nuevos abordajes en materia de estudios lingüísticos y literarios, pero buscó otorgar al guaraní un valor positivo que contradijera al calificativo de “lengua de bárbaros” que pesaba sobre ella. Con todo, el proceso de reconstrucción del prestigio nacional de la lengua atravesó diferentes problemáticas ligadas a las normas de escritura y ortografía. El objetivo de este artículo es analizar algunos episodios y los roles intelectuales que comprendieron el nuevo interés en el guaraní como objeto de estudio, y que hicieron de contrafuertes para la emergencia de una escritura y una literatura nacional en lengua guaraní no indígena durante las primeras décadas del siglo XX. En dicho análisis se pondrán en relación una serie de textos de variada procedencia que abordaremos desde el enfoque de los estudios culturales latinoamericanos. Esta perspectiva nos ayudará a comprender qué procesos, representaciones e ideologías sobre la comunidad, la lengua y la historia entran en tensión a propósito de la cuestión de la lengua.

Palabras clave: lengua guaraní, intelectuales, filología, ortografía, normativización

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Guarani is a pentagram”. Artifices and oscillations of Guaraní philology in Paraguay at the beginning of the 20th century

Abstract

The study of the Guaraní language from a philological perspective grew up between the end of the 19th century and the first decades of the 20th century. In our opinion, scholarly interest in this language responded to a specific situation where the predominance of positivism allowed new linguistic and literary approaches, but sought give Guarani a positive value that would contradict the label of “language of barbarians” that weighed on it. However, the process of reconstructing the national prestige of the language went through different problems related to writing and spelling norms. The aim of this article is to analyze some episodes and intellectual roles that comprised the new interest in Guarani as an object of study, and which served as a counterforce for the emergence of a national writing and literature in the non-indigenous Guarani language during the first decades of the twentieth century. In this analysis we will establish a relationship between a series of texts of various origins that we will approach from the perspective of Latin American Cultural Studies. This perspective will help us to understand what processes, representations and ideologies about community, language and history come into tension with regard to the language question.

Keywords: guarani language, intellectuals, philology, spelling, standardization

Introducción

El estudio y la enseñanza de la lengua guaraní en el Paraguay en las primeras décadas del siglo XXI marcan una diferencia significativa respecto de un recorte similar proyectado a los primeros veinte o treinta años del siglo XX. Si hoy el panorama permite dar cuenta de una lengua en pleno proceso de estandarización, con una presencia intensa en señalética, prensa, redes sociales, documentos públicos y material pedagógico, la contraparte de hace cien años nos situaba en un espacio de discursividades que anunciaban tanto la inevitable muerte del guaraní como el resignado propósito de registrar los últimos estertores de un remanente “bárbaro”.

Guido Boggiani (1861-1901), el filántropo y explorador italiano que, se asume, murió en manos de indígenas en lo profundo del Chaco, redactaba hacia 1900 una extensa columna en defensa de la dignidad de la lengua guaraní y confrontaba a quienes se despachaban contra la lengua por significar, se decía, el atraso para la civilización. Uno de los ejes argumentales alude al malogrado trabajo de estandarización que había iniciado con el proceso evangelizador en las misiones franciscanas y jesuitas hasta mediados del siglo XVII, cuando el rey Carlos III ordenó la expulsión de estos últimos de los dominios de la corona (cfr. Melià, 2003). El saldo posterior sería el lento declive, máxime porque, según Boggiani, no hubo interés de propios ni ajenos en el equipamiento de la lengua:

Los extranjeros no se preocuparon mucho de ayudar al guaraní a perfeccionarse, introduciendo el arte de la escritura y aquellos métodos de estudio, por los que se conservaron, se modificaron y se perfeccionaron indudablemente todas las lenguas modernas de las naciones más civilizadas; y a pesar de algunos esfuerzos aislados, las dificultades encontradas fueron tantas, que toda idea de conservación fue abandonada… quedando, según lo

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que piensan algunos, reducido el guaraní, en estos últimos tiempos, a un vil dialecto, a una despreciable geringonza de salvajes, a quien se achacan todos males de que padece el país1. (Boggiani, 1935, p. 54).

El diagnóstico del explorador italiano es un eco de otros juicios similares que permeaban los discursos públicos de la prensa y los espacios académicos. El guaraní continuaba degenerándose y marchaba a la extinción. Pero también, y a pesar de aquella referencia al abandono de “toda idea de conservación”, desde mediados de 1900 fueron cobrando fuerza los argumentos en torno al estudio académico y la conservación de la lengua. Muy pronto la inclusión del idioma —de raíz indígena, pero hablado por una población mayoritariamente mestiza— en las armazones ideológicas del nacionalismo, le fue otorgando un lugar, si no central, al menos interno a las representaciones sobre la identidad y la raza paraguaya.

El estudio de la lengua guaraní con una perspectiva filológica, en suma, esbozó sus primeros antecedentes a fines del siglo XIX y no demoraría mucho en sacar a luz numerosos estudios y propuestas de unificación ortográfica que perseguían propósitos bien diferenciados según desde dónde se mirase la cuestión. Se trató de un renacer en el interés erudito sobre la lengua que respondía a la coyuntura específica, donde el predominio del positivismo permitía nuevos abordajes en materia de estudios lingüísticos y literarios, pero se inscribía, a la vez, en la tradición de los estudios de la lengua que habían formalizado los jesuitas hasta poco antes de su expulsión.

En este artículo realizaremos un breve bosquejo de los episodios y los intelectuales que comprendieron el nuevo interés en el guaraní como objeto de análisis erudito y que hicieron de contrafuertes para la emergencia de una escritura y una literatura en lengua guaraní no indígena durante las primeras décadas del siglo XX. Con este fin, emprenderemos un análisis de textos de variada procedencia, desde los artículos de prensa hasta conferencias y documentos históricos, a partir de los cuales interpretaremos en qué instancias del proceso de constitución de disciplinas o cuerpos letrados se sitúan estos textos en función de la coyuntura histórica. El enfoque de los estudios culturales latinoamericanos (Szurmuk e Irwin, 2009) y el método de la etnohistoria (Areces, 2008), que habilita diferentes niveles de interpretación de los documentos, nos permitirán comprender qué procesos, representaciones e ideologías sobre la comunidad, la lengua y la historia se interrelacionan en el sustrato textual y, en última instancia, aportar conocimiento acerca de las instancias de planificación lingüística que se desarrollaron tempranamente en la historia del Paraguay.

El presente trabajo, en ese sentido, consta de cuatro partes: la primera provee una construcción de la coyuntura y las variables sociales y discursivas que interactuaron en el proceso histórico de principios del siglo XX; la segunda señala etapas en la génesis y el desarrollo temprano de la filología guaraní que propusieron algunos intelectuales del —y desde— el circuito asunceno, partiendo de los ejercicios etimológicos; la tercera y la cuarta analizan algunos intentos de conservación y normalización que ensayaron tempranamente los intelectuales, ya desde los modelos de unificación ortográfica, ya desde la archivación de determinadas manifestaciones de la lengua y la pretendida creación de un museo desde la poco mentada Sociedad Cultura Guaraní (1923), un cuerpo erudito de bases filantrópicas que había tendido a la conservación sistemática de las manifestaciones de la lengua guaraní, en el Paraguay de ese tiempo. Entonces, podemos considerar como etapas del proceso de normalización lingüística (Penner, 2020) tanto los trabajos de normativización ortográfica como la creación de un archivo de la lengua que derivará en la constitución temprana de un corpus literario.

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El destino del guaraní en la posguerra y los cimientos de la reconstrucción

La presencia protagónica del guaraní paraguayo2 en los soportes escritos se registra con intensidad durante la guerra del Paraguay contra la Triple Alianza (1865-1870), en la prensa de trinchera. Las intermitencias de la guerra permitieron la proliferación de la propaganda nacionalista y la emergencia de un periódico enteramente escrito en guaraní, Cacique Lambaré (1867-1868), así como el empleo en otras hojas de prensa como Cabichu’i (1867- 1868) y El Centinela (1867) (Caballero y Ferreira, 2009; Huner, 2007). El fin de la contienda, sin embargo, implicó el sofocamiento de estas experiencias de escritura. A la derrota del Paraguay siguió un lento y extenso proceso de reestructuración a nivel social, político, económico y cultural de ese país. La toma de Asunción en 1869 había significado el primer paso en esa transición, cuando el triunvirato provisorio formado por Cirilo Antonio Rivarola, Carlos Loizaga y José Díaz de Bedoya declaró la expulsión del mariscal Francisco Solano López como “asesino de su patria” y oficializó una enseñanza de la historia que lo demonizaba y le atribuía la responsabilidad máxima en el casi exterminio de la sociedad paraguaya, a la que se representaba como devastada y sumida en la barbarie. Y si la categoría barbarie parecía transpuesta directamente desde los programas políticos del Río de La Plata a la compleja y delicada situación del Paraguay, no resultaba difícil amplificar su carga referencial asociando a ella la situación sociolingüística de la población mayoritaria, marcada medularmente por el predominio de la lengua guaraní. Así, a poco de instalado el Triunvirato, también se adoptaron medidas para restringir el empleo de aquella lengua de raíz indígena — transformada por siglos de contacto con el castellano y hablada por la población hispana— en los espacios gubernamentales (Villagra-Batoux, 2016).

En definitiva, con el correr de los años se naturalizó la puesta en dicotomía del eje castellano/guaraní, como extensión del par civilización/barbarie. Los debates en prensa y las conferencias que abordaban la cuestión de la lengua concedían al guaraní un innegable lugar en la identidad del pueblo paraguayo, pero situaban al castellano en un horizonte de progreso, y declaraban la extinción inevitable de la lengua “de los ancestros”, por sus propias limitaciones expresivas.

La meta a corto plazo en el plano de las discursividades involucraba numerosas operaciones de reconstrucción de la sociedad, conforme un modelo de progreso y un marco ideológico que interpretase el devenir social, donde cohabitaban la pobreza avasallante frente a la corrupción política y las especulaciones en materia de tierras públicas que despojaban de toda perspectiva al campesinado. Con todo, desde la tribuna pública y los medios de prensa podía vislumbrarse la necesidad de repensar los propósitos y modelos de organización de la sociedad, la construcción de una nacionalidad basada en los caracteres humanos del Paraguay y la formulación de ideales cívicos que guiarían toda decisión. En función de ello, se priorizaron los niveles de enseñanza secundaria y superior, con la fundación del Colegio Nacional de Asunción, en 1877, y la Universidad Nacional de Asunción, en 1889. El Colegio Nacional se erigió enseguida como el corazón de las dinámicas intelectuales y permitió la germinación de una elite letrada compuesta por paraguayos y migrantes —generalmente argentinos y españoles— que muy pronto se desempeñaron en la prensa y en otras instituciones públicas e intervinieron en debates enfervorecidos sobre los rumbos políticos y económicos3.

Ciertamente, por la reorganización territorial en la posguerra, el Paraguay debió entregar a Brasil y Argentina extensas parcelas de territorio (situación que se complejizó con las discusiones públicas sobre la posibilidad de anexar el Paraguay a la Argentina), lo que tuvo como efecto inmediato y permanente los movimientos migratorios internos de buena parte de la población. Así, si la gente había huido, primero, de los enfrentamientos, después de

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retornar a sus pueblos devastados no veían otras posibilidades de supervivencia que el éxodo hacia las zonas de provisión segura, aledañas a Asunción.

El Estado paraguayo, empobrecido y sin posibilidad de dar abasto a las necesidades socioeconómicas y sanitarias, recurrió a estrategias de recaudación útiles solo para el corto plazo, como el remate de tierras públicas a los latifundios extranjeros y el aumento descomunal de las tasas aduaneras que arrojaron una consecuente pauperización de las poblaciones campesinas, que sobrevivieron gracias a la agricultura doméstica, sin chances de generar ingresos mediante el trabajo en las chacras (Kleinpenning, 2014).

En buena medida estas conflictividades que recalaban en el campo político se trasladarían enseguida a los debates intelectuales de la prensa o los abordajes más especializados en los espacios académicos, como el Instituto Paraguayo (fundado en 1895), cuya Revista recogía los temas centrales de discusión y análisis en el circuito asunceno. Cuáles eran las causas primeras y genuinas de la miseria generalizada, qué historia del Paraguay contar, cómo representar a su sociedad desde la psicología, la sociología, la filosofía y las leyes, o qué evaluaciones realizar sobre los estancamientos en materia educativa constituían nodos de problematización de estos espacios.

Periódicos y revistas fueron los órganos principales de interacción entre los grupos intelectuales, en una época de proliferación repentina de publicaciones de prensa, pero cuyo número creciente contrastaba con su corta duración. Decenas de periódicos y semanarios se discontinuaban en lapsos muy breves de apenas algunos meses, a la par que la incipiente industria tipográfica intentaba organizarse para abastecer la demanda.

Así y todo, es claro que las imprentas y la prensa respondían a un porcentaje muy reducido de público alfabetizado, que había adquirido competencias básicas de lectura y escritura gracias a la instrucción primaria en castellano (Velázquez Seiferheld, 2019b). El perfil de guaraní-hablantes que accedían a una alfabetización acaso insuficiente en castellano comportaba un obstáculo para las posibilidades de organización y estandarización de la lengua guaraní, más aún si esta tarea no se encontraba en ninguna agenda gubernamental.

Intelectuales como Manuel Domínguez, Fulgencio R. Moreno, Blas Garay y Manuel Gondra participaban con mucha frecuencia en los medios de prensa de fines del siglo XIX, compartiendo espacios de redacción en periódicos como El Progreso, La Unión y El Tiempo. La actuación en más de un espacio de prensa generaba redes de interacción cada vez más abiertas, que permitieron incorporar a nuevos miembros al circuito. Y más allá de que respondían a la coyuntura ofreciendo análisis del estado social o económico del país, también dinamizaban el campo a través de opiniones cruzadas y polémicas.

En suma, las figuras de este cuerpo heterogéneo de intelectuales se preocuparon principalmente por (re)construir un sistema significante que recuperase el valor de lo nacional como eje, donde el prestigio de la nación paraguaya esté dado por el reconocimiento de un pasado glorioso y una ascendencia heroica. En función de ello realizaron indagaciones sobre el pasado e intentaron comprender la situación actual a partir de los análisis del proceso histórico. Este es uno de los pilares del perfil revisionista (entendido el revisionismo como reivindicación de Francisco Solano López, declarado “traidor” por el gobierno aliado y los paraguayos de la Legión), con que fundaron la historiografía contemporánea del Paraguay (Brezzo, 2010; Telesca, 2010).

Fueron tres, en fin, los temas capitales a partir de los cuales intentaron cimentar el programa político nacional. Por un lado, la restitución del pasado heroico, mediante un relato histórico fundado en los testimonios de los sobrevivientes, como hizo Juan O’Leary; por otro, el análisis sociológico del hombre paraguayo, en busca de un modo de comprender y explicar cuáles fueron los motivos por los que pudo sobrevivir a pesar de los embates, y hallar las pruebas de que se trataba de una sociedad capaz de reconstruirse desde las cenizas. Finalmente, y en estrecha relación con los puntos anteriores, la lenta recuperación del valor

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afectivo del idioma guaraní, como marca de identidad indeleble del pueblo paraguayo, rasgo de cohesión de la comunidad imaginada y patrimonio irrenunciable de la nación.

Este último aspecto no resultaba central y, sin embargo, constituyó uno de los ejes de discusión que favorecieron la paulatina revitalización de una escritura en lengua guaraní en las primeras tres décadas del siglo XX.

Los buscadores de raíces

Tal vez pueda describirse como uno de los principales precursores en el interés filológico por la lengua guaraní a Manuel Gondra (1872-1927), erudito, orador y uno de los referentes máximos del escenario político del Paraguay de las primeras décadas del siglo veinte4. Si bien Gondra es afamado por su errática trayectoria política, Natalicio González, primero, y Raúl Amaral, después, señalan oportunamente que sus ocupaciones de juventud significaron un valioso arranque para abordar la lengua guaraní desde una perspectiva filológica.

Una semblanza sobre Gondra, que elabora Natalicio González, da cuenta de las preocupaciones que lo llevaban a buscar una memoria oral de la lengua y registrarla (cfr. Gondra, 1942, p. 8), y en algunos artículos intentaba explicar aspectos de la historia y la geografía haciendo uso de la etimología guaraní, pero curiosamente nunca publicó ningún trabajo in extenso sobre la cuestión estrictamente ligada a la lengua. Sin embargo, se conserva lo que Amaral (2006) consideró como “exitosa incursión por la filología guaraní” (p. 130): una serie de tres artículos en que Gondra discutió los prejuicios lingüísticos que el historiador Blas Garay (1873-1899) dejaba entrever en el Compendio elemental de historia del Paraguay (1896).

Se trataba de tres columnas que forman parte de una extensa serie de críticas publicadas entre abril y mayo de 1897 en el diario La Democracia, que discutían con el entonces reciente Compendio de Garay. El propósito de estos tres textos era refutar una aseveración del historiador sobre la lengua guaraní y presentar contrapruebas obtenidas mediante una extensa indagación bibliográfica.

En efecto, Garay elaboraba en las primeras páginas de su libro un retrato minucioso — pero no estrictamente documental— del primitivo pueblo guaraní y concluía indicando que “no tenían palabras para expresar las ideas abstractas, y casi todos los diversos estados del ánimo los referían a los del estómago o a sensaciones puramente fisiológicas” (Garay, 1896, p. 16).

Visiblemente defraudado por los trazos superficiales de Garay, Gondra se erige como autor calificado haciendo participar, además de cierta erudición en la materia, su conocimiento íntimo del idioma. Él mismo desenvuelve un listado sustancioso de obras que ha leído, algunas misionales, otras contemporáneas, de filólogos que han estudiado las lenguas amerindias, e hinca los talones para oponerle sus competencias de hablante nativo y rechazar cualquier conclusión sustentada en hojarasca enciclopédica, pues aquello muestra que —como dice en una parte— “ha estudiado el guaraní en su gabinete, en los libros jesuíticos, y no en los labios de los que lo poseen, único lugar donde las lenguas viven” (Gondra, 1942, p. 63).

Pero sus argumentos más interesantes provienen de algunos breves ejercicios etimológicos que dan cuenta de una lógica de estudio de la lengua a partir de las raíces, método que replicarán otros autores en lo sucesivo. No obstante, debemos asumir que algunos de estos análisis aportaban mucho de la propia inventiva, como el propio escritor asume en el decurso de su argumentación apropósito de la expresión py’a (corazón, estómago, entrañas):

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Villalba Rojas, Rodrigo Nicolás. “El guaraní es un pentagrama”. Artificios y vaivenes de la filología guaraní en el Paraguay de inicios del siglo XX, PP. 231-250.

Considerado el sentido tan lato de la voz pïa, que significaba corazón, estómago y vientre al mismo tiempo, veo su origen en una contracción o aglutinación de dos palabras: , pies, y á, (síncope de ári), sobre, es decir, sobre los pies

Si, pues ella indicaba, lo que está sobre los pies, esto es, el cuerpo (si mi creencia no es equivocada) ¿por qué se ha de decir que cuando la lengua, evolucionando siempre, comenzó a perder sus homonomias [sic], entrando en el período de la diferenciación verbal, la palabra pïá, no expresaría la idea de corazón y sí sólo la de estómago?5 (Gondra, 1942, p. 55).

En contrapartida, otros segmentos de su exposición permiten apreciar la construcción paulatina de Gondra como autor versado a partir de lecturas específicas de la materia filológica, la literatura especializada y las discusiones de su tiempo, imagen que se legitima por el conocimiento directo de la lengua, desde donde puede discutir con los eruditos americanistas (así lo hace en la tercera columna cuando se introduce en el debate sobre la estructura y naturaleza de la lengua: “El polisintetismo del guaraní es para mí evidente” [p. 61] afirma antes de citar y discutir con los especialistas).

Gondra, un intelectual joven que empezaba a dar sus primeros pasos en la vida pública, también cultiva un gesto de intermediario entre el saber y los lectores casuales. Teniendo en cuenta que toda la revisión del Compendio se publicó originalmente en las hojas de la prensa, esta estrategia sitúa a sus textos en un modo divulgativo entre el discurso de la prensa y el registro académico especializado; es un autor que enseña al lector y que exhibe también sus modos de razonar sobre la lengua desde la etimología, las raíces léxicas:

[D]escomponiendo las voces guaraníes, se puede ver muy bien que constan ellas de otras varias, a la manera diré sirviéndome de un símil que me parece expresivo, de cuentas unidas entre sí por el hilo de la aglutinación…

Unos ejemplos aclararán esto. En las palabras colina y montaña, “ïbïtïmí” y “ïbïtïruzú” es fácil notar la formación: los sustantivos “ïbï”, tierra, y “atïra”, montón y los adjetivos miri o mini y guazú o ruzú, pequeño y grande6. (Gondra, 1942, p. 62).

Un detalle que no debe pasar desapercibido en las intervenciones del ensayista es la importancia que otorga a la crítica como ejercicio fundado en exploraciones bibliográficas. Gondra explicita constantemente en el decurso de sus exposiciones, cada uno de los textos citados, pero al final del último artículo vuelve a enunciar, bajo el título de advertencias, no solo algunas rectificaciones o erratas, sino también la lista de los textos de referencia.

Estos breviarios pueden considerarse síntoma de la inminencia de los estudios de corte filológico sobre el guaraní que ya veían abrirse la puerta hacia un camino posible. Pero, a la par, todavía era sustancial construir las circunstancias de producción de esas nuevas miradas lingüísticas, volver a pensar los imaginarios sobre la lengua y, sobre todo, otorgarle una función clara entre las piezas de un sistema ideológico nacional que lograse interpretar fielmente el carácter del pueblo paraguayo. Entre fines del siglo XIX y principios del XX, Manuel Domínguez (1868-1935) cargó en sus espaldas este proyecto que daría origen nada menos que a uno de los ensayos de interpretación nacional más importantes de la historia del Paraguay (véase Telesca, 2020) y a unos curiosos trazos de lo que hoy llamaríamos relativismo lingüístico.

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Situándose en los debates sobre la historia de la educación nacional, Manuel Domínguez exponía en una conferencia del Instituto Paraguayo a fines del siglo XIX la tensión que rodeaba a la lengua guaraní, desde los pesados prejuicios de la élite acerca de las limitaciones de la lengua indígena hasta su posición liminal, en los bordes de la civilización:

El guaraní es bellísimo. Su prosodia es admirable; tan sonoras, tan onomatopéyicas sus voces, como quizá otro idioma no las tenga… Pero si todo esto es muy cierto y además muy poético, no lo es menos, salvo lo de la poesía, que aquel que no hable otra lengua que el guaraní, estará siempre en cuanto a su estado de civilización, por debajo del que conoce el castellano. (Domínguez, 1897, p. 222).

En las palabras de Domínguez —que adopta un locus enunciativo desde la civilización—, el guaraní se revela atado a un dominio específicamente afectivo, sentimental, que seduce al hombre civilizado, pero que no asegura un estado óptimo de civilización a quien “no hable otra lengua que el guaraní”.

En estas reflexiones, que aprovecha para criticar en cierta medida a las misiones jesuíticas por el solo cultivo del guaraní, Domínguez acaso intuía ya una ventaja en el perfil bilingüe de la incipiente sociedad paraguaya, pero le resultaba mucho más riesgosa la pervivencia de aquella franja monolingüe guaraní de la población, demográficamente mayoritaria si se considera el proceso de mestizaje y la adquisición del guaraní como lengua materna.

El desconocimiento del castellano, y aun su prescindencia displicente por parte de los colonizadores, devenía escollo para la conformación de la sociedad civilizada. “El bárbaro que ha aprendido a expresarse en castellano —dice unas líneas más abajo—, con este solo hecho se ha civilizado”, a lo que agrega sin rodeos, enseguida, “hubiera sido divertido exigir a los maestros jesuitas de las misiones una demostración científica en guaraní puro; por ejemplo, que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos” (Domínguez, 1897, p. 222).

Más allá de esta mirada eurocéntrica, existía un interés genuino por otorgar al idioma una jerarquía que —si no lo equiparaba a las lenguas cultas— diese cuenta de su complejidad y de su capacidad de significación de nociones abstractas o espirituales. Persistía como preocupación un hacer entender qué dimensiones de sentido —más allá de la realidad material y fisiológica— era capaz de comunicar el guaraní.

Por eso, en la conferencia “Causas del heroísmo paraguayo” (1903), Domínguez analiza el idioma guaraní situado en un pueblo también hispanohablante y lo enmarca en el sistema representacional sobre la “raza paraguaya”, constituida por mestizos blancos superiores a otros pueblos americanos7. Su descripción del idioma, allí, acusa una aproximación algo más científica —alude a “su raro polisintetismo” (Domínguez, 1903, p. 659)— que alterna con los atributos que la emparientan con la naturaleza —“la formaron el canto de los pájaros, los rumores del viento” (Domínguez, 1903, p. 659)—. En esta conferencia la lengua ya es una marca de identidad nacional: el mestizaje y el idioma confieren a los paraguayos un pragmatismo y una sagacidad sobresalientes, una tenacidad como pocas. También, gracias a la lengua —parece decir— ha sobrevivido el paraguayo al exterminio y ha vuelto a luchar, y, en síntesis:

Hablando su sonoro guaraní es alegre, otro índice de su salud física y mental, otra prueba de su superioridad… El paraguayo como el francés es alegre, hasta

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en los trances apurados. No le abate la desgracia y en esto aventaja al francés a quien desconcierta el fracaso. Nuestra gente derrotada hoy, torna y retorna a la carga. Sabe que va a la muerte y se burla con picante ironía de la muerte. (Domínguez, 1903, p. 660).

El guaraní posee la expresión techauka para designar el acto de mostrar como un hacer ver mediado (alguien hace ver a alguien). Este hechaukase, esta intención de hacer ver el lugar constitutivo de la lengua en el “ser paraguayo” llevó, primero, a Manuel Gondra y, luego, a Manuel Domínguez a sostener varias reflexiones sobre el idioma, echando mano del legado jesuita, estudiando unidades léxicas y partículas, ensayando una etimología de la lengua, para fundar, en definitiva, una filología de la lengua guaraní. Pero el guaraní se estudia, para Domínguez, como lengua indígena y en su estado “primitivo” (nunca hace mención directa al guaraní del pueblo paraguayo), acaso como raíz o arqueología de una ciencia del lenguaje. En una anotación sin fecha, recogida póstumamente, anota con entusiasmo:

Y si el Guaraní es para el artista un pentagrama en que la Naturaleza escribió sus armonías, para el filólogo es ciencia profunda que permite escrutar los primeros bostezos del lenguaje, sorprender la germinación de las voces en sus raíces virginales. (Domínguez, 1959, p. 200).

En esa dirección, Domínguez posee una serie de anotaciones, posteriores a 1910, que estudian las raíces guaraníes y su origen onomatopéyico, con lo cual intenta también sostener la tesis del origen onomatopéyico de las lenguas. Domínguez discute en esos textos con autores europeos y americanos, e intenta posicionar —con algunos resultados relativos— el estudio de la lengua en el espacio académico, adaptando sin mayor esfuerzo metodológico el modelo de las gramáticas comparadas indoeuropeas, desde Franz Bopp hasta Ernest Renan y Julio Cejador.

El Domínguez de las etimologías se presenta en toda su amplitud durante el XVII en el Congreso Internacional de Americanistas (que coincidió, en Buenos Aires, con el Centenario de la Revolución de Mayo, 1810-1910), donde adopta una postura similar a la de Gondra para legitimar su autoridad en la materia —“El conocimiento del guaraní y el Tesoro [de la lengua guaraní] de [Antonio Ruiz de] Montoya me sirvieron para el examen de las raíces” (Domínguez, 1912, p. 193)— y, a la vez, prioriza el examen de la lengua indígena en los hablantes indígenas, a pesar de sus esfuerzos teóricos por ligar el idioma como rasgo constitutivo y cohesionador del pueblo paraguayo mestizo:

Fonógrafo que registra todos los sonidos externos, pero máquina viviente capaz de combinar esos sonidos con algunas pocas notas propias –raíces exclamativas– es la impresión que queremos dar del hombre primitivo quien no hubiera hablado en un mundo sin arpas eólicas ni pájaros que canten (Domínguez, 1912, p. 194).

Los visos deterministas del estudio de Domínguez, que imagina un hombre primitivo esencialmente imitador de los sonidos de la naturaleza, sin la cual no hubiese desarrollado el

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habla, no restan riqueza a los registros sobre el habla y las costumbres (varias de ellas supersticiones) contemporáneas al autor:

Todavía se dice en guaraní de ciertas aves solitarias de canto lastimero y de los perros que ahullan [sic] al ponerse el sol ó en el silencio de la noche, que ó- poró-hȃn-ȗn-bȏn; es decir, que ominan ó anuncian desgracia, fatalidad, cercano porvenir funesto8. (Domínguez, 1912, p. 200).

En esas ilustraciones brevísimas emerge la huella del guaraní como un resto del pasado (“todavía decirse en guaraní”), donde la lengua deviene signo de un remanente primitivo, aunque a veces se lee también como signo de una esencia, summum de la nacionalidad: “Era y es el idioma de nuestros soldados, el santo y seña de la Patria, nos decía un poeta; flor y fruto de su alma, añadía otro; testamento armonioso de una raza, decimos nosotros” (Domínguez, 1959, p. 199).

Con todo, los autores hasta aquí mencionados no llegarían muy lejos en materia filológica, con sus trabajos que abundaban en argumentos y conclusiones más bien especulativas, no fundadas en un análisis sistemático. Y si bien dejaban entrever propósitos específicamente reivindicatorios (restituir a la lengua un prestigio horadado por los discursos de la administración liberal de la posguerra), allanarían el camino para la presentación en sociedad de quien desplegaría extensos y meticulosos estudios filológicos sobre el guaraní, el erudito Moisés Bertoni.

“Cada uno lo escribe como le place, o poco menos”9, el nodo ortográfico

Moisés Santiago Bertoni (1857-1929), un inmigrante suizo que se radicó en el Alto Paraná desde fines del siglo XIX –para asentar una colonia donde realizar investigaciones de botánica– y fundó por esos años la Escuela de Agronomía de Asunción, avanza en el análisis de la lengua entendida ya en un sentido menos especulativo que empírico, preocupado principalmente por el aporte del mundo guaraní a la ciencia botánica. Su interés central por unificar una ortografía del guaraní que sea operativa al lenguaje de la ciencia —en especial, que permita nombrar concretamente en guaraní las especies en catalogación— lo llevó a estudiar la extensión y los alcances de la lengua y la cultura guaraní en toda América. Incluso afirmó apresuradamente que esta había constituido una civilización más amplia que la sociedad incaica, rica en saberes ligados a la medicina y la espiritualidad, considerados por él como los grandes fundamentos de aquella sociedad.

Este estudioso llevó adelante una misión de pretensiones enciclopédicas que lo posicionó en el circuito intelectual asunceno como el hombre de ciencia que poseía las claves para el estudio de la lengua y un poco más, pues también se ha considerado que algunos de sus trabajos buscaron sustentar las teorizaciones sobre el mestizo blanco superior de Domínguez, que se reactualizó en cercanías de la guerra del Chaco (1932-1935) (Telesca, 2010, 2020).

Bertoni impulsó los estudios de la lengua desde un enfoque etnológico positivista y nutrió sus indagaciones de un corpus ecléctico de crónicas, registros y glosarios de los exploradores, naturalistas, etnólogos y misioneros que transitaron la geografía y los pueblos indígenas de Sudamérica y el Caribe. Fruto de esos trabajos, es posible proyectar un atlas lingüístico del guaraní entre las dos regiones subcontinentales de América del Sur y las Antillas centroamericanas. No obstante, una de las críticas centrales a la obra de Bertoni será la referente a los métodos y las fuentes: sus resultados no provenían de exploraciones de primera mano por el territorio, sino de relevamientos bibliográficos muchas veces

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intervenidos por conclusiones parciales que daban cuenta del desconocimiento de las realidades que describía, o del interés específico por forzar pruebas para ajustarlas a su estructura argumentativa (cfr. Baratti y Candolfi, 2014).

A pesar de estas objeciones, Bertoni logró expandir de tal modo su dominio en la materia que, después de sus trabajos sobre lengua y cultura guaraníes, en especial, la Ortografía guaraní (1914), Influencia de la lengua guaraní en Sud-América y Antillas (1916), La lengua guaraní como documento histórico (1920), las Analogías Lingüísticas Caraibes-Guaraníes (1921) y el extenso tratado La civilización guaraní (1922). Todos estos trabajos marcan un hito, ciertamente, en la producción sobre etnología en el Paraguay y logran situar al erudito suizo como el referente máximo en materia de estudios científicos sobre los guaraníes, a tal punto que influyó significativamente en la escritura del poema en guaraní Ñande ĭpĭ cuéra (Nuestros Antepasados), de Narciso R. Colmán (1929), una obra clave para entender las percepciones y usos de la mitología indígena en la sociedad criolla. Fuera de los textos de Bertoni, no hay otros tratados o estudios minuciosos que se hayan lanzado en Paraguay en los mismos años o en los subsiguientes10.

Una excepción en cuanto a lo estrictamente ortográfico es la propuesta crítica de Juan Francisco Recalde (1885-1947), un médico paraguayo con variada actividad en la vida pública, desde la prensa, docencia e investigación, hasta labores ministeriales y legislativas. Su Nuevo método de ortografía guaraní (1924), que se postulaba como una alternativa al modelo de Bertoni —que “tiene en su exactitud fotográfica su mérito internacional y al mismo tiempo su defecto principal” (p. 3) afirmaba Recalde (1924)—, buscaba sintonizar con la emergencia creciente de escritores populares en guaraní.

Ciertamente, la ortografía del erudito suizo, que se había presentado en sociedad durante el Congreso Científico Internacional Americano de Buenos Aires (1910), y que se publicó en 1914 en Asunción, había nacido de una exigencia metodológica y unas necesidades estrictamente científicas: “Me vi forzado —dice, al hablar del estudio de la ortografía—, obligado a ello como condición previa y necesaria para establecer orden en mis manuscritos” (Bertoni, 1914, p. 3). Ese modelo ortográfico aspiraba a unificar los registros en guaraní de la nomenclatura científica, problema que se hacía visible en textos de diversos autores y con el que el propio Bertoni debía lidiar para avanzar en sus trabajos sobre botánica.

De modo que la crítica de Recalde se posa en ese propósito estrictamente científico que no echaba de ver en otros pormenores ligados a la economía de caracteres o, mismo, a la primera impresión que podía dar la escritura en términos estéticos. Recalde presenta, entonces, un modelo que también tendía a la unificación de criterios, pero intentaba, además, responder a las necesidades del uso corriente y a las exigencias “del espíritu”: “una ortografía que, ganando si es posible en precisión, no pierda nada en belleza” (Recalde, 1924, p. 3).

La propuesta de Recalde, que no trascendió en el tiempo como sí lo hizo la ortografía bertoniana, presentaba como novedad una reflexión minuciosa sobre las posibilidades de representación de los acentos en correlación con la nasalidad, aspiración o guturalidad de vocales y semivocales [Figura 1]. También reflexionaba en torno al sistema de numeración (que recién volvería a tener una formulación concreta hacia 1960, con el modelo de Reinaldo Decoud Larrosa) y a la incorporación de hispanismos, lo que significaba en sí un giro en cuanto al estudio del guaraní en la sociedad no indígena.

