Olga Beatriz
Santiago. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0001-8805-3956
Nancy Calomarde.
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
https://orcid.org/0000-0003-1875-7039
Claudio Díaz.
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0003-1758-6071
María Florencia
Ortiz. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0002-3286-7392
Roxana Patiño.
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0003-2414-479X
Olga Beatriz
Santiago. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0001-8805-3956
Raúl
Antelo. Universidade Federal de Santa Catarina, Brasil https://orcid.org
/0000-0001-9799-6550
Beatriz Colombi.
Universidad de Buenos Aires, Argentina Ramón Cornavaca. Universidad Nacional de
Córdoba, Argentina https://orcid.org /0000-0002-9056-9457
María
Teresa Dalmasso. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org
/0000-0003-1066-9333
Fernando Degiovanni. City University of New York, Estados Unidos https://orcid.org /0000-0003-2121-924X
Enrique Abel
Foffani. Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Roberto González
Echevarría. Yale University, Estados Unidos
Beatriz González
Stephan. Rice University, Estados Unidos
María Elena Legaz.
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina Danuta Teresa Mozejko. Universidad
Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org /0000-0003-1048-243X
Elvira
Narvaja de Arnoux. Universidad de Buenos Aires, Argentina https://orcid.org
0000-0002-9454-2008
Carmen
Perilli. Universidad Nacional de Tucumán, Argentina https://orcid.org
/0000-0003-1705-4171
Julio Ramos.
University of California, Estados Unidos https://orcid.org/0000-0002-7063-9833
Carmen Ruiz
Barrionuevo, Universidad de Salamanca, España https://orcid.org
/0000-0002-1972-6579
Laura Scarano. Universidad Nacional de Mar del Plata. CONICET, Argentina https://orcid.org/0000-0002-1417-3004
Saúl Sosnowski. University of Maryland, College Park, Estados Unidos
Manuel Ramiro
Valderrama. Universidad de Valladolid, España
Milagros
Ferreyra. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Agustina Giuggia.
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Constanza Lucía
Tanner. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Facundo Gabriel
Casas Caro. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Silvia Karina
Lanza. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Carla Valeria
Pereyra. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Ayelén Salas
Moyano. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
RESPONSABLE DE RESEÑAS
Florencia Ortiz.
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
María
Paula Álvarez de Miguel. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina Sofía
Galleguillo. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Gestora y editora técnica OJS:
Mariana Valdez.
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina https://orcid.org/0000-0003-0239-1247 Editora técnica:
Carina Belén
Santiago. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Sofía
Galleguillo. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
DIFUSIÓN
Carina Belén
Santiago. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
DISEÑO DE TAPA Y ENCABEZADO
Manuel Coll.
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Nancy Calomarde.
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Katia Viera. Universidad Nacional de Córdoba/
Conicet, Argentina
Laura Demaría, University of
Maryland, College Park. EEUU
Bernardo Carrizo.
Fac. de Humanidades y Ciencias, Universidad Nacional del Litoral
Ewa
Kobyłecka-Piwońska. Depto de Filología Hispánica Universidad de Lodz,
Polonia
Maia Lucía
Bradford. Universidad Nacional del Nordeste/ Conicet
Loreley El Jaber.
Universidad de Buenos Aires/ UNA/ Conicet
Cecilia Defagó,
Universidad Nacional de Córdoba
Lucía Cantamutto.
CIEDIS-Universidad Nacional de Río Negro/ Conicet
María de los
Angeles. Montes. Universidad Nacional de Córdoba IDH /Conicet
Graciela Ferrero.
Facultad de Lenguas, Universidad Nacional de Córdoba
Nicolás Coria
Nogueira. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Leandro Bohonhoff. Universidad
Nacional de Rosario
Marcela Croce.
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Edgardo Horacio
Berg. Universidad Nacional de Mar del
Plata
Maccioni
Franca. Universidad Nacional de Córdoba IDH/ Conicet Silvia Rossana Nofal. Universidad Nacional de
Tucumán/ Conicet
Matía Polo.
Universidad Complutense de Madrid
María Gabriela
Battaglia. Universidad Nacional de Rosario
María Fernanda
Alle. IECH – Universidad Nacional de Rosario /Conicet
Alejandra Mailhe,
Universidad Nacional de La Plata/ Conicet
DOSSIER
Introducción
Katia Viera y
Nancy Calomarde
Un recorrido por la ciudad negada: revistas digitales y nuevos sujetos en
La Habana de principios del nuevo siglo
Laura Maccioni
Sobre el arte de no pertenecer: la experiencia del pos-exilio en Hemos llegado a Ilión de Magali
Alabau
María Lucía Puppo
Archivo: “Vivir en el interior de una memoria portátil”
Lizabel Mónica
La Habana múltiple. Imaginarios históricos y experiencias urbanas en la
literatura cubana
Ignacio Iriarte
Una caja de resonancias: Los (noventa) archivos habaneros de Dainerys
Machado Vento
Elzbieta
Sklodowska
El tropo de La Habana/La Vana en Jamila Medina Ríos
Liuvan Herrera
Carpio
Elizabeth Mirabal
Entre La Habana revolucionaria y La Habana distópica. Tres representaciones
de la ciudad en el cine cubano
Reynaldo Lastre
El paisaje portuario, repositorio de la historia habanera
Yaneli Leal del
Ojo de la Cruz
Llegar a La Habana en el siglo XXI
Jorge Fornet
Formas distópicas alternativas para destruir y repensar el motivo
insular/caribeño en dos ficciones cubanas del siglo XXI
Susana Haug
Mirar la ciudad desde una alcantarilla. Ficciones (post) urbanas
Nancy
Calomarde
La Habana en el siglo XXI: una ciudad leída, generada, desbordada
Katia Viera
Texturas de La Habana Tres
palabras como decir Apaga - la – candela
Nara Mansur Cao
La Habana era emo y ahora tiene un diente de oro
Martha Luisa
Hernández Cadenas (Martica Minipunto)
Yulier Rodríguez
Pérez (Yulier P)
¿Cómo habitamos un gesto en La Habana?
Karina Pino
Di positivo al asombro (memorias
desde la fiebre)
Agnieska Hernández
La Habana que habito
Kaloian Santos
Cabrera
Eres falsa y embustera. El concepto de la mala mujer en el cancionero de
Los Chichos.
Juan Carlos
Rodríguez-Centeno
Isabel
Jorquera-Fuertes
Prestar oídos al poema. Escucha y afectividad en la poesía argentina
reciente Matías
Moscardi
Ángel Guido, rector de la Universidad Nacional del Litoral (1948-1950): la
pregunta por la emancipación en algunos de sus textos olvidados
María Florencia
Antequera
Formas de tratamiento y construcción de la imagen social: nuevos usos de
jóvenes hablantes cordobeses en Twitter
Nazira
Günther
La identidad y otras razones para quemar París: París y el odio de Matías Alinovi Christian Escobar-Jiménez
El relato y sus paradojas: memorias en conflicto y cuentos de guerra María Jesús Benites
Gasquet, A. (2021) Orientalismo literario argentino. De Esteban Echeverría a Roberto Arlt (304 pp.) Palgrave Macmillan Sebastián Díaz Martínez
Pratt, Mary Louise, (2022) Anhelos planetarios (340pp). Durham: Duke University Press
Valentina
Villarraga
DOSSIER
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41712
Katia Viera
Universidad
Nacional de Córdoba / Conicet katiaviera4@gmail.com ORCID: 0000-0001-7476-3586
Nancy
Calomarde
Universidad Nacional de Córdoba
Nancycalomarde@yahoo.com.ar
ORCID: 0000-0003-1875-7039
La Habana se ha configurado a lo largo de la historia del último siglo no
solo como una de las ciudades míticas para la cultura latinoamericana, sino
también como una imagen reproducida al infinito a través de textos, pinturas,
fotografías, temas musicales, periódicos, folletos turísticos. Sus
transformaciones materiales, simbólicas y políticas siguen interpelando
nuestros vínculos entre el continente y sus islas, entre la tierra y el mar,
siguen exhibiendo las preguntas por la heterogénea condición archipielar
(Benítez Rojo, 1989, p. 10) de nuestras memorias y culturas. La experiencia de
fin de mundo a la que nos ha arrojado este inicio de milenio nos invita a
releer esos espacios latinoamericanos de densidad simbólica, cultural y
política para pensarnos en nuestros devenires y por-venires. Con este trabajo
nos unimos a aquel gesto y, también, al amplio desarrollo crítico en torno a
los modos en que ha sido configurada La Habana a lo largo de la historia
cultural. Sin ninguna pretensión totalizante, las intervenciones aquí
propuestas procuran pensar las formas (estéticas) del movimiento de una
territorialidad —entre el espesor y el afantasmamiento— en sus
escrituras/texturas. Este Dossier surge de esa curiosidad.
Ya por el año 2010, en el texto del catálogo, preparado como parte de su
tarea curatorial para la muestra Atlas.
Cómo llevar un mundo a cuestas, que reunió a centenares de artistas de
diversas partes del globo y que se expuso en el museo Reina Sofía de Madrid, el
filósofo y crítico francés Didi-Huberman señalaba que “hacer un mapa es
reconfigurar el espacio, redistribuirlo, desorientarlo”, y añadía de manera
inmediata que la praxis se continúa en su desarme para “dislocarlo allí donde
pensábamos que era continuo, reunirlo allí donde pensábamos que había
fronteras” (Didi-Huberman, 2010, p. 3). Así planteado el problema, si ni
escritura tiene que ver con representación ni cartografía con inscripción
mimética, ambas nociones en su diálogo negocian una zona de desborde, creación
y reinvención. De este modo, las acciones de territorializar, mapear, al igual
que la de escribir, implicarían en conjunto — para Deleuze y Guattari tanto
como para Didi-Huberman— las de forjar otro territorio, vale decir, desafiar el
archivo de imágenes instituidas por la tradición; en suma, territorializar a
contrapelo. Volver a mirar pareciera configurar la demanda performativa que
emerge de tales teorías, volver a reconfigurar el espacio no para retornar otra
ficción de archivo cartográfico sino como operación vanguardista, para desandarlo
en las formas de la deconstrucción de sus enunciados teleológicos, para poner
en jaque sus operaciones de recorte, el trazado de sus límites y el sistema de
coordenadas a través de las cuales se administraron lugares, sujetos y
discursos en la economía social de una región. Vale decir, se trataría de
escribir como asalto, como asedio, como dislocación y reterritorialización
antes que como representación y significación.
Es a partir de esta forma de pensar/forjar la espacialidad, en estrecho
vínculo con la práctica escritural, que la noción de experiencias de
territorialidad abre otro camino posible en el interior del archiconocido
binomio naturaleza y cultura con el cual se ciñen, en ocasiones, los
caprichosos diálogos entre la estética, la topografía, la imagología y la
política. Abre otro camino, insistimos, en el sentido de una forma-concepto que
explora y expande las ficciones de poder, las transformaciones de los vínculos
de lo humano y lo no humano, lo cultural y lo natural, vínculos, en todo caso,
mediados por las operaciones del arte en el contexto del “después del después”
(De la Campa, 2017) o de “nuestra tardía Modernidad” (Anderman,
2018, p.
22); esto es, en el más allá de ese destino que pareció configurar la
modernidad. Dicho esto, asumimos no solo la tensión que implica pensar La
Habana en esos términos, sino la complejidad de sus heterogéneas temporalidades
y la sospecha acerca del lugar común de “ciudad por fuera del tiempo” que la
resistente opacidad de sus edificios devuelve al fotógrafo fugaz. En este
Dossier nos proponemos, entonces, revisar algunas de esas reconfiguraciones
teóricas y críticas en torno a los vínculos entre espacio y escritura,
producidas en los últimos años del siglo pasado y los primeros del XXI y sus
vínculos con la manera de leer, tocar, escuchar, mirar e imaginar La Habana. En
este contexto, proyectamos armar un dispositivo de lectura que entienda las inscripciones
de la ciudad como formas de escritura no atadas a la tradición y gramáticas
literarias, aunque con la atención puesta en las huellas de su hiperpresencia
como artefacto literario. La ficción literaria de la ciudad se vuelve poeisis en nuestras lecturas, en tanto
matriz poética que permea y se deja atravesar por diversas formas del arte que
asumen los debates de su tiempo en torno a cómo habitar/des-habitar una ciudad
saturada de imágenes y de textos, de mitos, de restos.
En el caso particular de Cuba, la ciudad habanera no ha sido solo un
fenómeno físico de interés arquitectónico y social, sino también aquella que
insistentemente ha sido recreada por la literatura (y otras formas del arte)
que han posibilitado entenderla, con el tiempo, desde un perfil mítico y
simbólico. Aquella ha estado históricamente construida a partir de una red de
significados que se desprenden de una densa trama de textos producidos en ese
lugar convulso, contradictorio, ruinoso, utópico, ideal, y que es a un tiempo
casa, exilio, jardín invisible. Dentro del amplio corpus teórico examinado para
la comprensión de las ciudades y de los modos en que ellas son configuradas en
las escrituras contemporáneas existe una pluralidad de enfoques epistémicos que
dificulta —a la vez que provoca un acercamiento complejo al tema— la adherencia
a una categoría teórica en particular. Para comprender las escrituras de La
Habana nos hemos desplazado del enfoque topográfico del espacio en pos de
favorecer un enfoque transdisciplinar, en el que “encarne” como la Imago
lezamiana, habilite la concurrencia de temporalidades e imaginarios y permita
crear, de nuevo, la ciudad (Viera, 2022). Hemos asumido un punto de vista que
nos permita deconstruir la lógica binaria árbol-raíz y propiciar un tipo de acercamiento
epistemológico, “rizomático” (Deleuze y Guattari, 2004), al espacio, que admita
abordar la complejidad de un sistema expansivo, imprevisible y tentacular
(Díaz, 2007) que se extiende por debajo de lo que vemos a simple vista, pero
también la antinomia naturaleza-cultura para pensar la ciudad en sus múltiples
ensamblajes de tiempos, agencias, materialidades, vitalidades y memorias
(Calomarde, 2022, p. 9). Este enfoque, nos deja leer La Habana desde lo
múltiple, un espacio donde hay líneas de fuga (Calomarde 2018, p. 129), pérdida
de predicciones, contingencia, desbordes (Díaz, 2007).
Los artículos de este Dossier están dispuestos de un modo no jerárquico ni
temático, pues lo que nos interesa es que ellos sean capaces de dar cuenta de
una Habana que busca a otra y a otra y otra más en un gesto incansable de
revueltas, asunciones, revisiones, revisitaciones y (re)creaciones de una
ciudad plural, una ciudad que se refunda, se repliega y encuentra nuevos modos
de estar en el mundo. Son, sin embargo, caprichosos algunos semas que vuelven y
revuelven la ciudad. La Habana como metáfora: de la ciudad-paisaje de las
columnas a la ciudad de las ruinas, pero también de su negación o elusión, cuyo
movimiento aparece en textos tales como “La Habana múltiple. Imaginarios
históricos y experiencias urbanas en la literatura cubana”, de Ignacio Iriarte;
en “Conexiones imaginarias de La Habana esquiva (1968-2017)”, de Elizabeth
Mirabal o “Entre La Habana revolucionaria y La Habana
distópica. Tres representaciones de la ciudad en el cine cubano”, de Reynaldo
Lastre. En el primero de ellos, su autor regresa a La Habana de los 90 a través
de la ciudad que Antonio José Ponte construye en “Un arte de hacer ruinas” para
hacer visible ese espacio fragmentado a la luz de las imágenes construidas por
José Lezama Lima y Alejo Carpentier. En un segundo movimiento, Iriarte se
centra en la relectura de una película de Mijail Kalatózov, Soy Cuba, y en el texto autobiográfico La mala memoria, de Heberto Padilla, a partir de la hipótesis de que la disolución
de la URSS resulta una clave para pensar la transformación de la ciudad. Las
metáforas teóricas de barroco de Walter Benjamin y las ruinas de Antonio J.
Ponte y de Iván de la Nuez le sirven de apoyo para reevaluar el rol de las relaciones
ruso-cubanas a la hora de comprender la ciudad de Padilla. En el tercer
apartado, el crítico se focaliza en la película La obra del siglo (2015) para reflexionar críticamente acerca de la
fractura de esa relación y el impacto que esta tiene sobre la configuración del
espacio urbano. Como un movimiento complementario, realiza una comparación
contrastiva entre las experiencias urbanas que se registran en los textos del
corpus. Por un lado, se centra en los trabajos de Ponte e Iván de la Nuez y,
por el otro, en la novela 9550: una
posible interpretación del azul (2014), de Abel Arcos para procesar la
experiencia cercana- lejana de Rusia, la nostalgia por las ruinas, y la idea de
lo soviético como un futuro. El último
tramo de su trabajo está concebido como una lectura de la ciudad del presente a
partir del análisis del imaginario urbano que construye Arcos, donde la
fragmentación ha reemplazado a la alegoría, donde no hay centro, apenas una
escritura difusa que proyecta, en la perspectiva de Iriarte, una nueva
forma-tachadura. Mientras, Elizabeth Mirabal en su trabajo “Conexiones imaginarias de La
Habana esquiva (1968-2017)” analiza el concepto de lo esquivo en el imaginario
cultural de la segunda mitad del siglo XX. Para ello, apela a un corpus
heterogéneo conformado por ensayos, documentales, libros y otras producciones
culturales asociadas a María Zambrano, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz,
Guillermo Cabrera Infante y Anna Veltfort. A partir de esos textos se interroga
por las razones de ese devenir esquivo de la ciudad y por la forma de esos de
trazos en las escrituras. La autora se
propone releer, a contrapelo de la mitificación imagética de la ciudad, el
espacio “desdeñoso, áspero y huraño” que habita en ella, lo elidido y esquivo
que, sin embargo, emerge en la violencia de ciertas formas. Arguye, en su
lectura, que los niveles de
sobresaturación producen un desdibujamiento de la experiencia urbana traducida
en espejismos, en tanto que disfraces deformantes.
Por su lado, Reynaldo Lastre en “Entre La Habana revolucionaria y La Habana
distópica. Tres representaciones de la ciudad en el cine cubano” parte de la
premisa de que La Habana en estos materiales es un espacio socialmente
construido que refleja y reproduce las relaciones de poder existentes en la
sociedad. En este ensayo, su autor analiza las configuraciones de la capital
cubana en los audiovisuales Memorias del
subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), Buscándote Habana (Alina Rodríguez, 2006) y Tundra (José Luis Aparicio, 2021). A pesar de que Lastre realiza un
estudio de estos tres exponentes cinematográficos, no escapan de su mapa de
referencias los audiovisuales cubanos Las
doce sillas (1962), La muerte de un
burócrata (1966), ambos de Tomás Gutiérrez Alea, De cierta manera (Sara Gómez, 1974), Se permuta (1984), Plaff o
demasiado miedo a la vida (1988), de Juan Carlos Tabío, María Antonia (Sergio Giral, 1990), Fresa y Chocolate (Tomás Gutiérrez Alea
y Juan Carlos Tabío), Madagascar
(1994), La vida es silbar (1998), Suite Habana (2003), de Fernando Pérez, Juan de los muertos (Alejandro Brugués,
2010), Terranova (Alejandro Alonso y
Alejandro Pérez, 2020), No Country for
Old Squares (Yolanda Durán Fernández y Ermitis Blanco, 2015) y Gloria eterna (Yimit Ramírez, 2017). En
medio de esta cartografía Reynaldo Lastre elige trabajar con los tres
materiales arriba mencionados porque le permiten construir tres imágenes que el
propio ensayista ha colocado en los subtítulos de su texto: “La Habana revolucionaria”,
“Las Habanas marginales en el ocaso del socialismo” y “La Habana distópica del
postsocialismo”. Para el autor, la primera Habana funciona como intermediaria
entre la Revolución cubana y la conformación del intelectual protagonista a lo
largo de los primeros años 60, mientras que en Las Habanas marginales, “en
franca contraposición con el Sergio de Memorias
del subdesarrollo, los personajes no son intelectuales, ni habaneros, ni de
la clase burguesa que huyó del país luego de los sucesos de 1959”, sino que sus
percepciones de esta ciudad están en el lado opuesto, incluso, después de la
crisis económica y de legitimación política sufrida por el gobierno durante el
Periodo Especial”. Por último, la exploración de Tundra le permite a Lastre
sostener que en el espacio urbano de Tundra
los habitantes normalizan la crisis social y política de su entorno, y si bien
La Habana es un espacio habitado por monstruos, no hay épica ni esquemas de
supervivencia postapocalíptica.
En otro conjunto de artículos, encontramos el vínculo de la ciudad con el
mar, es el caso por ejemplo de “El paisaje portuario, repositorio de la
historia habanera”, de Yaneli Leal en el que se realiza una valoración
patrimonial del puerto habanero, entendiéndolo como parte constituyente del
paisaje histórico de la ciudad. En ese sentido, su autora reconoce que “la
herencia cultural de la bahía y de los vínculos históricos establecidos con la
ciudad y su población” resulta significativa para la regeneración de
sentimientos afectivos y para la conservación del lugar. A partir de nociones
teórico-conceptuales relacionadas con el paisaje, la observación del sitio y el
análisis de imágenes históricas, de obras de arte (provenientes de los archivos
de la Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de la Ciudad y del Museo
Nacional de Bellas Artes de La Habana) y de textos ficcionales o no (de la
Condesa de Merlin, Jorge Mañach, Alejo Carpentier, Zoe Valdés, Ángel Augier,
Reinaldo Arenas, Miguel Barnet, María Elena Llana o Leonardo Padura), Yaneli
Leal construye un texto que, según reza en sus epígrafes —“La Habana fue ante
todo su puerto, El paisaje natural en la percepción del puerto, El paisaje
antropizado, la perspectiva del puerto”—,
traza un recorrido que se desplaza de la interpretación y valoración de
monumentos hacia una valoración estética del conjunto. Lo anterior le permite
realizar un mapa de “la riqueza y variedad del patrimonio mueble, inmueble e
inmaterial” de la bahía habanera y del lugar que durante siglos ocupó el puerto
habanero como centro neurálgico de la ciudad. Para la autora, el puerto actual
es el resultado de cinco siglos de intensa actividad, medular en la
conformación de La Habana y su desarrollo, con huellas culturales evidentes de
cada etapa transitada visibles en los significados socialmente compartidos y en
elementos de su panorámica visual.
Asimismo, los procesos de desterritorialización y reterritorialización que
la experiencia de la ciudad convoca es visible en trabajos tales como “Sobre el
arte de no pertenecer: la experiencia del pos-exilio en Hemos llegado a Ilión de Magali Alabau”, de María Lucía Puppo. A
partir de una perspectiva comparatista y haciendo sistema con un conjunto de
trabajos que procesan la condición extraterritorial de la literatura
latinoamericana, Puppo se concentra en la reflexión en torno a la experiencia
“pos-exílica” en la literatura cubana a partir de las experiencias diaspóricas
de las últimas décadas. Recuperando el poema-libro Hemos llegado a Ilión (1992) de Magali Alabau, el estudio se
focaliza en la voz poética que cuenta el viaje de regreso a La Habana para
indagar en la construcción fantasmal (presente en sus archivos) de la ciudad y
la subjetividad que se forja en el texto atravesada por las marcas del
posexilio y en diálogo con los restos de esa “otra” Ilión o Troya.
Otros trabajos indagan en la pregunta por la experiencia habanera en los
contextos más recientes, el uso de las redes, de la virtualidad, la fuga y de
la convivencia de temporalidades y territorialidades que promueven afectos y
comunidades en La Habana del siglo XXI. Tal es el caso de los textos “Archivo:
Vivir en el interior de una memoria portátil”, de Lizabel Mónica y “Un
recorrido por la ciudad negada: revistas digitales y nuevos sujetos en La
Habana de principios del nuevo siglo”, de Laura Maccioni. El primero trabaja la
novela homónima, del escritor cubano Jorge Enrique Lage, en diálogo con la
potencialidad de la literatura como material y lugar “de intervención
política”. El foco de atención de este artículo está puesto en explicar las
imbricaciones producidas en la novela entre la historia personal y la
colectiva, entre el individuo y la nación. Luego de un recorrido minucioso por
la estructura y el argumento de la obra, de lo que significa archivar en este
entorno, del carácter y perfil de los personajes que en ella aparecen, de los
intercambios (inter)corporales y de las posibilidades de transitar con libertad
de un sexo a otro frente a la heteronormatividad estereotípica, Lizabel Mónica
sostiene que si bien la nación está en la órbita de las principales
preocupaciones de Lage, en esta novela es aún más fuerte el lugar que ocupan el
Estado y su retórica. La investigadora sustenta la idea de que esta novela
tiene como eje de discusión el rol de la literatura en un contexto de “control
y escrutinio” al tiempo que visibiliza modos de crear subjetividades ciudadanas
diferentes a las tradicionales y abre hacia la problematización tanto de la
diversidad política como de la sexual. Por su lado, Laura Maccioni lee La Habana
como un espacio borrado desde el lugar de dos revistas digitales publicadas en
esa ciudad durante la primera década del nuevo siglo: Cacharro(s) (2003-2005) y 33
y 1/3 (2005-2009), precursoras en el campo de las revistas literarias
virtuales. Desde sus páginas, estos e-zines pusieron de manifiesto un
“dentro” de la ciudad irreconciliable con parte de la pregunta por sus
representaciones en los discursos públicos, esa ciudad “negada y negadora” que
aparece en los archivos que rescata y en las subjetividades chatarra que
explora: los “cachirulos y chirimbolos” y la pop culture.
Encontramos, asimismo, vínculos entre otro conjunto de trabajos que
articulan cuerpos habaneros en el “después del después” (De la Campa, 2017;
Rojas, 2018): “Formas distópicas alternativas para destruir y repensar el
motivo insular/caribeño en dos ficciones cubanas del siglo XXI”, de Susana Haug
y “Mirar la ciudad desde una alcantarilla. Ficciones (post) urbanas”, de Nancy
Calomarde. Por un lado, Susana Haug recupera ideas de Ottmar Ette, Edouard
Glissant, Kamau Brathwite y Antonio Benítez Rojo para pensar la inscripción de
las literaturas cubanas recientes en el extenso campo de los estudios
culturales del Caribe. Frente a lo que Haug reconoce como el “disciplinamiento
de saberes provenientes de la teoría, la filosofía, la historia, las ciencias
sociales o las ciencias duras”, prefiere situar sus análisis en la indisciplina
y en la facultad siempre renovadora, empática y de reconexión que ofrece la
literatura como práctica artística en la que tienen lugar codificaciones de la
experiencia y el conocimiento humanos. Luego de una amplia caracterización de
una zona de las escrituras cubanas recientes, la autora reconoce en aquella un
interés por ensayar otros caminos, estéticas, estrategias de visibilización y
prácticas de inscripción geopolítica que se apartan del “realismo sociocrítico,
con sus dosis de neocostumbrismo, neofolklorismo, neoexotismo y carnaval,
practicados con variable éxito y originalidad hacia el fin de siglo XX”. En ese
sentido, partiendo de la lectura de la novela La autopista. The movie de Jorge Enrique Lage y el cuento
“Isla a
mediodía” de Anisley Negrín, Haug halla “ciertos parecidos y pulsiones comunes”
en dos narradores que escogen salir de La Habana como “único ecosistema o
espacio de representación, crítica y derrumbe de la distopía nacional”. Para la
autora, “partiendo de la idea de ‘Ultima Thule’ o último lugar del mundo
conocido/habitable/urbano que es, simbólicamente, La Habana en el imaginario y
el humor popular de los cubanos, para quienes ‘Cuba es La Habana’ y ‘lo demás
es campo’, ambos escritores jóvenes parten de una ‘postHabana’ que, o bien será
arrasada en breve bajo el imperio de la globalización, la hiperconexión y la
tecnología, es decir, llevada a su ruina no metafórica, sino literal, o bien ya
ni si quiera importa como locus enunciativo, registro topográfico, ubicación
afectiva, marca de agua en un mapa de la memoria que desaparece de las
conciencias de quienes parten y dejan atrás todo paisaje nacional, y toda
posibilidad de permanencia/re-inscripción en el recuerdo-archivo cultural de la
Isla”.
Por otro lado, Nancy Calomarde en “Mirar la ciudad desde una alcantarilla.
Ficciones (post) urbanas”, indaga en los modos de figurar La Habana reciente a
partir del libro de relatos En La Habana
no son tan elegantes (2012), de Jorge Ángel Pérez y la muestra Epifanías urbanas
(2017), del
artista plástico Carlos Garaicoa. El texto crítico se inicia con cuatro
escenas: una crónica de Teodoro Guerrero de 1846, la referencia a Tratados en La Habana (1958), de Lezama
Lima, una carta de Virgilio Piñera a Humberto Rodríguez Tomeu, fechada en 1960
luego de su regreso de Buenos Aires, y la presentación en 2017 en Bilbao de la
muestra artística de Carlos Garaicoa. Estas escenas funcionan como motivos
disparadores para ahondar en un texto que da cuenta de la potencialidad de La
Habana como espacio reescrito, reconfigurado, mitificado, deconstruido, a lo
largo de los siglos. A partir de una lectura atenta del material estético y
literario, Calomarde postula, por un lado, que “las alcantarillas en tanto
espacios del desagüe de la ciudad y en tanto dispositivo bifronte de la
modernización urbana” pueden ser leídas en Garacioa como “gesto
estético-político de revisión del archivo hipostasiado de imágenes de la
ciudad”. Por otro lado, puestas en relación la alcantarilla de Garaioca con el
“solar habanero” de los relatos de Jorge Ángel Pérez, la estudiosa halla la
repetición de idénticas marcas (el resto, el desagüe, el desguace, el símbolo
de modernización, el borde de la ciudad). En este sentido, para la autora
“alcantarilla” y “solar” configuran la metonimia de una imposible experiencia
de comunidad, en los términos de Jean Luc Nancy (2000) al tiempo que fundan un
espacio “distópico en correspondencia con un imaginario postdiluviano que los
funda: la intemperie del después, el escenario del después del fin cuando la
catástrofe
(ambiental,
histórica, política) ha descompuesto el cosmos”.
Otro conjunto de textos de este Dossier ha pensado La Habana como archivo
literario, arquitectónico, imagético, musical. Es el caso de los textos “La
Habana en el siglo XXI: una ciudad leída, generada, desbordada”, de Katia
Viera, “Llegar a La Habana en el siglo XXI”, de Jorge Fornet, “Una caja de resonancias:
Los (noventa) archivos habaneros de Dainerys
Machado
Vento”, de Elzbieta Sklodowska y “El tropo de La Habana/La Vana en Jamila
Medina Ríos”, de Liuvan Herrera Carpio. En un trabajo de factura contextual,
procurando una especie de atlas de los imaginarios que organizaron los archivos
de la ciudad, Katia Viera se pregunta por algunas pervivencias en escrituras
recientes. “La Habana en el siglo XXI: una ciudad leída, generada, desbordada”,
regresa a la pregunta por los modos de funcionamiento de los archivos de la
ciudad en la escritura de los últimos años. Si bien se focaliza en textos de
Ahmel Echevarría, Dazra Novak y Jorge Enrique Lage, su trabajo procura mostrar
los diálogos que esas hechuras mantienen con otros artificios de la ciudad. Por
su parte, en su artículo “Viajeros a La Habana post 90”, Jorge Fornet lee La
Habana como un epítome de las lecturas acerca de Cuba que realizan los viajeros
latinoamericanos de principios del siglo XXI. A partir de un punto de quiebre
que el autor detecta en el efecto pax
obamiana y su después, en el momento en que las relaciones entre la isla y
EE.UU. parecen producir un vuelco, y con ello, las maneras de mirar Cuba-La
Habana (2014), Fornet se focaliza en las crónicas latinoamericanas para leer
ese después. Tal es el caso de ciertos eventos trasnacionales que tienen lugar
en el espacio habanero, como el famoso recital de los Rolling Stones. Los
viejos mitos y tópicos vinculados a la temporalidad, a la Historia (“contar
Cuba es contar la Historia con mayúscula” tal como el autor señala citando a
Guerreiro), a la necesidad del pathos
épico para sobrellevar las condiciones materiales de una existencia social
insostenible regresan en la hechura de las crónicas escogidas para este ensayo.
El lugar de la escritura en la invención de esa ciudad acaba conformando la
columna vertebral de su análisis.
A contrapelo de la desmesura del archivo habanero y habanocéntrico,
Elzbieta Sklodowska procura una lectura “microscópica, microhistórica” a partir
de la colección de cuentos Los noventa
Habanas, de Dainerys Machado Vento. Los realismos “mágicamente sucios”
resultan interpelados en su trabajo a partir de la pregunta por la innovación
como una renovación ideoestética de la noción de compromiso, un gesto lector
que busca revalorizar otras alianzas entre lo poético y lo ético con el propósito
de restaurar el brillo a este inicio de siglo, concebido más como postrimería
que como recomienzo. En este sentido, la potencia de la pregunta le permite
horadar el encallado de sus archivos, la yuxtaposición de los cimientos y capas
de relatos que ocultan más que exhiben. Como había propuesto Iván de la Nuez
(1997, p. 137), la estudiosa despliega una operación de relectura como
sustituto, en tanto reemplaza el eje (el peso) de la historia por el de la
geografía. En tal sentido, su ensayo hace sistema con el programa iniciado por Encuentro de la cultura cubana
(1996-2009). Al dislocar los relatos del eje temporal que su propio título
había propuesto (“Los noventa”), Sklodowska los recoloca en el enclave espacial de las 90 millas que separa La Habana
de Miami, y esa operación le permite, de
modo más o menos indirecto, revisar los pilares de la crítica en torno a la
narrativa de la ciudad durante el
periodo especial, desordenar sus tropos hipervisibles (jineteras, yumas,
gallegos) para pensar la territorialidad habanera en la tensa vecindad/extranjería de Little Havana.
Mientras, “El tropo de La Habana/La Vana en Jamila Medina Ríos”, de Liuvan Herrera Carpio, realiza una
lectura de esta ciudad (devenida, ironizada, resemantizada por el sintagma
“La Vana”)
en la poesía de Jamila Medina Ríos. En este texto, si bien se caracterizan de
modo general los universos poéticos creados por la escritora en Huecos de araña (2009), Primaveras cortadas (2011), Del corazón de la col y otras mentiras
(2013), son los poemarios Anémona
(2013) y País de la siguaraya (2017)
a los que Herrera Carpio les dedica mayor detenimiento. Ello se debe a que es
allí donde él halla “un poliédrico expediente sobre la capital cubana” y donde
Medina Ríos sobreescribe La Habana y la rebautiza como La Vana. Para Herrera
Carpio en estos textos “a La Vana se la abandona o, por lo contrario, se
regresa siempre en la noche, realzando la vida en otra parte”. Para él, los
asuntos de esta poesía transitan “de lo voluptuoso a lo puramente
fisiológico/escatológico” y los espacios marginales y el road-poem revelan un yo lírico alienado que ilustra los diversos
viajes a las zonas menos visibles de La Habana.
Por último, no queríamos dejar de explicitar que, si bien la literatura ha
venido interpelando los devenires de esta ciudad en su mitificación inagotable
y en peso, en su afantasmamiento y museificación, la misma literatura que
reificó la mirada como sensoruim dominante
a través de la consagración de un régimen ocularcéntrico, ha producido en
nuestra contemporaneidad otras reinvenciones y ha exhumado las capas saturadas
de registros para excavar otros por-venires. Quisimos aproximarnos a esas
fugas, desde el lugar transdisciplinario e inestable de la crítica (literaria)
con el propósito de construir otras travesías intelectuales, desde un sensorioum amplificado por la atención a
otros bioreceptores con los cuales podemos modificar el vector de la
colonialidad y “hablar con” el tacto, la
escucha, el olfato o el movimiento. Podemos también imaginar otros contactos a
través de las formas en las que el arte del presente interpela ligámenes
híbridos (o ensamblajes) de materias, vidas, no-vidas, especies más allá de la
lógica del bios/tanatos. Nos propusimos, entonces, integrar una mirada
transdisciplinaria que interpelara el registro de lo sensible más allá de la
letra, o, dicho en la lengua de este texto, interpelar sus texturas. Esta operación de apertura a otros modos de
conocer, de pensar y (est)etizar la experiencia de la ciudad procura
constituirse también en una forma de construcción de teoría y de praxis crítica
como atravesamiento de las fronteras del pensamiento occidental y de
revinculación estético-política (Ranciėre, 2009) en la forma de la
escritura crítica, aquello que hemos denominado “ficción crítica”
(Patiño-Calomarde, 2021, p. 9). De ahí
que deseáramos recoger las producciones que provienen de la fotografía, los
documentales, la música, el cine, la performance o el teatro, para pensar otros
formatos e imágenes que colaboraran en la tarea de desarchivación y reinvención
de una ciudad. Por ese motivo, imaginamos no solo un espacio para hablar “de”
literatura, sino que aspiramos a conformar un pequeño archivo de las
materialidades múltiples de La Habana introducidos bajo el subtítulo:
“Texturas”. En ellas, el lector encontrará un conjunto de seis materiales
artísticos que traspasan los límites genéricos de la poesía (Nara Mansur), la
narrativa (Martha Luisa Hernández), las artes plásticas y el muralismo (Yulier
P), la fotografía (Kaloian Santos), el performance
escénico, el teatro o la conservación de edificaciones derruidas (Habitar el gesto y Documental urbano de la fiebre…), para convertirse en modos de
intervenir, deshabitar y renombrar La Habana. El conjunto de estos materiales
convoca a una reconexión con la materialidad heterogénea, compleja, sinuosa de
La Habana, permite atravesar las capas solidificadas del archivo visual para
interrogar el modo en la ciudad se hace cuerpo, con los cuerpos que tocan,
caminan, desechan, horadan, inscriben un caminar. Las texturas configuran el montaje
de la ciudad, una hechura que es singular pero también comunitaria, que es
forma-factura no exclusivamente humana, antes bien se hace de modo heterogéneo
(no antropocentrado) con los haceres, sonidos y saberes del mar, del viento, de
los árboles, de los entierros y de las columnas manufacturadas. A este conjunto
de texturas quisimos también incorporarle un mapa musical propio que estuviera
hecho/conformado “en comunalidad” por quienes hemos participado aquí. Con ese
objetivo, le pedimos a cada uno de los críticos y creadores una canción que los
conectara, vinculara, hundiera en La Habana. Conformamos, entonces, esta lista
de reproducción que ahora entregamos para expandir otra emocionalidad.
A este conjunto de texturas quisimos también incorporarle un mapa musical
propio que estuviera hecho/conformado “en comunalidad” por quienes hemos
participado aquí. Con ese objetivo, le pedimos a cada uno de los críticos y
creadores una canción que los conectara, vinculara, hundiera en La Habana.
Conformamos, entonces, esta lista de reproducción que
ahora
entregamos para expandir otra emocionalidad. Allí 1 se
escuchará sonar una Habana múltiple y urgente, cansada, agitada, bien y
malhumorada, malcriada, amada, odiada y anulada que resiste gestos estéticos,
sonidos y ruidos, voces y cantos que la entregan (nos entrega), ante todo y a
pesar de todo, sobreviva, (sobreviviente).2
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Rialta Ediciones.
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AM:PM, Music Meeting (2017). Mapa sonoro de La Habana] [Archivo de
video]. Recuperado de https://youtu.be/bO0wqbSkjQI
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Santiago de Chile: LOM.
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cubana. Revista de la Universidad de
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Viera, K. (2022). La Habana en escrituras recientes producidas en Cuba. Dazra Novak,
Ahmel Echevarría y Jorge Enrique Lage [Tesis de Doctorado, Universidad
Nacional de Córdoba, Argentina].
1Colocamos aquí el listado de canciones elegidas por cada
uno de nosotros para este Dossier: Laura
Maccioni: “Hermosa Habana”, de Los Aldeanos; María Lucía Puppo: “Sábanas
blancas”, de Gerardo
Alfonso;
Lizabel Mónica: “Habana”, de Fito Páez; Ignacio Iriarte: “El gato y el
ratón", de Habana Abierta;
Elzbieta
Sklodowska: “La Habana no aguanta más”, Los Van Van; Liuvan Hererra: “La
capital”, de Gema y Pável; Elizabeth Mirabal: “Ilusiones perdidas”, de Ignacio
Cervantes; Reynaldo Lastre: “Habáname”, de Carlos Varela; Yaneli Leal: “Volver
a Cuba”, Ernán López Nussa; Jorge Fornet: “Jalisco Park”, de Carlos Varela;
Susana Haug: “La paloma”, de Sebastián Yradier; Nancy Calomarde: “Eleggua”, de
Dayme Arocena; Katia Viera: “Habana Blues”, de Habana Blues; Nara Mansur: “El
recuerdo de aquel largo viaje”, de Farah
María; Martha
Luisa Hernández: "Você é um perrito", Zuleydys Depekin, Marien
Fernández Castillo https://youtu.be/iAm0BWgN_ew; Yulier P: “Habanero”, de Los aldeanos; Kaloian Santos:
“Esto no es una elegía”, de Silvio Rodríguez; Karina Pino: “Lo material”, de
Elena Burke; Agnieska Hernández: "Song for the Unification of Europe”, de
Zbigniew Preisner.
2 Para complementar este mapa, sugerimos la escucha y
visualización del audiovisual “Mapa sonoro de La Habana”, realizado en 2017 por
Magazine AM:PM y Music Meeting. https://youtu.be/bO0wqbSkjQI .
. https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41364
Laura Maccioni
Instituto de
Estudios en Comunicación, Expresiones y Tecnologías (CONICET-Universidad Nacional de Córdoba)
lmaccioni@unc.edu.ar
ORCID:
0000-0002-9635-2240
Recibido
15/03/2023 Aceptado 20/05/2023
A partir de la
pintura Ciudad negada (2016), del
artista plástico René Francisco Rodríguez, este trabajo propone un análisis de
dos revistas digitales publicadas en La Habana durante la primera década del
nuevo siglo: Cacharro(s) (2003-2005)
y 33 y 1/3 (2005-2009). El artículo
examina los modos en que estos e-zines,
precursores en el campo de las revistas literarias virtuales, trastocaron las
condiciones o reglas de aparición de los sujetos (Rancière, 1996, p. 45),
haciéndoles lugar a las partes negadas o sin-parte en la vida pública.
Asimismo, el análisis se detiene en la estrategia de “aligeramiento” del peso
de los relatos identitarios y la tradición nacional que estas revistas llevan a
cabo para complejizar las figuras de lo común, estrategias que las singularizan
respecto de sus antecesoras en papel.
Palabras clave: Cuba;
revistas digitales; siglo XXI; nuevos sujetos políticos
A Journey through the denied city: digital magazines and new subjects in Havana at the beginning of the new century
Drawing inspiration from the painting
Ciudad negada (2016), by visual artist René Francisco Rodríguez, this
study offers an analysis of two digital magazines published in Havana during
the first decade of the new century: Cacharro(s) (2003-2005) and 33 and 1/3
(2005-2009). The article examines how these e-zines, pioneers in the realm of
virtual literary magazines, subverted the established conditions or rules of
subjectivity (Rancière, 1996, p.45), thereby providing space for marginalized
voices or those lacking representation in public life. Additionally, the
analysis focuses on the strategy of “lightening” the weight of national
identity and tradition employed by these magazines to complicate the portrayal
of ordinary figures, setting them apart from their predecessors in print media.
Keywords: Cuba; digital magazines; XXI century; new political subjects
Comienzo por un des-cubrimiento, por lo que expone la pintura Ciudad negada (2016)1 del
artista plástico cubano René Francisco Rodríguez. Ella muestra una ciudad hecha
no de ladrillos y piedras, sino de libros que trazan el espacio donde se
alberga una polis otra: una polis no visible, aunque tan material como aquélla
de la que hablan los urbanistas, puesto que está erigida sobre libros,
lectores, memorias de lecturas. Esa ciudad —cuál otra podría ser sino La
Habana, centro de la actividad literaria en la isla— es una ciudad-archivo;
recorrerla es transitar por un espacio configurado alrededor de los nombres de
autores cuya publicación, distribución y reconocimiento sufrió —o sigue
sufriendo— distinta clase de obstáculos por parte de las autoridades culturales.
Hay, por ejemplo, una calle llamada Lorenzo García Vega y otra con el nombre de
José Manuel Prieto, una avenida Guillermo Cabrera Infante, una alameda Antonio
J. Ponte, una villa Heberto Padilla y un reparto Belkis Cuza Malé. Hay también
un motel Reinaldo Arenas, clubes Rafael Alcides, Daína Chaviano y Rafael Rojas,
una sala José Triana, una calzada (Antonio) Benítez Rojo, un restaurante Manuel
Díaz Martínez, un teatro Eliseo Alberto y un boulevard Osvaldo Sánchez, entre
otros.
El cuadro llama la atención porque muestra una ciudad que siendo realmente
existente — puesto que se ha ido construyendo a partir de los intercambios y de
la circulación clandestina de escrituras y de hablas, que han producido como
efecto un espacio común de sentido— falta, sin embargo, en el orden de lo
visible a la luz pública. Al exponerla, este artista plástico hace algo muy
importante: convierte una evidencia factual, pero negada en su significado por
parte de las instituciones de la cultura, en una evidencia política. La pintura,
decimos, propone una concepción indicial del objeto libro, dado que esos libros
que trazan el espacio de la ciudad pintada por Rodríguez son, antes que nada,
la prueba de su procedencia y de su destino: sujetos “negados” que los
escribieron o que los leyeron.
Lo que me interesa de esta pintura es que hace aparecer el vínculo
insoluble entre circulación de la palabra y producción de una trama cívica, aun
cuando estos efectos no se admitan ni reconozcan públicamente: es un mundo
invisible dentro de otro, o, como dijo Carlos Aguilera, “una ciudad dentro de
otra ciudad” (Aguilera, 2021)2. La pintura, por tanto, no debe
entenderse como una invocación melancólica de lo que pudo ser y no fue, ni
tampoco como homenaje a una ciudad que no llegó a existir debido al
silenciamiento de las voces de ciertos escritores, sino más bien como la
demostración contundente de una existencia efectiva cuya presencia se busca
señalar (más bien, señalizar, en el
sentido de una señalética del espacio) haciendo aparecer con su nombre propio a
aquellos escritores cuya obra, además de haber sido escrita, fue efectivamente
leída, quedando así inscripta activamente en la memoria y en las redes
intertextuales que supieron tejer los lectores. Porque lo cierto es que, de un
modo u otro, esos libros fueron discutidos y comentados en microespacios
autoproducidos que se sustrajeron con diversa suerte de la vigilancia estatal
—pienso en experiencias como las tertulias celebradas a escondidas en casa de
Olga Andreu o Jorge Ibáñez de las que habla Reinaldo Arenas en Antes que anochezca (2017); en la famosa
Azotea de Reina María Rodríguez durante los 90, o en aquellos lectores que
leyeron y contribuyeron a hacer circular clandestinamente ese samizdat que fue la revista Diáspora(s) —.
Desde principios del año 2000, esas experiencias que ilustra la pintura de
Rodríguez se ampliaron. Un recorrido por esta ciudad negada revelaría que, a la
lectura de manuscritos nunca publicados, a las bibliotecas privadas donde aún
es posible encontrar (como en las novelas de Leonardo Padura) aquellos títulos
borrados del archivo nacional, a los libros que, traídos por algún inesperado
visitante desde el exterior, fueron compartidos de mano en mano, se sumó un
conjunto de e-zines literarios
creados por escritores habaneros que daban sus primeros pasos, distribuidos a
través de una vía menos riesgosa: los correos electrónicos y la copia en
memorias portátiles. Hablando de esta ciudad letrada que fue conformándose
según la lógica de redes digitales offline,
la investigadora Nanne Timmer constata la existencia de una “Habana virtual”,
cuyo crecimiento ha venido sosteniéndose al ritmo de una “transformación
mediante la cual se rediseñan territorios, se asumen nuevas voces y se
legitiman derechos de habla” (Timmer, 2013, p. 303). Historizar esa
transformación nos lleva a reconocer que estas revistas digitales en las que
quiero detenerme en este trabajo fueron de las primeras en su tipo que se
propusieron visibilizar una comunidad de lectores y escritores jóvenes que estaban
lejos de reconocerse en los sujetos interpelados por unas políticas culturales
estatales, históricamente apegadas a la consigna “dentro de la revolución todo,
contra de la revolución nada” (Castro, 2013). Por el contrario, las páginas de
estos e-zines pusieron de manifiesto,
una vez más, que ese “dentro” nunca ha coincidido con sus representaciones en
los discursos públicos: si el sujeto al que le hablan las instituciones
estatales es el pueblo guiado por “el pensamiento revolucionario,
antiimperialista y marxista cubano, latinoamericano y universal” (Constitución
de la Rca. de Cuba, 2019, p. 1), estas publicaciones virtuales supieron exponer
la existencia de sujetos heterogéneos respecto de esta imagen de pueblo
uniforme e idéntica a sí misma.
En los párrafos que siguen quisiera detenerme en el análisis de dos de
estas revistas digitales publicadas en La Habana durante la primera década del
nuevo siglo: Cacharro(s) (2003-2005)
y 33 y 1/3 (2005-2009). Me propongo
examinar los modos en que estos e-zines
precursores trastocaron lo que Jacques Rancière llama condiciones o reglas de
aparición de los sujetos (Rancière, 1996, p .45), haciéndole lugar a las partes
negadas o sin-parte en la vida pública. Asimismo, quisiera también detenerme en
la estrategia de “aligeramiento” del peso de los relatos identitarios y la
tradición nacional que estas revistas llevan a cabo para complejizar las
figuras de lo común, estrategias que las singularizan y diferencias con
respecto a sus antecesoras en papel.
Voy a comenzar por una de las pioneras entre las revistas virtuales: Cacharro(s). Este e-zine publicó nueve números entre julio de 2003 y junio de 2005,
dos de ellos dobles. La revista guardó una estrecha vinculación con Diáspora(s), su antecesora en papel cuyo
último ejemplar había sido publicado en 2002. Esta vinculación se constata no
solo por la frecuente colaboración de los “diaspóricos(s)” en las páginas de Cacharro(s) —es el caso de Carlos
Aguilera, Rogelio Saunders y Rolando Sánchez Mejía— sino, además, por la
participación de Pedro Marqués de Armas, quien integró el equipo editorial de
ambas. En cuanto a sus orígenes, el proyecto Cacharro(s) surgió de una iniciativa impulsada por Jorge Alberto
Aguiar Díaz (JAAD), coordinador, durante los primeros años del siglo XXI de un
espacio en La Habana que fue crucial para la formación literaria de las nuevas
generaciones de escritores: el taller literario Salvador Redonet3.
De ese semillero salieron algunos de los jóvenes que participaron del proyecto Cacharro(s), así como de otros proyectos
que se vinculan a la autodenominada Generación Cero. Dos de ellos —Orlando Luis
Pardo Lazo (bajo el seudónimo de Pía McHabana) y Lizabel Mónica (como Rebeca
Duarte)— se unirán a Aguiar Díaz en la coordinación editorial de la revista.
Otros, como Jorge Enrique Lage, Elena V. Molina y Raúl Flores Iriarte, serán
sus colaboradores asiduos.
Cacharro(s) puso en el centro de sus reflexiones el
totalitarismo, la censura ideológica y las ficciones del Estado, y, en este
punto, resulta evidente su continuidad con la línea crítica de Diáspora(s). En su estudio acerca de lo
que el proyecto Diáspora(s) significó en la esfera cultural cubana, Idalia
Morejón Arnaíz sostiene que el punto de partida de esta revista fue la
constatación de que
el Estado ha
monopolizado el uso de la autoridad para habilitar los usos de la lengua en
función de una ideología que, una vez que el país ha tocado fondo en la crisis
postcomunista de los 90, se cierra también sobre el territorio nacional de la
literatura. La nación, en tiempos de crisis, pasa a ser sostenida por la
palabra.
Y agrega: “Diáspora(s) decide
entonces crear su propia lengua literaria” [cursiva
agregada] (Morejón Arnaíz, 2015, p. 198).
Es esta nación sostenida sobre una palabra que impone el poder autoritario
lo que quiere atacar Diáspora(s): se
entiende entonces por qué, al proponerse como objetivo crear una lengua que
horade la del Estado, el campo de batalla elegido se instale, fundamentalmente,
dentro de los límites de la palabra literaria. Y aquí Cacharro(s) establece una diferencia con respecto a su antecesora,
pues lanza una estrategia que, en este punto, renueva los modos de embestir
contra el autoritarismo. Esa estrategia, que será un signo característico de
los jóvenes de la llamada Generación Cero4, consiste en aligerar las municiones de la literatura
cuando esta es usada como máquina de guerra para la lucha contra el poder,
pertrechándola con recursos más livianos, pero no por eso menos eficaces. Ese
aligeramiento al que aludimos se revela, decimos, en la estética visual de Cacharro(s): porque si algo distingue a
este e-zine son sus portadas jocosas,
diferentes del tono sombrío de las de Diáspora(s).
En su riguroso estudio sobre esta última la revista, Guadalupe Silva se ha
detenido específicamente en el análisis de sus cubiertas. Estas, dice Silva, se
caracterizan por la elección de imágenes “crudas y agresivas”: tomadas en
conjunto, ellas “componen una galería de formas inhóspitas, en la que cualquier
relación sentimental con las artes y la moral humana es paralizada por medio de
referencias a lo in-humano a través de la máquina, el animal, el cadáver, el
cuerpo torturado o distintas formas de fragmentación. Estas imágenes, unidas al
diseño lacónico o “de luto” de la revista, imponen distancia al espectador,
llamado a comprometer, no su “corazón” —en un acercamiento sentimental—, sino
su capacidad de reflexión y juicio” (Silva, 2018, pp. 17-18). La crudeza de las
ilustraciones de portada debe leerse, entonces, como un ataque a la alianza
entre poesía y Estado: un ataque en el que el lenguaje de la vanguardia
funciona como un arma que hace posible minar el encubrimiento lírico con el que
el poder ha embellecido la ficción de su legitimidad. Así, las imágenes de
cabezas tronchadas que flotan sobre una balsa, de osamentas de bueyes, de
cuerpos humanos deformados o de esqueletos vestidos con traje de
niños-pioneros, buscan mostrar el reverso del “lirismo de Estado” (p.25) que
alimenta al mito de la teleología insular, reverso a donde habita, relegada,
aquella “tradición del no” de la que han hablado intelectuales como Antonio
José Ponte (2004, pp.112-113) y Rafael Rojas (1996, pp. 45-46). Tradición
“negada y negadora”, agrega Silva (p.26), cuyo lugar de residencia, añadimos
nosotros, coincidiría sin dudas en esa ciudad negada que Rodríguez pinta en su
cuadro.
De esa tradición de la negatividad se nutre, indudablemente, Cacharro(s), aunque si comparamos
portadas, la revista no se inclinará tanto por la vertiente de lo lúgubre y lo
sombrío como por aquélla en la que se escucha la risa escandalosa del choteo,
la burla que “aligera” y desarregla el orden social y sus fundamentos. Porque,
aunque la filosofía de Gilles Deleuze, cuyos conceptos constituyeron núcleos
centrales de exploración teórica en los talleres de Jorge Alberto Aguiar Díaz,
es un hilo común que hilvana a Diáspora(s)
con Cacharro(s), esta última revista,
sin embargo, rescatará del vitalismo, fundamentalmente, su risa frente a toda
forma de trascendencia. Y, por esta vía, la crítica al autoritarismo va a
apuntar más allá de los límites del lirismo con el que el Estado acomoda el
relato del origen y el telos de la
nación, para dirigirse ahora no solo hacia la lengua estatal sino hacia la cultura entendida como modo de vida en
su totalidad, esto es, como dimensión significante disuelta en la generalidad
de lo social. Dicho de otro modo, lo que nos muestran las portadas de Cacharro(s) es una vida que la razón
estatal ha organizado hasta el ridículo. A través de la reproducción de
diferentes documentos y fuentes, ellas exponen fragmentos de una cotidianeidad
atravesada capilarmente por la mathesis
estatal en todos sus detalles. Sacadas de sus contextos originales, expuestas
como restos que guardan testimonio de distintas esferas de las prácticas
sociales en Cuba, lo risible emerge en la sucesión de imágenes, en el
encadenamiento de esos fragmentos de la vida ordinaria que ilustran las tapas y
que van escribiendo el guion de una obra propia del teatro del absurdo. Esa
serie articula, en una sintaxis delirante, elementos tan dispares como una
página tomada de una revista dirigida a la formación agrotécnica de los
jóvenes, que desglosa los movimientos copulatorios del cerdo mediante una
secuencia de dibujos que ilustran su comportamiento sexual (expediente 3); la
cartilla de un “Curso de comunismo científico”, ofrecido ni más ni menos que en
el hospital Psiquiátrico de La Habana (expediente 2); el carnet que acredita la
afiliación de Virgilio Piñera a la Central de Trabajadores de Cuba, en el que,
según se puede leerse, la ocupación que se le reconoce es la de “Traductor”
(expediente 5); la conmemoración por los ochenta años de Nicolás Guillén
publicada en la revista Unión, a quien se lo nombra como “el Poeta Nacional” y
“pueblo él mismo”, en un texto rezumante de loas kitsch dirigidas a Fidel, a
las Milicias de tropas territoriales, y a “los éxitos crecientes en la
construcción del socialismo” ; el homenaje, en las páginas de alguna
publicación oficial no identificada, a un Jefe de la Policía Secreta Nacional,
por sus “resonantes triunfos policíacos-organizativos” y su “tenaz lucha del
mantenimiento del orden”. Y así sucesivamente, entre otras estampas del
costumbrismo socialista. En estas tapas creo advertir que un movimiento, sutil
pero significativo, ha ocurrido desde Diáspora(s)
a Cacharro(s): es cierto que el
autoritarismo del Estado cubano no puede sino alimentar ese clima funéreo que
se palpa en las portadas de la primera, pero es cierto, también, que el
discurso altisonante con que infla su pretensión de autoridad da risa. La
seriedad ridícula que se autoatribuyen los funcionarios e instituciones
estatales, el sentido de trascendencia con el que éstos quieren investir hasta
sus intervenciones más ordinarias termina produciendo lo contrario: cada
pequeño acto de la vida diaria en el que se ponen en escena es leído por Cacharro(s) como una sátira que el
Estado hace de sí mismo. Es probable, digo, que este movimiento hacia lo
caricaturesco tenga que ver con que para los editores de la revista la
revolución ya no produce ni siquiera el “desencanto” que Jorge Fornet atribuía
a los escritores de los ‘90: a diferencia de estos últimos, los jóvenes de la
Generación Cero nunca llegaron a sentir el entusiasmo revolucionario que sí
tuvieron sus padres y, por tanto, tampoco compartieron su decepción (Fornet,
2003). En cambio, crecen experimentando la disociación entre un discurso
socialista que el gobierno de Cuba sigue sosteniendo, aún en pleno contexto de
derrumbe y descongelamiento del bloque soviético, y las dramáticas reformas que
el Estado aplica en la economía de la isla desde fines de los 90, reformas que
incluyeron la apertura a la inversión extranjera y al turismo, la dolarización
parcial de la economía, la habilitación gradual de la actividad privada en
diversos rubros, el recorte del empleo y de los servicios públicos. Por otro
lado, esta generación crece, además, consumiendo los productos de una industria
cultural global a la que acceden a través de bancos ilegales de alquiler de
películas pirateadas en DVD y otros materiales que llegan a través del turismo.
Es esa disociación, esa incoherencia entre la vida cotidiana tal como el Estado
aspira a representarla y la experiencia concreta y real de los jóvenes lo que Cacharro(s) verifica con sus portadas, y
esa verificación fundamenta el objetivo que propone su propuesta editorial: no
es (solo) en las grandes actuaciones de la dramaturgia estatal en donde un
proyecto de crítica del poder como el que se asume la revista halla sus
objetos; tampoco en las imbricadas disquisiciones intelectuales por medio de
las cuales los discursos de los líderes pretenden justificar sus acciones,
sino, fundamentalmente, en esas escenas menores donde ese discurso, esa
dramaturgia se “oxida”, se corroe y deja ver lo absurdo de los fundamentos que
invoca, permitiendo que “un gesto mínimo de libertad residual” aparezca con esa
constatación. Esa libertad mínima alcanza, sin embargo, para que la revista
exponga los restos “cacharrosos”, los “cachirulos y chirimbolos”, los “bártulos
y cachivaches” de los que está hecha la performance que monta el Estado.
Y si bien Cacharro(s) no tiene
números, sino expedientes que reúnen textos literarios, filosóficos, políticos
y de crítica cultural perteneciente a autores de muy poca circulación en la
isla— lo que parece colocar su existencia dentro del marco de sobriedad y
formalidad del trabajo con documentos, a los que incluso, en el expediente 5,
se los quiere presentar como “clasificados”— en aquellas oportunidades en que
es el propio equipo editorial de la revista el que habla, lo hace siempre con
este mismo tono bufonesco, plagado de referencias a una cultura popular que
dice la verdad mediante la risa. Así ocurre en los prólogos introductorios al
número 1, en el 3, en el 6/7 y medio, y en el 8/9. Me detengo en el del
expediente 1, porque es también una explicitación de la razón de ser de la
revista:
1
Cacharro(s) es eso: cachirulos y chirimbolos sobre la
alfombra (“mágica”) de cualquier nacionalismo literario (sublime o patético).
Bártulos y cachivaches en el uniforme (y a veces uniformado) campo literario
cubano, tan pacificado y conformista que ya no es campo sino edén para ciertas
ficciones de estado.
…
3
El provincianismo
de la literatura cubana es municipal. Vivimos (y escribimos) en el limbo de una
patafísica patriotera, folclorista, desahuciada... ¿Se nos olvidó aquel grito
de Rimbaud de ser absolutamente modernos?
4
Claro, Rimbaud
no es parte de la tradición insular... ni Poveda, ni
Mañach, ni
Labrador Ruíz, ni Lino Novás, ni Calvert Casey, ni Cabrera Infante, ni Reinaldo
Arenas, ni Manuel Granados, ni Guillermo Rosales, ni Jesús Díaz, ni Jacobo
Machover, ni Rafael Rojas, ni Antonio José Ponte, ni los autores del proyecto Diáspora(s), ni, ni, ni...
5
“Ser cultos es el
único modo de ser libres”, graffiti encontrado en los muros de cualquier
institución cultural oficialista (todas son oficialistas pero no todas son
oficiosas).
6
“Ser libre es el
único modo de ser cultos”, dicen algunos maldicientes.
…
8
“La ruleta rusa
del origen y destino”, dice un amigo obsesionado con el espacio nacional …
Lo interrumpo
porque, como Flora, estoy buscando un poco de aceite por el barrio, y le
pregunto sin maldad, a la manera de los poetas adánicos que menciona Bloom:
“¿dijiste nacional o necioanal?” Ríe y se aleja advirtiéndome que debo tener
mucho cuidado con chistes de mal gusto. Me siento ridículo y lamento ser un
automarginado de ciertas
“políticas
identitarias”. (Cacharro(s), 2003,
pp.5-6)
La ecuación formulada por José Martí según la cual ser culto es igual a ser
libre ha sido tergiversada —dice el texto—
por las autoridades culturales. Estas han manipulado el significado de sus
términos de modo que el resultado de esa ecuación se ha alterado radicalmente:
ser culto en Cuba significa haber aceptado los límites de la definición de
cultura que establece el Estado. La revista invierte la fórmula: primero está
la libertad, y de esta se sigue la cultura. Así puede entenderse por qué Cacharro(s) pone al humor antes que
todos los demás contenidos serios: quiero decir, si tanto en la portada como en
los prólogos introductorios la estrategia consiste en provocar la risa del
lector es, precisamente, porque la risa libera, permite al pensamiento escapar
de los dispositivos que lo capturan a los fines cívicodisciplinarios, desarma
jerarquías. La risa desvía el curso previsto para el reconocimiento de los
signos, aligerando los efectos de gravedad que ellos estarían destinados a
producir. Y todavía más: la apuesta por la risa es una apuesta por
des-controlar las formas del acceso a la cultura, reivindicando el libre
tráfico y circulación de sus materiales; es una forma sutil de expropiar a las
instituciones estatales de su derecho exclusivo a administrarla y (con)fundirla
con una tradición nacional congelada, sin roce con la contingencia y la
conflictividad propias de la conversación y el diálogo colectivos:
11
Pero Paco, Juan,
Pepe (que son varones, blancos, revolucionarios, detractores de la
“globalización”) continúan con sus monólogos y se niegan a “conversar o
dialogar”, y me obligan a que acepte la idea de que la Tradición Nacional es
asunto de herencia, continuidad, historicismos, esencialismos,
trascendentalismos, y nunca de accidentes, fugas, desvíos, equivocaciones, de
robar y travestir fuera del “ámbito de la nación”.
12
Paco, Juan y Pepe
sostienen que La Nación es “el reino de la cultura”. ¿Y “el reino de lo civil”?
¿Y “el reino de lo político?” Paco, Juan y Pepe son autistas enamorados de las
Entelequias, los Fetiches, los Mitos Fundacionales, y los Destinos Luminosos.
…
“La diferencia y
la exterioridad” parece decirnos la Voz Oficial son “elementos” ajenos, nada
que ver con nuestra cultura y nuestra tradición.
16
Hay que citar
porque Cacharro(s) también es puro
canibalismo, “tráfico y lavado” de textos, latrocinio, “guerrilla literaria”,
un gesto mínimo por “nuestra” libertad residual, en el país donde la mayoría de
los eventos literarios, revistas, manifiestos (si los hubiera) es “arqueología,
antropología, sociología, política o ideología de Estado”.
…
17
Cacharros(s) es lo que queda: borra de café, chirimbolos,
cachaza, y andar huyuyos. Beber y bañarnos con el agua-de-palangana-de-culo de
Jarroncito Chino. (2003, pp.6-7)
“Andar huyuyos” propone el número inaugural de Cacharro(s), haciéndose cómplice de los “Espacios para lo huyuyo”
(1993), de Lorenzo García Vega, residente de esa ciudad pintada por Rodríguez.
“Bañarnos con el agua-de-palangana-de-culo de Jarroncito Chino”, dice también,
y ahora el guiño es al poema “La gran puta” (Piñera, 2013): la revista va
armando su propia comunidad y se suma, así, a lo que Rafael Rojas llama “la
prole” de Virgilio Piñera (Rojas, 2013), habitante ilustre de la ciudad negada,
ferviente practicante del arte de aligerar el peso de la isla.
Esta estrategia de aligeración se intensificará en 33 y 1/3, e-zine que le
sigue a Cacharro(s) cuando, en un
contexto hostil, este proyecto editorial debe finalizar. Si bien los catorce
números publicados —salvo el cinco— están firmados por el colectivo de jóvenes
que lleva el mismo nombre que la revista y del que participaron, entre otros, Jorge Enrique Lage, Elena V. Molina, Lizabel Mónica y Daniel Díaz Mantilla, 33 y 1/3 fue una iniciativa fundada y
dirigida por el escritor Raúl Flores Iriarte. Junto a Jorge Enrique Lage y
Adriana Zamora, Flores Iriarte había sido uno de los animadores de Espacio
Polaroid, peña que a principios del siglo XXI había albergado una serie de
experiencias en las que se entremezclaban performances y lectura de textos
literarios prácticamente desconocidos en Cuba, con proyecciones de video clips
de música, películas y cortos de ficción. Es cierto que 33 y 1/3 participó de las disputas a nivel del campo literario —sea
recuperando para el archivo a autores exiliados, sea publicando textos de
escritores que no circulan en la isla—; sin embargo, su novedad principal
consistió en que supo registrar y exponer un mundo de prácticas y consumos
culturales que estaban ocurriendo, sobre todo, entre los más jóvenes, cuya
presencia en las publicaciones “legales” era, hasta entonces, escasa o nula.
Así, la revista puso en evidencia el hecho de que los mensajes socialmente más
significativos y con mayor impacto en la configuración de las subjetividades en
la Cuba de la primera década del 2000 no estaban construyéndose de acuerdo a
las regulaciones ideológicas y retóricas impuestas a través de “ las
Entelequias, los Fetiches, los Mitos Fundacionales, y los Destinos Luminosos”
—como afirmaba con sorna Cacharro(s)—
sino que estaban ocurriendo en el
lenguaje de una cultura global que traspasaba las fronteras nacionales y
redefinía las identidades, especialmente las de las nuevas generaciones. 33 y 1/3 fue una ventana que daba acceso
a estas transformaciones en curso, “negadas” en la cultura oficial: basta
detenerse en el collage montado en la portada del primer número para comprobar
hasta qué punto estos jóvenes buscaban hablar de lo que eran y cómo eran. Allí
se muestra un grupo de muchachos y muchachas distendidos, desparramados en el
banco de algún parque público, uno con una camiseta de Marilyn Mason, otro con
una botella de alguna bebida alcohólica, otra con anteojos negros; relajados,
despreocupados, al sol. En la parte inferior de la tapa, aparecen los rostros
de The Beatles, alusión doblemente provocativa en el contexto cubano: por un
lado, por la importancia fundamental de esta banda dentro la historia de la emergencia
de los jóvenes como nuevos sujetos políticos en los países occidentales
—historia en la que, sin dudas, la música rock estuvo intensamente involucrada—
; por otro, porque los cuatro de Liverpool quedaron asociados a las medidas de
censura que prohibieron su difusión a través de la radio, adoptadas por las
autoridades culturales durante el traumático capítulo de sus políticas
culturales que se conoce como “quinquenio gris”. La foto de la portada puede,
entonces, leerse no solo como una reivindicación de la banda británica, y a
partir de ella, una reivindicación a la música en inglés en un contexto en el
que los productos de la industria cultural global permeaban cada vez más las
fronteras de la isla; también debe leerse como afirmación de un emblema de la
juventud en tanto sujeto que reclamaba el derecho la palabra en la escena
pública, ensayando nuevas formas organizativas y apropiándose por su cuenta de
los instrumentos de comunicación, controlados por el Estado.
Pese a que compartieron los nombres de muchos de sus colaboradores, de Cacharro(s) a 33 y1/3 se produce otro giro que marca una diferencia entre sus
proyectos. Las subjetividades que expone 33
y 1/3 no parecen ocuparse tanto de los “cachirulos y chirimbolos” que
adornan la cómica seriedad del discurso estatal, sino más bien de otro tipo de
chatarra: esa que produce la vasta usina de la cultura mediática y masiva, la
literatura de géneros, el cine clase b, la música que se escucha en las
emisoras comerciales del mundo occidental, los videos de MTV, la pop culture.
¿Qué encontraba allí el equipo editorial de 33 y 1/3, qué lectura crítica del presente en Cuba le permitía
realizar? En esos artefactos culturales, sostengo, sus jóvenes editores
hallaron recursos formales e ideológicos para desarmar —en el doble sentido de
desmontar una estructura y de quitar las armas— un orden cultural que gravitaba
alrededor del objetivo político de formación de la conciencia revolucionaria
(Kumaraswami, 2016). Porque esa cultura de masas global, frecuentemente asociada
a los aparatos ideológicos que forjan la identidad del sujeto consumidor
requerida por el capitalismo, asumía en el caso de 33 y 1/3 un valor subversivo, puesto que hacía posible la
articulación de mensajes en un lenguaje que escapaba al lenguaje propio de la
oferta cultural del estado socialista, y que era, en gran parte, el lenguaje de
los jóvenes.
En este sentido, podemos afirmar que la apertura de esta revista hacia los
productos de la industria cultural global, pero también hacia cierta literatura
norteamericana que, desde la generación beat hasta la novela posmoderna, se ha
caracterizado por la exploración crítica de la pop culture, no tuvo tanto el propósito de “importar” productos
mediáticos o textos literarios —y por tanto, modelos de pensamiento,
concepciones de mundo— traducidos (a veces incluso por los propios editores) y
“adaptados” al sistema cultural propio, como de “extrañar” o volver extraña
para sí misma a la cultura cubana, sacándola de los lugares comunes que
constituían el terreno de lo pensable en la isla. Este trabajo de
desplazamiento o desvío de las correspondencias automáticas y cristalizadas no
es otra cosa que la “recuperación de la voz” a la que se refería Pía McHabana —seudónimo de Orlando Luis Pardo Lazo que
repite los juegos de palabra del grupo McOndo— en un texto publicado en el
número cinco de 33 y 1/3. El texto
reconstruía un linaje de revistas —primero Orígenes,
luego Diáspora(s), luego Cacharro(s)— que, pese a su existencia
“negada”, dejaron una huella profunda en la ciudad letrada cubana, y lo
actualizaba inscribiendo en él a 33 y 1/3,
cuyo aporte a esa tradición negativa, afirmaba McHabana, se valía de otras
estrategias:
… ¡ay, qué sería
de la nuestra, si no fuera por esas milenarias culturas pop! En una epoquita
tan apoquitalíptica, ¿cómo recuperar
la voz? “Quien tartamudea, triunfa”, decía mi abuela Delicia Gil. Así que,
antes que indigestarse con esos altisonantes speeches locales, mejor atracarse con un racimito de peeches de importación. ¿Y la (s)? Bien,
gracias, ¿y utté? (s/p)
En ese juego entre speeches y peeches, de la “(s)” que se añade y se
saca, de alteración de la lengua extranjera que es también de extrañamiento de
la propia, se juega la propuesta de 33 y
1/3. El discurso “altisonante” de la autoridad cultural, afirma, es
indigesto, desnutre la creatividad. Si la pregunta fundamental es cómo
recuperar la voz, la respuesta, dice el texto, debe buscarse por el lado de un
tartamudeo que horade el “bien decir”, que desfigure sus consensos y
convenciones introduciendo las formas menores de la cultura popular y de
elementos de culturas extranjeras —en especial, angloestadounidense—.
Lo mismo y de manera contundente viene a decir “El color de la sangre
diluida”, relato alegórico de Jorge Enrique Lage publicado en el número 4 de
2006 de 33 y 1/3. Se trata de un
texto de tono belicoso, que, por serlo, puede leerse en clave de manifiesto. Al
comienzo del relato, el narrador —un escritor de nombre JE, autoficción del
propio Jorge Enrique— le escribe a la actriz Christina Ricci para invitarla a
realizar una sesión de fotos en su casa, en Cuba, fotos con las que ilustrará
la tapa de su próximo libro. Después de enviarle un e-mail, nos enteramos de que JE debe salir a realizar un trabajo
junto a un grupo de amigos — presumiblemente otros escritores, en tanto sus
nombres e iniciales corresponden a los de algunos de los integrantes del equipo
editorial de la revista— para sacarse, dice, un “peso de encima”. Con su
motosierra en la mochila, acude al lugar de la cita: una antigua casona en la
periferia de La Habana, a la que describe como “Tan colonial. Tan histórica.
Tan patrimonio”. Allí están esperándolo sus cómplices, equipados con armas
varias: una katana Hattori Hanzo, “regalo de Uma Thurman”, y un punzón. Uno de
ellos está leyendo un número de la revista Rolling Stone “con los personajes de
South Park en la tapa”. Deliberan un rato; tratan de definir —dice el narrador—
“una estrategia básica”: “R muestra un plano de la casona. Un plano inventado
por él, obviamente, porque nunca ha puesto un pie allá dentro. De todas formas,
no hay mucho que planear” (Lage, 2006, s/p).
Ingresan entonces en la casona, habitada por seres cuya identidad no es
dada a conocer al lector. Los residentes son sistemáticamente rebanados con la motosierra,
destripados con el punzón, descabezados con la katana, acumulando miembros y
pedazos en una verdadera “piñata de órganos”. El exterminio de los habitantes
de la casona se va cumpliendo con máxima eficacia; ante tal muestra de
coordinación colectiva, el narrador reflexiona: “Sigo golpeando con fuerza y
salpicándome con astillas de pellejo y pelo y materia gelatinosa y entonces se
me ocurre (soy capaz de abrir un paréntesis en los sitios más desequilibrados,
al borde del abismo) que deberíamos formar algo así como un grupo literario”
(s/p). Cuando parece que todos los habitantes del edificio están muertos, se
escucha una tos en una habitación cerrada. Voltean la puerta a patadas, y
encuentran, escribiendo, a Ángel Escobar. “No le digan a nadie que estoy aquí”,
dice el poeta suicida, y pide que apaguen la motosierra. “Un silencio más tarde
—continúa el narrador— Michel se adelanta con la Rolling Stone en una mano y la espada en la otra” (s/p). Escobar le
agradece el regalo. Los cuatro amigos abandonan la casa, pero aún queda por
serruchar algo más:
Totalmente
coloreados y goteantes y así salimos a la calle. Noche despejada. Noche
profunda. Las estrellas derramando años luces sobre este pudridero del mundo,
como escribió hace tiempo el poeta Escobar.
Una palma se alza en el patio exterior. Yo cierro los ojos: como flecha
disparada por un arco reflejo me siento correr hacia ella, el tronco mordido
por la sierra, la música de los dientes en la madera, la sensación splatter de rebanar un cuerpo. (s/p)
Tras esta última acción terrorista, el narrador medita: “Lo único seguro es
un contrapeso que nos hemos quitado de encima. Y lo mejor de todo es que al
llegar a mi casa por fin (¡por fin!) podré sentarme a escribir sin agobios ni
necrofilias” (s/p). Así lo hace: vuelve a su casa y retoma el proyecto de su
libro; Christina Ricci ha llegado, comienza la sesión de fotos.
El cuento puede leerse, sin dudas, como una declaración de guerra: guerra
contra la casa donde se preserva la Cultura con mayúscula, guerra contra la
institución de la literatura como máquina generadora de relatos acerca de la
identidad nacional, y hasta guerra contra las palmas, símbolo supremo de la
cubanidad. Interesa examinar aquí los medios y los fines de esa lucha. Los
medios son extraídos de esa gran cantera de operadores ideológicos que la
cultura audiovisual y la pop culture
global han acuñado: citas en inglés de la serie animada South Park, armas que
remiten al cine splatter —una espada
japonesa cuyo filo conocemos por la saga de Kill
Bill, de Quentin Tarantino, una motosierra al estilo Leatherface de Masacre en Texas— y una revista Rolling Stone, ofrendada
reverencialmente a quien fuera uno de los nombres más importantes en la
tradición iconoclasta cubana. Los fines son “sentarse a escribir sin agobios ni
necrofilias”, atacar una concepción legitimista de la cultura al elegir la foto
de Christina Ricci para ilustrar la tapa de un libro, validar las operaciones
de lectura de un lector que, ignorando jerarquías y protocolos exigidos para leer
literatura, traza inesperados puntos de conexión entre los versos de Ángel
Escobar —aquel que escribió “Yo vine al mundo de visita/para crear
dificultades”— y el mundo del que habla la Rolling
Stone. Una última finalidad: es considerar, habida cuenta de este deseo
conspirativo compartido, la posibilidad de formar un “grupo literario”. O,
yendo más lejos todavía, es declarar que la revista en la que el lector está
leyendo el cuento es la revista que escribe ese grupo: hacerlo ver, inferir, a
través de sus páginas electrónicas que funcionan como indicio, la existencia
real de esos sujetos negados que reclaman su derecho a ocupar el espacio de la
ciudad en un tiempo que es el del presente.
Comenzamos este trabajo mirando la pintura de Rodríguez: una pintura,
decíamos, que paradójicamente da a ver a aquello que se invisibiliza; aquello
que, excluido del espacio de lo común, queda en principio negado. Pero solo en
principio: porque lo que verifica el cuadro es la presencia real que esto que se
niega tiene en la urdimbre de la ciudad, entendida no solo como espacio físico
que se ocupa, sino como espacio que se habita. Y si, como ha dicho Walter
Benjamin, “habitar significa dejar huellas” (Benjamin, 2012, p. 56), entonces
estas huellas, en tanto indicios, delatan una relación de contigüidad real con
quien las ha producido. No importa cuán negada sea la fuente de la procedencia,
sus marcas están allí, activas. Al señalarlas, al ponerles nombre, la pintura
de Rodríguez señala su capacidad de producir efectos: trazan, como las calles
de una ciudad, recorridos de sentido. Esa ciudad, con sus calles y avenidas,
constituye la figura más adecuada para representar gráficamente una tradición,
ya que, aun negada, ésta no deja de ser una demarcación de vías por las que
discurre lo pensable y lo decible, que propicia encrucijadas, desvíos, puntos
de encuentro con lo ya dicho y pensado por otros. Situados en el presente y a
más de una década de las experiencias editoriales independientes que hemos
repasado aquí, podemos rastrear las huellas o caminos que abrieron estos e-zines que, aunque negados en el
circuito oficial de la cultura, fueron editados, escritos, leídos y compartidos
en el marco de una comunidad que esas mismas publicaciones contribuyeron a
construir y visibilizar. El aligeramiento del peso de las instituciones, el
recurso al humor, los guiños hacia el pop y la cultura de masas y la
reivindicación de los consumos culturales propios de los jóvenes desde
principios del siglo XXI son algunos de sus rasgos.
Quisiera terminar haciendo un contrapunto entre Ciudad negada y otra obra, producida esta vez en el campo de las
artes audiovisuales. Se trata del video La
plaza vacía (2012)5, realizado por la artista cubano-americana
Coco Fusco con texto en off de la
creadora del blog Generación Y, Yoani
Sánchez. El punto de partida del video fueron los acontecimientos ocurridos
durante la primavera egipcia, ocurrida en 2011, que tuvieron a la plaza Tahrir
como escenario principal de la revolución que culminó con el derrocamiento del
régimen de Hosni Mubarak. La ocupación de esa plaza por parte del pueblo
egipcio llevó a Fusco a preguntarse por los motivos por los cuales un espacio
público común es apropiado activamente o vaciado en distintos momentos. Dice
Fusco: “la ausencia de público en algunas plazas parecía casi tan resonante y
provocativa como su presencia en otras” (Fusco, 2012, s/p); esa es la incógnita
que intenta despejar el video, pero a propósito de la Plaza de la Revolución,
uno de los espacios políticos más emblemáticos de La Habana. A través de una
reflexión que recurre a material de archivo para leer el presente, la obra
ofrece una provocadora respuesta acerca del caso cubano.
“La Plaza de la Revolución es uno de esos lugares —un anfiteatro inhóspito,
severo— donde todos los grandes eventos políticos del siglo pasado han estado
marcados por coreografías de masas, demostraciones militares y retóricas
floridas”, sostiene la autora (2012, s/p). Pero en contraste con la toma de la
plaza Tahrir, lo que muestra el trabajo de Fusco es que esta Plaza central de
La Habana no solo es hoy un espacio vacío, sino que ella demarca, sobre todo,
una zona por la que los cubanos evitan pasar. Si el cuadro de Rodríguez
mostraba una tradición invisibilizada pero potente, activa, en tanto, como las
calles de una ciudad, esa tradición sigue orientando los pasos de los nuevos
escritores, la Plaza de la Revolución solo funciona como espacio público cuando
el Estado moviliza a las masas. En ese sentido, este lugar de La Habana es el
reverso de la ciudad negada: ella representa la ciudad institucionalmente
“afirmada” de los actos oficiales y de las manifestaciones. Nadie la usa para
pasear, para llevar a sus hijos a jugar o para dar un beso, dice el texto que
lee la voz en off, mientras muestra las imágenes de una explanada totalmente
desolada. La plaza está siempre vacía: solo se llena cuando las autoridades dan
la orden. O cuando llegan los autobuses de turistas, que se sacan fotos en ella
para mostrar, ya de regreso en sus países, que estuvieron en “el mismísimo
punto rojo de la Cuba roja”. La plaza, dice la voz, se ha convertido en una
mercancía que se compra con moneda convertible, en una postal que se vende en
los locales turísticos del centro o que decora los lobbys de los hoteles. No tiene ni un solo árbol; es una enorme
explanada rodeada de edificios ministeriales que imponen temor y respeto, y la
calle que la rodea, “la más cuidada y limpia de toda la ciudad”, expone los
cuerpos a un calor insoportable. La Plaza de la Revolución, concluye el texto
en off, “es uno de esos lugares de los que se quiere salir rápido”. Al cotejar
imágenes de archivo que muestran a multitudes desbordantes en desfiles
militares, homenajes a la estatua de Martí o manifestaciones populares, con las
que muestran el predio habitualmente despoblado de la Plaza de la Revolución,
el video ofrece un contrapunto entre los momentos en que el Estado conmina a la
ciudadanía a llenar el relato de la Historia con mayúsculas y el vacío
espontáneo que caracteriza este lugar. En esta dimensión cotidiana, ordinaria,
pero común en todos los sentidos de
la palabra, la gente de a pie, los paseantes o los deportistas que salen a
correr desisten de atravesar ese sitio en “donde tantas veces se gritó
paredón”. Las auras tiñosas que sobrevuelan sobre la estatua de Martí —aves que
en el imaginario popular están asociadas a la muerte— han hecho de este espacio
su sitio predilecto; los guardias vestidos de uniforme verde olivo, se nos
dice, resguardan la plaza de cualquier muestra de frivolidad o irreverencia, y
el vacío, que es su signo característico, no hace más que acrecentar la
sensación de vigilancia permanente. Sin embargo, advierte la narradora en off,
muy cerca de ahí, desde el barrio popular de la Timba, llegan los sonidos de
“tambores y risas”, el bullicio de la vida real de la gente. “A menos que haya
una convocatoria anunciada durante semanas en los medios oficiales, nadie hará
estancia en aquél (sic) terreno castigado por el sol … el sitio solo cobrará
vida cuando se organice algún acto”, concluye la relatora.
A diferencia de la ciudad negada que saca a luz la pintura de Rodríguez, la
plaza es un lugar de visibilidad máxima, transparente. Y, sin embargo, dice
Fusco, no es ahí en donde está el pulso de la ciudad. Porque este lugar, uno de
los símbolos más importantes en la vida política de La Habana, no es ni foro de
expresión de las diferentes expresiones que dinamizan la sociedad cubana, ni
solar propicio al encuentro o al intercambio. Este espacio ha sido diseñado
para que la palabra que el líder le dirige al pueblo —enunciatario
indiferenciado y homogéneo— sea escuchada y asentida, afirmada. El reverso de
esa imagen afirmativa hay que buscarlo en otro lugar: en esas experiencias que,
como las revistas digitales que hemos examinado aquí, montaron a principios de
siglo otra escena, hicieron lugar a otros sujetos y pusieron a circular otros
sentidos que se desviaban de los defendidos por las instituciones culturales
oficiales. Como los tambores y la risa que vienen desde ese barrio marginal de
La Habana, introdujeron un ruido que, a través de una movida editorial
independiente que crece desde entonces, ha venido desdeñando solemnidades y
oxidando las armaduras discursivas del Estado.
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transformación espacial de la ciudad letrada. En N. Timmer et al., Ciudad y escritura:
imaginario de la ciudad latinoamericana a las puertas del siglo XXI
(289-306). Leiden: Leiden University Press.
Viera, K. (3 de
enero de 2022). Talleres literarios en Cuba: los espacios de JAAD.
Hypmermedia Magazine. Recuperado
de
https://www.hypermediamagazine.com/entrevistas/jaad-entrevista-escritor-literatura
1
La foto del
lienzo puede verse en el perfil de Facebook de Galería Habana: Galería Habana.
(5 de febrero, 2016). René Francisco.
Ciudad Negada [Post de Facebook]. Recuperado de https://www.facebook.com/ galeriahabana/photos/a.1630096553881676/1966381913586470 [Consultado el 15/9/2022].
2
La frase de
Carlos Aguilera tuvo lugar durante el conversatorio realizado en el marco de
las Jornadas Internacionales Artes,
literatura, revolución y poder en América Latina, organizadas por la
Universidad Nacional de Mar del Plata entre el 12 y el 17 de julio de 2021.
Puede consultarse el registro online de esa conversación en el perfil de
Facebook Jornadas Literatura, Artes, Revolución y Poder en América Latina:
jornadasarteslit2020 [Perfil de Facebook]. Recuperado de https://www.facebook.com/watch/jornadasarteslit2020 [Consultado el 15/9/2022].
3
Al respecto,
véase “Talleres literarios en Cuba: los espacios de JAAD” (Viera, 2022).
4 No sin polémicas, se conoce bajo el rótulo de Generación Cero a un grupo de escritores y escritoras nacidos en la isla entre finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo XX. Tal etiqueta designaría, antes que a una “generación” en el sentido que al término se le ha dado en la historia tradicional de la literatura, el punto cero a partir del cual estos autores comienzan a publicar: el año 2000. (Dorta, 2015; Pardo Lazo, 2013 [Sampsonia Way, 29 de julio, 2013].
5
El video La plaza vacía puede verse en Niio
Ediorial (s.f.). Niio X SOUTH SOUTH: showcasing video art from the
Global South. Recuperado de https://www.niio.com/blog/niio-x-south-south/ [Consultado del 15/09/2022].
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41363
María Lucía
Puppo
Centro de Estudios de Literatura Comparada
M. T. Maiorana,
Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad Católica Argentina.
CONICET mlpuppo@uca.edu.ar
ORCID: 0000-0002-4413-8306
Recibido 12/03/2023 Aceptado 20/05/2023
En el poema-libro Hemos llegado a
Ilión (1992) Magali Alabau (Cienfuegos, 1945) da cuenta del viaje de
regreso a La Habana que realizó veinte años después de haber partido a vivir a
Estados Unidos. Reeditado en 2013 nuevamente por Editorial Betania en Madrid,
el texto no pierde vigencia como relato contemporáneo de la diáspora cubana.
Este trabajo ofrece una lectura del poema a la luz de la noción de pos-exilio
tal como la desarrolla Alexis Nouss (2015), integrando los aportes de las
ciencias sociales en la perspectiva de la literatura comparada. Por una parte,
se examinan las diversas estrategias que confluyen en la representación
fantasmal de la ciudad, donde los referentes espaciales se entrecruzan con los
mitológicos, poniendo de relieve el vacío que dejaron los ausentes. Por otra,
se analizan algunos factores que en el largo poema de Alabau definen el
estatuto de la hablante poética como sujeto del pos-exilio.
Palabras claves: Magali
Alabau; poesía cubana; siglo XX; pos-exilio; ciudad
On the Art of Not Belonging: the Post-exile Experience in Magali Alabau's We have
Arrived at Ilión
In the poetry book We have arrived at Ilión (1992), Magali Alabau (Cienfuegos, 1945) recounts the journey back to Havana twenty years after relocating to the United States. Reissued in 2013 by Editorial Betania in Madrid, the text remains relevant as a contemporary reflection on the Cuban diaspora. This paper offers a reading of the poem in the context of the concept of post-exile as developed by Alexis Nouss (2015), incorporating insights from the social sciences within the framework of comparative literature. Firstly, we examine the various strategies employed to depict the city in a ghostly manner, where spatial and mythological references intersect, emphasizing the void left by the absent. In adittion, we analyze key factors that shape the poetic speaker's identity as a post-exile subject in Alabau's long poem.
Keywords: Magali Alabau; Cuban poetry; twentieth century; post-exile; city
En “Fragmentos para una poética de la extranjería”, un lúcido ensayo que
hilvana ideas, lecturas y referencias autobiográficas, Fernando Aínsa enumera
los siguientes rasgos característicos de la literatura latinoamericana del
siglo XXI:
la
pérdida del “mapa” de los referentes identitarios tradicionales (territorio,
nación, costumbres), la abolición de fronteras, el surgimiento de una “geografía
alternativa de la pertenencia”, las “pulsiones de otro lugar” que asaetan al
escritor, la importancia del viaje en la nueva ficción, la transgresión, la
mezcla de códigos y la exaltación del descentramiento y la marginalidad, así
como las lealtades múltiples que se generan a través de la pluralidad y la
interculturalidad en que vivimos; en resumen, el carácter transterritorial de la literatura de este nuevo milenio, lo que
supone la ruptura de un modelo de escritor y la recomposición de su papel en la
sociedad (2010, p. 23).
El panorama descrito por Aínsa se relaciona con el concepto de
extraterritorialidad propuesto por George Steiner en los años setenta, que
invitaba a abordar las obras de aquellos autores y autoras atravesados por una
multiplicidad de tensiones que ponían en tela de juicio “la ecuación entre un
eje lingüístico único –un arraigo profundo a la tierra natal– y la autoridad
poética” (Steiner, 2002, p. 20). Escritores extraterritoriales emblemáticos,
tal como los analizó Steiner, son Conrad, Beckett o Nabokov, a quienes el
cambio de lengua les permitió entroncar sus obras en las tradiciones de sus
países de adopción. Ahora bien, diferente es el caso de las y los autores
transterritoriales, cuyas obras no cambian de lengua y, de ese modo, permanecen
estrechamente ligadas —desde la distancia geográfica— a la tradición literaria
de su país de origen. En el marco de la transterritorialidad se comprenden las
obras de escritores/as como Julio Cortázar, Cecilia Vicuña, Paloma Vidal y
Samanta Schweblin, pertenecientes a la gran familia de la literatura
latinoamericana. Y esta misma inscripción comparten numerosos/as representantes
de la diáspora cubana, fenómeno que, por su dramatismo, “excede, tanto desde el
punto de vista teórico como metodológico, cualquier otro tipo de experiencia en
el continente” (Manzoni, 2007, s/p).
Las escrituras cubanas del exilio y la diáspora están firmadas por un autor
o autora que, lejos de la isla, “lucha constantemente para recuperar su
sentido, su rol, su autoridad”, según lo expresó Joseph Brodsky en “The condition we call exile” (1990). Al
reflexionar sobre esta experiencia, Sergio Chejfec explicaba que, para el
escritor que se encuentra en un entorno extranjero, la lengua natal funciona
como lazo con su propio pasado. Así, el autor argentino ponía el acento no en
lo que le sucedía respecto de una lengua extraña (en su caso, el inglés) sino
con su propia lengua que, al escucharla lejos de su país de origen, lo sometía
a una suerte de trance y de deslizamiento hacia el pasado que lo obligaba a
“corregir ese anacronismo con elementos de irrealidad familiarizada”. Esto
significa que quien vive fuera de su territorio no solo vive rodeado por una
lengua extranjera, sino que, inevitablemente, se conecta con una forma pasada
—“desviada”, en términos de Chejfec— de su propia lengua. De ahí entonces que
el escritor
adviert[a]
que la lengua es lo único que lo sostiene como imaginación literaria. La
geografía o el entorno extranjeros pueden ser más o menos hostiles o benignos,
pero la verdadera brecha se levanta entre el origen y el presente. Y con el
origen, por esas argucias del tiempo y de la elipsis, resulta cada vez más
incierto vincularse. (Chejfec, 2017, pp. 138-139).
Irrealidad, desfamiliarización o extrañamiento, desfasaje temporal y
sensación de falta de origen u orfandad son cualidades y tópicos frecuentes en
las escrituras cubanas del exilio y la diáspora. En el campo poético se cuentan
las notables obras de María Elena Cruz Varela, Isel Rivero y Antonio José
Ponte, radicados en España; Nivaria Tijera, afincada durante muchos años en
Francia; Odette Alonso, residente en México; Damaris Calderón, radicada en
Chile; Lourdes Gil, Maya Islas, Alessandra Molina y Magali Alabau, quienes
viven en Estados Unidos. Entre los textos cubanos escritos desde otra orilla se
destaca Hemos llegado a Ilión, el
poema libro de Magali Alabau publicado por Editorial Betania en Madrid, en
1992, y reeditado por el mismo sello en 2013. Como lo ha reconocido la propia
autora, se trata de un texto que escribió dando cuenta del viaje de regreso a
Cuba que realizó veinte años después de haber partido a vivir a Estados Unidos.1
En el incipit del poema se
adelantan varios aspectos que el texto irá desarrollando a lo largo de sus más
de cuarenta estrofas:
Hemos llegado a Ilión en sus praderas dibuja
Nadie sabe que guardo dos cabezas, recónditos parajes,
una verde,
Ilión, espuma seca otra.
He llegado acá
de vuelta o en un sueño.
Sólo el lenguaje
inventa este paraje, tampoco eso, una sorna, un decir las palabras,
entrelazarlas, lanzar el híbrido entusiasmo descubrir. (2011, p.460)2
Aparece, en primer lugar, el recurso a la mitología, que convierte a La
Habana en Ilión o Troya, la ciudad que la guerra ha dejado en ruinas. La
protagonista del relato enuncia sus primeras palabras en plural, aunque más
adelante declarará “He llegado acá” y “He llegado a Ilión”. Esta oscilación
entre la primera persona singular y la plural, entre lo individual y lo colectivo,
atravesará todo el poema. La dualidad se refuerza con la afirmación de la
hablante respecto de tener “dos cabezas”, una “verde” y otra hecha de “espuma
seca”. La ambivalencia de sus sentimientos establecerá un contrapunto
lacerante, que bien puede resumirse mediante el tópico odi et amo. Su regreso a la tierra de origen es real, literal, pero
resulta tan perturbador como un sueño. Hay en ella un entusiasmo “híbrido”,
bifronte, que no termina de imponerse sobre la desconfianza. Está dispuesta a
“descubrir” aquello que la espera en el lugar que dejó años atrás. Su figura no
se equipara a la de Ulises, quien al final de la guerra abandona Troya para
volver a su Ítaca, pero tampoco a la de Aquiles, que viene a luchar en tierra
extraña por los suyos. La hablante del poema está de regreso, pero no a la
Ítaca apacible sino a la Troya de su guerra interna. Su relato contará las
peripecias y sensaciones vividas en esa isla suya y de otros, nunca perdida
para la memoria, al mismo tiempo conocida y extraña.
En el excelente Prólogo a la edición de
2013 de Hemos llegado a Ilión, Milena
Rodríguez
Gutiérrez
señala que la pregunta central que ronda el texto es “cómo volver allí, cómo
volver”. Ésta, a su vez, se desglosa en otros interrogantes: “¿Cómo volver a
Ilión? ¿Cómo regresar a la ciudad destruida, a esa Troya hecha cenizas de la
que nos marchamos hace ya tanto tiempo? O, ¿es posible la vuelta del
desterrado, es posible convertirse en un ex–expulsado y regresar y andar de
nuevo por Ilión, por esa que se ha vuelto ex–ciudad, ciudad que ya no es?”
(2013, pp. 6-7). En síntesis, ¿cómo pretender volver a la ciudad que se dejó
atrás, que ya no existe y que solo vive en la memoria? Y si la ciudad existe
dentro del sujeto, ¿acaso es posible irse de ella para regresar después?
El objetivo de este artículo es ofrecer una lectura del poema-relato de
Magali Alabau centrada en las múltiples tensiones que configuran en el texto la
condición y la conciencia del sujeto pos-exiliado. Apelaremos a la noción de
pos-exilio tal como la ha desarrollado Alexis Nouss (2015), integrando los
aportes de las ciencias sociales en la perspectiva de la literatura comparada.
En primer lugar, examinaremos las diversas estrategias que confluyen en la
representación fantasmal de la ciudad en el texto de Alabau, donde los
referentes espaciales se entrecruzan con los mitológicos, poniendo de relieve
el vacío que dejaron los ausentes. En segundo lugar, repararemos en algunos
factores que definen el estatuto de la hablante poética como sujeto del pos-exilio.
Finalmente, enunciaremos las conclusiones del trabajo, que permitirán subrayar
la singularidad de Hemos llegado a Ilión
en tanto poema-relato que pone en escena las tensiones irresueltas propias de
la transterritorialidad.
En Hemos llegado a Ilión se narra
un itinerario que tiene como hitos el arribo de la protagonista al aeropuerto,
la acogida y el traslado a la casa familiar, la estancia en el hotel, la
contemplación del mar y el Malecón desde la ventana, la entrega de un paquete
traído del exterior, el envío de unas medicinas —también por encargo— en el
edificio de Correos y, finalmente, la despedida previa a la partida.
Lo mitológico desautomatiza la percepción y el lenguaje de la hablante
poética lo que provoca un efecto de extrañamiento. El mundo helénico ya había
sido evocado por Alabau en su primer poemario, Electra, Clitemnestra, donde también se exploraba la figura del
doble, que en este caso vehiculiza una conflictiva relación de amor-odio entre
madre e hija (Cabrera, 2013, s/p). Lejos de obliterar los detalles específicos
del aquí y ahora, en Hemos llegado a
Ilión los referentes clásicos invitan a percibir las imágenes y los sonidos
que suscita una experiencia urbana muy particular, aquella que propone un
recorrido por La Habana de fines del siglo XX. La reedición del texto,
concretada veinte años después de la publicación original, certifica que no ha
perdido vigencia como relato de exilio contemporáneo.
Entre los núcleos espaciales del poema, ocupa un lugar central la casa de
la infancia. Allí las habitaciones y el mobiliario condensan los recuerdos de
la viajera, pero sin ceder a la nostalgia, ella ofrece una descripción
despiadada de lo que ve:
No tengo preguntas.
Soy el
refrigerador de casa de mi madre cuando abro sus fauces. Soy el pescado con ojo
repentino que despierta cuando al buscar el agua se desploman las gotas sobre
el suelo. Soy la ventana que da a un par de gatos salvajes que yacen en las ramas
del patio del vecino. Gatos de esos que no se ven en las ciudades. Descuidados,
rabiosos, maltratados, sin gentes regalando abundancia. Soy esos dos. Soy el
sofá de hule que sin lustro aguanta las muñecas, soy la cama en la sala, la que
ya nunca veo sino en los hospitales. Soy la tapa que falta en la cocina, el
hedor de los cuartos, la charca de agua que sale de la ducha, la plomería rota,
soy la cortina que tiene tanta mugre el jabón y la astilla que no encuentro (p.
468)
Las enumeraciones del texto subrayan los aspectos de pobreza, deterioro y
suciedad, en tanto que la hablante se identifica con esos gatos que operan como
metonimia del ambiente. La de su familia es otra de las tantas “casas
bombardeadas y deshechas” que recuerdan “las ruinas de Sicilia” (p. 468). Esos
hogares mal envejecidos, como la piel de sus habitantes, contrastan con “los
cantos de Circe” y el trato afable que reinan en el lujoso hotel donde se
hospeda la protagonista. Desde su habitación contempla el mar, que quiere
abrazarla y darle la bienvenida (p. 469), pero ella piensa en todos aquellos
que se lanzaron al agua para escapar y siente que fuerzas poderosas la alejan
del “vientre” marino (p. 470).
Sin posibilidad de reencuentros profundos, portando su “máscara del Norte”,
la protagonista trata de evadir las preguntas de los curiosos, las dudas de los
funcionarios, el miedo a ser detenida e interrogada. La ciudad se revela ante
sus ojos como infierno y cárcel; de noche asoman las cucarachas y se amontonan
las botellas vacías; de día la gente hace largas colas, se observan carteles
con consignas revolucionarias y se oyen eslóganes y frases hechas como “Hay
muchos hospitales”, que el poema deconstruye para preguntarse si, en lugar de
hablar bien del sistema de salud cubano, la expresión no responderá al hecho de
que hay demasiados enfermos (p. 465).
Los trayectos erráticos y aislados de la protagonista van delineando
estampas habaneras alejadas del clima festivo que propicia el turismo. La
memoria le trae imágenes del pasado, por ejemplo, al evocar la calle Galiano y
recordar “las lentas veredas de otros años” (p. 466). Así, haciéndose eco de la
figura descrita por Walter Benjamin, la voz que asume la escritura opera como
una arqueóloga o excavadora que debe remover una serie de capas temporales y
afectivas para alcanzar su pasado sepultado (Benjamin, 2010, p. 93). Por
momentos la ciudad del pasado y la del presente se superponen y confunden, y en
ciertos pasajes se torna evidente la ausencia de quienes ya no están:
La ciudad me recuerda
los que faltan Falta el conocimiento de los nuevos, el crecimiento de las
contradicciones. Faltan más rostros, más risas al paisaje, falta algo que no sé
descifrar, que no conozco. Falta la bulla, la esquina que se cruza, falta el
círculo continuo, tropelaje del ruido de la risa, la música del claxon, el
inquieto parpadear de la esperanza. (p. 466)
En este caso la enumeratio remite
a la lógica del fantasma estudiada por Derrida, que considera la espectralidad
en el corazón de la vida. Esto implica tomar en cuenta a los fantasmas, o sea a
“otros que no son ya” o a “esos otros que no están todavía ahí, presentemente
vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido” (2012, p. 13).
Los que faltan en Ilión-Habana son los muertos, los encarcelados, los que
partieron para no regresar, los que escaparon de la mejor o de la peor manera.
Pero no son solo ellos, pues al irse dejaron un vacío que nada ni nadie puede
llenar y que atestigua las heridas, el trauma que persiste en el tejido social.
Es en este sentido que los espectros hablan del pasado, pero también del
presente y del porvenir, de la falta de “risas” y de “esperanza” entre los
presentes y los futuros. Como observó Judith Butler, tras el paso de la
violencia y ante la instancia de duelo, el sujeto experimenta que ha sido
“despojado de un lugar o de una comunidad”, puesto que perder al tú implica,
para el yo, perder también el lazo que los une (Butler, 2006, p. 48).
Confrontada por los otros ausentes y por los que están –los sobrevivientes, los
que perdieron a alguien-, y compartiendo esa misma sensación de vulnerabilidad
y desarraigo, camina la hablante del poema. Y ella misma se identifica con un
fantasma cuando lleva un encargo a dos viejitos desconocidos: “Traigo un
recuerdo, Señora, abra la puerta. / Soy la emisaria que le devolverá la vida si
es que tiene. / … / Vengo de parte de todas partes, ¿me conocen?” (p. 470).3
Puertas que se cierran, rostros que rehúyen la mirada y lápidas en sombra
delinean la hostilidad de la ciudad que se vuelve espejo del mundo interior,
síntesis de “las entrañas de tu propio monstruo” (p. 460). En la tradición
maldita de Virgilio Piñera, la hablante del poema recurre a la hipérbole, la
autoparodia, el oxímoron y la paradoja. Se identifica tanto con la quietud del
ancla como con el deambular del paseante que no tiene destino:
Soy ancla
de ciudad que arremetida entre fachadas que hospedan mugre y polvo, extirpada
del día,
paseo por el mundo con los dioses envueltos en la púrpura tela de los
ritos.
La otra cara mía
es este dolor del lado izquierdo, mi otro espectro, Ilión, dejado atrás, abandonado en la maleza,
en
cuartos, desvariando, pidiendo auxilio, ayuda. (p. 472)
El trasfondo mítico provee, en última instancia, un escenario de tragedia
donde el dolor alcanza su máxima expresión. El pedido de ayuda con el que
culmina esta estrofa recuerda el tono de algunos poemas de Raúl Hernández Novás
y Ángel Escobar, quienes comparten con Alabau la visión desahuciada que nace de
“una mirada despojada de todo idealismo, espiritualismo, trascendentalismo y
religiosidad” (Arcos, 1992, p. 45).
Un relato de Manuel Ramos Otero describe a una poeta en Nueva York que se
sabe doblemente extranjera porque pertenece “a un Puerto Rico que no existe”.
El narrador agrega inmediatamente que, “en realidad, la poesía es la voz de la
muerte”.4 Esta aseveración resulta más que nunca verdadera si la
aplicamos a Hemos llegado a Ilión, un
texto en el que la espectralidad y la máscara remiten constantemente al
imaginario fúnebre.
Junto con la caída de Troya, el otro gran mito al que remite el poema es el
de Perséfone, la joven raptada por Hades que habita seis meses en la tierra y
seis meses en el inframundo:
¿Quién soy? ¿De
dónde vengo? Soy Ulises, Electra, soy la luna, el triunvirato, soy Perséfone
perdida, seis meses allá en sangre viva, seiscientos siglos acá ya sin certeza.
Soy Perséfone Pérez, la errabunda mártir, la destreza, la víctima
victimizada, soy la cereza, la fruta, el semen de mujer entre las piernas, el
pavo real paseando las ciudades, extinguida distinguida visión de las
paredes.
Soy la pluma
del árbol, soy la esfinge aterrada.
Traspasar el
cadalso, ir como María Antonieta o María Estuardo a enfrentarse, a cortarle las
alas a Pegaso para que no mate con su amorfa cuchilla. (p. 463)
Ni ciudadana plena del mundo de los
vivos ni residente fija del reino de los muertos, Perséfone está siempre a
punto de morir, como las dos reinas inmortalizadas por la historia y la
literatura. Pero, como subraya Milena Rodríguez Gutiérrez, la hablante poética
no se llama Perséfone a secas sino “Perséfone Pérez”, integrando lo
trascendente del nombre “con lo común, lo corriente, lo de todos los días”
(2013, p. 13). Sin grandilocuencia, ella asume el destino de cualquier
visitante en su situación, traspasado por la muerte y urgido por el deseo de
atestiguar lo que ha visto.
En una entrevista reciente conducida por Yoandy Cabrera, Magali Alabau se
refirió a las circunstancias biográficas que dieron origen a la configuración
del personaje de Hemos llegado a Ilión:
Pasé unas
semanas en un lugar donde pensé encontraría lo familiar, pero donde también
encontré ojos vigilantes. Un lugar donde tenía que actuar muy cuidadosamente y
autocensurarme. ¿Y de verdad había tal vigilancia? En mi caso no sé, pero antes
de irme de Cuba vivía con miedo y el miedo no se me quita cuando pienso en ese
lugar. Ni lógica ni razonamiento. El miedo a estar en Cuba ya es endémico en
mí.
La Patria. Nunca la palabra me ha gustado. Patria de Padre. Tiene
connotaciones autoritarias. Repetida y multiplicada por la revolución con
minúscula y por todo aquel que asocia un lugar específico, una punzada
territorial. No tengo patria. En todo caso es un estado anímico, cuando
encuentro paz interior. Perséfone Pérez es la fusión del personaje, el mito y yo.
No escogí Perséfone Alabau, sino Pérez que es el apellido de mi madre. No pude
apreciar en las ruinas ni una florecita naciendo entre las rocas. No hay nada
en ese lugar que me conforte. Solo los turistas con ojos vendados y guías, o
los izquierdistas extranjeros con espejuelos bifocales pueden pasar por alto
tanta miseria y desolación. (Cabrera, 2020, s/p).
En esta declaración la autora se reconoce sin patria, con la certeza de que
su país de origen no puede ofrecerle protección ni consuelo. Su testimonio deja
ver el trauma que está en el origen de su partida, ese miedo omnipresente que
experimentaba bajo el régimen cubano.5 Es posible relacionar sus
dichos con los conceptos vertidos por Alexis Nouss en La condition de l’exilé. Penser les migrations contemporaines
(2015). Según este pensador, la experiencia del exilio va más allá de las
circunstancias históricas, geográficas y sociológicas, puesto que toca los
niveles más profundos de la interioridad del individuo. Propone hablar entonces
de
“exiliencia”
(exiliance), neologismo que apunta a
expresar que el exilio es a la vez una condición y una conciencia, es decir que
implica aspectos tanto pasivos como activos del sujeto que lo experimenta
(2015, p. 26).6
Nouss caracteriza al exiliado como un ser-frontera, bipolar, que posee una
“biografía fragmentada” (p. 32). No es tanto la pérdida de un lugar lo que lo
lastima, sino la pérdida del sentido del lugar (p. 37). Puede afirmar a coro
con el poema de Bertold Brecht: “El país que nos recibió no será nunca un
hogar, sino el exilio”.7 Pues como bien lo expuso María Zambrano,
quien atraviesa esa condición solo habita un “espacio indeterminado”, un
“espacio sin lugar” (2014, p. 27). Suya es una doble distancia, con el lugar de
origen y con el lugar de destino (Nouss, 2015, p. 54). Esa no-pertenencia
caracteriza a la hablante del poema de Alabau, así como un estado de alerta
constante que se traduce en una mirada implacable sobre sí misma:
Llego
de madrugada.
Mal
vestida ya estoy, un poco agria de tantas ocasiones.
Tiento
a ver si soy la misma.
Mi
voz suena cambiada.
No
llevo las acotaciones que creía aprendidas.
Pierdo el tiempo perdido en
cada rato. Doblo las ropas y esa sensación de ser extraña se
sumerge en la cama.
De
visita no he venido. ¿Cuál es mi condición,
presencia en esta estancia
pertenencia del Averno? Me golpean las
sienes las palabras pero no hay nada más, no hay libros, no hay rituales
diarios, ni emociones.
Sólo hay esta
presencia que algo en vilo y recibe las palabras sin fruición, atropelladas.
Pienso que podré
conciliarlas, que si parto, si es que la extraña que soy no persistiera, podría
arremedarlas con lo poco que llevo. (p. 467)
Hay una lucha literal entre la protagonista y las palabras, que le “golpean
las sienes”. Podemos interpretar que ellas encarnan, más que cualquier otro ser
u objeto, el regreso violento de escenas del pasado. Los fragmentos de habla le
llegan como restos, materiales de descarte, piedras arrojadas que apuntan sobre
su herida abierta. Las palabras que escucha en el presente solo traen huellas
del pasado fantasmal que, como una sombra, cubre toda posibilidad de conexión
profunda con el aquí y ahora.
Así como la posmodernidad no implicaba necesariamente un después de la modernidad
en el razonamiento de Lyotard, Nouss entiende el pos-exilio como una condición
que puede darse en simultaneidad e incluso al interior del exilio. El
pos-exiliado es aquel o aquella que se experimenta fuera de una identidad y de
un territorio; fuera de cualquier noción de identidad que —se supone— debería
ser la suya (2015, p. 135). En la hablante de “Hemos llegado a Ilión” hallamos
esa conciencia del pos-exilio que le impide improvisar o ser espontánea con las
personas; de hecho, la vemos, como describe Nouss, “minimizar sus
intervenciones y sus gestos como si no pudiera exponer su personalidad entera”
(p. 143).
Acaso una fisura en esa actitud autoimpuesta se produce cuando el viaje de
Perséfone Pérez está llegando a su fin. En un encuentro con una amiga,
“compañera del alma”, la protagonista logra sincerarse y hacerse a sí misma las
preguntas que nadie a su alrededor se hace:
¿Quién profana
la voz de los que lloran los muertos?
¿Cómo expresar
esta penuria, cómo ser testimonio y testamento? (p. 472)
Tantos duelos interrumpidos, tanta miseria y tristeza salieron al cruce de
la visitante. ¿Cómo comunicar la experiencia de ser extraña en el país que la
vio nacer, cómo explicar que ella no pertenece a ningún lugar? El sujeto del
pos-exilio se ve constantemente desafiado por la urgencia de una doble tarea
imposible: poner en palabras la magnitud de su experiencia y hacerla
comprensible a los otros. Sin garantías de que hallará una recepción adecuada,
su discurso está condenado a la tensión, la crisis permanente y la crítica
ininterrumpida (Nouss, 2015, p. 55).
El final del poema-relato coincide con la despedida de la protagonista. Se
enuncia una promesa que probablemente no se va a cumplir: “Trato de decirles a
todos, sin llorar, que pronto nos veremos” (p. 473). En la última escena se
vislumbra, hacia adelante, el árbol típico de los cementerios: “A la salida de
las puertas / hay un ciprés parecido a un templo, / allí nos dirigimos, me
dirijo” (p. 473). La oscilación entre la primera persona singular y la plural
deja el texto en una especie de cortocircuito. Parte la protagonista y con ella
su doble, parte la extranjera absoluta con su máscara, parte la viajera que en
realidad nunca llegó. Queda en pie ese ciprés, testigo silencioso como un
templo donde conviven los vivos y los muertos, la realidad y la pesadilla, los
fantasmas del pasado y los del porvenir.
Comenzamos este trabajo planteando una serie de preguntas en torno al
imposible regreso del exiliado que propone Hemos
llegado a Ilión. Para finalizar, vale la pena tomar en consideración otros
dos interrogantes propuestos por Fernando Aínsa en el ensayo que citábamos al
inicio:
¿Pero qué
sucede cuando ese escritor intenta recuperar —desde el “afuera” en que está
sumergido— el lejano “adentro” en que viviera? ¿Qué sucede cuando el escritor
que vive “sin fronteras” convierte su obra en el esforzado rescate de un
territorio o un pasado “patrimonializado” por el tiempo y la distancia? (2010,
p. 31).