En definitiva, los modelos de Bertoni y de Recalde compartían el propósito unificador frente a la arbitrariedad normativa de la denominada grafía tradicional, que emulaba el sistema ortográfico del español, pero recurría a dígrafos o diacríticos para atender a ciertas especificidades del sistema fonológico guaraní, como el puso /ꞌ/ y las formas nasales, la vocal velar /y/ o la consonante aspirada /h/11. En ese sentido, en los apéndices del texto de Recalde, a modo ilustrativo, se recogen textos del cancionero folklórico y la oratura popular criolla e indígena, y se presenta comparativamente cómo se realizarían las transliteraciones desde la

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grafía tradicional al modelo ortográfico propuesto por él. Una nota final en la Fe de erratas da cuenta del estado de anomia no solo en el orden de lo ortográfico, sino en los propios criterios de escritura segmental:

La unión o desunión de ciertas palabras guaraníes, con sus partículas modificadoras, no ha obedecido a un sistema bien definido —y en la acentuación, aún procurando tenerme dentro de las reglas que había establecido, ha sido en varias ocasiones incorrecta por mi falta de práctica. (Recalde, 1924, p. 99).

El problema de la ortografía es un punto de convergencia y síntoma de la intensificación de un proceso de aprovisionamiento de la lengua, engrosamiento de los registros documentales del guaraní y reactualización permanente de las discusiones en torno a la importancia o no del idioma para el desarrollo de la sociedad.

Si Boggiani, a principios de siglo diagnosticaba el abandono de todo esfuerzo de conservación, estos ensayos sobre la lengua en un nivel meta, a los que debemos sumar la creciente puesta en circulación de textos impresos en guaraní en diferentes géneros (Villalba Rojas, 2020), daban cuenta de un resurgimiento de las prácticas escriturarias en esa lengua. Contra la desazón que expresaba el explorador italiano, la década de 1920 fue nodal, no solo para este resurgimiento, sino para la consolidación de la poesía escrita en lengua guaraní (que continuaría produciéndose por décadas a través los cancioneros) y la cimentación del “nacionalismo lingüístico” que cobraría protagonismo en circunstancias de la guerra del Chaco (Velázquez Seiferheld, 2019a).

Figura 1.

Las vocales en la ortografía de J. F. Recalde

Nota. Se visualiza parte de la propuesta ortográfica de Juan Francisco Recalde para los diferentes acentos vocálicos y nasales. Fuente: Recalde, 1924, p. 13.

La Sociedad Cultura Guaraní al rescate

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El testimonio material de que ocurría un interés creciente sobre la lengua guaraní fue la conformación de la Sociedad Cultura Guaraní en la Asunción de 1923: un grupo de guaranistas convocaron un cónclave en el gimnasio Paraguayo para formalizar su carácter de cultores de la lengua e intentar dar un estatuto nuevo al idioma de uso mayoritario en el Paraguay.

El 23 de mayo de 1923 estos hombres se autorreconocieron como el primer comité de eruditos reunidos en torno a la búsqueda de consolidación del idioma como patrimonio nacional. Entre los pocos registros hallados sobre Cultura Guaraní, sobresale una dedicatoria que Narciso R. Colmán hiciera a los integrantes de la sociedad en las primeras páginas del diccionario paremiológico Mil refranes guaraníes (1929). Allí se cuentan, entre otros, como estudiosos o divulgadores de la lengua y la cultura guaraní, un heterogéneo grupo de referentes, como el ensayista Juan O’Leary, el maestro y escritor Leopoldo Benítez, el médico veterinario Tomás Osuna y el sociólogo y poeta socialista Anselmo Jover Peralta (ambos autores de uno de los primeros diccionarios guaraní-castellano), el investigador y filántropo Andrés Barbero, y el etnólogo y lingüista Guillermo Tell Bertoni (hijo de Moisés).

En este cuerpo letrado aparecen apenas dos escritores en guaraní que han dejado una obra trascendente: Narciso R. Colmán y Francisco Martín Barrios. También sobresalen los socios honorarios, eruditos o comunicadores ya por entonces consagrados internacionalmente, entre ellos, los ya citados Moisés Bertoni, Manuel Gondra, Manuel Domínguez y Juan Francisco Recalde, además del insoslayable etnólogo alemán Roberto Lehmann-Nitsche.

La brevísima acta fundacional, recogida como anexo de un folleto también breve sobre Ortografía de la lengua guaraní (publicado por la Imprenta Nacional, 1940), contiene dos artículos. En el artículo primero se enumeran tres fines primordiales de la sociedad, mientras que el segundo artículo describe cuatro tareas correspondientes.

Artículo 1° Fundar, bajo los auspicios del Gimnasio Paraguayo, una sociedad con la denominación de Cultura Guaraní, cuyos fines primordiales son:

a)El estudio integral del idioma, su restauración y divulgación;

b)El fomento de la producción científico-literaria del mismo, y

c)El acopio de documentos relativos al idioma y a la raza guaraní. Art. 2° Para realizar estos fines, la sociedad propenderá:

1° A la organización de seminarios en la capital y campaña;

2° A estimular la producción científica y literaria sobre temas relativos a dichos estudios;

3° A unificar la ortografía y la fonética; y

4° A fundar una Biblioteca y Museo de la Raza. (República del Paraguay, 1940, pp. 15–17).

El acta declara la preocupación del cuerpo erudito por la unificación del sistema de escritura del guaraní, así como la investigación científica y el acopio. De sus fines y actividades pueden inferirse las representaciones compartidas sobre cuál era la situación del guaraní como lengua y qué podía hacerse con ella.

En primer lugar, las preocupaciones por su estudio, divulgación y restauración dan cuenta de su situación minorizada, una suerte de lengua horadada que puede restaurarse. Y una parte de esa restauración, puede entenderse, es el establecimiento de una normativa unificada, por la que se luchaba infructuosamente. Es interesante, además, visualizar un intersticio para el debate: se menciona una enseñanza del idioma, pero no a través del idioma, sin dudas atentos

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a conservar un ideal de bilingüismo que no se explicita, pero que ya había sido insinuado en algunos trabajos, como los de Domínguez.

El “fomento de la producción científico-literaria” del idioma, y su par, el estímulo de “la producción científica y literaria sobre temas relativos a dichos estudios”, llevan implícitos, por su parte, dos puntos de apoyo, dos posiciones ligadas a las jerarquías y dominios de uso de las lenguas, a una situación de diglosia que parece trasladarse de la oralidad a la escritura. En otras palabras, la producción literaria —no lo dicen, pero efectivamente sucede— puede ser en guaraní o en relación con el guaraní, pero la producción científica debe ser sobre el guaraní y en castellano. Esta es una constante: el guaraní nunca se piensa como metalengua, mucho menos como lengua académica, y los académicos paraguayos tardarán mucho tiempo en intentar una escritura del guaraní en ese nivel12, a pesar de haber tenido un precedente insólito en las sugerencias ortográficas del “Morandu” que figuraba en las páginas del periódico Lambaré de 1867 (Villalba Rojas, 2020, p. 43).

Como caso aislado e integral de creación en guaraní y documentación de la lengua, sobresale la figura de Narciso R. Colmán (Rosicrán), mayormente conocido como el poeta de los mitos guaraníes, pero cuya labor lexicográfica todavía espera ser estudiada. Curiosamente, en aquel año, Rosicrán publicó de manera anónima su primer ñe’ẽnga ryru (colección de refranes) bajo el título de Ñe’êngá roviú (Refranes verdioscuros) (1923), un libro que compendiaba algunos destellos del saber coloquial, más cercanos al humor soez e impúdico. En los años sucesivos continuaría ese trabajo íntimamente ligado a la tradición oral, muy preocupado por registrar fielmente las manifestaciones de la lengua, “sin falsificarlos ni desnaturalizarlos, para que los siglos así les sorprendan en este volumen”, dice en Mil refranes guaraníes (Colmán, 1929, p. 7). Con su tarea de archivado, Colmán planteaba un gesto articulador entre la práctica literaria y la misión erudita de la Sociedad.

No obstante este indicio de sintonía con la misión del cuerpo erudito, en sus obras precedentes —todas escritas en guaraní— Colmán ya se hacía eco del caos ortográfico en que estaban sumidos los textos, por la diversidad de autores y de criterios de representación de los sonidos de la lengua. El mismo refranero continúa ese conflicto e incluye una nota sobre la ortografía del volumen, donde el compilador reconoce la labor unificadora de Cultura Guaraní, pero toma distancia por motivos de uniformidad artística:

El autor de esta recopilación, desde que escribió el guaraní ha venido utilizando esta última forma de grafía… de suerte que la adopción de otra ortografía contrariaría a su costumbre y atentaría a la uniformidad de la grafía adoptada en sus obras anteriores. (Colmán, 1929, p. 9).

En el apéndice del póstumo Diccionario botánico (1940), una anotación de Moisés Bertoni, por su parte, muestra todavía el anhelo de consolidar una nomenclatura científica en guaraní que ostente una precisión inconfundible (preocupación que marcó todo su trabajo lingüístico ya desde la Ortografía). Con ese ánimo, y si aun hubiese obstáculo para su uso corriente, concede sin dilaciones la posibilidad de que esta coexista con un sistema gráfico popular, diferencia que había enfatizado Juan F. Recalde en 1924. Ambas perspectivas, la de Recalde, cercana al empleo en las comunicaciones cotidianas, y la de Bertoni, anclada en los usos científicos, coinciden después de todo en la posibilidad de dos sistemas ortográficos sintomáticos de una jerarquía interna al idioma, dos estatus lingüísticos, dos registros bien diferenciados por el dominio de uso, uno más especializado que el otro.

Aparentemente, la dinámica entre lenguas y hablantes no podía escapar de una tensión diglósica (o al menos una compartimentalización de dominios de uso), una fuerza centrípeta

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que tendía constantemente a la distinción, a la marcación deliberada de la diferencia máxima entre clases de hablantes o, a lo sumo, entre los propósitos con los que se debía emplear cada registro de lengua. Y esta toma de distancia (que parece germinal en la distinción de dominios que expresa el binomio ciencia-literatura en el acta fundacional de Cultura Guaraní) se ejercía desde los estratos más altos de la sociedad. A la clase intelectual le interesaba menos la lengua que los rastros del pasado en la lengua. Su trabajo era una labor de erudición constante. Pretendían el abordaje filológico y acaso solo por eso era necesario fundar el museo y la biblioteca, registrar y aislar los vestigios de la lengua y de la raza, especímenes para el futuro.

La Biblioteca y el Museo de la Raza aparecen, así, como la tarea de rescate urgente de la Sociedad. A propósito, la categoría de raza también exhibe su ambivalencia y motiva otros problemas: ¿qué lengua y qué cultura pretende acopiar este cuerpo erudito: la lengua y la cultura indígena, a las que dan por perimidas y a las que solo les resta la posibilidad de conservación museística, antes de su extinción, o la variedad paraguaya del guaraní, variedad no indígena, que, de todas maneras consideraban horadada, interferida por el castellano?, ¿cuál es el propósito último de este acopio y museificación, considerando que indígenas y mestizos compartían los espacios cotidianamente en cualquiera de las poblaciones del Paraguay, tanto en las más urbanizadas como en las zonas rurales, donde se los homologaba a la masa campesina ya desde fines del siglo XVIII (cfr. Telesca y Wilde, 2011)?

La misión de la sociedad, con todo, encuadra muy bien con las advertencias de Rubén Bareiro Saguier acerca de una “generación indigenista-nacionalista” que comenzó a brotar en los años veinte y se extendió por varias décadas en la figura de diversos autores. En el rótulo que impone Bareiro, los elementos realzan el contraste a favor de un imaginario colonialista de nación que explota la figura del indígena en un sentido retórico, como vestigio de una época ymaguare (primitiva), pero al que no le interesan materialmente los sujetos y comunidades indígenas, pues “habla de un indio idealizado y de situaciones falsas creadas por la visión alienada que la colonización había impuesto” (Bareiro Saguier, 1990, p. 35).

Raza, es muy probable que en relación con la cultura —y por ende el idioma— aluda a la “raza guaraní paraguaya”, no en el sentido de un agenciamiento indígena, sino como una construcción subvertida que asimila, sin decirlo, la representación del mestizo blanco superior que postulara Manuel Domínguez (vid. Telesca, 2020). De lo indígena importan sus herencias remotas, no la carga genética, no las prácticas sociales o religiosas, no las costumbres comunitarias, sí las reminiscencias que traen los últimos sonidos de su lengua primitiva.

Mba’émotepa? (¿Cuál es la palabra?)13, conclusiones y aperturas

Pero, a falta de una ortografía uniforme, cada escritor guaraní escribe a su capricho.

De ahí nace la dificultad para la buena y fácil lectura de las palabras escritas en guaraní para el pueblo lector. Cada uno tiene que andar adivinando primero para dar con el sonido de cada palabra…

Somos de opinión que la [Sociedad] Cultura Guaraní debe tomar sobre sí la gran obra de convocar a una Convención a nuestros guaraniólogos para establecer la uniformidad de la ortografía guaraní en bien de la literatura nacional (Ortografía guaraní, 1926).

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A modo de síntesis, en el Paraguay de las primeras décadas del siglo XX, la cuestión de la lengua se convirtió en un capítulo de la tarea intelectual de diferentes figuras públicas (de hecho, fue constituyéndose poco a poco un perfil de intelectual de la lengua que todavía espera ser estudiado en profundidad). Este ejercicio de erudición oscilaba entre la práctica de una filología especulativa y una hermenéutica por lo general basada en reconstrucciones intuitivas de la lengua cuyo límite inferior son las gramáticas misionales, pero que paulatinamente —y en el marco de abordajes pretendidamente científicos— se proyectaba ya hacia definiciones pragmáticas con miras a un sistema de escritura con usos predefinidos (la ciencia/la literatura), ya hacia horizontes imprevisibles donde se ensayaban miradas comparativas y asociaciones con otras lenguas del continente y el mundo, a veces no emparentadas con la familia tupi-guaraní.

Durante buena parte del siglo XX, el terreno visible de la lucha intelectual por —pero también con— la lengua guaraní fue el de la escritura y la ortografía, porque existía un espíritu de producción en la lengua que tuvo su expresión material en la proliferación de cancioneros bilingües guaraní-castellano a partir de los años veinte. Uno de sus máximos referentes fue Narciso R. Colmán, que ocupó un lugar central en la poesía en guaraní, y cuyas obras pueden leerse como correlato de la tarea filológica. Y si bien este escritor formó parte activa de Cultura Guaraní, Roberto Romero cita la disconformidad que expresaba Colmán, todavía muchos años después de su participación en el cuerpo erudito:

En el Gimnasio Paraguayo… comenzamos este estudio [el de la ortografía], sin ningún resultado. En el Ateneo Paraguayo, con la presidencia del Ministro de Instrucción Pública, Dr. Juan Francisco Recalde, lo proseguimos, hasta que al fin, tras una lucha tenaz que duró tres meses, conseguimos unificar esta grafía. Después de firmadas las actas de aprobación, dejamos pasar un tiempo y... lejos de cumplir lo que hemos aprobado, seguimos estirando otra vez, cada cual por la senda de nuestras predilecciones…

Debemos elaborar… una forma de ortografía y prosodia uniformes. Entonces, solo con esta ortografía inconmovible podremos comenzar a escribir libros serios, especialmente los textos destinados a la enseñanza o cátedras de idioma nacional que se propicie (Colmán, en Romero, 1991, p. 31).

Parecido sentimiento de contrariedad se lee en el apéndice del póstumo Diccionario, de Moisés Bertoni, quien cae en la cuenta de haber contribuido, con sus buenas intenciones, al caos ortográfico generalizado:

Hace pocos años, un grupo de estudiosos —que es de sentir no fuese más numeroso, pues no pudo reunir en su seno sino a una pequeña minoría de los cultores de la legua guaraní— se propuso poner término a la anarquía grafológica que a pesar de todo seguía reinando en el Paraguay. Desgraciadamente no logró su intento, y el resultado de su actuación, no fue sino el aumento de la anarquía, con la adopción de una grafía más… (Bertoni, 1940, p. 114).

Aun a pesar de los desconciertos, estas extensas intervenciones en torno a la lengua acompañaron muy íntimamente la construcción de una literatura en guaraní y su

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consolidación en un primer modelo de lengua de escritura literaria. Ciertamente, también en el terreno de la creación poética, la discusión en torno a cuál debía ser la lengua de escritura literaria tomaba carriles propios e imprevisibles, entre autores que procuraban un guaraniete sumamente artificioso y pretendidamente culto y autores que adoptaban la lengua corriente y debían soportar las críticas y marginaciones por alimentar el caos lingüístico14.

En el decurso, algunos literatos que hicieron del guaraní una opción estética para cultivar una literatura nacional se irguieron también en intelectuales de la lengua y desde allí operaron en defensa del idioma. En las primeras tres décadas del siglo XX, la figura de Narciso R. Colmán encajaba cómodamente en ese perfil de poeta cultor de la lengua guaraní, diferenciándose de sus contemporáneos por el grueso de su obra.

Pasarían varias décadas para que, hacia los años 1960-70, comenzaran a tomar protagonismo otros autores de ese tipo cuyas obras todavía restan estudiarse y que influyeron fuertemente en el proceso estandarizador del guaraní, desde Félix de Guarania (que desarrolló el grueso de su obra en el exilio, a causa de la dictadura de Alfredo Stroessner [1954-1989]) hasta escritores ligados al circuito académico y la prensa en Asunción, entre ellos, Tadeo Zarratea, Feliciano Acosta, Susy Delgado y Natalia Krivoshein.

Más cerca en el tiempo, también cobraron presencia por su actividad en los medios de alcance nacional y en las redes sociales de internet otros poetas-lingüistas y mbo’ehárakuéra (docentes), a quienes los nuevos soportes sitúan en espacios de suma interacción con la oralidad, el habla popular y los nuevos públicos. Se trata de cultores de la lengua guaraní que asumen una tarea diversificada de divulgación, creación artística y estudio sistemático de la lengua con una mirada crítica hacia la estandarización. No obstante, las redes sociales desde la pandemia de 2020 han permitido la emergencia y proliferación de nuevas voces, espacios y perfiles en relación con la lengua guaraní y la creación literaria, que involucran otras formas de agenciamiento, otros desafíos de comprensión que nos preguntan cómo abordaremos la complejidad y heterogeneidad de aquello que está sucediendo mientras leemos esto.

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Notas

1Respeto la ortografía de la fuente primaria.

2En este trabajo hacemos referencia en mayor medida al guaraní no indígena de la región del Cono Sur, también denominado guaraní criollo (que, además, presenta variedades según las regiones: guaraní paraguayo es la variedad campesina del Paraguay, y guaraní correntino, la hablada en la provincia argentina de Corrientes). Para una distinción sintética entre variedades diatópicas y transformaciones del guaraní en la diacronía, véanse Dietrich (2002) y Melià (2011).

3Para una lectura pormenorizada de la situación sociohistórica, véase Brezzo (2019).

4Gondra fue, en efecto, uno de los caudillos del régimen liberal y llegó a ejercer la presidencia del Paraguay en dos lapsos muy breves, 1910-1911 y 1920-1921 (Brezzo, 2019; Scavone, 2019).

5Respeto la ortografía guaraní del texto fuente.

6Respeto la grafía guaraní del texto fuente.

7Para un análisis sintético sobre las ideas de M. Domínguez y sus proyecciones en la historia, véase Telesca (2020).

8Respeto la ortografía de la fuente primaria.

9Bertoni, 1914, p. 5.

10Bertoni muere en 1929, pero sus trabajos continúan circulando y algunos de ellos se editan póstumamente todavía en los años 1940. La línea de corte en los estudios etnográficos y antropológicos se da a mediados de los cuarenta, cuando León Cadogán publica sus primeros artículos sobre los indios mbya del Guairá. No obstante, desde tempranas décadas del siglo XX, se publicaron en Alemania, Francia e Italia algunos estudios etnológicos que no llegaron al Paraguay sino hasta después de los años setenta. Para una síntesis de ese proceso, véase Melià (1997).

11Melià (1992) realiza una aproximación comparativa a tres sistemas de escritura del guaraní, la ortografía tradicional, la ortografía jesuita y la ortografía científica o moderna, que presentan, todas ellas, diferencias respecto del modelo implementado oficialmente en el Paraguay (Guarani Ñe’ẽ Rerekuapavẽ. Academia de la Lengua Guaraní, 2018).

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12Los primeros textos que ofrecen un modelo del guaraní como lengua de escritura académica aparecen recién en el siglo XXI. Un ejemplo de este tipo de escrituras es el voluminoso tratado bilingüe de Félix de Guarania,

Mba’everaguasu. Ñe’ẽrekokatu ha ñe’ẽ morangatu. Gramática y literatura guaraní (2004).

13Las adivinanzas, como parte de la oratura guaraní, constituyen un juego de palabras pautado por la fórmula maravichu, maravichu, mba’émotepa? (maravilla, maravilla, ¿cuál es la palabra?).

14Un análisis sintético de la cuestión literaria puede leerse en Melià (1992), y una revisión de las tensiones entre escritores, crítica y lengua literaria durante este período, en Villalba Rojas (2020).

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35739

Una poética de la atenuación: Fabio Morábito

Blanca Alberta Rodríguez

Universidad Autónoma de Puebla, México. blanca.rodriguezv@correo.buap.mx

ORCID 0000-0002-8778-4930 Recibido 18/07/2021. Aceptado 25/09/2021

Resumen

En la poesía de Fabio Morábito, puede decirse que hay una predilección por la experiencia del ver, entendido éste como la búsqueda de un saber cómo son las cosas del mundo. En este sentido, la percepción del entorno (exterocepción) aspira a la inteligibilidad. Antes que un compromiso afectivo con los objetos de la visión, hay la curiosidad. No la curiosidad del entomólogo sino la del hombre dado a la contemplación. Dilucidar el porqué el sujeto de la percepción —y sujeto de la enunciación, a la vez— opta por el distanciamiento con respecto al objeto y por la atenuación de la experiencia sensible será el propósito de este artículo. Para ello se analizan algunos poemas y fragmentos narrativos de este escritor mexicano, desde una perspectiva que combina la estilística con la semiótica.

Palabras clave: Fabio Morábito, atenuación, exterocepción, contemplación

A poetics of attenuation: Fabio Morábito

Abstract

It can be said that in Fabio Morábitos’ poetry there is a predilection about the experience of sighting; sighting is understood as the searching for a knowledge respect how things of the world are. That way, the perception of the milieu (exteroception) is an aspiration to get intelligibility. Before being an affective compromise with objects of the sight, there is curiosity. The curiosity not related to that of an entomologist but that of the man given to contemplation. Elucidating the response why the subject of perception -and the subject of enunciation too- decides for the distancing with regards to the object and for the attenuation of sensitive experience will be the goal in this article. In order to realize that, from a perspective combining stylistics and semiotics some poems and narrative fragments of this Mexican writer are analyzed.

Keywords: Fabio Morábito, attenuation, exteroception, contemplation

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Amortiguar las cosas para verlas

Para el lector de la poesía de Fabio Morábito (Alejandría, 1955) no pasará por alto la insistente aspiración de la voz por saber. El sujeto de la enunciación es a la par un agudo observador. Por eso, el poeta y crítico Juan Carlos Abril concibe la poesía de Morábito como un “método de conocimiento” (2007, p. 173).1

Se diría que este observador aspira no sólo a la simple comprensión de las cosas, sino llegar a una suerte de verdad. En Morábito, observar es poner al desnudo las cosas para encontrar su sentido último: revelar su hueso, su estructura íntima.

Aunque existen múltiples poemas que podrían mostrar este afán por observar y saber, me concentraré sólo en algunos ejemplos paradigmáticos que me permitirán perfilar algunos de los rasgos más sobresalientes del estilo de este escritor mexicano. Comenzaré con el texto “No he amado bastante”:

1NO HE AMADO BASTANTE

las sillas.

Les he dado siempre la espalda

y apenas las distingo o las recuerdo. Limpio las de mi casa sin fijarme

y solo con esfuerzo puedo vislumbrar

algunas sillas de mi infancia, normales sillas de madera que estaban en la sala

y, cuando se renovó la sala, fueron a dar a la cocina.

16Normales sillas de madera, aunque jamás

se llega a lo más simple de una silla,

se puede empobrecer la silla más modesta, quitarle siempre un ángulo una curva,

nunca se llega al arquetipo de la silla.

26No he amado bastante

casi nada, para enterarme necesito un trato asiduo,

nunca recojo nada al vuelo, dejo pasar la encrespadura del momento, me retiro,

solo si me sumerjo en algo existo y a veces ya es inútil,

se ha ido la verdad al fondo más prosaico.

36He amortiguado demasiadas

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cosas para verlas,

he amortiguado el brillo creyéndolo un ornato,

y cuando me he dejado seducir por lo más simple,

mi amor a la profundidad

me ha entorpecido. (Morábito, 2006, pp. 158-159).

Aunque este texto no tiene una distribución estrófica particular, para su análisis se pueden distinguir cuatro bloques temáticos que coinciden con el uso del punto y aparte. El primer bloque abarcaría de los versos 1 al 15. El íncipit indica el leitmotiv: “No he amado bastante”. A continuación de éste se ofrecen las razones que justifican tal afirmación y se evocan las sillas de la infancia. En el segundo bloque (de los versos 16 al 25) se hace una reflexión general que tiene como pretexto las sillas: “Nunca se llega al arquetipo de la silla”. En el tercer bloque (de los versos 26 al 35) se retoma el íncipit pero introduciendo una variación: “No he amado bastante casi nada”. En el cuarto bloque (de los versos 36 al 43) se plantea una nueva variación haciendo eco del principio: “He amortiguado demasiadas cosas para verlas”, afirmación con la que se completa y da cierre a las reflexiones que se han hecho en las partes anteriores.

La afirmación recurrente “No he amado bastante” (ni las sillas ni casi nada) contiene una negación e indica una deficiencia, las cuales pueden asociarse con la carencia. ¿Pero carencia de qué? Se diría que de la capacidad de “amar”, una acción ligada con las competencias modales del sujeto. Se puede pensar en al menos dos competencias: el poder y el saber. Descartamos la primera, “poder”, porque el adverbio “bastante” indica que la acción sí se ha podido llevar a cabo: se ha amado, pero no en un grado suficiente. Esto sugiere que, desde el punto de vista semiótico, tenemos un sujeto disjunto de su objeto de valor. ¿Cuál es éste? Yo diría que la competencia misma que presenta la deficiencia: el saber.

El objeto de valor, en primer lugar, es un “saber ver” que se expresa bajo el modo de “amar”, como si la condición para amar fuera el saber ver. En segundo lugar, pero un lugar más importante, habría un metavalor: se desea contar con la competencia del “saber ver” para poder, en última instancia, conocer la verdad de las cosas.

Si se analizan los términos empleados desde el primer bloque y con mayor énfasis en el último, ellos están vinculados con el ejercicio perceptivo de la visión. Frente al objeto de la visión, las sillas, el sujeto muestra distintas formas de su percepción. A continuación de la afirmación inicial, “No he amado bastante las sillas”, se exponen las razones de esa “falta de amor”:

a)“Les he dado siempre la espalda”, esta expresión no carece de cierta ironía puesto que no se puede sino dar la espalda a la silla, pues ésa es su función precisamente, dar asiento al cuerpo y apoyo a la espalda. Sin embargo, si nos atenemos al uso de este giro expresivo, sabemos que significa negarle el apoyo a alguien, desairar o ignorar a una persona. Si damos la espalda a alguien es para no verlo.

b)“apenas las distingo o las recuerdo”, y aquí la acción de “distinguir” si bien puede realizarse con ayuda de todos los sentidos, no sólo el de la visión, implica una atención particular para hacer recortes en lo continuo, esto es, efectuar una operación de la inteligencia por la cual se reconoce algo como diferente del resto de los objetos del mundo. Tal sentido queda reforzado con la declaración “Limpio las de mi casa sin fijarme y sólo con esfuerzo puedo vislumbrar algunas sillas de mi infancia”. “Fijarse” y “vislumbrar” convocan finalmente el sentido de la visión.

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Entonces, la diferenciación y la distinción así como la atención, serían las condiciones del “amar”, esto nos llevaría a pensar entonces que sólo se ama lo que se conoce. Y ¿agregaríamos lo que se reconoce? En la filosofía antigua, el amor es “lo que hace que cada una de las cosas sea lo que es dentro de la jerarquía del universo, lo que da a cada ser lo que le pertenece en verdad y en intransferible propiedad” (Ferrater Mora, 1951, p. 47). Dicho amor conduce a la justicia, entendida ésta como armonía: acuerdo, acorde. En este sentido, amar significaría distinguir y reconocer la singularidad de algo en el conjunto de las cosas, su verdad. Y en esa medida, “apreciarla”, palabra que es otra acepción de “distinguir”.

En el segundo bloque, hay aparentemente un cambio de tema, aunque sigue presente la figura de la silla. La afirmación que prevalece es: “Nunca se llega al arquetipo de la silla”, aun cuando se trate de una silla “normal” o “modesta”. Es decir, aun cuando se la despoje de elementos superfluos (lo que equivale a “empobrecerla”), la captación total del objeto, su conocimiento, es imposible. ¿Pero qué tiene que ver esto con el fragmento anterior, con el amor a las sillas? Se plantea aquí la aspiración de llegar a “lo más simple”, a una especie de verdad, de hueso. ¿Acaso porque ello es una forma del amar? ¿Qué significa “lo más simple”? Por simple se suele entender aquello que no puede descomponerse ya, es decir, se trata de lo elemental, de lo unitario.

Según, la línea argumentativa que sugiere este poema, se llega a lo más simple eliminando lo superficial y lo superfluo. Sin embargo, este empobrecimiento tampoco resulta suficiente porque “nunca se llega al arquetipo de la silla”. Pero ¿por qué? ¿Porque no se las ha amado bastante? ¿Qué sería amarlas bastante? En la filosofía platónica, el arquetipo de las cosas es la idea, ese modelo original que las funda. Y todas las cosas aspiran a ese modelo, que sólo alcanzan en la medida de su amor por dicho modelo en tanto representa la perfección. ¿Cómo podría pues lo humano llegar al arquetipo de las cosas, esto es, conocerlas, si no es también amándolas? ¿Pero podría lo humano trascender su imperfección connatural para lograr tocar la perfección, siquiera por un instante?

La respuesta a los interrogantes anteriores la encontraremos en el poema mismo. Los bloques tres y cuatro son una suerte de disertación sobre la experiencia del conocimiento a través del ver y del mirar.

El tercer bloque repite el motivo inicial: “No he amado bastante casi nada”. ¿A qué obedece esta “carencia”? La siguiente afirmación parece dar la respuesta: “Para enterarme necesito un trato asiduo”. Nuevamente se establece una equivalencia entre amar y conocer, pues, ése parece ser el sentido de “enterarse”, esto es, tener noticia de algo. Acaso, porque amar es conocer.

Para obtener ese conocimiento se requiere de un trato frecuente. Es preciso co-habitar con el objeto dado que, como afirma el sujeto de la enunciación, “nunca” recoge “nada al vuelo”, o sea inmediatamente o con prontitud. El sujeto no se deja llevar por la primera impresión sino que requiere examinar aquello que ve con suma minuciosidad. La estrategia que sigue el sujeto para el conocimiento de las cosas exige entonces un tempo lento que le procure un máximo de duración, lo que le permitiría un ver meticuloso y objetivo. El “trato asiduo” alude menos a la cercanía con el objeto que al tiempo y tempo de interacción con él: lo asiduo entonces necesita de un tiempo largo y, en esa medida, de una acción durativa y lenta por parte del sujeto, el tiempo propio de la contemplación. Por ello es necesario dejar pasar “la encrespadura del momento” y retirarse. En términos de la semiótica tensiva, diríase, que dejar pasar la encrespadura es dejar que la intensidad de la primera impresión sensorial se desvanezca, esto es, se atenúe.2

Alejarse del objeto de la percepción posibilita un decrecimiento de la intensidad de la experiencia inmediata para privilegiar la inteligencia: si la experiencia del objeto es demasiado intensa (como si estuviese arrobado por el objeto) no gozaría de la distancia ni de la perspectiva que permitiría su análisis y conocimiento. El sujeto no podría ver propiamente.

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Esto se confirma con la sentencia: “Sólo si me sumerjo en algo existo”, aquí “sumergir” tiene el sentido de ver con atención, aunque no deja de estar sugerida la noción de inmersión con la que el poema juega. En el contexto del poema, sumergirse significa más bien concentrar por entero la atención en determinada cosa.

Sin embargo, la ironía, o la paradoja quizá, no tarda en hacerse presente: “Y a veces ya es inútil” esta estrategia porque, en la dilación requerida por el ver, la verdad termina por irse “al fondo más prosaico”. El sujeto deja de encontrar la gracia y la viveza del objeto que, acaso, le hubiera prometido el placer de la degustación inteligible. En esto consiste la paradoja del sujeto: no puede quedarse en la intensidad de la experiencia instantánea ni en la cercanía con el objeto porque no podría verlo, y en consecuencia, tampoco conocerlo. Pero tampoco la tardanza ni la lejanía le permiten captar aquella simpleza del objeto a la que se aspira llegar para conocerlo, —esto es su verdad, su esquema, su arquetipo—, porque termina por matar el brillo y la vivacidad del objeto: la verdad se ha ido al fondo más prosaico. La verdad se vuelve insulsa.

Esta estrategia fallida la lamenta el sujeto: “He amortiguado demasiadas cosas para verlas”, “he amortiguado el brillo creyéndolo un ornato”. Amortiguar es un modo de la atenuación de la intensidad del brillo y de la intensidad de la experiencia que ha impedido el amor completo, el conocimiento absoluto, por lo que no es posible entonces llegar a la verdad, a la esencia, de las cosas. Por ello, a pesar de que se las ama, en tanto se aspira a su comprensión, ese amor no ha sido, no puede ser bastante porque ese exceso impediría también el objetivo perseguido. Triste condición del sujeto la de su imperfección.

La parte final del cuarto bloque declara precisamente esa imperfección que termina pesando en el ánimo del sujeto: “Y cuando me he dejado seducir por lo más simple”, esto es, cuando el sujeto hace suspenso de su juicio racional para entregarse a la delectación de la experiencia, ¿qué sucede? El amor a la profundidad (su querer conocer las cosas en su simplicidad, en su verdad, afán que caracteriza al sujeto) lo traiciona: dicha aspiración, que ha seguido la estrategia de la retirada para ver, ha terminado por entorpecerlo. Se diría que el sujeto de la percepción, en su aspiración al saber, ha vuelto un tullido al sujeto de la sensación.

Este no haber amado bastante las cosas se debe a una imposibilidad de captar íntegramente: no sólo porque la captación plena y absoluta no existe, sino además porque esa captación ha debido sacrificar lo sensible. El exceso de visión, paradójicamente, termina por no dejar ver. Por ello, el sujeto deberá buscar la mesura en la relación entre lo sensible y lo inteligible. En términos de la semiótica tensiva, el sujeto hace decrecer la intensidad a favor de un incremento de la extensidad,3 lo que conduce, en palabras de Fontanille (2001, p. 93), a un reposo cognitivo.

La distancia, entonces, se hace necesaria para el equilibrio entre lo inteligible y lo sensible. Dada la imposibilidad de una conjunción absoluta con el objeto mirado, sólo queda preservar un suave equilibrio que mantenga lo mismo y lo diferente en un estado de armonía, de tal forma que la vida fluya sin crear demasiadas fracturas, rupturas ni discontinuidades como sucedería con la experiencia estética que estudia Greimas en De la imperfección.

Bajar del piso alto

En el poema de Morábito visto en la sección anterior, el metavalor que está en el horizonte es el saber, saber cómo son las cosas más simples, o mejor dicho, la verdad que se halla en la simplicidad de las cosas. Esta verdad que se supone existe en ellas se intuye que está en su fondo, en un abajo invisible. Este supuesto es una constante en la obra de Morábito; por ejemplo, en el poema “In limine” se hablaba de que la lengua (el idioma) es el “suelo

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verdadero”. Y la escritura es una vía para llegar a ese núcleo, como se expresa en estos fragmentos:

PUESTO QUE ESCRIBO EN UNA LENGUA

que aprendí,

tengo que despertar cuando los otros duermen.

Escribo antes que amanezca, cuando soy casi el único despierto y puedo equivocarme

en una lengua que aprendí. Verso tras verso

Busco la prosa de este idioma que no es mío.

No busco su poesía, sino bajar del piso alto en que amanezco.

Oigo el ruido de la bomba que sube el agua a los tinacos y mientras sube el agua

y el edificio se humedece, desconecto el otro idioma que en el sueño

entró en mis sueños,

y mientras el agua sube,

desciendo verso a verso como quien recoge idioma de los muros

y llego tan abajo a veces, tan hermoso,

que puedo permitirme, como un lujo,

algún recuerdo. (Morábito, 2006, pp. 130-131).

Este texto puede considerarse una especie de metadiscurso en tanto es un poema que habla sobre la manera de escribir poemas. El primer verso comienza con un nexo causal, “puesto que”, lo que anuncia la exposición del porqué de ciertos hábitos: el personaje se ve obligado a ganar tiempo para su ejercicio de escritura adelantándose a despertar, pues se trata de una tarea ardua que demanda mayor esfuerzo para el sujeto dada la condición de tener que hacerlo en una lengua que no es la materna.

Así tenemos una primera oposición, despierto/dormido, oposición a la que se sumarán otras: bajo/alto, prosa/poesía, bajar/subir. Si se atiende a los términos puestos en cursivas, prevalece la tendencia hacia lo bajo: el personaje se despierta antes que todos pero (he aquí la contrariedad señalada por el sujeto) en alto, por lo tanto tiene que bajar. Esto está también relacionado con el género: el personaje no busca lo elevado —la poesía—, sino un género “bajo”. Acaso este género llano, simple, no es otro sino la prosa. Entonces, a diferencia del sentido que sigue el curso del agua hacia los tinacos, el personaje tiene que bajar, declinar su altura, que se traduce en declinar su estilo. Ello significa no buscar la grandilocuencia sino el estilo llano para llegar al fondo del lenguaje: “Y llego tan abajo a veces / tan hermoso”, tan hermoso, dice el personaje, que “puedo permitirme, / como un lujo, / algún recuerdo”. El

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decir que concederse algún recuerdo es un lujo, un exceso, indica que el oficio del escritor debe ser sobrio, austero, llano.

Tal declinación del estilo constituye uno de los rasgos más característicos de la escritura de Fabio Morábito. El lector difícilmente hallará en la producción literaria de este autor deslumbrantes acrobacias verbales o vertiginosas estructuras gramaticales, no encontrará temerarios saltos al vacío en su lenguaje. Por el contrario, encontrará un camino allanado por el imperativo esfuerzo de la sencillez. Un lenguaje sutil con resonancias filosóficas planteadas desde lo cotidiano que terminan por develar su invisible belleza. Nada de estridencias. El tono y la tesitura de la voz poética están impregnados de la serenidad y la sabiduría del hombre estoico, que no desconoce la desgracia pero que ha sabido templar su ánimo en ella a fin de vivir conforme a la naturaleza. Sin aspavientos, sin dramatismos exacerbados, sólo la cadencia del acuerdo, del acorde armonioso.4

Sobre estos hallazgos que la escritura procura, trata también el poema “Mi padre siempre trabajó en lo mismo”, donde vuelve a aparecer la figura del fondo como un sinónimo de lo verdadero:

¿Toda la vida yo también trabajaré en lo mismo, en la escritura,

en la palabra plástica y no rígida

que es la palabra que se saca de lo más profundo? ¿De qué petróleo íntimo

nos salen las palabras que escribimos y a qué profundidad

brota el estilo sin esfuerzo? ¿Qué tan al fondo

están las gotas de lenguaje que nos curan

y nos redimen de la superficie

hablada? (Morábito, 2006, pp. 140-141).

En estos poemas, se observa que la predilección por “lo bajo” no es sólo espacial, sino también estilística. En el poema “No he amado bastante” se declinaba la intensidad para poder ver lo esencial. En “Puesto que escribo en una lengua” se declina la altura simbólicamente para poder declinar el estilo. Alcanzar un estilo llano es como poder ver la verdad de las cosas, verlas en su profundidad y, sobre todo, en su sencillez, que es de lo que habla “Mi padre siempre trabajó en lo mismo”.

Contemplar

Otra forma del ver, frecuente en la poesía de Morábito, es la contemplación. Contemplar es “prestar atención”, un “mirar” alguna cosa o acontecimiento “con placer”, “tranquila o pasivamente” (Moliner, 2004). Guido Gómez de Silva, registra la definición: “mirar pensativamente, poner la atención en, reflexionar”. El vocablo contemplar deriva del latín “contemplari” que significa “observar cuidadosamente”. Su uso se circunscribía al ámbito de la adivinación como lo indican sus componentes: “De con- ‘cabalmente’… + templari ‘observar’, de templum ‘campo celeste o espacio para la observación por un adivino o agorero’” (Gómez de Silva, 1985, p. 186). En este sentido, está vinculado con el término “considerar” como lo refiere Guido Gómez de Silva: “Considerar” significa “examinar, estudiar, reflexionar; juzgar”; proviene del latín considerare que significa “observar las

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estrellas cuidadosamente” (1985, p. 184). En su propia búsqueda de este mismo término en diccionarios de lengua inglesa, César González Ochoa encuentra que:

Desde tiempos muy anteriores a griegos y romanos, el templum era el sector del cielo que el augur delimitaba con ayuda de su bastón en el cual observaba los fenómenos naturales o el paso de las aves, con ayuda de los cuales hacía sus predicciones. Posteriormente, el templum vino a designar el lugar o espacio sagrado desde el que se practicaba esta observación del cielo. Tanto la palabra latina templum como la griega témenos significan lo mismo; ambas tienen la misma radical indoeuropea tem- que quiere decir cortar, delimitar, reservar una parte. (González Ochoa, 1999, pp. 72-73).

Sobre este modo del ver trata el poema “Sentado sobre el borde”:

Sentado sobre el borde

de una especie de pirámide,

los pies colgando como un niño, miro la turbulencia de la lava que han encerrado en este círculo y oigo a lo lejos el ruido

de unos autos.

Me arrulla ese sonido y ver las rocas me hipnotiza.

La gente habla en voz baja como si entrara a un templo y los que quieren caminar sobre la lava

se paran en el borde

y estudian la conformación rocosa que tiene un sinsabor

de océano dividido

y un aire de ser piedra sólo en las orillas, aunque

tal vez todas las piedras son de lava y no han dejado de enfriarse,

e imperceptibles círculos y rasgos interiores, si conociéramos el arte de abrir piedras, nos mostrarían la lentitud

de su convalecencia,

como sucede con los árboles; pero ¿quién puede abrir, que no es lo mismo que partir en dos, o en tres, o en mil,

lo que se dice abrir, las piedras? Si se les mira mucho

acaban por mostrar su gris más íntimo, y un poco de ese gris,

que a lo mejor sólo los pájaros distinguen,

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me ayuda a hacer la digestión sentado sobre el borde

de esta especie de pirámide, los pies colgando en el vacío. Mi altura es ésta,

a media altura,

donde se acaban las pirámides. Tengo la justa elevación

de los monólogos,

tal vez la justa elevación de la locura,

y observo

el gris del fondo del cansancio de las piedras

que es el secreto combustible de las aves,

el gris del fondo de su vuelo y el gris que ayuda

a todas las acciones;

pero tal vez la lava no es de piedra y ningún círculo la enfría,

sólo la enfrían

los vuelos de las aves

que van en el sentido de su fluido [cursivas agregadas]. (Morábito, 2006, pp. 150-151).

El poema comienza señalando el emplazamiento del sujeto de la visión. El punto de mira es una elevación no muy pronunciada que le permite al sujeto tener una visión panorámica. Desde este lugar el personaje realiza básicamente cuatro acciones: mirar la turbulencia de la lava, oír el ruido lejano de los autos, reflexionar en torno a lo visto y observar el gris del fondo del cansancio de las piedras.

A través de estas acciones, se advierte que el sujeto transita de lo sensible a lo inteligible. También podría decirse que va de lo pasivo a lo activo puesto que en las dos primeras acciones el sujeto, en realidad, recibe los estímulos sensoriales: el sonido lo arrulla y la lava lo hipnotiza, lo fascina, le causa cierto asombro. En cambio, las otras dos acciones demandan al sujeto una actitud activa: observar y reflexionar.

El objeto de observación es primero la gente que llega a ese círculo de lava, habla, camina y observa también esa formación rocosa. Aquí el sujeto de la enunciación desplaza su punto de observación para mostrarnos lo que la gente examina, esto es, la morfología de las rocas, las cuales tienen: un sinsabor de océano dividido, un aire de ser piedra sólo en las orillas e imperceptibles círculos y rasgos interiores. Esto da pie a una larga digresión sobre las piedras. Así, el objeto de observación pasa a ser objeto de reflexión, como lo señala el uso de los marcadores “quizási conociéramos… si se les mira mucho… tal vez” que dan cuenta de la disquisición emprendida por el sujeto.

El sujeto conjetura sobre la materialidad de las piedras. Plantea dos hipótesis al respecto. Una es que quizá todas las piedras son de lava y no han dejado de enfriarse. Y la segunda corrige a la primera, pues tal vez la lava no es de piedra y ningún círculo la enfría sino el vuelo de las aves. Aquí se advierte una figura retórica que aparece con cierta frecuencia en Morábito: el quiasmo, figura que introduce una especie de balanza semántica a través de la antítesis.

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Como he apuntado, el lugar de emplazamiento de la mirada es un lugar suficientemente alto para permitir una visión panorámica, aunque no demasiado alto: “Mi altura es ésta, a media altura… tengo la justa elevación de los monólogos, tal vez la justa elevación de la locura”. Esta manera de plantear la idea de lo “justo” sugiere que se ha debido operar un rebajamiento, se diría, una declinación, porque, curiosamente, el adjetivo “justa” se aplica al sustantivo “elevación”, que indica una dirección ascendente, y no por ejemplo al sustantivo “altura” que sería más neutro, en tanto no indica ninguna dirección. Aunque, cabe otra lectura: el sujeto no rebaja sino detiene la ascensión. Ya sea una u otra interpretación, lo cierto es que hay el establecimiento de una medida. Dicho en otras palabras, el sujeto trata de dirigirse hacia la mesura.

Dicha mesura se expresa, incluso, en lo cromático. No es el único lugar donde el autor hace una suerte de exaltación del gris, el cual resulta de una proporción equilibrada del blanco y del negro. El gris es un color que carece de atractivo o singularidad. Se trata de color acromático cuya luminosidad es media, por lo que con frecuencia se asocia con lo neutro; será por ello que se le piensa carente de “brillo y viveza”. Brillo y viveza aquí son sometidos a una atenuación, como se mostraba en el análisis del poema “No he amado bastante”.

De la misma manera, en su libro de relatos También Berlín se olvida, se hace presente la declinación espacial y cromática. Por ejemplo, en uno de los textos que integran dicho volumen, “El piso faltante”, se lee esta descripción:

Los edificios de departamentos, la mayoría de ellos de cuatro pisos (cinco, si contamos la planta baja), dan la impresión de haber renunciado a una verdadera elevación un peldaño antes de alcanzarla, como si les faltara un piso para acceder a una altura moderna, y a esto se debe una sensación general de opacidad, de falta de coronación y de brillo, en que el agua de Berlín, estática y perdediza, juega un papel preponderante. La escasa costumbre que tienen los berlineses de asomarse a pesar de la abundancia de balcones y de márgenes lacustres, responde tal vez a esa misma frugalidad que los hace poco propensos a demorarse en los bordes y las orillas, y quizá el escaso o nulo maquillaje de las berlinesas se deba a lo mismo. Hay como un rechazo al lustre, al revuelo, al énfasis, que acaba por otorgar a la ciudad un aspecto de perpetua periferia [cursivas agregadas]. (Morábito, 2004, p. 28).

Las frases que he puesto en cursivas tienen un denominador común: rechazo a lo intenso, a lo que llama la atención con estridencia. No es sólo que la opacidad sea lo contrario del brillo, sino que éste es sistemáticamente rechazado, al igual que el énfasis. El volumen al que pertenece el fragmento citado se acerca, en cuanto a géneros se refiere, al relato de viaje. No obstante, habría que cuidarse de afirmar que lo que se lee constituye exclusivamente el retrato de la ciudad de Berlín. En el fondo, lo que se encuentra ahí también es la mirada de un viajero en aquel lugar. Ciudad y mirada se entrelazan en un discurso que refleja tanto el espíritu de la capital berlinesa como el espíritu de quien la habita temporalmente. Con esto quiero decir que el personaje que detenta la enunciación no hace una descripción “objetiva” de la ciudad como si fuera una cámara de video que nos muestra cómo son las cosas. No hay tal re-presentación. Ni siquiera una imagen fotográfica es “objetiva” porque detrás de la cámara hay siempre un ojo humano, un observador, en suma, un punto de vista. Y este punto de vista está impregnado de una subjetividad.

El observador organiza el espacio, hace recortes, selecciona, desestima o enfoca. En este sentido, su percepción habla tanto del objeto percibido como de su propia percepción, de su punto de vista. Este viajero ha centrado su atención en determinadas cualidades y no otras del paisaje berlinés porque, de alguna manera, también está poniendo en escena su subjetividad.

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El viajero de También Berlín se olvida, en distintos momentos de su relato-descripción, ensalza como virtudes ciertos rasgos del espacio, ciertos modos de ser de sus habitantes, que se avienen a su propio temperamento. Ha operado, pues, una selección acorde a su propio, digamos, ethos. Por ello, en el relato “¿Hay río en Berlín?”, declara: “Me viene bien esta agua menor de Berlín, ramificada y ubicua, que aparece y desaparece sin crear ninguna línea maestra, como un acompañante que no quiere molestar” (Morábito, 2004, p. 13).

En “El hombre del croissant”, tenemos un pasaje sumamente elocuente de este rechazo a la intensidad, a todo aquello que se anuncie con estridencia:

El gris es un excelente combustible para caminar. Creo incluso que en el gris de Berlín reside la profunda razón de su habitabilidad. El gris es un color correctivo, obra en el espíritu como una lija que quita sedimentos inútiles, y Berlín, tan gris y extendido, tan reacio a levantar la voz, tan lleno de paréntesis de agua que lo salvan de ser perfecto, sabe reducirse a un asunto íntimo de cada uno, lo que es ideal para escribir y caminar. No agobia con su belleza, porque carece de ella, ni alguna peculiaridad, porque casi no tiene [cursivas agregadas]. (Morábito, 2004, p. 69).

Esta apología del gris pone en evidencia, una vez más, las virtudes que derivan de la atenuación de la intensidad —virtudes que se expresan en las palabras que he destacado con cursivas en la cita. “Quitar los sedimentos inútiles” evoca el deseo de simplicidad y de verdad visto en el análisis del poema “No he amado bastante”. Asimismo, se observa el rechazo al estrépito y a la discordia cuando se dice “tan reacio a levantar la voz”, “saber reducirse a un asunto íntimo”. La atenuación de la intensidad permite mantener al sujeto en un estado de tranquilidad y lucidez o bien en lo que Jacques Fontanille denomina un reposo cognitivo.

Una poética de la atenuación

El examen del poema “No he amado bastante” planteó el deseo del sujeto por eliminar los superfluo a fin de conocer el objeto, pues ello significa amarlo. Para llegar a la simplicidad y a la verdad de la cosa se precisa de la declinación de la intensidad, es decir, atenuarla. En el poema “Sentado sobre el borde”, la observación de la formación rocosa, llevó al sujeto a una reflexión sobre las piedras. Y así como sucedía en el poema “No he amado bastante”, se establecía una relación entre un ver atento —la contemplación— y el saber: “Si conociéramos el arte de abrir piedras, nos mostrarían la lentitud de su convalecencia”. Dicho arte consiste, precisamente, en la contemplación: “Si se les mira mucho acaban por mostrar su gris más íntimo” y la intimidad adquiere el carácter de verdad, como se hizo notar en el análisis del poema “No he amado bastante”.

La verdad entonces, se dijo, viene a ser como esa intimidad que se abre, que se hace visible sólo para aquél que tiene la paciencia para ver las cosas minuciosamente, por lo que, de algún modo, llegar a ese núcleo exigiría una sostenida contemplación del entorno. La contemplación es ese equilibrio buscado entre lo sensible y lo inteligible. Para llegar a esa verdad se precisa de un tempo lento que proporcione duración y distancia, como lo sugerían la frase “si se les mira mucho”. Y por “mucho” habría que entender no sólo la intensidad de la mirada sino también la cantidad de tiempo requerido para llegar al fondo de las cosas. De esta duración se hace eco en la expresión “un poco de ese gris, que a lo mejor sólo los pájaros distinguen, me ayuda a hacer la digestión”.

Y la digestión como se sabe es un proceso que no se puede acelerar y consiste en el análisis, o sea en la descomposición, de los alimentos en sustancias asimilables para que el cuerpo las absorba e incorpore. De hecho, un sinónimo de digerir es meditar, por lo que

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puede entenderse esta digestión no sólo en un sentido literal sino metafóricamente: el gris ayuda a pensar, a asimilar el conocimiento y así ganar en inteligibilidad, como también se observó en el análisis de los fragmentos del libro También Berlín se olvida.

La contemplación, entonces, exige un equilibrio: una intensidad de la concentración de la mirada y, a la vez, una extensidad dilatada que se expresa a través de largura del tiempo de esa mirada. Ello significa que hay mayor intensidad y mayor extensidad, esto es lo que Jacques Fontanille denomina un esquema de amplificación. No obstante, habría que aclarar que si bien al haber un aumento en ambas direcciones, en el caso específico de Morábito, no encontramos que ninguno de los dos ejes (ni el de la intensidad ni el de la extensidad) tocan su punto máximo; es decir, ninguno de los dos llega al estallido. Lo que prevalece es un delicado equilibrio entre lo sensible y lo inteligible que da lugar a una tensión afectivo- cognitiva armónica.

En suma, el análisis de los textos ha puesto en evidencia una constante: la declinación de la intensidad para favorecer la extensidad o, al menos, para establecer un equilibrio entre lo sensible y lo inteligible. Esta estrategia emprendida por el sujeto tiene como finalidad ganar, diríamos, mesura, templanza; en otras palabras, lucidez. En este sentido podríamos decir que la poética de Fabio Morábito es una poética de la atenuación, de la mesura, de lo llano, que se expresa también, o sobre todo, en el estilo. Por eso el lector puede percibir en la escritura de Fabio Morábito un aire de serenidad, de parsimonia, incluso, de cordialidad como el río de Berlín que se ofrecía como un acompañante que no quiere molestar.

Referencias bibliográficas

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Zilberberg, C. (2003). Breviario de gramática tensiva. Escritos (27), 7-43.

Notas

1Juan Carlos Abril ha advertido nítidamente que la mirada, en Morábito, inspecciona de tal manera el entorno que la compara con una cámara cinematográfica que, a partir de los estímulos externos, elabora “razonamientos analíticos puros” (p. 173). También en su artículo, “Poesía y metapoesía en Fabio Morábito” (2015), este crítico ha señalado la relevancia de la acción de ver, en poemas como “El parque” o “Ventanas encendidas, mi tormento”, en donde encuentra que está presente una forma de focalización que en cine se conoce como ángulo

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contrapicado. En su análisis da cuenta de que la mirada suele estar emplazada tras el marco de una ventana y muestra cómo esto se repite en diversos poemas.

2El interés de la semiótica tensiva de Claude Zilberberg es establecer la tensividad fórica como la base de la significación. La tensividad fórica designa el lugar donde ingresan magnitudes o sensaciones al campo de percepción del sujeto. Estas magnitudes son articuladas, con miras a la significación, a través de las categorías de intensidad y extensidad. Por intensidad se entiende lo sensible, los estados del ánimo. La contraparte de la intensidad es la extensidad, que se refiere a los estados de cosas, a lo inteligible (Zilberberg, 2003).

3A esta correlación inversamente proporcional entre la intensidad y la extensidad se le denomina esquema descendente. Descendente porque desciende o disminuye la intensidad e incrementa la extensidad. Dicho en otras palabras, se favorece lo inteligible en detrimento de lo sensible (Fontanille, 2001).

4Sin duda, sería muy interesante rastrear las influencias estilísticas de nuestro autor, pero una empresa de esa magnitud desbordaría el objetivo del presente artículo. Baste mencionar por ahora que se puede evocar al menos la voz de Montale, traducido por Morábito en Cien poemas de Eugenio Montale (2008). Quien se detenga en el prólogo de esa edición, pensará que el autor se describe a sí mismo, en una suerte de puesta en abismo: “Para Montale, la dignidad estriba, más que en esforzarse por ser mejores, en resistir, sobrellevando el propio papel sin quejas. ¿En qué consiste el papel del poeta? Consiste, dicho metafóricamente, en atenuar el impacto del mar sobre la costa, reproduciendo en su propia poesía el lenguaje marino” dado que “la lección del mar [es una] lección de sobriedad que le hace admirar [a Montale] en un poeta como Gozzano la virtud de haber sabido

limitar al mínimo sus innovaciones formales’, frase perfectamente aplicable a él mismo” (p. 13) [cursivas agregadas], y agregaría yo, frases perfectamente aplicables, a su vez, al mismo Morábito.

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35740

¿Coleccionista o archivista? Juan Carlos Romero, entre el

capricho y la historia

Paula La Rocca

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina paularocca@mi.unc.edu.ar ORCID: 0000-0002-5696-4920

Recibido 13/05/2021. Aceptado 25/09/2021

Resumen

En las próximas páginas indagamos dos aspectos de la conservación en el acervo de Juan Carlos Romero, artista visual nacido en Buenos Aires (1931-2017). Por un lado, reflexionamos sobre su interés coleccionista y, por otro, sobre su compromiso archivístico. Ambas tareas integran un horizonte de imaginación de la historia, pues como intentaremos demostrar, proponen una matriz estética centrada en el carácter menor de ciertos episodios colectivos. La historia en Romero antes que un relato cronológico es más bien la narración de la vida de una época a partir de sus materiales. Este artículo trabaja el pasaje de su colección al archivo. Analizaremos las ficciones internas que aglutinan los documentos, las modalidades de adquisición de las piezas y su dirección documental. En este sentido, concluimos, las piezas de la colección aguardan nuevos ordenamientos para dotar de sentido al presente.

Palabras clave: coleccionismo, archivo, poesía visual argentina, cartel, arte contemporáneo

Collector or archivist? Juan Carlos Romero, between whim and history

Abstract

In the following pages, we look into two aspects of conservation in the work of Juan Carlos Romero, visual artist from Buenos Aires (1931-2017). On the one hand, we reflect on his interest in collecting and, on the other hand, we consider his archival commitment. Both tasks are part of a horizon for the imagination of history, since, as we will try to show, they propose an aesthetic matrix focusing on the minor aspects of some collective episodes. For Romero, history is the narrative of life in a given time through its materials. This article deals with the process of moving from his collection to the archive. We will then analyze the internal fictions that bind together the documents, the ways of acquiring the pieces, and their documentary direction. In this sense, we come to the conclusion that the collection pieces are waiting for new dispositions to give sense to the present.

Keywords: collector, archive, Argentinian visual poetry, signboard, contemporary art

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Paula La Rocca, ¿Coleccionista o archivista? Juan Carlos Romero entre el capricho y la historia, pp. 264-275.

Si es cierto que toda pasión linda con el caos, la del coleccionista roza el caos de los recuerdos.

Walter Benjamin

En las próximas páginas abordaremos un aspecto de las políticas del inventario (Rolnik, 2008) en el campo de los debates culturales. Tomaremos por caso el acervo del artista Juan Carlos Romero (Buenos Aires, 1931-2017) para ocuparnos de su interés coleccionista, en el sentido que con Walter Benjamin buscaremos precisar, y de su compromiso archivístico. Ambas tareas integran un horizonte de imaginación de la historia en tanto proponen un modelo centrado en el carácter menor de ciertos episodios colectivos. La historia antes que un relato cronológico es más bien en Romero la narración de la vida de una época a partir de sus materiales.

Nos detendremos entonces inicialmente en las estrategias del coleccionista, aquel personaje que, según la lectura de Benjamin, tiene como actividad principal recordar. En un breve texto de 1931 titulado “Voy a desembalar mi biblioteca” el autor señala que coleccionar es un intento de ordenar el pasado, es decir, de otorgar un lugar a la rememoración. Ese orden dice “solamente es un dique contra la riada de recuerdos que va inundando al coleccionista” (Benjamin, 2010, p. 337). Así, quien mantiene esta práctica durante largo tiempo encuentra una forma para el recuerdo en la juntura de los objetos acumulados. Destinarse a ello es, según leemos, recorrer la memoria desde los testimonios materiales para ubicar sus pliegues o para armar y desarmar una manera de comprender lo sucedido. En este sentido la acumulación configura una totalidad por adición de las partes, pero asimismo es una acción por definición inconclusa pues está siempre construyéndose.

Asimismo, cada fragmento de la colección delata en sus rasgos más íntimos a quien la conforma. Quien lo hace, conoce las referencias precisas que relacionan a los objetos con la configuración total del acervo, es una de sus singularidades. Walter Benjamin se reconoce a sí mismo bajo la figura del coleccionista. Recuerda y escribe mientras desembala su biblioteca guardada tiempo atrás en cajones de madera. Cuando desempolva los libros es capaz de contar todas las anécdotas que el espesor de los objetos despierta en sus manos.

A los fines del ya conocido giro archivístico (Guasch, 2011) o impulso de archivo (Foster, 2004) del arte y la literatura contemporáneas proponemos distinguir esta primera categoría, la cual sostiene un desvío de las proposiciones archivísticas institucionalizadas, por un lado, pero se aleja además de la colección entendida como acervo patrimonial individualizado, herencia singular, bien capital u objeto de valor únicamente intercambiable en el mercado del arte. Pues el coleccionismo del cual nos ocuparemos es una actividad de doble función. Por una parte, responde íntimamente al deseo subjetivo, coleccionar es una actividad dedicada al encuentro con aquello que falta en el reservorio de los documentos u objetos de preferencia. La pieza seleccionada responde a un criterio posiblemente móvil, pero se le augura un mejor destino al incluirlas en la selección. Según la pista benjaminiana (Benjamin, 2010, p. 337) cada objeto escogido renace en el conjunto, en tanto su lugar allí le corresponde secretamente. Así, quien acumula define un criterio singular ubicado a igual distancia entre lo que se considera destinado para cada objeto y el azar de los acontecimientos. Quitar las cosas de la inercia en el circuito de las mercancías es una manera de colaborar, de recomenzar o hacer renacer —esta última es la palabra que usa el autor (Benjamin, 2010, p. 339)— la historia.

Pero a la vez la pieza rescatada es una posibilidad de rearticulación colectiva desde lo cotidiano. El coleccionista o la forma de coleccionar que aquí nos convoca tiene que ver con una afición singular dirigida hacia lo común. Una decisión de resguardo comprendida como agencia material con los objetos, que acompaña sus transformaciones en el tiempo y que se

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dirige fundamentalmente a construir el patrimonio cultural colectivo. Así, si lo auténtico de cada colección depende del carácter irrepetible de las piezas o alguno de sus rasgos, y de la diversidad de sus procedencias, de esta actividad acumulativa deriva la necesidad del catálogo de sus partes. Es este un momento concomitante o posterior al armado y que puede modificarse en diferentes ocasiones. El racconto es otra cara del “dique” que procura contener el afecto que va y viene entre las cosas y los seres.

El archivo de artistas de Juan Carlos Romero, por caso, comenzó a catalogarse en 2013, luego de que el artista, como parte de la Red Conceptualismos del Sur (RedCSur), manifestara la voluntad de hacer público su acervo. Se conformó entonces la Asociación Civil Juan Carlos Romero - Archivo de Artistas. Al poco tiempo de comenzada la tarea algunas instituciones, en diálogo con Ana Longoni y Fernando Davis, decidieron apoyar diferentes instancias del proceso. Es el caso del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, de Madrid y de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, de Buenos Aires. Una vez constituida esa alianza, a través de un convenio cuatripartito, se lograron recursos para inventariar parte del archivo. El acervo fue trasladado a una casa de barrio Monserrat en Buenos Aires ese año. Esa casa se destinaba a la conservación de diferentes materiales, especialmente en soporte papel y había sido preparada para ello. Entre los originales había volantes, revistas, cientos de recortes, en diferentes estados de conservación. Pero centralmente, para este trabajo, quisiéramos resaltar la cantidad de afiches publicitarios y gráfica de propaganda política y sindical sacados de emplazamientos urbanos, despegados en muchos casos por el propio Romero de las calles donde estuvieron fijados. En ese segmento de la colección trabajaron dos investigadores jóvenes del Instituto Gino Germani, Lucía Cañada y Ramiro Manduca1.

En 2017 tuve ocasión de una breve entrevista con el artista. La inquietud inicial, que motivó el encuentro, se dirigía a sus carteles de tipos móviles, me interesaba saber si él los consideraba una forma de la poesía visual. Entonces supe que además de producir esa cartelería Romero guardaba una gran cantidad de afiches callejeros en aquella casona. Pude entonces distinguir su propensión hacia las colecciones. Quedamos en volver a reunirnos en un próximo viaje y la cita sería allí. Finalmente no llegué a conocer el lugar. A pocos meses del encuentro Romero fallece y a finales de 2018 comienzan fuertes rumores de tratativas de venta del archivo. En enero de 2019 se supo que una parte del archivo había sido vendida y ya estaba fuera del país. Habían fragmentado el acervo para su comercialización. Dos escenarios del coleccionismo se enfrentaron entonces, el de la adquisición por recomendación y valor de mercado, y el de un coleccionismo vital y compartido.

Uso y futuro

Años de reunir prolijamente estos elementos parecían sostener en Romero una convicción sobre el uso futuro de los documentos. Su coleccionismo se orientaba en dirección archivística. Esa es la diferencia que esperamos pueda establecerse en el análisis, la construcción de la historia desde el compromiso subjetivo con los materiales. Es decir, colecciones regidas por un principio individual2 luego pueden conformar piezas importantes de archivos contemporáneos, tanto sea para la exhibición como para su resguardo. Su caso, por tanto, permite analizar estas diferencias categóricas entre el archivo documental institucionalizado y la colección individual de orientación archivística, especialmente desde el tránsito entre uno y otro que propone el acervo de Romero. La juntura trazada en su propia producción entre lo singular y lo colectivo permite repensar la colección, pero asimismo explorar una metodología en su gestión interna de selección y conservación. En este acervo el capricho interviene las decisiones de los documentos conservados y tal es el desvío que quisiéramos observar ahora.

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En Romero hay cierta similitud entre las elecciones de conservación y la propia producción de obra. Sus primeros carteles de tipos móviles, por caso, fueron afiches de campaña para elecciones sindicales de la empresa de comunicaciones donde trabajó en la década de los años sesenta y muchas de sus intervenciones artísticas, políticas, gremiales, surgieron desde el deseo revolucionario, acordes a su tiempo. Sin embargo, la singularidad se percibe en un leve desplazamiento: si bien el ímpetu revolucionario fue origen de muchas de ellas, en su obra la producción se orientó centralmente a hacer habitable la vida en el presente. Por ello, participa del llamado al despertar colectivo antes que de la abstracción utópica. Esa es la llave con la cual atraviesa los espacios culturales de las izquierdas desde finales de los años sesenta en Argentina. A distancia de la romantización de futuro, muy reprochada a la acción política revolucionaria, su producción se dirigía a colaborar con su tiempo histórico. Buscó producir espacios de reunión en torno del hacer estético y sostener la conjunción política entre quienes participaban de las acciones artísticas. Es decir, el deseo tendía redes allí donde era posible visibilizar un afecto común de articulación inmediata. Por eso el afiche o el grabado, la docencia, el performance y así también la colección, se incorporan orgánicamente en su trayecto. Mientras gran parte de las acciones de izquierda procuraban hacer saltar los mecanismos sociales y políticos que asegurasen la transformación total de las sociedades, las intervenciones de Romero permanecían atentas a la construcción de un tiempo habitable.

Romero participa de la complejidad del escenario político argentino del último tramo del Siglo XX3. En su producción funciona el sintagma de la historia entendida en sentido de la emancipación sublevatoria (por el período de producción estética), pero simultáneamente monta una historia fragmentada que aguarda su redención en pequeñas piezas de papel obra4. De allí la importancia que tiene la colección en sus dos caras, nuevamente. Pues a la vez que sostiene el capricho —aquello que señalábamos sobre cómo sólo la subjetividad del coleccionista puede decodificar las relaciones más singulares entre la historia colectiva y la pieza estética— del otro lado asegura la pervivencia de las huellas materiales, que esperan latentes otros modos de ser leídas. Esta es la tensión sobre la cual se establece la vigencia de su trabajo. Se constituye allí un materialismo superviviente donde el destino de la historia se aleja de las pretensiones lineales del historicismo. Con esto, más que repetir una lectura muy asentada en la matriz benjaminiana o didi-hubermaniana, intentamos poner de relieve que aquello calculado como destino histórico, sentido único posible, dirección totalizante, es desmentido en las piezas mismas5. Estas aguardan un nuevo ordenamiento para resignificar ciertos olvidos y dotar de sentido al presente. En esa línea, el catálogo construido en conjunto y en colaboración con la Red Conceptualismos del Sur propone un modelo, pues su configuración solo se sostiene en la medida en que la colección, desfetichizada, continúe atravesada por esas huellas de origen. El posterior desarraigo institucional desdibuja, entonces, esas genealogías.

En la actividad del coleccionista hay una garantía de continuidad, una espera del lector y del tiempo que permitirá descubrir lo que antes fue un detalle menor entre las cosas cotidianas. Las instituciones, si intervienen, cuando son de origen público y se adecúan a los materiales que conservan, pueden garantizar su cohesión y su sentido propio. Luego también agregar otra mirada, con sus respectivas determinaciones disciplinares. De ese modo, es posible lograr otro acceso al acervo.

Incorporaciones

Entre los debates metodológicos actuales en artes se encuentra aquel que opone la búsqueda de un método histórico asociado a los sentidos políticos y sociales de una época,

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con otro que garantiza en el acopio de los documentos una totalidad completa y objetiva. Ambos relatos movilizan diferentes aspectos de la historicidad. En el caso que traemos, en tanto la colección no es inmediatamente un documento para la historia del arte, proponemos pensar cómo su estructura interna contribuye a las disciplinas de conservación. En principio porque la colección de Romero tiene una tensura narrativa que da sentido a sus partes. Es decir, se sostiene según ciertas ficciones, aquellas que le atribuye el coleccionista por un lado y luego las del criterio de archivación6.

Incluso en la definición historicista “Una historia debería aspirar a reunir todos los datos del objeto que estudia y, al mismo tiempo, evitar toda marca narrativa que la aproxime al relato, con todos los elementos ficcionales que éste comprende” —así la caracteriza críticamente Andrea Giunta (2010, p. 7) por oposición a otros modos del hacer histórico—. Por eso, dentro de ese debate proponemos atender a los “elementos ficcionales” que concluyen la cita. Pues, sin ánimos de comparar la metodología de una disciplina con la de una colección, buscamos sin embargo afirmar que la ficción configura un aspecto intrínseco del material que observamos. De allí que sea necesario —quizá imprescindible, lo veremos— atender a ello en el análisis.