Debemos señalar que el poema analizado no pretende recuperar la tierra de
origen, pero, sin embargo, desde la ironía y el desagrado redefine los contornos
de una Habana ruinosa, hostil y espectral. No apunta a brindar una visión
nostálgica, aferrada a un pasado perdido, ni mucho menos a abonar la literatura
de la “cubanidad exotizada” (Ingenschay, 2010, p. 7). Por el contrario, delinea
el perfil de una urbe perdida y solo por fragmentos reencontrada, hecha de
capas de tiempo y olvido, que opera sinestésicamente como metonimia y alter ego de la voz poética: “Estoy en
la ciudad, negligente, henchida de gris y de presente” (Alabau, 2011, p. 472).
Cesuras y rimas internas, paronomasias y paralelismos son recursos que buscan
expresar las sensaciones de una protagonista por momentos desaprensiva,
obsesiva o paranoica cuando se topa con los signos y los seres de la ciudad. La
mitología y la espectralidad potencian las facetas más temibles de una
experiencia urbana marcada por la decadencia arquitectónica y la hipocresía de
sus habitantes. Como en otros poemarios críticos de la Revolución Cubana, son
recurrentes en el texto de Alabau los imaginarios kafkianos del laberinto, el
juicio y la condena (Puppo, 2013, pp. 128-129).
Hemos comprobado que la posición de la hablante poética no la sitúa ni
adentro ni afuera de la isla; el suyo es el no-lugar de Perséfone Pérez,
personaje emergente y al mismo tiempo expulsado de la tierra, identificado aquí
con la figura de la pos-exiliada, es decir, de alguien que —según la
descripción de Gustavo Pérez Firmat— vive “en vilo”, suspendida “entre países e
idiomas” (2010, p. 18). Podemos asociar estas características de la subjetividad
con una poética transterritorial que opera, según las lúcidas observaciones de
Chejfec, con el anacronismo y la elipsis. Los desvíos y saltos en el tiempo,
puestos de relieve por la lengua herrumbrosa de los clichés y las frases
hechas, desembocan ineludiblemente en una atmósfera de imprecisión y orfandad.
La lectura nos deja flotando en medio de la soledad y la angustia – apenas,
pretendidamente- enmascaradas de la protagonista, mientras sospechamos que su
duelo por Cuba, por sus afectos, por el pasado perdido, aún no ha terminado.
Cabe señalar por último que, en el poema de Alabau, la distancia insalvable
entre la protagonista y la realidad cotidiana propicia una teatralización del
mundo. En su entorno solo parece haber actores y actrices que repiten el
libreto que su rol social o las circunstancias específicas les asignan. A la
falta de continuidad en el tiempo se suma la multiplicación de espacios que se
bifurcan en oficinas del estado y salas de aeropuerto, favoreciendo juegos de
espejos, claroscuros y entretelones de inspiración barroca. Texto furibundo y
doloroso, surcado de pliegues del lenguaje, ambivalencias y aporías, Hemos llegado a Ilión se revela escrito
afuera de la isla, pero pensado desde el interior más profundo de la literatura
cubana.
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2
En este
trabajo citaremos a partir de la edición completa de “Hemos llegado a Ilión”
incluida en Otra Cuba secreta. Antología
de poetas cubanas del XIX y del XX, Milena Rodríguez Gutiérrez (Edición,
introducción, notas y bibliografía), Madrid: Verbum, 2011, pp. 460-473.
3
El temor que
despierta la figura de la protagonista en los viejitos recuerda la
identificación de los transterrados con “espantajos” que aparece en “Rueda del
exiliado” (1983), el notable poema de Nivaria Tejera que Milena Rodríguez
Gutiérrez (2022) estudia en paralelo con Amor
fatal (2016), otro texto del exilio de Magali Alabau. 4 Se trata
de “El Cuento de la Mujer del Mar” (1979), citado por Dionisio Cañas, quien
advierte en este personaje algunos rasgos de la poeta Julia de Burgos y del
propio Ramos Otero (1994, p. 121).
5
En una
entrevista conducida por Félix Luis Viera, Magali Alabau contó que fue
expulsada de la Escuela Nacional de Arte de Cubanacán, junto a un grupo de
estudiantes, acusada de homosexualidad. Ese evento marcó su identidad y le hizo
comprender que no tenía otra alternativa más que marcharse (2012, s/p).
6
Todas las
traducciones del texto de Nouss son nuestras.
7 “Und kein Heim, ein Exil soll das Land sein, das uns da aufnahm”, del poema “Über die Bezeichnung Emigranten” (1937).
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41368
Lizabel Mónica
The
Lawrenceville School (Lawrenceville, New Jersey, Estados Unidos) lizabelmonica@gmail.com, lmonica@lawrenceville.org ORCID: 0000-0003-1900-6528
Recibido
12/03/2023 Aceptado 20/05/2023
La novela Archivo, de Jorge Enrique Lage, es un
documento literario que no sigue una estructura tradicional. Tanto en términos
formales como de contenido, el autor enfatiza su intención de utilizar la
plataforma literaria que ofrece la novela como un archivo que refleje las
imbricaciones entre la historia personal y la colectiva, entre el individuo y
la nación. Con herramientas propias de la ficción, Lage analiza las nociones de
ciudadanía, sociedad civil y defensa nacional. Al hacer esto, el autor
superpone los imaginarios sobrenaturales del fantasma, el zombi, el doble y el
cíborg, por un lado, a historias narradas con tono realista que recrean el
cuerpo queer y la figura del espía, por el otro, convocando un espacio de
alteridad para la literatura cubana. Este trabajo demuestra que el espacio
propuesto por Jorge Enrique Lage en Archivo
es uno de intervención política a través de la memoria.
Palabras clave: literatura
cubana, cuerpos queer, medios de prensa, memoria
Jorge Enrique Lage’s novel Archive, is a document that does not follow a conventional literary structure. Both formally and thematically, the author emphasizes his use of the literary platform as an archive that reflects the interweaving of the personal and the collective, and the individual and the nation. Through the tools of fiction writing, Lage explores notions such as citizenship, civil society, and national defense. He juxtaposes supernatural imaginaries like ghosts, zombies, doppelgangers, and cyborgs with realistic narratives that depict the queer body and the figure of the spy, creating a space of alterity within Cuban literature. This study reveals that Jorge Enrique Lage’s Archivo offers a literary space for political intervention through memory.
Keywords: Cuban literature, media, memory, archive
La novela Archivo de Jorge
Enrique Lage, apareció en el entorno literario cubano en el año 2015, publicado
por Editorial Hypermedia, una empresa editorial cubana radicada en Madrid que
utiliza el sistema de impresión bajo demanda. Esta novela, cuyo género es
reconocible como tal por haber sido clasificada de tal forma en la nota de
prensa de la editorial que circuló vía correo electrónico (Hypermedia: “Nota de
prensa”, Buzón Personal), así como en las entrevistas concedidas por el autor,
es un documento literario redactado en forma de lista, que consta de 152
acápites. Dentro de los límites de la caja de imprenta preparada por la
editorial, el texto alcanza apenas unas ciento once páginas. Al decir de su
autor, fue un impulso literario “fallido” que partió del deseo de contar
historias personales: “Quería hablar también de historias personales,
familiares, desenterrar lo que alguna vez vi o escuché, agregar otras capas de
memoria. Fue un pulso que no pude sostener en términos de sintaxis literaria (o
lo que entiendo yo por eso), pero sigo pensando que la idea era de lo más
buena” (Aguilera, 2017, p. 6D).
Desde el inicio, el texto se enuncia como una práctica procesual y
personal, en pos de la constitución de un archivo: “Nunca supe bien por qué lo
hacía. Siempre confié en averiguarlo durante el proceso. Había algo desesperado
ahí. Pero no era tanto la desesperación de vivir anclado en La Habana como de
vivir en el interior de una memoria portátil” (Lage, 2015, p. 9).
Más allá del proceso de construcción de un archivo que lleva a cabo el
narrador y personaje principal, a medida que vamos leyendo, en el texto
aparecen otros personajes y subtramas. Estos elementos diegéticos descansan
sobre una plataforma retórica multimedial, contenida en el archivo que leemos a través de un espectro que va desde los
recortes de papel hasta la inteligencia artificial. La palabra archivo alude en este texto de Jorge
Enrique Lage a la memoria, con cruces que se manifiestan entre lo personal y lo
institucional, y entre lo biográfico y lo histórico. Alude, además, a la
materialidad del proceso de archivar,
donde lo digital se superpone a lo analógico. Finalmente, archivo convoca a una lectura meta, donde la escritura y el rol de
la literatura es revisado como dispositivo de intervención histórica. De ahí
que la novela tenga en sus primeras páginas una mención a Tania Bruguera y su
célebre performance de 2014, cuya manifestación última fue la de una
intervención cívica a varios niveles, que abarcó tanto a actores individuales
como a la Seguridad del Estado y las instituciones culturales: “La escritura es
low profile. Autoficción. Autismo.
Interesa más el arte contemporáneo cubano, a lo Tania Bruguera” (p. 10).
Para los lectores de Jorge Enrique Lage, autismo no es una palabra casual: hace referencia a la novela
previa a Archivo, donde el Autista es
un personaje fundamental. Al incluir en su reflexión sobre la literatura a su
novela anterior, La Autopista, Lage
está denotando además lo que considera una falta de potencial político en su
obra; comparada con la pieza performática de Tania Burguera, la eficacia de su
escritura es low profile. Como es
obvio, también denota su interés en el potencial político de la literatura. Con
Archivo, Jorge Enrique Lage pretende
“una desconexión”, una obra que se distancie de su escritura anterior.1
Para lograr este objetivo y potenciar la capacidad política de su escritura,
Lage escribió Archivo como una “lista
negra”, confundiendo su estilo de esta manera con aquel que es empleado por la
Seguridad del Estado y las instituciones culturales para vetar todo aquello a
lo que no se quiere reconocer como entidad, sino, por el contrario, sustraer o
recortar de lo real.
La obra se sitúa en la segunda década de los años 2000, sin embargo, la primera fecha que leemos en el libro es la de
2009, y la última es la de 2012. Mientras 2009 marca el momento en que comenzó
a gestarse este libro para el narrador/autor o narrador autorial (el momento en
que comenzó a recoger y recortar periódicos), no es hasta 2012 que comienza a
escribirse “la lista”, denominación que el autor usa para describir la estructura
de la novela. Dicha “lista” está ubicada geopolíticamente en el escenario de la
Cuba de entonces, el mismo que inspirara al escritor Orlando Luis Pardo Lazo y
los posts para su blog Lunes de
Post-Revolución. Al igual que para Pardo Lazo, la nación es una
preocupación del autor de Archivo,
pero a diferencia de este, es el Estado —y su retórica— la entidad que se
privilegia en la novela:
Los puntos se
vuelven demasiado literarios, pensé, mejor detenerse y recordar qué significa
escribir. Escribir tiene que ver con la Seguridad del Estado. Con ninguna otra
cosa. Lo que importa no es la pregunta por la Literatura, lo que importa es la
pregunta por el Enemigo. (p. 25).
La obra parece transcurrir en un binario espacial, donde el Estado y su
mecanismo de seguridad nacional, la Seguridad del Estado, están contrapuestos a
la población civil y su mecanismo de expresión de la cotidianeidad bajo el
régimen: El escritor. El libro es un diálogo que establece un contrapunteo
entre el agente de la Seguridad y el escritor. No obstante, en este contexto,
ambos son “agentes” de poderes mayores (el Estado y la Literatura).
La conversación sobre los medios se extiende en este libro a quién posee o
no acceso a los mismos. En Archivo,
el presidente del país publica en la prensa, mientras el escritor y
protagonista, la primera persona del relato, recoge periódicos y los recorta:
A principios del
año 2009 recogí de la basura un ejemplar del periódico Juventud Rebelde y
recorté media página: las Reflexiones del Compañero Fidel. Eran los tiempos en
que Fidel Castro colaboraba regularmente con la prensa (el sucedáneo de prensa
nacional). Eran los tiempos en que yo siempre estaba recogiendo y recortando,
recogiendo y recortando. (p. 9).
Este proceso de “edición” de las noticias oficiales, mediante la
fragmentación, es lo que ocurre estéticamente en la novela, donde el escritor,
sin acceso a los medios, sólo alcanza a hacer listas, trabajar con retazos, y
publicar en una editorial nacional alternativa que reside fuera del país. El
quehacer del escritor remite también al buzo, ese personaje cubano que se hizo
popular en el imaginario colectivo dentro de la isla en los años noventa,
cuando el Periodo Especial visibilizó a los vagabundos y sus continuos
esfuerzos por encontrar comida u objetos útiles en los basureros de la ciudad.
A estas pesquisas de los basureros, en las que las personas en cuestión
parecían sumergirse en los latones, se les denominó popularmente como bucear, y a sus sujetos, los buzos. Similar a los buzos, el escritor
de Archivo parece condenado a vivir
de sobras, víctima de una miseria mediática. El bucear del autor es consecuente con las circunstancias de muchos buzos,
los cuales carecen de hogar. El escritor de Archivo
se declara partícipe de una “memoria portátil”, un archivo móvil. Hemos de
suponer que la memoria portátil es la suya, una memoria contingente que se
enriquece a medida que el escritor se mueve por la ciudad, acumula vivencias,
“edita” el paisaje de lo posible.
La confusión de la actividad literaria con aquella generada por la
Seguridad del Estado no se detiene en el estructurar de la novela en tanto
lista negra. En la novela, según leemos de la voz del agente de la Seguridad,
quien es el principal interlocutor del escritor, hay una organización similar a
la de Alcohólicos Anónimos, pero para agentes de la Seguridad que son adictos a
medios específicos. Los AAA, Agentes Anónimos Adictos, “estaban enganchados a
varios tipos de materiales basados en papel: revistas, folletos, documentos,
expedientes, archivos…” (p. 22). Estos agentes adictos se reúnen en un aula que
está dentro de Villa Marista, lugar que es introducido en el texto como
“Instalaciones centrales de la Seguridad del Estado”. La reunión de estos
agentes no es para amortiguar la adicción, sino para “dirigirla”, le dice el
Agente. A partir de la introducción de Villa Marista, mucho de la novela
ocurrirá dentro de estas instalaciones, donde el escenario está constituido por
pasillos, celdas y oficinas. Otro espacio de similar protagonismo será La
Unidad: “un conjunto de instalaciones ocultas en una finca de las afueras de La
Habana” (p. 50). En La Unidad, al igual que en Villa Marista, el escritor se
encuentra con personajes que le narran su historia, pero en el caso de La
Unidad, se trata de “pacientes”, en lugar de los “prisioneros” de Villa
Marista. En contraste tanto con Villa Marista como con La Unidad, otros
escenarios y personajes se hallan en las calles de La Habana, el Malecón, así
como el cuarto de Baby Zombi y Yoanx. El autor dialoga en estos espacios
urbanos con los trabajadores sexuales Baby Zombi y Yoanx. Estos espacios de la calle, en contraste con Villa
Marista, reciben el tratamiento de desordenados.
Pero dichos espacios civiles de desorden también están intervenidos por la Seguridad
del Estado, siendo los interlocutores del escritor en los espacios civiles,
personajes informantes, quienes usan la prostitución y el sexo para ubicar
micrófonos en lugares públicos y privados del cuerpo civil.
Con los dedos y
con la pinga-émbolo, Yoan maniobraba para empujarles el micrófono hasta el
intestino grueso. Antes o después del sexo, ella se ocupaba de colocar los
micrófonos en la casa o en la habitación del hotel. Si era necesario, ponía
micrófonos hasta en el carro que la recogía en el Malecón y la llevaba a la
casa o al hotel. Iba soltando los micrófonos como si fueran feromonas. (p. 27).
Mientras el cuerpo prácticamente desaparece en Villa Marista y en La
Unidad, en las calles ocupa el rol central de la narración. Los personajes se
miran “de arriba abajo”, se hacen comentarios que van de lo sensual a lo
obsceno, e interactúan mediante el tocarse, penetrarse, agarrarse y otras
manifestaciones intercorporales. Los cuerpos transicionan de un sexo a otro en
la calle, mientras que en las celdas y sanatorios parecen constar de una fijeza
heteronormativa estereotípica. Aparecen escenas sexuales en las celdas y
sanatorios, pero en los sueños relatados por los prisioneros/pacientes (p. 55)
o en sus confidencias al escritor acerca de lo que ocurre “por las noches” (p.
51). La intervención del Estado en los cuerpos y sus sexualidades tiene lugar
en la Cuba real mediante el Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX),
dirigido por la hija del ex presidente Raúl Castro, también diputada a la Asamblea
Nacional del Partido Comunista de Cuba. Esta organización, fundada en 1990,
comenzó en el año 2005 el programa denominado Estrategia Nacional de atención integral a personas transexuales, y
ejerce una gran influencia en las decisiones sobre quién puede recibir un
cambio de sexo y una nueva personalidad jurídica en el país.2 Cuando
el personaje que parece ser el protagonista de la línea del libro que más se
acerca a una trama de ficción, Yoan/Yoanis, llega a una suerte de revelación en
la página 53, leemos:
Yoanis tomó
decisiones. Dijo que no quería tener nada que ver con la Patrona de Cuba, ni
con los Patrones de Cuba, que en el fondo eran los patrones de los géneros:
biológicos, políticos y literarios. Ahora iba a buscarse y reconstruirse a sí
mismx en otra parte.
Como el documento Archivo tiene
una preocupación política que trasciende lo corporal, la transexualidad es
entendida como claustrofobia existencial devenida de la opresión ideológica:
“Hombres y mujeres atrapados en el cuerpo de un país. Eso sí es transexualidad,
todo lo demás es cirugía y psicología plástica” (p. 36).
La reflexión sobre la capacidad de intervención de la política
gubernamental sobre el cuerpo de los individuos puede verse en el cuarto de
Baby Zombi, un gay que ejerce la prostitución, también informante, y que venera
y desea a Fidel. Baby Zombi tiene una suerte de altar multimediático e
interactivo dedicado al exmandatario:
Una estatua de
cera a la que se le podía quitar y poner la barba y la ropa (la ropa que uno
quisiera): Revolución es cambiar todo lo que debe ser cambiado.
Una videoinstalación con imágenes de
archivo y remix de infinitos discursos.
Un holograma profundo con todos los tejidos, los huesos, los órganos, los
sistemas de órganos: Fidel era un país (p. 20).
El cuerpo de Baby Zombi es particularmente útil para explorar la visión de Archivo en torno a una sociedad
sobreviviente de un desastre epidemiológico, desastre donde lo orgánico y lo
ideológico se confunden. La figura del zombi
habla, en el contexto del neoliberalismo actual, de nuestra incapacidad
para elegir por nosotros mismos o siquiera reflexionar sobre nuestra falta de
agencia (Pielak y Cohen, 2017, p. 69); esta incapacidad es particularmente útil
en el contexto de un país totalitario como Cuba, hiperidiologizado,
hipervigilante en relación con sus ciudadanos, y arruinado económicamente.
La narrativa apocalíptica que acompaña al zombi en la literatura y el cine contemporáneos permite hablar de
circunstancias de crisis económicas a un tiempo que políticas. No obstante, la
figura contemporánea del zombi ha evolucionado desde su aparición en historias
orales tan lejanas en el tiempo como el siglo VIII, o a través de esos
monstruos góticos que manifiestan a
personas que siguen vivas después de la muerte o que “pasan por la muerte”-,
hasta los zombis que aparecen en el Caribe relacionados al vodoo. La figura del zombi sufrió una transformación en los años
sesenta, con la película Night of the
Living Dead, de George Romero, la cual inscribió a los zombis culturalmente
como devoradores de cerebros. Más adelante, en los años noventa, comienza a
generarse una nueva visión del zombi con instancias como el videojuego Resident Evil, que vincula al zombi con
la epidemiología (Verran y Reyes, 2018, p. 7). Lo sobrenatural, y en particular
el zombi, continuó evolucionando en el siglo XX. En fechas recientes, nuevas
preocupaciones como el género, la orientación sexual y la raza son exploradas a
través de una suerte de gótico contemporáneo.
En Archivo la interseccionalidad
de género acontece para el personaje femenino de Claribel, gracias a una escena
donde su cuerpo desnudo es tomado por una fuerza mayor, que le hace sacudirse y
hablar con una voz masculina y desconocida. Yoan/Yoani también parece ser
víctima del virus de la “inmunodeficiencia cerebral humana” o el “sida del
cerebro”. Luego de decir al escritor que estar en la calle “es exponerse a un
peligro: el virus” (Lage, 2015, p. 28),
Yoan/Yoanis se
recluye en su cuarto, y su compañero de cuarto, Baby Zombi, dice de ella que
“La puta está que ni se levanta de la cama”, y que “Se ve peor que si estuviera
muerta” (p. 45). Yoan/Yoanis se recupera, pero a partir de su enfermedad detiene el proceso de cambio de sexo
que estaba llevando a cabo, y comienza una crisis de identidad para él/ella
(3). Mientras Baby Zombie parece ser blanco (su raza no se nombra, lo cual
permite asumir que es —por contraste con otras clasificaciones raciales que
aparecen en el libro tales como mulato o negro— de la raza asumible o normal:
la blanca), Yoan/Yoanis se introduce como “un mulatico vivo, delgado y suave”
(p. 21). Peter Odell Campbell ha analizado la potencialidad del personaje
sobrenatural para explorar la interseccionalidad, la cual contempla tanto la
diversidad sexual como la racial (Campbell, P. O., 2013). Estudios recientes
sobre lo sobrenatural y su popularidad en la cultura contemporánea apuntan además
a una renovación de lo gótico para abarcar “nuevos territorios”, como la
comedia y el romance, donde hay un giro hacia la ligereza debido a que estas
manifestaciones del género tienden a la exploración personal y la autoexpresión
más que a la explotación de temores colectivos (Spooner, 2017).
En Archivo, por otro lado, lo
sobrenatural parece estar más asociado al poder del Estado sobre los
individuos, o los entramados políticos de instituciones nacionales y estatales
cuya larga sombra se extiende de manera nociva e ineludible sobre la vida de
los personajes. También parece ser la manera de procesar el trauma de una
comunidad, en este caso, la de los escritores. Como afirma Enrique Ajuria
Ibarra “reconocer la presencia de un fantasma es admitir la relación entre
fantasía y trauma nacional” (6). En el documento de Lage, muchos de los
personajes parecen ser la sombra o fantasma de alguien más. Entre pacientes,
prisioneros y trabajadores sexuales tenemos a varios dobles, como Amy
(Whinehouse) y Obama, por mencionar solo a dos. En la introducción al estudio
reciente sobre el gótico latinoamericano y la figura del doble dentro de este,
los autores reconocen que, para Freud, el doble puede darse a través de diferentes tipos: vidas paralelas,
fantasmas, personalidades dobles, el reflejo del espejo, entre otros. La
lectura que los colaboradores del libro Doubles
and Hybrids in Latin American Gothic hacen de muchos relatos y novelas
latinoamericanas como gótico, aplica a Archivo,
ya que, en este como en los otros, “History
reenacts through the contemporary through the bodies of the living in order to
play out the trauma recurrently” (p. XX).
Además de las figuras históricas que aparecen mediante los dobles en
el libro, tenemos “La Mano de Washington”, la cual acecha a uno de los pacientes: “Le costaba trabajo dormir sabiendo que
allá afuera estaba La Mano de Washington, acechando. ¿Acechando qué? Eso no lo
sabía con exactitud, pero sin duda se trataba de un acecho mortal” (p. 54).
Este fantasma recrea la retórica oficial, y específicamente aquella presente en
la prensa impresa nacional que se encuentra bajo el monopolio del gobierno. La
mano de Washington es una de las maneras más comunes que utiliza el discurso
oficial para referirse a acontecimientos que ocurren en el entorno local, y que
según el discurso oficial han sido propiciados por el influjo de la política
estadounidense, o debido a la “manipulación” que los representantes de esta
política ponen en acción para imponer su ideología en territorios foráneos. También
está el personaje de la Médium, quien fuera informante, y ya retirada, es
visitada por la Seguridad del Estado, la cual parece concederle un lugar
especial o considerar que ella es poseedora de un poder especial. La Médium nos
habla de la importancia de las voces de los muertos:
Los muertos no
hablan, dijo la Médium. Los que hablan son los vivos. Los muertos no hablan
pero sus voces están siempre ahí. Las voces de los muertos hacen interferencia
con las voces de los vivos. Por esa interferencia, que puede ser un chirrido, o
una suciedad, se cuela todo. Entra un segundo nivel. Hay muertos cuyas voces se
escuchan claramente. No son mensajes bonitos ni agradables. A veces son como
botellas lanzadas para este lado con furia, para que se hagan añicos. Para que
los trozos de vidrio hagan correr la sangre (p. 86).
Pero, aunque las voces de los muertos son fundamentales y canalizan mensajes furiosos, las voces de esos muertos no hablan. Esto coincide con lo que dice Nicolas Edel en sus “Notes on the Phantom: A Complement to Freud 's Metapsychology”. Traducido por Nicholas Rand, en este texto Edel escribe que el fantasma es una manifestación de las lagunas o cabos sueltos que yacen en la biografía personal y/o familiar. Aunque el fantasma es un hecho metapsicológico, como afirmara Freud, lo que acecha no es el muerto, sino “the gaps left within us by the secrets of others” (Edel, 2018, p. 287). En otras palabras, el delirio del paciente que se corporiza a través del fantasma y escenifica (stages), las agitaciones verbales de un secreto “enterrado vivo” en el subconsciente familiar (p. 289). Las palabras que el fantasma usa “to carry out its return” no se refieren a una fuente del discurso, sino que apuntan a una laguna, una ausencia, o lo impronunciable (the unspeakable) (p. 290). La lectura psicoanalítica de Archivo vía Edel coincide con las señales que deja la novela para la lectora atenta, por un lado, mientras por otro, ayuda a entender áreas de la novela donde lo corporal parece ser secundario o una mera herramienta para canalizar el trauma político nacional. Ante esta lectura, se hace más clara la cita antes mencionada de la página 36, cuando el personaje de Yoan/Yoanis, al ser interpelado por el escritor acerca de su condición de ser “una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre” responde: “Hombres y mujeres atrapados en el cuerpo de un país”, y luego “Eso sí es transexualidad, todo lo demás es cirugía y psicología plástica” (Lage, 2015, p. 36). La palabra sicología en este fragmento resulta chocante, ya que establece una zona de ruido, similar a aquellas discordancias que describe el personaje de la Médium como la manera de expresión de lo que denomina “las voces de los muertos” (p. 86). Pero el fantasma, como expresa Edel, es sostenido por palabras que no pueden expresarse clara o directamente: “the phantom is sustained by secreted words, invisible gnomes whose aim is to wreak havoc, from within the unconscious, in the coherence of logical progression” (p. 291).
La estructura de Archivo rompe de
manera eficiente con la progresión lógica, al ser desplegado en forma de lista,
y corporiza además la Historia a
través de estas “voces de los muertos” y dobles
que pueden ser una vía para expresar las palabras ocultas: “These are often the very words that rule an
entire family's history and function as the tokens of its pitiable
articulations” (Edel, 2018, p. 292). Finalmente, el intento de escenificar las palabras impronunciables a través
de ruidos que alteran la lógica de los sistemas en orden es una suerte de
exorcismo que busca liberar el inconsciente mediante el recolocar del fantasma
y las palabras ocultas en el campo de lo social.4
“Los que saben de verdad están muertos” dice la Médium, “pero están sus
voces” (87). Al colocar las voces de los fantasmas al centro del documento,
Jorge Enrique Lage usa deliberadamente un discurso desfigurado, que trata de
dar cuenta de lo “inexpresable” en las circunstancias políticas del país. El
autor/escritor, también sujeto a esta lógica, es un doble de sí mismo cuando
literalmente se duplica para acceder a su yo más joven, e intentar dejarle un
mensaje, o cuando usa un espejo para desvirtuar su imagen actual. El doble,
siguiendo la perspectiva de Otto Rank, es recreado para enfrentar la amenaza de
la muerte, y el “estado del espejo” lacaniano ayuda a reconocer una unidad a un
tiempo que aliena el yo. Según Rank, la imagen del espejo lleva consigo además
el mensaje de la muerte (XX). El espejo de Archivo,
descrito como “una preciada reliquia de la Revolución” y “una antigüedad muy
valiosa” (p. 58), es ofrecido al escritor por el Agente. La aparición y
desaparición de la sangre en el reflejo mientras el escritor de Archivo se contempla, da cuenta de este
mensaje de mortalidad: “probé afeitarme y terminé con la cara llena de cortes
sangrantes. Y ante mi reflejo, la sangre no hizo nada por coagular” (p. 71).
¿Por qué es el escritor quien usa el motivo del doble del espejo? Por la
misma razón que hace al autor/escritor llamar al objeto “el Espejo Que Deforma
& Pone En Crisis La Primera Persona”. Desde el exergo, el fantasma es una
figura clave conectada con la Seguridad del Estado y con la comunidad literaria:
“Ese pasado de los fantasmas que investigan los espías. Pero ahora somos
nosotros, los fantasmas, los que investigamos a los espías” (p. 7).
La cita de Lorenzo García Vega que abre el documento Archivo equipara a los “fantasmas” con un nosotros que puede
asumirse como referencia a la comunidad de escritores, siendo Lorenzo García
Vega un escritor exiliado de gran influencia para la generación de Lage.
Lorenzo García Vega escribió esta cita en el contexto de una nota dedicada a
otro escritor, Antonio José Ponte:
Al Antonio José
Ponte, le pasé el siguiente telegrama navideño: FELICIDADES, DESDE ESTA VILLA
MARISTA QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO.
... El fantasma de los espías, fantasmas de los cuales ya somos sus espías.
... ¿Villa Marista ha inaugurado una era imaginaria? La respuesta la pudieron dar los espías, y
nosotros, aunque ahora somos los espías de los espías, no acabamos de saber,
bien, cómo es la cosa. Hay que esperar. (García Vega, 2010).
El texto fue publicado en diciembre de 2010, con motivo de las fechas
navideñas, en un blog del que Lorenzo García Vega participó durante sus años
finales gracias a la coautoría con Margarita Pintado Burgos, estudiante
graduada que estableció una relación de amistad con García Vega a partir de
investigarlo como sujeto de su tesis de doctorado.5 El texto se
muestra como una correspondencia sostenida vía correo electrónico, pero que
participa de diferentes medios: comienza con lo que Lorenzo García Vega nombra
como “telegrama”, y sigue con dos comunicaciones que García Vega dirige a
Ponte. La respuesta de Ponte y final de esta entrada del blog acusa brevemente
de recibo, celebra la comunicación, y pide republicarla íntegramente en Diario de Cuba, el periódico en línea
que dirige Antonio José Ponte. El periódico virtual Diario de Cuba se promueve como el sitio para “Noticias de última
hora sobre la actualidad en Cuba y el mundo: política, economía, deportes,
cultura, opinión, entrevistas y literatura”. El rol privilegiado de la
literatura en esta autopresentación hace obvia la relevancia del género no sólo
para Ponte, su director, sino para el equipo que produce Diario de Cuba. Además de Ponte, en el equipo trabajan Lien
Carrazana Lau y Ladislao Igualado, director de la Editorial Hypermedia. Como ya
hemos leído, Jorge Enrique Lage es a su vez director de la revista virtual Hypermedia, la cual forma parte de la
misma institución que produce Diario de
Cuba.
La comunicación de Lorenzo García Vega fue inspirada a su vez por el libro
de Antonio José Ponte Villa Marista en
plata: Arte, política, nuevas tecnologías (Editorial Colibrí, 2010).
Este libro,
definido por su autor como el estudio de una época caracterizada por “la
exposición mediática de la violencia estatal”, estudia como “las labores” de la
Seguridad del Estado es el tema de obras de cineastas y artistas visuales, y en
el análisis de Ponte “la relación entre vigilantes y vigilados, entre agentes
secretos e intelectuales, es estudiada en cada uno de estos ejemplos” (p. 9).
No obstante, seis años antes de publicar Villa
Marista en plata, Antonio José Ponte había dedicado un artículo a los
fantasmas y espías que menciona Lorenzo y Lage replica en Archivo. En “Permanencia del espía y del fantasma”, publicado en
Letras Libres, el 31 de diciembre de 2004, Ponte habla de la literatura
fantástica y de cómo les fue proclamada la muerte a los fantasmas dentro de
este género durante los años treinta del siglo XX. El artículo revela en qué
medida los avances tecnológicos de entonces (la electricidad, la radio, el
teléfono) desplazaban a los fantasmas y
las apariciones. Más adelante,
continúa Ponte en su artículo, John Le Carré, escritor que se benefició de la
popularidad de los espías durante la Guerra Fría, se cuestionaba la continuidad
del subgénero después de la histórica caída del Muro de Berlín. Sin embargo,
con Le Carré, Ponte considera que fantasmas y espías siempre permanecerán
vigentes. Seguirán surgiendo “De la interacción entre la realidad y el
autoengaño que se encuentra en la base misma de nuestras vidas secretas”,
escribe Ponte citando a Le Carré:
De la confianza
ciega que los políticos, por desesperación o impaciencia, depositan en unos
servicios de inteligencia supuestamente intocables, con resultados desastrosos.
De nuestra capacidad común, sea cual sea la nación a la que pertenezcamos, para
torturar la verdad hasta que nos diga lo que queremos oír. Del modo en que una
historia de espionaje nos lleve al centro de cualquier conflicto, aunque luego
resulte que el conflicto está dentro de nosotros mismos. (Ponte, 2004).
En este artículo, Ponte trata al fantasma y al espía como “figuras de
infiltración” que responden a la “tendencia a considerar peligrosa toda
alteridad”, y recalca, para contradecir el argumento tecnológico, que “la
electricidad no hace más que marcar de otra manera el perenne contraste entre
claridad y sobra”. ¿Y qué rol juega la tecnología digital, en el panorama
contemporáneo, con respecto a fantasmas y espías? En su libro Villa Marista en Plata, seis años
después de publicar este artículo, Ponte hace una lectura de los correos
electrónicos que formaron parte de la Guerrita de los Emails, para mostrar cómo
la aparición del ex funcionario represor
Luis Pavón en la televisión cubana era narrada como “una pesadilla” y “cosa de
un remoto pasado”, escribe Ponte, citando a Ambrosio Fornet (Ponte, 2016, p.
141). Los sucesos alrededor de la emisión de Pavón, “Quien fuera descrito en
varios mensajes electrónicos como un fantasma, como un muerto insepulto o como
un vampiro” (p. 141), y que dieron lugar a un fenómeno tan relevante como la
Guerrita de los Emails, parecen ser una evidencia de que las nuevas tecnologías
no frenan, sino que potencian lo fantasmagórico. O, en otras palabras, y tal y
como Ponte había concluido en su artículo, fantasma y espía “continúan
viniendo, visitándonos, desde los nacionalismos y desde la muerte” (Ponte,
2004). 7
Por medio del exergo que abre la novela, Archivo dialoga a un tiempo con el libro de Antonio José Ponte y la
lectura que hace de este Lorenzo García Vega. Vía García Vega, Lage se inscribe
además en dos tradiciones creativas: la literaria que busca “nuevas eras
imaginarias” (García Vega), y la de los artistas visuales y cineastas que Ponte
estudia en su Villa Marista en Plata,
para quienes “los órganos de represión” se han convertido en el tema central de
la obra (Ponte, 2010, p. 9).
El interrogante central de Archivo está
dirigido a analizar el rol de la literatura en un contexto nacional represivo,
donde no solo los medios, sino también el arte, se encuentran sometidos al
control y escrutinio del Estado. Dicho interrogante cuestiona a su vez la
relevancia política de la literatura. Para Lage en 2015, año en que la novela
fue publicada, el arte, con Tania Bruguera como ejemplo y el performance político como su obra
emblemática, poseían mayor grado de efectividad y capacidad de intervención que
la literatura. Archivo intentó
acercarse a su modelo uniendo las tradiciones literaria y artística, colocando
a “los órganos de represión” al centro de su pieza literaria, mientras se
aventuraba en el ensayo de “nuevas eras imaginarias” a través de la exploración
de subjetividades ciudadanías diferentes a las tradicionales, abriéndose tanto
a la diversidad política como a la sexual.
Archivo reclamó un espacio otro para la literatura cubana [cursiva agregada], uno relacionado
con el performance artístico, la prensa y la toma de posesión del espacio
público. Si durante el Periodo Especial la literatura pareció ocupar el lugar
del periodismo, esta vertiente parece invertirse en el siglo XXI. Archivo vislumbró este devenir, y la
novela fue catalogada por su propio autor como “lista”, conjunto de
“anotaciones” y “memoria portátil”. Es, en suma, un documento, tanto en
términos de formato como de funcionalidad. La promoción de escritores que sigue
a la Generación Años Cero, sin embargo, ha radicalizado este gesto. Escritores
como el narrador Carlos Manuel Álvarez y la poeta Katherine Bisquet se han
dedicado a una literatura política y cuasi periodística, al tiempo que ejercen
un periodismo literario. El ejercicio de ambas vertientes se encuentra
profundamente intrincado con el uso de las redes sociales. Dicho de otra forma,
estos jóvenes escritores han decidido hacer literatura por otros medios.
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1
En la entrevista
que le hace Carlos Aguilera a Jorge Enrique Lage para El Nuevo Herald a causa
del lanzamiento de Archivo, Lage
declara: “Archivo fue una desconexión. Tiene la estructura de una lista, y como
se lee en el libro: a las listas negras, una vez empezadas, no se les puede
poner fin. Introduje imágenes y motivos que fechaban lo que estaba narrando en
tiempo real, para destacar el proceso de la escritura sobre el “acabado”. Tuve
hasta la idea de autopublicarme, lanzarlo como pdf-panfleto a Internet. No lo veía
como “libro” sino como documento autista o algo así.” (Aguilera, Carlos: “Jorge
Enrique Lage, la memoria portátil”. 5 de enero de 2017. En
https://www.elnuevoherald.com/vivir-mejor/artes-letras/article124763429.html.)
Nótese que mientras el autor establece que la novela es “una desconexión”,
también acota que es una continuidad al calificarla de “documento autista”, lo
cual hace referencia a la persona del Autista de su novela anterior, La autopista: the movie (Ediciones Caja
China, 2014).
2
Una mirada jurídica
de la
transexualidad en Cuba”.
01/10/2010. En https://ambitojuridico.com.br/edicoes/revista-81/una-mirada-juridica-de-la-transexualidad-en-cuba/
3 Los síntomas del virus del “sida del cerebro” son descritos de una manera que evidencia preocupaciones de orden económico, macropolítico y biopolítico: “No te mueres, pero tu vida se vuelve una gigantesca alucinación, un pozo de delirio. En suma: te conviertes en una caricatura tercermundista. La edad parece ser un factor: ninguna de las infectadas tiene más de veinte años. No se sabe por qué somos nosotras el grupo de mayor riesgo. No se sabe mucho de este virus. En lo que a mí respecta, la Seguridad lo puso en la calle para poder investigarlo. Tal vez no somos el grupo de mayor riesgo: somos las travestirratas del laboratorio. Y no podemos escapar.” (p. 28). 4 Ajuria Ibarra, Enrique. “Permanent Hauntings: Spectral Fantasies and National Trauma in Guillermo del Toro’s El espinazo del diablo”, Journal of Romance Studies 12.1,2012. Ajuria Ibarra explora esta relación entre el procesar de un trauma al interior de una comunidad y fantasmas populares como los de Mochito y Frida Sofía en México, “apariciones” que emergieron durante los terremotos del 19 de septiembre de 1985 y 2012 respectivamente (Ajuria Ibarra, Enrique. “Doubles, Spectres, and Community Trauma: Collapse, Repetition, and Horror in the Mexican Earthquake of 9/19”. En Eds. Alcalá González, Antonio y Bussing Lopez, Ilse. Doubles and Hybrids in Latin American Gothic. Routledge, Taylor & Francis, New York, 2020.
5 Abraham Edel además especifica que es difícil reconocer la presencia del fantasma o abordarla durante la terapia, ya que esta revela “palabras ocultas” que usualmente penetran de manera muy indirecta las acciones conscientes del paciente. Edel pone un ejemplo que clarifica esta canalización del horror a través de una “afinidad”: “one carrier of a phantom became a nature lover on weekends, acting out the fate of his mother's beloved. The loved one had been denounced by the grandmother (an unspeakable and secret fact) and, having been sent to "break rocks" (casser les cailloux = do forced labor), he died in the gas chamber. What does our man do on weekends?
A lover of geology, he "breaks rocks," then catches butterflies which he proceeds to kill in a can of cyanide” (p. 291).
6
El blog
recibió contribuciones desde 2010 hasta 2011, y fue presentado a los lectores
como encuentro intergeneracional y “proyecto de novela epistolar”. Lorenzo
García Vega murió en 2012. En http://pingpongzuihitsu.blogspot.com.
7 En Archivo también se menciona a Reinaldo Arenas. Hay una cita de El color del verano (1999) que también se encuentra en un fragmento de Archivo que fuera publicado como relato bajo el título de “El color del verano (Mockumentary)” (Eds. Maqueira, Enzo y Terranova, Juan. Región. Antología del cuento político latinoamericano. Interzona Editora, Buenos Aires, 2012). En ambos textos la cita se introduce como “literatura LGTB cubana”, y es Baby Zombi quien lee el fragmento, pero en el cuento que precede a la novela, Baby Zombi “lee en cámara”, mientras que en la novela la cita se introduce luego de anunciar que Baby Zombi “memorizaba y recitaba párrafos enteros del suicida Reinaldo Arenas”. Al parecer destinada a enfatizar la importancia de los cuerpos y la preocupación por el tiempo y el espacio geográfico en los que se encuentran confinados los habitantes de la isla de Cuba, la cita es la siguiente: “Ya está aquí el color del verano con sus tonos repentinos y terribles. Los cuerpos desesperados, en medio de la luz, buscando un consuelo. Los cuerpos que se exhiben, retuercen, anhelan y se extienden en medio de un verano sin límites ni esperanzas. El color de un verano que nos difumina y enloquece en un país varado en su propio deterioro, intemperie y locura, donde el Infierno se ha concretizado en una eternidad letal y multicolor. Y más allá de esta horrible prisión marítima, ¿qué nos aguarda? ¿Y a quién le importa nuestro verano, ni nuestra prisión marítima, ni este tiempo que a la vez nos excluye y nos fulmina? Fuera de este verano, ¿qué tenemos?” (Lage, 2015, p. 38).
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41369
Ignacio
Iriarte
Universidad
Nacional de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina iriartelignacio@gmail.com
ORCID:
0000-0002-4596-3164
Recibido
10/03/2023 Aceptado 22/05/2023
En este trabajo
analizo algunos imaginarios urbanos de la literatura cubana que se producen
entre mediados del siglo XX y el siglo XXI. En el primer apartado describo la
ciudad que Antonio José Ponte construye en “Un arte de hacer ruinas” y comparo
esa ciudad fragmentada con los imaginarios orgánicos de José Lezama Lima y
Alejo Carpentier. Propongo como hipótesis que los cambios en la forma de
comprender La Habana están vinculados con la disolución del Bloque Socialista.
En el segundo apartado examino la importancia de las relaciones ruso-cubanas
para comprender la ciudad y para esto me detengo en una película de Mijail
Kalatózov (Soy Cuba) y La mala memoria, de Padilla. En el tercer apartado abordo la película La obra del siglo (2015) para pensar la
fractura de esa relación y el impacto que ésta tiene sobre la ciudad. En el
siguiente contrasto las experiencias urbanas distintas que se registran, por un
lado, en los libros de Ponte e Iván de la Nuez y, por el otro, en la novela más
reciente 9550: una posible interpretación
del azul (2014), de Abel Arcos. En las conclusiones reflexiono sobre la
experiencia actual de la ciudad a partir del imaginario que construye este
último escritor.
Palabras clave: ciudad,
La Habana, Moscú, narrativa
In this paper I analyze some urban imaginaries of Cuban literature that are produced between the mid-20th century and the 21st century. In the first section I describe the city that Antonio José Ponte builds in “Un arte de hacer ruinas” and I compare that fragmented city with the organic imaginaries of José Lezama Lima and Alejo Carpentier. I propose as a hypothesis that the changes in the way of understanding Havana are linked to the dissolution of the Socialist Bloc. In the second section I examine the importance of Russian-Cuban relations to understand the city and for this I analyze the film Soy Cuba, by Mikhail Kalatózov, and La mala memoria de Padilla. In the third section I describe the film The Work of the Century (2015) to think about the fracture of that relationship and the impact that this fracture has on the city. In the following section I contrast the different urban experiences that are appear, on one hand, in the books by Ponte and Iván de la Nuez and, on the other, in the most recent novel 9550: una posible interpretación del azul (2014), by Abel Arcos. In the conclusions I reflect on the current experience of the city from the imaginary that this last writer proposes.
Keywords: city, Havana, Moscow,
narrative
En “Un arte de hacer ruinas”, Antonio José Ponte describe La Habana que se
mantiene en pie por lo que llama “estática milagrosa”. Se trata de un tema que
Ponte ha recorrido y pensado en otros textos (La fiesta vigilada es central en este sentido) así como también han
transitado otros escritores cubanos y no cubanos, como revela César Aira cuando
va a La Habana: básicamente descubre ruinas. Ahora bien, detrás de este tema
que se ha vuelto evidente se revela en los textos de Ponte que la ciudad está
constituida por tiempos, objetos y fragmentos culturales que no terminan de
soldarse del todo. Uno de los personajes de aquel cuento tiene monedas de
diferentes países y de tiempos distintos y le dice al narrador que cualquier mañana
uno sale a la calle y descubre “que el cólera recorre la ciudad. Saliste a mil
ochocientos treinta y dos, sin tiempo para asombrarte. De momento necesitas una
moneda, porque sabes que en la bodega de Rincón, en Cuba y Lamparilla, te la
cambian por un plano que va a guiarte en ese laberinto” (Ponte, 2005, p. 61).
Aparte de los tiempos diferentes, el texto trabaja con una intriga policial o
de espionaje: el tutor del narrador actúa de manera sospechosa, se entrevista
con un hombre que luego cree descubrir en un cuarto contiguo, pero tales
intrigas no terminan de resolverse; de la misma manera, quedamos sorprendidos
cuando el narrador baja por un túnel y descubre una ciudad que se levanta con
los edificios que se derrumban arriba, en La Habana. En “Un arte de hacer
ruinas” hay muchas historias, encastradas una dentro de la otra, como sucede
con las viviendas de los cubanos, que las van subdividiendo, pero ese encastre
(esa arquitectura) es lo único que las mantiene cerca porque cada vez que Ponte
busca una causa, lo que descubre es un vacío, como si todo resultara a la
postre fortuito, como si las vidas estuvieran reunidas por aire y nada más. La
ciudad de La Habana, parece decirnos Ponte, es algo más que un montón de
ruinas: es una ciudad fracturada. Tal vez algún día fue un mosaico de culturas,
tiempos y razas, o tal vez eso creyeron los que la pensaron en el pasado, pero
en cualquier caso ahora descubrimos una serie de signos y lenguas de
procedencias diversas que no terminan de conformar un todo común. Para decirlo
con cierta filosofía (JeanLuc Nancy (2000), Maurice Blanchot (2002)), lo común
es lo imposible, lo que une es lo que no es.
¿Cuándo fue que la ciudad de La Habana, construida por la literatura, se
transformó de esa manera? Algunos de los nombres más importantes de la
literatura del siglo XX (corto, al decir de Eric Hobsbawm (1997)) tenían una
mirada distinta de la ciudad: construían una ciudad literaria marcada por la
confluencia cultural. Alejo Carpentier, que habla de la ciudad de las columnas,
pensaba que toda ciudad latinoamericana tiene un estilo barroco a causa del
amontonamiento de estilos.1 Contemporáneo de Fernando Ortiz, la
ciudad se revela un mosaico de tiempos, razas y culturas que producen un nuevo
estilo y una nueva forma de existir. Por su parte, José Lezama Lima imagina una
ciudad incluso más orgánica: celebra que
La Habana es una
capital chica, una ciudad-estado, sobre la que vuela una cultura trascendental
y utópica, que le otorga entonces una existencia religiosa.2 La del
autor de Paradiso es una Habana
articulada por el “sentimiento de lontananza” que aguarda, como dice en “Noche
insular: jardines invisibles”, el nacimiento de los dioses, porque “nacer aquí
es una fiesta innombrable”.
El imaginario de
la ciudad empieza a cambiar con el ingreso del estructuralismo y el
posestructuralismo al pensamiento cubano. En las novelas de Severo Sarduy se
anuncia el vacío que va a estar en la narrativa de Ponte y los que vinieron
detrás de él. Pero, aun así, el vacío de Sarduy reúne y articula la ciudad.
Pensemos en La Habana de Gestos: como
dice Roberto González Echevarría (1987, pp. 89-97), todas las redes
infrasestructuales conducen a la central eléctrica. Allí no hay nada, no hay un
ser que se revela, y sin embargo la ciudad (las culturas de la ciudad) están
sostenidas por ella. Aunque Sarduy ya no imagina La Habana a partir de la
transculturación o el modelo utópico que flota sobre ella, el vacío logra
organizar un mosaico cultural (lo dice constantemente con la fórmula barroca
del horror al vacío: el vacío atrae los fragmentos y los mantiene unidos uno al
lado del otro, componiendo, de esa forma, un cuadro, un texto o una
ciudad).
¿Cómo podemos explicar la transformación que se produce entre los
imaginarios de la ciudad del siglo XX y los que surgen a partir de los años 90?
Una posible respuesta se encuentra en el fin del Bloque Socialista, que
comienza en noviembre de 1989 con la caída del muro de Berlín y concluye en
diciembre de 1991 cuando Rusia, Ucrania y Bielorrusia declaran que la Unión ya
no existe. Se trata de un acontecimiento que repercute en todos los ámbitos de
la vida y a lo largo y ancho del globo, pero podemos identificar tres efectos
principales que afectan de una manera especial a la ciudad de La Habana y las
estructuras imaginarias que la piensan y la sostienen.
En primer lugar, la ciudad sufre una crisis económica larga y sin
precedentes. Combinada con la permanencia del gobierno en el poder y el
estrangulamiento del bloqueo norteamericano, llevó a una parálisis que fue
arruinando año tras año la trama urbana. En La
fiesta vigilada Ponte dice que las ruina son “Accidentes en cámara lenta”.
Pues bien, el primer efecto es ese accidente lento, casi imperceptible, que
termina por devorarlo todo.
En segundo lugar, la crisis del socialismo afecta uno de los principales
soportes intelectuales que pensaron la ciudad durante casi medio siglo. Desde
un punto de vista general, aplicado a la narrativa histórica y no puntualmente
a la ciudad, Nicolás Casullo (2008) analiza esa crisis argumentando que pasamos
de la idea de la revolución como futuro a la idea de la revolución como algo
que pertenece al pasado. No se termina simplemente un proyecto x para pensar la realidad, no envejece
tan solo una cantidad enorme de libros o se destiñen fotos o se aletargan
películas: sucede algo más fuerte y es que el tiempo, la conexión entre pasado,
presente y futuro se fractura. En la ciudad de La Habana, esa consecuencia se
registra menos en los libros, los imaginarios y la trama misma de la ciudad.
Los edificios a medio realizar (pienso en la central atómica que se inicia en
los años 80), los edificios corroídos, pero también lo que se mueve o aquello
más pequeño, como los autos soviéticos o la revista Sputnik, expresan lo que dice Casullo: son elementos que proyectan
un futuro que se ha vuelto pasado.
El tercero de los efectos que quiero mencionar es una transformación
visible en gran cantidad de relatos. No quiero decir en todos, porque hay
escritores como Leonardo Padura que se proponen reconstruir los fragmentos, es
decir, buscan rearticular, repensar, rearmar un orden o una ciudad, aunque sea
desde el sentimiento luctuoso y la conciencia de la crisis. Pero si pensamos en
escritores como Ponte, Iván de la Nuez, Carlos Aguilera, o más recientes, como
Legna Rodríguez Iglesias y Abel Arcos, por poner dos ejemplos, lo que
encontramos es una profunda transformación en las formas de narrar que tiene
como ejes el rechazo de una mirada que englobe la historia en su conjunto y la
apuesta (¿inevitable?) por la fragmentación y la pérdida de un foco central. Si
la cultura soviética se desploma, lo que aparece es una forma “posmoderna” de
narrar que está marcada por una sintaxis de la yuxtaposición que se maneja con
independencia de los enlaces evidentes entre fragmento y fragmento. De este
modo, la narración representa en la forma, más que en el contenido, una ciudad
de fragmentos que ya no parecen evidente que se puedan soldar.
Ningún elemento
parece más claro para examinar este cambio en la forma de pensar la ciudad que
la presencia de los elementos ruso-soviéticos en la narrativa cubana. En lo que
respecta a la literatura, el vínculo de La Habana con Rusia se remonta a por lo
menos a principios del siglo XX. En este sentido, es importante reparar en el
puñado de crónicas (siete en total) de Alejo Carpentier sobre la ciudad que
firma con el nombre de su madre, Lina Valmont, aparecidas en la revista Chic entre marzo de 1923 y enero de
1924.3 Se trata de una mirada ficticia, claro está, mezclado con
cierto gesto travesti, pero no deja de ser un gesto interesante porque Rusia
aparece para definir una mirada extrañada sobre la ciudad. Podríamos ver en
esas crónicas los primeros fundamentos de lo real maravilloso.4
Sin embargo, la relación de La Habana con Moscú se altera después de 1959,
o, mejor dicho, después de 1961, cuando Fidel Castro instaura una schmitteana
dictadura constituyente y declara que la revolución se inscribe en el
socialismo. En este caso no interesa tanto las transformaciones políticas o los
impactos culturales directos que genera esa definición; importa más bien el
modo en que esto afecta a la ciudad. ¿Cómo se inserta lo soviético en La
Habana? Podemos pensar en cosas tan disímiles como la ropa, los autos Lada, las
construcciones prefabricadas, los barrios, aun el frustrado proyecto de la
construcción de la central atómica en la Ciudad Electro Nuclear, pero de esa
primera época quisiera mencionar un texto menos directo (en él no se describe
la ciudad), aunque revelador del modo en que ingresa lo soviético. Me refiero a
La mala memoria, o más bien a unas
páginas muy puntuales de ese libro.
En ellas, Heberto Padilla relata las jornadas de los días 16, 23 y 30 de
junio de 1961, en los que Castro pronuncia el discurso “Palabras a los
intelectuales”. Nos encontramos en la Biblioteca Nacional. El relato de Padilla
es tan sólido que casi se escucha el bullicio, las corridas, el calor, el
entusiasmo de muchos y el temor de otros. Captura en su escritura la
aceleración de la política y la vida diaria. De un golpe cubre la prohibición
de PM y el cierre de Lunes de revolución, pero palpita en su
texto la experiencia todavía cercana de la insurrección armada junto con la
voladura del barco La Coubre, la famosísima
foto que consigue Alberto Korda en las ceremonias fúnebres, la declaración
socialista, etc. En ese pasaje de La mala
memoria la Rusia soviética se introduce por medio de un poeta que está de
visita en La Habana, Eugenio Evtushenko, y su traductor, Vitali Borovski,
corresponsal del diario Pravda. El
escritor le dice a un grupo de personas, entre los que se encuentra Padilla, lo
siguiente: “Con menos años que muchos de ustedes soy su abuelo. He nacido dos
veces. En Zima, Siberia, en 1933, y hace nueve, después de la muerte de Stalin.
Esta revolución es como la infancia de la nuestra” (Padilla, 1989, p. 65).
Moscú está en el mismo planeta, pero se encuentra en tiempo futuro, tal como
ratifica el propio Padilla cuando explica por qué se fue a pasar unos años a
Rusia: “Moscú fue una experiencia diferente [de la de Londres]. La elegí a
sabiendas. Tenía la certeza de que en aquella tierra distante, yo tocaba la
forma del porvenir cubano, entonces vago e indefinido” (Padilla, 1989, p. 70).
Aunque lo he mencionado este episodio en otros textos, creo que sigue
teniendo un valor simbólico muy fuerte para pensar la literatura tanto de la
primera época de la revolución como la actual. Rusia se inserta en La Habana
como un tiempo distinto: como la marca del futuro. Pero ese futuro no es
simplemente el futuro de Cuba, no es algo que encastre del todo al punto de la
fusión. Hay algo tenso en esa relación porque se trata de dos culturas, dos
lenguas, dos paisajes y dos climas demasiado distantes como para que eso suceda.
Por eso me parece interesante que poner en paralelo Soy Cuba, la película que filma Mijaíl Kalatózov y se estrena en
1964. En ella se narran cuatro historias sobre el sufrimiento del pueblo cubano
y la decisión de éste de apoyar la revolución. Entre las historias, Kalatózov
representó la muerte de Rafael Trejo, el dirigente estudiantil asesinado
durante las protestas contra Machado del 30 de septiembre de 1930, que
retomaron Lezama Lima en “Lectura” y varios textos testimoniales publicados en Lunes de revolución. Sin embargo, como
recuerdan los que participan del documental Soy
Cuba, O mamute siberiano, la película no logró convencer ni a los cubanos
ni a los rusos, que la encontraron demasiado sensual, y fue olvidada hasta que
la rescataran, entre otros, Martin Scorsese, que reconoció indudables deudas
con los despliegues técnicos de Kalatózov. La mirada y el equipo técnico de
Kalatózov recorren La Habana y le imprimen futuridad. Podríamos decir que viene
a representar el futuro posible del ICAIC: muestra una serie de proezas
técnicas e incluso en algunas tomas utilizan una película que los rusos
empleaban para filmar la luna, nota futurista si las hay. Pero a la vez es un
lenguaje extraño, demasiado lejano. ¿Cómo se conjugan estas dos condiciones, la
de la lejanía y extrañeza y la de la cercanía? ¿Cómo se inserta en la ciudad
algo que a la vez es lejano? Lo soviético en La Habana se parece al concepto de
extimio del que habla Jacques Alain Miller (2010): algo que es ajeno pero que
al mismo tiempo mantiene con nosotros una relación de intimidad. Es lo otro que
nos recorre.