Antes de continuar volvamos sobre la siguiente afirmación: el almacenaje y sus respectivas leyendas en la colección personal de Romero está atravesado por un principio de capricho. En tanto “principio arcóntico” que configura la unidad de las piezas domina las relaciones entre los objetos. Los materiales están conectados por esa fibra íntima y la vida del coleccionista está comprometida a sostener ese relato. Desde el punto de vista del valor de las piezas hay también una transacción, puesto que ellas participan tanto del cuerpo de obra del artista cuanto de las lógicas históricas de un acervo. Habría una mixtura o una “contaminación” si seguimos los términos de Natalia Taccetta (2017, p. 245), entre las dos disciplinas. La colección de Romero en este sentido, acompañada por la temporalidad de una vida humana y finita, consigue una disposición mixta, trabajada en primera instancia por el artista y que se reconfigura en la labor de conjunto con los investigadores durante el proceso de catálogo y archivaje. Desde los documentos, pero también en los intersticios entre ellos, el espacio de la colección conforma una zona material problemática.

Ha sido destacado en otras ocasiones, los contenidos de los acervos funcionan tanto como sus lagunas. Ellas son centrales en su configuración, pues hay en los intervalos, en los materiales inconseguibles o supuestos, un plus de sentido. Taccetta, a propósito de la obra de la artista chilena Voluspa Jarpa, quien trabaja con el material de archivo del Estado de Chile, dice lo siguiente:

El archivo se conforma a través de las fisuras que permiten un acceso al pasado. Se caracteriza por la grieta, la cesura visible entre presente y pasado, siempre amenazada con su desaparición, pero que se conserva entre fugas que preservan el acontecimiento desde los huecos. (Taccetta, 2017, p. 243)

En Romero también esa importancia del intervalo funciona concomitante al principio transversal y jerárquico en el ordenamiento y su clasificación. Entre ambas lógicas se amplían los alcances, se multiplican los modos posibles de acercamiento al material. La lógica del afecto, desplazada por la catalogación externa, trabaja junto con los intervalos para sumar formas de visibilidad.

Puesto que el sitio particular que nos interesa dentro de esta colección es la cartelería política, consideraremos en lo que sigue la acción de retirar de circulación ciertos afiches callejeros elegidos por el artista en el tránsito urbano, pues suceden varias cosas en esa apropiación. Los afiches, carteles y volantes sustraídos conservan, por una parte, en su

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datación y detalles compositivos la marca de la circulación social de su tiempo. Para el coleccionista resulta imprescindible agrupar los elementos del mismo tipo con vistas a su resguardo, llevar el material elegido hacia la colección y reunir, por caso, la mayor cantidad de carteles militantes en su acervo personal.

Por otra parte, coleccionar quita la utilidad intencional o práctica de las piezas en cuanto mercancía inmediata7, en el gesto de su apropiación se construye un futuro posible para ese material valuado a la baja en el presente de su circulación8. En el caso de Romero, al tratarse de obras en papel, incluso otorga cierta sobrevida9 a lo efímero de ese material. Los fragmentos o piezas —y aquí recuperamos la perspectiva de Walter Benjamin en El París de Baudelaire— una vez “libres de la servidumbre de ser útiles” (Benjamin, 2013, p. 56) conocen un destino diferente del que hubiesen tenido en tanto publicidad urbana situada. El fragmento pierde su obligación de mercancía y su valor de uso queda trastocado, como si al quitarlo de la circulación se olvidara su existencia y con ello permaneciera disponible sólo para los ojos del coleccionista. Allí radica la importancia de recordar el mecanismo de la adquisición, de configurar y sostener su relato, al menos hasta que ese acervo consiga instalar una lógica externa en la consignación de los materiales.

Por último, sacar el afiche o el objeto de su emplazamiento original modifica algo del presente. Si bien de manera casi imperceptible, la ausencia del cartel produce una reubicación de la mirada. En Romero la acción de quitar los afiches callejeros es su marca personal, una determinación estética y política inscripta en la pulsión por conseguir aquellos objetos buscados. Sobre las circunstancias de adquisición para las colecciones, principalmente sobre libros, Benjamin traza algunas distinciones. Entre ellas se detiene en las particularidades de la subasta, la herencia, la compra en librerías, la compra por catálogos. Distingue las destrezas necesarias para cada una. Afirma:

Fechas, toponímico, formatos, encuadernaciones, propietarios anteriores…, todas estas cosas tienen que poder decirle algo, pero no de modo separado, sino que han de estar en armonía por cuya concordancia y profundidad el comprador ha de saber si el libro es o no para él. (Benjamin, 2010, p. 341).

Así, incluso en estos detalles la relación de quien colecciona con sus piezas es íntima, no es intercambiable, ni está sujeta a la especulación. Por ello la premisa de utilidad de los objetos es reemplazada por el valor del recuerdo. En cada pieza hay un recuerdo materializado, una memoria táctil. En este sentido es notable cómo la colección de Romero inscribe lo colectivo en el momento mismo de la conformación, su intención de trazar un destino para esa documentación bajo la tutela de la organización colectiva y pública. Su criterio afectivo inicial se mezcla luego con los criterios de la conservación institucionalizada y de ese modo se conforma un híbrido entre arte y documentación.

El archivo ausente

Al poco tiempo de constituido el catálogo, luego del fallecimiento del artista y la disolución de la Asociación Civil, Galería Walden ingresa la colección como obra al mercado del arte. Se vende, en principio, el segmento “gráfica política”10. Por la reconstrucción temprana de Ana Longoni y Diana Weschsler supimos que el segmento fue conservado como pieza conjunta, aunque el fondo documental se dividió en varias partes para su comercialización. La compra estuvo a cargo de ISLAA, un instituto de estudio en artes situado en Nueva York11. Las otras series del fondo, incluso aquellas del archivo personal de Romero12 aún no digitalizadas, no figuran vendidas ni se conoce su emplazamiento físico. En

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la página web http://archivosenuso.org de la cual participa la Red Conceptualismos del Sur están los registros digitales de “gráfica política” y “papeles personales”.

En la venta de la colección de Romero, lo venimos señalando, el material físico es devuelto a su carácter de mercancía. Su valor histórico institucional es también objeto de especulación económica en el auge de las poéticas desmaterializadas y de los documentos autobiográficos. Wechsler en una entrevista para el diario Crónica en su versión online, afirmaba:

En los últimos años hay una avidez por los archivos por la cuestión de la memoria y el arte conceptual… El archivo Romero está en el borde entre ser un archivo y una obra de arte. Esto lo hace codiciable para el mercado. (Wechsler, 2019, párr. 21).

En este escenario el valor de los archivos se eleva, pues se caratula como obra un material que desborda esa misma definición. De este modo consigue ser interesante para varios perfiles de venta, sea para instituciones dedicadas al trabajo de archivos —el caso de ISLAA— cuanto para coleccionistas individuales.

Pero con la venta del archivo se produce una interrupción decisiva. Todo el trabajo de conservación y catálogo queda en suspenso con el traslado hacia el extranjero. El desarraigo del material y la segmentación desarticula la narrativa construida a lo largo de los años. Quedan fragmentos complejos subsumidos a la imaginación del comprador y en su soledad se desactivan las tramas internas de relaciones. Luego de la venta el repositorio digital es el único emplazamiento que refleja la vastedad de la colección. Enumera, por una exhaustiva labor, incluso aquello que no pudo ser digitalizado. En efecto, en la actualidad apenas puede entreverse —y con mucha dificultad— la dimensión original del archivo y eventualmente rastrear desde allí algunos documentos puntuales.

En efecto, la pérdida se vuelve el eje de este archivo. Es el núcleo del relato que hoy la reúne. Sobresale por este motivo la tensión entre la materialidad de las obras y el trabajo de digitalización, una zona que es también relevante en el contexto de las investigaciones actuales. En ese sentido quisiéramos recuperar una pregunta de orden teórico que Andrea Giunta formula a propósito del llamado archive fever: “¿La idea de un archivo digital universal no alimentará la certeza de que solo existe lo que está on line?” (Giunta, 2010, p. 51)13. El interrogante tiene algunas trampas, pues la historiadora en su libro construye series dicotómicas que luego desarma con matices. A lo largo del texto propone afirmaciones, a primera vista taxativas, y con ellas construye una lógica argumentativa. Postula, por ejemplo, al hablar de la multiplicación de los archivos virtuales, su riesgo de convertirse en “una sesión de fuegos artificiales ad infinitum” (Giunta, 2010, p. 32); logra también oponer la tan demandada “democratización” de los archivos a una eficaz “política del conocimiento” (Giunta, 2010, p. 32) o la “digitalidad” a la “accesibilidad” de los documentos. Es decir, términos que encontramos usualmente como sinónimos, aquí se contrastan con el reverso de sus usos posibles, lejos de un optimismo ingenuo. Giunta nos sitúa así en problemas de latitud sur, entre el mercado internacional y la reconstrucción histórica.

Es significativo entonces comentar el doble signo de la digitalización. Su importancia para visibilizar los materiales, por un lado, y por el otro, diremos, su fascinación. Es decir, aquella capacidad de lo virtual de permitir una aproximación a los documentos y que contribuye asimismo al carácter lagunar del archivo. Recordemos aquellos ojos de agua que citaba Didi- Huberman en Arde la imagen (2012) para pensar la memoria: “Nos encontramos frecuentemente enfrascados en un inmenso y rizomático archivo de imágenes heterogéneas que resulta difícil manejar, organizar y entender, precisamente porque su laberinto está hecho

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tanto de intervalos y lagunas como de cosas observables” (Didi-Huberman, 2012, p. 20), dice el autor. Bajo esa máxima —que traíamos arriba en la misma línea con Taccetta— las diferentes tareas de conservación podrían comprenderse como intentos sucesivos tendientes a completar aquello que por definición no es posible. Por eso su tarea es impostergable, pues procura sostener en el tiempo una visión de lo cotidiano de una época, o al menos dejar testimonio de su existencia.

Giunta, por su parte, destaca la capacidad contradiscursiva de los documentos, afirma que “constituyen un repositorio desde el cual es posible construir otras historias” (Giunta, 2010, p. 31). Lo hace desde una posición reivindicativa. Arguye que en Latinoamérica la tendencia hacia el archivo permitió trabajar materiales propios, rescatar documentos presentes en el territorio14, incluso competir (con colecciones propias) ante exposiciones extranjeras. En esta misma perspectiva quisiéramos insistir con la venta del archivo de Romero como negativo de aquellas afirmaciones. Su recorrido de mercado forma parte de un circuito frecuente para las narrativas documentales del sur continental. En otras palabras, la geografía continúa disputándose desde lo tangible, en estos casos, de sus archivos. Por fortuna los aprendizajes colectivos se complementan con las herramientas disponibles. Aquí, la veloz digitalización deja un testimonio resquebrajado y cortante que permite todavía trabajar sobre la propia historia, aun a sabiendas de que constituye un breve fragmento del material original.

Ante esta coyuntura, más que una cronología —a la manera de un archivo ideal en donde todo material puede conservarse, con estrategias inamovibles de catalogación que producen un archivo objetivo, universal, permanente y que permiten abordar cada una de las partes— más bien los archivos latinoamericanos proyectan otros modos de trabajo. Leemos una vez más con Walter Benjamin: “La historia universal carece de estructura teorética. Su procedimiento es el de la adición: proporciona una masa de hechos para llenar el tiempo homogéneo y vacío. En cambio, en el fundamento de la historiografía materialista hay un principio constructivo” (Benjamin, 2019, p. 317). En los últimos años es notable cómo este principio historiográfico al que refiere la cita se tensa con lo efímero, especialmente —valga la insistencia— en los enclaves del sur global. Quizás porque en el presente se vuelve cada vez más difícil negar el funcionamiento de aquello que se tiene y luego es desplazado o desaparece. Los materiales empleados en las investigaciones están constituidos bajo esta lógica.

La mixtura digital y física, a la que se recurre cada vez con mayor frecuencia, confiere relevancia al lenguaje material de los documentos, pero a la vez hace visible la importancia de las hipótesis de lectura. En este caso, el archivo ausente parte de una visión dialéctica, una forma de reconstrucción situada que trabaja con el material despertando en él sus relaciones temporales. Por eso en la colección hay también un modelo en miniatura para esta práctica de la memoria histórica. En el caso de la colección de Romero el giro de la venta, acompañado de su catalogación y del trabajo de Archivos en Uso muestra una posición materialista y latinoamericana, que define las condiciones de producción y de circulación de los documentos. Es compleja porque contempla el uso de la digitalidad y porque busca tanto la conservación como la resonancia de los vastos recursos imaginativos del sur continental.

Allí reside un problema que Benjamin detectaba ya en el coleccionismo de Eduard Fuchs que refiere al interés solipsista sobre las colecciones y construye su carácter agónico. Podríamos pensar en ese sentido la adquisición por parte de los compradores del segmento de gráfica política de Juan Carlos Romero. Esa acción pone en riesgo la posibilidad de llegar al corazón de la historia que aguarda en sus piezas. Cuando se adquiere una colección como objeto de arte para dejar que descanse en reservorios individuales, el riesgo inmediato es desvanecer el principio afectivo que reúne sus partes, bajo una mirada de mercado. Por tanto, esa colección precisa del trabajo múltiple a su alrededor, exige una confrontación para poder

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reactivar sus tramas internas15. Así, el inventario de estas poéticas, además del registro que permite discernir aquello que se intercambia o su lugar en el paisaje de otras poéticas de archivo, responde al intento de constituir capas que permitan visibilizar, en los términos de Suely Rolnik, su propia carga poética. Es decir “la capacidad del dispositivo propuesto de crear las condiciones para que tales prácticas puedan activar experiencias sensibles en el presente” (Rolnik, 2008, p. 10). El almacenaje afectivo de la colección original se reúne con un principio arcóntico externo, pero su potencia se muestra solo en tanto colabora con la sobrevida de los materiales en un trabajo institucional arraigado en la mirada del artista.

La construcción de esta historicidad trabaja con los restos y las posibilidades de reconstrucción de la memoria de los objetos. Así como Benjamin afirma, al desarmar su biblioteca personal, que la tarea del coleccionista es un ejercicio con la historia (“subraya la presencia del azar y el destino, haciendo revivir los colores del pasado” Benjamin, 2010, p. 338), podríamos pensar, extrapolando los términos, al historiador latinoamericano como un coleccionista que recorre urgido los escaparates, intentando recoger los objetos menores que constituyen su trama. Pues el historiador del arte, especialmente, sabe que el material con el que trabaja es un material inestable, atado a las condiciones de su tiempo y a las condiciones de su circulación. Aquello que puede ser rescatado del olvido, visto o estudiado depende de las circunstancias.

Este terreno, conocido por el trabajo de Didi-Huberman (2012) insiste en que lo que retorna del pasado como imagen de valor coincide con las condiciones de visibilidad y enunciabilidad del presente. Aunque fragmentaria, la imagen que retorna desplaza los sentidos iniciales para formar parte de una narrativa contemporánea. Puede entonces proponer otros puntos de partida para pensar su propio tiempo. De allí que el traslado de la colección de Romero signifique una deslocalización y aún así logre contribuir, en ausencia, a una lectura crítica (rasgada) de la historicidad en poéticas actuales.

Consideraciones finales

En este recorrido seguimos la lectura crítica del filósofo alemán Walter Benjamin para aproximarnos a una lectura del coleccionismo en Juan Carlos Romero. Pues si bien nos posicionamos desde el sur global, resuena en aquella escritura una filosofía de lo menor donde lo postergado por el relato de los vencedores resurge con fuerza histórica. Este es el valor de su método “micrológico y fragmentario”, como lo caracteriza su colega Theodore Adorno en Prismas (2008). Desde esta perspectiva los documentos de Romero aparecen como fragmentos materiales de la historia colectiva.

Cuando ocurre la mudanza hacia la casa de Monserrat y la catalogación, el lenguaje de las piezas —cuyo relato estaba supeditado a la visión del artista, a su manera de contar su historia a través de esos fragmentos— se separa de una visión única. La catalogación y el traslado son insumos que contribuyen al pasaje del sujeto singular como voz única autorizada para recorrer el material de la colección, hacia el carácter público del archivo. Las piezas colmadas de aquel pasado individual se prestan entonces a trabajar como documentos. Otros relatos se vuelven posibles para estos materiales (en pequeños segmentos o de conjunto). De allí la importancia de la conformación de la Asociación Civil - Archivo de Artistas.

La catalogación asegura asimismo que la información mínima sobre cada pieza quede establecida. Es un piso de trabajo para futuros recorridos, artísticos o de investigación. En estas páginas, por tanto, la hipótesis con la que trabajamos es que la actividad del coleccionista por su carácter político, devino archivo en un movimiento orgánico —acordado, construido— que permitió, en los términos de Suely Rolnik (2008, p. 10), la activación de su carga poética para el presente. La tarea de acopio del material asumió, así, que hacer la

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historia es seleccionar pacientemente elementos del pasado común para contribuir a su documentación y relato. Romero contó, en ese sentido, más que con un afán historicista con una visión constructiva. El fallido horizonte revolucionario deja un siglo astillado que guarda testimonio del momento histórico. Sus pedazos —afiches rajados, volantes, revistas, pequeños objetos— al salir del flujo mercantil quedan en suspenso esperando otra escala que los revalorice. En el caso de Romero esa escala es la de la historia.

Además, decíamos, hay una especial atención a las formas de incorporar las piezas de colección. Ese momento también es una instancia sociopolítica. Los afiches arrancados de la vía pública son un evento explícito en este sentido. A ello se agregan aquellos afiches o revistas guardados por colegas que fomentaron esa afición o también ciertos folletos que antes de su descarte fueron cuidadosamente recogidos con la intención de agruparlos junto a otros. Por estos movimientos sutiles la acción del coleccionista es un trabajo de lo menor, de lo mínimo. Es en los detalles, fiel al método montajista benjaminiano, donde la historia se articula. Un depósito de piezas breves muestra el paso del tiempo. Restituyéndoles un uso, sea para la investigación o como insumo artístico, o sea simplemente para su visionado, las piezas adquieren nuevas formas de participación.

La acción común y la elección de estas herramientas de trabajo, las propias dinámicas de su trabajo artístico, hacen del trayecto de Romero una vía situada para recorrer la memoria del último tramo del Siglo XX. Su colección en soporte papel muestra una conjunción fundamental de la época, las posibilidades técnicas orientadas a ciertas tendencias estéticas. El papel, al igual que su circulación urbana, evidencia un modo de producción que se ajusta a las experiencias y las maneras de pensar su tiempo. Si como dice Didi-Huberman cada vez que miramos o leemos habría que reflexionar sobre qué ocasión impidió la destrucción de un material, cada documento es entonces una muestra en negativo de lo que ha sido y de lo que no pudo guardarse. Importa porque deja ver la laguna a su alrededor, el tiempo perdido que se aloja en sus partes. Por eso, sostenemos, el trabajo de investigación precisa reflexionar sobre las técnicas de acopio de datos según el tipo de material. Su ficción interna, la que sostiene la estabilidad relativa del conjunto, es tan estructurante como las herramientas disponibles para el análisis.

Pero asimismo es fundamental la dirección de apertura, el horizonte sostenido durante el trabajo de acopio y catálogo en sentido de su socialización. Cuando al pasaje entre el coleccionista individual —la vitalidad en encontrar un nuevo cartel, el ansia de traer a la colección un tramo del paseo callejero— se suma un interés de construcción común surge una narrativa compleja. Habrá zonas inaccesibles que muestren lo inestable del relato, algunos papeles sueltos, objetos inusuales y fuera de catálogo. Ese carácter evidencia que el coleccionismo no es inmediatamente archivable. En ese sentido, problematizar las formas de continuidad para los documentos de otro tiempo es una tarea actual que precisa un método de abordaje. Será preciso trabajar multiplicando las tramas históricas para construir saberes tan imprescindibles como los propios segmentos de archivo.

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Notas

1En otros segmentos participaron de la catalogación los investigadores en formación Katarzyna Cytlak y Fermín Acosta. El trabajo está disponible on-line en la página de archivos en uso de la Red de Conceptualismos del Sur. El proyecto fue impulsado por Ana Longoni y Fernando Davis. Puede consultarse en www.archivosenuso.org/acerca_de_romero

2Con esta expresión nos referimos a la potencia creativa de Juan Carlos Romero para construir y sostener en el tiempo los primeros criterios de selección y conservación para sus materiales. Su mirada puesta en el archivo permitió traer al presente piezas de procedencia muy dispar, reunidas según una detención de la mirada hacia los procesos políticos colectivos. Con esto, entonces, más que señalar la originalidad de las piezas o un genio excepcional de elección y guardado —del cual se desprendería un modo unívoco, homogéneo de comprender las piezas— más bien proponemos pensar, entre la afición y el capricho, un impulso de archivaje de elementos que por su materialidad podrían haberse perdido con rapidez, pero además cuya captura representa el resto material de diferentes intereses y articulaciones que sucedían en torno de Romero. Su implicación en diferentes grupos, episodios del arte y la política en la región hace que este acervo conserve la impronta de conjunto y por ese mismo motivo, es decir, porque Romero siempre alentó los proyectos colectivos, insiste en una fisonomía grupal, organizada narrativamente y detallista en los cuidados de conservación.

3Lucía Cañada en “Afiches, mates, relatos e inventario. Memorias en construcción” (2015) indica la cantidad de documentos registrados en una serie de períodos breves. Por caso, señala que para el de 1976 a 1983 el archivo registra apenas 5 entradas.

4En el catálogo del segmento de gráfica política, como ejemplo, los primeros volantes son de la década del cincuenta. Aun así, los materiales de esta sección toman cuerpo, es decir, se consolidan como conjunto hacia los ochenta. Se observa en esa década una repentina multiplicación de los documentos que lo componen. Puede verse la sección del archivo digitalizado en http://www.archivosenuso.org/jcr/cronologico#

5Didi-Huberman en La imagen superviviente (2009) recoge el legado de Aby Warburg y lo hace comparecer ante los sistemas ideales renacentistas. El método warburgiano, perturbador, fantasmal, le permite consolidar un

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modelo histórico hecho de remanencias. Abandonando la pretensión evolutiva de una historia del arte lineal descalabra el ideal de progreso al interior mismo de la disciplina. Es decir, según esta lectura, en la misma forma del relato hay ya otro modo de pensar la historia. En esa afección de lo que turba y vuelve proponemos ubicar la colección de Romero.

6Cuando el material de Romero es trabajado por Ana Longoni, Fernando Davis, Fermín Eloy Acosta, Ramiro Manduca, Lucía Cañada, Katarzyna Cytlak, la mirada subjetiva del artista cede frente a la multiplicidad enunciativa del archivo. Nos preocupamos aquí entonces por el modo en que ese carácter interseccional revela un aspecto problemático de la colección.

7En París, capital del siglo XIX Benjamin dice “El coleccionista es el verdadero inquilino del interior. Hace asunto suyo transfigurar las cosas. Le cae en suerte la tarea de Sísifo de quitar a las cosas, poseyéndolas, su carácter de mercancía” (Benjamin, 2013, p. 55). El crítico ubica en ese gesto la tarea política de la colección, un modo posible de deslocalizar el consumo. Es decir, si en los términos del capital los objetos se dispersan según el valor de mercado, a partir de la cita puede verse cómo esa dinámica que procura mantener la mercancía siempre en circulación es interrumpida por la actividad de la colección. Lejos de su utilidad inmediata el objeto es más bien un engranaje en el relato de vida del coleccionista.

8Además de lo mencionado en la nota anterior sobre los efectos de quitar las mercancías del tránsito del capital, vale aclarar además que ese proceso de desactivación económica del coleccionismo vira hacia la especulación cuando es atravesado por el mercado del arte. Cuando este intenta reinsertar ese elemento como rareza, lejos de la intención de comunidad y agencia material que proponen de los archivos públicos, el intervalo no es más que otro modo de plusvalía.

9Hay un vocabulario muy propio de la supervivencia especialmente trabajado en el libro de Miguel Valderrama Traiciones de Walter Benjamin (2015). Allí se discuten los matices de nociones como las de pervivencia y sobrevida desde una lectura situada en Latinoamérica.

10Ricardo Ocampo comunicó en varias ocasiones y por distintos canales la posición comercial de la galería: reservarían la identidad de los compradores hasta que ellos mismos hicieran pública su adquisición.

11Puede consultarse el sitio web de ISLAA en https://www.islaa.org/alliances

12Seguimos la demarcación de archivos en uso para distinguir diferentes secciones del fondo documental. El Archivo de Artistas Juan Carlos Romero incluye obra de Luis Pazos, Elena Lucca, Carlos Ginzburg, entre otros.

“Gráfica política” contiene la digitalización del segmento vendido. Al “Archivo personal” corresponde otra entrada en el sitio y del cual quedan registro de algunas piezas, en su mayoría volantes, revistas, folletos y periódicos, también una sección dedicada al folklore del mate.

13En la misma dirección de la pregunta de Giunta es necesario recordar la variedad de secciones que componían el fondo documental, tanto aquellos en soporte papel cuanto los objetos tridimensionales. Series muy diversas además de las ya mencionadas se agrupaban en torno al libro de artista, la yerba y el mate, el tango, objetos sobre la muerte, etc.

14Brevemente, aunque con agudeza, Giunta comenta asimismo la etiqueta de “arte latinoamericano”, su uso operativo a la vez que sus reiteradas deserciones (Cfr. Giunta 2010, pp. 33-44).

15En los términos de Walter Benjamin “Desde luego que aumenta el peso de los tesoros amontonados en las espaldas de la humanidad. Pero no le da a ésta fuerzas para sacudirlos y tenerlos de este modo en las manos” (Benjamin, 1982, p. 102). Habría que permanecer en esta distinción para asumir las diversas direcciones de las tareas de conservación, en espacios públicos y privados.

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35741

De puercoespines a mónadas: estructura, temáticas integrativas y

cultura de masas en Los lemmings y otros, de Fabián Casas

Felipe Adrián Ríos Baeza

Universidad Autónoma de Barcelona. Universidad Anáhuac Querétaro, México. feliperios.ffyl@gmail.com ORCID: 0000-0001-9449-4651.

Recibido 30/04/2021 Aceptado 05/07/2021

Resumen

Este trabajo propone un análisis del libro Los lemmings y otros (2005), del escritor Fabián Casas, tanto de su estructura —empleando la teoría de los “relatos integrados”, del crítico José Sánchez Carbó (2012)— como de las temáticas del volumen —que van desde la utilización de específicos motivos literarios hasta una personal mixtura entre la alta cultura y la cultura de masas—. Como se verá, dichos elementos resultan funcionales en tanto hilos conductores de las diez piezas que componen la obra. Una colección de relatos abiertos y la inserción de referentes de la cultura popular son ya recurrentes en la obra de Casas, pero, como se argumentará, en este volumen no solo estarán al servicio de un “retorno a la infancia”, como otros críticos aseguran, sino que serán muestra distintiva de un proyecto literario mayor, donde las fronteras genéricas de poesía, ensayo y narrativa se volverán cada vez más difusas por razones que responden a su expansiva forma de creación.

Palabras clave: Fabián Casas, Los lemmings y otros, relatos integrados, cultura de masas, literatura argentina

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

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From Porcupines to Monades: Integrative Structure and Themes in Los lemmings

y otros from Fabián Casas

Abstract

This work proposes an analysis of the book Los lemmings y otros (2005), from writer Fabián Casas, considering its structure —using the theory of “integrated stories” by the critic José Sánchez Carbó (2012)— as well as the topics covered in the volumen —that range from the use of specific literary motives to a personal mixture from high culture and low culture— As it will be appreciated, such elements work as connecting threads within the ten pieces that are part of this literary work. A collection of “open” stories and the inclusion of pop culture references are already recurring in Fabián Casas’ work, but, as it will be underscored, in this particular volume they are not only at the service of a “return to childhood”, as some critics state, but they will also be a distinctive sample of a major literary project, where the generic boundaries from poetry, essay and narrative will be more and more diffuse for reasons that are particular to his expansive way of creation.

Keywords: Fabián Casas, Los lemmings y otros, integrated stories, low culture, Argentinian literature

Editado, primero, por Santiago Arcos (2005), y, luego, por Alpha Decay (2011) y Emecé (2017), Los lemmings y otros es el primero de los tres libros de relatos publicados a la fecha por el escritor Fabián Casas (Buenos Aires, 1965). Se trata de una colección de ocho piezas narrativas y dos apéndices, dividida en tres secciones reconocibles: la parte de la infancia (“Los lemmings”, “Cuatro fantásticos”, “El bosque pulenta” y “Charla con el japonés Uzu, inventor del Boedismo Zen”); la parte de la adultez (“Casa con diez pinos”, “Asterix, el encargado”, “La mortificación ordinaria” y “El relator”); y una parte complementaria: dos contrapuntos al específico relato “El bosque pulenta” (“M. D. divaga sobre un trastorno” y “El día que lo vieron en la tele”, aunque, como se verá, estos apéndices tendrán una importancia mayor, esencial para la estructura total del volumen).

Tomando en cuenta el desarrollo narrativo de estas diez piezas, el argumento global podría parafrasearse así: un grupo de amigos forja sus lazos afectivos dentro del colegio Martina Silva Gurruchaga, de Buenos Aires, pero también afuera, en el cuadrante que forman algunas calles del barrio de Boedo (Agrelo, Maza, Estados Unidos, Independencia, Humberto Primo). Constituyen una férrea comunidad que comparte aficiones, como la música de Led Zeppelin, los cómics y el equipo de San Lorenzo de Almagro. Entre ellos se encuentra Alfredo, un chico de extracción popular al que, por su intensidad y desborde de experiencias, se lo ha bautizado “Máximo Disfrute”, haciendo alusión al jingle promocional del parque de diversiones Italpark. Será Máximo quien los lleve desde una cándida infancia a una problemática adolescencia, sobre todo a Andrés Stella, protagonista y narrador de varios de los relatos y alter ego de Casas desde la novela Ocio (2000). Al final, el llamado Proceso de Reorganización Nacional (es decir, la dictadura que se impuso en Argentina entre 1976 y 1983) más otras situaciones internas del grupo terminan provocando la diáspora de los amigos y su ingreso a la

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madurez. Como se afirma en uno de los cuentos: “Muchos [fueron] borrados antes de tiempo con el liquid paper del Proceso, las Malvinas y el sida…” (Casas, 2011, p. 20).

Sin embargo, como se demostrará aquí, Los lemmings y otros es más que un libro de historias breves cerrado en sí mismo, y aún más que un mero testimonio literaturizado de los años de infancia, capaz de trascender eso que varios sectores de la crítica literaria argentina, chilena y hasta mexicana han dado a llamar, ambiguamente, “la literatura de los hijos”1. Desde la misma omisión en el título (Los lemmings y otros) del architexto “otros cuentos” u “otros relatos” se intuye un juego con la propuesta estructural del libro (a mitad de camino entre el volumen de cuentos y una novela). Al interior de este armazón, sujeto por dicho tránsito de la niñez a la adultez, atravesando los años traumáticos del Proceso, aparecen ciertos motivos2 ya recurrentes en la obra de Casas y otros que amplían su repertorio como escritor.

De esta manera, nuestro trabajo propone un análisis de la particular estructura de Los lemmings y otros —utilizando la “teoría de las colecciones de relatos integrados”, del crítico José Sánchez Carbó (2012)—, pero también de algunas de las temáticas del volumen —sobre todo la mixtura entre la alta cultura y la cultura de masas—, ya que en ambos niveles aparecen hilos conductores que asociarán de manera singular las diez piezas narrativas. Si bien ambos fenómenos (un libro de cuentos con estructura abierta y la referencia indistinta a productos de la high y la low culture) son recurrentes en la literatura latinoamericana reciente, en la obra de Fabián Casas se vuelven aún más significativos al abonar un proyecto integral, una macroestructura con conexiones tanto explícitas como tácitas. Por eso, desde la coexistencia en un mismo espacio literario de Hegel y Star Wars, hasta la convivencia de Platón y Schopenhauer con Luis Alberto Spinetta y los Beatles, lo que este libro propone es, en efecto, una forma de retorno a la infancia, pero consciente de la idealización y mitificación que, desde la adultez y por medio de la mixtura cultural, se hace de esas remembranzas.

Una estructura con “relatos integrados”

El ensayista Rodrigo Caresani (2012) parece desestimar la construcción narrativa de Los lemmings y otros, al evaluar los cuentos como:

Piezas aisladas [que] se sostienen en un análogo formal al “abandono de la trama” que parece afectar a la novela actual: si uno de los rasgos elementales del cuento tradicional es el avance hacia una transformación violenta, cierto clímax en el que cobran sentido todos los hechos precedentes, los textos de Los lemmings y otros practican un sistemático “abandono del punto de giro”. Con algunas variantes, los relatos prometen esa intensidad sorpresiva del final, pero la promesa o bien no se cumple o se articula débilmente. El giro, esa “inminencia del cierre”… en que la narración decide el sentido y encuentra su forma, se plantea como una expectativa constantemente frustrada. (p. 115).

Si bien su análisis acierta en varios puntos —como su reconocimiento del espacio literario de Casas como lugar de tenso cruce cultural—, creemos que algunos aspectos, como el “abandono del punto de giro” y el incumplimiento de una “intensidad sorpresiva del final”, son elementos que precisamente convierten a Los lemmings y

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otros en “una obra abierta constituida por textos cerrados” (Sánchez Carbó, 2012, p.

105). De este modo, el libro responde a una:

Modelización literaria caracterizada porque un autor reúne y organiza en un libro una serie de textos autosuficientes que, relacionados hipotáctica o paratácticamente, configuran, con la colaboración del lector, un todo coherente y permiten un orden de lectura sucesivo o salteado. (Sánchez Carbó, 2012, p. 46).

Otro argumento fundamental de Sánchez Carbó (2012) que ayuda a fijar esta idea:

La colección de relatos integrados se ubica entre el libro de cuentos y la novela… La idea de unidad de un libro de cuentos descansa en elementos como el tono y el estilo que, como ya se mencionó, sólo sirven para reforzar la de una colección de relatos integrados. Fuera de éstos, entre uno y otro cuento no existe mayor relación. En el otro extremo, la novela enfatiza la continuidad narrativa con cuestiones como la causalidad, la temporalidad, la trama y el personaje; de ahí que el capítulo sea un texto abierto que deliberadamente busca su explicación en los otros. Por su parte, la colección integrada evidencia la conexión entre historias, de tal manera que los relatos autónomos, estructuralmente cerrados, potencian la discontinuidad narrativa y relativizan aspectos causales y temporales, de trama y de personaje, relativos a la novela. (p. 106).

Los lemmings y otros es, en realidad, un libro que fluctúa entre una recopilación de historias aparentemente más autónomas (“La mortificación ordinaria”, “Cuatro fantásticos”) y otras que manifiestan conexiones explícitas (“Los lemmings” con “El bosque pulenta” y esta con “Charla con el japonés Uzu…” y con los apéndices). Aunque algunos estudiosos, como Martín Pérez Calarco (2010) o Juan Terranova (2011) ya habían adelantado este aspecto3, demostraremos aquí la mayor funcionalidad de dichas marcas textuales de integración, a efectos del análisis del libro como recopilación de piezas “que relativizan aspectos causales y temporales [y que] potencian la discontinuidad narrativa” (Sánchez Carbó, 2016, p. 106).

Como se hacía notar, desde la misma omisión de la palabra “cuentos” en el título al referirse al resto de las nueve historias que lo componen, el libro tiene una vocación clara de operar como colección de relatos integrados. Si bien los elementos más visibles son la presencia de los mismos personajes en diversas zonas del libro (Andrés Stella, Máximo Disfrute, el gordo Noriega, etc.) y la actualización de las peripecias de estos de un texto a otro, existirán asociaciones mucho más profundas. De entrada, en el relato que abre el libro, “Los lemmings”, aparece un epígrafe de Arthur Schopenhauer que será muy significativo para evidenciar una de las columnas vertebrales, o macrotramas, más notorias del libro: la transformación del mundo de la niñez, del disfrute, a una adultez de la neurosis y la ansiedad. Y esa transformación se narrará subrepticiamente, haciendo mención a diversos animales y organismos. En cuanto al epígrafe, se trata de

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la conocida fábula de los erizos o puercoespines, que aparece en Parerga y Paralipómena. Escritos filosóficos menores (1851), de Schopenhauer:

Un rebaño de puercoespines se apretujaba estrechamente en un frío día de invierno, para protegerse de la congelación con el calor mutuo. Pronto empezaron, sin embargo, a sentir las púas de los demás; lo cual hizo que se alejasen de nuevo. Cuando la necesidad de calor los aproximaba otra vez, se repetía este segundo mal; de modo que se movían entre ambos sufrimientos, hasta que encontraron una distancia conveniente dentro de la cual podían soportarse de la mejor manera. (Schopenhauer, en Casas, 2011, p. 13).

Andrés Stella, el narrador y protagonista de este relato, cuenta los primeros acercamientos de los amigos de Boedo en el colegio Gurruchaga, y la conformación de dicho “rebaño” entre el gordo Noriega (después, uno de los narradores del último cuento, “El día que lo vieron en la tele”); el japonés Uzu (que dominará el diálogo en su cuento homónimo); el tano Fuzzaro (cuyo accidente en motocicleta se contará, primero, en “El bosque pulenta”, para ampliarse, luego, en “El día que lo vieron en la tele”); los hermanos Dulce; algunas chicas, como Patricia Alejandra Fraga o Nancy Costas; y otros personajes que se incorporarán posteriormente, y por intereses de Stella, al grupo de “puercoespines”, como Santiago Canale y Ángel Fraga, el hermano pequeño de Patricia.

En un momento relevante de esta primera pieza, el narrador hace memoria:

Canale también hablaba de animales, nos contaba las historias de los lemmings, unos animalitos parecidos a las nutrias o, como él les decía, “perritos de las praderas”, que vivían en madrigueras en el Ártico y que, de golpe y sin motivo, se tiraban de cabeza por los acantilados, suicidándose… Esa historia nos parecía increíble, nos imaginábamos a los lemmings preparándose para darse el palo, como kamikazes japoneses… Nos quedábamos callados. (Casas, 2011, pp. 28-29).

Es allí donde termina, o se interrumpe, el primer cuento. En un comienzo, se asume que estos erizos se asocian por frío. Pero poco a poco, en la habitación del Tano Fuzzaro y bebiendo jarabe Talasa (el acceso a drogas más duras), los amigos irán mostrando las espinas que los irán distanciando entre sí.

Se entiende, entonces, que ese primer cuento se detenga allí, al final de la cita, en ese silencio4, porque la revelación de Canale va más allá, sin duda, de la mera conducta de los “perritos de las praderas”. A saber, en esta suerte de novela/volumen de cuentos de formación, los lemmings representarían, aparentemente, a los amigos de Boedo que, tras el primer texto y tomando conciencia del Proceso, van cayendo uno a uno, arrastrados por una fuerza destructiva. Así se lo hace saber, al menos, el personaje de “Musculito” (un amigo de menor edad y de un físico cultivado en gimnasio) a Andrés Stella, cuando, en “El bosque pulenta” y por el influjo de Máximo Disfrute, el protagonista se vea envuelto en una violenta pelea entre bandas locales: “Musculito, que podría destrozarnos a todos juntos con los ojos cerrados, prefiere reírse. Después se me acerca.

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Otra vez siguiendo el carro de Máximo, ¿no?, me dice. Los del Parque empezaron, le digo sin mirarlo a la cara” (Casas, 2011, p. 54).

Stella sabe que, junto con varios del grupo inicial que se reunían a beber Talasa, hablar de los cómics de Superman y escuchar los primeros discos de Led Zeppelin, ha sido arrastrado, como lemming, hacia divertimentos más peligrosos. Por lo tanto, y recapitulando este cuasi discurso de las tres trasformaciones, de puercoespines se pasa a ser lemmings. Es ese evento de la gresca el que ocasiona que los jóvenes avancen, poco a poco, hacia la madurez, y allí tenga lugar la tercera transformación: de lemmings a mónadas, asunto que se manifestará en un texto que aparece más adelante, “La mortificación ordinaria”:

Cada persona vive en una mónada. Es el mismo proceso de vivir la construcción de la mónada blindada. Si uno logra llegar a la mitad de la vida, la mónada apenas tiene —con suerte— una pequeña ventanita, como la de los quioscos de golosinas por donde se suele pasar el dinero y recibir, a cambio, los cigarrillos. El aire de la mónada está viciado por el encierro, y es esto lo que nos aturde lentamente hasta que llega la muerte. (Casas, 2011, pp. 102-103).

La idea de mónada, como metáfora leibniziana del mundo de los adultos, desafía la idea de los puercoespines, como analogía del mundo de los niños, y de los lemmings, como imagen de la primera juventud. A partir de “Casa con diez pinos”, el quinto de los diez relatos, y hasta “El relator”, el octavo, los narradores se despreocuparán por recuperar discursivamente la infancia y harán ingresar al lector al entorno hostil de la vida adulta, a través de circunstancias como la resignación de un trabajo que remunera, pero no gusta (“Casa con diez pinos”, “Asterix, el encargado”) o el deterioro físico y mental de los propios padres (la madre, en “La mortificación ordinaria”; el padre, en “El relator”).

Este fenómeno es palpable en los mismos argumentos de esos cuentos de adultez de la segunda parte: un agente editorial que lidia con escritores fanfarrones; un poeta que vive con su novia y se angustia al perder a su gato; un exmilitante de las Juventudes Peronistas que debe cuidar a su madre agonizante; un anciano, hincha de San Lorenzo de Almagro, que en pleno partido tiene, frente a su hijo, una regresión. Evidenciamos, entonces, que el título del volumen encierra más significados: no se trata solo de comparar la conducta de estos niños de Boedo con la de los lemmings que se arrojan a un abismo, sin pensarlo demasiado y por intercesión de su líder, sino que ese líder, Máximo Disfrute, representa una alternativa para un mundo que, durante los años 70 y 80 en la Argentina, se reducía, tanto en el libro de Casas como en la historia argentina, a un falso dilema en términos políticos —estar o no con la dictadura— y a una vida social apagada, opaca, sin brillo (o con demasiado brillo, el de la onda disco, para ocultar el terror de Estado).

Es por eso que el cuento homónimo empieza con una afirmación de Andrés Stella que da toda la medida de este tránsito: “La dictadura fue la música disco. Estuve en el lugar equivocado en el momento equivocado” (Casas, 2011, p. 13). Un tipo de música y de baile se vuelve, a conveniencia, el entretenimiento masivo del país, debido a su liviandad, su poco atrevimiento, su intención de moverse bajo una bola de espejos como distractor cuando, primero, el régimen de Videla y, luego, los de Viola y Galtieri,

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torturaban y ejecutaban sistemáticamente a sus opositores. Stella es consciente de ello, pero algo lo salva, y es la irónica remembranza de sus circunstancias privadas, mínimas, pero igual o más importantes que las que se viven a nivel nacional. Después de recrearse durante el día con el rock (Spinetta, Frank Zappa, Los Beatles y, sobre todo, el hard rock de Led Zeppelin), por la noche parece aligerarse cuando se coloca una camisa de seda blanca, botas negras con tacón y gomina en el pelo: “Ya está, soy un Travolta de chocolatín Jack… No está mal, me digo, llevar esta doble vida por amor” (Casas, 2011, p. 14).

Es así como dentro de esa macrohistoria —la de la juventud desbaratada por el Proceso, que le da al libro su temática general—, se manifiesta abiertamente una naturaleza de colección de relatos integrados cuando se evidencian tramas personales truncas que continúan en otros sitios, homologadas en cierta medida con una atmósfera generacional, misma que podría entenderse bajo lo que Raymond Williams llamó una “estructura del sentimiento”, a saber:

Una instancia tan sólida y definida como lo sugiere el término “estructura”, pero que actúa en las partes más delicadas y menos tangibles de nuestra actividad. En cierto sentido, esa estructura de sentimiento es la cultura de un periodo: el resultado vital específico de todos los elementos de la organización general. Y en este aspecto, las artes de un periodo, si consideramos que incluyen enfoques y tonos característicos de la argumentación, son de la mayor importancia. (Williams, 2003, p. 57).

Por ende, los puntos suspensivos al final de “Los lemmings”, cuando los amigos descubren los efectos de amodorramiento del jarabe de la tos —“El Tano siempre tenía varios frascos sobre el escritorio, puestos uno al lado del otro, como los jugadores de la selección cuando se paraban para cantar el himno…” (Casas, 2011, p. 29)—, hacen pensar que el relato solo se interrumpe, buscando actualizarse en cuentos posteriores (sobre todo en “El bosque pulenta” y “Charlas con el japonés Uzu…”).

Si en el primer cuento teníamos a un Stella adulto rememorando su fervor por el grupo de amigos de Boedo y por Patricia Alejandra Fraga, en “El bosque pulenta” hay un brusco acceso a la adolescencia gracias al descubrimiento de la sexualidad y las peleas callejeras. Esos puntos suspensivos, entonces, también representan una elipsis entre la niñez y la primera juventud (el primer y el tercer relato), para ubicar, en medio, a “Cuatro fantásticos” (el segundo relato), donde alguien, que no parece Andrés Stella (debido a que no coincide ni con el tono narrativo ni con la descripción que hace de sus padres), pasa revista a las enseñanzas y modelos de masculinidad que le proporcionan los distintos novios de su madre.

Pensamos, por ende, que el narrador de “Cuatro fantásticos” es Máximo Disfrute, quien articula sus recuerdos aun sin el desorganizado lenguaje de jerga barrial que lo caracterizará. “El bosque pulenta”, la tercera historia, es la que hará confluir las vidas del primer y del segundo narrador, ahora sí plenamente identificados, y se completará, en términos cronológicos, en “Charlas con el japonés Uzu…”, “M.D. divaga sobre un trastorno” —donde Máximo enuncia una narración de manera fragmentada y caótica— y “El día que lo vieron en la tele” —donde Máximo no habla, y su presencia se proyecta a partir del testimonio de dos personajes secundarios, el gordo Noriega y Nancy Costas

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(alias Pan Dulce, amiga de la Gorda Fantasía y rival de popularidad de Patricia Alejandra Fraga)—.

“El bosque pulenta” —que, como la propia crítica ha visto, guarda semejanzas con otras historias de formación, al modo de una Bildungsroman5— muestra a Andrés Stella dando vida, junto a Máximo, a un solo organismo bicelular, para blindarse con esa simbiosis de la hostilidad y grisura de los años 70:

Fantaseamos con que estamos en un canal de televisión y nos entrevista un locutor que quiere saber cómo lo logramos. Vea, dice Máximo, fue un trabajo bien pulenta. Y el público estalla en aplausos y se bloquean las líneas telefónicas del canal porque la gente no para de llamar para felicitarnos. (Casas, 2011, p. 45).

Aparece, entonces, el adjetivo calificativo “pulenta”6 para describir las experiencias más plenas de la adolescencia: “[Máximo] dice, cada vez que algo está bien, pulenta. Yo le dije esa palabra a mi maestra y me retó. Mi mamá también me retó cuando se la dije a mi viejo. Mi papá, en cambio, se rio” (Casas, 2011, p. 44).

La siguiente cita es muy relevante, tomando en cuenta la integración estructural que hasta ahora se ha demostrado entre los relatos. Cuenta Stella:

[Máximo] Es un poco más bajo que yo. Tiene nariz aguileña y los pelos duros como los de un puercoespín. Suele pelearse en la calle con chicos de otros barrios y con esto suma puntos entre nosotros… Entonces desapareció por primera vez. La madre de Máximo había conseguido un trabajo cuidando una quinta junto a su hermana, en Córdoba. Así que adiós disfrute. Recuerdo que fue la primera vez que claramente extrañé a alguien. Pasaba caminando por todos los lugares donde solíamos ir y recordaba las frases de Máximo sobre tal o cual cosa. En la distancia su figura se volvía mítica [cursivas añadidas]. (Casas, 2011, pp. 46-47).

Aquí se destacan tres cosas fundamentales: primero, “los pelos duros como los de un puercoespín”, haciendo alusión al epígrafe de Schopenhauer del primer cuento y, por lo tanto, al universo infantil allí descrito. Segundo, la mención a la ciudad de Córdoba, importante porque la tercera pareja sentimental de su mamá, en “Cuatro fantásticos”, la que le proporciona a Máximo una forma de conectar con su dimensión espiritual, es el padre Manuel, un sacerdote joven de la iglesia de San Antonio, al que la parroquia aparta por razones obvias: “Mamá no volvió a la iglesia y a los pocos meses lo trasladaron al padre Manuel a un convento en Córdoba. El Señor no se equivoca porque mamá empezó a andar mejor” (Casas, 2011, p. 39). Y, por último, un elemento muy propio de la naturaleza de los textos casianos: la mitificación, a ratos irónica, a ratos pueril, de un personaje a la distancia.

Este último recurso aparecerá con mayor fuerza, y por la esencia misma del relato, en “El día que lo vieron en la tele”:

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Decían que estaba muerto, que cuando le fue a zarpar con Chamorro la bandera de San Lorenzo a la hinchada de Ferro lo habían púado mal. Decían que se había ido a Brasil a comer hongos y se había vuelto loco. Otros lo habían visto como hare krishna en Cuzco. Y hasta estuvo quien dijo que estaba preso en Caseros, por asalto a mano armada… Una noche Chumpitaz llegó excitado con la idea en la cabeza de que había visto a Máximo sentado en un tren que iba para Claypole. Y que cuando le empezó a gritar desde el andén, Máximo giró la cabeza, lo miró y le sonrió. Después se cerraron las puertas y el tren arrancó con el misterio hacia la noche del sur. (Casas, 2011, pp. 140-145).

Volviendo a “El bosque pulenta”, el mito de Máximo se acrecienta por el carácter pendenciero que va exhibiendo en cada gresca. Y el clímax ocurre cuando se organiza una pelea de bandas en el Parque Rivadavia donde, en primer lugar, tenemos, a ojos de Stella, a un héroe capaz de mover incluso el espacio-tiempo…

Vamos a darle su merecido a esos boludos, para que sepan quién manda en Boedo, dice Máximo. ¿El Parque Rivadavia queda en Boedo?, pregunta el imbécil de Chumpitaz. Boedo queda donde estemos nosotros, dice Máximo. Eso me quebró. Esa frase, esa puta frase, dicha en ese momento de la noche, me puso la piel de gallina y los ojos húmedos. (Casas, 2011, p. 54).

…Y, en segundo lugar, la evidencia definitiva de que el asunto ya había llegado muy lejos. Justo en el umbral de la pelea entre las bandas, el relato omite elípticamente el enfrentamiento, dejando a los personajes despidiéndose de “Musculito” (aquel que le había advertido a Stella que parecía un lemming, arrastrado por Máximo hacia el abismo) y caminando hacia el Parque.

El relato, pues, concluirá en la siguiente pieza, “Charla con el japonés Uzu, inventor del Boedismo Zen”, donde se hace retrospectiva del encuentro en el Rivadavia: “Yo lo

via Máximo gritando como loco y se metió en el medio donde te estaban pegando a vos con un palo que no sé de dónde lo sacó” (Casas, 2011, p. 58); “A mí me agarró Máximo y me metió en un taxi. Estaba aturdido. Máximo sangraba por toda la cara” (Casas, 2011, p. 59). Esta pelea es decisiva y simbólica: a partir de aquí Máximo se apartará del grupo original, agudizando su afición por las bandas delincuenciales y las drogas (“M. D. divaga sobre un trastorno”); Stella se desentenderá de Patricia Fraga y se enamorará de una nueva chica, Susi (“Asterix, el encargado”); el Tano Fuzzaro se matará en un accidente en moto (“Los lemmings”, “El día que lo vieron en la tele”); Chumpitaz se casará con la gorda Fantasía; y el gordo Noriega se irá a Malvinas para, a su regreso, trabajar en un banco (ambos episodios referidos en “El día que lo vieron en la tele”).

Sin embargo, la pelea queda suspendida, sin una narración manifiesta que la enuncie. Como ejemplo conclusivo de la integración estructural realizada en este apartado, puede afirmarse que, para Andrés Stella, la pelea se actualiza varias páginas más adelante, hasta “Asterix, el encargado”, cuando el portero de su edificio, Rodolfo Kalinger, alias Asterix, lo involucra en una pelea masiva en un barrio boliviano. No por nada, justo en

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medio de esa pelea, el protagonista afirma: “Voy a contar cómo tuve mi único satori” (Casas, 2011, p. 73).

Queda demostrado, pues, cómo ciertos planteamientos narrativos se dan en unas historias del libro, mientras que sus desenlaces, implícitos o explícitos, en otras. Pero además de este factor, y de que se describa el paso hacia la adultez con metáforas zoológico-filosóficas (del puercoespín de Schopenhauer a la mónada de Leibniz), en los intersticios de la estructura narrativa descrita emergerá otro elemento muy potente para pensar este libro como colección de relatos integrados. Se trata ya de un motivo literario, distintivo del autor, al que ha recurrido también en sus ensayos, su poesía y sus novelas: leer e interpretar los años de infancia y de primera juventud con los referentes de una cultura híbrida, heterogénea, en constante alusión a discursos estéticos marginales o de masas. Dicha hibridación supone el lugar de enunciación de los narradores adultos, quienes no solo recuerdan qué ha quedado de su niñez, sino cómo han edificado su propia identidad a partir de esa desposesión, muchas veces resistiendo el sistema político, económico-social o cultural que se les trata de imponer.

Temáticas y motivos integradores de Los lemmings y otros

Algunos críticos, como Daniel Nimes7 o el mismo Rodrigo Caresani8, han leído esta incorporación de referentes de la cultura de masas en la narrativa y la poesía de Fabián Casas como un típico recurso “posmoderno”, y hasta como marca generacional. Y si bien es cierto que la literatura finisecular latinoamericana (desde Bolaño y Fresán hasta Álvaro Bisama, Mónica Ojeda y Mariana Enríquez) presenta aquella hibridación característica entre la high y la low culture9, en este apartado haremos notar que, en el volumen Los lemmings y otros, este recurso es empleado por Casas con otros propósitos.

Por un lado, así como sucede con el whisky que se rebaja con agua (tópico que aparece recurrentemente en la literatura del autor10), el entorno espeso de la alta cultura

—más que la alta cultura en sí— se rebaja con la cultura de masas para que no dañe, no queme, no problematice demasiado a esos organismos ya nombrados (el puercoespín, el lemming, la mónada). Y por otro, los referentes aparecen en un texto y en otro para, justamente, y ahora en el plano del contenido, homologar las diez historias.

Es por eso que en “Casa con diez pinos”, el bar de Norman se convierte, para el narrador, en el lugar de enunciación desde el cual poder discrepar violentamente contra el establishment de la alta cultura:

“Una casa con diez pinos”, de Manal, una de mis canciones preferidas. La que siempre le pido que ponga. ¡Toda la filosofía especulativa del mundo se hace trizas frente a la letra de esta canción! ¡Vayan a laburar Kant, Hegel, Lacan y demás enfermos mentales! ¡Ahora sí que funciona la martingala cerebral! Una casa con diez pinos. Hacia el sur hay un lugar. Ahora mismo voy allá. Porque ya no puedo más. (Casas, 2011, p. 70).

La asimilación irónica, prosaica, de la filosofía para describir instancias de la vida cotidiana es una constante en el volumen, y ayuda a leer, desde el presente, ese pasado infantil irrecuperable (la fábula de los puercoespines de Schopenhauer, por ejemplo).

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Las mayores recurrencias son a la filosofía oriental —la incorporación del zen, como camino de superación del dolor y posibilidad de trascender la metafísica occidental— y a la fenomenología de Georg Wilhelm Friedrich Hegel.

En el primer caso, a esto responden el epígrafe de “La mortificación ordinaria”: “No hay soledad más profunda que la del samurái, salvo, quizá, la del tigre en la jungla (El Bushido)” (2011, p. 101); y también la recurrencia a la sabiduría oriental, en “Asterix, el encargado” y en “M. D. divaga sobre un trastorno”, para comprender situaciones nebulosas: “Voy a contar cómo tuve mi único satori” (Casas, 2011, p. 73); “Creo que nunca en mi vida he estado tan cerca de vivir de acuerdo a lo que los japoneses llaman Wabi. Es decir, pobreza elegida: sólo una mochila con mi ropa, unos libros y unos discos” (Casas, 2011, p. 78); “y Japón empieza… Esteee… Cuenta la historia de un samurái muy grosso, que se llamaba Bokuden” (Casas, 2011, pp. 136-137).

En el segundo caso, la mención a Hegel se hará irónicamente, como inversión semántica y evaluación pragmática, según la enseñanza de Linda Hutcheon11, por una razón: debido a lo abstracta y alejada que parece la dialéctica para la comprensión de las experiencias que formaron a Stella, a Máximo y a los demás amigos de Boedo. Por ejemplo, y volviendo a “Los lemmings”, Stella ha quedado prendado de Patricia Alejandra Fraga y, desde el lugar de enunciación de la madurez, describe su ardid para conquistarla ironizando el absoluto hegeliano:

El hermanito de Fraga. Tenía que conseguirlo para acercarme a ella. Lo veía clarísimo. Una alegría inmensa empezó a saltar en mi pecho. Era la Gran Idea, superior aún a la IDEA de Hegel o de cualquier otro alemán trasnochado [cursivas añadidas]. (Casas, 2011, p. 16).

Más adelante ocurrirá lo mismo, cuando el tano Fuzzaro bautice a golpes a Santiago Canale tras su llegada al colegio —“La cara de Canale tardó en recuperar su forma normal. Y su engreimiento también había llegado a su techo. Era una simple cuestión económica, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo” (Casas, 2011, p. 23)—. Por último, cuando Stella, ya mayor, se vaya a vivir con su novia Susi, en “Asterix, el encargado”, se dirá: “Yo tenía veintidós o veintitrés años y también me hallaba en lo más profundo del hecho consumado” (Casas, 2011, pp. 76-77).

Se evidencia, entonces, este procedimiento integrador de los relatos, capaz, incluso, de volverse motivo literario general del libro: si la alta cultura forma parte del mundo de los adultos (los padres, los editores, los escritores de la generación anterior, los profesores, las autoridades), en ciertos momentos clave de los textos aparecerá un intento de sabotear, mediante la referencia irónica, el enunciado que se está articulando y también lo prístino de ese recuerdo. Dice Caresani (2012):

Lo que le está impedido a los textos es la puesta en secuencia de esos materiales: estos fetiches verbales se mantienen exteriores al relato. Y la hipótesis admite el traslado al trabajo que el libro propone con los materiales de la historia y la política argentinas: la ‘dictadura’, las ‘Malvinas’, el ‘Mundial 78’, la ‘guerrilla’, la ‘JP’ —significantes vacíos para estructura del cuento— le hacen señas a una Historia que ya no puede ser elaborada narrativamente. (p. 117).

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Es cierto, se impide “la puesta en secuencia” de esos materiales, pero porque existe justamente una resistencia a seguir avanzando, como un lemming duda si arrojarse o no al abismo del mundo adulto. La ironía, entonces, con su algarabía y liviandad, es casi el último lugar de resistencia con el fin de que la alta cultura, seria y encorsetada, no desbarate los momentos de máximo disfrute de la infancia.

La secuencia donde mejor queda expresado este fenómeno es al inicio de “Asterix, el encargado”. Andrés Stella se encuentra en casa de Rodolfo Fogwill, durante un día de verano, y:

Fiel a su costumbre, Quique me recomendaba las lecturas de cabecera de los últimos meses. En medio de ese pajar de autores sobresalió uno que se encontraba en el podio de su gusto, al menos esa semana. Cuando me pasó el libro y me susurró una breve reseña, se enruló con el dedo índice los pelos enmarañados. Ese gesto, tan apropio de él, significaba que el autor lo había perturbado: Austerliz, de un tal Sebald, novelista alemán… Era otro libro de un alemán hiperculto que se encuentra con un tal Austerlitz que es más culto aún que él. No puede pasar una mosca sin que este Austerlitz la rodee de todo el pensamiento occidental. Y, para colmo, Austerlitz se parece físicamente ¡a Wittgenstein!... Empecé a escuchar una voz que repiqueteaba en mi cabeza: primero decía, claramente, ¡Austerlitz!, ¡Austerlitz!, pero después iba declinando a ¡Asterix! ¡Asterix!... Era una voz familiar, pero no lograba identificarla… Me serví otro whisky. Asterix, claro. El portero del edificio amarillo donde viví a lo largo de tres años cuando empezaba mi dorada veintena. (Casas, 2011, pp. 73-74).

Se constata cómo los referentes de la cultura de masas (en este caso Asterix, el galo de las historietas de Uderzo y Goscinny) se cargan de ironía con el fin de frenar, o al menos problematizar, el acceso de los personajes a un entorno cultural pretencioso, representativo, en Los lemmings y otros, de la adultez. “Austerlitz” (el protagonista de la novela homónima de W. G. Sebald) aparece como significante intercambiable por “Asterix”, y dicha transposición, por asociación paradigmática en el nivel fonético, se lleva a cabo, según marca la lingüística moderna, de manera “aberrante”12. Por lo tanto, y debido a dicha operación en el plano de la expresión, afirmamos que la interferencia de la low culture en Los lemmings y otros pone a circular, en las historias, significantes cargados —y no “vacíos”— de un fuerte valor semántico.

Dicha carga semántica es la que le ayudará al narrador a ficcionalizar, más que recordar, el pasado13. Este procedimiento, sumado a las alusiones directas que hacen los narradores de Casas a la cultura de masas de la Argentina cotidiana, no aparece para organizar objetivamente la Historia, sino para constituir un espacio de ficción personal, autorreferencial, irónico, donde puede quedar suspendido, al menos por un momento, el ingreso a un mundo de trabajos en bancos y de matrimonios abúlicos.

Aquí una breve muestra de lo afirmado: “soy un Travolta de chocolatín Jack (Casas, 2011, p. 14); “me decía Gatto, mientras pulsaba el Ludomatic” (Casas, 2011, p. 16); “un día, frente al combinado de mi vieja, con un vascolet en la mano” (Casas, 2011, p. 16.); “agarraba mi cuaderno Gloria y anotaba los goles que había hecho esa tarde” (Casas,

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2011, p. 21); “también fumábamos… Me acuerdo del paquete rojo de Jockey Club en la mano del tano Fuzzaro” (Casas, 2011, p. 21); “las ilustraciones que le sacaba al Simulcop eran extraordinarias” (Casas, 2011, p. 24); “el estado de ánimo del Tano dependía de cómo le había ido jugando a las figuritas en el recreo… Jugaba al espejito y al punto” (Casas, 2011, p. 28); “pensaba que era como el caño de Hijitus” (Casas, 2011, p. 31); “el pelirrojo era igual al muchacho que aparece dibujado en los alfajores Jorgito” (Casas, 2011, p. 108).

No obstante, hay un recuerdo de infancia, el de las máquinas arcade, que abre otra perspectiva de análisis. En “Los lemmings”, Fuzzaro se ensaña con Santiago Canale en una pelea: “Saca tres latigazos, la cara de Canale se mueve al compás percusivo de los puños del Tano… ¡Todas dan en el blanco! Cuatro, cinco, seis, insert coin, again” (Casas, 2011, p. 22). Aquí no solo hay vocación de generar un espacio de mixtura cultural, sino la transformación del referente en recurso descriptivo, lo que demuestra cómo estos recuerdos de la niñez se transfiguran en pura ficción literaria. Bien lo dice Alan Pauls (2006-2007) en “Revancha. Sobre Los Lemmings y otros, de Fabián Casas”, uno de los antecedentes críticos más relevantes al respecto: “Literatura social, ficción chabona, narrativa de barrio, neocostumbrismo… Cualquier libro de literatura argentina contemporánea retrocedería ante la posibilidad de ser rozado por alguna de estas categorías. Los Lemmings y otros, no” (p. 1), reconociéndole a Casas que, justo con ese recurso, lo que pretende es “devolverles el nombre a las cosas que ya tenían uno y lo perdieron, pero también empujar hacia el nombre —hacia la potencia de inscripción del nombre— categorías, ideas, creencias más generales, informes o difusas” (Pauls, 2006- 2007, p. 3). El vínculo con la cultura popular, entonces, y de ahí la “revancha”, es que Casas proporciona un lugar de enunciación para sus personajes donde importa tanto qué se recupera como los procedimientos ficcionales para hacerlo. El argumento de Juan Terranova (2011) va en esa línea: “No son gestos pop. Delimitan un territorio y una pertenencia. Schopenhauer, Darth Vader y el Bushido tiene puntos de contacto y arman una cadena: la de los códigos barriales y familiares” (párr. 5).

Así ocurrirá con la alusión más intensa en el libro: el antiguo centro de diversiones Italpark. En un momento del primer cuento se menciona que los niños se aventuraban en un sitio eriazo para jugar futbol, donde “antes había habido ahí una calesita horrenda que por suerte fue demolida” (Casas, 2011, p. 17), indicio de lo que se actualizará a continuación, en “El bosque pulenta”:

En esa gloriosa tarde que culminó con una compra masiva de revistas de Batman, fue cuando se ganó el apodo. Había una canción publicitaria con la que se promocionaba el Ital Park: “Los chicos lo conocen a Máximo Disfrute/ Máximo Disfrute está en el Ital Park/ el Ital Park es grande, ¿dónde lo encontramos?/ ¡En los ojos de sus hijos lo hallarán!”. La cantábamos mientras volvíamos tarde, de nuevo en taxi, del centro hacia Boedo. Eramos cinco. Se empezó a correr la bola de que en una calle de Boedo había un chico, un tal Máximo Disfrute, que la rompía. (Casas, 2011, p. 46).

Se ha comentado ya que Máximo, después de pequeños hurtos y riñas, se convierte en un personaje que actúa al borde o, en ocasiones, fuera de la ley, no solo cívica sino también simbólica de los adultos. Y la mención a Italpark es importante porque, al igual

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que en la realidad se rompe el hechizo del recinto como “parque de diversiones” (debido al evento dramático del 29 de julio de 199014), la figura mítica de Máximo también se desvanecerá para el grupo cuando se evidencie el efecto nocivo que han tenido en él las sustancias.

Esto es lo que remata la macroestructura del libro, como desenlace. “Tano, ¿vos sabés que Máximo se está dando? ¿Se está dando?, pregunta, mirándome fijo. Sí, que está fumando marihuana y toma pastillas, le digo. Le inició su primo” (Casas, 2011, p. 51), se adelanta en “El bosque pulenta”. De ahí que, como se afirmaba al comienzo de este ensayo, los apéndices sean tan significativos como cierre de una colección de relatos donde estos puercoespines se vuelven lemmings y, luego, mónadas, ya que no solo sirven como contrapunto a “El bosque pulenta”, sino que permiten una reevaluación de las circunstancias de los protagonistas. Con “M. D. divaga sobre un trastorno” queda patente que el tránsito de la niñez a la adultez se da o bien hacia una vida complaciente con los preceptos sociales (Andrés Stella o Sergio Narváez, volviéndose neuróticos, obsesivos del trabajo) o bien hacia la resistencia a ese tipo de vida, optando por una existencia aún adolescente, o incluso al margen de la ley y de las convenciones.

En contraste total con el narrador de “Cuatro fantásticos” (que otorgaba mayor linealidad a los acontecimientos), en “M. D. divaga sobre un trastorno”, Máximo le expone a su médico, desorganizadamente a causa del daño neuronal, un relato que emplea la técnica del stream of consciousness anglosajona, combinando el padecimiento psíquico y el habla popular con el fin de desmarcarse del lenguaje normado y de los amigos que alcanzaron ya la adultez:

¿Quién es el que se mantiene completamente solo, sin compañía, en el medio de los cien mil objetos?, gritaba Uzu para arengarnos. ¡Nosoooootros!, contestábamos a coro aunque no entendíamos de qué poronga hablaba… ¡Nosoooootros! Se me pone la piel de arpillera, ¡toque, doc, toque! (Casas, 2011, p. 138).

Sin embargo, en el siguiente apéndice, “El día que lo vieron en la tele”, se emplearán dos estrategias que terminan por hacer ingresar tanto a los personajes como al lector a la atmósfera general de un entorno normativizado. La primera es darles la posibilidad a otros, el gordo Noriega y Nancy Costas, de que hablen acerca de Máximo Disfrute. Y la segunda es que sea un programa de televisión banal el que les proporcione a esos amigos de Boedo la última imagen de su pasado común. En ese sentido, en la parte final del volumen la mención a referentes de la low culture no es capaz de generar sensaciones agradables ni resistencia irónica, sino desazón:

“Era él”, cuenta Noriega:

Flaco, chupado, con un buzo azul que nunca se hubiera puesto. Y la periodista —una rubia pelotuda— le dice: ¿Te arrepetís de haber tomado drogas? Y Máximo dice, con una voz finita, desconocida para mí: Sí, sí me arrepiento. Y debajo de la pantalla, en letras grandes, ponen el nombre de una institución donde curan drogadictos. (Casas, 2011, p. 140).

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La última visión de Máximo, mitificado por sus viajes en tren como polizón y por las peleas y robos cada vez más violentos, es desesperanzadora para los personajes, lo que confirma, en el discurso de Nancy, que es esta la historia general, del relato uno al diez, de un grupo de amigos que se disgrega al acceder al sistema regulado por la dictadura:

Y mi barra, que era la unión de los chicos que iban a las escuelas Del Carril, San Francisco, Gurruchaga y San Antonio, tenía un solo jefe indiscutido, hija: Máximo Disfrute. El que estaba en la tele que te cuento. Cuando veo esas bandadas de pájaros hacer la V en el cielo, pienso que cómo saben dónde tiene que estar cada uno, ¿no? Quién le dice al otro, che, vos ponete ahí y vos allá. Pero desde la tierra se ven majestuosos. Y así éramos nosotros. Hasta que este país de porquería nos cagó a sopapos. Por ejemplo, la tragedia de los Dulces. El Dulce grande chupado por la policía, el Dulce chico asesinado en la cortada San Ignacio después de que intentó robar un auto. O el gordo Noriega que volvió de las islas sin transistores en el bocho. Y todo esto sin contar la muerte natural, como el tano Fuzzaro dándose el super palo en la Costanera, con la moto. Y por todo esto me pegó verlo en la tele, o más bien queríamos que estuviera muerto antes que así, tartamudeando que la droga lo mató, que su vida era un infierno, contestándole preguntas a una boluda profunda. (Casas, 2011, pp. 144-145).

El territorio ficcionalizado, e incluso alucinado, de la infancia es el territorio donde varios de sus personajes desean permanecer. Se comprende, entonces, por qué en el epígono del libro un anciano tiene una regresión en un partido de fútbol y le pide a su hijo que le compre un camión de bomberos; y, sobre todo, el porqué del siguiente pasaje, elaborado bajo la asociación paradigmática e irónica vista anteriormente: “El mundo es la historia que cuenta un idiota, hecha de sonido y de furia, escribió Shakespeare. Pero no, mejor Chespirito. No Shakespeare, Chespirito” (Casas, 2011, p. 121).

Ese espacio híbrido —donde la grandilocuente visión del mundo de Shakespeare y de Faulkner declina en favor de la visión del mundo de un comediante mexicano— es el único posible de articular para reconstruir un pasado que efectivamente existió, pero que, para poder seguir presente, tiene que deformarse mediante estos procedimientos literarios.