Como sabemos, a partir de los años 90 la relación entre Cuba y Moscú se
fractura, como se puede ver en el film La
obra del siglo, dirigida por Carlos Machado Quintela, con guion de Abel
Arcos y el propio director. Aunque no está situada en La Habana, la traigo a
colación porque permite pensar varios de los efectos que el desmontaje del
socialismo en Europa produce en las ciudades cubanas.
La obra del siglo es una mezcla de película de ficción y
documental que cuenta la historia de un padre, un abuelo y un hijo que viven en
la Ciudad Eléctrica Nuclear, un poblado que el gobierno decidió crear en los
años 80 para albergar una de las centrales nucleares que se construirían con
apoyo de la URSS para abastecer de electricidad a la Isla. Los fragmentos de
noticieros revelan la magnitud de lo planificado: el gobierno no solo pensó la
central, sino también toda una ciudad planificada al estilo soviético, de modo
que construyeron espacios habitacionales, recreativos, de salud y educativos.
La película muestra, en este sentido, un ordenamiento prolijo y racional de la
ciudad, con asfalto y veredas, a la manera de ciudades como Chernóbil.
Pero al disolverse la URSS la obra no llegó a completarse, de modo que la
central se convirtió en una ruina a medio terminar. Su cúpula le da un
interesante parecido a una gran mezquita abandonada. Por eso, la película
trabaja con el contraste entre los sueños de futuro que quedaron enterrados en
el pasado y la desencantada realidad actual. Machado Quintela y Arcos oponen
las esperanzas de las personas que se mudaron ahí, entre los que se destaca un
ingeniero nuclear que estudió en Moscú, y aquello en lo que se han convertido,
básicamente sombras casi grotescas que parecieran surgidas de El lugar sin límites, de José Donoso, o
de la Santa María de Juan Carlos Onetti.
Detrás de esta temática, la película muestra algo que me interesa destacar.
En un momento utiliza imágenes de noticieros de época en los que muestran la
llegada de la campana del reactor. Se trata de una pieza fundamental porque es
el lugar en donde se colocan las barras de uranio para generar el proceso de
fisión nuclear que calienta el agua para mover las turbinas que generarán la
electricidad. Es un gran cilindro de alguna aleación de metal que pareciera
tener un diámetro de al menos tres metros y una profundidad tal que el padre y
el hijo de la película pueden fingir que juegan al béisbol. Pues bien, los
films de época muestran a operarios que revelan que el reactor llegó dañado y
hubo que hacer reparaciones a algunas partes sensibles de la maquinaria. Ya en
los años 80 la relación de Cuba con la URSS, que era lejana y cercana, íntima y
extraña a la vez, se revela fallida, como si se anticipara un desastre.
A diferencia de Chernóbil, no ocurrió ningún accidente, porque el reactor
nunca se puso en marcha. Pero la película muestra otro tipo de desastre, que es
el de la caída de la URSS y la cancelación del proyecto a medio terminar. Un
accidente en cámara lenta, al decir de Ponte. Y la ciudad de La obra del siglo revela sus
consecuencias: se torna una ciudad fantasma, en ruinas, habitada por espectros
que no pueden salir. La campana del reactor es una metonimia de esa trama
urbana: dañada, nunca puesta en marcha, vestigio de un sueño que quedó como
posibilidad, es ahora un tubo en el que los personajes han quedado encerrados,
sin poder salir.
El tema que abordan Machado Quintela y Arcos es una de las constantes de la
antropología de la ciudad que ponen en práctica los escritores cubanos a partir
de los 90, pero creo que habría que hacer una diferencia entre la sensibilidad
urbana de autores como Ponte y de la Nuez, que comienzan a escribir a fines de
los 80, y la que despliegan aquellos escritores que comienzan su carrera en los
2000. De ambos lados se encuentran una serie de temas recurrentes: la ciudad en
ruinas y los vestigios de la cultura soviética. Pero hay, creo yo, una
diferencia de forma, o si se quiere una diferencia en el modo de tratar esas
cuestiones.
Ponte y de la Nuez trabajan de una manera que podemos pensar a partir de
dos ideas que se encuentran en El origen
del drama barroco alemán. En primer lugar, en ese libro Walter Benjamin se
refiere a la retirada de la explicación trascendental del mundo. En el siglo
XVII, argumenta el filósofo alemán, comienza el proceso de secularización, lo
que deja a las personas a la intemperie, sin cobertura simbólica, arrojados a
un mundo que se ha vuelto mudo y ruinoso porque carece del sentido que antes
poseía. El interés que despiertan las ruinas en Ponte y de la Nuez se puede
buscar en ese efecto de pérdida, esa retirada de la ideología que cubría y
animaba la ciudad, lo que supone el descubrimiento de esa forma de la
desprolijidad y el sin sentido que llamamos lo real. Por eso se puede decir
que, más allá de las críticas manifiestas que hagan en sus textos, son
escritores que tienen una relación melancólica con La Habana.
En segundo lugar, quisiera retomar otra idea que Benjamin presenta en el
prólogo de El origen del drama barroco
alemán: allí compara el trabajo del crítico con el artesano que produce
figuras religiosas con mosaicos.5 Desde su punto de vista, el valor
de ambos trabajos se encuentra en que “yuxtaponen elementos aislados y
heterogéneos” (Benjamin, 1990, p. 11) sin que estos elementos tengan una
relación inmediata y evidente con la imagen que resultara. “La relación entre
el trabajo microscópico y la magnitud del todo plástico e intelectual demuestra
cómo el contenido de verdad se deja aprehender sólo mediante la absorción más
minuciosa en los pormenores de un contenido fáctico” (Benjamin, 1990, p. 11).
Ponte y de la Nuez están cerca de esa forma de trabajo: estudian una a una las
ruinas, los restos, incluso la basura que desborda la ciudad, y alcanzan, sin
embargo, una mirada global de La Habana. De hecho, y en esto se revela la
ajustada maestría con la que manejan la forma del ensayo, el trabajo de ambos
está dirigido hacia esa búsqueda de lo pequeño y material, sugiriendo que el
desarme del socialismo solo podría comprenderse de esa manera, levantando
ruinas que son fragmentos de un edificio mayor, pues cada ruina que levantan permite
ver la obsolescencia del sistema.
Quisiera poner un ejemplo de cada uno para asentar esta idea y compararla
con el trabajo para mí distinto que realiza un escritor más reciente como Abel
Arcos. En un momento de La fiesta
vigilada, Ponte recuerda que alrededor del año 2000 el gobierno ordenó a
los habaneros que tiraran los desperdicios que habían acumulado en sus hogares.
De modo que a pocos metros de su casa se alzaba una montaña de basura y un día
descubrió que dos vecinos escarbaban para ver si encontraban algo de utilidad.
Parecían, dice Ponte, figuras de Brueghel: quien los viera podría sospechar
“que algo mucho más importante sucedía en un plano final del paisaje, hacia el
horizonte. La caída de un Ícaro, disimulada por patinadores de hielo, cazadores,
hogueras de San Juan o el bochinche que el vino avivaba” (Ponte, 2007, p. 146).
La escena lo lleva mentalmente a otro lugar:
Pensé en la base
soviética de Lourdes, en el campo de radares que durante décadas brindara
información sobre objetivos estadounidenses a los servicios cubanos de
inteligencia. Enclavada a no muchos kilómetros de la ciudad (sin que yo supiese
en cuál dirección), empezaba a convertirse en un paisaje de chatarras desde que
el gobierno ruso desistiera de espiar a su antiguo enemigo. (Primero recogida
de los misiles y luego recogida de los radares. Y pensar que durante décadas
uno de los primeros artículos de la Constitución de la República Socialista de
Cuba juró por la eterna e indestructible amistad cubano-soviética). (Ponte, 2007,
p. 146).
Los radares reenvían al cuadro de Brueghel: “La base de Lourdes
desmantelada y el amontonamiento de desperdicios en las calles de La Habana
cumplían una simultaneidad estricta. Como en un cuadro de Brueghel, concurrían
el tiempo mítico y una temporalidad más común” (Ponte, 2007, p. 146). Notemos,
sin embargo, que son cosas separadas, que Ponte trabaja por yuxtaposición.
Están la basura, los radares, agrega entre paréntesis los misiles. Pero ese
trabajo intenso con los objetos materiales le permite sacar un sentido
alegórico a través de la comparación con la caída de Ícaro. De este modo, Ponte
alude al derrumbe de la Unión Soviética, de la misma manera que la
obsolescencia de los radares es una metonimia de la retirada de la cultura
soviética y la crisis económica e ideológica que atraviesa la Isla durante los
años 90. Asimismo, el cuadro de Brueghel comporta una segunda interpretación.
La escena de la pintura es un atentado contra la mitología. Tal es así, que
Ícaro se pierde de vista: en el cuadro sólo se ven tres granjeros en sus
actividades cotidianas. Uno pesca, el otro cuida un rebaño y el otro maneja un
arado. Ninguno de ellos ve las dos piernas que asoman de la superficie del
agua, pequeñas, disimuladas, que muestran que el torso y la cabeza de Ícaro,
porque se trata de Ícaro, permanecen hundidas. Brueghel pinta la muerte de
Ícaro y también la muerte de la mitología, porque ya nadie le presta atención a
un relato tan alejado de la realidad. Al reponer el cuadro, Ponte parece
decirnos que el tiempo eterno que había prometido el socialismo, ese tiempo que
se alzaba al cielo gracias a Yuri Gagarin, se derrumba y se ahoga en el mar. De
ese modo muere la concepción misma de que en el tiempo puede plantearse algún
tipo de eternidad.
Aunque Iván de la Nuez no se mueve estrictamente en el mismo campo de
Ponte, en muchos sentidos trabaja de manera similar: mira uno tras otro los
objetos de La Habana y, como el alegorista de Benjamin, descubre un sentido
global. Podemos verlo en “El banquete de las consecuencias”, uno de los ensayos
que recopila en Cubantropía. En ese
texto se ocupa de varios temas que se yuxtaponen uno al lado del otro: se
refiere a las visitas a La Habana de Barack Obama, Frank Stella, los Rolling
Stones y Karl Lagerfeld, reflexiona sobre la diferencia entre la utopía
revolucionaria del pasado y el actual negocio del entretenimiento, relata el
cumpleaños de un viejo diplomático en el que descubre que la vieja guardia
discute sobre política mientras sus hijos hablan sobre negocios, y cuenta que
unas semanas después de ese cumpleaños su madre se asoma por la ventana y se
asombra porque la calle se ha convertido en un set de filmación: están rodando Rápido y furioso. No hay una
interpretación global de La Habana; no sigue, digámoslo así, un procedimiento
deductivo, sino que es una reflexión tras otra sobre lo singular y contingente.
El momento central del texto es la descripción de unas limusinas soviéticas
llamadas Chaika, que fueron la flota de Castro y ahora se han convertido en
taxis:
En realidad, son
diez los Chaikas que hoy se alquilan en La Habana. Esta flota fue, en su
momento, un regalo de la alta jerarquía soviética para garantizar el
desplazamiento y seguridad de Fidel Castro. (De semejante pedigrí no puede
presumir ningún otro taxi.) Siempre que lo alquiles, el chófer está dispuesto a
explicar el funcionamiento de este limo del comunismo, que aún mantiene a la
vista los espacios habilitados para las plantas de radio, los asientos de los
escoltas, los compartimentos para armas auxiliares. En cuanto al negocio, este
no cambia demasiado comparado con otros taxis del nuevo régimen económico
cubano. Cada día debo pagar 30 cuc (30 dólares más o menos) a la empresa , nos
dice. Veintisiete, para ser exactos. ¿Puede haber una muestra mejor del
reciclaje de los restos del socialismo en los nuevos tiempos? ¿Algún ejemplo
más diáfano de un comunismo que, para hacerse rentable bajo los imperativos de
la reforma económica, es capaz de echar mano del parque automotriz del Comandante?
[p. 6].
Todos los fragmentos de los que se ocupa el ensayo deparan una conclusión
semejante, pero en todos lo hace de una manera puntual, como si las partes, en
lugar de revelar el todo, tuvieran una coincidencia formal. El socialismo se
transforma en ruina y entonces es reciclado como mercancía.
Pasemos ahora a un escritor más reciente, como es el caso de Abel Arcos. En
su novela 9550: una posible
interpretación del azul, mantiene muchos de los intereses de Ponte y de la
Nuez. En el texto el narrador busca reconstruir la identidad de su tío abuelo,
un hombre que, antiguo partisano de la revolución contra Batista, es encerrado
por la Seguridad de Estado a principios de los 90 bajo la acusación de realizar
actividades de propaganda antirrevolucionaria. Sabemos, sin embargo, que la
identidad del otro mantiene siempre una relación con la propia identidad. Por
eso, como gran parte de la literatura, Arcos se acerca al tema del doble:
conocer a Severo, como se llama el tío abuelo, es conocer quién es él. El mismo
narrador explicita ese juego en las primeras páginas: “La condena del tío Seve,
de casi tres años, coincide con parte de mi infancia, él un convicto y yo un
pionerito a principios de los noventa, su sombra achicándose contra los muros y
la mía alargándose en la escuela” (Arcos, 2014, p. 12). En esta búsqueda de la
identidad recorre La Habana y el poblado de La Sal, en donde lo soviético
aparece como una pieza cercana y distante a la vez.
Al igual que Ponte y de la Nuez, Arcos propone en algunos tramos un
registro etnográfico de la ciudad. En un momento el narrador cuenta que el
padre lo iba a buscar al colegio y lo llevaba en bicicleta. Hacía paradas
obligadas para tomar aire y de paso sacaba alguna foto:
si no hubiera
preñado a mamá me habría ahorrado estos safaris ciclísticos. Tan sólo campos de
tiro y entrenamiento, bases militares medio abandonadas con el mar de fondo a
las que el salitre y los años han vuelto remotos campos de batalla. Allá lejos
se divisan, como espectros, los blancos: figuras de metal que simulan ser el
enemigo o por qué no, que lo son. A veces nos cruzamos con pelotones de
soldaditos corriendo, marchando hacia ninguna parte que es a donde van los
soldados en tiempos de paz (Arcos, 2014, p. 41).
Me interesa esta mención de los safaris ciclísticos y el paisaje que
describe. Es un paisaje en ruinas, como los que acostumbra la literatura
cubana, que responde a una pérdida de sentido del ejército. Este registro
etnográfico se combina con una relación sentimental con la ciudad, como si los
espacios, barrios y casas fueran lugares que se iluminan porque alojan una
memoria personal. La fotografía y la búsqueda de la identidad se combinan en un
capítulo en el que padre e hijo van a visitar las ruinas de la casa del abuelo.
Allí, en un rincón de la casa, se aloja el tiempo soviético. Cito primero la
descripción inicial:
Como nos habían
contado, la calle va a morir justo a los pies de la mansión, aunque también nos
contaron que la mansión era como un palacio y es mentira, hoy la mansión es como
un barco hundido. Nada muy malo puede pasar si cruzamos el muro e invadimos
esas ruinas, después de todo somos herederos directos.
La maleza ha ocupado el jardín con tal fuerza que un niño podría perderse
de vista, a nosotros nos llega a la cintura y en vez de tragarnos sólo nos
salpica de rocío y guizazos los bajos del pantalón. Mi padre hace una
fotografía desde el portal, de ser a colores saldría una imagen partida al
medio: verde hacia abajo y azul arriba. Pero será en blanco y negro para que el
pasado respire, hace tiempo me enseñó que a color se pierde la nostalgia.
(Arcos, 2014, p. 109110).
La descripción de
las ruinas se combina con la elección de la película. Hay una búsqueda de
nostalgia que a pesar de las críticas tajantes se mantiene incluso en los
textos de Ponte y de la Nuez. En este sentido, se perpetúa el tono melancólico,
si recordamos que el melancólico, para Benjamin, es aquel que contempla las
ruinas que deja la retirada, en este caso, del socialismo como ideología de la
ciudad. Y ese tono se combina con la forma en la que Arcos comprende las
ruinas: son interesantes porque revelan un sueño truncado. Cuando entran a la
casa, ese sueño se plasma en un número de la revista soviética Sputnik:
Mi padre
guillotina con su flash incansablemente, como si se tratara de una escena del
crimen que después fuera a contemplar durante largas noches seguidas en busca
de alguna anomalía. Periódicos, cuadernos escolares, revistas, libros, ¿tenemos
esa Sptunik? Me siento sobre el escritorio a hojear con calma la Sputnik, mi
padre no deja de fotografiarme. Debe parecerle, y con razón, que la madera,
cuando está largamente en agua, se hincha al igual que los cuerpos.
La Sputnik está dedicada al cincuenta aniversario de la publicación de Tío Stiopa, para celebrarlo el autor del
poema ha lanzado las siguientes preguntas a los niños de la Unión Soviética:
1.
¿Qué
piensas ser en el año 2001?
2.
¿Cómo
será la vida en la Tierra?
3. ¿Qué deseas llevar contigo al futuro? (Arcos, 2014, pp. 110-111).
Esta escena de lectura es un espejo concentrado de la novela. En primer
lugar, revela una búsqueda arqueológica sobre la identidad del tío abuelo,
quién fue, cómo era, por qué terminó encerrado. En segundo lugar, repone la
cuestión soviética, lejana y cercana a la vez, inserta como un extranjero en la
trama urbana, por medio del tío Stiopa. Se trata de alguien central en la
novela: el tío Stiopa es un personaje creado por Serguei Mijalkov en un poema
infantil. Luego se transformó en dibujito animado: un partisano enorme de traje
azul, sonriente, que va ayudando a los niños y haciendo buenas acciones. Como
descubre el tío abuelo del narrador en un momento, el tío Stiopa es la
representación infantil del hombre nuevo soviético y, por extensión, del
cubano. En esto sigue la línea de todo superhéroe, ya que se trata de un
dispositivo de ideologización. Pero volviendo a la cita, lo soviético aparece
también como un futuro trunco que se ha vuelto pasado, pieza que no termina de
convertirse en arqueología, porque es un signo que, en su negatividad, le da
sentido al presente. En este sentido importan las preguntas que realiza
Mijalkov a sus jóvenes lectores: cómo va a ser el año 2000. En otro capítulo,
el narrador repone algunas respuestas de los lectores, en las que se registra
una coincidencia interesante, pues la imagen del futuro es la hermandad de los
pueblos, de acuerdo con una visión ajustada al comunismo. El socialismo es una
afirmación del futuro, por eso es más dramático su transformación en pasado.
Por todo esto, la novela de Arcos transita una ciudad que se parece a la de
Ponte y de la Nuez. Comparte la experiencia cercana y lejana de Rusia, comparte
parte de la nostalgia por las ruinas, comparte la idea de lo soviético como un
futuro que quedó en el pasado, pero hay algo en la forma de la narrativa que lo
distancia de ellos. Ponte y de la Nuez trabajan como el alegorista de Benjamin;
describen las ruinas y van componiendo una mirada sobre La Habana; en igual
sentido, son sujetos melancólicos y ocupan siempre el centro de las
reflexiones. En donde ellos están se encuentra el eje de la ciudad, porque así
sea el último de los márgenes de La Habana, por medio de sus miradas potentes
ese margen se convierte en símbolo de la ciudad. Llamativamente, logran esto
sin adelantar un hilo conductor evidente. Al contrario, Abel Arcos toma hilos
fuertes para componer la novela: la figura alegórica del tío Stiopa y la
búsqueda de la identidad del tío abuelo. Y, sin embargo, los fragmentos
narrativos aparecen más separados, marcando que no son las piezas de un todo,
sino eso, flashes, fotos sueltas, como las que saca el padre, fogonazos que
están uno al lado del otro, pero entre ellos hay vacíos, huecos e indeterminaciones.
La ciudad de Ponte, la ciudad de Iván de la Nuez, son ciudades en ruinas.
Por ellas se pasea el alegorista buscando un sentido. Son ciudades elaboradas
por escritores que fueron testigos de la retirada del socialismo y de la tenaz
resistencia del gobierno a convertirse de lleno al capitalismo. Las ciudades de
Arcos (La Habana y La Sal de 9550 y
la Ciudad Eléctrica Nuclear de La obra
del siglo) también son ciudades en ruinas, pero están deshilvanadas. En
ellas la experiencia se fragmenta a tal punto que nos preguntamos si el
narrador sigue participando de algún tipo de relato global.
Ponte sugiere en “Un arte de hacer ruinas” que la ciudad tiene tiempos
múltiples. Vimos que eso se revela especialmente con la presencia de lo ruso en
la trama. Desde Carpentier a la revolución, de la revolución a los años 80, lo
soviético se instala a partir de elementos culturales que revelan una
temporalidad marcada por la utopía del futuro. Disuelta la URSS, ese tiempo se
desploma y queda desacoplado del cubano, pero el alegorista (Ponte, de la Nuez)
logra pensar lo uno en la multiplicidad, estableciendo un sentido. En 9550 (tal vez en buena parte de los
escritores cubanos recientes) la ciudad se vuelve en cambio una multiplicidad
sin centro, algo que en el caso de Arcos se subraya porque ocupa los lugares de
una manera subjetiva sin importarle la trama objetivada de la ciudad. Como dice
Aguilera (un escritor del rizoma), más que prosas o relatos la novela de Arcos
“mueve afectos, intensidades relacionadas a la infancia, de ahí el juego con
Stiopa, aquel Hombre Nuevo soviético ideado por Serguei Mijalkov que se
proyectaba en la isla en forma de dibujos animados, y con la historia de una
familia que nunca llegará a ocupar el centro de nada” (Aguilera, en Arcos,
2014, contratapa).
La literatura
siempre cuenta el espacio en donde aparece. Escriba sobre el campo o sobre
Rusia, la literatura es una escritura de la ciudad, en este caso una escritura
de La Habana. La ciudad de Arcos es una ciudad en ruinas, sentimental, sin
centro alguno. Tal vez ésa sea una nueva experiencia de La Habana. Y me
atrevería a decir que se trata de la construcción de un nuevo imaginario sobre
la ciudad en general. Para marcarlo, deberíamos tachar el artículo: componen un
imaginario sobre la ciudad.
Jacques Lacan (2001) utilizaba la tachadura para hablar de la mujer.
Decía que la mujer no existe, fórmula polémica que no lo es: en lugar
del universal (el hombre), que es una veleidad masculina, la mujer impone lo
singular, de modo que el avance de la mujer, que Lacan intuía con toda
claridad, transforma las sociedades en el sentido de que dejan de ser conjuntos
organizados por un marcador de certeza para convertirse en tramas abiertas que
fluctúan, se intersectan y nunca llegan a completarse del todo.
La ciudad que imagina Arcos coincide con esa predicción. En ella no hay
centro, como dice Aguilera, y ni siquiera el narrador logra convertirse en eje.
Esa forma narrativa, firme y difusa, fragmentaria, abierta, sin conclusiones,
produce un nuevo imaginario sobre La Habana. Y tal vez ése sea el aporte de su
generación.
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1. Me refiero a los ensayos clave La ciudad de las columnas y “Lo barroco y lo real maravilloso
americano”
2. Lezama aborda esta idea de La Habana en entrega XXII de
“Sucesiva o las coordenadas habaneras”, recopilado en Tratados en La Habana. El sentimiento de lontananza aparece por
primera vez en “Coloquio con Juan Ramón Jiménez” y, sin repetir explícitamente
el concepto, se encuentra a lo largo de la obra de Lezama como una sensibilidad
central para pensar lo cubano.
3. Sergio Chaple es quien descubrió estas crónicas y las
atribuyó a Carpentier, y no a la madre. Lina Valmon había nacido en
Nijni-Nogorov. Se traslada a Lausana para estudiar medicina, donde conoce al
que sería el padre de Carpentier. En 1902 se instalan en La Habana. Tras el
abandono del hogar por parte del padre (1921), Lina
Valmont se
sostiene dando clases de idiomas y llega a dar clases de Rus en la Universidad
de La Habana. “Nos relata Lilia Esteban que el lanzamiento del primer sputnik por la Unión Soviética llenó de
orgullo a Lina Valmont y fue el comienzo de una nueva actitud hacia su patria
que culminó al regresar a Cuba tras el triunfo revolucionario, donde impartió
de nuevo clases de ruso hasta su muerte, ocurrida en 1965” (Chaple, 1996, p.
146). La hipótesis de Chaple es que todos los textos firmados por Valmon son de
Carpentier, que comprueba a través de un exhaustivo e interesante análisis
filológico.
4. Sugestivamente, algo parecido sucede con Gabriel García
Márquez y el realismo mágico. En 1957 se encontraba de viaje por la Unión
Soviética como corresponsal de las revistas Cromos
y Momento. Moscú estaba realizando
unas celebraciones internacionales y las calles estaban llenas de gente. A
menudo lo paraban los transeúntes a preguntarle noticias sobre el exterior y
cuando había algún traductor podía contar varias cosas.
Escribe García
Márquez: “A veces aparecía un intérprete providencial. Entonces se iniciaba un
diálogo de muchas horas con una multitud ansiosa de que le contáramos el mundo.
Yo refería historias sencillas de la vida colombiana y la perplejidad del
auditorio me hacía creer que eran historias maravillosas” (García Márquez,
1979, p. 142). Lo real maravilloso y el realismo mágico pueden tomarse como lo
real americano explicado a los rusos. 5. En rigor habla del filósofo y la
contemplación filosófica, pero podemos darle esa inflexión de acuerdo con la
trayectoria posterior de Benjamin.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41370
Una caja de
resonancias: Los (noventa) archivos habaneros de Dainerys Machado Vento
Elzbieta Sklodowska
Washington University in Saint Louis esklodow@wustl.edu
ORCID
0000-0002-7678-0504
Recibido
10/03/2023 Aceptado 22/05/2023
La colección de
cuentos de Dainerys Machado Vento, Las
noventa Habanas (2019), se estudia a contraluz de los archivos orales,
visuales y escritos acumulados en la intersección del eje temporal de los
1990—o sea, la crisis conocida en Cuba como El Período Especial en Tiempos de
Paz— con el eje espacial de las noventa millas entre Cuba y La Florida. Por
medio de lecturas atentas al detalle textual, contextual e intertextual, se
hace hincapié en la poética y la ética de innovación/renovación planteada por
el Las noventa Habanas.
Palabras clave: La
Habana; archivo; Período Especial; narrativa cubana; innovación
This study examines the collection of short stories by Dainerys Machado Vento, titled Las noventa Habanas (2019), in conjunction with oral, visual and
written archives that emerged during the
intersection of the temporal axis of the 1990s—known in Cuba as The Special
Period in Times of Peace— and the
spatial axis defined by the ninety-mile distance between Cuba and Florida. Through close readings that focus on textual,
contextual and intertextual details, this essay emphasizes the poetics and
ethics of innovation and renovation found in Las noventa Habanas. Keywords: Havana; archive; Special
Period; Cuban narrative; innovation
En septiembre de 1993, en pleno Período Especial, asistí en La Habana al
“Congreso Internacional sobre Julián del Casal y el Modernismo” organizado para
celebrar el Centenario de la muerte del poeta (1863-1893).1 Fue para
mí un viaje de regreso muchas veces postergado y tan anhelado que incluso la
impostura de participar con una ponencia sobre el modernismo me parecía lo
suficientemente justificable como para merecer la absolución de la academia, si
no de la historia. La Habana, donde arribé tras un corto vuelo de Aéreo
Boliviano desde Miami no fue, no pudo ser, la misma ciudad donde había pasado
un año académico (1977-78) como estudiante de intercambio de la Universidad de
Varsovia de mi Polonia natal. Una tarde, me salté algunas de las presentaciones
más predecibles —con la excusa de que otros participantes se habían saltado la
más impredecible de todas, la mía— y me puse a esperar a mi amigo Desiderio
Navarro (1948-2017) quien iba a llegar al Vedado en bicicleta de su apartamento
en Alamar. Unas horas más tarde, después de haber compartido en la cavernosa
cafetería del Hotel Capri un memorable plato de remolachas enlatadas en vinagre
—de manufactura decididamente soviética— salimos de paseo obligatorio por el
Malecón. La Habana, ya decididamente postsoviética, me parecía desfamiliarizada
—en la buena tradición de los formalistas rusos—, de la misma manera que
Varsovia, ya en pleno auge proto-capitalista, le debía haber parecido ajena a
Desiderio en su primera visita después del desplome del bloque socialista en
1991.2
Una escena de un libro que, unos 29 años después, estoy leyendo en mi casa
en Saint Louis, Missouri, me hace recordar aquella tarde remota en que
Desiderio me llevó a redescubrir La Habana. El libro, Las noventa Habanas (2019), es de Dainerys Machado Vento (n. 1986).3
El cuento se titula “Nada 1994.” De pronto, la escena en la cual una habanera
de 16 años, al escaparse de noche de su casa en medio de un apagón, se echa a
recorrer las calles de La Habana vestida solo en “la vieja pijama de Mickey
Mouse” (Machado Vento, 2019, p. 36) extrae de mi memoria una anécdota
compartida por Desiderio en 1993 bajo aquella circunstancia tan particular de
haberse encontrado rodeado por todas partes por expertos en la obra de Julián del
Casal. Si no hubiera sido por la intervención de sus amigos, contaba Desiderio,
Casal hubiera puesto en práctica su descabellado plan de deambular por las
calles de La Habana de aquel otro fin de siglo—algo más elegante—, vistiendo
solo un pijama recamado en oro.4
Al yuxtaponer estos dos recorridos en pijama —ficticios, reales,
fantaseados, apócrifos— por La Habana —ficticia, real, fantaseada, apócrifa— no
pretendo haber descubierto una intertextualidad5 secreta entre
tantas otras, más o menos explícitas, entretejidas en el envés de Las noventa Habanas (José Martí, Rubén Martínez Villena,
Jorge Luis Borges, Elena Garro, Zoé Valdés y, sobre todo, Virgilio Piñera).6
Propongo, sin embargo, tratar el mundo textual de Machado Vento como una caja
de resonancias para discernir algunos ecos y huellas de lo que, bajo la
inspiración de José Quiroga (2005), podríamos llamar el palimpsesto
habanero. La mía es una propuesta
modesta, un ejercicio de “lectura atenta”7 —microhistórica,
microscópica— a contraluz de este desmedido archivo habanero-habanocéntrico que
se está vislumbrando también por detrás de las líneas e imágenes de Las noventa Habanas.8
Aunque “la atracción del archivo” fue diagnosticada por la historiadora
Arlette Farge a partir de sus experiencias en los archivos judiciales franceses
del siglo XVIII, sus reflexiones no parecen fuera del lugar en el contexto
cubano: “Desconcertante y colosal… el archivo atrapa… El archivo es una
desgarradura en el tejido de los días, el bosquejo realizado de un acontecimiento
inesperado” (Farge, 1991, pp. 10-11). En el umbral del siglo XXI, la histórica
crisis del Período Especial en Tiempos de Paz depositó una capa bien distintiva
a los estratos ya acumulados en el “desconcertante y colosal” archivo habanero.
Despojada de su legendaria elegancia de antaño, desvencijada por el descuido,
la corrupción y el salitre, La Habana de las postrimerías del siglo XX parecía
un pastiche de sí misma y un fósil de la malograda utopía socialista. Según el
sucinto comentario de Silvina TricaFlores:
En las
representaciones literarias, cinematográficas y fotográficas cubanas de los
últimos años, la omnipresencia de las ruinas urbanas es abrumadora. En muchos
casos, presentadas como telón de fondo de ficciones que cuentan el devenir
político de Cuba en los 90; en otros, poetizadas por quienes exploran La Habana
como un mito estético, emiten imágenes románticas desprendidas completamente de
su referente real. Lo cierto es que, convertidas en metáfora del “Período
Especial”, las ruinas habaneras han tomado vida propia y se transformaron en
símbolo emblemático de la ciudad. (2019, p. 755).
A pesar de su aspecto andrajoso y
despoetizado, esta Habana postsoviética, pero aún no postsocialista —suspendida
en el limbo de la “irreversibilidad” del modelo socialista declarado por sus
dirigentes— no era solamente un oscuro objeto de abyección sino también un
poderoso catalizador de nostalgia, deseo y mitificación.
Hasta bien entrado el siglo XXI, la máquina reproductora de La Habana
postsoviética continuó su marcha a modo de un perpetuum mobile propulsada por el insaciable apetito de lectores,
espectadores, coleccionistas de arte y turistas extranjeros por el “menú
tropical” de jineteras, ruinas, “camellos” y “paladares”. En medio de estos
procesos de mercantilización de la Cuba postutópica se resucitó, aunque
brevemente, el paradigma del realismo mágico latinoamericano. A pesar de haber
sido declarado obsoleto en la era de McOndo (Fuguet y Gómez, 1996) sus avatares
cubanos de los 1990 —suciamente mágicos o, tal vez, mágicamente sucios—
cautivaron por un tiempo a miles de lectores y críticos, sobre todo fuera de la
isla.9
En proporción directa con la expansión babélica de este archivo, la
probabilidad de agregar algún aporte original a las representaciones de La
Habana empezó a menguar. Ya hacia finales de la década de los 1990 pudo notarse
en Cuba un rechazo de la fórmula del realismo sucio —o, quizás, de cualquier
modalidad convencional de realismo— por parte de escritores y escritoras más
jóvenes. El desgaste de los viejos paradigmas no cuajó, sin embargo, en una
contrapoética lo suficientemente distintiva como para merecer el unívoco rótulo
de un nuevo “ismo.” De hecho, incluso la etiqueta de “Generación O” desató más
debates que consensos.10 El cansancio con el tropo de La Habana en
ruinas tampoco fue equivalente al abandono de la capital cubana en tanto
inspiración literaria. Ciertamente, escritores, artistas, periodistas e
investigadores que asumían el reto de seguir reinventándola se hallaban
atrapados entre la Escila del agotamiento inherente a la era de los “posts” y
el imperativo de innovación constante. A propósito, recordemos la contundente
advertencia de Fredric Jameson acerca de las trampas de la posmodernidad: “En
un mundo en que la innovación estilística ya no es posible, todo lo que queda
es imitar estilos muertos, hablar a través de las máscaras y con las voces de
los estilos del museo imaginario” (1985, pp. 171-172).
Por otra parte, según observa Boris Groys (1988), la expectativa de
innovación nunca ha dejado de ser conditio
sine qua non del funcionamiento de las “empresas culturales modernas” entre
las cuales se encuentra tanto la esfera de la creación artístico-literaria como
la investigación académica. Estas empresas, sigue Groys, “crean determinadas
reglas y establecen determinados criterios según los cuales se evalúa el rendimiento
y el éxito” (1988, p. 106). La expectativa de innovación constante es,
entonces, una piedra de toque para el reconocimiento profesional: “Cualquiera
que pretenda triunfar en la vida cultura actual, en el ámbito que sea, tropieza
con esta exigencia. Un artista sólo es reconocido si demuestra que su obra es
original, nueva, ‘creativa.’ Para el científico es lo mismo” (Groys, 1988, p.
106).
Es justamente dentro de este encuadre histórico-estético donde me propongo
situar Las noventa Habanas (2019) de
Dainerys Machado Vento (n. 1986). El reconocimiento crítico generado por esta
colección de cuentos fue tan inmediato y unívoco que, siguiendo la lógica de
Groys, habría que dar por hecho el imperativo de su “innovación estilística”,
muy a contrapelo del dictamen de Jameson sobre la inexorable oquedad de la
creación artística en la época posmoderna. En una de las entrevistas recogidas
en su sustancioso blog, Machado Vento define su poética en términos algo
tradicionales de “honestidad” y “responsabilidad” y no aparenta tener mucho
interés en la mercantilización de su escritura (Rodríguez, 2020). De ahí que,
jugando con el título del libro, podríamos decir que sus Habanas no(están en)venta al mejor postor. Además, ni en sus entrevistas ni en sus
cuentos se deja notar el anhelo por atestar algún que otro golpe
parricida/matricida contra sus predecesores literarios o hacer relucir los
artilugios de experimentación formal. Entonces, volviendo a Groys, ¿por qué no
pensar la innovación como una renovación ideoestética de un compromiso, o sea,
un gesto capaz de revalorizar el engarce entre lo poético y lo ético y devolver
el brillo al arte de contar, tan desteñido como desdeñado en el umbral del
siglo XXI?
A primera vista, el título Las
noventa Habanas evoca un alcance épico asociado con la novela como género.
De hecho, leídos en conjunto y según la secuencia delineada por el Índice, los
diecinueve relatos que integran la colección acaban tejiendo una trama de
envergadura novelesca, vagamente reminiscente de un Bildungsroman. A lo largo de sus trayectos bifurcados y algo
sinuosos, las narradoras-protagonistas cuyas voces predominan en Las noventa Habanas aparecen
metamorfoseadas de niñas en adolescentes y de adolescentes en mujeres, de
habaneras en nómadas globales. La ciudad no es un mero escenario o referente
para sus aventuras y desvelos, sino una protagonista más, llena de
contradicciones igual que sus habitantes. Multifacética, pero enmascarada,
efervescente y al mismo tiempo adolorida, La Habana aguanta, pero también
resiste el oprobio cotidiano. La ciudad recreada por la habanera Machado Vento
a través de sus relatos emerge y vuelve a sumergirse como un significado
flotante entre enigmas, secretos, misterios y rumores. Sin embargo, el título
sugiere también un anclaje: Las Habanas de Machado Vento emergen en la
intersección cronotópica11 entre una época específica (el Período
Especial de los “noventa” - 1990) y la cercanía/lejanía de las noventa millas
que separan a Cuba de la Florida.
En el proceso de armar este rompecabezas habanero, encontraremos también un
par de piezas más pequeñas estampadas con la impronta del número “noventa.” Así
pues, en el cuento “Historia de la flaca a la que golpearon por romper el orden
natural de las casas y las cosas”, aparece una referencia fugaz a la práctica
de consumir el “alcohol de noventa” (“Cuando no había ron, salían a pedirle a
algún vecino un poco de vinagre, para cocinar el alcohol de Noventa que
terminaban tomándose”, p. 122).12 En otra ocasión, el macrocosmos de
la lejanía/cercanía de las arquetípicas noventa millas se convierte en el
microcosmos de los noventa metros meticulosamente calculados por una de las narradoras
entre su casa y la discoteca “City Hall”.13 En esta instancia, se
trata de un lugar que le está terminantemente vedado14 a la joven
por la omnisciente vigilancia materna a pesar de encontrarse, literalmente, a
la vuelta de la esquina, “a menos de 90 metros de la puerta por la que salía
todas las mañanas rumbo a la escuela” (p. 28). En su versión maternal, los
mecanismos de vigilancia desembocan en un castigo que, paradójicamente, acaba
siendo un rescate de una joven a la deriva:
Afuera, la aguantaron
dos brazos de piedra que le resultaban muy conocidos. Pensó en Eduardo, tan
fuerte y caballeroso. Pero era su madre. La misma que la cargó y caminó con
ella, en silencio, rumbo a la casa. “Te lo dije”, fue lo último que le oyó
decir a la vieja antes de perder el conocimiento. (p. 29).
La protagonista enmarca su aventura de City Hall con una suerte de
excavación arqueológica de la historia del edificio. Se trata de un momento
casi proustiano, donde el acceso a las facetas sumergidas de la ciudad se hace
posible gracias al posicionamiento retrospectivo de la voz/mirada narrativa. En
su caso, la acumulación progresiva de los estratos geológicos del saber
histórico ocurre en el entrecruzamiento entre lo vivido, lo aprendido, lo
imaginado y lo ignorado:
Bueno, eso era
lo que todo el mundo decía: que en la discoteca de City Hall había tremenda
locura… No imaginaba, no tenía forma de imaginar, que aquello que antes que
discoteca había sido un cine de barrio, a donde las familias enteras iban a
pasar el rato los domingos, pagando la entrada a unos centavos; ignoraba que
antes de ser un bucólico cine de barrio había sido la sede del gobierno del
Cerro, de donde había heredado el nombre que ahora brillaba en una marquesina.
(p. 25).15
Algunos de los relatos de Las noventa
Habanas revelan también la urgencia de una instantánea, de un aquí y ahora
de una ciudad que se está (des)viviendo ante las emergencias cotidianas “de un
país en crisis” (p. 31). En este sentido, llama la atención el aspecto visual
de la edición por Katakana Editores que incluye cinco fotos de Eduard Reboll.16
Cuatro de ellas ostentan un ángulo panorámico. Una de estas imágenes revela un
interior atiborrado de libros y papeles carcomidos por el tiempo, en medio de
un caos babélico que ha dejado de ser una biblioteca para devenir en un archivo
de “tiempos difíciles.” La Habana que emerge de otras fotos, despoblada y
solitaria, está envuelta en una mortaja grisácea del mar y del cielo como si el
“azul intenso” de los trópicos mencionado en el relato “Un bikini verde”
encajara mejor con las páginas de “una revista de turismo internacional” que
con la realidad cotidiana (p. 45). En el libro, la presencia humana deja su
huella en una sola foto, centrada en una niña que, de espaldas al
lector/espectador, está trazando con tiza una concatenación de “muy bien.” Nos
quedamos con la impresión de un simulacro de una tarea escolar, donde la pared
se convierte en la pizarra y la niña asume el rol de la profesora, evaluando
con sus “muy bien” un ejercicio de escritura que se vislumbra, a modo de un
palimpsesto, en una serie de palabras recortadas por el encuadre: mariposa,
escudo, hielo, mar, azul…
A manera de contrapunto con las fotos, la narrativa de Las noventa Habanas está sobrepoblada de personajes de carne y
hueso, todos memorables. En algunos relatos el recuerdo del Período Especial se
(re)construye a partir de las experiencias de narradoras que habían
(sobre)vivido los 1990 siendo niñas o adolescentes. En este sentido la
narrativa de Machado Vento parece navegar a contracorriente del imaginario de
la época centrado en las madres, abuelas, tías, o hermanas mayores como
combatientes por la supervivencia de sus familias. Sin tratar de encontrar en Las noventa Habanas posibles indicios de
un sesgo autoficcional, considero iluminador el siguiente comentario de la
autora sobre su experiencia de haber vivido la crisis de los noventa siendo muy
joven:
Crecer durante
el Periodo Especial creo que es lo menos difícil que le podía pasar a alguien
que vivía en Cuba, porque crecer durante el Periodo Especial es estar en un
momento de ingenuidad, en un momento muy difícil de la vida pero del que se
toma conciencia después. Es vivirlo de la única manera posible, desde la
ingenuidad, para después mirar hacia atrás y darte cuenta de que eres un
sobreviviente; algo que en realidad no supiste durante toda tu vida.
(Rodríguez, 2020).
En los cuentos centrados en la dinámica intrafamiliar, Machado Vento no
deja de sorprendernos con giros narrativos que acaban desafiando las expectativas
más convencionales. Así pues, la narradora de “Nada 1994” desmitifica el
arquetipo “nutritivo” de la madre (“No quiero ser una madre como tú”, p. 34)
para rendir un homenaje afectivo a su abuelo cuya vida se había extinguido en
medio de la crisis (“El abuelo se había ido para siempre de un país en
crisis…”, p. 31).17 Sus reminiscencias sobre la odisea diaria del
anciano para alimentarla, protegerla y cuidarla tampoco reproducen los clichés
que predominan en el imaginario de la “lucha” durante el Período Especial:
Quién la
acompañaría durante los apagones recitando décimas para mantener viva la
ilusión en el país de la desilusión; quién la recogería en la escuela con
aquellos ojos verdes siempre sonrientes; quién le prepararía la leche con una
pizca de sal, después de caminar veinte cuadras para comprarla a escondidas en
un mercado negro cada vez más desabastecido (p. 31).
El pasado, el presente y el futuro se entrelazan para configurar una imagen
espectral de un país en estado de excepción permanente, donde el trauma
transgeneracional se va formando en medio de la carencia material y afectiva,
entre mentiras, inventos, tabúes y deseos reprimidos:
La madre recordó
las horas de fiesta perdidas criando a la malagradecida. La hija recordó al
Coco que nunca llegó de noche, al “no puedes comer más porque se acabó la
comida”. La madre la vio bella, altanera y quiso abofetearla otra vez. La hija
volvió a sentir el pan con aceite desvanecido en su estómago; vio la pobreza de
la casa con las paredes rotas; vio a Ana ingenua ante el deseo de su madre. Se
vio a sí misma con 16 años de malos recuerdos entre dos manos vacías. El abuelo
y la poesía se hicieron una sola calle en su memoria. Empujó a la madre del
borde de la cama, pero fue un empujón suave y lastimero (p. 37).
Para escaparse de esta casa que —igual que la ciudad— parece más cárcel que
hogar, la protagonista abandona los caminos imaginarios del recuerdo y de la
poesía para encarar a solas la desesperanza de La Habana de aquel agosto de
1994.
Deambular por la ciudad es, desde luego, un motivo tan perdurable e
intrínseco a la literatura moderna que se ha vuelto un tropo si no un cliché.
Pero en sus interminables andanzas por “sus” Habanas, los personajes del libro
de Machado Vento no se parecen a aquellos flâneurs
de Abilio Estévez que recorrían “la ciudad perdida que no existía” (2020, p.
68) en una de sus numerosas evocaciones habaneras. Si los flâneurs han desaparecido de todas las Habanas de Machado Vento es
porque tienen que gastar la poca energía que aún les queda “resolviendo” una
botella de ron, algo de leche, un poco de vinagre o, como Yoana del cuento que
cierra el volumen, persiguiendo el elusivo “polvo negro”: “Faltan 13 minutos
para que Yoana se convenza de que si quiere tomar café tiene que salir a
zapatearlo en alguna oscura casa del mercado negro” (p. 115). Las notorias
deficiencias de transporte que durante décadas habían aquejado la capital
desembocaron en los 1990 en un colapso total. De ahí que Las noventa Habanas se parezca a un archipiélago de islotes —quién
sabrá si exactamente noventa— que resulta casi innavegable, salvo a pie o en
bicicleta. De vez en cuando aparece una guagua “repleta de gente sudá” (p. 42),
como la de la ruta 400 que lleva a la protagonista de “Un bikini verde” a la
playa de Guanabo.18
Más allá de las constricciones de movilidad, la geografía habanera se
construye alrededor de microespacios exclusivos y excluyentes, vedados o
sigilosamente vigilados, pero siempre susceptibles de transgresiones e
incursiones, como ocurre en la historia de una niña “flacundenga” de once años
que tiene que acompañar a su abuela alcohólica en un intento de robar una
botella de ron de “la casa-santuario de Virgilio, de donde
todo el mundo sabía que, a menos que fueras vendedor de velas, maricón o
brujero, era mejor mantenerse alejado” (p. 9). En “City Hall,” la vigilancia de
la madre que trata de prevenir a que su hija en vez de “ir a comer helado con
las amiguitas a Coppelia se pasara la noche en una de las discotecas más locas
de La Habana” (p. 25) me hizo pensar en algunas de las más absurdas
restricciones que el mismo régimen cubano imponía a sus ciudadanos, como la prohibición
de hospedarse en hoteles de turismo extranjero.19 A menudo, el sexo
fue el precio de entrada a estos “sin lugares” designados para el turismo
extranjero, por lo cual no debe sorprender que la figura de la jinetera se
convirtiera en uno de los fetiches del imaginario de la era postsoviética.
Si bien Machado Vento no
escamotea la presencia de la jinetera en sus rendiciones de la realidad
habanera, es muy notable la manera en que logra contextualizar las experiencias
y la intersubjetividad de estas mujeres dentro de un marco transaccional mucho
más amplio de (des)encuentros sexuales (“Es de familia”; “La editorial”; “Las
mañanas del sábado”; “A lo Carrington”; “Historia de la flaca”). Incluso los
cuentos que abordan el jineterismo de forma más directa (“Un bikini verde”;
“Made in URSS”; “El Yuma”) están tan enrevesados por contradicciones y
ambivalencias que acaban dando por tierra todos los estereotipos de jineteras,
yumas y gallegos.20 El desmontaje de clichés se junta con la manera
en que Machado Vento desafía las expectativas de sus lectores, como ocurre en
este escalofriante final de “El yuma”:
Ella se asustó
ante la imagen de la violencia… Sintió la presión de la mano sobre sus dientes,
y se acordó de aquella carrera de odontología que nunca terminó… “Por burra,
por Pedro, porque tumbaron el muro de Berlín.” Otra vez vio el brazo del yuma
contrayéndose ante su propia fuerza… el mismo brazo que quince minutos después
yacía sobre el piso, cubierto de sangre. (pp. 90-91).
Sin duda alguna, Las Habanas de Machado Vento desbordan el cronotopo de
los/las noventa que percibimos en la interpretación inicial del título. Con la
dispersión diaspórica de los cubanos —propulsada por el éxodo de Mariel (1980)
y la crisis de los balseros (1994)— los pedazos del puzle habanero se han visto
desparramados mucho más allá de la isla. Los fragmentos de esta Habana/Cuba
“planetaria” (Price, 2015) parecen caer, cual meteoritos, en varios lugares del
hemisferio: en México (“Pica poquito”), Hialeah (“Made in URSS”), Chicago
(“Don’t smoke in bed”) y, desde luego, Miami (“Don’t smoke in bed”; “Quédate”).
Pedazos de La Habana, cual astillas de una balsa después de un naufragio,
pueden aparecer en sitios tan específicos y a la vez lejanos como la cocina
convertida en un campo de batalla entre una suegra mexicana y su nuera cubana
(“Pica poquito”) o una oficina de inmigración (“Made in URSS”). A veces, un simulacro de localización
satelital permite reconstruir las coordenadas precisas, como las de “un tráiler
de un cuarto” en el North West de Miami, “una de las dos zonas que más aparecen
en las noticias locales y nunca para bien” (p. 76) o del International Mall de
la misma ciudad.
Una de las facetas transnacionales —aunque no necesariamente cosmopolitas—
de las identidades cubano-habaneras que se perfilan en Las noventa Habanas tiene que ver con el legado soviético. El hecho
de que Katiuska Pérez Acanda, la protagonista de “Made in URSS,” nació en Kiev
de padres cubanos no parece afectar en lo mínimo su identidad cubano-habanera
hasta que el escrutinio de la inmigración estadounidense la empuja al borde de
la paranoia:
Era negrísima,
como confirmación de que el accidente de su nacimiento era solo eso, un accidente.
Como ella, otros miles de cubanitos made
in URSS naturalizaron pronto la casualidad y hablaban de Kiev, Ucrania y la
URSS como si fuera el hospital de Maternidad de Línea en La Habana. Al final,
esos espacios hacían la misma función en sus vidas: ninguna. Si en migración
alguien le preguntaba: ¿De dónde eres?, los made
in URSS, siempre respondían “De La Habana” o “De Camagüey” o “De las
Tunas”. Para todos era natural ser cubano nacido en Kiev. Para todo, menos para
los gringos… Ahora el singao de Bush nunca le iba a mandar su Green Card,
envuelta en un sobre blanco, común y corriente. Para ella era evidente que el
gobierno de Estados Unidos la creía una espía rusa (p. 67).
La odisea de Kati-Katiuska —desde los abusos infligidos por su proxeneta
Luis en La Habana hasta los enredos con su Green
Card— logra encapsular la experiencia migratoria desde la perspectiva de
género de forma lacónica, pero a la vez sumamente impactante:
Si robarle a
Luis no la había quebrado; si la estafa de su contacto en Colombia no la había
quebrado; si cruzar toda América a pie para llegar a la frontera de México no
la había quebrado; ni aquel sicario que la violó en el hotelucho de Tamaulipas
no la había quebrado, menos la iban a quebrar unos gringos burócratas de mierda
ni la loca de su madre (p. 68).
El desarraigo sentido por la migrante ya no tiene que ver con la maldita
circunstancia del agua por todas partes sino con el nomadismo, la pérdida del
hogar y la imposibilidad de encontrar un cuarto propio, como en el caso de la
narradora de “Don’t smoke in bed”:
Hace una
eternidad que ella se ha ido hacia alguna versión de La Habana. La inmensa
balsa que se le figura Cuba flota sola en su imaginación, sin destino. Ella no
extraña nada de aquello, pero extraña volver a tener un hogar, quiere dejar de
saltar de alquiler en alquiler, de país en país de idioma en idioma. (p. 59).
A veces, la condición de migrante se entrelaza con el desamor y la
imposibilidad de formar lazos afectivos:
Pero estaba ya a
cuatro horas de distancia de toda aquella mierda, a siete días de distancia de
aquella noche. Y esta vez, como aquella, decidió seguir olvidando a quien era
imposible reencontrar. Así era esto de ser migrante. Es mentira que se pueda
tener en cada puerto un amor, porque lo más saludable es tener en cada puerto
un olvido. (pp. 54-55).
A pesar de todo el sufrimiento infligido por/en La Habana, la conexión
entre estas mujeresnómadas y su ciudad sobrevive en la nostalgia. Miami es para
ellas nada más que un simulacro,
“una copia
demasiado idéntica de La Habana” (p. 86) a pesar de que “los aguaceros que ya
no caen sobre La Habana” parecen haberse mudado a la Florida para acompañar a
todos los demás migrantes (p. 57). Aunque una multitud de cubanos se encuentra
fuera de la isla, los lazos socioculturales y afectivos acaban destejiéndose de
generación en generación, de oleada tras oleada de migrantes, balseros y
exiliados. De ahí que a una de las protagonistas le resulte imposible encontrar
a un cómplice que comparta los referentes necesarios para descodificar los
registros del choteo o el guiño irónico camuflado por el cubaneo:
Y mientras
entrega el cash a la dependienta piensa que está pagando el equivalente a un
mes almorzando pizzas de 10 pesos en La Habana. Pero quien habría podido reírle
el chiste está a siete noches de aquella frase, y La Habana es solo un recuerdo
en su pasaporte lleno de estampas desconocidas. Así que te tragas el chiste.
(p. 55).
Por otro lado, nunca se sabe dónde y cómo una de las “noventa versiones de
La Habana” vuelva a materializarse de manera tan inesperada y aparentemente
fuera de lugar, como aquel joven sentado junto a la fuente de vidrio de Chicago
“como si no fuera extraño que fuera el único cubano por todo aquello, como si
él hubiera fundado la ciudad o aquella ciudad fuera una de las noventa
versiones de La Habana” (p. 58).
La diáspora cubana tampoco es una —tal vez también haya noventa diásporas,
o más, sedimentadas por los oleajes del mar y los naufragios de “la balsa
perpetua” (De la Nuez, 1998). En Las noventa Habanas, la crisis de los
balseros de agosto 1994 es el único evento histórico fácilmente identificable,
no solamente por el título de uno de los cuentos (“Nada 1994”)21
sino por la impronta de la fecha precisa al final del mismo: “Era 20 de agosto
de 1994” (p. 39).22 Es el mismo cuento que mencioné al principio, en
el cual una joven de 16 años vestida en “la vieja pijama de Mickey Mouse” (p.
36) acaba lanzándose al mar desde el Malecón. Su “rescate” accidental por cinco
balseros desconocidos parece absurdo, pero probable, dentro de las circunstancias
históricas de por sí absurdas:
Se encontró a sí
misma en el Malecón. No había caminado tanto. Apenas unas diez cuadras, mucho
menos que las que su abuelo había tenido que desandar cada día, durante años,
para buscar desayuno. Frente a ella, el mar inmenso competía con la oscuridad
de la ciudad…Se subió al muro. No miró hacia abajo… Saltó hacia la nada, hacia
la oscuridad del mar, hacia el absurdo de lo infinito… Esperó que el contacto
cálido con el mar de agosto la abrazara, la asfixiara para siempre. Pero el
dolor de caer sobre una madera más afilada que los dientes de perro no se
parecía al silencio de la nada. Sintió diez ojos asombrados mirándole los
pechos a través del pijama. “Los hombres te van a mirar las tetas antes de
mirarte a la cara,” le había advertido el abuelo para que no se espantara… Los
remos acompasados que empezaron a alejarla de la orilla sin pedirle
explicación, como si todos compartieran la certeza que los había llevado al
mar… Era 20 de agosto de 1994. (pp. 38-39).
Al cerrar el cuento con la sorpresa de una fecha precisa, la narradora
parece tener la conciencia de haber participado en un evento importante,
excepcional, de esos que se anotan en un diario, aunque no siempre acaban
siendo almacenados en los archivos oficiales. En contraste con otros cuentos
—de carácter más personal, íntimo, anecdótico— “Nada 1994” asume, aunque de
manera retrospectiva, una óptica testimonial (“yo estuve allí”) que trasborda
los límites de un recuerdo individual para nutrir la memoria colectiva. Dentro
de la estructura del libro que oscila entre la sinuosa continuidad novelesca y
la fragmentación propia de una colección de cuentos se me ocurre que la
narradora de “Don’t smoke in bed” podría ser una “reencarnación” más madura de
aquella niña vestida en el pijama de Mickey Mouse la noche del 20 de agosto de
1994. Lo que establece el primer nexo entre los dos relatos es el guiño al
referente sartorial: a la protagonista de “Don’t smoke in bed” la encontramos
“entre ajustadores floreados y rellenos de esponjas”, arrancando “los sostenes
talla 32B, más baratos de las perchas interminables” (p. 54) en una tienda del
International Mall de la ciudad de Miami. La abundancia y “el exquisito empaque
de moda primer mundista” (p. 54) contrasta no solamente con aquel viejo pijama
de Mickey Mouse sino también con varias referencias a la escasez de la ropa
femenina en Cuba que aparecen en otros cuentos (“[S]e iba a querer cambiar de
ropa y no tenía nada más sexy para ponerse. No tenía nada más para ponerse”;
“City Hall,” p. 26; “los elásticos deshilachados”; “Un bikini verde”, p. 47).
A pesar de su aparente metamorfosis, de adolescente en mujer y de habanera
en miamense, a la narradora de “Don’t smoke in bed” le queda claro que en Miami
nunca podrá enmascarar el “pecado original” de haber llegado en una balsa. Ni
el dinero, ni la educación, ni los viajes, ni el éxito profesional resultan
suficientes para borrar el estigma de “balsera”:
Se ve que no
tienes un dólar para pagarte una depilación que valga la pena, balsera.” Y
ella, que hace por lo menos cinco años que no regresa a Cuba, de todos modos
siente el peso de su pantalón empedrado de balsera… Y ella se sabe balsera con
pasaje de regreso a México, balsera con visa de entradas múltiples a Estados
Unidos, balsera académica, balsera recién llegada de un congreso de Chicago,
balsera soltera que habla español, inglés y francés, pero solo porque está
buscando trabajo y no marido. Me voy a depilar todo el cuerpo, señorita, pero
empiece por el bollo que si me duele ya me lo llevo hecho (p. 56).
Al final, la única forma de resistencia que queda es la (auto)ironía: “Aquí
los tratados académicos no importan porque las pequeñas batallas de la vida la
siguen ganando mujeres con uñas de gelly, siempre inconformes con sus cuerpos
perfectos” (p. 56); “La balsera resistió y pagó la depilación más cara y
dolorosa del mundo, Así que además de balsera es oficialmente pendeja” (p. 57).
Es significativo que también en otros cuentos (“Es de familia”; “La editorial”;
“Las mañanas del sábado”) las voces narrativas pertenecen a mujeres que saben
manejar el lenguaje con aplomo y gran destreza profesional. Son escritoras,
periodistas, profesoras, investigadoras académicas, pero en ninguna de las
noventa Habanas parecen encontrar un “cuarto propio” para sus habilidades y su
talento.
El cuento que cierra el volumen, “Historia de la flaca a la que golpearon
por romper el orden natural de las casas y las cosas”, no solamente ostenta el
título más largo del libro entero, sino que es el más extenso. La perspectiva,
aunque fragmentada, adquiere su totalidad omnipresente y omnisciente gracias a
la configuración de la voz narrativa, que pertenece a la ciudad misma. De
hecho, esta Habana —una de las tantas Habanas de Machado Vento— podría
interpretarse como una reencarnación del pueblo de Ixtepec de la novela Los recuerdos del porvenir (1963) de
Elena Garro (1916-1998). A diferencia de Ixtepec —metamorfoseado en una piedra
del cementerio—, La Habana-narradora-protagonista de “Historia de la flaca…”
aparenta ser un personaje de carne y hueso. No obstante, comparte con aquel
ficticio pueblo mexicano la extraordinaria dedicación voyeurista a fisgonear,
vigilar, espiar, entrometerse en la intimidad de sus habitantes, escuchar los
chismes y repetir los rumores. Esta Habana omnivigilante es también como El
Aleph borgeano que a pesar de su carácter metafísicamente abstracto (“es uno de
los puntos del espacio que contiene todos los puntos” (Borges, 1974, p. 623)
pudo revelarse a un niño cuando éste rompió la prohibición de los adultos y
bajó por la escalera del comedor al sótano para descubrir “el lugar donde
están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los
ángulos” (Borges, 1974, p. 623). En un juego autoirónico y con un gesto final de
bricolaje intra/intertextual, La Habana de Machado Vento se (auto)recompone en
su propio Aleph, pero sin olvidarse de aquel otro Aleph que a la narradora de
“Un bikini verde” se le había quedado en casa: “Por bruta. O por loca. O porque
el Borges ese me aburre un poco” (p. 44).
En pleno siglo XXI, muchas personas son conscientes de ser sometidas a
formas sumamente sofisticadas de supervigilancia, pero en Cuba la vigilancia
parece ser un elemento orgánico del tejido social.23 De hecho, uno
de los nexos que conecta varios cuentos de Las
noventa Habanas es la meta/autoconciencia de que las capas más secretas de
la privacidad son —o pueden ser— sometidas a un escrutinio por parte del
régimen, los vecinos y, a veces, los mismos familiares. La microfísica de la
vigilancia —junto con sus proyecciones espectrales a través de los rizomas del
miedo— se inscribe de manera orgánica en la consigna “En cada barrio,
Revolución” de los Comités de la Defensa de la Revolución (CDR), así como, a
modo de un recordatorio visual, en el emblema de los mismos CDR que ostenta un
machete inscrito con el lema “Con la guardia en alto”.
En Las noventa Habanas, hay
formas de vigilancia que aparentan ser benévolas, como en el caso de la madre
—protectora y tutelar— que intenta impedir que su hija se escape a la discoteca
del City Hall en busca de liberación total: “liberada del poder de la madre”
“libre de toda dictadura,” libre de su virginidad (pp. 26-27). En otras partes
de libro la sospecha de la vigilancia se vuelve ominosa y desciende en una
obsesión paranoica, como en la escena con los hermanos Cujeyes (“Historia de la
flaca”) quienes son “los primeros que ven al tipo en la bicicleta, parado en la
esquina como quien espera algo, pero en realidad no espera nada” y en seguida
asumen que es un chivatón24 “de esos que amanecen a cada rato en esa
misma esquina, para vigilar las ventas de Cuca —suponen— o para vigilar
cualquier cosa, o para regalarles, simplemente, la sensación de que están
siendo vigilados” (p. 122).25
Si bien muchas de las protagonistas de Las
noventa Habanas se distinguen por su perspicacia, una de las narradoras
—que “cuando era chiquita tenía fama de ser vidente” (“La vidente,” p.
19)— ofrece, al
cabo de muchos años, “explicaciones muy sencillas” para algunas de sus
predicciones y premoniciones más exitosas. Sus capacidades casi detectivescas
de observación, deducción y conexión de las pistas la llevan, por ejemplo, a
descubrir las infidelidades de su padre. En un barrio donde todos se conocen,
resulta fácil para una niña “seria y solitaria” extraer no solamente el saber
sino el poder de los rumores y retazos de conversaciones: “Era una fuente muy
confiable ese querido viejo Ramón” (p. 20). Al mismo tiempo, en un mundo en
crisis total, predecir la llegada del arroz racionado equivale a un oráculo:
“También decía a veces: ‘llegará el arroz del mes a la bodega…y es arroz
chino,’ y tres días después llegaban diez barcos cargados de arroz de China”
(p. 19). Según su propia confesión, “además de vidente, seria y solitaria, era
una niña muy envidiosa” (p. 21), aunque la palabra “chivata” sería tal vez la
más acertada si pensamos en su modus
operandi en la escuela:
la profe me
dejaba salir, todas las tardes después de almuerzo, a pararme un rato en el
portal de la escuela. Ella decía: “es un premio a tu buen comportamiento”. Yo
sabía que era su forma de liberarse de mí. Con mis salidas evitaba que yo
anduviera regañando a mis compañeros por no hacer la tarea, apuntándolos en la
lista negra y dándole quejas (p. 19).
Aunque varios aspectos de Las noventa
Habanas podrían conectarse con otros textos de literatura cubana que
representan la cotidianeidad de La Habana del Período Especial desde la
inmediatez de la experiencia vivida, la configuración narrativa de la
vigilancia me ha hecho recordar “El resbaloso” (1997), un relato breve de
Carlos Victoria (1950-2007) escrito desde el exilio, pero enmarcado por La
Habana de los noventa. En sus andanzas por La Habana, el pícaro y escurridizo
personaje llamado el Resbaloso —tal vez una reencarnación cubana del Diablo Cojuelo de Luis Vélez de Guevara
(1579-1644)— levanta los techos y atraviesa las paredes, deslizándose por
debajo de las camas y metiéndose en las cocinas para inmiscuirse en la
existencia cotidiana de los habaneros. Todo ocurre en un escenario entre
apocalíptico y surreal, donde la escasez que sufre la gente común —del pan, de
las croquetas, del arroz, de las hamburguesas de soya, del plátano, o “de lo
que fuera” (Victoria, 1997, p. 45)— contrasta con la obscena abundancia del smorgasbord confeccionado para los
turistas (“bandejas plateadas, atiborradas de mariscos y frutas”; “quesos y
ensaladas… los hors-d’œuvre… platos
humeantes y botellas de vino” (p. 58).
Esta radiografía de una ciudad en crisis esbozada por Victoria fácilmente
podría deshacerse en un cliché si no fuera por el hecho de que su protagonista
es más un testigo que un voyeur. A
pesar de sus poderes mágicos, el Resbaloso vive la misma miseria que los
habaneros y usa su magia para rendir un estremecedor testimonio sobre su
existencia. El cuento de Victoria acaba con un desplome que, en un par de
líneas, capta la enormidad real y metafórica del cataclismo:
allí está ella,
la mujer separada, completamente aislada, de pie junto a una silla; ya no tiene
como aquella noche el niño entre sus brazos: totalmente sola, sin ver ni oír,
recibe el aguacero frotándose los hombros; él se acerca reptando, sobre los mosaicos
que crujen y se rajan; en el mismo momento del desplome, ella levanta la mano y
grita: –¡Abur! (p. 69).
Sin llegar a sugerir una red de posibles influencias, intertextualidades o
ecos entre el relato de Victoria y el libro de Machado Vento, noto una cierta
afinidad en cuanto a sus respectivas reconfiguraciones afectivas de La(s)
Habana(s) del Período Especial. Ambos autores incluyen al menos algunos de los
ingredientes obligatorios asociados con las representaciones del Período
Especial: el hambre visceral, la lucha por resolver lo más básico, el sexo
desinhibido, el jineterismo, la pobreza material, la marginación de “los
palestinos”, el colapso del transporte, los curiosos inventos y remedos
generados por la escasez (Sklodowska, 2016). A pesar de las obvias diferencias
generacionales, conceptuales y estilísticas, tanto Victoria como Machado Vento
eluden la trampa de lo mágicamente sucio o suciamente mágico. Por ejemplo, en
el cuento “Dieguito el escritor” Machado Vento logra trasmitir la noción de tiempo
que se desteje en la lucha cotidiana del Período Especial sin recurrir a lo
apocalíptico o tremendista. Así pues, en la historia de la tía del protagonista
que día tras día iba al dentista para resolver “su problemita,” el toque
humorístico no eclipsa el rastro de lo real, sino que, al contrario, revela la
dimensión existencial con todos sus sinsentidos: “Primero no había agua,
después la enfermera se había ido en un viaje de estímulo a Nicaragua, después
la hija de la dentista se había tirado a la Florida en una lancha, después hubo
un apagón de seis horas. Pero la tía estoica todos los días, a la 7 de la
mañana, amanecía en el dentista, haciendo lo indecible para resolver su
“problemita” (p. 16).
Considerados por separado, todos estos eventos parecen probables, pero es
su encadenamiento en una serie de eventos desafortunados que produce el efecto
lúdico raras veces visto en la literatura derivada de las experiencias de
escasez. Aunque las improntas habaneras parecen disolverse en la desmedida expansión
de los no-lugares del capitalismo tardío, sus huellas y ecos siguen
sedimentándose en el “desconcertante y colosal” archivo de la cubanidad. Las
noventa Habanas contribuyen a este archivo con su propia voz que está, a su
vez, tejida de una polifonía de voces. Aunque el “cronotopo” desde el cual
Machado Vento escribe y publica este libro queda lejos de aquella tradición
oral —caribeña, cubana, habanera, popular— “de recostar un taburete a la puerta
de la calle y empezar a contar” (García Márquez, 1962), la innovación de Las noventa Habanas consiste en
comprometerse a contar, con honestidad y responsabilidad, las microhistorias de
la gran historia. Y, además, contar tan bien que “ninguno de los incrédulos del
mundo” (García Márquez, 1962) debería quedarse sin leerlas.
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1 Para otra perspectiva sobre este evento, véase Eyzaguirre
(1997-98).
2 En muchas conversaciones con los colegas cubanos resurgía
el tema de la “despenalización del dólar” anunciada a bombo y platillo unas
semanas antes de nuestra llegada. Se trataba del Decreto-Ley 140 del Consejo de
Estado del 14 de agosto de 1993 que derogaba los apartados del Código Penal que
hasta entonces habían calificado como delito la tenencia de divisas. El
Decreto-Ley así fundamentaba la derogación: “POR CUANTO: En las condiciones del
período especial y por las dificultades económicas que atraviesa el país, se
hacen necesarias regulaciones y medidas nuevas en relación con la tenencia de
divisas convertibles. POR CUANTO: Es aconsejable a estos fines despenalizar la
posesión de las mismas, lo que, por otro lado, contribuye positivamente a
disminuir el número de hechos caracterizados como punibles, lo cual aliviará y
favorecerá el trabajo de la policía y los tribunales de justicia” (Medina
Cuenca, 2013, p. 117).
3 El sitio web de la propia escritora (https://dainerysmachado.net/acerca-de/) contiene su perfil bio-bibliográfico y recoge varias entrevistas enfocadas específicamente en Las noventa Habanas. Puesto que no contamos aún con estudios críticos dedicados a este libro, estos materiales han servido de apoyatura imprescindible para el desarrollo del presente análisis. Véase también Villamil Garcés (2022).
4 En la historia literaria cubana encontramos varias
referencias a esta anécdota. Un “viaje a la semilla” de rastreo bibliográfico
nos lleva a su aparente origen: un testimonio de Ramón Meza y Suárez Inclán
incluido en su estudio biográfico sobre Casal: “No poco esfuerzo costó
disuadirle de sus propósitos de salir por las calles de La Habana en piyama
lujosa, recamada de oro, como aquél [Teófilo Gautier] por las de París, en
traje raro” (1910, p. 10). 5
En cuanto a las asociaciones menos explícitas, en términos tanto temáticos como
estéticos Las noventa Habanas me ha
hecho recordar las películas de Fernando Pérez Madagascar (1994) y Suite
Habana (2003), así como varios libros de escritoras cubanas que habían
vivido la etapa del Período Especial como adultas. Pienso en particular en las
representaciones de la sexualidad y domesticidad tóxica en Imperio doméstico (2004) de
Ana Lidia Vega Serova (n. 1968), en el entrelazamiento de lo visual con lo
textual en Variedades de Galiano (2008)
de Reina María Rodríguez (n. 1952), así como en el mural habanero que emerge de
la novela Sangra por la herida (2010)
de Mirta Yáñez (n. 1947). Al mismo tiempo, los pasajes
autorreflexivo-metaliterarios de Machado Vento me remiten a Ella escribía poscrítica (1995) de
Margarita Mateo Palmer (n. 1950). Con este listado, muy parcial, no propongo un
rastreo de influencias o traiciones, sino un recordatorio sobre la importancia
de ir (re)pensando la literatura cubana escrita por mujeres en términos
transgeneracionales.
6
El siguiente
comentario de Enrique Rangel complementa el perfil de Machado Vento con un
esbozo de su trayectoria personal y sus ansiedades de influencia, tal vez nada
ansiosas: “Habitante de la céntrica y popular zona de El Cerro, mimada por su
abuela que le regalaba libros que recogía en las calles de La Habana, enamorada
de la poesía de Virgilio Piñera, José Martí y Alejandra Pizarnik, de la cruda
narrativa de Milena [sic!] Fernández Pintado, la inventiva de Elena Garro, el
realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez o el nuevo periodismo de Truman Capote y
Gabriel García Márquez, en la obra de esta joven escritora cubana hay ecos
también del humor negro que ejercía el guanajuatense Jorge Ibargüengoitia”
(Rangel, 2021).
7
Junto con
Mabel Cuesta, destacamos este término en el título de la antología que
co-editamos en 2019. Si bien La Habana está presente en muchos de los relatos
que integran Lecturas atentas,
considero que “Anestesia local: La Habana” de Ana Lidia Vega Serova se
prestaría a un diálogo más sostenido con Las
noventa Habanas. 8 La novela Archivo
(2015) de Jorge Enrique Lage podría ser tal vez un ejemplo más explícito de
la fascinación con el concepto de archivo en el contexto de la historia cubana
después del 1959. Véase el excelente análisis de esta novela por Katia Viera
(2020).
9
Me refiero en
particular a la Trilogía sucia de La
Habana (1998) de Pedro Juan Gutiérrez (n. 1950). Cabe mencionar que la
primera edición cubana de la novela no
vio la luz hasta 2019.
10 Para una mirada crítico-analítica al respecto, véase
Puñales-Alpízar (2020), Dorta (2017) y Granados (2021).
11 Mijail Bajtin (1989) define el cronotopo como un
dispositivo que “expresa la inseparabilidad del tiempo y del espacio” (pp.
84-85) y que hace que el tiempo se vuelva “efectivamente palpable y visible”
(p. 250).
12 La concentración de alcohol contenida en una bebida se
mide en grados, según la fórmula universal, originalmente establecida por el
científico francés Louis Joseph Gay-Lussac. En teoría, el uso del alcohol
etílico de 90 grados se limita a la industria farmacéutica, pero a pesar de los
enormes riesgos de salud su consumo se extendió en Cuba, sobre todo entre
personas con problemas de adicción, durante la crisis “de los noventa” y en
otros períodos de escasez. Nada capta mejor la (auto)destrucción por el alcohol
que el retrato de la abuela alcohólica, aunque no totalmente desalmada, en el
cuento “Por una botella de ron.” Con una mezcla afectiva de complicidad,
compasión y abyección, su nieta concluye: “Ella era puro alcohol” (Machado
Vento, 2019, p.10). 13 En el mismo cuento hay una referencia
tangencial al cierre del Patio de María, un espacio icónico de los rockeros de
La Habana de finales de los 1990 y principios de los 2000: “A ella [Eduardo] le
había confesado un día que era rockero metalero de los malos, pero que el Patio
de María lo habían prohibido y que ir a la discoteca era una necesidad de vida
o muerte, porque vivía por la música, y si era en inglés ‘much better’”
(Machado Vento, 2019,
p. 26). Este es otro ejemplo de cómo Machado Vento reconstruye los estratos y rostros de la arqueología habanera de los espacios donde los jóvenes encontraban un amago de libertad. El significado cultural, histórico y simbólico del Patio de María no es obvio para quienes no hayan vivido la época “Cuando La Habana era friki” (Radio Ambulante, 2017) o quienes no se hayan enterado de su abrupto cierre en 2003, durante la oleada de represión lanzada por el régimen bajo el nombre de “Operación Coraza” y que se arraigó en la memoria colectiva como “La Primavera Negra.” Numerosas referencias al Patio de María se encuentran en la letra de varias canciones de Porno para Ricardo, el más conocido de los grupos rockeros asociados con este espacio (“¿Te acuerdas del Patio e’ María? / Pa’l rock el único singao lugar que había. / ¿Te acuerdas de la Libertad?”). (Suñez Tejera y Ramos Morales, 2019).
14 Debido a las limitaciones de espacio no puedo detenerme en las ramificaciones semánticas del nombre del Vedado, uno de los barrios más icónicos de La Habana y de enorme importancia cultural e histórica. Véase Pávez Ojeda (2001).
15 En otro contexto, Machado Vento ubica las
transformaciones de City Hall dentro de la historia del declive de cines
habaneros (Rodríguez, 2020).
16 Las fotos de Reboll son posteriores a la época de los
1990, pero debido a su imaginario de precariedad y escasez evocan el clima del
Período Especial.
17 Para un proyecto aparte, sería interesante entablar un
diálogo entre algunos de los cuentos de Machado Vento
(“Por una
botella de ron”; “Nada 1994”) y la película Madagascar
(1994; Dir. Fernando Pérez) que traza un retrato de familia multigeneracional
(Laurita, la hija-Laura, la madre-la abuela de Laurita) en el contexto de La
Habana de los 1990. Las palabras que usa Laurita para retar a su madre en la
película de Pérez —“Yo sólo sé lo que no quiero. Ser como tú”— son casi
idénticas a las de la narradora de “Nada 1994.”
18 Los estudios de Pérez Díaz (2022) y Hosek (2021) son de
gran interés para explorar las implicaciones socioculturales de las dificultades
con el transporte en Cuba, incluyendo la perspectiva de género.
19 El 31 de marzo de 2008, a poco más de un mes de asumir la
presidencia, Raúl Castro puso fin a esta prohibición.
Según Diario de Cuba, “En silencio y sin
comunicaciones oficiales, la medida tomó desprevenidos a la directiva de las
instalaciones turísticas y a los propios cubanos, que además pudieron desde ese
día rentar autos hasta entonces reservados también para el turismo”.
20 En vez de repetir los estereotipos, Machado Vento expone sus mecanismos. Uno de los ejemplos más graciosos tiene que ver con “las lecciones de cocina” impartidas por la suegra mexicana que, según observa su nuera cubana, “tiene más salud que Fidel Castro” (p. 73): “¿Sopa de pollo un domingo? De verdad que estos cubanos son crípticos, indescifrables. ¿Y tú no le pones sal cuando empiezas a hervir el agua? ¿En Cuba no hay sal?... ¿o no hay agua? Ay, pero qué feas estás picando esas papas. ¿En Cuba no hay papas? (p. 73).
21 El título podría vincularse tanto con la Nada existencial sartreana como con La nada cotidiana de Zoé Valdés más allá de las expresiones coloquiales como “nada personal,” “no pasa nada.” Debido al contexto de la experiencia marítima de los balseros sería posible, tal vez, escuchar las reverberaciones del verbo “nadar.” 22 Tras una oleada de protestas populares el 4-5 de agosto de 1994 en el centro de La Habana (“El Maleconazo”), el 12 de agosto Fidel Castro mandó retirar las tropas guardafronteras que antes impedían el éxodo por el mar. Consecuentemente, se calcula que aproximadamente 30 000 personas se lanzaron al mar en toda clase de barcos improvisados (balsas). Sobre la crisis de los balseros y el “tropo” de la balsa en el imaginario cubano, véase Iván de la Nuez (1998). La misma Machado Vento así recuerda los acontecimientos de agosto de 1994: “En el año 94 estaba en una fiesta de cumpleaños de una prima, yo tenía ocho años, estaba en la calle de San Lázaro y de repente se arma una revuelta, empiezan a llamar a casa de mi bisabuela y nos decían que no saliéramos, que estaba pasando algo. Lo que estaba pasando era el ‘Maleconazo’…” (Rangel, 2021).
23 En cuanto a las representaciones literarias y testimoniales de la vigilancia “revolucionaria”, véase en particular Informe contra mí mismo (1997) de Eliseo Alberto, La fiesta vigilada (2007) de Antonio José Ponte, El compañero que me atiende (2017) de Enrique del Risco y Archivo (2015) de Jorge Enrique Lage. Considérese también la siguiente distinción entre el espionaje y el voyeurismo: “Espionage hinges on time, and on turning the question of ‘seeing’ into a problem. If the voyeur gives a narrative tale to events that may be disconnected, the spy presumes that the narrative exists and turn every act into evidence” (Quiroga, 2005, p. 60).
24
La figura de
un soplón se encuentra tal vez entre las más universalmente despreciadas. En el
habla popular de Cuba, una persona que delata o acusa a alguien en secreto se
conoce como chivato, aunque hay muchos otros términos igualmente comunes
(chiva, trompeta o sapo). A pesar de su paulatina desintegración, los Comités
de Defensa de la Revolución (CDR) —establecidos el 28 de septiembre de 1960
como “sistema de vigilancia revolucionaria colectiva”— siguen siendo el símbolo
más visible de la vigilancia institucional en la isla. “En cada cuadra un
comité, / en cada barrio revolución, /cuadra por barrio, barrio por pueblo,
/país en lucha: revolución,” proclama la canción de los CDR. Con su crescendo
“Desde la sierra a la ciudad, /tanto en el monte como en el mar,” el estribillo
capta tal vez mejor que cualquier análisis académico la insidiosa capacidad de
lo que Michel Foucault llamara “la microfísica del poder” para “descender
hondamente en el espesor de la sociedad” (1980, p. 34). Désirée Diáz (2021)
ofrece una profunda y multifacética lectura de la vigilancia no solamente como
práctica cotidiana sino también como un tropo omnipresente en la literatura, el
cine y las artes de la Cuba postsoviética (pp.
191-237). Por
su parte, Katia Viera (2020) se detiene en la faceta de La Habana
“espía-fantasma, vigiladavigilante” en su excelente análisis de la ya citada
novela Archivo (2015) de Jorge
Enrique Lage.
25 Ya que Machado Vento ha incluido a Ricardo Piglia en su
lista de escritores latinoamericanos más admirados, también podríamos
considerar aquí el concepto de “ficción paranoica” desarrollado por el mismo
Piglia (2011).
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41372
Liuvan Herrera
Carpio
Universidad
Nacional de Chimborazo, Ecuador liuvan.herrera@unach.edu.ec
ORCID:
0000-0001-8593-9778
Recibido
08/03/2023 Aceptado 22/05/2023
Desde la
Modernidad, un nuevo discurso conectado con la ciudad toma dimensión y se aleja
de las imágenes superpuestas metafísicamente al hecho material de su
existencia. Teniendo en cuenta una particular inversión del pathos de La Habana (devenida,
ironizada, resemantizada, ocultada bajo, suplantada por el sintagma La Vana) en
la poesía de Jamila Medina Ríos (Holguín, Cuba, 1981), el presente estudio
pretende caracterizar a través del método hermenéutico las asunciones
tropológicas de las relaciones de los sujetos líricos con un cosmos habanero
ridiculizado a partir de un proceso de lexicalización. Si bien se toma como
universo la obra poética de Medina es en Anémona
(2013) y País de la siguaraya (2017)
donde se recrea un poliédrico expediente sobre la capital cubana. Se concluye
que las representaciones de La Habana en sus poemarios atentan contra el
discurso nacional de ciudad maravilla e imponen una otredad relacionada a veces
con lo voluptuoso, lo fisiológico y lo escatológico y a veces con la topofilia
por espacios marginales y el road-poem
y que revelan a su vez un yo lírico alienado.
Palabras clave: tropo; La Habana; Jamila Medina Ríos;
poesía cubana
Since Modernity, a new discourse emerges that is intricately connected to the city, moving away from metaphysical images superimposed on the material reality of its existence. Taking into account the specific inversion of the pathos of Havana (ironically transformed, resemantized, concealed under, and supplanted by the phrase “La Vana”) in the poetry of Jamila Medina Ríos (Holguín, Cuba, 1981), the present study aims to characterize, through of the hermeneutic method, the tropological assumptions underlying the relations of the lyrical subjects with a ridiculed Havana cosmos resulting from a process of lexicalization. Although Medina's poetic work is seen as a universe, it is in Anémona (2013) and País de la siguaraya (2017) where multifaceted dossier of the Cuban capital is recreated. The analysis concludes that the representations of Havana in her poetry collections challenge the national discourse of the wondrous city and impose an otherness that is sometimes linked to the voluptuous, the physiological, and the eschatological, and at other times to topophilia through marginal spaces and road poetry, ultimately revealing an alienated lyrical self.
Keywords: trope;
Havana; Jamila Medina Ríos; cuban
poetry
Un malogrado espejo, acaso un frustrado gólem, pudiera significar el mapa
que ansía suplantar a la ciudad en el relato “Del rigor de la ciencia” de Jorge
Luis Borges (1974). Aquí pudiera entreverse, además, una alegoría de la función
poética: el poema/mapa se extiende como una interpretación de la ciudad y
abandona al hecho del cuerpo real, de
su trazado, a través de un efecto metonímico o palimpséstico.
Noé Jitrik (1994) avizora que desde Baudelaire y Eugenio Soé, desde Herman
Melville y Nathaniel Hawthorne “un nuevo discurso relacionado con la ciudad fue
tomando cuerpo y diferenciándose de las imágenes que sobrevolaban,
metafísicamente, el hecho material de la ciudad” (p. 45). Tesis reafirmada por
Morales (2001), quien distingue en Vicente Huidobro el rol de introductor del
tópico de la ciudad en la tradición poética chilena, desprecio por lo natural
mediante, en función de edificar una “oda permanente al progreso y a los frutos
del hombre moderno; a pesar de esto, también advierte sobre los peligros de la
soberbia humana” (párr. 3). Desde este enfoque se pueden construir duplas que
no necesariamente funcionan como némesis: ciudad aparente/oculta, ciudad
museo/industrial, ciudad ética/tecnológica, ciudad texto/obra de arte; pues la
naturaleza interpretante de los discursos transforma a las urbes en objetos
espaciales.
Si se asume la categoría de tropo como una figura con cambio de sentido
(Ducrot y Todorov, 1974) donde se produce la immutatio (Beristáin, 1989), entonces su capacidad modelizante
“presupone implícitamente que el momento fijado tiene importancia universal,
que en ese momento está encerrado, como en una mónada, todo el mundo.” (Levin,
2009, p. 176). El tropo como estrategia discursiva tanto en retórica como en
poética busca el convencimiento de lo argumentado y el delectare estético (Díaz, 1990). En consecuencia, la ciudad-tropo
alcanza una corporeidad desprendida de su imagen natal (la cuadrícula) y
constata una resonancia de alta potencialidad estética.
Este malestar en la cultura de la ciudad atribuida o discursiva pudo
comenzar en el romanticismo:
No era extraño
que los poetas románticos vivieran la ciudad con sentido trágico. Al fin y al
cabo, ese espacio del hombre que significaba su progreso representaba también
su deshumanización, su dependencia de un Dios que sólo sabía de cuentas (Pena,
1994, p. 78).
El romántico o posromántico, al resucitar
e idealizar determinado período histórico del
Viejo Continente,
aprehendió el potens metafórico de la
“ciudad muerta” y traspuso esta etiqueta a otra clase de urbes que exponían
alguna vecindad con las develadas en los yacimientos arqueológicos. Por tanto,
no resulta contraproducente que se empleara a ciudades que sobresalían por su
ancestral esplendor, transformadas, si bien todavía habitadas, en un tipo de
museo extendido de la reminiscencia (García, 2008).
Desde sujetos líricos que entablan una sinergia con el organismo citadino a
otros cuyas experiencias se acercan al mal, a la ciudad thanática o babilónica,1
las interacciones en el ámbito de la poesía española de voces como José Martí,
Federico García Lorca o Manuel Ramos Otero suscitan, al decir de Dionisio Cañas
(1994) una superposición del campo semántico procedente del ethos natural sobre el paradójico
paisaje urbano, acto de domesticación forzosa. Cañas alerta sobre la embestida
en estos discursos poéticos entre “una
ciudad real y otra irreal (imaginaria, simbólica, alegórica)” (p. 10), así
como de un Yo proyectado en el tejido metropolitano, a tal punto de convertirse
en su prolongación. En consecuencia, el poema funge como una “criptografía de
la ciudad” (Montenegro-Mora, 2015, p. 4) y asume una capacidad genésica: crea a
sus evas de cemento y cristal,
conglomerados que solo se robustecen en el discurso.
Dicho espectáculo civil asume un singular cronotopo de semántica
ambientalista, pues la doma del
hábitat visualiza un acto antropocéntrico en el peor de los sentidos y es aquí
donde la función del poema tiene lugar como tabla de salvación para el paisaje
virginal (Ramírez y Rojas, 2022). En otros casos, el entramado se personifica
como un cuerpo hastiado que acierta su carácter en el desconcierto y la
anarquía; pujante como un centro absoluto dentro del espectro urbano (Zapata,
2006).
No se debe descuidar el ensayo de la ciudad: “considerada como el modelo
del espacio del universo. Correspondientemente, la organización de la misma
refleja la estructura del mundo en su totalidad. Se conocen dos tipos
geométricos básicos de tal organización: la cuadrangular y la circular”
(Ivanov, 2009, p. 216). El propio autor rememora el maridaje en la antigua
Mesopotamia entre las adivinaciones por el hígado —mapa de la ciudad
celestial/ideal/utópica— y la función de sus puertas y palacios, así también la
función semiótica de considerar a la urbe como un sujeto/a (Antiguo Oriente =
mujer). O la ciudad como “texto plurisemiótico” (Areiza, 2011, p. 116) donde la
marginalia, lo consuetudinario y lo desapercibido adquieren un carácter de
centro. O la ciudad como un ente enérgico, erotizado, a tal punto de
representarse a la manera de un objeto del deseo (Guillén, 2015).
Mediante una negación de la geopolítica, el poema de/sobre/en/por/a la
ciudad erige un “territorio de significación constante” (Bueno, 2021, p. 269)
que se pavonea de su modelo propio (ciudad análoga o texto-cosmópolis) donde
sus cualidades (locus/escritura)
resultan intercambiables (Jorge, 2011). Otras posturas se acercan a los
nacionalismos como productores de relaciones sujeto-entorno citadino, por
ejemplo, de “La ciudad como objeto disfórico [a] … espacio de interacción y
negociación para el sujeto lírico: espacio público.” (Corral, 2021, p. 186).
Ante este imperativo ocurre una sinécdoque: el círculo del hogar como un país o
patria, o más terrible, el desarraigo / la muda / el viaje, se transforman en
mecanismos de ciudad interior.
No obstante, la calle deviene hogar imperfecto del yo lírico, confabulación
que lo trasmuta en un particular ciudadano. Empero, “lo netamente público de
una ciudad en los comienzos de la modernidad, se transformará en ruina en la
modernidad más tardía, específicamente en el advenimiento de la ciudad
neoliberal” (Urzúa, 2013, p. 125). La mirabilia
arquitectónica bajo un lente de afecto o rechazo, de empatía o aflicción,
resulta auscultada por los sujetos líricos ora como llana escenografía ora como
un sujeto pensante que no oculta su muestrario de seres hundidos en un
conflicto centro vs periferia. “De esa gama sobresale el flâneur explorando la calle con andar y mirada propia, un paseante
de identidad definida frente al hombre seriado de la muchedumbre” (Boccanera,
2013, p. 2).
¿Y cómo obviar el tempo de la
ciudad: ahistórico, nostálgico, paraíso perdido? “La urbe atrae y se asume o se
rechaza cuando se añora una mítica naturaleza del espacio de la infancia, y la
poesía la incorpora o la silencia” (Bianchi, 1987, p. 172). De esta manera, el
espacio a nivel de significante incluirá ciertos juegos de grafía o de fonía
como en blancos y otros componentes tipográficos a merced del hablante
implícito y del carácter constructivo de la pieza poética. Esta visión —postura
de Federico Schopf (1985)—, caracteriza, por ejemplo, a la primera poesía
nerudiana al manifestar una mudanza en la tensión de los sujetos líricos,
quienes abandonan su domesticación de la naturaleza por una lucha más
antropofágica. Aquí lo yermo y la orfandad plantan un par dialéctico con la paz
del amnios (ese memento escenográfico) deseado en varios libros de madurez.
Ante tales modus de
representación, y teniendo en cuenta una particular inversión del pathos de La Habana2
(devenida, ironizada, resemantizada, ocultada bajo, suplantada por el sintagma
La Vana) en la poesía de Jamila Medina Ríos (Holguín, Cuba, 1981), el presente
estudio pretende caracterizar –a partir del empleo de la hermenéutica3–
las asunciones tropológicas de las relaciones de los sujetos líricos con un
cosmos habanero ridiculizado/desubicado/descentrado a partir de un proceso de
lexicalización. Si bien se toma como universo la obra poética de Medina: Huecos de araña (2009), Primaveras cortadas (2011), Del corazón de la col y otras mentiras
(2013), Anémona (2013) y País de la siguaraya (2017); es en estos
dos últimos poemarios donde se recrea un poliédrico expediente sobre la capital
cubana.
Tributario a un filón no preponderante en el canon insular, suspendido por
una rutina de la lengua española contaminada por universalidad,
destropicalización y ahistoricismo, el discurso lírico de Medina en sus
primeros poemarios (Huecos de araña y
Primaveras cortadas) enmascara lo
cubano y se ensancha a otras experiencias ontológicas.4 Más tarde
muchas de sus obsesiones migran a la representación de una animalia que
transita de lo no óseo, de lo prácticamente incorpóreo —la anémona— al
taxidermo almiquí, cenozoico, un antes
de todo el imaginario edificado sobre la Juana de Cristóbal Colón. Aquí el discurso
botánico-fisiológico se entreteje con la prosa poética entrecortada,
antieufónica, que condensa características cardinales de su poética: la
preferencia por unas nuevas lexematización y gramática, la sucesión abrupta de
sintagmas sin ilación formal y a veces conceptual, la economía de términos en
aras de conformar un cristal de varias caras según lo refleje, escritura como
explosión espórica, donde el centro irradiador se confunde con la periferia,
igual de irradiadora, escritura que no busca fijación por la iluminación de lo
trascendente, ni inmersión en lo real cotidiano como bitácora sucia.
Así también la deshidratación de la morfología española, la lengua como un
fruto deslexicalizado, las femmes no
fatales de sus yocastas/fredas. Si de una substancia pueden emerger los textos
es de aquella fisiología sexual que edifica un tropo matriz: el tajo de la
vulva/boca como un constructo vigoroso, semiótico, que suplanta al
maíz/barro/soplo divino/genitales de Urano, esas formas clásicas de la creación
occidental. La sujeto prefiere el cementerio marino, medusario y veneno de
barco portugués. Nadar entre las guadañas del sargazo estimula su eros,
extravagancia justificadora de un epicúreo ejercicio. Su focalización de lo
femenino, felizmente lejana de ideologizaciones, fermenta la existencia a tal
punto de que el útero se sobredimensiona como madre nutricia. He aquí la
contribución de Medina Ríos al desahogo de la llamada escritura cubana: el poema como desfogue, como granada de mano.
Mas, País de la siguaraya debe entenderse
como un
compendio en el que se ha logrado (re)cartografiar —si tal esfuerzo existe en
la poesía— el mapa de un sector llamado Cuba: en sus contornos, límites,
accidentes… hasta la mímica de representación del sujeto que porta el gentilicio
derivado del lugar. (Mora, 2018, párr. 3).
Como confiesa la propia autora en una entrevista concedida al periodista
Eric Caraballoso (2017), en el poemario no emerge un acto de globalización,
donde el individuo se torna cosmopolita y deslocalizado, enfrascado en
identidades o imaginarios colectivos; por el contrario, se afirma en la
particularización, en el pormenor de geografías rurales: “Tampoco son postales;
si acaso ventanas a ese país, a ese paisaje que a veces de tan familiar se nos
vuelve invisible.” (párr. 19). Lejos de narrar un escenario pensado para turistas5 el
libro tributa a la idea borgeana de la escritura como arquetipo, donde cierto
creacionismo salva de la invisibilidad al paisaje: “Yo soy el único espectador
de esta calle;/ si dejara de verla se moriría” (Borges, 2015, p. 46).
La Habana sobrescrita, rebautizada bajo el tropo de la ironía como La Vana,
se enuncia por primera vez en el discurso lírico de Medina Ríos en una pieza
intitulada de Huecos de araña cuyo
verso inicial: “Emigro.” taja un
presente histórico del sujeto lírico, quien declara un cambio de piel/un
despojo/, viaje a una big apple
desmembrada que amenaza con la pérdida de la esperanza para aquellos que
decidan morderla. Nótese el descentramiento:
Hay algo
ahí con la desposesión: raíces sin tener dónde agarrar.
Mi padre vuelve
a La Vana (Medina, 2009, p. 69).
Cierto tono de la mujer de Lot se avizora en la hija que arrastra a sus
progenitores a una efímera visita a la ciudad capital. Las marcas geográficas
develan el viaje desde Holguín a La Habana (casi 750 km) con el objetivo de
poner un huevo, o lo que es lo mismo, anclar, aferrarse de una vez a un espacio
simbólico. Recuérdese la hostilidad al desterrado interior de la patria:
En el Ministerio
del Trabajo ofrecen plaza al emigrante en las enormes oficinas del Ministerio
de Vivienda los empleados mueven rítmicamente la cabeza diciendo NO política de
desarrollo de ciudad política de desarrollo de un país (Medina, 2009, p. 70).
Para suavizar el flagelo al nómada, al outsider,
la sujeto redimensiona el espacio de la isla hacia uno cósmico
(Irak-Egipto-Canadá-Madrid-Checoslovaquia-Rusia), especies de puertas
consecutivas que le descubren el verdadero aquí
con cierta fatalidad. El antídoto: pues el retorno, viaje a la semilla donde se
recuperan las arenas perdidas, las patrias confiscadas, en suma, la Eva que
vuelve a un árbol del bien y del mal esta vez tropicalizado:
Báguanos parpadea
parpadean Las Villas (…) la mata de cerezas y el aljibe del patio el columpio
debajo de la guayaba y de las uvas (Medina, 2009, p. 71).
Contra el discurso nacional de La Habana como ciudad maravilla atenta esta
hechura y en su defensa la sujeto predice un separación, un frustrado injerto:
Padres
los he traído a La
Vana traigo también la cabeza descubierta la postal de esta ciudad (…) no se va
a sostener dentro de mí (Medina, 2009, p. 72).
Un leitmotiv distingue al universalismo de Primaveras cortadas: los vasos comunicantes entre las culturas y
las historias, a tal punto de convertir en cercanos a los archipiélagos de
Japón y Cuba. Véase este ejemplo donde se alude al laqueado antiguo sobre el
enigmático sustantivo caja (todo el
poema tributa al campo semántico del ataúd, contenedor de suicidas o truncos
por anomalías repentinas). Las narrativas personales de, por solo citar dos momentos,
Lao She y Julián del Casal, encuentran un punto de unión en la violencia de sus
muertes; el primero, uno de los más célebres novelistas chinos del siglo XX, al
ser considerado derechista fue golpeado brutalmente en el Templo de Confucio el
23 de agosto de 1966 y al día siguiente —la oficialidad impuso esta versión— se
suicida en el lago Taiping en Pekín:
Del escarnio en
el templo de la confusión, hundido como un loto [este símil se conforma como la
metonimia de todo un país: China, la aparente fortaleza de la planta acuática y
su circularidad tributan a un entorno trágico] en el lago de Taiping, 1966 (Medina,
2011b, p. 30).
El segundo, uno de los exponentes más sólidos del modernismo
latinoamericano, pasó a la celebridad por sus excentricismos japoneístas y
sobre todo por su enigmática muerte a los 29 años: un aneurisma mientras reía
en una velada nocturna. Es acá donde el poema sitúa a La Habana como
ciudad-sepulcro (repárese que aquí conserva su nomenclatura original). Si en el
fragmento anterior a She le espera un amnios acuático y por tanto leve e
imperdurable, a Casal le edifican una tumba de mármol blanco con insinuaciones
neogóticas. Del fragmento siguiente subráyese la fuerza de la metáfora
expresionista en la particular yuxtaposición: pico de cuervo/boca del poeta:
De laca en los
pliegues del kimono
patinando
el dibujo de las ramas y rebrotes del cerezo y de su tronco rojo vino brillante
explotándole como
la carcajada de un cuervo en plena boca: La Habana, 1893 (Medina, 2011b, p.
30).
En su particular ars amandi —Del corazón de la col y otras mentiras—
el cinturón de La Habana, restos del amurallado que protegió a la ciudad de
1797 a 1863, somete a los amantes en “Wonder
wall”. A manera de caja china (la habitación: “celda mortuoria”, “tumba
nupcial”) constituye la primera capa de significación, desde ese centro un yo
erotizado se expande políticamente a la barricada de Mayo del 68 o del Berlín
del 89; al muro de Gaza y Cisjordania, a las vallas de Ceuta y Melilla, en un
franco aunar los límites que han servido para una historia de la vergüenza universal.
En otro orden de significados, el título del poema pudiera intertextuar la
canción homónima de Oasis o el lema que caracterizó al discurso contracultural
estadounidense en la década de 1960 atribuido a Gershon Legman: Make love not war.
Pero la cópula como petite mort
junta imposibles semánticos: el cadáver con la procreación, la intensidad con
el alambre de púas, para dar lugar a una suspensión de tabiques históricos que
solo lo orgásmico puede atravesar. Mientras la pareja reposa en su tálamo se
enumeran:
Abajo el vino
añejo de la muralla de la Habana el muro de Adriano la Muralla China el Muro
castigador de los Lamentos (Medina, 2013a, pp. 24-25).
Como se ha enunciado, el explayamiento del tropo de La Vana en el discurso
poético de Jamila Medina se constata en sus poemarios de madurez: Anémona y País de la siguaraya. Baste utilizar una metáfora de su propia
firma para concluir parcialmente, que si bien en Huecos de araña, Primaveras
cortadas y Del corazón de la col y
otras mentiras la construcción y muda de La Habana a La Vana se advierte
como “un solo de sangre” (Medina, 2009, p. 5)6, o lo que es lo
mismo, como un motivo secundario, en su producción posterior se convertirá en
obsesión temática.
Otra constante discursiva en Medina Ríos se relaciona con un ejercicio
metapoético de aguda experimentación referencial. Las cinco piezas que
conforman “Habánicas 1” en Anémona se
insertan como capítulos de bitácora en procesos de lexicalización (la metáfora
muere), para luego revertir ese transcurso mediante la violación de las normas
de la sintaxis regular del español –escritura en bloque, uso sostenido de la
minúscula, ausencia de signos de puntuación–, en aras de construir un viaje
antiodiséico, antiedípico y antikavafiano, que resulte en una apuesta por la
ineficacia del lenguaje cuando se trata de asimilar
un locus amoneus que revela una
preferencia de la sujeto lírico por los márgenes:
llévame al fondo/
al final de la ciudad al horizonte/ al límite a destazar palabras como vacas
(…)
para evitar toda
escritura-narciso (“habanasoul”, Medina, 2013b, p. 35).
Su madeja intertextual se complejiza: en “habanabierta”, que, si bien no
aprovecha el referente al colectivo de músicos del mismo nombre, suerte de
trinchera ideológica para la contracultura cubana de los 90, sí se vale de esta
aureola para acudir a otro lindero, otro afuera
citadinos: la bahía, que ha perdido el azul bretoniano7 y sucumbe
ante la negritud del petróleo (se recupera aquí una sutil ecología) donde el
cuerpo decide sumergirse. Medina no deja de emplazar a sus féminas en
anti-zonas-de-confort, en este caso enfrenta la rerum natura de un entorno filoso, agua muerta alejada del turismo:
los pozos/ del
petróleo
…
flotando
en la lengua de
p/luz de la bahía
…
mi vello
expuesto frente al muelle como un fácil grafiti (Medina, 2013b, pp. 35-36).
De ciudad travestida se habla en “habananight”. El traspaso de la tarde a
la noche permite que el espacio adopte una mascarada para ejercer la carne. A
partir de una reescritura del célebre verso perteneciente a La tierra baldía (1922/2001) de T. S.
Eliot:
En la hora
violeta
…
acabada la cena,
ella está aburrida y cansada, se esfuerza en excitarla con caricias que ella no
rechaza pero tampoco desea.” (p. 10), un ¿una? sujeto de tacones, medias
satinadas y faldones de cuero narra un sometimiento: la noche como el país del
escalpelo, violación, ahogadura. Apréciese en este fragmento la tensión y la
incomodidad, a tal punto de negar la paz de la hora violeta de Eliot:
“como el
destello del cuchillo de vencer la carne —y la memoria—
…
sin dejar
marcas en la carne en la hora viole(n)ta (Medina, 2013b, p. 36).
Y si de simulacros se trata, los segmentos “suite habana” y “habanablues”
(que engañosamente aluden a dos filmes del mismo nombre: Suite Habana, Fernando Pérez, 2003 y Habana Blues, Benito Zambrano, 2004), como en “habanabierta”,
participan más bien de una erótica que catapulta a la anatomía de la anémona
(sésil, llamativa, venenosa) como un lugar para el deseo: ábreme seré labananémona [sumun del tropo conectado
a la animalia, La Habana deviene cuerpo fijo que resiste el embate del agua,
abierto siempre al apetito] como una boca estrecha para el beso como un cofre
cerrado que se abre barato como un ano (“suite habana”, Medina, 2013b, pp.
36-37).
o la
deconstruida femme fatale que no
respeta la lógica de los vivos:
en
estertor mis tentáculos
…
moviéndose acabada
de cortar con el automatismo de la mantis o el pestañear que queda en los
guillotinados y en las cabezas perdidas de muñeca” (“habanablues”, Medina,
2013b, p. 37).
La anémona llega incluso a emparentarse con el lenguaje, su difícil morfología
se iguala a la sintaxis que ha tratado de definir el concepto Cuba, el
imaginario La Habana. Si la isla no puede desprenderse del fondo que la sujeta
(puede adivinarse aquí un matiz político), si el pólipo vive pasmado en el
lecho marino, ambas condicionantes sirven a Medina para instaurarse en una
línea de apareamientos animalia-discurso/ natura-eros/ paisaje-no lugar,
presente también en poéticas colindantes de su promoción.8 Ahora,
sus tres tropos: animalmujer-ciudad proponen a través del discurso
etimológico-científico (sarcasmo, parapeto) una definición ahistórica de la
ha(banidad): “Archipiélagos: lo inasible, el opuesto del continente anclado,
otra especie de tierra firme negada, localización improbable de la escritura.
Escarbadura en la metáfora-mordaza de la isla-mujer (…) en los caprichos de la
(ha)banidad.” (Medina, 2013b, p. 98).
De lo voluptuoso a lo puramente fisiológico/escatológico viajan los asuntos
en “Habánicas 3”. El poema, compuesto a su vez por dos estancias:
“habanarroja-habanarrás” y “habanatur” aprovecha la sinestesia del color para
comprender el parteaguas de la menstruación. Como penélopes de la miseria los
padres tejen almohadillas para “hijas o esposas sucesivas” (Medina, 2013b, p.
80) o mientras viaja (¿a La Vana?) la sujeto historia su entrada a la adultez
con un tono no pulido, coloquial:
subí a la
camioneta llovía y empezó a correrme el agua desde el pelo con la sangre
mezclada” (Medina, 2013b, p. 81).
Se invisibiliza a tal punto el momento
que el conductor (un ordinario Caronte):
“con la mayor
naturalidad
…
me
extendió el paño de lustrar los cristales y escurrió él mismo los charcos
…
que se
empozaban
alrededor de mí.
[sic] (Medina, 2013b, p. 81)
Otro texto denominado “En la botadura de mi plataforma insular” (distíngase
cómo se acentúa el desarraigo, la isla como barca presta a zarpar, el carácter
descentrado ¿neobarroco? de las geopolíticas de la feminidad) diseña un panteón
de baluartes del pensamiento, el arte y la escritura hechos por mujeres. De
María Deraismes a Ana Mendieta, de Remedios Varo a Leonora Carrington, de Ana
Betancourt a Mercedes Matamoros, la suspensión culmina en una antípoda de la
tauromaquia habanera de finales de siglo XIX:
“(…) las toreras
que
animaban el ruedo en Las Habanas de 1898.” (Medina, 2013b, p. 62),
como si el
ejercicio escritural femenino aparentara un embiste contra el toro de la
tradición.
Consecuentemente, los espacios del hospital siquiátrico y la prisión,
alejados de la neuralgia citadina desde la Alta Edad Media europea, devienen
madre nutricia para un yo lírico alienado en la prosa “En los apriscos”, que
consciente de su existencialidad apuesta al rechazado universal. De hecho, el
punzante aprisco, término con cierta
reminiscencia bíblica, en el poema arropa al Hospital Psiquiátrico de Mazorra
(joya del imaginario popular habanero) y a la prisión de Guanajay, emplazada
como el primero en las afueras del trazado metropolitano. El clásico de Michel
Foucault (1964/2010) arroja luz sobre el asunto:
En esas
instituciones vienen a mezclarse así, a menudo no sin conflictos, los antiguos
privilegios de la Iglesia en la asistencia a los pobres y en los ritos de la
hospitalidad, y en el afán burgués de poner orden en el mundo de la miseria; el
deber de la caridad y el deseo de castigar. (p. 86).
En la prosa “La Vana-ITH” de País de
la siguaraya “un edificio monumental de la República” (Medina, 2017, p. 11)
ha sido adecuado como pabellón para la demencia. La impronta revolucionaria
como plaga bíblica todo lo vuelve tiniebla, en ese afán de despojarle a La
Habana su última lentejuela arquitectónica.9
Volviendo a la esencia de Huecos de
araña, el aislamiento tanto para el yo lírico como para el loco/reo
encierra una esencia amniótica: “Siempre he envidiado la soledad de la celda …
la humedad de aquel útero … La paz de la descarga eléctrica” (Medina, 2013b, p.
74). Por ende, la explícita topofilia10 —espacio ensalzado según Gastón Bachelard (1957/2000)— prefiere un catálogo social (círculos
dantescos sin castigo) que habita y despoja a su vez a La Habana de todo su
glamour adjudicado por décadas: “Simpatía por los masturbadores solitarios, por
los psicoanalistas y sus histéricas, los pedófilos, los transexuales, los
asesinos en serie, los drogadictos, los fetichistas, los evisceradores y las
putas” (Medina, 2013b, p. 74).
Resulta curioso que el nombre científico del árbol de la siguaraya sea Trichilia havanensia11. Como
se aclaró anteriormente, País de la
siguaraya12 no recluta la semántica afrocubana atribuida, sino
más bien se vale de su sonoridad onomatopéyica para clasificar a la identidad
insular como un rizoma de sensibilidades. La viajera lírica comienza su lección
de anatomía desmembrando la materia de La Vana con “Ciudad Libertad” (la
lexicalización desentona en esta pieza pues resemantizar los ejercicios del
músculo y del lenguaje). Tocar tierra, alunizar, “poner el camarote” fungen
para la autora como el grado 0 de la escritura donde se suceden las pieles de
la enunciación: “El poema es esa mirada vuelta sobre mí” (Medina, 2017, p. 10),
bumerang o gólem que siempre van en contra de su creador.
El borde que traza el marabú, anti-árbol nacional, más bien parece un
cordón punitivo en “Almendares-Mariel”, donde se hermana con la siguaraya en
una frustrada terminal de trenes. Sin dudas, la topofilia de la sujeto lírico
por el costado, la orilla o la ribera: “Parecía un paisaje lunar (…) el paisaje
que quedaría después del fin” (Medina, 2017, p. 14) descubre un eco romántico
en su predilección por la ruina per se,
en esa codicia por conquistar la tierra baldía.
Reinterpretando el género cinematográfico, el road-poem se vale de modus narrativos para ilustrar los viajes a
las costuras de La Habana, a aquellos extraños pueblos (“La Nada”) conectados con la urbe por apenas un hilo de tren. En
“Guanajay-Ciénaga-Matanzas” otra vez la sujeto se hace acompañar del padre,
suerte de guía espiritual. Sin embargo, la angustia de volver —que recuerda al
furgón de judíos— engendra un contrasentido: “Sin quererlo viajo de polizón y
llego desazonada a La Vana como quien no hubiera vivido el vaivén del vagón,
con su puerta azul abriéndose-y-cerrándose hacia nosotros-hacia el vacío”
(Medina, 2017, p. 21).
Para alcanzar aire/existencia se defiende la oscilación y alternancia entre
dos ciudades (Matanzas: otro encuadre
lexicalizado): “(…) de La Vana a Matanzas… Un pie en tu amor y el otro pie en
la asfixia y el otro en la gloria del ahorcado” (Medina, 2017, p. 24); y el cumpleaños
en Playa del Chivo, necrosada ribera para la libertad homosexual: “respirar
pausado es fundamental. El chero el chero el cello / del carrillón de chivos. …
Se mete por los poros, las narices, la boca. … Como entrarían los pájaros si
nos arrimáramos un poco” (“Playa del Chivo (Las pajareras de Albear)”, Medina,
2017, p. 52).
A este punto del análisis una variable debe enfatizarse: el sentido del viaje: a La Vana se le
abandona o, por lo contrario, se regresa siempre en la noche, realzando la vida
en otra parte. “Alamar-(Casablanca)-Hershey” publica una desazón, una fatalidad
en una réplica hacia un tú amado,
mientras que “Agüita de mayo (Canasí)” dialoga con el discurso hippie para justificar una predilección
liminar:
Venir aquí a
poner la casa de campaña
(cuando en La
Vana no había luz
(…) sonaba
(can
you hear me?) muy underground. (Medina, 2017, p. 56).
La poesía de Jamila Medina Ríos ostenta una particular inversión del pathos de La Habana (devenida La Vana)
mediante relaciones de los sujetos líricos con un cosmos habanero
ridiculizado/desubicado/descentrado a partir de un proceso de lexicalización
tropológica. De su producción poética se puede destacar Anémona (2013) y País de la
siguaraya (2017), donde se recrea un poliédrico expediente sobre la capital
cubana.
Sus entramados discursivos suavizan el flagelo al nómada, al outsider, así como redimensionan el
espacio de la isla hacia uno cósmico. Contra la recepción nacional de La Habana
como ciudad maravilla atenta esta hechura. Otra constante discursiva en Medina
Ríos se relaciona con un ejercicio metapoético de aguda experimentación
referencial. Su animalia llega incluso a emparentarse con el lenguaje, su
difícil morfología se iguala a la sintaxis que ha tratado de definir el
concepto Cuba, el imaginario La Habana.
De lo voluptuoso a lo puramente fisiológico/escatológico viajan los
asuntos, donde la topofilia por espacios marginales y el road-poem revelan un yo lírico alienado y modus operacionales
narrativos para ilustrar los viajes a las costuras de La Habana.
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1
Por ejemplo,
“la descripción del paisaje urbano proyectó el talante del sujeto poético,
convirtiendo las calles de Nueva York en un estado de ánimo. La deshumanización
de la ciudad queda muy lejos del mito de progreso y modernidad de la razón
ilustrada. La civitas hominum se
olvida del hombre y lo convierte en medio de producción, en número, en recursos
materiales debidamente cuantificados” (Guzmán, 2014, p. 126).
2
Si bien no
resulta un objetivo de este trabajo, las representaciones de La Habana en la
poesía cubana han nucleado a autores pertenecientes a varios procesos de la
historiografía nacional. En la interminable lista pudieran destacarse las obras
de Félix de Arrate y Acosta, José Silverio Jorrín, Gabriel de la Concepción
Valdés, Agustín Acosta, Dulce María Loynaz, Ángel Augier, José Lezama Lima,
Fina García Marruz, Roberto Fernández Retamar, Fayad
Jamís, Nancy
Morejón, Lina de Feria, Mirta Yáñez, Reina María Rodríguez, Marilyn Bobes,
Daína Chaviano, Margarita García Alonso, Soleida Ríos, Charo Guerra, Odette
Alonso, Leyla Leyva, Damaris Calderón, Lizette Espinosa, Isaily Pérez y Yoandy
Cabrera.