A modo de conclusión

Con este artículo hemos subrayado las marcas textuales que definen a Los lemmings y otros como “colección de relatos integrados”, mostrando cómo Fabián Casas emplea variados recursos —desde la elisión de desenlaces hasta la repetición de personajes y referentes de la cultura de masas— para crear vínculo y coherencia entre las diez piezas del volumen. En la mayoría de los casos, dichos cuentos funcionan como entidades literarias abiertas, que buscan su continuidad o actualización en otras narraciones del libro.

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En términos temáticos, los diez relatos reunidos se homologan bajo lo que dimos a llamar “estructura del sentimiento”, recurriendo a Raymond Williams: vivencias comunes de un grupo de amigos del barrio de Boedo, donde se singularizan los personajes narradores (Stella, Máximo), mientras que los otros se van irremediablemente diluyendo a partir de dos eventos: el ingreso al mundo adulto y las consecuencias del Proceso de Reorganización Nacional. La narración se aglutina en algunos núcleos manifiestos, como los recuerdos de infancia —interferidos, desde la enunciación adulta, por múltiples focos estéticos y amplificados por los mecanismos de la ficción—, y la singular mixtura entre la alta cultura (filosofía, budismo zen, literatura canónica) y la cultura de masas de la Argentina de los años setenta (caricaturas, música rock, productos de consumo para niños). Todas estas recurrencias configuran, en el libro, un espacio donde no solo se rememora, sino que se literaturiza el pasado.

Ahora bien, y como se anunciaba desde el comienzo, aunque la narración de los amigos de Boedo se detenga al producirse la diáspora —lo dice el gordo Noriega, al final: “Nos fuimos desperdigando de una manera silenciosa. Quisiera poder recordar cuál fue el momento en que estuvimos todos juntos por última vez. No puedo” (Casas, 2011, p. 142)—, estas articulaciones, en la estructura y en los temas, aparecerán en otras zonas del proyecto escritural de Fabián Casas15. Por ende, podríamos aseverar, en esta parte final, que Los lemmings y otros se trata, simultáneamente, de una “colección de unidad explícita” (Sánchez Carbó, 2011, p. 101), cuyos elementos estructurales y temáticos son funcionales a sus propias lógicas internas como volumen de relatos, y de una “obra abierta constituida por textos cerrados” (Sánchez Carbó, 2011, p. 105) cuando se relaciona con el resto de su producción literaria.

Sin duda, el de Fabián Casas es, para usar el conocido término de María Teresa Gramuglio, un “proyecto literario”16, cabal y consciente, donde las fronteras genéricas de su poesía, ensayo y narrativa son cada vez más difusas por razones que tienen que ver con su expansiva forma de creación. Esto queda demostrado cuando, por ejemplo, se descubre que el motivo y hasta el tono de Los lemmings y otros no solo provienen de la novela Ocio, su antecedente más directo, sino de un poema del libro Oda (2003), llamado, en una clara orientación asociativa, “F.C. divaga sobre un trastorno”:

Marcel, prestame tu resaltador/ quiero que quedemos fosforescentes/ en las páginas de aquel verano:/ Pies descalzos sobre la vereda/ el winco al mango con Led Zeppelin/ y las cosas quietas en la felicidad de su condición./ Pero lo que no avanza retrocede./ Donde estaba la peluquería/ pusieron una casa de quiniela/ para volver a poner ahora/ una peluquería, Marcel./ Me mojo el dedo con saliva/ y levanto las cenizas que quedaron:/ El tano Fuzzaro haciendo willis con la moto,/ la chica que una tarde me inclinó la cancha/ y la voz de Roli, el stalker de Boedo. (Casas, 2016, p. 96).

De esta manera, ciertos aspectos muy concretos, como la alusión a referentes culturales de distinta procedencia o el juego con el registro de los narradores, se convierten en eslabones que alimentan y refuerzan este macroproyecto casiano. Finalmente, y siguiendo la línea de trabajo de Gramuglio, de qué se trata dicho proyecto sino de poner en circulación una voz —“la voz extraña”, haciéndonos eco de uno de los más famosos ensayos de Casas, de 2010—, para que se articule con otras voces de su

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generación, con otras de sistemas alternos al literario, con otras que le heredan modulaciones o que la tributan en el presente. “La Voz Extraña”, afirma el mismo autor, “suele hacer karaoke con nuestros destinos” (Casas, 2016, p. 199). Digámoslo así: es esa voz la que homogeniza el proyecto; una voz que apuesta por la legibilidad, la precisión, el reconocimiento de épocas y espacios. Cuando esa voz surge, se encauza de inmediato hacia las características propias de su ars poética: mecánica del recuerdo; registros de enunciación monológica —tanto en el narrador de Ocio, como el de “Los lemmings”, “Casa con diez pinos”, “La cabeza del androide” e incluso el de Titanes del coco y el de los “ensayos bonsái”—; referentes espaciales (Boedo), temporales (veinte años, de la década de 1970 a la de 1990) y culturales (Led Zeppelin, Spinetta, Celine, Astroboy), casi iguales de un libro a otro. Dice Stella en Ocio:

Cuando me quedo callado, automáticamente me pongo a pensar. Es increíble. Y a veces también recuerdo lo que pienso. Inventar no invento. Recuerdo cosas, historias. Por lo general recuerdo algo y lo modifico. Así es más fácil. Igual me parece que si está todo inventado no vale la pena. (Casas, 2012, p. 55).

Dicha reflexión, incrustada en una novela, opera como una declaración de principios tan potente que permite aseverar ese proyecto como un dique construido para retener a la voz extraña y edificar lo que vale: una ficción literaria.

Desde la poesía de Otoño, poemas de desintoxicación y tristeza (1988) y Tuca (1990), desde Ocio y los cuentos integrados de Los lemmings y otros, dicha voz ya está cercada por el proyecto. Lo que hará Fabián Casas en sus libros posteriores será ponerle más atención, oír su consejo, profundizar en su contenido, para, sobre todo, pasar revista a las etapas fundamentales de su formación como individuo y volverlas temas de su literatura. En las últimas entregas (Una serie de relatos desafortunados, 2020; Papel para envolver verduras, 2020; Los Teresos, 2021), lo que hay es una mayor conciencia de lo que empieza a finales de la década de 1980. Y eso obliga a releer cada pieza ensayística, narrativa o poética del autor como integradora de un solo sistema, una sola textualidad.

Referencias

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Notas

1Se trata de un rudimento asimilado a partir de una crónica homónima de Alejandro Zambra (2009), pero que carece de una adecuada elaboración epistemológica para articularse como concepto crítico. En otro lugar (vid. Ríos Baeza, 2020) lo hemos problematizado.

2El motivo, según Tomachevski (1982), es “una unidad temática que se repite en diversas obras… Lo único que importa es que, en el marco del género estudiado, estos motivos se presenten siempre enteros… Asociándose entre sí, los motivos forman los nexos temáticos de la obra” (pp. 184-186).

3“Así pasamos del rock al punk y de la música disco al pop y la cumbia y vemos desfilar personajes de pelo largo cuyos hermanos menores acabarán por raparse y jóvenes estudiantes que se convertirán en padres trabajadores. Mientras, el telón de fondo de las historias va dando cuenta del deterioro” (Pérez Calarco, 2010, pp. 1840-1841).

4Afirma Terranova (2011) sobre el silencio en Los lemmings y otros: “De allí que no sea extraño que sus personajes se comuniquen en el silencio y se identifiquen en la austeridad, incluso en la pérdida… Casa con diez pinos se puede leer como la reedición de una de las escenas más silenciadas de la literatura argentina” (párrs. 8-10).

5Ya se ha pensado en Máximo como un trasunto contemporáneo de Pichula Cuéllar (Vargas Llosa, “Los cachorros”) y de Silvio Astier (Arlt, El juguete rabioso): “Nos parece posible e interesante identificar una matriz genérica que está presente como modelo de muchas de las narraciones de Casas y que tiene un ilustre antecedente en El juguete rabioso arltiano: el género de educación-aprendizaje” (Guindón, 2014, p. 6).

6Pulenta como calificativo de magnífico, rico: derivación, por afinidad fonética y semántica, de polenta. Consultando el Vocabulario familiar y del lunfardo, de Federico Ammarota, Abelardo San Martín Núñez define: “Del español rioplatense y lunfardo polenta, pulenta ‘cosa satisfactoria’, y éste del genovés jergal polenta o del boloñes jergal pulanta: ‘oro’, ‘objeto de valor’” (p. 140).

7“[En su obra] se cruzan ciertos nombres de lo que podemos denominar la ‘alta cultura’, con la ‘cultura popular’ (o pop, si quieren): digamos, Wallace Stevens y la princesa Leia de Star Wars… No hay crítica o valorización/desvalorización de los elementos, sino que ambas esferas permiten un cruce dialéctico” (Nimes, 2010, p. 1825).

8“Se saturan de referencias, apilan en un magma sin jerarquías una sucesión de guiños fáciles a la cultura de masas junto a los restos desauratizados de la Cultura —magma en el que, por un acto de prestidigitación lingüística, ‘Austerlitz’, el personaje de la novela de W. G. Sebald, puede devenir ‘Asterix’, el héroe de las historietas cómicas—” (Caresani, 2012, p. 117).

9Entendido por Harvey, Jameson y, más recientemente, por Herlinghaus y Walter como un “cruce y la interacción entre cultura de masas, cultura popular y ‘alta cultura’ con vista a una recomposición de lo social cotidiano…; una dinámica en donde se articulan lo local y lo cosmopolita, atravesados por el dualismo entre la inercia tradicional y los anhelos colectivos hacia una vida moderna” (1994, p. 33).

10La mención al “psicólogo rubio”, vindicando al whisky, es reiterada en diversos formatos. Aquí un ejemplo poético: “Rodolfo Hinostroza, / José Watanabe, / Antonio Cisneros: le estuve recitando sus poemas a la botella de Johnny Walker, mi psicólogo rubio, quien se veía visiblemente emocionado” (Casas, 2016, p. 178).

11“Ambas funciones —de inversión semántica y de evaluación pragmática— están implícitas en la palabra griega eirôneía, que evoca al mismo tiempo el disimulo y la interrogante, así pues, un desfase entre significaciones, pero también un juicio. La ironía es, a la vez, estructura antifrástica y estrategia evaluativa, lo cual implica una actitud del autor-codificador con respecto al texto en sí mismo” (Hutcheon, 1992, pp. 176-177).

12Cfr. F. Ramón Trives, Aspectos de semántica lingüístico-textual: “La lengua no sólo es y significa en cuanto ‘Léxico’, sino también en cuanto ‘Combinatoria’… No deja de ser una pálida imagen de la realidad lingüística, o una 'aberración lingüística', como dice Bernard Pottier” (1980, p. 128).

13Carolina Rolle (2009) dice: “El retorno al barrio de la infancia, adolescencia y/o juventud se constituye como variante de lo irrecuperable. En consecuencia, surgirían nuevos vínculos entre el autor y su escritura, su presente y su espacio-cuerpo y experiencia, que ya no podrían estudiarse desde la crítica tradicional que separa la ficción de la realidad” (pp. 1-2).

14“El 29 de julio de 1990, un desperfecto mecánico provocó el desprendimiento de uno de los carritos, que salió despedido y chocó contra una pared. El accidente causó la muerte de Roxana Alaimo, de 15 años, y graves heridas a otra joven de la misma edad, Karina Benítez” (El accidente que sepultó al Italpark, 2005, párr. 3).

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15Lo adelantaba Terranova (2011): “Lo único que se le podría criticar es la no inclusión de Veteranos del pánico (Eloisa Cartonera, 2005) y Ocio (Tierra Firme, 2000). Este último sumaría el eslabón de iniciación intelectual entre los cuentos de infancia y Casa con Diez pinos, que es, sin duda, el revés de esa iniciación” (párr. 3).

16“Conjunto de operaciones —discursivas y no discursivas— que los escritores realizan para hacer carrera: son estrategias que ponen en juego el estatuto social del escritor y definen, de acuerdo con las posibilidades que ofrece el campo, clases de trayectoria literaria” (Gramuglio, 1992, p. 45).

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Entrevistas

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35742

Experiencias de la multiplicidad en las redes literarias de Rey Andújar,

conexiones entre espacio y arte

Experiences of multiplicity in the literary networks of Rey Andújar,

connections between space and art

Rey Andújar

Universidad APEC Santo Domingo

emmanuelandujar@gmail.com.

ORCID: 0000-0002-2324-4724

Isabel Jasinski

Universidad de São Paulo

Universidad Federal de Paraná, Curitiba, Brasil

. belisabel.kisa@gmail.com. ORCID: 0000-0002-5649-1617 Recibido 11/08/2021. Aceptado 31/09/2021

Dominicano residente en Chicago, Rey Andújar es autor de las novelas El hombre triángulo y Candela (2007), seleccionada como una de las mejores novelas del 2009 por el PEN Club de Puerto Rico y llevada al cine por Andres Farias Cintron en 2020. Los cuentos de Amoricidio recibieron el Premio de Cuento Joven de la Feria del Libro Santo Domingo, 2007. Su colección de cuentos Saturnario fue galardonada con el Premio Letras de Ultramar 2010 en Nueva York. Publica sus textos en español, pero el inglés aparece en sus narrativas como inserciones puntuales, Andújar observa que vivir de modo bilingüe ha diversificado su escritura. Además, como escritor polifacético y abierto a la pluralidad de experiencias artísticas, se mueve en un espacio escenográfico desde donde relaciona su literatura con el performance, el teatro y la danza, como en Antípoda (2011). Su texto literario se presenta como una extensión de la mirada narrativa a la dinámica espacial practicada por los personajes y la palabra ficcional, que produce u oculta significados, fortaleciendo una construcción visual de la historia y brindando una aproximación con el cine. En el caso de Los gestos inútiles, que recibió el VI Premio Alba de Narrativa Latinoamericana durante la Feria del Libro de la Habana 2016, la narrativa noir [cursiva agregada] crea un espacio de sentidos, vivido por los personajes en un contexto transnacional, que constituye un circuito de movilidades entre República Dominicana, Puerto Rico, Estados Unidos, España, Holanda, y en un contexto urbano en Santo Domingo, por el cual el relato organiza una tela de recorridos por la ciudad, explicitando las desigualdades sociales y la miseria humana, resultados de relaciones históricas de manipulación y corrupción.

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RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X.Andújar; Jasinski. Experiencias de la multiplicidad en las redes literarias de Rey Andújar, conexiones entre espacio y arte, pp. 297-302.

Isabel Jasinski: La movilidad se considera como uno de los procesos que dan forma a la modernidad en el continente latinoamericano, vinculada a los viajes, el exilio y los intercambios a lo largo de la historia, por lo que se establecieron conexiones entre los escritores latinoamericanos y se produjo su proyección internacional. En la historia literaria de América Latina, hay múltiples ejemplos de escritores exiliados, quizás el caso más emblemático para la literatura contemporánea es el de Roberto Bolaño. ¿Te consideras parte de esta colectividad de escritores desplazados de América Latina? ¿Cómo es tu experiencia de movilidad en el circuito República Dominicana-Puerto Rico-EE. UU.?

Rey Andújar: La pregunta es muy interesante, ya que hay una tendencia real de escritores establecidos en un lugar que no es necesariamente el de origen y que sin embargo pueden crear o generar narrativas relacionadas al lugar de origen desde la distancia. Si bien es cierto que la promesa de la tecnología hablaba de un mundo interconectado, en donde las fronteras serían abolidas, podemos darnos cuenta de que la realidad es diferente. En este sentido, te encuentras con escritoras como Rita Indiana, que aunque es de origen dominicano, ha encontrado en Puerto Rico una plataforma desde donde lanzar su obra no solo hacia el ámbito caribeño, sino hacia un mercado global.

En mi caso, el movimiento ha sido parte inherente de mi interés artístico y literario. El viaje, el traslado, el desplazamiento y el movimiento están presenten en mi trabajo, influyen y determinan lo que hago aunque necesariamente el viaje no esté relacionado con la escritura sino con la vida misma y los movimientos sociales, familiares e incluso legales que conlleva. En lo personal puedo resumir mi relación con los diferentes circuitos de la siguiente manera: Dominicana es mi origen, la raíz; Puerto Rico fue mi escuela; Cuba ha sido una especie de lugar de juego y asombro, al igual que Nueva York, Curazao y Ámsterdam; Chicago es mi taller.

IJ: En “Nuevos paradigmas en la narrativa latinoamericana”, Jorge Fornet (2005, p. 6) considera que la agenda de significados en juego en la literatura latinoamericana del siglo XXI ya no es esencialista, sino personal, porque no es posible definir una expresión latinoamericana apropiada, única y coherente. ¿La vivencia personal repercute en tu expresión literaria? ¿Cómo se da actualmente la relación entre arte y vida desde tu punto de vista?

RA: Claro que sí. Como te menciono antes, estos movimientos influyen, determinan, permean mi trabajo. Yo soy fruto de la era del “Self-Actualization”, es decir, que cuando me formo intelectualmente, ya la idea de una revolución por el bien común, o la estrategia del cambio en la sociedad a partir de un movimiento de masas, cambia hacia un concepto de lo individual, que es el terreno fértil que necesita el Neoliberalismo para desarrollarse. En cuanto a lo personal, pues durante los años 90 estuve involucrado en el desarrollo de negocio de franquicias de comida rápida no solo en Dominicana, sino en el Caribe. Este trabajo me permitió conocer mercados como el puertorriqueño, Guatemala, Saint Thomas, etc. Es a partir de la década del 2000 que decido dejar ese mundo y dedicarme a la escritura, arriesgarme a ello, a sabiendas de que sería un camino muy duro, sin las seguridades ofrecidas por un trabajo estable para una franquicia internacional. A partir de ahí, mi escritura siempre se ha caracterizado por un profundo estudio de las razones sociohistóricas que determinan el presente. La literatura presenta un laboratorio interesante para esto, ya que uno puede ver lo general desde las particularidades de los personajes.

IJ: La heterogeneidad de Antonio Cornejo-Polar alimenta la reflexión de Hugo Achúgar en su artículo de 1996, "Repensando la heterogeneidad latinoamericana (a propósito de lugares, paisajes y territorios)", publicado en la Revista Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh, para repensar nociones como "comunidad latinoamericana", sus espacios y sus tiempos en un contexto transnacional, incluyendo "los temas de la migración, los viajes y todos los desplazamientos en los territorios y no territorios del presente fin de siglo"

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(Achúgar, 2006, p. 99). Para ti, ¿el desplazamiento ha caracterizado una mayor apertura a los procesos de globalización o una reasignación de referencias culturales primarias? ¿Cómo expresas estéticamente la dinámica cultural que resulta de la experiencia del desplazamiento? ¿Tus personajes sufren como Megan Van Nerissing de Ecuatur, “unhomed everywhere: fuera de lugar, sin teledoppler, con el gps jodido, extranjera, fake, pretender, faker. Unhomeliness” (Andújar, 2017, p. 10)?

RA: La idea de “comunidad latinoamericana” no escapa a la idea de producto empacado que promueven las estrategias de mercado que nacen del neoliberalismo. Existe una propuesta de individualidad pero solo dentro de los cánones impuestos por el mercado. Te presento por ejemplo los casos de Telemundo y Univison, que incluso controlan el acento de sus empleados en busca de crear una esencia latinoamericana única, aunque seamos todos conscientes de que eso no es real. Si visitas un restaurante latino en Estados Unidos, observas el producto en la televisión y luego miras a tu alrededor, te das cuenta de que la realidad televisiva tiene poco que ver con lo que te rodea. En este sentido, al inmigrante se le pide siempre que traduzca y compagine las ideas del mundo con la realidad. No hay un espacio físico real en el cual sentirse identificado. En la superficie, mi escritura trata de resaltar estas diferencias, utilizando el lenguaje y la realidad como alternativas al producto ya hecho y terminado de los grandes conglomerados. En un plano más profundo, me interesa dar pie a una conversación, una teoría o un pensamiento reflexivo que plantee un puente entre la realidad “real” y el producto “virtual”.

IJ: A pesar de compartir una experiencia internacionalista con los escritores del boom, desde donde volvieron a significar su origen, sus mitos y su historia, los escritores de tránsito contemporáneos, que comenzaron a publicar en la primera década del siglo XXI, experimentan un mundo transnacional y fuertemente conectado. ¿Cómo tiene lugar esta dinámica cultural en la región del Caribe? Además, ¿dicha dinámica se articula a las tensiones regionales para componer la trama de misterio en Los gestos inútiles?

RA: En Los gestos utilizo el género policial o de misterio porque se presta para fórmulas en donde el crimen necesariamente no tiene que ser resuelto, sino que puede ser un elemento catalizador que nos permita discutir alrededor de las complejas capas sociales, raciales y económicas de un lugar como República Dominicana. Allí convergen entonces personajes de varias islas y latitudes (Puerto Rico, Cuba, Alemania, Corea, etc.) que añaden distintos niveles de profundidad a nuestras relaciones individuales. Todo esto es claro está lo técnico, lo práctico. Mi trabajo también se lanza, despega, desde una propuesta filosófica en donde la situación moral de los personajes debe sobrepasar la anécdota. Además cabe decir que esta fue en ese momento mi tercera novela y mi sexto libro de ficción, en donde me proponía abundar en algunos personajes que ya había presentado en otros textos y en donde ya más claramente presento una línea de acción de hechos de la historia dominicana reciente y cómo estos hechos funcionan en la maquinaria del mundo y viceversa. Para resumir la idea, creo que Los gestos funciona también como una especie de aleph que permite ver la excentricidad del Caribe desde un lugar particular.

IJ – Esta reflexión acerca de “literatura y movilidad” sugiere una lectura plural de América Latina, moviéndose en un espacio continental dinámico, atravesado por singularidades como materia prima de la escritura. Se pueden llamar "Américas transitivas" para activar la pluralidad de territorios y fronteras que lo constituyen como lugares practicados, compuesto por vivencias, idiomas mixtos, lenguajes y medios, que cruzan cuerpos expresivos, su acción y su gesto en dirección al otro, proporcionando nuevos contactos, encuentros e intercambios. Como escritor que participa de esas Américas transitivas, ¿cuáles son tus lugares practicados en la escritura? ¿Cómo la ficción dialoga con el teatro, la danza y la performance, en Antípoda por ejemplo?

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RA: Estas acciones del performance de la escritura pues tienen origen en mi carácter multinteresado como artista. Todo en mí parte de la escritura, pero me interesa mucho el espacio de la representación. Por ejemplo, yo no hago, nunca he hecho ni lo he intentado, artes plásticas como la escultura o la pintura. Nunca he formalmente sido cantante o músico. Sin embargo, desde la literatura, el teatro, el performance, el cine y la representación, yo he jugado a ser esas cosas. Es cierto que puede hacerse una lectura comparativa de la naturaleza transitiva de mi trabajo artístico y literario con mi condición de inmigrante, de individuo que se mueve de país en país a diferentes realidades. Pero yo no me detengo, al menos por el momento, en ese tipo de puntualidades, no porque no me interesan, sino porque quizás estoy ahora mismo en medio de esa tormenta y es muy difícil definir estos movimientos. Entiendo, eso sí, que el mundo en que me ha tocado incursionar pues impone unas limitaciones editoriales, para decir algo, que limitan la distribución de lo que uno produce. Es por esto que desde siempre me interesó la representación, ya que me permite tener cierto control o poder sobre el cómo y el cuándo de la propuesta artística. Puedo escribir una novela, pero también me di cuenta de que puedo decir esas cosas que se generan en la novela, en medios como el cine o el teatro, y de esta manera puedo conectar las distintas realidades artísticas sin tener que pensar mucho en el medio.

IJ: Además de la movilidad en el espacio y de las relocalizaciones expresivas y simbólicas, el desarrollo de los medios de comunicación, especialmente internet [cursiva agregada], forzó un cambio en la construcción de significados y la relación interpersonal, que a menudo pasa por los medios en el siglo XXI. Avanzamos mucho más allá de la democratización de la información y de las obras de arte, ultrapasamos las fronteras entre los lenguajes artísticos y los medios, ya somos parte de una cultura audio-visual. En esta línea de pensamiento, en tu opinión, ¿cómo reacciona la literatura? ¿Crees posible un proceso creativo que articule el arte, los medios de comunicación y la movilidad virtual?

RA: Claro que sí. Como bien dices el medio y las relocalizaciones expresivas han atravesado cambios significativos, pero también hay que tomar en cuenta que la cultura audio- visual parte de un canon también literario, es decir, todos estos procesos parten de una escritura. La literatura reacciona adaptándose al medio, aunque el resultado no esté necesariamente a la par de la expectativa. Amazon oferta productos que están pensados para la pantalla pequeña, para la lectura rápida. Pienso en colecciones de poemas y cuentos breves que están hechos pensando en un lector que está más cerca de lo visual que de la profundidad del pensamiento. Es fácil caer en el cinismo deliberado y ver estos procesos como el apocalipsis de lo que entendemos como literatura. Yo prefiero ver esos movimientos sin emoción y enterlos como cambios necesarios, fruto del mundo en que vivimos. El trabajo individual de quien se considera creador, ahora más que nunca, es estar alerta a estos movimientos del presente para generar una obra de arte que represente el sentido de la vida, sin pensar mucho en el medio o su distribución.

IJ: La idea de “redes de lo literario”, redes creativas singulares, que participan de las redes intelectuales y sociales, resistiéndose a ellas, preservando su ipseidad; dispositivos que escritores accionan para crear e poner en circulación sus creaciones, como lenguajes y medios distintos, editoras independientes, ferias, premios, festivales, web, permite escapar a los sistemas clasificación tradicionales, para abordar la producción literaria actual sin el reclamo universalista del canon, sino desde la dinámica de la creación como flujo y estrategia. ¿Cómo la escritura de ficción y la reflexión teórico-crítica se articulan en tus prácticas literarias en cuanto “redes de lo literario”?

RA: Hay que entender que lo literario, el negocio literario como tal, no escapa a estos movimientos del mercado. Podría tratar aquí de establecer una teoría, pero pienso por ejemplo en las tiendas del aeropuerto, en donde lo que se vende necesariamente no ofrece una visión

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X.Andújar; Jasinski. Experiencias de la multiplicidad en las redes literarias de Rey Andújar, conexiones entre espacio y arte, pp. 297-302.

real de lo que pasa en el ámbito literario. Ofrece una visión de lo que pasa en el mercado del libro, pero no de los procesos que involucra el quehacer literario de cierto lugar. Las redes literarias también se tejen a partir de los gustos particulares y generales de ciertos puntos de contacto, pero la magia en realidad se da cuando un libro, un poema, o una canción nos sacan de nuestra red establecida y nos arrojan hacia una nueva aventura. Ahí entonces se pone de manifiesto el valor añadido que nos ofrece la literatura. En mi caso, cada día más estoy convencido de que mi misión es escribir un texto para un lector accidental, que pueda ver una página sin conocer el autor y pueda sentir un estremecimiento. Esa es la consigna y la meta. Puede parecer una locura, y en cierto sentido, en este mundo superconectado, lo es. Pero es en esa gota de locura en donde se encuentra el germen de nuestra búsqueda. La consigna es también resistir.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X.Andújar; Jasinski. Experiencias de la multiplicidad en las redes literarias de Rey Andújar, conexiones entre espacio y arte, pp. 297-302.

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35743

Talleres literarios en Cuba. Conversando sobre los espacios de Jorge

Alberto Aguiar Díaz (JAAD)

Literary workshops in Cuba. Talking about the spaces by Jorge Alberto

Aguiar Díaz (JAAD)

Katia Viera

Instituto de Humanidades-Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Córdoba, Argentina. katiaviera4@gmail.com

https://orcid.org/0000-0001-7476-3586 Recibido 05/07/2021. Aceptado 23/08/2021

La quietud de la cuarentena, provocada por la situación de la pandemia a nivel mundial, me impulsa a dialogar por mail con los escritores cubanos Raúl Flores Iriarte (La Habana, 1977), Ahmel Echevarría Peré (La Habana, 1974) y Jorge Enrique Lage (La Habana, 1979) desde La Habana; mientras, la misma condición permite que converse por mail con Lizabel Mónica (La Habana, 1981) y por WhatsApp con Orlando Luis Pardo Lazo (La Habana, 1971), ambos desde Estados Unidos. El diálogo transcitadino y cibernético que establezco con todos ellos desde Argentina persigue indagar en la función de los talleres literarios que ofreció el narrador cubano Jorge Alberto Aguiar Díaz (en lo adelante, JAAD) en La Habana durante los años 1999-2004 y su importancia para nuclear a un grupo de escritores cubanos que luego (des)encontrarán cobijo en la etiqueta “Generación Año Cero”.

Ante la ausencia de un texto que recoja el paso de algunos de estos narradores por los talleres literarios dictados por JAAD y debido a la importancia que esta travesía tuvo para la formación escritural de cada uno de ellos, pretendo que esta conversación adquiera una particular “utilidad” para quienes estudian, o están interesados en conocer, la formación de algunos nombres de “jóvenes” escritores que hoy integran el campo literario cubano. Han guiado este diálogo algunas preguntas relacionadas con los espacios físicos en lo que se desarrollaron los talleres, qué particularidades tuvieron, quiénes participaron en ellos y la resonancia que aquellos adquirieron en sus modos de pensar y hacer la literatura y lo literario.

Como se verá, este diálogo ha exigido de los entrevistados un profundo trabajo de memorias y recuerdos que por momentos se traslucen en los modos discursivos de un “me parece, creo, no recuerdo bien”, desde los cuales intuyo también una falta: algo que no se les pregunta o de lo que no se habla con regularidad y ya han pasado cerca de 20 años.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

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Estos testimonios, por otro lado, dan cuenta de la importancia de estos talleres literarios para crear una comunidad de intereses y afectos, y, a la par, para compartir una cultura literaria común, “atravesada por medios materiales como libros, diarios, revistas” (Heilbron y Sapiro, 2018); que los han provisto de “un legado duradero de inversión en el proceso literario, amistades y conexiones con personas que luego considerarían ser miembros de su grupo literario o generación” (Messha, 2010). Veamos entonces, in extenso, el testimonio de cada uno de ellos.

Katia Viera: De los espacios (taller literario, laboratorio) que ideó Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD), ¿en cuáles participaste?

Ahmel Echevarría: Participé en todos. Estos son: Taller Literario Salvador Redonet (no recuerdo si se llamaba Taller de Formación Literaria Salvador Redonet); Laboratorio de Escritura Creativa Enrique Labrador Ruiz; La Klínica o Klínica, que tuvo varios momentos, y se hizo en varias sedes según la disponibilidad del lugar en cuestión.

Rául Flores: Solo la Klínica.

Lizabel Mónica: Participé en todos.

Jorge Enrique Lage: En todos.

Orlando Luis Pardo Lazo: Creo que participé de todos, aunque no necesariamente de una manera ciento por ciento. A veces fui simplemente como estudiante, en los primeros, en otro éramos más activos como participantes todos. En otros, era casi como un invitado. Como en el tercer y cuarto ciclo del taller era más bien un invitado que iba, leía, daba una charla, invitado por JAAD, y me iba. Estuve muy cerca de todos como tal.

JAAD ideaba espacios de una manera indetenible: no solamente el taller de Técnicas Narrativas Salvador Redonet, el Laboratorio de Escritura Creativa Enrique Labrador Ruiz y la Klínica. También recuerdo otros espacios que hizo, por ejemplo, en su propia casa, para estudiantes de preuniversitario, jovencitos y jovencitas en los que él siempre quiso influir mucho. Esto lo hizo por muchos motivos: de atractivo físico, pero también pedagógico. Siempre pensó en influir en quién va a pensar Cuba en el futuro, desde temprano: el verdadero pedagogo.

Había algo llamado Juana Borrero, taller literario Juana Borrero, que él hizo en su casa. Yo también participé varias veces y de ahí salieron muchos, muchos amigos, amigos que tenían hasta 20 años más jóvenes que nosotros y de repente se lograba una madurez intelectual y una atracción, ¿por qué no?, una fascinación mutua grande, donde la literatura era como un sol que iluminaba el sentido de cualquier cosa, de una relación afectiva o sexual o de una relación de amistad o de una relación monetaria, de ayudar a alguien económicamente, muchas veces viajar, dar dinero. A propósito de esto último, cuando JAAD tenía la librería Sancho Panza en la calle Obispo y ganaba algo más de dinero, pues muchas veces lo vi ayudar a poetas y jóvenes que pasaban por allí: los ayudaba con dinero y con libros y de manera completamente desinteresada. Más allá de que en muchos sentidos a JAAD sí le interesaba la persona, o sea, esa extraña cualidad que ya no la veía en Cuba ni la he visto cuando salí de Cuba, de que él es un poco obsesivo por la gente. Se interesaba en la gente, los llamaba, quería ir a tomarse un café o ir a la casa a almorzar. Había una atracción fuerte, magnética, gravitatoria de él hacia la gente. Si alguien quiere acusarlo de qué sé yo, promiscuo, o lo que sea, ese no es mi tema. Mi tema es que él estaba vivo y los cuerpos vivos colisionan: los cuerpos y las mentes vivas colisionan y se atraen y se buscan. Y yo creo que ya él estaba un poco solitario en una época donde la gente está más en su computadora: en Cuba no tanto todavía el internet y los móviles en esa época; pero ya la gente estaba un poco en su onda, en su propia cuerda, en su propia salida del país y JAAD era verdaderamente lo que se podía decir, un hombre social, casi te podía decir un socialista, un hombre que creía en el efecto de la comunidad, en el efecto del grupo de crear una avanzada de guerra, crear un frente de guerra; y, para eso necesitaba

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pupilos, gente, snobs, todo, masa crítica, para poder trabajar sobre esa masa crítica, en ese sentido, pues, era un hombre muy social, un muchacho social: yo lo sigo viendo como muchacho.

Katia Viera: ¿Qué diferencias hubo (si es que las hubo) entre el Taller Literario Salvador Redonet, el Laboratorio de Escritura Creativa Enrique Labrador Ruiz y La Klínica, que ideó JAAD?

Ahmel Echevarría: Taller Literario Salvador Redonet era un taller de formación literaria abierto al público. Ingresaba todo aquel que quisiera. Sin límites de edad ni profesión. Allí JAAD impartía charlas de técnicas narrativas. Se leían y analizaban cuentos de algunos talleristas dispuestos a leer en público. JAAD además invitó a escritores cubanos Raúl Aguiar, Rito Ramón Aroche, Ismael González Castañer y Antonio Armenteros entre otrosa que dialogaran con los talleristas. Formé parte del II Taller Literario Salvador Redonet, que concluyó con un concurso literario (lectura-debate) donde solo participaban los talleristas del curso.

El Laboratorio de Escritura Creativa Enrique Labrador Ruiz no tenía matrícula abierta. Para formar parte del laboratorio, que si mal no recuerdo solo tuvo una edición, era necesario entregar textos a JAAD para luego ser seleccionados. Participaron talleristas del Redonet I y del Redonet II. JAAD impartió charlas de técnicas narrativas, y nos fue introduciendo a la obra de Deleuze, Guattari, Spinoza, Foucault, entre otros. JAAD deseaba que nuestra manera de pensar la ficción, de hacerla y de opinar sobre lo que leíamos rebasara lo que usualmente sucedía en los talleres literarios: una crítica que se centraba solo en el gusto, en aquello que en los talleres se consideraban errores: queísmo, lugares comunes, repeticiones de palabras, asonancias, etc. Su propósito no fue otro que el de Umberto Eco: “Pensar difícil”. En el laboratorio debíamos todos (incluyendo a JAAD) trabajar en un libro de narrativa a lo largo de un año. Debíamos presentar un cuento o capítulo de novela al mes, con la posibilidad de no entregar nada en solo 1 de los 12 meses. Si en la lectura el texto leído tenía una mala evaluación, en el mes siguiente se leía la reescritura del texto y se entregaba uno nuevo. El que no cumpliera debía dejar el laboratorio. Durante la lectura, el que consideraba que lo escuchado era fallido, debía tirar un objeto al centro del círculo de lectura. Si consideraba que el texto mejoraba podía retirar el objeto lanzado. Pero era obligatorio escuchar hasta el final para luego exponer los motivos por los cuales consideraba que era buena o mala la obra leída.