3 “la hermenéutica significa expresión de un pensamiento, pero ya con Platón se extendió su significado a la explicación o interpretación del pensamiento … el término ha tenido importancia en la filosofía por obra de Wilhelm Dilthey (1833-1911), para quien la hermenéutica, además de una técnica, es un método que trata de desligarse de la arbitrariedad interpretativa romántica y de la reducción naturalista para hacer de la interpretación histórica la base en que se fundamenta la validez universal. Es pues una exégesis basada en un conocimiento previo de la realidad que se trata de comprender, pero que a su vez da sentido a los citados datos por medio de un proceso circular … que la base ontológica de la Hermenéutica la constituyen las realidades múltiples y depende de la construcción de las personas individuales y compartidas” (Ruedas, Ríos y Nieves, 2009, párr. 8).
4
Consúltese los
trabajos de Liuvan Herrera Carpio: “Acerca de una lila des(h)ojada: la
escritura de Jamila Medina Ríos” (2012), Revista
El Mar y la Montaña, 2, 21-23 y “Jamila Medina: la animalia discursiva”
(2016), publicado en Islas, 58(181), 100-107.
5
Otra poeta
cubana, Teresa Melo, ironiza en “Compacts I” una situación de la conocida Plaza de Armas de La Habana Vieja. La
sujeto lírico, valiéndose de un sarcasmo estético ridiculiza el performance de
un grupo de turistas a su paso por la populosa plaza, quienes filman a un
pájaro maltrecho como de si una particular dramaturgia se tratase: “Era un
detalle terriblemente humano. Y también estaba pensado para turistas. Ellos
gesticulaban como si hubieran encontrado la belleza y aprisionaban la belleza
en el ojo de sus cámaras” (p. 33). Véase: Melo, T. (2003). Las altas horas. La Habana: Letras Cubanas.
6
En cuestión,
el fragmento de “Nana 0” –el poema pórtico del libro– reza: “En la maraña,
mañas:
mujeres amor cuevas de araña (cuerpo de reina solo de sangre: raíces en el aire y ni sembrarse ni caer).” (Medina, 2009, p. 5)
7
“Un poco antes
de medianoche junto al desembarcadero.
Si una mujer
desmelenada te sigue no hagas caso.
Es el azul…”
(André Breton en Rodríguez Rivera, G. (1999). La otra imagen. La Habana: Ediciones Unión.) 8 Consúltese el ensayo de Jamila
Medina: “ABCDesmontajE. Los años cero y yo: este cadáver feliz”, publicado en
la revista La Gaceta de Cuba, 4,
2011, páginas 12-14. En cuestión, desde su perspectiva la animalia discursiva,
o como ella lo nombra: un zoolecto, permea los libros de Leonardo Figuera,
Liuvan Herrera y Sergio García Zamora (la cita en la página 14).
9
Estos espacios
tomados a la fuerza se representan en la poesía de Sigfredo Ariel como una
geografía de la sobrevivencia.
10 “Aspiran a determinar el valor humano de los espacios de posesión, de los espacios defendidos contra fuerzas adversas, de los espacios amados. Por razones frecuentemente muy diversas y con las diferencias que comprenden los matices poéticos, son espacios ensalzados. A su valor de protección que puede ser positivo, se adhieren también valores imaginados, y dichos valores son muy pronto valores dominantes.” Gastón Bachelard (1957/2000): La poética del espacio, publicado por el Fondo de Cultura Económica en Argentina, p. 22. 11 Lydia Cabrera: El monte, publicado por la Editorial Letras Cubanas en 1993. La referencia se encuentra en la página 514.
12 En una entrevista realizada por la periodista Yailuma
Vázquez (2018) Medina brinda asideros para la hermenéutica de País de la siguaraya: “Primordialmente,
contumacia: ganas de vagabundear, de (ad)mirarlo y devorarlo todo; de auscultar
el cuerpo moral y geográfico del país, como quien lo prepara para una inhumación:
un bojeo morboso por sus pústulas y llagas (de niña que toquetea con un palo a
un animal caído, con ínfulas de que se pare y luche).” (párr. 68). Así también
en la ya citada de Caraballoso (2017). Ante su pregunta de: “Aunque la
siguaraya es un árbol sagrado en la cultura afrocubana, la frase que da título
al libro tiene generalmente una connotación sarcástica… [la autora contesta]:
Es cierto que es un término peyorativo que se le ha dado a Cuba para hablar de
muchas cosas, para confirmar que aquí puede ocurrir lo más increíble o
descabellado. Por eso es un término que se asocia con el choteo. Pero en mi
caso hay una vuelta a ese término de una manera que no es sarcástica del todo.
Hay, por supuesto, una ironía tensionante porque hay una mirada real sobre el
país, con sus carencias, sus siguarayas y sus marabúes, pero ese no es el hilo
conductor. Este libro no pretende descarnar, aunque tampoco resembrar, pero sí
mirar, descubrir, acercarse con interés a la Cuba que he conocido.” (párrs. 8 y
9).
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41371
Conexiones imaginarias de La Habana esquiva (1968-2017)
Elizabeth Mirabal
Universidad de
Virginia, Estados Unidos adw5eg@virginia.edu
ORCID:
0000-0003-1174-258X
Recibido
06/03/2023 Aceptado 21/05/2023
Este estudio analiza el concepto de
La Habana esquiva en el imaginario cultural de la segunda mitad del siglo XX a
través de ensayos, documentales, libros y otras producciones culturales
asociadas a María Zambrano, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz, Guillermo
Cabrera Infante y Anna Veltfort. Las preguntas que animan este trabajo son:
¿Por qué La Habana deviene esquiva para escritores con distintos niveles de
proximidad hacia la ciudad? ¿Cómo se expresan las trazas de esa Habana evasiva?
La premisa del presente ensayo es que, junto a la concepción de la urbe
abierta, permisiva, hospitalaria, epítome del espacio turístico e incluso
santuario para personas de disímiles partes del mundo, coexiste otra, no solo
entendida como espacio desdeñoso, áspero y huraño, sino también como un lugar
que busca evitarse, que se retrae, se excusa y se hace inasible o se violenta.
Semejante a la representación de la ciudad en los paisajes del pintor René Portocarrero, en La Habana elusiva la
confusión está dada por el abigarramiento y la superposición de sentidos,
colores y texturas. El maremágnum de experiencias y sensaciones alcanza niveles
de sobresaturación que terminan provocando espejismos: la ciudad simula
exhibirse en su totalidad, pero en ese exceso está el disfraz.
Palabras clave: La Habana,
ciudad esquiva; María Zambrano, Alejo Carpentier; Dulce María Loynaz; Guillermo
Cabrera Infante; Anna Veltfort
Imaginary Connections of the Elusive Havana (1968-2017)
The purpose of this article is to analyze the concept of an elusive Havana in the cultural imaginary of the second half of the 20th century by focusing on essays, documentaries, books, and other cultural productions associated with María Zambrano, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz, Guillermo Cabrera Infante, and Anna Veltfort. The questions animating this work are: Why does Havana become elusive for writers with differing levels of proximity to the city? How do they articulate the traces of that elusive Havana? My essay proposes that beyond the conception of an open, permissive, hospitable city, the epitome of the tourist space and even a sanctuary for people from different parts of the world, another city coexists, not only understood as a disdainful, rough, and sullen space, but also as a space that seeks to avoid itself, that withdraws, excuses itself and becomes elusive or violent. Like the representation of the city in the landscapes of the painter René Portocarrero, in the elusive Havana, the confusion is given by motley and overlapping meanings, colors, and textures. The plethora of experiences and sensations reaches levels of supersaturation that end up as mirages: The city simulates a complete transparency, but it is precisely in that excess wherein lies the disguise.
Keywords: Havana, elusive city; María
Zambrano; Alejo Carpentier; Dulce María Loynaz; Guillermo Cabrera Infante; Anna
Veltfort
Por un acto de injusto
reduccionismo, suele decirse La Habana en alusión a toda la Isla. Se habla del
país en una imperecedera práctica de la metonimia en la que la parte pretende
significar el todo. El resto suele quedar concentrado en la palabra “campo”. La
infeliz frase popular “La Habana es Cuba y lo demás es áreas verdes” trae ecos
de asentados actos de exclusión1. Acaso se traten de los mismos que,
con carácter peyorativo y en enlace directo con los desplazamientos
territoriales en el marco del conflicto entre Palestina e Israel, promueven
llamar “palestinos” a los cubanos emigrantes desde otras provincias hacia la
capital. En ese sentido, hoy parece más ilusorio que cierto el cálido
recibimiento en la ciudad a quinientos mil campesinos, documentado en Sexto aniversario (1959) de Julio García
Espinosa. Una voz como aplatanarse,
“familiarizarse con las personas, cosas y costumbres cubanas” (Suárez, 1921, p.
29), induce a la concepción de un espacio propenso a la hospitalidad y la
asimilación del otro. Pero ese término se circunscribe a los extranjeros si
actúan, piensan y hablan como cubanos. La Habana suele fijar sus límites.
El estudio de las ciudades en la literatura
latinoamericana ha devenido un tema recurrente, en especial desde la emergencia
del “spatial turn” (giro espacial) en la década del 90 y su decisiva influencia
en la crítica generada en el continente (González, 2018). En ese contexto,
acercamientos críticos recientes a La Habana se han concentrado, por ejemplo,
en indagaciones sobre la ciudad global, la representación de la ciudad en obras
de los siglos XX y XXI, e intersecciones cubanas entre espacio urbano y
escritura (ver Arriaga, 2019; Birkenmaier y Whitfield, 2011; Riobó, 2011;
Valdez, 2016; entre otros). No obstante, escasa atención se le ha prestado a lo
que llamo La Habana esquiva. En el presente ensayo argumentaré que, junto a la
concepción de La Habana como ciudad abierta, permisiva, hospitalaria, epítome
del espacio turístico ideal e incluso santuario para personas de disímiles
partes del mundo (con un énfasis para aquellos provenientes de Latinoamérica y
de los Estados Unidos)2, coexiste una ciudad esquiva, percibida no
solo como espacio desdeñoso, áspero y huraño, sino también como un lugar que se
evita, que se retrae, se excusa y se hace inasible —en el más noble de los
casos— o se violenta —en el peor—. Me interesa interrogar La Habana esquiva
partiendo de la dimensión de un entorno multifacético y simbólico, como el
descrito por Christopher Winks: “In the literature and history of the
Caribbean, Havana has been the prototype of the multiple city, the locus of
both freedom and slavery, exuberance and brutality” (2009, p. 108). Teniendo en
cuenta esa cualidad oscilante entre polarizaciones que ha marcado la
subjetivación de la ciudad, las preguntas que inspiran mi trabajo son: ¿Por qué
La Habana deviene esquiva para autores con distintos niveles de cercanía
afectiva hacia este espacio urbano? ¿Cómo expresan o traducen estos escritores
las trazas de esa concepción de La Habana evasiva en su discurso? No anima este
texto pretensiones binarias del tipo Habana pública versus Habana secreta u
otro tipo de antagonismos; al contrario, sugiero que el aura de esta urbe
esquiva respira y se sumerge dentro de otras concepciones macro y
contradictorias, en diálogo, mutación y convivencia. Siguiendo la lógica de la
religión yoruba, me inclino a pensar esta variante como uno de los caminos de
materialización de la ciudad, de la misma manera que los orishas se transforman
en disímiles manifestaciones, expresiones y nombres, pero cuya esencia tiende a
un tronco común y discrepante al unísono.
Para este trabajo, parto del análisis de un grupo específico de obras:
los ensayos “José Lezama Lima en La Habana” (1968) y “Calvert Casey, el
indefenso, entre el ser y la vida”
(1982) de María Zambrano, los
documentales Habla Carpentier… sobre La
Habana (1973) de Héctor Veitía y Havana
(1990) de Jana Boková, El libro de las
ciudades (1999) de Guillermo Cabrera Infante, así como de Adiós mi Habana. Las memorias de una gringa
y su tiempo en los años revolucionarios de la década del 60 (2017) de Anna
Veltfort. En su variedad polifónica, me detendré en creadores ligados a la
ciudad como topos —Loynaz,
Carpentier, Cabrera Infante— y autoras trasnacionales como Zambrano y Veltfort,
quienes vivieron por largos períodos en La Habana, estableciendo con ella una
relación de diasporic intimacy
(intimidad diaspórica), concepto entendido por Svetlana Boym como una estética
de sobrevivencia anclada en el extrañamiento y la añoranza que no asegura una
fusión emocional inmediata, sino un afecto precario consciente de su fugacidad (2001, p. 252). Por su parte, los documentales de Veitía
y Boková resultan de particular interés para explorar La Habana en el
imaginario de Carpentier y Loynaz desde la invención y el efugio,
respectivamente. En tanto, Cabrera Infante se hace pertinente al asumir la
ciudad como recurso y artefacto literario en su posicionamiento como autor
exílico. El contraste entre autores que, como Carpentier o Cabrera Infante,
enaltecieron La Habana en conexión con “una grandeza y un glamour neoclásicos que llegaban a su propio presente” (Birkenmaier y Whitfield, 2011, p. 2), con
otras voces como las de Veltfort me permitirá, además, examinar las estaciones
sentimentales que han marcado la representación de una ciudad con una tendencia
a lo inapresable. Semejante a los paisajes del pintor René Portocarrero, en La Habana elusiva la confusión está dada por el
abigarramiento y la superposición de sentidos, colores y texturas. El
maremágnum de experiencias y sensaciones alcanza unos niveles de
sobresaturación que terminan provocando espejismos: la ciudad simula exhibirse
en su totalidad, pero en ese exceso está el disfraz y, por tanto, la capacidad
elusiva. Creo
que un acercamiento a los escritores mencionados puede contribuir a entender la
concepción de este espacio desde nuevos entrecruzamientos históricos y
subjetivos, mucho más complejos que las ideas previas de refugio, asimilación y
hospitalidad asociados a La Habana.
María Zambrano, muchos años después de haberse marchado de La Habana,
todavía era recordada con reverencia por los escritores cubanos que habían
tenido la oportunidad de conocerla y escuchar sus múltiples conferencias. La
reconocida intelectual y filósofa española había arribado a capital de la Isla
con una estela intelectual y política que la precedía: ya para entonces había
publicado su primer libro Horizonte de
liberalismo (1930), era conocida por haber sido discípula de Ortega y
Gasset y, sobre todo, por haberse sumado a la proclamación de la República en
España, elementos todos que aseguraron una rápida y grata acogida en la ciudad
letrada de entonces (Serrano, 2021). Pero la importancia de este encuentro
distaba de ser en un solo sentido. Para Zambrano, el tiempo vivido en La Habana
era uno “sin medida por revelador” (2007a, p. 213). Por su recurrencia en dejar
fe de la importancia central que para ella albergaron las visitas y las
estancias en la urbe caribeña, penetrar en la perspectiva de La Habana elusiva
de Zambrano me permitirá rastrear no solo la concepción de una de las más
entrañables relaciones afectivas con ese espacio, sino comenzar a distinguir
algunas de las constantes y las discrepancias que luego marcarían los
acercamientos de otros creadores en el siglo XX.
Es pertinente comenzar señalando que
La Habana de Zambrano se filtra a través de la figura del escritor cubano José
Lezama Lima, como si para ella la ciudad no pudiera entenderse sin esa
presencia mediadora. Esta peculiaridad en torno a su interpretación parte del
hecho de que conociera al poeta a pocas horas de su primera escala en La Habana
de 1936 (Zambrano, 2007a, p. 209). Tan intensa fue la imbricación entre el
autor y este espacio urbano percibida por la filósofa española, que no dudó en
sugerir la posibilidad de llamar a José Lezama Lima “de La Habana”, de la misma
manera que se llamaba a Santo Tomás “de Aquino” (p. 209). Al detenernos en el
avistamiento de la capital cubana por parte de Zambrano, percibimos que
conserva los aires del mito, de la aparición de la tierra prometida y utópica.
Su Habana emerge de las profundidades como consumación de una añoranza:
Y en la inmensidad apareció, con la
fragancia con que todo lo real debería de aparecer, naciente de la inmensidad
marina, la ciudad de La Habana, como todo lo verdaderamente real también, al
modo de una respuesta, como cumplimiento que autorizaba una larga expectativa y
hasta una esperanza que espera para actualizarse al verse colmada. Era antigua
y de ahora, del instante, había estado allí siempre y estaba, respiraba gozosa
y contenidamente, se derramaba de sus calles y plazas, de sus avenidas y
ascendía por torres y palmares, se transparentaba en un inasequible misterio
por los cristales azules —un azul que solo en ella existe— de los arcos de
medio punto que cerraban sus patios; se abría en espacios para todos y en
espacios de esa intimidad que solo los países del sur conocen, con la
generosidad nacida de un misterio que irradia y que trasciende en aromas y
reverberaciones sin entregarse: el hermetismo de las culturas del sur que han
de ser las más antiguas o las que de lo antiguo más han conservado el centro
culto e irradiante. La generosidad del sur que se da trascendiendo en olores y
reflejos, en ecos, en miradas, en árboles que florecen, rastros del paraíso; un
paraíso encerrado mas no amurallado, pero al que no se puede entrar porque hay
que, desde siempre, estar ya adentro. (Zambrano, 2007a, pp. 209-210).
En este texto nostálgico escrito en
1968, cuando ya Zambrano había concluido sus itinerantes exilios caribeños y
latinoamericanos, la escritora edificaba una imagen arcana para cubrir la
ciudad. No es suficiente hablar del misterio, sino de un “inasequible misterio”, por ello, en particular indescifrable.
Zambrano percibe su exclusión de una Habana de espacios íntimos que ya sabe no
la acogió del todo. Incluso habitándola, ella permanecerá excluida. La
capacidad irradiante y trascendente, que comprende como derivación de lo que
denomina “hermetismo de las culturas del sur”, se exhibe en un acto
performativo ante el visitante y el admirador. Esta idea la profundiza más
adelante al referirse a la “irónica amabilidad” y
“hospitalidad ‘extra domus’” (p.
210), es decir, una bienvenida y una cordialidad que la mantienen “fuera de la
casa”. A pesar de que entre 1940 y 1953 Zambrano residió entre Cuba y Puerto
Rico, desplegando una copiosa actividad académica, cultural y creadora, un
repaso por su cronología deja entrever que pudo establecerse como catedrática
de Humanidades de la Universidad de Río Piedras en San Juan, pero no así en la
Universidad de La Habana, aun cuando impartiera varios cursos bajo el auspicio
de esta institución3. Si tenemos en cuenta la vasta red de amigos
cubanos que Zambrano llegó a reunir en la ciudad letrada habanera de la época,
el sinnúmero de publicaciones y conferencias que logró y su identificación
personal e intelectual con el grupo Orígenes —en especial con Lezama Lima—,
resulta extraño que no se haya asentado de forma definitiva en la isla que
consideraba su patria pre-natal desde 1948 (Zambrano, 2007a, pp. 92-93). La
decisión cobra sentido si se piensa en la dificultad de encontrar una fuente de
sustento del todo estable en Cuba4.
Dos décadas después, el país había
menguado hasta quedar contenido en la ciudad: “Y en aquella Habana donde me
sentí enseguida como en ‘una patria pre-natal’ —creo haber escrito algún día—”
(2007b, p. 211). Este concepto de patria pre-natal de Zambrano guarda
correspondencia con la noción de phantom
homeland (patria fantasma) de Boym, una construcción surgida cuando la
nostalgia genera una confusión entre el verdadero hogar y el imaginario (2001,
p. XVI). La lejanía de la patria real le devuelve a la Cuba ideada por ella,
como la promesa de un nuevo comienzo, una especie de renacimiento y, en ese
espejismo, la carencia de la llamada patria real florece en una sustituta
reinventada. No en balde en una carta a Lezama Lima de 1956, tras equiparar al
destierro con la infancia, refiere su presencia en la ciudad del trópico como
un viaje en el tiempo hasta su niñez de Málaga (Zambrano, en Arcos, 2007, p.
LXVII). La necesidad de recuperar una patria ante la pérdida de otra y esta
sensación de desamparo también puede entenderse mejor a través de Edward W.
Said cuando asegura: “No matter how well they may do, exiles are always
eccentricts who feel their difference
… as a kind of orphanhood” (2000, p. 182). Aun en pleno auge intelectual y
rodeada de una comunidad que honraba su labor, Zambrano persiste en revivir su
experiencia vital habanera como un viaje de tintes edénicos a la semilla de su
infancia española, tendiendo un vínculo sentimental entre su pasado y su
presente en alineación con el sentimiento de orfandad aludido por Said. Sin
embargo, este complejo proceso sobrepasa la mera permuta territorial al
generarse un espacio híbrido que carece de consistencia física y nacional y que
es, sobre todo, una construcción emotiva. Como ha notado Tania Gentic, “Zambrano conceives the
notion of patria as not related to citizenship or geography, but rather as a
relationship between the subject and a knowledge of place transformed through
the sensation of affect” (2016, p. 64). El hecho de que su nexo con el país natal se nutra de una
apropiación afectiva del lugar dilucidaría que para ella la nueva ciudad
necesite transpirarse a través de la amistad con Lezama Lima.
En aras de entender mejor esta
homologación, es necesario apuntar que cuando Zambrano y Lezama Lima se
conocen, el poeta, novelista y ensayista cubano no había ni siquiera publicado
su primer libro (Muerte de Narciso,
1937) y faltaba un poco para que impulsara varias revistas literarias de vida
breve como Verbum, Espuela de plata y Nadie parecía. La identificación por ósmosis entre Lezama Lima y La
Habana que sobrevendría tras la aparición de Tratados en La Habana (1958) y su influyente novela Paradiso (1966), así como por el
simbolismo de que radicara por décadas en un pequeño apartamento en la calle
Trocadero en el corazón de La Habana Vieja, eran acontecimientos pendientes en
la cronología del escritor. En cambio, precisamente por lo temprana de la
relación de amistad entre ambos —pudiera pensarse en un proto-Lezama Lima—,
Zambrano se convirtió en testigo de ese acendrado recorrido intelectual
mediante el cual el autor cubano pasaría a ser visto como una figura alegórica
de la ciudad.
No obstante, Lezama no sería el
único intermediario entrañable a través del cual La Habana continuaría
regresando a Zambrano. La escritora abriría su círculo de amistades a otro
autor que, en el momento del primer encuentro, ya formaba parte de los primeros
escritores cubanos desencantados del proceso revolucionario triunfante de 19595.
Para presentar al narrador y ensayista cubanoamericano Calvert Casey, prefirió
referirse a él como “un escritor salido de Cuba, llevándola consigo, en sí”
(2007b, p. 225). El ensayo de la autora española destaca por su tono elegíaco y
de profundo duelo por el suicidio de Casey, pero en este texto me interesa
examinar los términos en que Zambrano describe la ciudad recuperada a través
del amigo:
Llevaba con él una Habana que yo
bien me sabía: habría señalado la calle donde habitaba y lo que es lo más
decisivo: el sonido, el río de las conversaciones, la hondura de los silencios,
el vacío que se abría en sus balcones, en sus portales, el hueco hospitalario
que en ciertos momentos alumbra allí repentinamente caído de un cielo. Allí
donde la luz hería por ella misma y, sobre todo, porque caía rebotando sobre
unas criaturas que revelaba llevando como un estigma el ser heridas por la
misma luz; por no estar nunca a salvo de su claridad y aún más, por estar
indefensos del haz de vibraciones que resbala sin penetrar en tantos cuerpos.
Si cuando al fin me di cuenta de la presencia indeleble de Calvert Casey, vi que
arrastraba consigo la herida de la luz aquella del cielo de La Habana: fuera él
donde fuese iría así ardiendo de su invisible fuego como una llama. (Zambrano,
2007b, pp. 224-225).
Casey había desarrollado una compenetración vivencial con
la ciudad, como demuestra en su primer volumen de cuentos El regreso (1962), y en el hecho de que en correspondencia privada con el poeta cubano
Fernando Palenzuela —entonces exiliado en Alemania— llegara a citarla como punto de referencia respecto a varias urbes europeas
—Roma, Génova y Nápoles— (Palenzuela, 1970, pp. 24-25). La Habana que años después describía
Casey no era irreconocible para Zambrano. En ese vagabundeo por sitios
familiares de un mapa afectivo en común, debe haberse propiciado un momento
para la manifestación de aquellos “diversos problemas y decepciones” a los que
aludiría de forma oblicua Antón Arrufat a una pregunta directa sobre por qué
Casey abandonó Cuba en 1966 (Mirabal, 2011, p. 14). A la remembranza de calles, barrios y sitios
conocidos, podemos especular que Casey pudo agregar sus temores ante
represalias a raíz de la persecución a los homosexuales en el contexto del auge
de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), en realidad, centros
de confinación localizados en zonas rurales del centro del país, donde recluían
(entre otros) a personas con comportamientos sexuales no heteronormativos que
eran obligadas a trabajar en labores agrícolas en contra de su voluntad. Más
adelante, Zambrano —aun en medio de su forma de escribir figurativa— será
explícita: “De tan aterida que anda esta criatura y ese, aquel que lleva su
estigma, como Calvert que pedía tan solo no ser interrogado, que lo dejaran
quedarse” (2007b, p. 225). El vuelo simbólico del texto no consigue mitigar la
violencia interna que lo sostiene y la marcada afinidad que las varias veces
exiliada profesó hacia Casey, con quien compartía una descolocación similar. La
solidaridad y la empatía expresadas por Zambrano hacia los homosexuales que
sufrían el endurecimiento de las políticas discriminatorias del proceso
revolucionario cubano, serán las mismas que, como se verá más adelante, iba a
profesar Anna Veltfort hacia los amigos removidos de sus carreras
universitarias o detenidos por su orientación sexual en plena calle del escenario
habanero.
Al retomar el análisis del texto de Zambrano, resulta claro la existencia
de una luz que hiere y que parece emanar desde un poder omnipotente. Su
potencia y ubicuidad son tales que no puede escaparse de la claridad
persecutoria. Los cuerpos “indefensos” son “penetrados” con una intensidad que
los marca para siempre: un “estigma” que
Zambrano llama “la herida de la luz aquella del cielo de La Habana”. Aun
colocándose fuera de ese cielo del que se disparan haces luminosos
castigadores, el herido continúa siendo víctima de una perenne combustión
interna, es decir, de una condena ineludible. A pesar de los referentes
sagrados, se imponen insinuaciones que se trastocan infernales. Hacia el final
de su ensayo, Zambrano se referirá de forma abierta a La Habana recontada por
Casey como “adversa” e “inhospitalaria” (2007b, p. 231). Prevalece el
reconocimiento de un espacio urbano transformado en contrario o enemigo para
aquellos que pretenden habitarlo en plena expresión de su individualidad, una realidad
con manifestaciones de recrudecimiento abordadas de forma más abierta en las
memorias gráficas de Veltfort, en las cuales me detendré con posterioridad.
Aunque La Habana de Casey dista de la de ambages e “irónicas amabilidades” de
la primera etapa, Zambrano registra en su discurso su exacerbada capacidad
elusiva.
Alejo Carpentier y su procurada ciudad natal
Por distintas razones a las de Casey, pero no tan ajenas a las de Zambrano,
Alejo Carpentier padeció su propia interacción con La Habana esquiva. Nacido en
Lausana, Suiza, en 1904, durante toda su trayectoria como uno de los escritores
latinoamericanos más destacados e innovadores de su tiempo, perpetuó la
creencia de haber nacido en la capital de la Isla. Su ardua batalla por ser
considerado cubano y habanero quizás represente una de las más discordantes,
controversiales y todavía vigentes de la historia intelectual en el siglo XX.
Lo que comenzó como una estrategia legal de Carpentier, su madre y algunos
amigos cercanos a finales de los años 20, para evitar una potencial deportación
amparada en el Decreto número 1601 del presidente Gerardo Machado —en el
contexto de su lucha contra la propagación del comunismo en Cuba—6
(Raggi, 2018, p. 43-44), terminaría convirtiéndose en una de las tantas ficciones
carpenterianas, solo que en esta aparecía el propio escritor como sujeto
protagonista de la mitologización. Como ha señalado Roberto González
Echevarría, Carpentier había declarado que “su padre desapareció súbitamente de
su casa para nunca jamás regresar ni tener contacto con él o su madre” (2004b,
p. 74). Un acontecimiento de tales proporciones provocó un trauma en el
escritor del que todavía era posible distinguir las huellas en las cartas que
desde Francia le escribiera a su madre tras 19287. Mientras Zambrano
padeció una sensación de orfandad provocada por el país perdido, Carpentier
sufrió un desamparo doble: radicaba en una nación ajena con una madre tan
extranjera como él, donde ambos habían sido abandonados a su suerte.
Si repasamos algunos de los pasajes de Habla
Carpentier… sobre La Habana (1973), de Hector Veitía, donde el escritor
habla desde un butacón de cara a la cámara en un plano medio, vemos que
Carpentier, a más de cuarenta años de la necesidad de falsear y asentar un
nacimiento habanero, proseguía fiel a aquella fabulación. A pesar de que
existen numerosas entrevistas y registros escriturales de Carpentier afirmando
sus orígenes cubanos, me detengo en este archivo visual porque su concepción
como obra cinematográfica nos permite observarlo como un actor en medio de una
puesta en escena. Me refiero a que en el documental Carpentier aparece con unas
páginas en su regazo que consulta de forma velada y esporádica mientras
diserta, pero que refuerzan la idea de la existencia de un guion —el suyo— que
se ha autoimpuesto y por el cual desea reorientarse.
Antes de iniciar el que va a ser un largo monólogo de casi dos horas sobre
la ciudad entre 1912 y 1930 —interrumpido de forma ocasional por la inserción
de algunas imágenes en función ilustrativa—, Carpentier espera la señal de
“acción” del director, que reconoce con un ligero asentamiento de cabeza, y se
lanza a hablar. A veces, las anécdotas narradas se tornan hilarantes, y se
escuchan las risas de un público que nunca se visibiliza y del que, por lo
tanto, el espectador del documental forma parte. Cuando han transcurrido casi
cuarenta minutos de su presentación, Carpentier remueve su reloj de muñeca y
consulta la hora. Al concluir su charla, el escritor recibe los aplausos, se
pone de pie y vaga solitario por la sala hasta que aparece el letrero indicando
el fin. El espectáculo ha terminado. En sus grandes esfuerzos por desterrar
cualquier duda respecto a sus orígenes, Carpentier demuestra un profundo conocimiento
espacial, histórico, arquitectónico y hasta costumbrista de la ciudad8.
El énfasis en su pertenencia queda patentizado mediante cuidadosas
descripciones del entorno que decía recordar:
También había opeles de cabra en La
Habana, sobre todo en la zona que va de Galiano a Belascoaín, por todas las
calles, la calle Maloja, donde yo nací, etcétera, todas aquellas calles que
eran ajenas al verdadero casco de la ciudad, porque el centro del comercio, el
centro de los negocios, estaba ubicado en todo el Parque Central, y muy
especialmente, en O’Reilly, Obispo, San Rafael, un poco en Prado y en algunas
de las calles que desembocaban allí, hasta la calle de La Muralla. (Veitía,
1973).
La calle que Carpentier señala como
la de su nacimiento, debe su nombre a un antiguo negocio de venta de maloja9
que se situaba
en la esquina con la calle Águila y que servía como centro de abastecimiento de
la caballería que llegaba de las zonas campestres de La Habana del siglo XIX.
Se trata de una calle que todavía conserva el mismo nombre y que se encuentra
en el municipio Centro Habana, en las proximidades a uno de los primeros
epicentros de la ciudad. No puede considerarse una calle céntrica, por lo que
retiene la dosis justa de dos componentes básicos: su pertenencia a La Habana
es innegable, y goza de la suficiente discreción para situar allí un falso
origen10. Aunque Carpentier declara haber cobrado conciencia de lo
que era La Habana cuando cumplió 7 años, como si su condición de hijo de la
ciudad no pudiera cuestionarse, sus memorias resaltan por la aparente
exactitud, la prolijidad de pormenores, el desbordamiento narrativo y el humor,
expresado este último en anécdotas jocosas:
Recuerdo La Habana del año 1912
mediante algunas imágenes muy precisas. Era una ciudad todavía sin asfalto. Las
únicas calles que estaban asfaltadas eran el Paseo del Prado, como una gran
novedad; Obispo, O’Reilly … Todavía no sabían manejar muy bien el asfalto en el
trópico, de tal manera que, en verano en Obispo, uno dejaba literalmente el
tacón del zapato. De repente, se veía uno de calcetines al cruzar la calle
porque el zapato había quedado completamente encajado dentro del asfalto
húmedo. (Veitía, 1973).
Va a referirse a la ciudad como “La Habana de los días de mi infancia”,
al tiempo que su evocación partirá de una viva sinestesia sonora. Describe un espacio urbano
aún con marcas de ruralidad, caracterizado por el énfasis musical que le
concede a su relato un trasfondo acústico. Con la apoteosis del bullicio
habanero, Carpentier parece demarcar un espacio doméstico tan familiar que
contradice cualquier descrédito de la verosimilitud de su recuerdo:
Y por las mañanas y por las tardes eran las calles de La Habana
un estrépito de carreras de mulas y caballos, de cencerros y esquilas de vacas
y de chivos a lo que venía a unirse el incesante grito de los pregoneros que
eran muy característicos y sumamente ruidosos en sus pregones. (Veitía, 1973).
La polémica acerca de la extranjería
de Carpentier tiene larga data. Mientras su viuda, Lilia Esteban Hierro, estuvo
al frente del manejo de su obra, las investigaciones desde Cuba que aludían a
su nacimiento en Lausana, Suiza, no pudieron conocer letra de imprenta. Después
de la muerte de Esteban en 2008, la Fundación Alejo Carpentier hizo público en
la cronología del autor, en su sitio web, un dato que era ya vox populi en los círculos culturales
cubanos y hasta extranjeros. A inicios de la década del 90, Cabrera Infante
había divulgado a los medios internacionales su acta de nacimiento gracias a la
colaboración de Eva
Fréjaville, exesposa de Carpentier11. Luego, retomaría
el tema al recoger en su libro Mea Cuba
(1992) el texto
“Carpentier, cubano a la cañona”12.
En la Isla, el Epistolario
Carpentier-Fernández de Castro (2009), prologado y compilado por Sergio
Chaple, dio a conocer en el ámbito nacional el verdadero lugar de nacimiento de
Carpentier disimulado en una nota al pie, a pesar de que este investigador
había localizado la información con anterioridad en la planilla de ingreso del
escritor a la Universidad de La Habana. Como es posible distinguir del breve
recuento de puntos tensión y ambivalencias que han signado el recuento de la
vida carpenteriana, se le ha concedido una extrema importancia al lugar de
nacimiento desde una perspectiva limitada por la interdependencia entre país y
nacionalidad. Al respecto, debo confesar que me atrae pensar en otros términos
el absorbente aspecto biográfico.
Cabría preguntarse por qué
Carpentier escogió ser cubano y situarse en esta tradición, a qué obedeció su
insistencia en ser visto, entendido y comprendido desde esa plataforma y no,
por ejemplo, desde la cosmovisión nómada y trasnacional que marcó toda su vida,
comenzando en Lausana y pasando por Cuba, Francia y Venezuela. Para González
Echevarría, además de especular por qué Carpentier mintió, lo más interesante
se hallaba en identificar si había huellas de las mentiras y sus motivos en su
obra narrativa, y si estas revelaban algo sobre sus posibles significados
(2004a, p. 21). Desde ese prisma, repensó Los
pasos perdidos y El siglo de las
luces, aunque las tres obras que propuso como cardinales para estudiar el
tema de lo que llama “el origen, la nacionalidad y la mentira” son Viaje a la semilla, El derecho de asilo y El arpa
y la sombra (pp. 31-32). Victor Wahlström entró en conversación con las interpretaciones y
especulaciones aportadas por Gustavo Pérez Firmat, el propio González
Echevarría y Graziella Pogolotti alrededor de los variados y potenciales
motivos de Carpentier para ocultar su nacionalidad, aunque complejizó desde una
interpretación psicológica las posibles razones que le hicieron perpetuar esta
postura (2018, p. 133). A su juicio, las causas trascienden una alineación con
una tradición latinoamericana, y se extienden a las raíces de sus traumas
afectivos tras los sucesivos abandonos de su padre, Georges Carpentier, y de su
esposa, Eva Fréjaville, ambos
franceses (p. 135). No obstante, Wahlström señala que la principal fuerza que lo mantuvo aseverando su ciudadanía cubana
responde a la necesidad de encontrar “una solución al problema de estar ligado
a un origen familiar y a una identidad nacional que solo parecían causarle
dificultades” (p. 136), teniendo en cuenta los reiterados riesgos migratorios y
de detención que corrió por sus orígenes.
Coincido con que, más allá del peligro de deportación
inicial que lo obligó a hilvanar esta ficción, y aun cuando ya no era indispensable continuar con el cambio de
identidad, una serie de
ventajas prácticas, junto al deseo de distanciarse de una herencia francesa
asociada al rechazo, parecen haber pesado en la incesante práctica
carpenteriana. Mas, propongo que el interés de Carpentier de ser asumido como cubano se
mantuvo, además, porque resultaba afín con un proyecto autoral y humano que
había ido cincelado para sí, mientras que, por otra parte, aseguraba una
entrada natural en una tradición literaria —y sobre todo narrativa— en
principio joven y a su criterio deprimida como la cubana, lo cual le permitiría
ser asumido como uno de sus novelistas más descollantes. Tanto en su propia
geopolítica como en el entramado que había tejido como parte de su educación
sentimental en tanto sujeto escritor y teórico del Caribe y América Latina, era
coherente concebirse, presentarse y ser visto como cubano y, por ende,
habanero, aun cuando su forma de hablar con deje francés y su apariencia física
europea desafiaran esas condiciones de manera incesante. Incorporarse a una
genealogía narrativa nacional donde distinguía aislados ejemplos de valor
literario en la primera mitad del siglo XX lo catapultaba a liderear su
generación (ya de por sí diezmada: recordemos que se habían autonombrado, no en
balde, Grupo Minorista) e incluso a todo el resto de la intelectualidad de la
Isla en términos de prominencia literaria. Carpentier se erige de este modo en un ejemplo
notable de la tradición del passing a
la inversa. Este fenómeno, estudiado y definido por el sociólogo canadiense Erving
Goffman, consiste en que, para resistir, manejar y evitar el estigma y sus
consecuencias asociadas, la persona elige pretender formar parte de una
identidad —ya sea racial, étnica, de clase, sexual o religiosa, entre otras—,
por lo general, no estigmatizada que implica una serie de beneficios. En este
caso, Carpentier decide ocultar su origen europeo para pasar por cubano por los bienes sociales y simbólicos que venían
asociados con ser un nativo en el contexto nacionalista de la Isla en esa época13.
Cuando triunfó la Revolución cubana
en 1959, Carpentier gozaba de un prestigio literario que no necesitaba de
manera umbilical la adscripción al proyecto revolucionario para ser tenido en
cuenta o celebrado en el resto del mundo. No hay duda de que su vínculo con el
proceso cubano le concedió un nuevo espacio de reposicionamiento y alcance a su
obra bajo el amparo de una sombrilla política, pero ese nexo estaba lejos de
erigirse como indispensable para la vitalidad de su proyecto literario. Sugiero
entender su elección por la cubanidad por encima de una simple inversión
oportunista de afiliaciones en complicidad maniquea con la izquierda.
Su deje francés, su fenotipo
europeo, sus vaivenes políticos, las infinitas capas ficcionales que tendió
acerca de sus orígenes, pudieran haber hecho La Habana definitivamente esquiva
para Carpentier, pues en su caso, la ciudad le elude desde la aparente imposibilidad de la
pertenencia idiosincrática definitiva. Mas, sus sucesivos homenajes a la capital cubana en una
novela como El siglo de las luces
(1962) y el ensayo La ciudad de las
columnas (1970), por solo citar dos ejemplos, disminuyen la relevancia de
si su nacimiento habanero fue o no real, al punto de disipar el hecho a la
categoría de curiosidad literaria. Quizás el que todavía este tema se abra paso
como un tópico candente y de moda en los debates culturales y académicos
alrededor de su figura sea consecuencia de varios motivos: el aire de farsa
conspirativa que alcanzó en Cuba durante mucho tiempo, el campo de batalla
cultural que inauguró entre escritores cubanos en Cuba y el exilio, la
relevancia desmedida que le concedió el mismo Carpentier y sus herederos y,
sobre todo, el que constituya un fenómeno en apariencia inagotable porque no es
posible obtener una respuesta rotunda debido a sus amalgamadas imbricaciones
sociales, políticas, afectivas e íntimas. Todo ello, además, en combinación con
los tintes detectivescos de la cuestión, que transitan por archivos en dos
continentes y una isla, asentamientos legales y pistas engañosas. Nos quedan
las consecuencias literarias de que Carpentier basara parte de su visión de La
Habana en ocurrencias librescas que nunca tuvo en carne propia: la edificación
de una ciudad fabulada, con ribetes fantásticos, a veces rayanos en lo
carnavalesco, lo desconcertante y lo excepcional. Se trata de una construcción
barroca, cual una mise en scène que nos entrega un espacio
deseado por el escritor más que el real.
La ciudad eludida de Dulce María Loynaz
A diferencia de Carpentier, la
escritora cubana Dulce María Loynaz no necesitó tejer la ficción de un origen
habanero: del grupo de escritores que examino aquí, ella figura como la única
que, sin sombra de traumas familiares o desplazamientos, registra en su
biografía un verídico nacimiento en La Habana en 1902. Ello explica que su
crecimiento marche paralelo a la expansión urbana a lo largo del siglo XX,
aunque este desarrollo sería percibido con cierto temor, recelo y sospecha,
tanto por la protagonista de su novela
Jardín (1951) como por el sujeto lírico de su poema Últimos días de una casa (1958). Para la década del 90, habían
quedado atrás sus tiempos de anfitriona de los poetas Federico García Lorca y
Gabriela Mistral, así como su antigua condición de viajera incansable a Estados
Unidos, España, gran parte de América del Sur y destinos tan exóticos en los
años 20 como Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto. Loynaz llevaba una
existencia en gran parte adherida a su espacio doméstico y los visitantes que
la frecuentaban lo hacían con discreción. Por ello, para continuar con el
análisis de lo que denomino La Habana esquiva, he querido detenerme en el
documental Havana (1990), de la
directora checa Jana Boková. La cineasta había encontrado un espejismo familiar
de su propia ciudad tras la invasión soviética de 1968, al punto de evocar la
capital cubana como una Praga del trópico en la época dura del estalinismo
(Ferrer, 2009). Acaso debido a esta impronta latente en la obra, Havana no tardaría en convertirse en un
hito para la comunidad intelectual de los cubanos fuera de la Isla. Me arriesgo
a especular que su legado se debe a que aparecían representados, y en igualdad
de condiciones, escritores exiliados, como Reinaldo Arenas y Carlos Victoria,
junto a otros de renombre que vivían en Cuba. Sin intermediarios, describían
sus posiciones, sus ideas, los deseos creadores, la censura que habían
padecido, evitando edulcoramientos sobre la dureza de sus nuevas existencias en
los Estados Unidos. Por otra parte, en Havana
se intercalaban fragmentos de obras de escritores cubanos de diferentes
destinos políticos y proximidades con la Revolución cubana como José Lezama
Lima, Virgilio Piñera, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, el propio Reinaldo
Arenas y Guillermo Cabrera Infante, mediante la lectura en off del dramaturgo José Triana.
Si escritores como Pablo Armando
Fernández y Dulce María Loynaz —ambos residentes en Cuba— concedían sus
entrevistas desde sus casas habaneras, sus salas y portales, Victoria hablaba
desde una playa de Miami, y Arenas lo hacía desde un hotel en Miami Beach. El
espacio doméstico habanero confortable de Fernández y decadente de Loynaz se
contraponía con la apertura, la provisionalidad y la improvisación del ambiente
marino de Victoria y Arenas. Si Fernández acentuaba su estabilidad familiar
hablando de sus varios hijos y nietos fruto de un sólido y largo matrimonio,
Loynaz daba cuenta de todo lo contrario: su carencia de hijos y la pérdida de
su esposo y hermanos. Estas dicotomías en la representación de los escritores
cubanos en el documental develaban por ósmosis las contradicciones que signaban
sus disímiles sentidos de pertenencia respecto a La Habana como sinécdoque
nacional.
La ciudad retratada por Boková debió
haber sido de las primeras visiones fílmicas habaneras a las que se tuvo acceso
tras la caída del campo socialista. Las imágenes presentaban edificaciones
grises y aquejadas por filtraciones y amenazas de derrumbe. Se veían escombros
y salideros de agua. Con un distingo: esos sitios precarios y empobrecidos
permanecían habitados por niños, ancianos, en ocasiones, familias enteras y
varias mascotas. Boková mostraba un vasto sector de la población que había
quedado marginado: se observaban jóvenes y adultos mayores, blancos y
afrocubanos, enfrentando las mismas dificultades. Todos trataban de sobrevivir
en las nuevas condiciones y se expresaban con cautela, en algunos casos y a
pesar de las precariedades, afirmando a veces un compromiso con el proceso
revolucionario. La dramaturgia de este documental, la confluencia de voces
populares y artísticas, su espíritu de inclusividad en busca del contraste
tendría una larga incidencia en piezas audiovisuales sobre la ciudad en las
décadas posteriores14.
Mi propósito al incorporar este
documental al examen de La Habana esquiva parte de la breve, pero memorable aparición
que en él hace Loynaz. Vale destacar que aquí ella no encarna únicamente la
poeta o la intelectual per se, sino
que simboliza la Cuba patricia y fundacional, lo cual quedará enfatizado cuando
declare el nombre y las credenciales independentistas de su padre, el general
Enrique Loynaz del Castillo. La casa de Loynaz que Boková recorre comenzando
por la fachada y extendiéndose por las terrazas con sus esculturas descabezadas
y paredes despintadas, el jardín exuberante y salvaje, hasta llegar a los interiores
abarrotados de distinguidos óleos, bustos y abanicos, son una metáfora de la
ciudad decadente y melancólica que hemos estado advirtiendo antes. Si la
mansión de Fernández fulgura iluminada y bien puesta, la de Loynaz ostenta su
elegante pobreza en armonía con el espíritu urbano de la ciudad venida a menos
que exhibe el documental. Loynaz pasea dentro de su casa, incluyendo el portal
y el patio, pero sin traspasar sus límites, acaso como guiño a la posición de insilio —entendido como la permanencia casi siempre
silenciosa en un mundo que ha comenzado a resultar ajeno y excluyente— que mantenía la escritora, y
desde una perspectiva literaria, al personaje de ficción de Bárbara en Jardín. El mostrarla rodeada de su
jauría pareciera aludir a la conocida simbología de San Lázaro y sus perros,
identificado como patrón de los leprosos. La imagen de Loynaz acompañada por
estos animales insiste en su condición de marginada. También la presencia de
los perros se erige como alegoría de la fidelidad de la poeta hacia su linaje y
su postura de resistencia individual. El acento en que se trata de una figura
tutelar a pesar de su aislamiento se acrecienta cuando Boková la filma
descendiendo en un pequeño elevador, como si en realidad bajara desde una
suerte de parnaso15.
Tras la confesión de que vive sola,
Boková le pregunta a Loynaz si no tiene miedo. La respuesta de la escritora no
se hace esperar. Loynaz contesta extendiéndose mucho más allá del simple temor
de una anciana que deambula en una gran casa de El Vedado: “No, yo no tengo
miedo a nada. Imagínese, yo soy hija de un soldado. Las hijas de soldado no
tienen miedo, ni deben tenerlo. Yo no tengo miedo a nada” (Boková, 1990).
Aunque Boková no le ha preguntado por este miedo existencial, Loynaz recurre a
una clave alegórica para dejar constancia de una contundente y reiterativa
declaración de su actitud ante la vida política y social del país. Sin embargo,
cuando la documentalista la interroga de manera abierta sobre qué piensa
respecto a La Habana de su presente, Loynaz declina a ser tan frontal como
minutos antes: “Bueno, [de] La Habana [de] hoy más vale que no hable de ella.
Excúseme” (1990). Al decir estas palabras, la escritora sonríe y se abanica
hasta dejar suspendido en el aire un cerrado silencio. Loynaz emplea así la
conocida figura retórica de la reticencia o aposiopesis; decide callar para
agudizar su crítica. Prefiere optar por enmudecer para no exaltarse sobre lo
que, sin duda para ella, constituía un tema preocupante y de vital importancia:
su ciudad. En otras palabras, suprime lo que se ha hecho explícito. Su actitud
pareciera responder a su concepción personal del silencio como estrategia
protectora y de sobrevivencia. En Jardín,
su peculiar “novela lírica” como ella misma la llamara, se asegura: “Pero su
vida ha sido una lección de silencio. Y tan bien enseñada, que la Niña ha
aprendido a callar, la cosa más difícil que pudiera aprender un niño” (1993, p.
60). La escena en la cual Loynaz rehúsa hablar sobre La Habana, acaso sea una
de las más recordadas y citadas del documental de Boková y, en gran medida,
funciona como centro de significado medular. Vale mencionar que en Habla Carpentier… sobre La Habana, el
escritor describía en tono sarcástico y delirante la excentricidad de la
familia Loynaz sin identificarlos nunca por su nombre (aludía a varias pistas
inconfundibles como la casa del jardín desbordado, y aclaraba que eran dos
hermanas y dos hermanos). Loynaz pareciera contestarle años después con su
apreciación omisa de La Habana, desde la saturada significación de su silencio.
Ante la catarata a veces fantasiosa y humorística de Carpentier sobre la ciudad
en 1973 —a la que podría agregarse un tercer calificativo: fabulada—, se
contrapone el laconismo férreo de Loynaz en la década de 1990. Ella forja su
Habana esquiva y podemos intuir cuánto tendría que decir por lo que elige
ocultar16.
Las propuestas literarias de Loynaz
y Guillermo Cabrera Infante, así como sus relaciones con La Habana, no podrían
ser más opuestas. Aunque ella lo haría desde la familiaridad de El Vedado y él
desde su absoluto exilio londinense, algo unía a ambos escritores: la
preferencia por el silencio ante la ciudad en los años 90. Me refiero a que del
mismo modo que la escritora se excusaba de no revelar su Habana en el
documental de Boková, Cabrera Infante no le dedicaba ninguno de los capítulos
en El libro de las ciudades. A pesar
de haberla empleado como personaje y escenario hasta la extenuación en sus
cuentos y novelas, en especial, en Tres
tristes tigres (1967) y La Habana
para un infante difunto (1979), resulta llamativo que en un volumen donde
reunía sus crónicas sobre urbes variopintas como Londres, Bruselas, París, San
Sebastián, Madrid, Peñíscola, Venecia, Torcello, varias ciudades de Australia,
Nueva York, Las Vegas, Miami, Río de Janeiro y Bahía, mantenga a La Habana casi
invisibilizada. ¿Qué podría explicar esta elección por omitir un topos tan omnipresente antes en su
literatura? Las razones se dilucidan al final del breve prólogo titulado
“Elogio de la ciudad”:
Otras ciudades como Berlín y La
Habana han sido destruidas por la guerra o por la desidia de sus gobernantes.
De hecho, La Habana hoy parece una ciudad derruida, no desde el aire como Berlín,
sino desde dentro. Pero Berlín, como la Roma antigua después del incendio, ha
sido reconstruida, y La Habana guarda una extraña belleza entre las ruinas.
Aunque, como Horacio, digo que las ruinas me encontrarán impávido.
Es así que he buscado en otras
ciudades el esplendor que fue La Habana. (Cabrera Infante, 1999, pp. 13-14).
Aun cuando el silencio de Loynaz
resalta por evidente, a Cabrera Infante también le sucede como a la poeta: la
entrañable implicación emocional y afectiva con La Habana le impide acercarse a
ella y sumarla como otro espacio urbano más a su periplo citadino. No solo
porque la lejanía y la destrucción le devuelven un sitio que le resulta
irreconocible, sino porque La Habana que él ha vivido perdura exclusivamente en
su memoria, cual denota un título como La
Habana para un infante difunto17. En otras palabras, predomina una distorsión entre su construcción
imaginaria de la ciudad y la nueva realidad ostensible. La comparación con
Berlín de Cabrera Infante surge del motivo de la ciudad devastada, pero también
de la ciudad dividida. Cuando se reapropia de la frase de Horacio sobre Roma,
alude a La Habana como su propia Ciudad Eterna, mientras que acentúa su
paradójica indiferencia ante esa “extraña belleza entre las ruinas”. El cierto
encanto no lo conmueve ni lo convoca a una identificación. Estos escombros
constituyen sus propios despojos afectivos de un espacio revisitable a través
de breves o sostenidos espejismos en metrópolis extrañas. De manera que, para
descubrir los vestigios de La Habana de Cabrera Infante, se impone participar
en su peregrinaje mundial. Fiel al carácter lúdico de su obra, El libro de las ciudades se abre como un
juego de espejos.
En “Brubru”, Cabrera Infante
menciona a La Habana como una de las tres ciudades en las que ha vivido (1999,
p. 147). Su aparición en esta tríada recalca su ausencia, pues Londres y
Bruselas cuentan con sus textos autónomos en el libro —en el caso de la capital
inglesa, con más de uno—, y La Habana se introduce aquí de forma tangencial. La
capital cubana se asocia de forma raigal a sus continuas experiencias como
espectador en las salas oscuras (afianzadas luego por su oficio de crítico de
cine), por lo cual, adquiere coherencia que al ir a la Cinemathèque de Belgique
evoque la asiduidad juvenil al cine Esmeralda (pp. 152-153). Ya en “Metrópolis
revisitada. Prosista en Nueva York”, quizás el texto más revelador acerca del
significado de la ciudad para él, dirá de manera abierta: “No para vivir (nunca
se me ocurrió que había otra ciudad donde vivir que no fuera La Habana: ésa era
mi ciudad, mucho más propia que para
los que habían nacido en ella: yo la había adoptado)” (pp. 212-213) [el
subrayado es del original]. Si el espacio vivencial por excelencia era La
Habana, cabe preguntarse entonces si este periplo multicitadino no debe
asumirse como una Odisea sin fin. La profundidad del duelo por la ciudad
perdida —se trata, después de todo, del título de la película The Lost City (2005), dirigida por Andy
García, a la cual Cabrera Infante contribuiría como guionista— se duplica
porque la declaración está hecha en pasado. Al resaltar el pronombre posesivo
de la primera persona del singular, busca despejar cualquier incertidumbre
acerca de su sentido de pertenencia. La ciudad es más suya porque su
identificación no parte de un nacimiento azaroso en ella, sino de una selección
consciente. Por otra parte, en su cronología íntima, el momento de la llegada
se erige en valor de criterio temporal: “Ocurrió en julio y lo recuerdo porque
en ese mismo mes, catorce años antes, había descubierto La Habana” (p. 213). A
diferencia de una evocación como la de María Luisa Lobo Montalvo en Havana. History and Architecture of a
Romantic City, determinada por lo que la autora reconoce como una visión
romántica “marked by memory, by the distance that separated us for many years,
by the yearning for childhood and youth and, of course, the nostalgia that
clings to any world so abruptly abolished” (2000, p. 31), el proceso de
reminiscencia al que Cabrera Infante se somete envuelve una clara conciencia
social que toma distancia de simular o suavizar los aspectos ingratos de la
ciudad y, por ello, al referirse a las categorías clasistas de Nueva York,
admite que “también las había en La Habana y no solo el nombre del barrio
importaba sino hasta la letra sufija al número de teléfono marcaba las
diferencias” (p. 214). Pero la incorporación del reconocimiento de estas
desigualdades y estratos no evade el hecho de que sus recuerdos, como en el
caso de Lobo Montalvo, deban comprenderse desde el influjo de la memoria, la
distancia y la nostalgia.
En ocasiones, Cabrera Infante deja
huella intencional de supuestas confusiones, como cuando en “La cuna del requiebro
y del chotis” dice: “Madrid había sido (o sería) la capital del mundo, pero
cuando la conocí, no esa noche sino más tarde, cuando viví en Batalla de Salado
o en la orilla del Almendares, quiero decir del Manzanares …” (p. 162). La
similitud entre los nombres de los ríos (uno cubano, otro español) provocan un
aparente lapsus linguae, en realidad
intencional. La irrupción del habanero Almendares en un texto sobre el paisaje
madrileño estimula una llamada de atención e incorpora a la ciudad del trópico
como una reverberación. Mientras tanto, en “Viva Las Vegas”, al homónimo
Tropicana (hotel y casino en la ciudad estadounidense) lo entiende cual plagio
del cabaré nocturno de La Habana (p. 230), como si la ciudad conservara el
privilegio de lo prístino.
Cabrera Infante prolongará su juego
adueñándose y enmascarando frases ajenas dedicadas a La Habana para
reutilizarlas en función de espacios urbanos foráneos. En una nota al pie a la
primera oración de “La roca y el Papa Luna”, dirá: “Este comienzo se lo debo a
Joseph Hergesheimer cuando entraba a La Habana por mar” (p. 167). El principio
al que alude es: “Hay ciertos lugares que, por su mera existencia, permanecen
en el alma como ningún otro lugar antes o después” (p. 167). Este texto en
particular fue escrito en inglés y leemos una traducción18. Al
consultar el libro de viajes San
Cristóbal de la Habana (1920) del escritor norteamericano, se revela que la
versión en español ha alterado la oración inaugural: “There are certain cities,
strange to the first view, nearer the heart than home” (Hergesheimer, 1920,
p. 9). Cabrera Infante había nacido
en Gibara, una ciudad costera en el oriente de Cuba y como narraría muchas
veces, llegó a La Habana siendo un niño. Parte de su deslumbramiento con la
ciudad queda registrado en “La casa de las transfiguraciones”, primer capítulo
de La Habana para un infante difunto.