La Klínica o Klínica tenía matrícula abierta. Para los que hicieron el recorrido con JAAD desde el Taller, los contenidos impartidos allí no resultaron demasiado “arduos” ni “raros”: literatura menor, cuerpos sin órganos, dispositivo colectivo de enunciación, rizomas… Por estos términos puedes inferir qué autores se manejaron allí. La primera fase de la Klínica, en la que éramos pocos, incluyó ejercicios individuales para ser realizados en clase o en la casa. Se reflexionaba sobre temas que nacían en la misma clase a partir de una polémica o la opinión de algún participante en la Klínica, o algún tema que JAAD traía preparado de antemano. Todo aquel que empezó la formación con JAAD a partir la Klínica se las vio negra. Allí solo se impartieron contenidos relacionados con el pensamiento, con la crítica, es decir, no se impartieron charlas de técnicas narrativas.

Raúl Flores: La Klínica se centraba más en el estudio de algunos filósofos contemporáneos (Deleuze, Guattari, Foucault, Barthes, Derrida) y las implicaciones de varias corrientes filosóficas y/o políticas en la literatura. Se discutían temas como la literatura menor, líneas de fuga y las poéticas del grupo Diáspora(s), entre las cosas que recuerdo. Se recomendaban lecturas y nos prestábamos libros unos a otros, pero, claro, esto es desde la distancia de casi veinte años y puedo estar equivocado. El taller y el laboratorio de escritura tenían un ambiente más acorde a sus denominaciones, según tengo entendido. Discusión de textos, uso de técnicas narrativas, ese tipo de cosas. Pero yo no estaba allí.

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Lizabel Mónica: Varias. Salvador Redonet fue el primero que creó, e intentaba homenajear a la figura de Redonet y su contribución a la literatura cubana. Redonet era la última referencia conocida acerca de un movimiento, generación y/o estilo literario, los novísimos. Los novísimos fueron conceptualizados por Redonet a inicios de la década de los noventa, basado en la literatura que surgió a finales de los años ochenta. Jorge quería partir de aquí, y continuar la exploración de lo que podía hacerse desde la literatura casi una década después, a finales de los años noventa. En términos de contenido, el Taller Salvador Redonet siguió los materiales que Jorge recibió cuando formó parte del primer curso del taller Onelio Jorge Cardoso. Este primer curso fue creado por Eduardo Heras León en 1998 con escritores de la generación de los novísimos, Jorge entre ellos. Los materiales que se ofrecieron en el primer curso fueron textos de narratología, más otros textos escritos por escritores del Boom (Vargas Llosa, García Márquez), entre otros. A estos, Jorge añadió otros textos que buscó por su cuenta, e incluyó como material de lectura a autores cubanos poco conocidos y reconocidos por el canon nacional, tales como Enrique Labrador Ruiz, un escritor experimental de los años cincuenta. Enrique Labrador Ruiz era además uno de los escritores prohibidos dentro de Cuba, por no ser adepto a la Revolución. Coincidió, sin embargo, que en 1999, el año en que Jorge hacía su taller literario, se publicó dentro de Cuba por primera vez durante la época de la Revolución un libro con dos novelas de Labrador Ruiz. Esto ayudó a la relectura del autor por los integrantes del taller, y dio pie al nombre del segundo tipo de taller.

El Laboratorio de Escritura Creativa Enrique Labrador Ruiz tenía como objetivo un trabajo más de taller, donde los miembros se dedicaran a la creación y revisión de sus textos. Aquí hubo poco material de lectura y pocas “clases”. El taller era también más reducido, concentrado en una selección de los miembros del primer taller.

La Klínica fue un taller inspirado en la literatura de los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari. Gracias a su relación con Diáspora(s), Jorge recibió estas lecturas, y fue particularmente de su interés el libro Mil mesetas, y la teoría del cuerpo sin órganos. La Klínica intentó llevar el laboratorio de escritura creativa a un nivel más avanzado, donde se cuestionara y reconceptualizara la literatura misma como idea y como producto social.

Jorge Enrique Lage: Era como una escalada en la complejidad de los temas alrededor de la escritura, una especialización en el entrenamiento, por decirlo de algún modo. Algo así como: licenciatura, maestría, doctorado... Desde la dinámica habitual de un taller literario estándar, de perfil más técnico, hasta espacios (Laboratorio y Klínica) más de tipo seminario, donde el centro era la teoría y el pensamiento en torno a la lectura y las prácticas literarias a nivel más amplio, y sobre todo, el eje literatura-política.

Orlando Luis Pardo Lazo: Sería muy pretencioso de mi parte tratar de establecer las diferencias entre estos tres espacios. Realmente no puedo o tal vez nunca lo supe. Pero sí, sí la había. JAAD en el Taller Literario Salvador Redonet era un maestro. Tenía toda la información. Comenzó a escribir un libro sobre técnicas narrativas inspirado, e inspirando también un poco, en el taller Onelio Jorge Cardoso de Eduardo Heras León y Amir Valle. Coleccionó y compartió muchísima información teórica que él manejaba y libros que tenía y que él digería. Popularizaba, vulgarizaba, pero tenía la información; y lo mismo nos caía la teoría de los actantes que algo estructuralista o posestructuralista, que nos caía Gerard Genette hablando de textos y paratextos y qué era la narrativa y la narratividad. Nos llevaba materiales de Humberto Eco, por supuesto; cosas de Calvino, Roland Barthes, Foucault y Derrida y Guattari. Era como una tormenta de nombres que, para nosotros, ignorantes (que todavía lo soy) era una bendición. Él no quería que fuéramos sabios, teóricos, era solo para mostrarnos una herramienta de trabajo.

En el taller de técnicas narrativas había que saber qué cosa era un personaje, por lo menos qué cosa son las funciones del diálogo; qué cosas son las funciones de la descripción; cómo se

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alterna esto con lo otro. Algunas ideas de Piglia sobre la corriente subterránea de sentido, sobre el narrador, sobre la historia como algo que está desplazado siempre poquito a poquito; pero sobre todo, coge el lápiz y escribe. Hacía concursos literarios, se discutían los cuentos, un análisis muy de taller literario, malito como eran los talleres literarios en Cuba, pero no malito en su caso, pero ahí, despacito. Si alguien me hablaba de querubines y ángeles, bueno, pero ¿por qué esta palabra entra ahí? ¿Y este final no terminaría mejor allá?

Su intención fue, despacito, envalentonar a la gente a que hablaran, que no tuvieran miedo a ningún tema político, sexual, literario, estético y recuperar la memoria en medio de un país desmemoriado. Al taller los que íbamos éramos zombis, descentrados, descuartizados, invertebrados y poquito a poquito nos constituyó como sujetos. Poquito a poquito también nos ayudaba a reconstituir un poco una tradición, una memoria de lo que pasó aquí, lo que pasó allá, la censura de esto, la censura de aquello, la perversión o la complicidad de cierto escritor respecto a cierto tema; o sea, él nos tradujo el campo literario cubano de los 80 y los 90. También hizo esta labor de los 80 para atrás, pero como ya él no lo vivió, era más a modo de sus lecturas. Nos fue traduciendo las experiencias que tuvo con Eduardo Heras León, César López, con Marcelo, un profesor del taller literario José Lezama Lima de Centro Habana. Él no fue traduciendo y nos creó unas coordenadas donde ubicarnos y crear rupturas. Por supuesto, la más reciente de esas coordenadas era el grupo Diáspora(s), documento de Carlos Alberto Aguilera y Rolando Sánchez Mejías y Pedro Marqués de Armas, entre otros. Pero también, por supuesto, Juan Carlos Flores, Ismael González Castañer.

Si nos concentramos en el Taller Literario Salvador Redonet te diría que allí JAAD nos impulsó para que tuviéramos valor de pararnos, leer un textico de mierda y pensar que habíamos hecho algo y defenderlo. Ganamos una figura política, ganamos una figura pública, nos convertimos en animales civiles, animales cívicos. Podíamos discutir sin ponernos bravos, sin deprimirnos, sin huir. Toda esta ansiedad y neurosis y mediocridad un poco del vacío contemporáneo; nada de eso, yo creo que nos fuimos constituyendo y diciendo: este es mi tribuna, este es mi estadio, este es mi trampolín, este es mi espacio. Nos convertimos en fundamentalistas de la literatura, en fundamentalistas del texto en muchos sentidos, en filólogos analfabetos, teníamos un total amor, una total filia por el logos, siendo analfabetos, no teníamos ningún entrenamiento para hacerlo, ni él nos lo daba. No creo que estuviera dando un entrenamiento, nos estaba dando una audacia, un deseo de que fuera el filólogo teórico académico el que viniera después a comer de nuestros textos narrativos y de ficción y de ahí sacara su teoría y, de hecho, pues le dábamos un poco de pasto, le poníamos dos o tres bombitas para que el filólogo ahí se trucara y encontrara tesoros. Ese fue el taller, un espacio de iniciación, un rito de iniciación.

La diferencia del Laboratorio y la Klínica con respecto al Taller, fue básicamente un cambio cualitativo. En el Laboratorio de escritura y en la Klínica él dejó de ser el maestro en nosotros y comenzó a ser más un actor. Nosotros dejamos de ser pupilos simplemente y comenzamos a ser actores ya con una personalidad pública, literaria, estética. Comenzó el teje y maneje, el toma y dame, las tensiones, el deseo de matar al maestro, de imponerse al maestro y también, por supuesto, de enamorar al maestro, de fascinarlo, de que el maestro dijera: tú eres mi mejor alumno.

Katia Viera: ¿Cuándo ocurrieron y dónde se brindaban estos talleres, laboratorios?

Ahmel Echevarría: Soy muy malo para las fechas. Creo que entré en el Redonet en el 2000. El Taller se hizo en el segundo piso de la librería que está justo al lado del parque Fe del Valle. Si mal no recuerdo se llamaba Librería Vietnam. Ahora es el Centro de Promoción del Libro y la Literatura de La Habana (CPLL).

Bien avanzado el Redonet surgió la idea del Laboratorio. No tengo manera de establecer límites temporales. El laboratorio debe haber comenzado luego de terminar el Redonet.

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Pongamos que fue en el 2002. Se realizó en el mismo lugar donde JAAD impartía el Taller. Duró un año.

La Klínica fue “itinerante”. Tuvo lugar luego de que el Laboratorio concluyera. Los primeros encuentros se realizaron en un espacio en la calle Neptuno, que ni recuerdo qué era en ese momento, luego se convirtió en la librería Camilo Cienfuegos. El segundo momento de la Klínica aconteció en La Madriguera, y terminó en el Centro Árabe de Cuba, en Prado.

Raúl Flores: La Klínica se daba, si no recuerdo mal, cuando se podía y dónde se podía. Al final del encuentro, JAAD ponía la fecha del siguiente y se brindaba donde se podía. Una se hizo en casa de Orlando Luis Pardo, otras en las casas de Ariadna Rengifo y de Sandra Vigil. Incluso algunas creo se hicieron en la sede del Centro Provincial del Libro. No recuerdo bien pero es muy probable que alguna también se haya realizado en casa de JAAD. Eran reuniones bastante informales donde no era importante la asistencia y uno se sentaba donde se pudiera e interactuaba de la manera en que quisiera.

Lizabel Mónica: Creo que el Taller Salvador Redonet ocurrió en 1999, en la Casa de Cultura de Centro Habana. El Laboratorio Enrique Labrador Ruiz tuvo lugar en la librería más cercana al parque Fe del Valle, en el boulevard de San Rafael. La Klínica se celebró con un grupo aún más reducido, en otra librería de San Rafael, cercana a la calle Escobar.

Jorge Enrique Lage: Yo entré en el Salvador Redonet en el 2001; creo que JAAD ya estaba conduciendo ese taller en la librería (no recuerdo el nombre) del boulevard de San Rafael, de Centro Habana, desde uno o dos años atrás. No estoy seguro. Los otros espacios se realizaron en un local del Centro de Promoción del Libro y la Literatura de La Habana (CPLL) de Centro Habana, primero, y en casas particulares, después. Sin lugar fijo. Era algo itinerante.

Orlando Luis Pardo Lazo: El Taller Salvador Redonet tuvo lugar en varios espacios. Empezaron en la Casa de la Cultura de Centro Habana, que está en Carlos III y Castillejo. Aquello era un castillejo, literalmente, de la burguesía cubana, abandonado, medio en ruinas, con murales proletarios, baño con peste a cucarachas y un piano comprado por el Estado cubano y desafinado. Ahí, en ese castillejo, muchas veces en aulas que eran habitaciones sin luz, recuerdo cómo se ponía la noche y JAAD seguía hablando y aquello era magia pura. La noche cayendo y nosotros hablando de literatura y afuera la ciudad cayendo en ruinas: la ciudad ardiendo y nosotros cantando.

También creo que algunas sesiones de ese taller, el primero de ellos, en el año 2000 o finales del 99, sí, finales del 99, se dieron en el Palacio del Segundo Cabo, aunque es posible que en el Palacio del Segundo Cabo haya sido el segundo de los talleres. Después se estabilizaron los talleres de la exlibrería Viet-Nam, que se terminó llamando Centro Cultural del Libro o de la Promoción del Libro. Pertenecía al Centro Provincial del Libro y la Literatura de Ciudad de La Habana y era la antigua librería Viet-Nam, en el boulevar de San Rafael, al lado del parque Fe del Valle, esquina Galiano.

Algunos de estos espacios, la Klínica y el Laboratorio tuvieron lugar, sobre todo la Klínica, en La Madriguera. Creo que te había dicho en la Quinta de los Molinos, coordinado por la Asociación Hermanos Saíz. También gracias al Centro Provincial del Libro y La Literatura en Neptuno se abrió un espacio para ellos, que era como una casona donde yo creo que pusieron una de las risograph y otras cosas. En ese espacio de Neptuno, cerquita de la casa de JAAD, donde había una buena institución que era como una especie de almacén y hasta creo que estaban en venta algunas cositas del Centro Provincial del Libro y la Literatura, ahí también hicimos ya estos espacios avanzados, sobre todo la Klínica, que se movió entre Neptuno y la Quinta de los Molinos.

El Laboratorio Enrique Labrador Ruiz, hasta donde yo recuerdo, fue también en la antigua librería Viet-Nam que fuimos ocupando. A veces estábamos en un espacio atrás al fondo y

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después se liberó todo el piso de arriba y ahí teníamos todas nuestras mesas y nuestros audios. Después ese centro se empezó a usar también para otros talleres de otra gente, como de Sergio Cevedo Sosa, si mal no recuerdo, y puede que hasta de Raúl Aguiar. Se empezaron a hacer otros talleres gracias a que JAAD había creado un espacio ahí. Había unas sillas y unos micrófonos y se empezaron a usar en diferentes días para diferentes presentaciones de libros y diferentes actividades. Esos son los espacios que recuerdo.

También el Taller Salvador Redonet en un segundo o tercer año ya, tuvo lugar en la Unión Árabe de Cuba, en Prado, y Trocadero. Ahí trabajaba Pedro Oscar Godínez, poeta cubano, publicado, interesante en muchos sentidos, después olvidado. Pedro Oscar Godínez coordinó como promotor cultural que JAAD pudiera ir ahí y yo fui a varias sesiones, ya sobre todo como invitado algunos días o como ayudante. Ahí, es posible que también tuviera lugar alguna sesión de la Klínica.

Creo que no se me está quedando ningún espacio: su casa y todo lo que te he mencionado. Es posible que alguna vez en el Centro Cultural de España, más como invitado, se haya hecho algo. También en alguna de nuestras casas, sobre todo en la mía, nos reuníamos a veces; pero los espacios institucionales serían esos. No creo que haya habido otros. No recuerdo algún otro espacio significativo de encuentro; claro, podíamos coincidir en el Chaplin, podíamos coincidir en el Estadio Latinoamericano. Por ejemplo, recuerdo que una de las sesiones del Laboratorio, si mal no recuerdo, pero pudiera haber sido la Klínica, ocurrió en el jardín central del Estadio Latinoamericano del Coloso del Cerro. Hablando con JAAD nos pusimos de acuerdo y para allá fueron todos los escritores: Jamila Medina, Ariadna Rengifo, Dimitri Samsonov, yo, Ahmel, Lage, Lissy [Lizabel Mónica], Lía [Villares], Ivón Cotorruelo. No recuerdo muchos nombres de algunos desaparecidos. No sé si Michel Encinosa fue. Gente que no tenía nada que ver con la pelota se aparecieron ahí; nos sentamos debajo de la pizarra en un juego de pelota y estuvimos discutiendo de literatura hasta que empezó el juego. Llamamos la atención de algunos policías que venían y veían los papeles que estábamos circulando y eso tiene que haber sido como en el año 2002 o el 2003.

Katia Viera: ¿Cómo te enteraste del taller, laboratorio?

Ahmel Echevarría: Del Taller Redonet me enteré cuando hice amistad con el escritor Michel Encinosa Fú en mi etapa de Servicio Social. Trabajé como Ingeniero Mecánico en una Unidad Militar en el Cacahual. Encinosa era traductor de inglés, yo inversionista. Era 1998, yo comenzaba a escribir. Michel me recomendó el taller de JAAD. Me dio muy buenas referencias de JAAD y del Taller.

Del Laboratorio supe por el propio JAAD. En uno de los encuentros en el Redonet habló del proyecto. Explico en qué consistiría y cómo haría la selección de los integrantes.

El Laboratorio tenía una doble intensión: la creación y la formación. JAAD estaba preocupado por nuestra formación, una formación que aspiró a la densidad, a la complejidad, a la observación y la asociación, y que exploró no solo la literatura o la cultura, porque se abrió a lo político y a la política.

Raúl Flores: A través de Jorge Enrique Lage. En ese tiempo éramos muy cercanos (teníamos un grupo literario llamado Polaroid con su espacio agregado en el Pabellón Cuba donde leíamos nuestros cuentos como rock stars) y él me habló de JAAD y su Klínica. Ya él había pasado por el Laboratorio y el Salvador Redonet. También me habló de la Peña de Eduardo del Llano en la sede de Revolución y Cultura pero eso se va completamente del tema y no me lo has preguntado. Solo es relevante porque en Revolución y Cultura conocimos a Elena V. Molina en el 2003 y a partir de ahí comenzó a gestarse el grupo Polaroid y, más adelante, el proyecto 33 y un tercio.

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Lizabel Mónica: Vi los anuncios del primer taller en la calle Obispo, en formato flyer. Jorge trabajaba vendiendo libros en un local de Obispo, y puso muchos de estos flyers alrededor de su librería particular.

Jorge Enrique Lage: Del taller me enteré por una amiga de la universidad, que ya asistía. Una vez allí conocí a JAAD y él mismo me habló de su idea del Laboratorio y me invitó a formar parte.

Orlando Luis Pardo Lazo: Yo me enteré de todos estos talleres cuando conocí a JAAD. Lo conocí caminando por la calle Obispo, en la librería Sancho Panza, en la primera cuadra de Obispo, cerca de Teniente Rey. A partir de ahí nos quedamos como amigos. Los talleres se difundían por los medios que podíamos: el escaso mail, pegando algunos papeles en algunos lugares, dejando la noticia en algunas instituciones más o menos amigas o por lo menos donde teníamos amigos; y más nada que eso, de voz en voz. No había internet, no había text messages, no había móviles. Yo después de conocer a JAAD no me enteraba de los otros talleres, sino que yo creaba los otros espacios con él.

Katia Viera: ¿Qué leían y cómo transitaban por los textos en estos espacios creados por JAAD?

Raúl Flores: Él tenía una inmensa biblioteca en la que los libros circulaban de mano en mano, complementados por otros volúmenes de bibliotecas de Orlando Luis Pardo y Lizabel Mónica. Con relación a la Klínica nos leímos y comentamos, si no recuerdo mal, El grado cero de la escritura de Roland Barthes, AntiEdipo, Mil mesetas… y Kafka: por una literatura menor de Deleuze, varios libros de Michel Foucault y, en lo que respecta a literatura cubana, la obra Juan Carlos Flores, José Kozer y la del grupo Diáspora(s), incluyendo las revistas y los autores foráneos que allí estaban publicados. A través de él también (yo, por lo menos, que no era muy seguidor de la narrativa latinoamericana) descubrí la obra de Saer, Arlt, Piglia, y Felisberto Hernández e incluso Lino Novás Calvo. A través de Orlando nos leímos una gran colección de libros de Milán Kundera y Guillermo Cabrera Infante. Era un tiempo en que la internet no estaba generalizada y los libros solo circulaban en formato físico, de mano en mano. Había que hacer cola, esperando turno para leer lo que uno deseaba.

Lizabel Mónica: Creo que he respondido parcialmente esta pregunta en algunas de mis respuestas anteriores. No obstante, me gustaría agregar que precisamente por ser Jorge librero, por un lado, y contar con una excelente biblioteca, y por otro lado, debido al hecho de que Jorge fue de la generación que saqueó la biblioteca nacional durante los años ochenta y noventa fue una fuente de lecturas para todos los miembros del taller. Jorge prestaba sus libros y los miembros del taller hicieron lo mismo. A esta red se sumaban las amistades de Jorge (otros escritores de la generación de los ochenta que también poseían bibliotecas personales) y las amistades de los miembros del taller. Estas redes informales son típicas de Cuba, y especialmente en el contexto de la Revolución, donde la circulación de información ha sido monopolizada oficialmente por el gobierno, en una combinación fatal con la falta de recursos y la autoexclusión de los mercados internacionales. Todo esto hace que en Cuba hayan proliferado diversos modos informales de circulación de información. A finales de los años noventa e inicios de los años 2000, el consumo y circulación de información digital se sumó a los anteriores métodos analógicos.

En cuanto al contenido mismo de las lecturas, leímos los materiales divulgados por el taller Onelio Jorge Cardoso, más lecturas de escritores cubanos poco conocidos incorporadas por Jorge. También leímos, a partir del segundo taller y con más devoción en el tercero, las obras de Deleuze y Guattari (y con ellas, las de Foucault, Derrida, y otros que anteceden o continúan la escuela francesa de la deconstrucción). El postmodernismo y postvanguardismo estaban al centro de nuestra atención, sobre todo hacia el final. Algunos miembros del taller

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buscaron lecturas más afines a intereses personales, como fue en mi caso las lecturas asociadas con los estudios de género.

Jorge Enrique: En el taller era una discusión de los textos a la manera habitual, para escritores principiantes. En los otros dos espacios la discusión de textos nuestros, aunque la había, era secundaria. Más importante era ahí la discusión de ideas y ensayos sobre literatura de otros autores, por ejemplo, Piglia, Deleuze y Foucault, mucho material proveniente del grupo Diáspora(s)...

Katia Viera: ¿Con qué personas de tu generación escritural coincidiste allí?

Ahmel Echevarría: No todos estuvimos en el mismo Redonet. Pero Sí coincidimos en Laboratorio y Klínica: Orlando Luis Pardo, Jorge Enrique Lage, Lizabel Mónica, Polina Martínez con toda seguridad en todos los espacios. Jamila Medina, Abel Fernández Larrea, Evelyn Pérez, Luis Alfredo Vaillant, Maykel Paneque pasaron por la Klínica en su última etapa.

Raúl Flores: Jorge Enrique Lage, Orlando Luis Pardo, Ahmel Echevarría, Adriana Zamora, Lizabel Mónica, Lia Villares, Elena V. Molina. Polina Martínez Shvietsova fue alguna que otra vez, al igual que Igor Wong Calixto y un poeta llamado Néstor Cabrera. Las ya citadas Ariadna Rengifo y Sandra Vigil, Michel Encinosa fue tal vez. Un escritor que ahora vive en Brasil, Demis Menéndez, también asistía y hasta creo que Raúl Aguiar estaba de vez en cuando.

Lizabel Mónica: Lien Carrazana, Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría, Orlando Luis Pardo Lazo, Lia Villares, y Jamila Medina. Desafortunadamente, es posible que esté olvidando algunos nombres.

Jorge Enrique Lage: Con muchos, pero la mayoría de forma intermitente, y la mayoría se distanció posteriormente de la escritura. Los más constantes en esos espacios, y que se mantienen en activo: Orlando Luis Pardo Lazo, Ahmel Echevarría y Raúl Flores.

Katia Viera: ¿En qué medida piensas que te sirvieron esos espacios creados por JAAD? ¿Qué lecturas te siguen resonando hoy?

Raúl Flores: Aquí me gustaría ampliar el concepto de la palabra espacios tal como lo estamos empleando e incluir el proyecto Cacharro(s). Fue algo que, a mi entender, revolucionó el panorama cultural tal vez a pequeña escala (según algunos puedan verlo), pero para nosotros fue algo grande. Esta fue la primera revista digital literaria alternativa en Cuba (en caso de haber alguna precursora (fuera de algunos fanzines de sci-fi), no la recuerdo ahora). Sentí que había un vacío en el panorama cuando se dejó de hacer ese proyecto y es entonces que surge 33 y un tercio, con Lage, Elena V. Molina y yo en el equipo de redacción de los primeros números. 33 fue la segunda revista digital alternativa y, como el único referente anterior era, evidentemente, Cacharro(s) pues fue lo que usamos para guiarnos para la nuestra. El número de páginas de Cacharro(s) y 33 y un tercio era casi igual (alrededor de 120 cuartillas), interlineado sin espacios y tamaño de letra 12. Muchos autores se repetían.

Ajustándome a tu pregunta, los conceptos de literatura menor, escritura rizomática, líneas de fuga sobre los que hablamos en la Klínica todavía muchas veces los tengo a mano para pensar la (y escribir) literatura. Un sentido de cuestionar las vías de poder, cierta anarquía, responsabilidad (a)política, evitar discursos nacionalistas (provincialistas, provincianos) innecesarios y buscar la multiplicidad de otras literaturas fuera de los conceptos mármoreos de PATRIA, NACIÓN, REVOLUCIÓN del discurso nacional(ista) en Cuba.

Las lecturas continúan siendo las mismas. Me siguen gustando los mismos autores. Lizabel Mónica: Esto espacios, en mi caso, fueron formativos. Yo tenía 18 años cuando

ingresé en el primer taller de Jorge. Mi vocación de escritora estuvo desde mucho antes (había concursado y ganado concursos infantiles y escrito en casa constantemente para el público cautivo de mi familia y amigos), pero no fue hasta entonces, entrando en la adultez, que pude

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verme realmente como escritora, trabajar en textos que serían publicados en revistas para adultos, etc. También fue importante formar parte de un círculo de escritores.

De las lecturas que quedan, creo que todas han contribuido a mi formación intelectual. Aún son relevantes algunas de las teorías deleuzianas, textos relacionados con las técnicas y estrategias literarias y ahora que lo pienso, en general, casi todo. No creo que haya nada que leyéramos entonces que desecharía sin pensarlo dos veces. Luego descubrí por cuenta propia otras maneras de continuar la conversación con estas primeras lecturas filosóficas, ampliar o adaptar hacia la perspectiva latinoamericana o de países en desventaja, complementar con reflexiones globales, continuar mi búsqueda y perenne investigación sobre género, orientación sexual y raza, entrar en el mundo de los estudios de la tecnología digital y del arte transdisciplinario, así como mi dedicación a la poesía, únicamente compartida con Jorge y brevemente con Orlandodentro del grupo.

Jorge Enrique Lage: Para mí fueron casi todo: formación y deformación. No diría que me resuenan lecturas específicas a día de hoy, sino que los gustos creados en aquellos años, los autores y los libros a los que me acerqué, instalaron en mí una suerte de núcleo de apreciación de la literatura (indisociable de lo político) y del campo literario cubano, que se mantiene vigente hoy.

Katia Viera: ¿Cómo estos espacios (taller, laboratorio) pudieron haber incidido no solo en tus gustos literarios, sino en las modas escriturales que suelen poder diseñarse desde allí?

Ahmel Echevarría: Los contenidos impartidos por JAAD fueron vitales para entender la política y lo político, lo Menor, el rizoma, el fragmento, la ironía. Supongo que ese fue el germen de lo que luego sería una marca en algunos autores de la Generación Cero ¿Fue una moda diseñada en el Taller de JAAD? ¿Fue un ideólogo? Quizá. Mejor digámosle Maestro. Porque luego cada cual cogió su rumbo, su estilo, su propio “Tercer Mundo”… Fuimos deleuzianos, derridianos, pero de la peor manera posible. Llegados a un punto, decidimos traicionar todo aquello de la mejor manera posible.

Raúl Flores: JAAD era muy buen profesor, pero igual creo que hace falta más que eso para incidir en las modas literarias, cosa que a él no le interesaba mucho. De hecho, publicó su único libro Adiós a las almas bastante tarde, después de que nosotros hubiéramos publicado los nuestros, si no recuerdo mal. Sí puedo decir que su discurso era casi opuesto al arborescente instituido por Eduardo Heras León y difundido en el centro Onelio Jorge Cardoso. Allá el concepto de literatura menor era manejado no a la manera de Deleuze, sino como algo peyorativo. Por el Centro Onelio pasaron algunos de los graduados de los espacios sucesivos de JAAD y la división de criterios muchas veces era notable. Pero fuera de algunos textos publicados por nosotros (queriendo decir JE Lage, Orlando, Ahmel y yo), no creo que haya ido muy lejos. Puede que esté equivocado al respecto. Es más, deseo estar equivocado al respecto.

Parte de la pregunta también creo haberla contestado más arriba al hablar sobre el proyecto

33 y un tercio y, más indirectamente, también estaba The Revolution Evening Post. Pero esa vino después, cuando Jorgito Lage dejó 33 en el quinto número para ir a trabajar a TREP con Orlando y Ahmel. Lizabel Mónica, Elena V. Molina y yo seguimos entonces con 33. No digo que esta última o TREP marcaran modas pero, si lo hicieron, la sombra de Cacharro(s) andaba por allí, junto a restos de la Klínica, supongo.

Lizabel Mónica: Creo que influyeron en todos los que participamos. Terminamos siendo un grupo, y como tal, recibimos las ventajas y desventajas de la endogamia cultural. Creo que nuestro modo de entender qué es la literatura, una pregunta que afloró varias veces en nuestras indagaciones colectivas, fue el legado más importante. El consenso al que llegamos, más cercano a la literatura como producto de alta cultura, con salpicaduras de pop y literatura de género que sería reconceptualizada al estilo de la literatura postmodernista de los años

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ochenta en Estados Unidos, ha moldeado a mi generación. De espaldas a cualquier mercado editorial, y a cargo de la repartición de premios y publicaciones, mi generación ha continuado las ideas estéticas de la generación de los ochenta, y ha incorporado pequeños detalles, pero que no la separan del afán de superioridad intelectual; el clasismo involuntario ("el buen gusto" y los productos de consumo de la clase blanca educada priman); el machismo (las voces masculinas y en más de una ocasión la misoginia explícita, con personajes "diversos", llenan las páginas de la literatura cubana contemporánea); y el desinterés por el lector en términos que vayan más allá del colega escritor marcan esta escritura.

Jorge Enrique Lage: De modas, no creo que esos espacios hayan generado ninguna. En mis gustos literarios incidieron muchísimo, como te digo en la respuesta anterior: eran los años en que empezaba a meterme en la literatura, y ahí uno es como una esponja: lo absorbe todo.

Orlando Luis Pardo Lazo: Influyeron de manera absoluta, o sea, no que se hayan metido dentro de mi cabeza y hayan cambiado una manera o un deseo, pero ciertamente, dejando saber que cualquiera que fuera ese deseo y esa moda o esa tendencia, pues valía la pena. Valía la pena estimularla, pero, a la misma vez, sobre todo en cierto nivel, cuando se llega a la noción de ghetto literario, de frente de guerra, escribir no era escribir; que un escritor probablemente no puede escribir nada y que por lo tanto se trataba también de posicionarte, de posicionarse, de provocar una fractura, una ruptura. Por lo tanto, no solamente fue un estímulo de conocer escrituras que sonaban. Me acuerdo de que JAAD siempre decía: “Mastica para que veas cómo cruje esa muela en ti”, sino que fue un aprendizaje de cómo posicionarse ante el lenguaje: ¿Qué vas a hacer ahora con el lenguaje?

Había una conciencia del lenguaje muy alta o por lo menos se intentaba fomentar; de manera tal que la influencia es total, no porque se me dijo: “Tú vas a escribir así y Ahmel va escribir así y Lage va a escribir así”, sino porque se detectaba cierto brillo en cada una de nuestras locuras individuales, se estimulaba ese brillo, esa locura, y se trataba de que ese brillo fuera menos infantil, menos tímido, más osado de ser llevado a un extremo.

Katia Viera: ¿Crees que la participación, en estos espacios, de algunos de los autores de la llamada Generación Cero marcó la obra de algunos de ustedes?

Ahmel Echevarría: El Taller de JAAD, que en realidad fueron tres espacios (El Taller, el Laboratorio y la Klínica) me sirvió no solo para conocer y entender las herramientas, o el oficio del narrador. En ese espacio se transitó de las técnicas narrativas a la reflexión, al ejercicio de la crítica. Pero no solo la crítica literaria. JAAD fue una suerte de mesías en formato terrenal y nacional. Y no porque hiciera milagros, sino por el ejercicio de la fe, por la duda, y por el sacrificio en los predios de la Literatura. A propósito de la Literatura y los Centros de Poder, nos habló de un camino, del calvario, del paraíso y del infierno que le deparan al escritor.

Raúl Flores: No puedo hablar por los demás pero, en mi caso, la respuesta es positiva. Ya el hecho de ser amigos y leernos mutuamente las cosas que escribíamos, colaborar en textos ajenos, criticar lo escrito y compartir las mismas lecturas de hecho marcaba de cierta manera nuestra obra. Todavía lo sigue haciendo, me parece.

Lizabel Mónica: En lo personal, considero que pude librarme de las directivas generales del grupo buscando mi propio camino. Quizás este camino fue facilitado por la afiliación a otros géneros y disciplinas. Al "fugarme" hacia la poesía, pude encontrar otros campos de afinidades. Lo mismo con la literatura transdisciplinar y mis investigaciones poético-visuales. Cuando fundé la revista Desliz, internacional y transdisciplinaria, descubrí otra(s) comunidades. Esto sin duda me ayudó. No en balde es la narrativa, que aún escribo, pero en la que menos me siento cómoda, donde aún no siento que he encontrado lo que pudiera llamar mi voz.

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Jorge Enrique Lage: Creo que, además de la mía, marcó fuertemente la obra y la visión de la literatura de Orlando Luis y de Ahmel (quizás en ellos, más que a mí). En menor medida, también la de Raúl Flores.