Su identificación con la frase de Hergesheimer, como viajero que arriba,
resulta clara. La Habana parece extraña al inicio (trasfigurada), si bien terminará
más cerca del corazón que la propia ciudad natal. Su operación de camuflaje
literario maniobra al retomar una expresión del libro de viajes de un
extranjero (norteamericano por más señas), hacerla suya y, por último,
recuperarla para dedicársela a Peñíscola como su genius loci (p. 167). Su verdadero espíritu protector del lugar
permanece lejos de todo recobro y ha tenido que permutarlo a otro espacio
sustituto.
En “El muchacho de Torcello”, la
ciudad resurge en calidad de vestigio, como ya ha ocurrido en “Brubru”. Al
referirse al olvido por parte de su esposa Miriam Gómez de la canción Nel blu dipinto di blu, interpretada por
Domenico Modungo, asegura: “La muchacha de La Habana adoraba esa canción, pero
ahora que es una dama de Londres no la recuerda” (Cabrera Infante, 1999, p.
178). Cabrera Infante reclamó para sí el nombre de Mr. Memory —personaje de la
película de Alfred Hitchcock, The 39
Steps (1935), condenando a recordar cada elemento conocido y a responder
toda pregunta que se le formule—, en cambio, las memorias afectivas de la vida
habanera desaparecían para los otros por su capacidad de deshacerse de viejas
identidades y asumir otras nuevas. Él, sin embargo, continuaba asaltado por
fugaces imágenes de cenas en La Habana Vieja.
Mientras que en el caso de Bahía la
similitud con La Habana le parece improbable, en “Sol sobre Miami” el escritor
cubano asume una narrativa que contradice la primera oración con la cual Joan
Didion abrió su conocido reportaje Miami:
“Havana vanities come tu dust in Miami” (1998, p. 11). Para Cabrera Infante, se
trataba de una prolongación. Puede entenderse con mayor claridad su reacción en 1994 si recordamos que,
tal como han señalado Birkenmaier y Whitfield, el movimiento entre Cuba y los
Estados Unidos —y en especial, el sur de la Florida— durante el período
postsoviético había sido constante y en ambos sentidos, a pesar de las severas
políticas migratorias, dando como resultado una tensa proximidad entre La
Habana y Miami (2011, p. 10). De manera que era de esperar que los actos de espejismo se
multiplicasen en comparación con otras urbes: Cabrera Infante afirma categórico
que la avenida Ocean Drive es una versión de La Habana nocturna y registra que
la zona de la calle Ocho ha devenido Little Havana (1999, pp. 247-248). En su
descripción de estos actos de fantasmagoría, percibimos la comodidad ante la
ilusión de un oasis que genera la sed por una ciudad que vuelve recreada a
través de otras miradas: “Las hermanas Scull, pintoras de un raro talento entre
naïf y astuto, pintan por todo Miami
sus visiones, versiones de La Habana” (1999, p. 249). Las obras de las artistas
Haydée y Sahara Scull reproducen en tres dimensiones escenas habaneras en las
plazas de la Catedral o del Ángel, y cristalizan un espacio que no ha de inventarse
porque se torna ubicuo. La
Habana de
Cabrera Infante puede que se le haga esquiva, pero su vicio memorioso la
convoca, presiente y descubre ante el menor atisbo. No está dispuesto a
regresar a las ruinas reales, pero no guarda reparos en recorrer las afectivas.
Si Zambrano decía haberse sentido en
La Habana como en una patria pre-natal y Carpentier se esforzó hasta lo
indecible por ser asumido como habanero, Anna Veltfort afirma su distancia y su
nacionalidad otra desde el título de sus memorias gráficas: Adiós mi Habana. Las memorias de una gringa
y su tiempo en los años revolucionarios de la década del 6019. Veltfort había quedado enlazada a la
ciudad desde el ya antológico poema de la escritora y activista Lourdes Casal,
publicado en la revista Areíto en
1976 y luego recogido en Palabras juntan
revolución (1981): “Cargo esta marginalidad inmune a todos los retornos,/demasiado
habanera para ser neoyorkina,/demasiado neoyorkina para ser,/—aun volver a
ser—/cualquier otra cosa” (1976, p. 52). Como título Casal había escogido una
dedicatoria: “Para Ana Veltfort”, en velado reconocimiento de su propia
condición queer/cuir, pero como homenaje a una circunstancia de desplazamiento
compartida (Negrón-Muntaner, Martínez-San Miguel, 2007, p. 57-62).
En contraposición a Casal, que aun
desde “la marginalidad inmune a todos los retornos” concibe el regreso a la que
llama “la ciudad de su infancia” (1976, p. 52), la despedida del título de las
memorias de Veltfort implica que la ciudad ya está lejos para ella y que su
ejercicio de memoria acontece desde una distancia física, temporal e
identitaria. Al incluir la palabra “gringa” —en Cuba, como en otros países de
Latinoamérica, se entiende como estadounidense con cierta connotación
despectiva, pero en un sentido más amplio significa extranjera, especialmente
de habla inglesa—, Veltfort acentúa su sustracción de ese espacio al tiempo que
se apropia de un calificativo en parte negativo para acentuar su singularidad.
Por otro lado, este libro responde a una misión de vida, una respuesta a un
llamado que la trasciende como ente individual y que responde al compromiso con
una comunidad sentimental unida por el sufrimiento colectivo: “Desde que me
despedí de Cuba en 1972, amistades y conocidos me han sugerido escribir lo que
viví en la Cuba revolucionaria de los años 60. Por fin, en el año 2008 me
lancé. Con el apoyo de familia y amigos, dediqué casi diez años al proyecto”
(Veltfort, 2017)20.
A pesar de esa lejanía desde la cual
se coloca, Veltfort forma parte de la tradición de mujeres viajeras que
visitaron La Habana desde el siglo XIX, y otras escritoras como María Teresa
León, Concha Méndez y la propia Zambrano que ya en la siguiente centuria no
fueron meras aves de paso, sino que vivieron largas temporadas en la ciudad
estableciendo íntimos nexos diaspóricos. Tal como había hecho con su conocido
blog El Archivo de Connie desde 2007,
las memorias de Veltfort obedecen además a la voluntad de democratizar los
archivos cubanos y dinamitar su estatismo, ocultamiento y fragmentación,
esfuerzo que queda refrendado desde el cuerpo de “Notas” que acompañan al
volumen, donde la autora da fe de las fuentes y referencias en las que ha
basado sus dibujos21.
Las primeras escenas de Veltfort
funcionan como una prolepsis de los acontecimientos que se nos revelarán: se
describe una entrada mágica y silenciosa del barco a la bahía de La Habana, que
de inmediato contrasta con los hombres cubanos del puerto que la reciben con
actos verbales y físicos de acoso sexual. Con esta bifurcación pareciera que la
autora busca separar la belleza del paisaje físico del envés social violento de
la ciudad. Junto con el propósito de recorrer lo antiutópico, queda establecida
la llegada a un lugar donde se prolongan la hostilidad y la violencia ya
experimentadas por Veltfort, quien recordaba haber visto a hombres borrachos y
groseros en actos de exhibicionismo en un bosque alemán de su infancia
(Mirabal, 2022).
En La Habana de Veltfort, escuelas
—preuniversitario y universidad—, plazas y parques, ómnibus, casas familiares,
incluso su propio cuarto, sufren repetidas intrusiones invasivas, tanto reales
como simbólicas, por parte de extraños, profesores, otros alumnos, padres,
vecinos y autoridades. Prevalece un ambiente de vigilancia y hostigamiento que
parte desde el espacio público —plazas, asambleas colectivas— hasta el último
rincón de la privacidad. En este mapa habanero dibujado en el contexto de las
purgas contra los homosexuales de 1965 y la llamada Ofensiva Revolucionaria de
1968, los cines, las playas y los dormitorios (siempre y cuando la familia se
ausenta o, luego, cuando ella logra mudarse sola a un pequeño apartamento)22
figuran como breves santuarios para la expresión libre de la sexualidad no
heteronormativa, junto a criterios políticos, sociales e intelectuales
divergentes. Las zonas rurales del país apartadas por completo de La Habana,
como la Sierra Maestra o Banao, aparecen cuales sitios de refugio respecto a la
opresiva y sofocante atmósfera de la capital. A raíz de una pregunta sobre este
tema, Veltfort ha comentado:
Lejos de los ojos hostiles de la UJC
[Unión de Jóvenes Comunistas] o la FEU [Federación Estudiantil Universitaria]
podíamos relajar en paz, envueltas en los sueños idealistas de ser parte del
proyecto revolucionario, convencidas de que se trataba de crear una sociedad de
justicia, con bienestar para todos. Agradecimos la oportunidad de poder
participar y ser aceptadas o aceptados. Todo esto mientras, efectivamente,
crecía un clima de mayor intolerancia y persecución en La Habana. (Mirabal,
2022).
Asimismo, el personaje
autobiográfico de Connie (nombre apocopado proveniente del alemán Cornelia,
cambiado por la niña para evitar el bullying
en los Estados Unidos) describe una trayectoria vital en La Habana en la cual,
si se aleja de los espacios privilegiados y asépticos reservados a los técnicos
extranjeros simpatizantes del nuevo proceso sociopolítico cubano — grupo al
cual ella pertenece—, más riesgos corre de comenzar a sufrir los mismos
problemas de sus colegas y amigos cubanos. La peculiaridad en este caso radica
en que, amén de reconocer las graves incomodidades domésticas y las injusticias
que soportan sus compañeros, el personaje de Connie, la gringa, no evita
compartir sus destinos. En el plano afectivo de la ciudad propuesto por
Veltfort surgen, por lo tanto, recodos seguros o de complicidad en contraste
con los oposicionales.
La distancia, debido a su condición
de extranjera delatada por su tez blanca, el pelo rubio, la inicial falta de
dominio del idioma —quizás algunos de los mismos estereotipos que atormentaron
a Carpentier en su momento—, no resulta tan brutal como las consecuencias que
va a sufrir tras el descubrimiento de su lesbianismo. Mientras había un clima
de tolerancia y normalización del tipo de prácticas de acoso y ataques de los cuales
Veltfort es víctima en los espacios públicos habaneros de los 60 —al punto de
que en un momento su amigo chileno Guillermo, Willy, le prepara un arma con una jeringuilla dentro de una pluma
de fuente para que se defienda por sí misma (2007, p. 63)—, la persecución, el
confinamiento, el aislamiento social, el secuestro y el escarnio público en
reuniones colectivas y medios de prensa contra homosexuales, lesbianas y
cualquier otro con un comportamiento fuera de una restringida idea del llamado hombre nuevo, se toleraba, se permitía y
se promovía23. Veltfort ha confesado que en aquella época no se le
hubiese ocurrido tener el más mínimo derecho a cuestionar las normas impuestas
por la sociedad de entonces en La Habana en relación con la vida sexual no
heteronormativa, aunque sí cuestionaba el acoso callejero y se sentía
agudamente insultada cada vez que ocurría (Mirabal, 2022).
Sin duda, la golpiza y el asalto
verbal que Veltfort y su pareja Martugenia sufren en el Malecón constituye el
momento climático, el cisma sentimental alrededor del cual se vertebran las
memorias. Tras este ataque homofóbico, el ambiente generalizado de vigilancia
de la ciudad representado en el libro se acrecienta con consecuencias que
traspasan el marco familiar y escolar, hasta alcanzar el legal. El profundo
germen traumático de este evento queda ilustrado a través del uso sostenido de
un intenso color rojo en veinte cuadros24. Aunque el empleo del rojo
aparece antes en las memorias asociado a situaciones de represión y violencia,
esta secuencia será la primera en la que lo emplee de manera continua. Una vez
concluido el asalto, el rojo persistirá en las escenas de los interrogatorios
por parte de autoridades legales y médicas.
A pesar de esto, Veltfort, tal y
como ocurre al inicio de Adiós mi Habana,
alterna la ciudad hostil con la amable, filtrada a través de la amistad y
el amor, en una operación familiar a la de Zambrano asociando de forma
indisoluble la ciudad con su querido amigo Lezama Lima. El hecho de que use el
posesivo de la primera persona del singular se conecta con la estrategia
textual de Cabrera Infante para enfatizar que la ciudad que le atañe es
personal e íntima. Veltfort no está interesada en la silenciosa omisión de
Loynaz. Si la poeta decide callar para significar, Veltfort opta por la
reconstrucción del detalle, la exposición visual y dialógica minuciosa en aras
de esclarecer su vivencia con y en la ciudad. La reconstrucción gráfica de La
Habana pareciera un esfuerzo por recuperarla de su deterioro físico.
Zambrano moriría en España.
Carpentier, en París. Cabrera Infante, en Londres. Loynaz pudo permanecer hasta
el final en su casa habanera, como si en lugar de la ciudad esquivarla a ella,
fuese ella quien escapara de su capacidad elusiva. Veltfort vive en Nueva York.
La Habana que colocó “fuera de la casa” a Zambrano se hostilizó para Veltfort,
hasta dejarla partir displicente por la misma bahía por la que había arribado
diez años antes. Tras vencer en su fabulación de orígenes habaneros, Carpentier
regresó embalsamado y por avión para ser enterrado en ella. Junto a Cabrera
Infante, La Habana es la idea consuetudinaria. La primera ciudad filtrada a
través de la amistad con Lezama de Zambrano no será la misma que distingue al
conocer a Casey, como La Habana por omisión de Loynaz en los albores de la
crisis económica de los 90 en Cuba no era aquella desde la cual la simbólica
casa familiar se lamentaba del abandono progresivo en su antológico poema de
1958. De manera póstuma, Cabrera Infante recuperaría el encuentro literario con
Carpentier alrededor del grabado de un mapa de La Habana por un espía inglés25.
¿Por qué Carpentier conservaría en su despacho de la Imprenta Nacional la
ciudad caída dibujada por un intruso? ¿No indica una inadvertida relación
compartida con La Habana esquiva el que Cabrera Infante fije su atención
evocadora en el mapa que admira durante su paso por la oficina del autor de El siglo de las luces? De ninguna manera
podría pensarse en un proceso cronológico de carácter evolutivo y tampoco
intento sugerir que el examen de estos autores en sus expresiones sobre la
ciudad completa una historia de La Habana esquiva en el siglo XX. Más bien cada
uno de ellos percibió y dejó registro discursivo de una variante particular de
la ciudad inasible en un período particular de sus vidas atravesado por
exilios, necesidades de pertenencia, ostracismos, insilios y desplazamientos. Considero que la aproximación a estos
creadores en especial devela La Habana como una sofisticada madeja cuyo trazado
histórico e íntimo trasciende nociones anteriores conectadas a este espacio,
como el santuario, la aceptación y la seguridad.
Por supuesto, no son los únicos
autores, tan solo aquellos con los cuales he querido conversar a través de una
reducida muestra, provocadora, nunca total. Sería interesante analizar las
manifestaciones de esta noción extendiéndola a una lectura exhaustiva de otras
de sus obras; estudiar cuánto de ella se mantiene o varía, o incluso cuestionar
el concepto desde su raíz, y discutir si se ha metamorfoseado en una expresión
que amerita ser repensada o si, en cambio, se ha entrado al limbo de una urbe
tan esquiva que termina siendo no la ciudad real, sino la que se idealiza aun
sabiéndose inexistente. Como habrán sospechado quienes han leído este ensayo
hasta aquí, La Habana, que fue y es mi ciudad, también se me presenta como ese
espacio elusivo, no ahora porque estoy lejos: ya era así desde que la recorría
en largas caminatas. En
contraste con mis mayores, que tenían elementos de referencia para
comparaciones, yo acepté las ruinas con la naturalidad de quien ha nacido y
crecido entre ellas. La Habana me elude no por la distancia, sino por el
tiempo: la dimensión en que la habité es ya inalcanzable. El arquitecto Mario Coyula se
sometió a una reflexión especulativa tras preguntarse cómo sería La Habana del
futuro, y al final de su ensayo escribió que imaginar las posibles propuestas
era un ejercicio que podía pasar de lo divertido a lo aterrador (2014, p. 33).
La ciudad se cierra sobre sí misma, se multiplica, se hace contradictoria e
indiferente mientras traspasa nociones en crisis como la nacionalidad o la
identidad. Me pregunto si, además de imaginar sus ficticios escenarios
arquitectónicos, escribir sobre ella también terminó infundiendo cierto pavor
en sus admiradores.
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1 En otros países del Caribe, existen expresiones análogas como, por ejemplo, “Ponce es Ponce y lo demás es parking” en Puerto Rico, y “Capital es capital, lo demás es monte y culebra” en República Dominicana. 2 En octubre de 2016, la Universidad Lumière Lyon 2 acogió el coloquio internacional Cuba, terre d’ asile (Cuba, tierra de asilo). En su convocatoria, declaraban que la meta del evento era considerar, en el marco de una perspectiva histórica, a Cuba como una tierra de asilo en tres etapas cronológicas: 1802-1898, 1902-1959 y 19592016. El evento tomaba distancia de la Isla como una tierra desde la que se salía, y trazaba una continuidad de acogida que iba desde los inicios del siglo XIX con la llegada de los colonos franceses huyendo de la Revolución de Saint-Domingue hasta los entonces 57 años de la Revolución cubana, con el recibimiento a combatientes independentistas argelinos y africanos subsaharianos, las relaciones con luchadores afroamericanos como los Black Panthers, el refugio de los Draft-dodgers estadounidenses que huían del reclutamiento obligatorio para Vietnam, así como la recepción de exiliados provenientes de diversos países de Latinoamérica: quienes escapaban de la dictadura brasileña entre 1965 y 1968, de Uruguay en marzo de 1973, de Chile desde septiembre de 1973, y luego de Argentina en marzo de 1976. Ver Cuba, tierra de asilo. (1 de junio de 2016). [Convocatoria de ponencias]. Calenda. Recuperado de https://calenda.org/368476
3 Véase de Arcos, J. L. (2007). María Zambrano, la Cuba secreta y la Isla Verde. Cronología: 1936-1959. En M.
Zambrano, Islas (pp. XLIV-LXIX). Madrid: Verbum; y Moreno Sanz, J. (2014). Cronología de María Zambrano. En M. Zambrano, Obras Completas (Vol. VI, pp. 47-126). Barcelona: Galaxia Gutenberg.
4
Según Moreno Sanz, entre las posibles causas de la imposibilidad de su
permanencia en la Isla para 1953, se encontraban la situación política del
país, la añoranza de Araceli Zambrano (hermana de María) por su esposo en
Venezuela, y el propio deseo de Zambrano por concluir su relación amorosa con
el doctor Gustavo Pittaluga, entonces radicado en La Habana (2014, p. 95).
5 Zambrano no coincidió con Calvert Casey en La Habana, pues cuando el escritor regresa a la ciudad, ya ella se había marchado desde hacía algunos años. La autora española lo conoció en su casa del Jura francés y luego lo reencontró en Ginebra, probablemente alrededor de 1968, cuando Casey viajó a Madrid, Barcelona, Ginebra y Roma, preparando la edición de Notas de un simulador, publicada por la editorial Seix Barral un año después. Ver Anejos y notas. En M. Zambrano, Obras Completas (Vol. VI, p. 1333). Barcelona: Galaxia Gutenberg.
6 Este decreto machadista, firmado el 27 de junio de 1925, establecía que las estadísticas y antecedentes estudiados por el Gobierno demostraban que “la delincuencia, las transgresiones de la moral pública y las propagandas de índole subversiva, […] han tenido un aumento en estos últimos tiempos, debido a ser elementos extranjeros en su mayoría culpables de estos actos ilícitos…”. Para más información sobre este tema, consultar Pichardo, H. (1974). Documentos para la Historia de Cuba (Vol. III, pp. 280-283). La Habana: Ciencias Sociales.
7 Esta correspondencia puede consultarse en Carpentier, A., Pogolotti, G. y Rodríguez Beltrán, R. (2010). Cartas a Toutuche. La Habana: Letras Cubanas.
8 En 1970, Alejo Carpentier publicó La ciudad de las columnas. El volumen lo ilustraban 75 fotografías de la ciudad tomadas por Paolo Gasparini. En este ensayo, el escritor se refería a “la superposición de estilos” que daría lugar a lo que él consideraba “un barroquismo peculiar”. Para una lectura íntegra, ver Carpentier, A. (1970). La ciudad de las columnas. Barcelona: Lumen.
9
De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española,
“maloja” en Cuba significa: “Conjunto de plantas de maíz que nacen muy próximas entre sí y que se cortan verdes
para ser usadas como alimento para el ganado”.
10
Ni siquiera en
un texto de memorias como Recuento de
moradas, inédito en vida del autor, Carpentier se permitió un momento de
sinceridad confesional. Tras indicar que su padre vendió su biblioteca, su
violonchelo, algunos cuadros y objetos de arte heredados para tomar el camino
de Cuba, indicó: “Así fue por qué nací, en alguna casa de la
Calle Maloja, de La Habana, el día 26 de diciembre del año 1904, a las nueve de
la noche” (Carpentier, 2018, p. 54).
11 Para mayores profundizaciones sobre el debate acerca de los orígenes de Carpentier, sus construcciones identitarias políticas y familiares, recomiendo dos investigaciones recientes: Wahlström, V. (2018). Los enigmas de Alejo Carpentier: La presencia oculta de un trauma familiar (Tesis doctoral). University of Lund, Lund; y Llaca Buznego, J. (2020). Ficción e historia en Alejo Carpentier: entre la desfiguración autobiográfica y las derivas de la crítica (Tesis doctoral). University of Ottawa, Ottawa.
12
Me refiero a
la primera edición de Mea Cuba (Plaza
y Janés, 1992). La segunda sección de este tomo, titulada “Vidas para leerlas”,
que incluye el ensayo “Carpentier, cubano a la cañona”, aparecería en un
volumen independiente por Alfaguara en 1998.
13
Otros ejemplos
notables de esta práctica en los Estados Unidos son casos recientes como los de
la historiadora Jessica Krug, la profesora y activista Rachel Dolezal, y la
abogada de derechos civiles Natasha Lycia Ora Bannan. Agradezco a la profesora
Charlotte Rogers por haber llamado mi atención sobre este aspecto.
14
Entre las
películas y documentales en los que puede reconocerse una influencia del
documental de Boková, se encuentran Fresa
y chocolate (1993) de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, Reina y Rey (1994) de Julio García
Espinosa, Madagascar (1994) de
Fernando Pérez, Before Night Falls
(2000) de Julian Schnabel, Seres
extravagantes (2004) de Manuel Zayas, Dos
patrias. Cuba y la noche (2006) de Christian Liffers, y Habana: El arte nuevo de hacer ruinas
(2007) de Florian Borchmeyer y Matthias Hentschler.
15
Vale recordar
que Dulce María y su hermana, Flor Loynaz, habían fungido en los años 20 como
modelos de Musas, uno de los frescos
que todavía hoy puede admirarse en el aula magna de la Universidad de La
Habana. 16 Algunos ecos de la visión de Loynaz sobre La Habana
pueden encontrarse en el capítulo VI, “La ciudad”, de la segunda parte de la
novela Jardín (pp. 103-107). Aunque
no la menciona nunca por su nombre y no interesaba a la autora dar una locación
particular a la obra, es posible sospechar que estamos en presencia de La
Habana cuando dice: “Por la noche, los habitantes de la ciudad van a pasear a
la alameda del Puerto, a respirar la brisa marina y a ver los barcos que
llegaron por la mañana …” (p. 106). Podría tratarse de la conocida Alameda de
Paula ubicada en La Habana Vieja. Sin embargo, en el capítulo V, “The day is done”, de la quinta y última
parte del libro, entre las ciudades visitadas por el personaje de Bárbara
aparece La Habana como otro destino más junto a París, Londres, Brujas, Burgos,
Nápoles, Nueva York, Buenos Aires y Constantinopla. Creo que esta inclusión de
su ciudad en una serie mayor obedece a un artilugio de Loynaz para alejar una
mera interpretación autobiográfica.
17 Winks señala que el proyecto artístico de Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto, “…involves an act of self-resurrection—of the remembered splendor he once encountered in Havana and which, by his own account, he tried to recapture in other cities around the world—and of resurrecting the city from its actual ruined condition” (2009, p. 140).
18 La traductora del texto fue Mercedes García Lenberg y
este dato aparece aclarado en una nota del editor.
19 Una presentación sintética de la obra de Veltfort la
encontramos en la viñeta aparecida en El
País de España el 8 de septiembre de 2017. Recuperado de https://elpais.com/elpais/2017/09/09/eps/1504908353_150490.html 20 En este sentido, no es casual que Veltfort
mencione en sus agradecimientos a los muchos amigos dispersos que, desde La
Habana, México, España, Estados Unidos y otros países, colaboraron con ella de
algún u otro modo. 21 En “‘Can
We Still Be Revolutionaries?’ Anna Veltfort interviewed by Ted A. Henken”, la autora ha explicado: “Most likely no
one else had these materials outside of Cuba and in Cuba, copies had probably
rotted long ago because of the humidity, or were hidden in the basement of La Biblioteca Nacional for no one to
see”. Recuperado de https://nocountrymagazine.com/can-we-still-be-revolutionaries-anna-veltfort-interviewed-by-ted-a-henken/ Gran parte de este archivo material se encuentra en la
Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami bajo el nombre de Anna
Veltfort Collection. Una descripción de su contenido permanece accesible a
través del enlace https://atom.library.miami.edu/chc5524
22
Evidencia de
la importancia que, para Veltfort, representó comenzar a vivir sola en La
Habana la encontramos en el hecho de que dibujara en detalle cuatro bocetos en
acuarela de su habitación para enviárselos a su hermana
Nikki por
correo postal, tras el regreso de esta a los Estados Unidos en 1968. Ver
Henken, T. A. (26 de febrero de 2021). “Can We Still Be Revolutionaries?” Anna
Veltfort interviewed by Ted A. Henken. No
Country Magazine. Recuperado de https://nocountrymagazine.com/can-we-still-be-revolutionaries-anna-veltfort-interviewed-by-teda-henken/
23
Ernesto Che
Guevara, en su conocido ensayo “El socialismo y el hombre en Cuba” —carta
publicada en un inicio bajo el título “Desde Argel para Marcha. La Revolución cubana hoy”, en el semanario uruguayo Marcha en marzo de 1965—, se refería al concepto de hombre nuevo. A su juicio, la construcción del comunismo dependía de esta “base
material”, y una de las tareas de los revolucionarios consistía “en impedir que
la generación actual, dislocada por sus conflictos, se pervierta y pervierta a
las nuevas” (2011, p. 17). Este ser humano ideal debía forjarse en la
acción cotidiana “con una nueva técnica” (p. 22).
24
Ver Veltfort,
A. (2017). Adiós mi Habana. Las memorias de una gringa y su tiempo
en los años revolucionarios de la década del 60 [pp. 142-146]. Madrid:
Verbum.
25
Me refiero al
pasaje incluido en las memorias noveladas de Cabrera Infante, Mapa dibujado por un espía, publicadas
por la casa editora Galaxia Gutenberg en 2013 (pp. 227-228).
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41697
Reynaldo
Lastre
Universidad de
Connecticut, Estados Unidos reynaldo.lastre@uconn.edu
ORCID:
0009-0001-2061-3440
Recibido 16/03/2023 Aceptado 20/05/2023
Este ensayo analiza la forma en que
la representación de La Habana en el cine cubano proyecta relaciones económicas
y sociales de sus habitantes a través del tiempo. Para hacerlo, elijo tres
filmes realizados en tres momentos diferentes en el contexto posterior a 1959.
De esa forma, mi análisis entra en diálogo directo con las políticas públicas y
las estrategias de conservación y desarrollo del espacio urbano dentro del
periodo revolucionario. Primero, analizo la representación de la Habana en Memorias del subdesarrollo (Tomás
Gutiérrez Alea, 1968), en donde la ciudad funciona como intermediaria entre la
revolución y el intelectual protagonista durante los primeros años del proceso.
Después me detengo en Buscándote Habana
(Alina Rodríguez, 2006), corto documental donde se exploran los espacios
marginalizados de la ciudad a través del testimonio de migrantes cubanos
ilegales. Finalmente, reviso la reelaboración de una Habana distópica en el
corto de ficción Tundra (José Luis
Aparicio, 2021).
Palabras claves: Ciudad;
espacio; cine cubano; La Habana; Revolución cubana
This essay analyzes the representation of Havana in Cuban cinema projects economic and social relations of its inhabitants through time. In doing so, I choose films made at three different moments in the post-1959 context. In this way, my analysis enters a direct dialogue with public policies and strategies for the conservation and development of urban space within the revolutionary period. First, I analyze the representation of Havana in Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), where the city functions as a proxy between the revolution and the leading intellectual during the first years of the regime. Then I go over Buscándote Habana (Alina Rodríguez, 2006), a short documentary that explores the marginalized spaces of the city through the testimony of illegal Cuban migrants. Finally, I analyze a dystopian Havana in the fiction short Tundra (José Luis Aparicio, 2021).
Keywords: City; space; Cuban cinema; Havana; Cuban Revolution
…luego crecen
con la gente que las habita y decaen y
finalmente son
olvidadas o derruidas o se caen de viejas y en su lugar se levanta otro
edificio que recomienza el ciclo. ¿Linda, verdad, esa saga arquitectónica?
Guillermo Cabrera Infante, Tres Tristes Tigres
Lefebvre (2013) planteó una visión crítica de la ciudad y la consideró como
un producto social y político, más que simplemente como un entorno físico.
Según su perspectiva, la ciudad no es solo una acumulación de edificios y
calles, sino un espacio complejo y vivo que refleja las relaciones de poder,
las dinámicas sociales y las luchas por el control y la apropiación de ese
espacio.
El sociólogo y filósofo francés argumentó que la producción del espacio
urbano está influenciada por diferentes actores y fuerzas sociales, incluidos
los intereses económicos, el poder político y la cultura. Para él, la ciudad es
el resultado de una lucha constante entre diferentes grupos y clases sociales
por el control y la definición del espacio. Estos grupos tienen diferentes
perspectivas y necesidades, lo que genera conflictos y tensiones en la forma en
que se organiza y se vive la ciudad. Si bien su objeto de estudio fue la
formación y desarrollo de las sociedades capitalistas, Lefevre reflexionó
también sobre las relaciones entre espacio urbano y poder en el socialismo y
los procesos revolucionarios. Para el autor,
una revolución
que no da lugar a un nuevo espacio no llega a realizar todo su potencial;
embarranca y no genera cambios de vida, tan sólo modifica las superestructuras
ideológicas, las instituciones, los aparatos políticos. Una transformación
revolucionaria se verifica por su capacidad creativa, generadora de efectos en
la vida cotidiana, en el lenguaje y en el espacio, aunque su impacto no tenga
por qué suceder necesariamente al mismo ritmo y con similar intensidad.
(Lefevre, 2013, p. 112).
En el caso especial de La Habana, este concepto de ciudad resulta
especialmente relevante debido a las características particulares de esta
ciudad y las dinámicas sociales y políticas que la rodean. Desde el aspecto
arquitectónico,
La Habana es un caleidoscopio de
ciudades. Está La Habana Vieja, que incluye la costanera y los palacios
coloniales en la Plaza de Armas. A partir de ahí, La Habana se expandió hacia
el oeste. Después de la calle Monserrate, el sitio de las antiguas murallas de
la ciudad, viene Centro Habana, el distrito comercial. Si La Habana Vieja se
construyó con roca de coral, Centro Habana es de mármol, con el ornamentado
Palacio Presidencial y el ampuloso Centro Gallego. Más al oeste está El Vedado,
originalmente un suburbio de casas adosadas con pórticos delicadamente
columnados, pero ahora el corazón geográfico de la ciudad, con la monolítica
Plaza de la Revolución. Al otro lado del río Almendares se encuentra Miramar,
que alguna vez fue un elegante barrio de mansiones art déco. Muchos de estos se
han convertido en embajadas, y ahora es el barrio diplomático. Frente a la
bahía se encuentra el pueblo pesquero de Regla, con un famoso santuario
dedicado a la patrona de La Habana, la negra Virgen de Regla1.
(Estrada, 2008, p. 6).
Sin embargo, la configuración y organización del espacio urbano ha sido
alterada significativamente con el impacto del régimen socialista existente en
la isla desde hace más de sesenta años. La planificación centralizada y la
propiedad estatal han influido en la distribución de viviendas, servicios y
equipamientos, y han limitado la participación ciudadana en la toma de
decisiones sobre el uso del espacio urbano. Estas dinámicas intervienen no solo
en cómo se piensa a la Habana real, sino también a la imaginada. La crisis de
legitimidad del gobierno cubano y su imposibilidad para intervenir el espacio
público y generar una nueva arquitectura, ha proporcionado un mapa sentimental
en el cual lo glorioso y lo decadente dialogan de manera estrecha. En ese
sentido,
las concepciones
modernas de La Habana no solo se extraen del pasado prerrevolucionario de Cuba
(simbolizado por su arquitectura colonial, los automóviles fabricados en
Estados Unidos en la década de 1950 y los bares icónicos popularizados por
escritores extranjeros como Ernest Hemingway y Graham Greene), sino también del
post -período revolucionario que siguió (indicado por imágenes del barbudo
[rebelde barbudo], figuras icónicas
[incluidos Fidel
Castro y el Che Guevara], la era soviética de La Habana, etc.). Sin embargo,
desde la década de 1990 estas representaciones se han enredado en las visiones
foráneas de la ciudad que surgieron tras los peores años del “Período Especial
en Tiempo de Paz” tras el colapso del comunismo en Europa del Este y el cese de
los subsidios económicos a Cuba desde la Unión Soviética. (Kent, 2019, p. 3).
Las películas sobre La Habana
analizadas aquí operan bajo estas nociones de espacio socialmente construido
que refleja y reproduce las relaciones de poder existentes en la sociedad.
Tanto Memorias del subdesarrollo como
Buscándote Habana y Tundra interrogan a los espectadores
sobre cuáles intereses configuran la ciudad en detrimento de las necesidades y
deseos de los ciudadanos. Las tres establecen dinámicas simbólicas entre el
interior de las viviendas de sus protagonistas y un espacio exterior marcado
por elementos contingentes. En Memorias…
aparece La Habana de los tres primeros años de transformación capital a manos
del gobierno revolucionario, desbordada de militares y carteles soviéticos.
Aunque el personaje central utiliza estas imágenes para articular la decadencia
de un proceso social en ciernes, la elección de espacios icónicos como el
malecón y algunos barrios lujosos de El Vedado aún en su esplendor permiten
polemizar entre si se quiere representar un declive o simplemente una
transformación. Para el momento en que estalla la crisis de los misiles,
acudimos a la mutación bélica que sirve de colofón al filme, re-imaginando la
ciudad como un espacio de guerra.
Por su parte, en Buscándote Habana
accedemos a la ciudad de extramuros, marcada por la pobreza extrema, el
abandono del Estado y la migración penalizada. El documental presenta a un
grupo de personas en viviendas informales, intentando abrirse paso en un contexto
que los oprime y no los reconoce.
Finalmente, Tundra exhibe una
Habana alternativa, sin imágenes icónicas, pero tampoco con insistencia en la
pobreza material y la ruina arquitectónica. Dentro de la distopía que
representa, los cubanos han aprendido a vivir con el desastre y tratan de salir
adelante lo mejor que pueden. La síntesis de una Habana real (calles, parques,
gente) con una Habana acechada por monstruos de consistencia pegajosa crea esa
ciudad de ensoñación y delirio que es metáfora del desajuste psíquico, político
y social de la isla en la contemporaneidad.
El filme Memorias del subdesarrollo,
dirigido por Tomás Gutiérrez Alea y estrenado en 1968, es un ejemplo destacado
de cómo el cine puede capturar y analizar la complejidad de una ciudad como La
Habana durante un período de transición política y social. Examinaré aquí la
representación de La Habana en Memorias…,
analizando cómo la película refleja los cambios en la estructura social y los
conflictos de identidad en el contexto del subdesarrollo.
Desde el año 1959 y durante toda la década de los sesenta, La Habana
experimentó una transformación profunda en diversos aspectos. La Revolución
cubana y su líder, Fidel Castro, implementaron un grupo de cambios de orden
político, social y económico con el fin de instaurar un nuevo tipo de sistema
de gobierno en el país. En el primer año, por ejemplo, se produjo
la nacionalización de la gran mayoría de la
producción industrial y agropecuaria, los servicios públicos y buena parte del
mercado interno insular. A principios del año siguiente, en medio de la
creciente confrontación con Estados Unidos, la dirigencia revolucionaria
anunció que la isla entraba en una fase de transición socialista y se preparó
para extender la hegemonía del Estado a todos los sectores de la sociedad, la
cultura y la ideología. (Rojas, 2015, p. 14).
La Habana, como capital del país, era el epicentro de estas
transformaciones y, al mismo tiempo, el escenario donde se manifestaban los
desafíos y contradicciones de esta nueva etapa. Muchas películas cubanas y
extranjeras captaron estos cambios durante esos primeros años de
transformaciones radicales en la ciudad, desde diferentes géneros y puntos de
vista. El propio Gutiérrez Alea ya la había desarrollado en Las doce sillas (1962) y La muerte de un burócrata (1966), donde
aparecen escenas de valor documental sobre la pugna por los espacios públicos,
la puesta en crisis de los íconos de la burguesía prerrevolucionaria y la tensión
acerca de la representación urbana del nuevo régimen.
La elección formal de Memorias del subdesarrollo favorece aún
más este interés del cine en la transformación del espacio habanero en la
primera década de los sesenta. La inserción de imágenes documentales y de
archivo se alternan con el dramatismo de la ficción con la misma intensidad con
que compiten los espacios urbanos y el interior de la habitación de Sergio. Por
eso no solo resultan llamativos los fragmentos de la partida hacia el exilio de
burgueses en el aeropuerto, la captura y posterior juicio de los
expedicionarios de Playa Girón y el despliegue de tanques en el malecón
habanero durante la crisis de los misiles, sino también las tomas en parques,
avenidas, escuelas y otras edificaciones del barrio de El Vedado.
Es importante reparar en el hecho de que la zona capitalina que interesa en
el filme no es La Habana Vieja ni Centro Habana, sino El Vedado. Si bien Sergio
vive en uno de los apartamentos más altos y lujosos de ese reparto habanero, el
motivo de la elección consiste en que la metamorfosis en términos de clases
sociales e instituciones estatales puede entenderse mejor en un sitio con la
historia cultural y arquitectónica de El Vedado. Como recuerda Natalie Gualy
a lo largo de
finales del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, los residentes adinerados,
tanto cubanos como estadounidenses, concentraron sus extravagantes mansiones y
el desarrollo inmobiliario en el barrio virgen de El Vedado, particularmente en
el área triangulada entre Calle G y Calle 23. Las casas fueron construidas en
estilos tradicionales de época; estilos art déco, ecléctico, Beaux-Arts y
neoclásico. Mientras los estadounidenses respetuosos de la ley llamaban a El
Vedado su nuevo hogar, la mafia estadounidense lentamente comenzó a infiltrarse
en El Vedado como propio al erigir grandiosos hoteles, casinos y clubes nocturnos
en el área de La Rampa, el centro comercial de El Vedado. La Rampa consiste en
la parte más oriental de la Calle 23 y se cruza con El Malecón. (2012, pp.
18-19).
No en vano la memoria afectiva de Sergio se activa cuando deambula por esas
calles de la ciudad. “Aquí vivía Francisco de la Cuesta”, dice la voz de Sergio
al pasar frente a una mansión con jardines delante. La mención evoca la
ausencia de un amigo de la adolescencia que se marchó a Estados Unidos al igual
que su familia, pero también le recuerda a Sergio el despertar de su sexualidad
por los prostíbulos de la ciudad.
Esa sociabilidad típica de El Vedado representada por jóvenes blancos de
clase media alta que estudiaban en colegios católicos y heredaban negocios
familiares al tiempo que disfrutaban del trabajo sexual femenino y los paseos
nocturnos en autos descapotables pasó a ser visto rápidamente como un mal del
pasado. La Revolución cubana fue el resultado de un enfrentamiento a la
dictadura de Fulgencio Batista y su proyección represiva, pero rápidamente el
nuevo orden social estigmatizó el periodo republicano como un todo. El solo
hecho de vivir en El Vedado, como era el caso de Sergio, incentivaba un
prejuicio que podía escalar hasta convertirse en alegato contrarrevolucionario.
Manifestaciones de esta índole se dan en el filme tanto a nivel individual como
público.
Por ejemplo, el hermano de Elena, la
amante de 16 años que acusa a Sergio de violación y por lo cual es llevado a
los tribunales, insinúa que este no es revolucionario en base a los únicos
elementos que conoce del personaje (su forma de hablar, su manera de vestir y
su lugar de residencia). No sabemos dónde vive la humilde familia de Elena,
pero podemos reconocer que no son de El Vedado. En otro momento Sergio recibe
la visita de unos funcionarios del Ministerio de la Vivienda que, de igual
manera, le lanzan miradas incómodas por el solo hecho de poseer un apartamento
amplio y lujoso en esa zona.
En el orden público, la representación del desmontaje del orden republicano
se percibe de una forma ambigua, pues si bien Sergio menciona más de una vez la
condición parasitaria de la burguesía y rechaza el sistema capitalista y su
extractivismo en Latinoamérica, tanto sus memorias como sus juicios sancionan
el nuevo régimen. El personaje percibe hipocresía y doble moral en una sociedad
que discute y enfrenta el racismo y el machismo, pero los reproduce en sus
decisiones, su orden institucional y en su vida cotidiana. La destrucción del
águila imperial luce, desde el telescopio de su balcón, no como un símbolo del
fin del capitalismo, sino como una imagen de la pérdida de armonía en el
espacio urbano. Cuando el personaje recuerda con ironía que la paloma de la paz
que mandaría Pablo Picasso nunca llegó, interroga al sistema no solo sobre la
reparación de los daños a la ciudad en nombre de una ideología, sino también acerca
de la finalidad de su propio proyecto arquitectónico. En ese sentido,
toda la película puede entenderse como una
meditación sobre los intentos de la
Revolución por sobrescribir la ciudad, una
meditación que expone las
estrategias de
reconfiguración ideológica del espacio urbano así como los conflictos que este
proceso provoca. Sergio cuestiona persistentemente los signos urbanos que la
Revolución ha intentado reformular semánticamente para transmitir los nuevos
discursos. (Stock, 2014, p. 8).
El personaje fija su mirada sobre los bustos de Martí, los carteles
alegóricos a la revolución y la iconografía de Fidel Castro que se expanden por
la ciudad, en detrimento de las vidrieras repletas de ropas de marcas europeas
y las luces de neón. Con base en estas transformaciones, Sergio enfatiza la
condición travestida y ficcional de La Habana. En uno de sus monólogos, dice
que le parece “una escenografía, una ciudad de cartón”. Es como si, más allá de
la pugna por reelaborar una nueva ciudad, comenzara a ser más importante la
representación que la realidad.
Muy al inicio del filme, Sergio toma un bus para regresar del aeropuerto
hasta su casa. Es ahí, dentro de un medio de transporte que representa al
proletariado y no a la burguesía, donde se sintetizan muchos de los cambios en
la fisonomía del espacio urbano. A través de unos planos ejecutados por una
cámara inestable que representa la movilidad del bus, notamos no solo que
Sergio es el único que lleva traje, sino que además viaja al lado de un miliciano
armado con un fusil. Si al interior del aeropuerto, la distinción del vestuario
era un índice del carácter económico de la migración, tanto el bus como las
calles representan a la población que se quedaba.
Para Daylet Domínguez, “Memorias del subdesarrollo logra captar
los cambios en declive de la cartografía citadina. Junto al deterioro de la
urbe capitalina aparece también la emergencia y configuración de nuevas clases
sociales que alteran la fisonomía tradicional de la ciudadanía habanera”
(Domínguez, 2011, p. 572). Tanto la ropa humilde como el verde olivo se
convertirán en los nuevos indicadores de la órbita revolucionaria en la
película, hecho que por un lado festeja la emancipación de los sectores más
humildes, y por el otro reacciona ante la militarización extrema.
Esas renegociaciones del espacio urbano son también el resultado de la
Guerra Fría. La paloma de Picasso nunca pudo verse en La Habana, pero los
carteles publicitarios y otros símbolos de la sociedad capitalista sí fueron
sustituidos por la iconografía proveniente de la Unión Soviética. En la
película no solo aparecen imágenes de Lenin en grandes vallas publicitarias,
sino además las librerías de uso, habituales dentro del recorrido diario de
Sergio, inundadas de literatura marxista. Desde la proclamación del carácter
socialista de la Revolución cubana en abril de 1961, la presencia del
imaginario soviético en la ciudad crece hasta que alcanza un primer tope un año
más tarde durante la crisis de los misiles.
Algunas de las películas cubanas producidas por el ICAIC durante las dos
siguientes décadas enfatizaron el creciente impacto del gobierno revolucionario
en la ciudad, anotando transformaciones arquitectónicas, movimientos poblacionales
e impactos de corte legislativo.
Por ejemplo, Sara
Gómez realizó De cierta manera
(1974), donde se analiza la puesta en marcha del Plan de Ayuda Mutua y Esfuerzo
Propio, a través del cual el gobierno revolucionario emprendía su lucha contra
la desigualdad social en el espacio urbano. El filme se centra en la
construcción del reparto Miraflores, ubicado en uno de los tantos extrarradios
de la capital. El sitio albergaría a los vecinos de Las Yaguas, una zona para
residentes obreros.
“En el imaginario
nacional, —anotó Víctor Fowler— Las Yaguas encarnaba la imagen de una población
degradada sin esperanza de integración social, con una alta proporción de
negros y altas tasas de analfabetismo, desempleo, prostitución, alcoholismo,
drogadicción y violencia en general” (2021, p. 92). Aunque la película legitimó
las reformas urbanas del gobierno, enfatizaba la necesidad de ir más allá de un
simple traslado habitacional, como si el espacio por sí solo pudiera
transformar poblaciones. De hecho,
los hombres y
mujeres que fueron trasladados hacia esos nuevos barrios tenían allí mejores
condiciones de vida, pero seguían reproduciendo sus hábitos y costumbres
inmemoriales. En poco tiempo, como se encarga la propia Sara de mostrar en el
filme, las casas de Miraflores estuvieron prácticamente destruidas,
vandalizadas, descuidadas. (García Yero, 2017, p. 244).
En los ochenta, directores como Juan
Carlos Tabío comentaban las negociaciones al interior del espacio urbano en los
filmes Se permuta (1984) y Plaff o demasiado miedo a la vida
(1988). Quedaban atrás los tiempos en que los males de la burocracia se
codificaban en comedia surrealista como La
muerte de un burócrata, pues dos décadas más tarde ya se había cosificado
en un sistema administrativo que la volvía parte de la vida cotidiana. A
diferencia de lo que sucede en De cierta
manera, en Se permuta el Estado
no organiza los desplazamientos poblacionales, sino que son los propios
ciudadanos con el amparo de una ley los que aprovechan esas pequeñas zonas de
movilidad.
El colapso de la Unión Soviética y la profunda crisis económica que esto
conllevó para la isla transformaría la ciudad en la siguiente década de una
manera que, aunque predecible, fue inesperada. El relato nacional en torno al
Periodo Especial se construyó como una ficción apocalíptica. En la televisión
cubana se hacían constantes llamados al patriotismo y la resistencia. El propio
Fidel Castro, en una de aquellas emisiones nocturnas, introduce un nuevo
concepto histórico, según el cual los cubanos estaban viviendo todas las épocas
heroicas a la misma vez (las contiendas del 68 y del 95, el asalto al Cuartel
Moncada, la victoria de Playa Girón y la Crisis de Octubre). Si en algún
momento existió una nostalgia por ese pasado bélico, la heroicidad del presente
equilibraba esa pérdida. Para Castro, desafiar las penurias materiales del
nuevo periodo constituía una prueba aún más difícil y digna para los principios
de justicia del proceso revolucionario.
El deterioro y la ruina de la ciudad infiltran las relaciones sociales en
películas como María Antonia (Sergio
Giral, 1990) y Fresa y Chocolate
(Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío), así como en Madagascar (1994) y La vida
es silbar (1998), ambas de Fernando Pérez.
Los edificios en ruinas, los espacios abandonados, las calles vacías,
oscuras o tomadas por ciudadanos a pie o pedaleando para resolver su existencia
se convierten en símbolos de la pérdida y la desesperanza que caracterizaron al
Período Especial. Durante esta década, la representación de la ciudad fue el
resultado de la crisis social del país, pero también de la encrucijada
existencial de sus pobladores.
El cine de ficción contribuyó a moldear los límites y las posibilidades de
la representación de la crisis social de La Habana durante el Periodo Especial.
Sin embargo, otras modalidades genéricas ampliaron estas exploraciones con
resultados notables. El documental de puesta en escena Suite Habana (2003), también dirigido por Fernando Pérez, recreó la
vida cotidiana de diferentes personas en la ciudad no solo para reflejar nuevas
estrategias de negociación del contrato social dentro de las ruinas, sino
también la capacidad de resiliencia de los habitantes de La Habana frente a la
adversidad. Las historias de esperanza y dignidad ayudaron a manejar una
representación menos pesimista de La Habana en la entrada de un nuevo milenio,
aunque la ausencia del Estado en el proceso implicaba el deceso del sistema
socialista.
Esta relación conflictiva entre el Estado y los individuos en el contexto
de la ciudad es uno de los temas centrales del documental Buscándote Habana (2006), de Alina Rodríguez. En esta sección del
ensayo analizaré la representación de una Habana marginal, habitada por
migrantes internos que constituyen un nuevo desafío para la estabilidad no solo
de la ciudad, sino también del Estado.
Si Suite Habana decide narrar sus historias de vida junto a muchas de
las calles, esquinas y edificaciones emblemáticas de La Habana conocida, el
filme de Rodríguez se va a las zonas más pintorescas de la periferia
capitalina. Muchos de los nuevos realizadores de la facultad de medios
audiovisuales durante esa época, hastiados del centro de la ciudad y sus
ruinas, decidieron “realizar su ejercicio docente en los asentamientos ilegales
de San Miguel del Padrón, Regla y Guanabacoa. Era importante documentar lo que
allí ocurría y que los medios parecían ignorar” (Arcos, 2022).
Aunque el cortometraje ganó varios premios, entre ellos, mejor documental
en el Festival Santiago Álvarez, el premio Sara Gómez en el Festival de cine de
La Habana, y la mención especial en la Muestra Joven ICAIC, su filmación estuvo
marcada por la censura. En la primera década del nuevo milenio se vivieron
intensas campañas propagandísticas en la isla, marcadas por una necesidad de
“recuperar valores revolucionarios” que se habían deteriorado masivamente con
la llegada del Periodo Especial y la consecuente crisis de credibilidad del
marxismo. En aquellos años Fidel Castro impulsó la Batalla de Ideas, con los
reclamos por el regreso del niño Elián, primero, y la excarcelación de los
cubanos involucrados en una red de espionaje a los que rebautizaron en la isla
como “cinco héroes”, después.
Durante años la propaganda política alternaba entre las concentraciones
masivas sistemáticas (llamadas Tribunas Abiertas) y los extensos programas
televisivos para ejercicios estériles de reafirmación del sistema político
cubano (las Mesas Redondas); un documental sobre un grupo de familias
abandonadas y hostigadas por el gobierno no podía ser bienvenido.
Buscándote Habana es un documental de observación, que resultó de
un grupo de entrevistas a migrantes de Camagüey y el Oriente del país que viven
en condiciones precarias en diferentes sitios de La Habana. Unos se asentaron
en repartos insalubres de San Miguel del Padrón, otros en las afueras de
Casablanca, en el municipio Regla. También hay residentes de
Santa Fe, en
Playa, de la Planta de asfalto de Guanabacoa y el antiguo hotel Bristol, en
Centro Habana. El panorama amplio que mostró la realizadora en menos de 24
minutos interpelaba a los aparatos legislativos del Estado y sus mecanismos
coercitivos.
La exploración de estas zonas de la ciudad invita además a reflexionar no
solo sobre los diferentes tipos de desigualdad que crecían entre los habitantes
de La Habana, sino entre los de la capital y el resto del país. Aunque el
cortometraje, a través de estas comunidades indocumentadas, demuestra cómo el
espacio urbano refleja las relaciones sociales, políticas y culturales de la
sociedad cubana, también insiste en sus capacidades de resistencia. Para ellos,
el regreso no es una opción, y aunque son de diferentes provincias y ciudades
del centro y el oriente del país, constituyen comunidades en constante lucha
contra las adversidades tanto de la naturaleza como del Estado.
Las condiciones en los asentamientos
informales de Cuba son perjudiciales para la salud y la seguridad de sus
residentes. El nivel de desarrollo en estos asentamientos varía, algunos tienen
infraestructura eléctrica y de plomería construida por la comunidad, mientras
que otros son una colección de refugios rudimentarios. Los residentes trabajan
juntos como comunidad para expandir y desarrollar sus asentamientos. A pesar
del nivel de desarrollo relativamente alto en algunos de estos asentamientos,
el gobierno cubano se niega a otorgar a los residentes un estatus legal, lo que
les impide obtener las necesidades básicas como alimentos, atención médica y
empleo. Debido a las malas condiciones en las provincias rurales del oeste del
país, estos asentamientos seguirán creciendo si el gobierno cubano no toma
medidas. (Black, 2022, p. 10).
Buscándote Habana ha capturado estas dinámicas y ha mostrado cómo
los habitantes de esas comunidades crean y negocian su propia identidad a
través de la interacción con el espacio urbano. Su lucha contra el desprecio y
la burla de los habaneros forma parte de esta negociación. María, mujer natural
de Guantánamo, dice que la tratan “como si tuviera lepra”, al tiempo que las
opiniones negativas de los vecinos habaneros acerca de los migrantes orientales
en el documental insinúan una pugna al interior de la ciudad que reproduce
tipos de xenofobia, racismo y clasismo.
En franca contraposición con el Sergio de Memorias…, los personajes de este documental no son intelectuales,
ni habaneros, ni de la clase burguesa que huyó del país luego de los sucesos de
1959. Sus percepciones de La Habana están en el lado opuesto, incluso, después
de la crisis económica y de legitimación política sufrida por el gobierno
durante el Periodo Especial. Es el caso de Pascual, un guantanamero del
asentamiento de El Cuncuní, en San Miguel del Padrón, cuando dice que muchos
han ido de visita a La Habana y manifiestan malestar al regreso a sus ciudades
y pueblos natales. En contraste, se pregunta “por qué en La Habana se vive de
esta forma. Y por qué nosotros aquí [en Oriente] no podemos tener una vida
decorosa… y de adquisición como se vive en La Habana”. Por su parte, María dice
que en Guantánamo “hay mucho atraso”, para luego ir a ejemplos concretos como
la mala alimentación de acuerdo con los suministros de comida del gobierno
local.
Para ellos, La Habana no es “la Tegucigalpa del Caribe” como lo era para
Sergio en esos primeros años de la Revolución. Desde este horizonte de
expectativas, La Habana es el espacio de realización tanto personal como
profesional, y todas sus demandas se dirigen a las restricciones que el Estado
le impone para lograrlas. Dice Fidel, uno de los entrevistados, que
“los ilegales”
son perseguidos como si fueran “contrarios al gobierno”, una categoría que es
mencionada con toda la intención de generar una idea de abyección en sus
interlocutores. Casi al final del corto, el indocumentado de origen santiaguero
comenta que vive en La Habana desde el año 1989, o sea, durante casi veinte
años sin una solución de parte de las autoridades competentes.
Es precisamente Fidel el que mejor representa este señalado contraste con
el personaje de Memorias…
interpretado por Sergio Corrieri. Si la identidad de este descansaba en su
distancia, sus críticas y el rechazo con el proceso revolucionario, aquel
insiste todo el tiempo en reafirmarse como patriota. No solo habla con orgullo
de su nombre, sino que además bautizó a su hijo más pequeño con el nombre de
Elián, como el niño protagonista de la Batalla de Ideas unos años atrás. El
santiaguero echa mano a un panteón de héroes de las guerras de independencia o
al propio Fidel Castro, nacidos todos en la zona oriental del país, para dinamitar
la discriminación por la vía del nacionalismo promovido por el propio régimen
revolucionario. Si con toda tranquilidad Sergio dice a los inspectores de
vivienda no trabajar, Fidel solo pide “que lo dejen trabajar” y “que dejen a
sus niños vivir”.
Sin embargo, los habitantes de estos
asentamientos ni siquiera son “el pueblo” al que se refiere Sergio
constantemente para aludir a los supuestos privilegiados del nuevo régimen. El
sociólogo Pablo Rodríguez, a quien la realizadora entrevista en el documental,
los relaciona con el síndrome de Las Yaguas, lo cual constituye una alusión
directa a De cierta manera. Dentro de
esta conexión, no solo se habla a un grupo poblacional marginalizado, sino a
una parte de la ciudad que no entra en ninguna de las definiciones de pueblo
ofrecidas por el gobierno. Hay un momento en que el documental resalta una
reflexión de Asterio, natural de Guantánamo, ahora vecino en el asentamiento de
Casablanca. El joven de piel oscura se refiere al cartel a la entrada de La
Habana donde se lee “Bienvenido a la capital de todos los cubanos”, para
cuestionar su propia identidad. Si él no es bienvenido a la ciudad, entonces no
se le considera cubano.
Esta crisis existencial interroga directamente a una sociedad que aseguró
haber llegado para proteger a los humildes en detrimento de los burgueses como
Sergio. Sin embargo, el documental muestra el desamparo a través de esas vistas
panorámicas por los extrarradios de la ciudad, y a través de las demandas de
estas personas vulneradas por su lugar de nacimiento.
La síntesis de ese malestar lo articula una mujer llamada María, que ha
tenido que inventarse una vivienda al interior de la piscina en desuso del
desmantelado hotel Bristol. La señora, natural de Camagüey, después de mostrar
las condiciones precarias en que ha habilitado ese espacio tan anacrónico en
que vive, enfatiza a cámara que “esta Revolución no deja a nadie desamparado”.