Orlando Luis Pardo Lazo: Creo que está respondido de alguna manera. Sí la marcó en muchos sentidos, pero de una manera muy específica en cada cual. No creo que nos dejamos invadir por JAAD. Nos burlábamos de JAAD, nos burlábamos del surrealismo y nos burlábamos de cada uno de nosotros también: de las manías, de los dejos, parodiábamos a Lage, parodiábamos a Raúl Flores y su melomanía, parodiábamos a Ahmel y sus palabras cheas y antiguas que sacaba de debajo de un reverbero y una coqueta o una vitrina y las usaba hablando de palabras que no se usaban y de registro cubano, escapando de la coloquialidad cubana contemporánea y hablando del “bordillo” para referirse al “contén” y palabras así que entraban raras. Lage, de otra manera, importando una serie de elementos de la cultura pop norteamericana y trayendo una tecnología a una Habana no existente. Y bueno, cada cual con lo suyo, sí, pero cada cual. No nos dejamos meter “las putas en miniatura”, según un relato de JAAD, ni el realismo sucio, ni la guapería del pobre muchacho poeta caminando con una novela pornográfica bajo el brazo por La Habana: ese Pedro Juan Gutiérrez pasado por JAAD, que realmente es al revés. JAAD antecede a Pedro Juan Gutiérrez, pero ya nunca se va a poder hacer justicia con eso.

No creo que haya un realismo sucio en nuestra literatura, ni un realismo violento, ni una desesperación un poco trascendental y solemne de esa literatura más profundamente política de JAAD. Creo que cada cual eligió rápidamente su propia línea de escape, su propia línea de fuga, su propia esencia. Simplemente teníamos una conciencia alterada, una conciencia excitada, sobredimensionada, de que siempre se va a hacer el ridículo, hagas lo que hagas, te arrepentirás, dijo Séneca; pero al menos, es un ridículo meditado.

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Reseñas

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35744

La Revista de Filosofía en sus índices: una invitación a futuros estudios

La Revista de Filosofía in its indexes: an invitation to future studies

Fernández, C. B. y Galfione, M. C. (2021). La Revista de filosofía, cultura, ciencias y educación. Índices y aproximaciones a un proyecto editorial (282 pp.). Ciudad Autónoma de

Buenos Aires: CeDInCI Editores. Disponible en: http://cedinci.org/wp- content/uploads/2021/04/Revista_filo.pdf

Clara María Avilés

Universidad Nacional de Mar del Plata avilesclaram@gmail.com ORCID: 0000-0002-3109-9803

Recibido 25/09/2021 Aceptado 23/10/2021

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Bajo la dirección y con el financiamiento del médico e intelectual José Ingenieros (Palermo, Italia, 1877 - Buenos Aires, Argentina, 1925), la Revista de Filosofía, Cultura, Ciencias y Educación vio la luz por primera vez en 1915. No obstante, hacia 1923, su principal ideólogo “reorientó sus esfuerzos editoriales a otro proyecto editorial” (Fernández y Galfione, 2021, p. 15), de modo que convocó a Aníbal Ponce (Buenos Aires, 1898 - México, 1938) para que contribuyese en la dirección. Desde ese año hasta el cierre de la publicación, que sobrevivió cuatro años a la muerte de Ingenieros, Ponce lo sucedió al frente de la revista.

El estudio de Cristina Beatriz Fernández y María Carla Galfione, La Revista de filosofía, cultura, ciencias y educación. Índices y aproximaciones a un proyecto editorial, es un cuidadoso relevamiento de la mencionada revista.

Llegó de la mano de la “Colección de índices y catálogos” de Ediciones CeDInCI, Revista de revistas, impulsada por el fundador del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas, Horacio Tarcus.

Las investigadoras, provenientes de los campos de la literatura y la filosofía, elaboraron una contribución sobre el estudio de “una de las publicaciones culturales de referencia en los años ‘20 para sectores significativos de la intelectualidad en América Latina” (Fernández y Galfione, 2021, p. 10). Constituido por siete capítulos o secciones, luego de una presentación general de este proyecto editorial elaborada por ambas colaboradoras con el objetivo de ofrecer “una mirada de conjunto sobre la publicación” (Fernández y Galfione, 2021, pp. 20), el primero de los índices se titula Revista de Filosofía. Índice general”. Allí, Cristina Beatriz Fernández pone a disposición el catálogo completo, general y cronológico, que facilita ciertos datos valiosos como el modo en que la dirección de la revista conformó los tomos (de tres números) y las continuidades o variaciones en su periodicidad. La tercera parte del libro, “Revista de Filosofía. Índice de reseñas y notas bibliográficas”, también a cargo de Fernández, rastrea la sección “Análisis de libros y revistas” (también denominada “Bibliografía”), existente en la mayoría de los números, con muy limitadas excepciones, en la que se publicaban reseñas de las novedades bibliográficas de interés para el proyecto editorial de la revista. A continuación, encontramos el apartado “Revista de Filosofía. Índice de autores”, que incluye un listado de los articulistas que escribieron para la revista, otra faceta inexcusable para una comprensión global de esta publicación periódica.

Revista de Filosofía. Índice de autores de la sección “’Noticias y comentarios’”, a cargo de ambas autoras, indexa las notas de diverso tenor que aparecían bajo ese título de sección, incluyendo varias notas necrológicas que, durante los primeros años de la revista, se editaban mezcladas con los comentarios bibliográficos. Más adelante, en 1922, se identificarán claramente al ubicarse bajo el subtítulo de “Necrológica” para, desde 1923, ser reordenados en la sección “Noticias y comentarios”. El último índice que ofrece este libro lleva el título de “Revista de Filosofía. Índice de autores de las recensiones bibliográficas” y está a cargo de Fernández. En él se ofrece un listado alfabético y, secundariamente, cronológico, con entradas de cada uno de los responsables de los comentarios bibliográficos reunidos en la revista.

Si los primeros capítulos del libro se abren a una serie de impresiones que permiten leer entre líneas el proyecto editorial que la misma publicación exhibe (en la selección y el recorte de autores, temas, conceptos, discusiones, bibliografía, publicidades, entre otros), “Los papeles de Ingenieros, indicios de una red”, la última sección, a cargo de María Carla Galfione, ofrece la reconstrucción del circuito de canjes del interior y del exterior del país, así como de suscriptores, recuperados de los cuadernos obrantes en el Fondo de Archivo de José Ingenieros del CeDInCI.

Según Fernández y Galfione, la separación de los índices en tres grandes secciones globales procura respetar lo que deducen como un criterio de la publicación: “una sección principal de artículos o contribuciones, otra referente a novedades y comentarios —muchas

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veces sobre temas de actualidad— y una tercera destinada a las recensiones bibliográficas” (Fernández y Galfione, 2021, pp. 20). De este modo, el trabajo se convierte en una herramienta para abordar la Revista de Filosofía desde distintos ángulos que, siguiendo la propuesta de Alexandra Pita González (2014), podrían enumerarse: la revista como un soporte literario-cultural, un soporte material, como una práctica social y, sobre todo a partir del capítulo sobre los canjes de la publicación periódica, desde su inscripción en un contexto más amplio.

En síntesis, el reciente lanzamiento de la colección Revista de Revistas del CeDInCi, a partir de la publicación de este libro, constituye, sin lugar a duda, un aporte ineludible para futuras investigaciones sobre “la revista de Ingenieros” y otras que vendrán, atendiendo a las demandas del “giro digital” (Caimari, 2017: pp. 74) en las estructuras archivísticas y bibliotecológicas, que promueven cambios significativos en el estudio de la prensa y las publicaciones periódicas. El dedicado trabajo de archivo y la minuciosa indexación de la revista concretados, en este caso, por las autoras, continúa el sendero de estudios desbrozado por el catálogo de Hugo Biagini, Elena Ardissone y Raúl Sassi hace más de tres décadas e invita a revisitar el proyecto editorial que fundó y dirigió José Ingenieros, posteriormente continuado por su discípulo Ponce. Por último, es de destacar que se trata de un volumen digital, de acceso libre y gratuito, lo cual puede estimular y facilitar nuevas búsquedas y recorridos.

Referencias bibliográficas

Ardissone, E., Raúl Sassi y Hugo Biagini (1984).-

. Buenos Aires: Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires / Centro de Estudios Filosóficos.

Caimari, L. (2017). La vida en el archivo. Goces, tedios y desvíos en el oficio de la historia. Buenos Aires: Siglo XXI.

Pita González, A. (2014). Las revistas culturales como soportes materiales, prácticas sociales y espacios de sociabilidad. En H. Ehrlicher y N- Rissler-Pipka, (Eds.). Almacenes de un tiempo en fuga. Revistas culturales de la modernidad hispánica (pp. 227-245). Aachen: Shaker Verlag.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Avilés, La Revista de Filosofía en sus índices: una invitación a futuros estudios, pp. 315-317.

https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35745

El diálogo ininterrumpido: nuevas perspectivas de análisis del archivo

cubano

The uninterrupted dialogue: new perspectives of analysis of the Cuban archive

Calomarde, N. y Salto, G. (2019). Devenir/escribir Cuba en el siglo XXI: (post) poéticas del

archivo insular (102 pp.). Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Katatay.

Melisa Belén Avaca

Universidad Nacional de Córdoba –Argentina melisaavaca@gmail.com.

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7521-8229 Recibido 20/07/2021 Aceptado 12/08/2021

Repensar a la práctica de la escritura como uno de los múltiples agenciamientos del devenir, según Deleuze y Guattari, nos permite cuestionar desde infinidad de perspectivas no solo al proceso literario, sino también al proceso que la crítica lleva a cabo. Tensiones, diálogos, confluencias y fugas matizan los entramados que desde ella se desprenden, pero también intentan acercarnos a diferentes modos de cartografiarlos.

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RECIAL XII 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X . Reseña, Avaca, El diálogo interrumpido: nuevas perspectivas de análisis del archivo cubano, pp. 318-321.

En este caso, Devenir/escribir Cuba en el siglo XXI: (post) poéticas del archivo insular es un compendio de escritos que analiza objetos de estudio que se encuentran en constante reconfiguración, tanto desde los paradigmas teóricos como de las poéticas de expresión de la cultura cubana y latinoamericana.

Este libro reúne escrituras, entrevistas, adelantos literarios, debates y comentarios críticos, que permiten reestructurar las miradas sobre aquello que se denomina la “cuestión cubana” y presentan nuevos debates que la crítica literaria ha entretejido desde hace décadas no solo desde Argentina o Cuba, más bien desde una transnacionalidad. Se enlazan aquí estudios que descubren nuevos contrapunteos al cuestionamiento de las lógicas clásicas de la teleología insular y las rupturas con respecto a las lógicas genealógicas, para promover los múltiples modos en los que las escrituras devienen y reconfiguran en el siglo XXI el archivo cubano. En este sentido, el libro constituye un aporte a la constelación de discursos entrelazados entre Cuba y Argentina que permiten dar cuenta que el lazo existente no es simplemente la manifestación de un diálogo intelectual, sino más bien una conversación incesante que articula perspectivas de análisis y comentarios que van más allá de los estudios que se agencian en cada uno de estos países en particular.

Las compilaciones han sido realizadas por la Dra. Graciela Salto y la Dra. Nancy Calomarde, quien también ha incluido un artículo propio en dicho volumen. Ellas han recurrido a los proyectos de investigación que llevan adelante diversos catedráticos de distintos países, además de la entrevista realizada al escritor Antonio José Ponte y un adelanto de su próxima publicación literaria. Por lo tanto, en dicho volumen se encuentra una reunión de enfoques que suscitan nuevos diálogos internacionales entre los Estudios Culturales del Post y las producciones cubanas enfocadas desde su fluir y sus devenires otros.

En un primer apartado, los escritos discurren sobre el escritor Ponte quien anticipa lo que será “Unas cuantas fichas del Diccionario de la lengua suelta”, texto que propone un diálogo exponencial con un crítico anónimo sobre las historias apócrifas, a modo borgiano, de figuras icónicas de la cubanidad reciente, además remueve los mitos construidos en torno a personajes sagrados de la cultura cubana para dotarlos de nuevas miradas que renueven y desestabilicen los viejos estatutos prefijados por la teleología revolucionaria. A continuación, José Luis Arcos con “Los relatos de Ponte” e Ignacio Iriarte con “La novela de espías y las tecnologías de poder en La fiesta vigilada de Antonio José Ponte” realizan sus respectivos análisis de las obras de dicho escritor desde diferentes perspectivas. Arcos profundiza minuciosamente su obra completa y considera fundamental destacar que lo político y lo poético son figuraciones que no pueden determinarla, sino que la permean constantemente volviéndola un campo poroso incapaz de ser encasillado. Por lo tanto, propone nuevos núcleos de análisis, como es el de “realismo imaginal”, y permite redefinir los ya excesivamente abordados por la crítica como lo son los de imperio y ruina relacionados reiteradamente a la ciudad de La Habana. En consonancia con estas perspectivas, Iriarte llama a pensar en categorías que estudien ese fluir, más que el fijar y delimitar el proceso de escritura “por eso en Cuba el mito se colocó en el futuro: la teleología insular es la búsqueda de la nación en el porvenir” (p. 59). Analizando a la realidad como una lucha de fuerzas, en términos foucaultianos, propias de un entramado simbólico naturalizados diariamente por las comunidades, Cuba es el ejemplo contundente de un estado en pugna por el triunfo de su propia interpretación. Se evidencia su postura en el análisis de la novela de espías que permite dar cuenta de cómo se samplean, término prestado de la música, las diferentes percepciones de la realidad. Se finaliza este apartado con la entrevista realizada a Ponte por parte de Nancy Calomarde y Teresa Basile, en donde el autor reflexiona sobre diferentes ejes temáticos como lo son el exilio, la configuración de la ciudad como ruina, el oficio del

RECIAL XII 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X . Reseña, Avaca, El diálogo interrumpido: nuevas perspectivas de análisis del archivo cubano, pp. 318-321.

escritor frente a la crítica, los géneros utilizados en sus obras y las irremediables reconfiguraciones del archivo nacional cubano.

La segunda serie de textos que se encuentran presentes en el libro se acerca a nuevos modos de leer y escribir en el siglo XXI prestando una particular atención a las reconfiguraciones (des)territorializantes y a los modos de tensar las fórmulas tradicionales cubanas. Ponte manifestaba en la entrevista antes mencionada que La Habana era la única capital occidental “que lleva sesenta años sin construirse, más bien, sesenta años decayendo” (p. 83), cuestión que Nanne Timmer retoma en su artículo “Una torre y una autopista: distopías y territorialidades en novelas postcubanas de Carlos A. Aguilera y Jorge Enrique Lage”, ya que allí da cuenta de la fragmentación en la consolidación de los territorios-estados latinoamericanos. El reflejo de estas consideraciones se encuentra en la caída de categorías utópicas y las rupturas de los totalitarismos tradicionales: literatura, cuerpo y territorio. Son estas mismas nociones, pero agenciadas como lugares, sujetos y discursos las que más adelante Nancy Calomarde podrá poner en tela de juicio a partir de un giro significativo que propone desde la lectura de los mismos. Trabajará en “Fuera de obra, fuera de territorio. Escrituras cubanas del después” con ciertos interrogantes acerca de cómo en los escritos de los narradores Jorge Enrique Lage y Ahmel Echevarría se revela un giro dislocador en cuanto a los imaginarios presentes sus novelas “un entrelugar triplemente excéntrico: por fuera del canon de la literatura cubana, del contracanon del exilio y de la factura (ficción) global” (p. 131). Estas lecturas nos invitan a pensar en prácticas que recuperan experiencias locales y transnacionales pensando desde las implicancias que el locus diaspórico ha manifestado en la conformación de las cuestiones cubanas. Calomarde analiza cómo el gesto literario des(re)territorializado lee la relación escritura-estado en una trama de poder y deseo presente en la escritura y los cuerpos individuales y colectivos remitiendo a las configuraciones del mapeo y devenir de Deleuze y Guattari y las territorialidades de Didi Huberman que llaman a desandar los recortes hasta el momento considerados por los sistemas culturales, sin necesidad de fijar una ficción delimitada del archivo cubano. Si la lectura de este escrito permea la posibilidad de visualizar comunidades que desborden los límites de la isla, los textos de Irina Garbatzky “Berlín, contrapunteo cubano” y Guadalupe Silva “Mapa, ensayo y curaduría en Iván de la Nuez” abren el campo de discusión de la crítica literaria hacia lecturas transnacionales y diaspóricas. En el primero de los casos se contrapuntea la relación La Habana/Berlín como experiencias identitarias que los intelectuales pueden percibir para las configuraciones de la localidad/globalidad, ya que Berlín es considerada como una ciudad faro para muchas de las ciudades latinoamericanas. Pero, por el otro lado, el siguiente artículo retoma las experiencias artísticas y discursivas del exilio de Iván de la Nuez como modos de “salvar” a la cubanidad dentro de los macro-discursos en los que se ahogaría. Incluso recategoriza proposiciones que tensionan y discuten con las clásicas fijaciones del personaje Calibán.

La tercera serie de artículos abre el espectro de miradas que podemos tener como lectores y críticos sobre el tradicional archivo cubano. Por lo tanto, no se presentarán categorías de análisis nuevas, sino reconfiguraciones rizomáticas de las tradiciones preestablecidas principalmente por el Estado revolucionario. Celina Manzoni en “Una temprana figuración del desengaño: astucia y disimulo en Mapa dibujado por un espía de Guillermo Cabrera Infante” realiza un excelso recorrido sobre la obra del autor para cartografiar el proceso de escritura presente en su libro. En esta oportunidad, Manzoni crea un mapa sobre el extenso territorio que la obra de Cabrera Infante configura para datar la producción de esta obra póstuma. Observamos en su análisis los devenires del recorrido del autor en su propia vida y de los escritos que él ha ido publicando. Luego, Ana Eichenbronner presenta “‘Aun así derribamos algunos templos’: lecturas en torno a la isla, Virgilio Piñera y los nuevos escritores cubanos” por medio del cual mapea los ecos y resonancias piñerianas en obras que

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han sido publicadas recientemente por escritores cubanos, particularmente cómo es transversal en ellos el camino del desmembramiento del espacio mitológico origenista. Para cerrar este segmento, “Debates sobre el canon latinoamericano del siglo XXI: la representación de José Martí en el ensayo y el cine cubanos” de María Fernanda Pampín abre el diálogo sobre los modos en los que se representa la figura de Martí en determinados ensayos y producciones cinematográficas del siglo XXI. Manifiesta es la tendencia de este último tiempo sobre la reconfiguración de este “mártir” para desacralizar su figura y desmitificar una problemática que interpela a toda la cultura latinoamericana. Pampín promueve una revisión crítica de la vida de Martí tanto como de su posterior recuperación utópica para desandar esos caminos ya desgastados.

La cuarta serie de artículos denominada “Devenir del archivo”, abre las tensiones acerca de los archivos poéticos ya instaurados, pero reestructurados en esta oportunidad desde nuevas perspectivas rizomáticas. Roberto González Echevarría plantea en “Dos ensayos de Carpentier: génesis del realismo mágico” una revisión crítica sobre uno de los autores canónicos más representativos de Cuba como lo es Alejo Carpentier. Propone leer nuevos “factores” que posiblemente permearon en la configuración de sus ideas sobre el realismo mágico: el haberse acercado tempranamente a los escritos que Borges iba publicando durante su vida y el hecho de realizar indagaciones sobre crónicas antiguas y postulados de Richard Wagner. Según el crítico, estos textos le permitieron a Carpentier ampliar su espectro sobre la configuración de un “nuevo mundo” cargado de historias extraordinarias que se correspondían inmediatamente con la realidad. Por otro lado, Denise León analiza el último poemario publicado por Severo Sarduy en “Otro modo que ser: poesía y misticismo en Severo Sarduy” desde una perspectiva religiosa. El crítico comenta cómo es posible releer estos sonetos y décimas desde el “salir del ser” que San Juan de la Cruz y otros místicos plantean como experiencia articuladora de la escritura y el sujeto. Finalmente, en “La ‘guerra de Angola’ en la literatura: circuitos transculturales entre Angola y Cuba” Ineke Phaf- Rheinberger recupera escritos de autores angoleños y cubanos para dar cuenta del profundo diálogo llevado a cabo por estos mismos y las implicancias que mutuamente han manifestado. Propone por lo tanto ampliar el campo de investigación a un tema muy poco abordado por la crítica dentro del archivo cubano.

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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35746

Pliegue, arabesco y pirueta

Fold, arabesque and pirouette

Emilia Casiva

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. emiliacasiva@gmail.com https://orcid.org/0000-0002-0115-3346 Recibido 11/09/2021 Aceptado 23/10/2021

Milone, G., Maccioni, F. y Santucci, S. (Eds.). (2021). Imaginar-Hacer: ficciones

teóricas para la literatura y las artes contemporáneas (180 pp.). Córdoba: Facultad de

Filosofía y Humanidades, UNC.

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“…la verdad nace de la imaginación”

Genly Ai, La mano izquierda de la oscuridad

Las ideas que imagina este libro empezaron a trazarse en un equipo de investigación, fueron saltando por los trabajos particulares de lxs autorxs, se discutieron en aulas durante un curso, luego sobrevolaron un contra-congreso de la lengua, para posarse de nuevo sobre otros libros y volver a empezar. Son ideas aparecidas sobre el filo de una mirada material, alrededor de los problemas que se tensan entre escrituras, artes y contemporaneidad. Infancia, delta, poema, letra, medio, tiempo y fin caminan sobre esa cuerda vibrante (a veces cuelgan de ella, a veces quedan suspendidas en el aire). En las puntas de la cuerda, están los dibujos de Julieta Cuervo, para introducir cada capítulo y enredarse entre ellos: nervaduras de hojas que son un poco río, un poco hueso, verde y gris.

En un libro anterior de este mismo equipo de investigación, lxs autorxs habían tomado a la figura como operador crítico de lectura. Aquí, ese lugar táctico lo ocupa la ficción teórica (porque la gracia de toda táctica está en su movimiento). Entonces, la pregunta que me vino fue ¿estarán queriendo figurar?; hoy la pregunta que me viene es ¿estarán inventando? Rayos gamma, vanguardia, literatura. Si pensar por figuras era, como decía el prólogo de aquel libro, “entregarse por completo al roce al gocedel objeto”, pensar ficciones teóricas será entregarse a un deseo (uno que recuperan lxs autorxs con Barthes): el de “no renunciar al derecho a delirar”, pero también (este pero también es declaración de principios, posicionamiento estético y político) “a exponer las condiciones que hacen viable ese decurso”. ¿Y eso qué significa? Que deseo y programa puedan ir juntos. Así, una ficción teórica se vuelve potencia de uso común (un uso agambeniano). ¿Y eso qué más significa? Significa “abrir el juego con ese común poiético que es el lenguaje y hacerlo ignorando la separación que imponen los campos disciplinares”. Hay una cita de Didi Huberman, con la que comienza el libro, que lo empieza a explicar así: “Para saber hay que imaginar”. Un imaginar que viene de la mano de un hacer y que discute con las representaciones y los modos de la teoría y la crítica en la contemporaneidad. Y ello en situación, por supuesto: desde Argentina y desde Latinoamérica.

A todo esto, las figuras no han sido abandonadas, más bien al contrario. En este libro atraviesan la intemperie (con su voluntad de fin) o, más bien, se paran ante la intemperie y ante el fin. Se despeinan, los ojos llenos de tierra, tambalean, siguen. El huracán las arrincona, siguen. Caracol de bronce, grafo, mujeres piratas, resto. Son las figuras las que permiten una plasticidad abierta a la exploración que las categorías frustran, lo cual está en estrecha relación con su naturaleza táctil, material. El trabajo de las figuras (no solo el trabajo con ellas) anima a inventar una teoría sin andar intentando dominarla. Con las figuras (en las figuras) se va armando, justamente, la danza entre ficción y conocimiento. Parafraseando uno de los epígrafes del libro, las figuras nos dicen: o

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bailamos o erramos, compañeras. Allí aparece el método, conmovido: en el llamado que ellas nos hacen, en su exhortación. Y es que como son materiales fundamentalmente porque son materiales—, las figuras tienen “capacidad de agencia, memoria y participación histórica”, por eso nos empujan a movernos. Nos dicen “a bailar porque se acaba el mundo”, pero suena distinto, ¿se escucha la diferencia? No es “a bailar porque el sentido se acabó”, sino a bailar para inventar ficciones nuevas, en lo que nuestra pista final tiene de singular. Porque bailamos a ritmos distintos, escuchando el suelo bajo nuestros pies, buscando el “agenciamiento local” de los pasos de ballet entre imaginar y hacer. Estas son más o menos las cosas que cuentan a coro Franca Maccioni, Gabriela Milone y Silvana Santucci al comienzo del libro.

Imaginar/hacer: plié

En su ensayo, Adriana Canseco lee la poética de la infancia en Marosa Di Giorgio. Adriana no escribe sobre, escribe por esa poética. Por indica el lugar a través del cual se pasa, en el que se produce un movimiento. Allí la exhortación, el vamos hacia. Sin embargo, ese hacia (la infancia) no es un lugar al que volver, sino que hay que inventarlo. La infancia misma es un estado de pasaje, dice Adriana, y no porque sea un momento de la vida, y no porque “se pase”, sino porque es cada vez en nosotrxs el umbral entre “mundo y lenguaje”. Cada vez, una y otra, en cada ocasión en que “experiencia y lenguaje se tocan” y, por lo tanto, se abren a la falla. Ahora bien, ese cada vez es siempre adentro de la lengua: “Ese límite que creemos rozar frente a aquello que se nos antoja inexpresable, ese afuera de la lengua que se abre al extrañamiento, es un afuera que sólo es posible dentro de la propia lengua”. En la poética de Marosa, dice Adriana, aparecen distintos modos (modos singulares) de ese experimento poético que es hacer infancia.

Julieta Cuervo arranca preguntando si un poema puede convertirse en territorio: “¿qué formas pueden adoptar las políticas sobre el espacio en la literatura?, ¿qué deviene de la convivencia entre poética y paisaje?” El paisaje que desata estas preguntas se arma y se desarma en un libro sobre Tigre, un libro de Javier Cófreces y Alberto Muñoz que es en sí mismo un delta hecho de sedimentos, brazos de agua y desembocaduras. Relatos de exploradores, del primer pornógrafo de las islas, bestiarios, fotografías, un poemario, un almanaque ilustrado, dibujos de alumnos de escuelas de la zona. Al leer a Julieta, unx imagina que el libro es la balsa sobre la cual remontamos ese viaje circunvalar hecho de saltos, hecho de estribillos que vuelven, de chapuzones, hecho de picaduras de mosquitos, de avistamiento de pájaros e inundaciones. Una experiencia en sí misma deltificada hace que a cualquier voluntad de historiografía se le baje la presión y caiga en remolino. A ese remolino, Julieta le llama territorialidad móvil. Movimiento en el espacio y en los días. Dice Julieta: “El río lleva todo, lo pierde, lo pudre pero también lo conserva: en el fondo barroso permanece latente su residuo”. Y entonces esta oración da la vuelta para que lo que se dice del río pueda decirse también del tiempo.

El paisaje: ¿aparece, se descubre o se inventa? Según Julia Jorge, de lo que más tiene el paisaje es de pasaje a la ficción, porque muestra y narra (especialmente en las escrituras poéticas). Eso sí: la reunión entre paisaje y lenguaje tiene como anfitrión al medio (“el medio centro de una cosa; medio como entorno; medio como método”). Allí, ante el medio, Julia trae una categoría de la historia del arte japonés que permite ver el paisaje “como si fuera otro”. Y allí, ante el medio, Julia trae una forma de entrar en

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relación con el clima, que implica existir “fuera de-sí”. Mitate y fudosei son estas dos formas de salida (o mejor dicho de entrada en relación entre humano, paisaje y clima).

Entrar en relación saliendo de sí, eso es el paisaje. Respecto al lenguaje, también se trata del desborde, por lo cual, dice Julia, no queda otra que pasar por el paisaje y volver a ficcionar. O más o menos como lo dice Lyotard, fugarse de una materia a otra; o, mejor de nuevo como lo dice Julia, ejercitar “un desplazamiento del sensorio, como un terrícola que ve su hogar desde la luna”.

La letra es la vereda donde estaciona la significación, el tema es que se trata de una de esas calles que van en doble sentido: el sentido del texto y el de la figura. “…Figura y texto organizan dos dimensiones que en la línea-letra se cruzan”, escribe Paula La Rocca. Son las dimensiones de la comunicación y su retardo, de la transparencia y la opacidad. Cuando en la letra prende el guiño la figura (mediante la tarea de la forma, ya sea caligráfica o tipográfica), la calle entre visualidad y escritura cambia de dirección y se vuelve rotonda, cruce, huella, desvío, circunvalación. Pero como la letra no es ni vehículo ni camino pelado, ninguna de estas metáforas es apropiada. Vuelvo de nuevo: la letra es una materia significante que, por viscosa, se desliza de la condición de mero instrumento y muestra su espesura. “De este modo [escribe Paula] el signo puede usarse para abrir relaciones imaginarias con las cosas”. Un espacio donde esto ocurre es en la poesía visual, donde se abre de cuajo lo que conocemos como significado, y el sentido prolifera, se fuga. Hace un codito, vuelve marcha atrás en zigzag, dobla en ángulo, muerde la banquina. Aunque ya dijimos que estas metáforas no son apropiadas para la letra.

Imaginar/hacer: arabesque

La sensibilidad contemporánea, dice Ana Neuburger, es una sensibilidad del “después”: después de la vanguardia, es decir, después de que esta haya puesto en jaque, de manera radical, los soportes y los marcos de las prácticas artísticas. Ni totalmente nuevas ni del todo agotadas, estas prácticas se prestan a la discusión respecto de su especificidad/inespecificidad en tanto obras (lo que es lo mismo a decir en tanto arte), haciendo de esa demarcación una membrana inestable. Pasa que Ana está pensando el límite como una zona porosa, no como muro, terminación o punto final. Y con eso viene una forma particular de entender la historia (lectura a contrapelo, asalto del síntoma, intersección de temporalidades). Lo que no quiere decir que la discusión se salde, sino que más bien se remueve y agita. ¿El centro en el que se sacude esta historia? La imagen, por supuesto. Pero digamos que con la imagen vienen enganchados, por el costado, ciertos episodios de la literatura argentina más o menos reciente. En ellos, se abre un territorio donde los regímenes de lo visible y lo decible se solapan, tanto en sus continuidades como en sus rupturas. Por tal motivo, las aventuras estéticas entre artes visuales y literatura dejan por delante (y por detrás) un modo de pensar y hacer la contemporaneidad misma.

Belisario Zalazar escribe sobre el tendido de una política antrópica, cuya extensión se despliega entre una serie de principios inalterables: el tiempo en tanto flecha lanzada hacia adelante a toda velocidad (merced la innovación técnica) o, en todo caso (lo que es casi igual), el tiempo como “fondo sobre el que flotan las cosas”; los Humanos como agentes y jugadores titularesde la Historia; las relaciones entre humanxs y no humanxs como relaciones siempre extractivistas; el arco entre lo sublime y el cobijo como único espectro posible de vínculo con la naturaleza; la técnica como funcionaria posibilitante del trabajo universal y abstracto. Sin embargo, sigue Belisario, hoy “el

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hechizo idealista pierde su efecto, golpeado desde diferentes frentes por la realidad no correlacional de los objetos, por la agencia no humana de incontables actantes- existentes interconectados, por la simbiosis de un sinfín de fenómenos de inter/intra- acción que no han dejado de producir la Historia del hiperobjeto llamado Tierra”. Asoma así la puntita de otras epistemes, otras ontologías que no son las que puso en marcha la máquina antropológica. Estas traerían consigo unos tiempos (fuerzas ondulantes atravesando océanos desiertos) que entran en relación entre sí y que emergen de esa relación, donde cuentan también las temporalidades de los propios objetos. Traerían consigo, incluso, otros engranajes entre humanx y máquina, donde el beneficio antrópico no sea el santo y seña de la relación.

La literatura latinoamericana contemporánea (en este caso, más precisamente, La memoria de las cosas, de Gabriela Jáuregui) pone sobre la mesa figuraciones que, como el gabinete de curiosidades, pueden disponerse tal y como lo haría una colección. Es decir, en principio, con su propio ordenamiento y clasificación (pongamos por caso: “Vegetalia”, “Mineralia”, “Animalia” y “Artificialia”), pero también con su propio ensayo de encastres entre materialidades. Milagros González toma la figura del gabinete de curiosidades para abordar la experiencia sensible y perceptible de los ensamblajes entre materias humanas y no humanas, con todos “los devenires diferenciales que implican sus mutuos enredos”. A ese ensamblaje Milagros lo piensa de la mano del concepto de intra-acción: “que permite descubrir en esas colecciones algo más que la instalación del saber de un sujeto soberano, posicionado por fuera y sobre el resto del mundo material”. Son conexiones que actúan siempre desde adentro, en permanente transformación. Encastres que se corren de la unidireccionalidad del proceso, de la exterioridad entre discurso y materia (por eso Milagros habla de una práctica materio- discursiva), y de la jerarquía de los dualismos propios de la modernidad. Uno de los objetos del gabinete de Jáuregui es, por ejemplo, un sauce que colecciona sobre su tronco las figuras que el tiempo (como si fuera un viaje) ha ido imprimiendo en él.

Imaginar/hacer: pirouette

A comienzos de 2019, visitaba Córdoba el rey de España, en una representación lustrada y decadente de la Real Academia de la Lengua (su visita no era cosa rara: tiempo antes, Mauricio Macri, siendo presidente de la República Argentina, le había pedido perdón a Su Majestad por lo ocurrido en 1816, conjeturando desde la casita de Tucumán sobre la angustia que los patriotas debían haber sentido por culpa de querer independizarse). Lxs autorxs de este libro participaron entonces del I Encuentro Internacional: derechos lingüísticos como derechos humanos (o, como entonces le dijimos casi todxs, el Contracongreso de la Lengua). Organizado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, en el marco de ese contracongreso, se realizaron talleres, ferias, acciones artísticas, paneles de reflexión, conciertos. Una pareja de artistas chilenos terminó presa por andar con una obra parecida a una bomba.

Las intervenciones que recopila este libro en su última parte, ocurridas alrededor del panel “Ficcionar las lenguas”, son variadas y jugosas (en el sentido en que un jugo es humedad, sustancia y extracto). En la lectura de un poema de Daniela Catrileo, Julia Jorge retuerce el vínculo entre letra y cuerpo; con la oreja puesta en el croar de las ranas, Gabriela Milone propone una fabulación sobre el origen anfibio de las lenguas (el texto de Gabriela sale del agua al aire, abre la boca y saca la lengua para leer a J.-P. Brisset y a Villamil da Rada); Ana Levstein escucha en los idiomas del papa Francisco

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en su viaje a Temuco (idiomas dichos así: en plural) una convocación a la unidad que no cae en la trampa de lo uniforme, y que se reconoce como un fracaso sobre el que vale la pena insistir. Hay también un diccionario erótico donde los significados, según Belisario Zalazar, no responden a la lógica de la definición, sino a la del desborde, y donde en lugar de inventariar axiomas, se recogen usos, usos que se calientan al tocarse entre sí; hay la intraductibilidad de la lengua materna y las palabras de Adriana Canseco, quien dice que una lengua no se posee, sino que se desea; hay el fragmento, la mezcla y la extranjería de la lengua en la lectura de un libro de Sylvia Molloy (una vida se pregunta en qué lengua es dicen Paula La Rocca y Ana Neuburger, si en el entrelenguas, o en el resto que se arrastra de una lengua a otra); hay la invención de un portunhol selvagem (armado, dice Franca Maccioni, de contrabandos) donde el factor estructurante ya no es el deslinde sino la inundación.

Al llegar el final, este libro cierra con un colofón que me gustaría copiar y pegar aquí: “Repasar el trabajo y anudarlo en este espacio de escritura no es sólo mostrar los resultados de una investigación. Es, antes que nada, iluminar los hilos de los encuentros”. Imagen que esa luz es una luz negra y que cuando se enciende, fosforecen los hilos del baile entre imaginar y hacer. Y otra vez el método, conmovido. Gabinete, ensamblaje, casa de fieras.

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