Su afirmación recuerda, por la seriedad en que se articula la ironía, al
momento en que Sergio declama la conocida frase “esta revolución ha dicho
basta, y ha echado a andar”, gritada por Fidel Castro en la Segunda Declaración
de La Habana. Las fotografías, los
carteles y los planos generales del documental de Rodríguez reniegan de la
efectividad de ese papel proteccionista del Estado, mientras exhiben una Habana
posrevolucionaria que termina el ciclo de representación abierto en el filme de
Gutiérrez Alea.
Cuando José Luis Aparicio Ferrera estrenó Tundra (2021) en el Festival de cine de Sundance, en Estados
Unidos, habían transcurrido quince años de aquel ejercicio cinematográfico
realizado por Alina Rodríguez. Durante este tiempo, no solo La Habana había
cambiado radicalmente, sino la política y la sociedad de la isla. Para ese
entonces, Cuba estaba gobernada por Miguel Díaz Canel, el primero sin el
apellido Castro desde 1959. Fidel, quien cesara de su cargo en 2006 a causa de
una enfermedad, moriría una década después a la edad de 90 años. Por su parte,
su hermano Raúl le sucedió al frente de los consejos de Estado y de ministros
hasta el 2018, cuando solo ostentó el cargo principal en el Partido Comunista.
Desde entonces sus apariciones son esporádicas, lo cual intensifica el vacío
simbólico de la nueva época posrevolucionaria.
En una entrevista con el periódico digital Diario de Cuba, Aparicio calificó su película de la siguiente
manera:
Es una representación distópica de
La Habana contemporánea, cuenta la realidad cubana de hoy a través de los filtros
del cine de género, de la ciencia ficción, el fantástico, el cine negro, el
horror. No es una película para entender Cuba, sino para sentir lo que es la
Cuba de hoy, este espacio opresivo, siniestro, enrarecido, con una atmósfera
cargada y donde es muy difícil concretar los deseos. (Lezcano, 2022).
En esas declaraciones, el realizador reafirma su distancia con los
paradigmas analizados con anterioridad en este ensayo, interesados en ofrecer
representaciones científicas de la ciudad, ya desde el punto de vista
intelectual, político, sociológico o antropológico. Aunque cada una de estas
categorías aparece de una u otra manera en este corto de treinta minutos de
duración, su director las libera de conexión directa con la ciudad real para
desarrollar una reflexión artística de las preocupaciones y tensiones presentes
en la sociedad cubana actual.
Thomas Horan inicia su estudio sobre el deseo y la empatía en las
sociedades distópicas del siglo XX con una cita de Erika Gottlieb donde se
recuerda que “una de las características más conspicuas de [...] la ficción
distópica [consiste en] que una vez que permitamos que el estado totalitario
llegue al poder, no habrá vuelta atrás” (Horan, 2018, p. 1). A diferencia de la
distopía de las ficciones occidentales del pasado siglo, en las del cine cubano
contemporáneo no hay referencia al estado totalitario como síntoma, sino como
realidad. Tanto en filmes distópicos inscritos en el entorno habanero, por
ejemplo, el largometraje de ficción Juan
de los muertos (Alejandro Brugués, 2010) y el mediometraje documental Terranova (Alejandro Alonso y Alejandro
Pérez, 2020), como en donde se recrea una ciudad abstracta, por ejemplo, en No
Country for Old Squares (Yolanda Durán Fernández y Ermitis Blanco, 2015)
y Gloria eterna (Yimit Ramírez,
2017), se entabla un diálogo directo con la sociedad cubana y su sistema de
gobernación.
En el espacio urbano de Tundra
los habitantes han normalizado la crisis social y política de su entorno, y si
bien La Habana es un espacio habitado por monstruos, no hay épica ni esquemas
de supervivencia posapocalíptica. Si bien la trama centra su atención en
Walfrido Larduet y su búsqueda obsesiva de una mujer vestida de rojo, la ciudad
que permanece en el fondo emerge como un elemento definitorio. Larduet (un
impecable Mario Guerra) vive en un asentamiento no muy diferente a los filmados
por Alina Rodríguez en su documental. Las paredes frágiles, las calles sin
asfalto y el hacinamiento del barrio remite a aquellos emigrantes ilegales,
pero con la diferencia de que al personaje del corto de ficción no parece
importarle su precariedad.
Como si esto fuera poco, en una de
las pesquisas propias de su trabajo de inspector de la empresa eléctrica, se
traslada a otro asentamiento de construcciones informales rodeado por la
pobreza y la desolación. El mundo distópico elaborado por Aparicio se parece
más a Buscándote Habana que a Memorias del subdesarrollo. Después del hallazgo de un fraude eléctrico
en una de las viviendas del caserío, Laurdet le impone una multa severa al
infractor, quien vive con su esposa, una hija adolescente y un pequeño recién
nacido. Aunque José (Jorge Molina) vive en condiciones similares o peores a
Laurdet, este último no demuestra un ápice de solidaridad. Es como si su cargo
de funcionario público le impusiera una lealtad al Estado por encima de la
ciudadanía. El protagonista ni siquiera cede cuando, ya en la calle, la hija
del infractor lo intenta sobornar alegando la desesperación de su padre y la
crisis nerviosa de su madre. Sin embargo, la niña lo perseguirá durante todo el
metraje, segura de que en algún momento el incorruptible agente aceptará el
soborno, como es usual en las sociedades precarias. La rutina de Laurdet se
completa con sus horas de oficina, representada como un sitio analógico
inundado por el traqueteo de las máquinas de escribir y el hacinamiento propio
de la sobresaturación de las plantillas laborales de los aparatos burocráticos
del Estado.
Las fantasías sexuales del protagonista, su rectitud ante la infracción,
los asentamientos precarios y la lúgubre oficina donde se trabaja solo
adquieren una dimensión de extrañeza con la presencia de esos monstruos que
parecen una mezcla de pulpo y parásito de proporciones enormes. Estos aparecen
en el interior de las viviendas de Laurdet y de José García, pero también en la
oficina y en los espacios públicos. A diferencia de Juan de los muertos, donde la extrañeza está encarnada por una
epidemia zombi que amenaza la vida de los ciudadanos, los monstruos de Tundra parecen seres inofensivos. Sin
embargo, “este motivo enturbia el hábitat de Tundra, y dota de un matiz surreal el ambiente (post)atómico que
abraza al relato” (Pérez, 2021).
Si bien las construcciones del espacio en mundos distópicos representan el
auge de la globalización, el consumismo, la inmigración, la modernidad
tecnológica y el sobredesarrollo de las sociedades capitalistas tal y como lo
estudia Diana Palardy (2018, p. 12), en filmes como Tundra se exploran las implicaciones de vivir en un mundo al margen
de todos estos indicadores. Sin embargo, Aparicio evita la exposición del
delirio propagandístico del régimen cubano. Incluso, en las oficinas hay
ausencia de esa iconografía patriótica que ha intervenido por décadas tanto el
espacio público como los interiores de La Habana real. En su lugar, la ciudad
está intervenida por unos volantes con la conocida imagen del trébol
radiactivo.
La analogía entre la radioactividad y las formas políticas de la ideología
es evidente, en tanto la ideología (que opera bajo una estructura de
invisibilidad al igual que los flujos radiactivos) provoca efectos concretos en
la realidad. Los monstruos que se multiplican por la ciudad de Walfrido Laurdet
pueden ser mutaciones provocadas por los efectos de la radiación, pero en el
sustrato emerge una alegoría del declive del sistema político imperante en la
isla. La conexión entre monstruosidad y decadencia política se evidencia,
además, a través de la imposibilidad para nombrarlas en sus respectivas
realidades.
En La Habana real hay consecuencias represivas para los que se atreven a
hablar en contra del Estado, mientras un notable grupo de la población aprendió
el doloroso ejercicio de callar o referirse al Estado o sus gobernantes en
forma de metáforas. En el corto, Laurdet y su compañero de oficina se refieren
a los monstruos como “aquello”. Aunque están en todas partes y sus efectos
nocivos son patentes, los sujetos han asimilado el simulacro como forma de vida.
Otra de las características del corto de Aparicio es su definición del
personaje a partir de su deseo sexual hacia la mujer de rojo interpretada por
Nancy Alpízar. Si bien el personaje se traslada de un lado a otro de la ciudad
por cuestiones de trabajo, en otros momentos lo hace impulsado por esa búsqueda
obsesiva. En ese punto, Tundra
construye estrategias para representar la ciudad a la manera de Memorias del subdesarrollo, pero si en
esta Sergio se presenta como un “mujeriego misógino y escritor empedernido”
(Baron, 2014, p. 34), en aquella Walfrido sufre de una carencia afectiva y
sexual. De hecho, el crítico Ángel Pérez ha leído Tundra como una alegoría sobre la frustración del deseo masculino,
en tanto el corto
es el relato de un hombre que
enfrenta, en el ocaso de su edad adulta, una contundente crisis de
masculinidad, expresa en una aguda insatisfacción e impotencia sexual. Los
cuerpos monstruosos que invaden la realidad del protagonista no son más que
excrecencias del fracaso de sus fantasías masculinas, la exteriorización de su
impotencia erótica. (2021).
Si en este subgénero de ficciones especulativas, “el sexo funciona como un
portal a través del cual el ciudadano en el centro del mundo distópico
vislumbra la idea tanto de liberación política como de una dignidad humana
trascendente” (Horan, 2018, p. 1), en el mundo de Tundra solo hay regresión o, cuando menos, inercia. No está aquí el sujeto prototipo de Sergio
que, aunque no participa de la construcción de la sociedad, señala sus males.
Tampoco sujetos al estilo de Buscándote
Habana que, siendo ignorados por el Estado, aspiran a una superación y
presentan su inconformidad ante las irregularidades del sistema.
La disfuncionalidad de Laudet es el resultado de un horizonte donde el mal
está normalizado y a los sujetos no les queda alternativa para seguir
funcionando. Los adultos deben trabajar y pagar sus cuentas, y los niños jugar
en los parques de la ciudad mientras aceptan la presencia de estos monstruos de
textura viscosa. Recibir un pequeño soborno o quejarse por lo bajo porque estos
extraños le van quitando sus espacios vitales son algunas formas de rebelión
ante una sociedad enferma.
En este ensayo he analizado la representación de La Habana en tres filmes
de diferentes momentos de la historia contemporánea de Cuba. Primero, la
recomposición de la ciudad tras la llegada de la revolución en 1959 y la
consiguiente desarticulación de los viejos símbolos burgueses. A través del
filme Memorias del subdesarrollo y su
personaje central, revisé cómo se establecen nuevas relaciones de poder en la
ciudad que vive una refundación. En Buscándote
Habana analicé la representación de una Habana abandonada por las
instituciones del Estado, mientras sus habitantes demandan firmemente su
necesidad de inclusión y el deseo de participar en la construcción de la
sociedad. Finalmente, en Tundra
reflexioné en la forma en que una representación distópica de La Habana propone
un entendimiento del presente y el futuro de un país que sufre un estancamiento
político y un vacío de poder.
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1 Al igual que esta, todas las traducciones de la bibliografía consignada en
inglés en este ensayo fueron realizadas por Reynaldo Lastre.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41700
Yaneli Leal
del Ojo de la Cruz
Universidad
Politécnica de Madrid, España yaneli85@yahoo.es
ORCID:
0000-0003-1017-2087
Recibido
16/03/2023 Aceptado 20/05/2023
Desde la
perspectiva del paisaje se pretende ofrecer una valoración patrimonial del
puerto habanero, entendiendo que constituye un paisaje histórico cargado de
significados transcendentales para La Habana. El reconocimiento de la herencia
cultural de la bahía y de los vínculos históricos establecidos con la ciudad y
su población resultan clave en la regeneración de sentimientos afectivos y en
la conservación de la esencia del lugar. De ahí que sea fundamental su
valorización patrimonial desde una visión en sistema que analice el proceso
histórico, el contexto físico, las manifestaciones materiales e inmateriales,
sus interrelaciones, los vínculos con la ciudad y su proyección hacia el mundo.
Para la elaboración de este artículo se utilizaron métodos teóricos y empíricos
de análisis cualitativo en correspondencia con las prácticas habituales de
estudio del paisaje, la observación del sitio y el análisis de documentos e
imágenes.
Palabras clave:
paisaje portuario; Habana; patrimonio cultural; interpretación
The Landscape of the Port: A Repository of Havana's History
This paper aims to provide a heritage assessment of the Havana port from a landscape perspective, recognizing it as a historical landscape that holds significant meanings to the city. Understanding the cultural heritage of the bay and the historical connections it shares with the city and society is crucial for nurturing affective feelings and preserving the essence of the place. Therefore, a comprehensive heritage valuation is necessary, taking into account a systemic approach that analyzes the historical processes, physical context, tangible and intangible manifestations, their interrelationships with the city, and their projection onto the world stage. Theoretical and empirical methods of qualitative analysis were employed in this article, aligning with standard landscape research practices, including on-site observation and the analysis of documents and images.
Keywords: landscape; port; Havana; cultural heritage; interpretation
Entre todas las lecturas que visualizan los conflictos de una ciudad
degradada, donde los problemas de la infraestructura urbana agravan la delicada
situación social de una capital subdesarrollada, entre las posturas de
extrañamiento y enajenación, los estudios del patrimonio se abren paso en la
búsqueda del sustrato histórico y cultural que permita reconectar hombre y
ciudad, y afianzar sus afectos y sentido de pertenencia. En la interpretación e
interrelación de los múltiples objetos de valor patrimonial que han ido
reconociéndose en las últimas décadas, se ha definido la percepción del paisaje
que los involucra, y que se consolida a partir de ellos. De la apreciación
aislada de monumentos se ha pasado a la valoración del conjunto, lo que ofrece
una percepción integral de la riqueza y variedad del patrimonio mueble,
inmueble e inmaterial en él contenido. De este modo, el estudio del paisaje se
convierte en la plataforma teórica para una más completa interpretación de la
ciudad, si se entiende el paisaje cultural
“como el registro
del ser humano sobre el territorio, como un texto que se puede escribir e
interpretar” (Sabaté, 2008, p. 253), pero también como “la capacidad de otorgar
sentido cultural a la existencia y, por ello, a nuestra relación con el medio”
(Martínez de Pisón, 2007, p. 329). Es decir, estudiar el paisaje como expresión
de la cultura en el más amplio sentido de la palabra, lo que lo conecta muy
fácilmente al campo del patrimonio.
La perspectiva del paisaje resulta por ende imprescindible en el análisis
territorial, económico y cultural de un espacio como la bahía habanera, ya que
permite reconocer la influencia del puerto y su industria a nivel urbano,
social, económico y cultural; así como la hegemonía, en apariencia evidente, de
elementos dedicados al transporte, el comercio, la producción, la
infraestructura técnica y la transformación de energía. La riqueza que aporta
cada componente del paisaje, en sumatoria, lo identifican como valioso objeto
del patrimonio cultural, tal vez como su expresión máxima, al ser un auténtico
contenedor de patrimonios.
De esta forma, el paisaje portuario se considera el resultado de un proceso
cultural asentado en el tiempo de interacción del hombre con su entorno, y en
los usos y transformaciones ejercidos. El puerto actual es visto como el
resultado de cinco siglos de intensa actividad, medular en la conformación de
La Habana y su desarrollo, con huellas culturales evidentes de cada etapa
transitada a partir de los significados socialmente compartidos y de los
elementos que crean acentos en la panorámica visual. En su estudio la dimensión
histórica y social ofrece claves importantes en el desciframiento de los rasgos
identitarios y de lo que entendemos por patrimonio. A su vez, la identidad es
lo que engrana el mecanismo de hacer y rehacer el paisaje, el efecto de marca y
matriz que Agustin Berque reconoce en el mismo; a partir del cual se expresa la
obra de una cultura determinada, pero con el que también se establecen sus
esquemas de reproducción (Berque, en Mezquita y Pierotte, 2018, p. 80). En su
doble condición para la percepción y la concepción, a través de la identidad se
visualizan los eslabones de un proceso en cadena, al que también se suman las
influencias externas.
La carga semántica del paisaje conecta la identidad con otro concepto muy
antiguo y manejado por los especialistas, la esencia del lugar o genius loci. Citando a Norberg-Schulz,
Alejandro García Hermida entiende que el genius loci
encuentra dos
funciones psicológicas fundamentales: orientación e identificación, la primera
con un significado puramente topológico, la necesidad de saber dónde se está, y
la segunda como capacidad para definir la identidad de la persona a través de
su identificación con determinados lugares. (García Hermida, 2018, p.
110).
Con ello se establecen lazos de empatía que le confieren al paisaje una
carga ontológica, que asienta de forma cíclica su significado para la sociedad.
Sobre este particular agrega García Hermida:
Tendemos a
definir nuestra propia identidad no sólo con nosotros mismos, sino también a
través de nuestros vínculos sociales y de nuestros lazos con determinados
lugares … al tiempo que el ser humano ha ido olvidando progresivamente sus
tradiciones y renunciando a sus principales referencias locales, ha surgido en
él un creciente temor a la pérdida de su identidad, tanto colectiva como
individual…
Los entornos que conservan su condición de lugares se convierten por ello
en uno de los más importantes recursos para fundamentar esa solidez, ese
arraigo. (García Hermida, 2018, pp. 109-110).
Esta relación emocional —y de
dependencia—, establecida con el paisaje, lleva al
reconocimiento de fenómenos como la topofilia1, que como herramienta
tiene un gran valor y efecto movilizador para la gestión del patrimonio y que,
según el doctor en Filosofía Francisco Garrido, forma parte de una estrategia
global de resiliencia socioecológica (Garrido, 2014, p. 65).
Este artículo propone una breve interpretación del paisaje portuario
habanero, que durante siglos fue el centro neurálgico de la ciudad. Para ello
realiza una breve reconstrucción histórica que posibilita la identificación y
comprensión de los elementos esenciales en su conformación, la relación que han
tenido con la ciudad, las diferentes maneras en que han sido apreciados y los
significados que mantienen para La Habana. Todo lo cual ha tenido un espacio
importante en el arte y la literatura a lo largo de la historia, lo que las
convierte en valiosas herramientas para el análisis.
La imagen del puerto ha sido la más reproducida y conocida de la capital, y
reúne múltiples signos culturales. No obstante, no todos sus componentes han
alcanzado el mismo grado de reconocimiento, lo que impide la valoración
integral del conjunto en toda su riqueza y complejidad. Ejemplo de ello es el
patrimonio industrial, base sustancial del paisaje que fundamenta su
transformación, las principales actividades allí desarrolladas y la
conformación de su población y algunos saberes; constatable a partir de aspectos
tan variados como la toponimia, los modelos de desarrollo urbano, las
tipologías arquitectónicas, los oficios, instituciones y asociaciones que han
existido, entre otros.
Descifrar el paisaje de la bahía de La Habana implica entender el proceso
de fundación de la ciudad misma, los intereses que motivaron su desarrollo, su
situación durante siglos como parte de un circuito comercial internacional
sostenido pero cambiante, la infraestructura técnica y de servicios creada en
derredor y promovida por la actividad del puerto, las características de su hinterland y las políticas comerciales
que acompañaron su progreso industrial. De esta forma, se comprobará que la
industria es el elemento que ha ofrecido unidad al paisaje portuario y
continuidad a su análisis histórico asentado en los cambios tecnológicos.
Durante la mayor parte de su historia, La Habana fue su puerto, ya que
puerto y ciudad nacieron juntos, creando durante los primeros cuatro siglos
coloniales una estrecha relación de interdependencia asentada en las funciones
asumidas por ambos, con gran impacto en la sociedad y, en sentido general, en
la configuración del paisaje cultural que caracteriza el entorno de la bahía,
cuyos símbolos y significados se extienden a la ciudad moderna.
Plano de la bahía de La Habana realizado
por el capitán inglés James Phelps, en 1762
Nota. Véase la
forma de trébol a la que conduce el canal de entrada, y a cada lado de este la
elevación de la cabaña y el centro histórico de la Habana Vieja, ya consolidado
en esta fecha junto al puerto, así como las áreas de cultivo aledañas enlazadas
por caminos. Fuente: Biblioteca Nacional de España.
La fundación del puerto de La Habana, con un propósito claramente definido
y en un momento coyuntural para la dominación española de América, impuso un
ritmo de desarrollo acelerado y continuado de este enclave, el cual se
manifiesta en la evolución constructiva y transformativa de la rada y su núcleo
urbano, así como en las labores que fue incorporando, primero como puerto
escala principal de la Carrera de Indias y entrepôt
del comercio con América, y luego como gateway
o puerto cabecera de la industria azucarera, base sustancial de la economía
cubana desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta bien avanzado el XX. La
condición clave del puerto como espacio de abrigo, provisión, intercambio y
comercio exterior y con otros pueblos de Cuba, le convirtió en el dinamizador
urbano del territorio inmediato. La ciudad nació entonces como un espacio
dependiente del puerto, con el que compartió su papel político y económico, y
del que asumió muchos significados.
Los primeros siglos representaron el momento de mayor vocación marinera de
La Habana. El intenso intercambio mercantil con la metrópoli y las colonias
americanas, incluido el contrabando, favoreció el rápido desarrollo de las
actividades terciarias, de construcción y reparación naval, de fundición de
cobre, y la edificación de un elaborado sistema de defensa que absorbió los
mayores recursos materiales y humanos. Su ejecución condicionó la presencia en
La Habana de ingenieros militares, maestros de obra y maestros canteros que
durante todo el período colonial también asumieron importantes obras civiles y
religiosas, así como de planeamiento urbano.
Por la fuerza de su significado como bastión del poder colonial, las
fortificaciones fueron tempranamente erigidas en símbolos de la ciudad. Hasta
hoy conforman el conjunto arquitectónico de mayor notabilidad del puerto y por
su trascendencia fueron incluidas en la declaratoria de Patrimonio Mundial,
como marca indiscutible de la relevancia de La Habana en el contexto caribeño.
Considerando la escasa transformación del paisaje natural de la bahía
durante los primeros siglos coloniales, debieron percibirse mucho más
majestuosas, nunca opacadas por el centro urbano que se consolidaba junto a los
muelles principales, ni por el conjunto de embarcaciones que allí permanecía.
Según coinciden en afirmar los viajeros de esos tiempos, a pesar de la
atracción visual que ejercían la masa de edificios coloridos, los numerosos
veleros y la verde campiña de suaves ondulaciones alrededor del puerto, la
primera y más impresionante vista era la de las fortalezas, sobre todo,
aquellas situadas en la empinada costa este de la bahía, que certificaban el
hallarse en La Habana.
La fortaleza de los Tres Reyes del Morro a
la entrada de la bahía
Fuente:
Recuperado
http://wikimapia.org/49626/es/Castillo-de-los-Tres-Reyes-del-Morro#/photo/4870248
y https://fr.foursquare.com/v/castillo-de-los-tres-reyes-del-
morro/4ef9ac40775b54cdb65bd983?openPhotoId=50476d2180557b2bcc82e565
La construcción de los castillos transformó la imagen del puerto física y
simbólicamente, debido al gran contraste que establecieron frente a todo lo
construido, así como por las funciones que albergaban, incluyendo las de faro y
cárcel. Según plantea Agustín Guimerá:
Todo espacio
defendido constituye una cultura, una forma de ver el mundo. El puerto
fortificado trabaja en aquella frontera marítima. Frente al exterior hostil se
alzaba el interior reglado. El control militar llevaba consigo la sacralización
del territorio. La fortaleza era otra representación del rey, del pacto que se
había establecido entre el monarca y las élites locales, a quienes correspondía
su construcción y mantenimiento, así como la vigilancia y defensa del enclave
marítimo. A ello colaboraba la imagen plástica de la fortaleza: avasalladora,
casi monstruosa, señoreando la actividad portuaria, el paisaje urbano y su vida
cotidiana. (Guimerá, 2000, p. 44).
Muy especialmente tiene el castillo de los Tres Reyes del Morro (1589-1630)
el encanto y la fuerza visual de combinar obra humana y naturaleza, al exponer
sus muros y baluartes como continuidad del arrecife que le sirvió de cantera y
que se eleva para proteger el acceso a la bahía. Junto a su torre, luego faro,
constituye el punto más alto de la ciudad, referencia para las embarcaciones
desde altamar, y de visión obligada desde casi cualquier punto del interior del
puerto y su litoral. Sobre su presencia evocadora reflexionaba poéticamente
Jorge Mañach:
Qué haríamos
nosotros si no tuviésemos el Morro … Porque todas las ciudades que aspiran a
hacer un buen papel en el mundo cuentan con algún blasón semejante, de
naturaleza o de artificio, que la imaginación toma de asidero para evocarlas y,
por ende, llega a adquirir como un valor emblemático. Pensar en la ciudad así
dotada es suscitar la imagen de ese índice urbano. Lo que a París es la torre
Eiffel, lo que a Nueva York su estatua de la Libertad … es a nosotros el
Morro con su
farola …
Y es, hijo, que el Morro y su farola son para nosotros como cifra de la
habanidad esencial, inmanente, inmutable. Hay algo de símbolo en ellos que los
hace rei sacra.
… Él reúne las tres condiciones indispensables para que un paraje se logre
convertir en blasón sentimental de una ciudad: la de ser único y peculiar, la
de una marcada visibilidad, y sobre todo esta: la de contener en sí una alusión
silenciosa y constante al espíritu inalienable de la ciudad. (Mañach, 1926, pp.
15-23).
Otro reconocido símbolo se encuentra en la torre campanario del castillo de
la Real Fuerza (1558-1577). Es una veleta de 1,10 metros que representa una
figura femenina en actitud triunfante, portando en una mano la palma de la
victoria y en la otra la cruz de Calatrava, orden a la que pertenecía el
gobernador de la Isla, Juan de Bitrian y Viamonte, quien encomendó esta
escultura de bronce, primera de su tipo realizada en Cuba. Por sus orígenes, La
Giraldilla está íntimamente asociada a la figura de este gobernador, a sus
blasones, a su victoria en la defensa del puerto en 1631 y a su añoranza por su
Sevilla natal. Sin embargo, la tradición popular la fue desligando de este
personaje histórico para asociarla a otro anterior, Isabel de Bobadilla, esposa
del adelantado Hernando de Soto, quien partió rumbo a La Florida en 1539 a la
conquista de las riquezas de Norteamérica.
La Giraldilla, veleta de la torre del
castillo de la Real Fuerza
Fuente:
Recuperado https://www.lostrotamundos.es/opinion/ver/cuba/la-habana/154/que-ver-castillo-de-la-realfuerza.html
y
https://www.excelenciascuba.com/culturales/la-historia-nunca-contada-de-la-giraldilla-de-lahabana
A su esposo lo despidió Isabel en La Habana, desde donde se cuenta lo
esperó en vano y con denuedo. Esta mujer, transfigurada popularmente en La
Giraldilla, le impregnó a la escultura el signo de la espera, de la añoranza,
de la fidelidad y del amor, todas condiciones atribuidas al pueblo que habita
junto al puerto y que ve partir a sus seres queridos en busca de horizontes más
prósperos. Ha sido por ello reconocida La Giraldilla como símbolo de la ciudad,
de su perseverancia, de la ciudad estática que permanece junto al puerto, pero
con los ojos puestos en tierras lejanas. Es un símbolo de vigía diferente, sin
luz, pasivo, íntimo y a la vez colectivo. Donde El Morro es esperanza y guía,
La Giraldilla es añoranza y pérdida.
En la narrativa contemporánea, donde es habitual el tema del éxodo, tiene
La Giraldilla un lugar especial en el cuento “Añejo cinco siglos”, en el cual
el fantasma de Isabel de Bobadilla conversa con una habanera del siglo XXI.
Entre ellas se manifiesta la clara diferencia histórica que las separa, aunque
comparten el dolor ante la partida. Así lo expresa su autora en el hipotético
diálogo de despedida entre Isabel y Hernando:
—Mientras viva os esperaré. Y aún muerta,
hallaríais mi espíritu en esa veleta sin banderola que mira al mar.
—Desafiando los vientos, como la ciudad.
—Cumpliendo su destino de zozobra por los que
parten. (Llana, 2007, p. 43).
Otro de los elementos del sistema defensivo, que dejó una marca importante
en la conformación de la ciudad, fue la muralla, que primero definió una
frontera de tierra (16731703) y luego de mar (1717-1734). A diferencia del
resto de las fortificaciones construidas en La Habana, constituyó un cinturón
pétreo que definía con exactitud el espacio urbano de mayor significación junto
a la bahía, donde se concentraba la población y el poder eclesiástico, político
y militar2. A pesar de su utilidad, fue percibida desde sus inicios
como una importante barrera física en la comunicación con la zona de producción
agrícola y ganadera, así como con el propio puerto. Esto obligó en la parte de
tierra a la apertura de siete puertas, hasta el siglo XVIII, y de otras dos en
el XIX; y en la parte marítima tuvo que ser rebajada en varios tramos para
mantener efectivo el uso de los muelles justo en la sección de mayor actividad
portuaria.
Asimismo, la construcción de las murallas coadyuvó a compactar el espacio
intramural con unas tres mil edificaciones, haciendo habitual la construcción
de viviendas de dos plantas a partir del siglo XVII, en aprovechamiento del
poco espacio disponible junto a los muelles principales. De este modo, la
planta baja fue comúnmente empleaba para comercio, almacén, taller, alquiler,
etcétera, y la alta para vivienda. Esto llevó a la definición en el siglo
siguiente de la casa almacén con entresuelo, característica vivienda colonial
habanera.
Vista aérea de la Habana Vieja y sus
muelles según grabado de J. Bachman de 1851
Fuente:
Archivo Histórico de la Oficina del Historiador de La Habana.
Años después de su construcción, la gran fortaleza de San Carlos de la
Cabaña (1763-1774) asumió la ceremonia del cañonazo de las nueve, antes
oficiada desde una embarcación apostada en la bahía. Esta práctica tenía
relación con la muralla, ya que mediante el sonido de un cañón se anunciaba el
terminar del día, el cierre de la ciudad. Aún después de demolida ha continuado
siendo un referente horario sonoro que la población espera diariamente y se
percibe igual a como lo describiera Mañach, en 1926:
El castillo de
La Cabaña es cosa seria en la noche: parece inexpugnable. De súbito, en lo más
cimero de él, brota la rosa de lumbre de un fogonazo que las negras aguas
emulan. Un estremecimiento breve se comunica del pavimiento a nuestra ánima.
Sentimos como una sorda percusión en los oídos, y en seguida sobre la ciudad se
desploma el solemne estruendo del cañonazo, que los cuatro puntos cardinales
repiten débilmente.
Cuando recuperamos el oído, parece que toda la villa hace tri-tri, fijando
sus relojes. (Mañach, 1926, p. 184).
La conjunción del sólido sustrato histórico-cultural que las
fortificaciones de La Habana entrañan y de su poderosa presencia visual a la
entrada del puerto —durante mucho tiempo
entrada principal de la ciudad— ha
perpetuado la imagen de los tramos donde se encuentran como insignia de la
capital cubana y por extensión de Cuba, ya que La Habana absorbió la dirección
política y administrativa de la Isla, y concentró el principal flujo de su
comercio exterior3. En su libro Ciudad
del Nuevo Mundo, Carlos Venegas resume el gran trasiego portuario de los
primeros siglos coloniales:
La Habana vino a
ser la estación terminal de una compleja red de otros circuitos menores de
navegación que se dirigían al puerto para agregarse a las flotas y continuar a
la metrópoli o bien para abastecerlas de provisiones, partiendo desde Honduras,
Campeche, La Española, Puerto Rico, La Florida y desde las otras poblaciones de
Cuba. Su puerto funcionaba como una gran encrucijada final de varios puentes
marítimos tendidos entre mares y continentes, donde se encontraban las
mercancías europeas traídas desde Sevilla y las Islas Canarias por los
mercaderes, las riquezas de los virreinatos americanos, las procedentes del
Asia vía Acapulco-Veracruz, y los productos de las otras Antillas, sin
mencionar los esclavos traídos del África por vías muy disímiles e irregulares.
(Venegas, 2012, p. 43).
Las funciones de La Habana le concedieron un lugar privilegiado entre el
resto de las ciudades cubanas y entre muchas latinoamericanas, y
flexibilizaciones en las políticas de impuestos. Desplazó a Santo Domingo y
Puerto Rico, y gracias a eso no fue abandonada o no llevó un lento y pobre
desarrollo dependiente del contrabando, como sucedió en las otras poblaciones de
la Isla. En definitiva, el puerto, las redes comerciales e industriales
establecidas y el consiguiente poblamiento, carácter y desarrollo que alcanzó,
asentaron profundas diferencias respecto a otras regiones y ciudades de Cuba,
comprobable en los índices poblacionales, condiciones de vida, empleabilidad,
desarrollo urbano, tecnología aplicada, etcétera. Según resume en 1842, el
viajero Jean Baptiste Rosemond de Beauvallon, al caracterizar las tres regiones
en que estaba dividida Cuba (Occidente, Centro y Oriente):
Es siempre el
mismo carácter, pero todo lo demás difiere, las ocupaciones, los recursos, las
costumbres, las ideas. Son tres pueblos que viven aislados y no se conocen unos
a otros, sus relaciones se limitan a algunos asuntos comerciales y a mucha
envidia. (Rosemond de Beauvallon, en García González, 2005, p. 56).
Esto ha llevado al empleo de expresiones fuertemente discriminatorias, aún
muy utilizadas, para definir popularmente que “Cuba es La Habana y lo demás
paisaje” o “áreas verdes”, hiperbolizando con ello el desarrollo urbano de la
capital frente a otra realidad falsamente homogeneizada y reducida a su estado
primigenio. Es por ello también habitual llamar “cubano del interior” al que ha
nacido fuera de la capital, en especial en la región oriental del país.
Independientemente
de que otras ciudades se encuentren en la línea de costa, ser del interior es
una condición que implica no ser de La Habana, en tanto esta ha sido faro y
puerta de Cuba ante el mundo. Dicha expresión resulta más peyorativa en la
medida en que mayor sea la distancia respecto a la capital. Al ser Cuba
alargada y marcar La Habana el punto más importante del Occidente, el Oriente,
y como emblema la ciudad de Santiago, constituye su opuesto y acrecienta una
rivalidad que nació con el puerto.
Cuando en 1592 se le llamó a La Habana Llave del Nuevo Mundo, que era ser
la llave del golfo de México y desde esa posición privilegiada acceder a todo
el Caribe y la América continental, se fomentó un sentimiento de superioridad
que tiene su huella en la autosuficiencia del carácter habanero. El escudo de
armas que ha acompañado a la ciudad resume la condición que guardó desde su
nacimiento en el “Mediterráneo caribeño”4, como plaza fortificada,
clave en el comercio trasatlántico y americano. Es tan potente su significado
que la trasciende para definir a Cuba misma. De ahí que en reiteradas ocasiones
y durante siglos, ciudad y país se hayan homologado, y que el símbolo de la
llave haya ocupado también un lugar fundamental en el escudo nacional (1849)5,
donde representa a la Isla y su posición geográfica y política entre las
penínsulas de Yucatán y La Florida.
Popularmente, se ha asociado el color azul, que todavía identifica la
capital y es el color institucional de su gobierno, de su equipo de béisbol y su
canal televisivo, al mar que la rodea y le proveyó de fortuna. Legitimada esta
convicción por arraigo y por lo que en efecto significa el mar para el
habanero, vale la pena acotar que originalmente expresaba, según la tradición
heráldica, justicia, obediencia, lealtad y buen servicio a su Soberano6.
El hecho de que La Habana-Cuba sean la llave no es cuestión de simple
heráldica, es la manera en que los habaneros se definen ante sus coterráneos y,
más aún, la forma en que el país se circunscribe ante el mundo, cómo se
representa e identifica a sí mismo, la actitud que asumen sus ciudadanos. La
idea de Cuba como “llave del Nuevo Mundo”, “faro de América” ha sido constante
en la historia del país más allá de los tiempos coloniales y de su relación con
la Carrera de Indias. Por ejemplo, en la década de 1960, revivió con fuerza,
alimentando la postura de Cuba como modelo de una sociedad diferente, basada en
los principios socialistas que abogaban por la creación de “un hombre nuevo” y
promoviendo la irradiación de su doctrina por una Latinoamérica unida ante el
gigante del norte. El dibujo de Chago Armada de 1967, titulado “La llave del
golfo”, resulta la mejor representación gráfica del sentimiento político de la
época, que trasluce desde el machismo arraigado en la cultura cubana una
postura de exaltación patriótica. La virilidad grotesca y prepotente de esta
representación puede ser interpretada desde el nacionalismo que buscaba
reafirmarse en la Revolución triunfante y desde la voluntad de fecundación, reproducción
de una ideología.
La llave del golfo, dibujo de Chago
Armada, 1967
Fuente: Museo
Nacional de Bellas Artes de Cuba.
La densidad de los significados contenidos en la bahía habanera, presidida
por las fortificaciones que resguardaron el puerto, no solamente la marcan en
el siglo XXI como un paisaje histórico cultural, sino como paisaje-emblema de
la ciudad toda; a pesar del crecimiento y diversificación urbana posteriores
que apuntan al reconocimiento de varias Habanas e, incluso, del abandono de las
actividades propias del puerto. Este aspecto puede considerarse una fortaleza
del paisaje portuario, inestimable en la gestión patrimonial, que ha de guardar
el carácter sublime de estos elementos históricos en la perspectiva actual del
paisaje y en la preservación de la esencia del lugar.
Al igual que la mayoría de las bahías cubanas, la de La Habana es del tipo
de bolsa, lobulada o de botella, pues tiene un canal de entrada estrecho y
profundo que da acceso a un amplio espacio marino. Además de constituir un
excelente abrigo para embarcaciones y construcciones, esta forma crea un
espacio interior heterogéneo abocado al mar, con muy variadas visuales y una
rica dinámica interna. Desde el punto de vista del que arribaba, la silueta
natural de la bahía ofrecía una experiencia de inmersión. Al respecto, Alejo
Carpentier afirmaba que entre todos los puertos por él conocidos, era el único
que ofrecía “una tan exacta sensación de que el barco, al llegar, penetra
dentro de la ciudad” (Carpentier, 2006, p. 22)7.
El asiento definitivo de La Habana junto al puerto obligó a enfrentar los
desafíos de la vida frente al mar, en un espacio geográfico surcado anualmente
por tormentas tropicales. Esto condicionó la temprana búsqueda de estrategias
para salvaguardar las riquezas contenidas en el puerto y durante su travesía,
por lo que se definieron hábitos y planes derivadas del conocimiento del clima
y los fenómenos naturales característicos de la región. Varios componentes de
la construcción naval fueron aprovechados en la civil, y el clima y el enclave
poco a poco condicionaron los materiales y el diseño empleado en las
instalaciones portuarias y fabriles.
La entrada de la bahía fotografiada en
diferentes condiciones climatológicas
Fuente:
Recuperado de https://citykleta.org/blog/fortalezas-de-la-habana/ y
https://www.clarin.com/mundo/huracan-irma-deja-cuba-agua-saldo-10-muertos_0_rkUvSWNcZ.html
El habanero ha sido tesorero de una gran cultura ciclónica, que junto a su
ciudad ha adquirido a fuerza de enfrentar continuamente este fenómeno natural,
mucho más peligroso en zonas costeras, donde el mar embravecido se convierte
junto a los vientos en otra fuerza destructora. En tales situaciones
climatológicas, así como en el auxilio para maniobrar por el estrecho canal de
entrada de la bahía, fue fundamental el papel de los prácticos del puerto. Este
era considerado un oficio de gran utilidad pública y alto riesgo, que contó con
su propia asociación nacional.
Muchas son las historias asociadas a su labor. En el Libro de Cuba de 1954, se recoge la heroicidad con que, en 1925, el
práctico de guardia en La Habana, Carlos Morán, “salió al mar en medio de un
tiempo borrascoso a fin de darle entrada al buque ‘Orizaba’, de la Ward Line,
respondiendo así a la petición urgente del navío amenazado por la tormenta” (Libro de Cuba, 1954, p. 815). En cambio,
también se conoce de tragedias acaecidas como la de la corbeta San Antonio,
proveniente de Valencia, que, al arribar al puerto de La Habana, el 15 de
septiembre de 1909, no hizo caso de las instrucciones del práctico y por las
fuertes marejadas encalló en los arrecifes del Morro. La embarcación fue
remolcada para liberar el canal de la bahía y permanece hundida junto al
castillo de La Punta, al igual que otros navíos de distintas épocas que
conforman un patrimonio subacuático muy poco divulgado.
El escritor habanero Alejo Carpentier reflexionaba, desde la postura del
que retorna, sobre este personaje cotidiano, medular en la actividad portuaria:
Para el cubano
que ha estado largo tiempo alejado de su patria, el momento del regreso al
puerto de La Habana entraña un episodio de particular emoción: la llegada del
piloto.
Después de una travesía, próxima ya la tierra firme, el piloto representa
el primer insular, el primer habitante de La Habana que podamos contemplar de
cerca. Personaje único, que parece subir a bordo para entregarnos las llaves de
la ciudad…
El hecho es que si bien el piloto no nos entrega las llaves de la muy
ilustre villa de San Cristóbal de La Habana, nos entrega en cambio los secretos
de su puerto, que ya es mucho decir. Porque ese puerto de boca estrecha,
defendido por fortalezas de un poder decorativo innegable, es de los pocos en
el mundo que se adentran de tal manera en el corazón de la urbe. Su categoría
de golfo en miniatura, sus sinuosidades, sus escondrijos, han impuesto leyes de
rodeo a ciertas carreteras suburbanas. (Carpentier, 2006, pp. 37-38).
El mar, en sus más diversas facetas, ha creado una conexión especial con el
habanero, y las variaciones de un clima hasta cierto punto estable, pero en
ocasiones impredecible, constituyen elementos apreciables en la modelación del
paisaje portuario, de la ciudad y en la vida de sus habitantes. Junto a los
huracanes, que son la expresión extrema del clima, la lluvia intensa, tropical,
imprevista, casi apocalíptica, pero que da paso a un ambiente de calma y
añorada frescura, es también parte importante del paisaje capitalino, donde
deja su huella y genera multitud de sensaciones y situaciones. Sobre ellos
expresó Zoe Valdés:
En Normandía,
frente a esa playa lenta, recuerdo el oleaje fiero habanero. Un oleaje que
cortaba la respiración y apenas permitía que pronunciaras unas cortas frases.
Aquí, en Trouville, las olas se alejan cada vez más, y se pueden escribir
frases largas, proustianas, entre una ola y otra…
Como llueve en La Habana no llueve en ningún otro lugar, los aguaceros
espesos y olorosos, la yerba perfumada, las calles humeantes. Pero también los
derrumbes tras las tormentas, los ciclones que arrasan con todo, sobre todo con
las viviendas en mal estado. Ese es el lado penoso de La Habana que tampoco
consigo olvidar, su parte siniestra. (Valdés, 2015, pp. 159 y 170).
La Habana se percibe distinta antes, durante y después de las frenéticas
lluvias, muy habituales en el mes de mayo. La imagen del puerto bajo la lluvia,
la agitación de los vecinos y hasta su decir han quedado atrapadas en una
estampa que inevitablemente le dedicó Mañach:
En el Malecón
sobre todo, frente al mar, el tiempo aciclonado les da a las cosas un visaje
dramático, épico casi. Se encapota tenebrosamente el cielo hasta que apenas se
perfilan el Morro y La Cabaña. Como estamos acostumbrados a verlos dorados de
sol, cuando les sobreviene ese tono gris y frío parece que se transparentan,
igual que bombillas de súbito apagadas. Unos momentos antes del agua, el cielo
se aclara otra vez, se demuda con una pálida iluminación amarillosa. En
seguida, el tableteo del trueno, que taladra los espacios y nos hace abrir la
boca y decir: “Debe haber caído ahí cerquita” y mirar miedosamente a los
alambres … Desde los soportales se ve el mar en ese momento como un bendito de
Dios que nunca ha roto un plato. Los goterones, muy espaciados, empiezan a
rayar el aire con calma, gravemente. Pero en cuanto un transeúnte refugiado se
aventura a escapar al filo de las paredes, la lluvia, que parece que estuviera
esperando al incauto, arrecia traicionera, acribillándole, formando en un
santiamén riachuelos sonoros y fustigando al mar, que se encabrita, brinca el
muro y anega el acoquinado Malecón. ¡Y entonces sí que se arma! En algunas
casas fronterizas al mar, se habla del correo que salió anteayer, se le
encienden mariposas a la Virgen de la Caridad del
Cobre y se
prepara el cubo y la bayeta, porque el agua, por los intersticios, se
va a colar hasta
lo más hogareño, como una calumnia. (Mañach, 1926, pp. 3940).
La vocación reticular del trazado urbano del centro histórico,
continuamente rectificado durante la Colonia, además de seguir la Real Orden de
Carlos V, de 1526, que recomendaba explícitamente el trazado a regla y cordel
para las poblaciones de América, buscaba favorecer la defensa de una plaza
fortificada como era La Habana. El resultado fue una ciudad, que a pesar de su
trama compacta medieval y semirregular, visualiza fácilmente el mar, crece a su
vera, casi en él inmersa. Así la describe Ángel Augier en su estampa El puerto o la poesía diversa,
publicada en 1946:
Abarcada
amorosamente por el mar, con el constante recado de música y espuma de sus olas
lamiéndole la costa y con la vigilancia de su horizonte en la distancia azul,
La Habana es una ciudad cuyas calles corren hacia el litoral como al encuentro
de lo maravilloso, como secos ríos que siguen el cauce señalado por la
naturaleza, para detenerse de pronto en el límite donde la luz y el aire quedan
flotando sobre el agua, para completar el signo de la inmensidad. Pero no
llegan esos estrechos ríos hasta donde comienza el mar, sin arrastrar entre sus
piedras el caudal humano que gravita hasta donde ésta tiene su parte más
sensible y su mayor porción de belleza y encanto. (Augier, 2001, pp. 211-212).
El binomio ciudad y mar que se sintetiza en el puerto ha llevado a muchos
autores a reconocer la profunda conexión física y cultural que en él existe y
que identifica a La Habana. De este modo lo resume otro escritor cubano, Miguel
Barnet, en su poema Bahía con perro
amarillo, publicado en 1989: “Al contrario de lo que se cree, La Habana es
profunda, / Tanto que toca el fondo del mar. Es el gran ojo de la / Isla, que
mira, desde este punto, hacia todos los horizontes” (Barnet, en Augier, 2001,
p. 275). Fueron precisamente sus funciones portuarias las que hicieron de La
Habana una ciudad muy observada, pero también una ciudad que mira más allá de lo
que alcanza la vista, donde conduce el mar.
El sol tiene también una presencia notable en el paisaje cubano, por su
radiante luminosidad y por el calor intenso que provoca la mayor parte del año.
Es por ello de mención obligada en las crónicas de viajeros, y hasta hoy ha
estado presente en los más variados escritos dedicados o ambientados en Cuba.
Sirva de ejemplo la estampa que, en voz del personaje Mario Conde, ofrece
Leonardo Padura:
La Habana nacía
de aquella claridad quemante y de un colorido exultante, que se imponía como un
resplandor que iba del amarillo al rojo, y tenía incluso el azul del mar. Pero
aquella luz rotunda, tiránica, podía variar durante los breves pero precisos
meses del invierno habanero y, como por obra de milagros, tornarse súbitamente
diáfana y ligera, amable y transparente, y convertía a la ciudad en una postal
antigua, en blanco y negro, poblada de siluetas alargadas como penas de amor.
(Padura, 2006, p. 22).
Es sin dudas un aspecto notable del acontecer cotidiano, difícil de
sobrellevar para el que de manera permanente habita la ciudad, y chocante para
quien la visita y se ve obligado a cambiar hábitos para adaptarse o
involucrarse de manera armoniosa en el nuevo espacio. Es el motivo que
diferenció la moda cubana de la europea, en la cual tuvo siempre su inspiración
y la referencia de sus diseños, reproducidos con tejidos más frescos y colores
claros. En la novela Gallego, se
recrea en varias ocasiones las sensaciones e impresiones que en el extranjero
causa este clima, incluyendo la experiencia del potente huracán de 1926. Sobre
el calor sirvan estos recuerdos del protagonista, inmigrante gallego, al
arribar al puerto de La Habana: “La camisa se me pegaba a la espalda. Y el
pantalón de pana se me hacía idea de una frazada. Un verdadero tormento es el
calor de Cuba para un recién llegado” (Barnet, 1983, p. 58).
Para atenuar la intensidad de la luz solar, la ciudad optó por pintar sus
fachadas de colores, evitando siempre el blanco. Esta práctica pierde su
memoria en los primeros tiempos de la villa y se convirtió en norma con el
artículo 160 de las Ordenanzas de
construcción para la ciudad de la Habana y pueblos de su término municipal,
de 1861, vigentes hasta 1963. En él se indicaba que debían ser “medios
colores”, nunca blanco ni “los que sean muy fuertes y de mal gusto” (de la
Pezuela, 1863, p. 101). El resultado fue una ciudad colorida que aún sorprende
al visitante extranjero. Así fue recordada por aquellos que por mar arribaron,
y que después de admirar las fortificaciones del canal y la intensa actividad
portuaria dentro, lo siguiente que usualmente llamaba la atención era el
colorido borde marítimo del centro urbano.
Antes de entrar
en él, sobre la orilla derecha, al lado del Norte, se divisa un pueblo cuyas
casas, pintadas de colores vivos, se mezclan y confunden a la vista con los
prados floridos, donde parecen sembradas. Parecen un ramillete de flores
silvestres en medio de un parterre. (Condesa de Merlin, 1844. p. 8).
El barco se
aleja y comienzan a llegar, palma y canela, los perfumes de la América con
raíces, la América de Dios, la América española.
¿Pero qué es
esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial?
Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a
carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez. (García Lorca
19291930, en González, 2000, p. 15).
Con ese mismo objetivo, en las viviendas coloniales habaneras fue habitual
el uso de mediopuntos y lucetas de vidrios de colores para iluminar
naturalmente las estancias, pero reduciendo la intensidad solar. Esta práctica
estuvo directamente asociada a los oficios del puerto, en particular, a los
maestros carpinteros y vidrieros del Arsenal, que transfirieron a los inmuebles
los vitrales de las ventanas de los alcázares de popa, realizados con la
técnica del embellotado (estructura de madera) y vidrios de Bohemia. Solo a
inicios del siglo XX se incorporó el vitral emplomado, de mayor uso en los
inmuebles europeos. Se conoce que los oficios empleados en el Arsenal de La
Habana asumieron encargos privados que en ocasiones elaboraban en el propio
recinto, con lo cual su labor artesana se extendió más allá de la construcción
naval (García del Pino, 2012, pp. 97-99).
El acondicionamiento del inmueble urbano al clima, expresado en su fachada
a través de las coloridas paredes y vitrales, definió también el uso regular de
otros elementos que tipificaron particularmente la vivienda. Estos fueron
entendidos por los arquitectos del siglo XX como importantes lecciones de la
arquitectura colonial. Según Roberto Segre se sintetizan en cuatro P: patio,
portal, persiana y puntal.
Naturaleza muerta, óleo de Amelia Peláez,
1949
Nota. El vitral y su efecto luminoso en los interiores de
las construcciones habaneras tuvo una gran influencia en la obra de Amelia
Peláez, así como las fachadas de colores en la de René Portocarrero. Fuente:
Recuperado de
https://www.artnexus.com/es/revistas/article-magazineartnexus/5eb359bb3eb647223ff32519/5/16istor-pelaez
Más allá de lo construido, el calor característico se ha interpretado
también asociado a la forma de ser del cubano, a su amabilidad y dinamismo.
Esto sobre todo responde a una visión romántica y foránea, aunque también
asumida por el cubano. De su primera impresión a la vista de los muelles del
puerto habanero, describía María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo:
En todas partes
hay movimiento, agitación. Nada permanece en su sitio. La rara diafanidad de la
atmósfera presta a este bullicio, así como a la claridad del día, algo de
incisivo, que penetra en los poros, y produce una especie de estremecimiento.
Aquí todo es vida, una vida animada y ardiente como el sol que lanza sus rayos
sobre nuestras cabezas. (Condesa de Merlin, 1844, p. 11).
Esto, sin embargo, era percibido de manera diferente por el trabajador del
puerto, por el obrero en general, pues el sol y el calor imponen un desafío
extra a la labor que se realiza.
Lógicamente, de
ellos no es habitual encontrar testimonio directo, no obstante, a través de las
novelas se recrean sus penas y avatares.
Después de siglos de convivencia con la bahía mucho ha cambiado su entorno,
por lo que algunos elementos propios de su naturaleza resultan irreconocibles o
han sido completamente eliminados. En la medida en que la ciudad se expandió a
la par que su puerto, fue modificando el paisaje natural de manera intencionada
al hacer uso de sus recursos, transformar el territorio, reconfigurar la costa
y tomar espacio al mar. También lo hizo al verter en él sus desechos,
modificando el lecho de la bahía y la calidad de sus aguas. La ciudad y su
población establecieron dinámicas de vida diferentes en torno a la bahía,
creando espacios diferenciados donde han tenido lugar variadas funciones y
significados asociados a ellas y a la connotación del espacio construido en sí mismo
y en lo que ha representado como puerta de Cuba al mundo.
Los muelles de San Francisco y de Paula a
inicios del siglo XX
Fuente:
Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.
Durante toda la Colonia, la actividad portuaria se concentró
fundamentalmente en el borde costero comprendido entre el castillo de La Fuerza
y el Arsenal, bordeando hacia el sur la península oeste de la entrada de la
bahía y definiendo por tramos distintas funciones8. En este período,
dicho litoral fue relativamente unificado por la consecución de muelles y
tinglados, reedificados y ampliados en el siglo XIX. Simultáneamente, se construyeron
tres paseos marítimos que permitieron el contacto directo y disfrute del
paisaje portuario, a la par que revalorizaron visual y urbanísticamente su
entorno inmediato9. Así describía José María de Andueza su primera
impresión de uno de los muelles más concurridos de La Habana:
Pisé pues el
muelle de la capital de Cuba, aquel muelle de San Francisco, tan largo, tan
ardiente, tan atestado de barriles de harina, de pipas de vino, de cajas de
azúcar, estas destinadas a la carga, los primeros y las segundas al consumo de
la ciudad. Era verdaderamente un nuevo mundo el que contemplaban mis miradas;
era un incesante ruido de carretones y carretillas, que iban y venían sin
interrupción; era una algazara continua de cantos marinos en distintos idiomas;
era una sentida plegaria coreada por doscientas voces africanas, que salían de
la grande ópera mercantil que se representaba debajo del tinglado: era un
desigual ramage de baupreses colocados en batalla sobre las cabezas de los que,
cual yo, observaban aquel variado panorama; era el comercio en toda su
animación, en toda su actividad, con su infernal bullicio, con su confusión
aparente, con su gran cargo y con su gran data. Para saber lo que es comercio,
lo que es especulación, preciso es haber asistido a alguno de esos dramas
interesantes que se representan todos los días en el muelle de San Francisco.
(de Andueza, 1841, p. 6).
Consecuentemente, en las inmediaciones del puerto confluyeron las
dependencias de grandes compañías y entidades bancarias, así como de pequeños
negocios, almacenes y bodegas. Los primeros definieron una especie de sector
comercial y financiero en el cuadrante definido por las calles Cuarteles,
Aguiar, Acosta y la bahía, donde radicaban la mayoría de sus oficinas. Los
segundos estuvieron dispersos por toda la urbe, aunque siempre destacó el
carácter comercial de calles como Obispo, O´Reilly, Oficios, Mercaderes y
Muralla. Las bodegas donde se comercializaba todo tipo de víveres y que también
funcionaban como fondas ocuparon fundamentalmente los lotes de esquina, de mayor
visibilidad. Fueron con certeza, hasta bien entrado el siglo XX, importantes
espacios de socialización donde tuvieron su punto culminante el comercio y el
intercambio cultural, condicionados por la recepción a través del puerto de
toda clase de géneros y gentes.
Resulta curioso
que en España suelan llamarla “tienda de ultramarinos” cuando en realidad
comercial apenas lo es … Aquí, sí; aquí, desde el personal hasta la mercancía
viene de allende algún mar, y esto contribuye al valor simbólico de la bodega,
establecimiento de “la Raza”, estrechador de lazos por excelencia … Siempre en
una esquina, como para acaparar mejor el lucro de dos calles, la bodega, con su
multitud de botellas enmoñadas de rojo y gualda, con su mostrador avisado de
mil picardías sainetescas y su cantina sabidora de confesiones beodas; con esos
dos servidores fieles, que son el molino de café y la balanza; con sus cocos de
agua y sus pirulíes y sus galleticas; con su olor a tocino y sus moscas; con el
alarde habilidoso de sus “medios” bien envueltos y el teléfono embarrado, que
dice: “No me huse ustez para enamorar” [sic.]; con sus cuatro grandes puertas
francas al sol y su trastienda enigmática, ¡qué elocuente símbolo, hijo, de la
cordialidad hispanocriolla y del utilitarismo que algún día tendrá sitio en la
lonja y chalet en el Vedado! ... Te aseguro que estos diálogos de bodega, en
que se cruzan por cima del mostrador seseos barrioteros y jotas aplatanadas,
hacen más obra de fusión indoibérica que todos los discursos de todos los Días
de la Raza. ¡Como que aquí está el punto de contacto elemental entre los
géneros ultramarinos y las especies del patio! (Mañach, 1926, pp.
139-140).
Típica bodega de barrio
Fuente:
Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.
Los tres lóbulos de las ensenadas, aunque de mayor perímetro, quedaron
bastante subutilizados hasta el siglo XX, por lo que en gran medida preservaron
la fisionomía costera natural de mangles y terrenos cenagosos. De manera
aislada, en ellas se instalaron grandes almacenes privados, unas cinco
industrias de significación10, algunos tejares y pescadores; estos
últimos vinculados sobre todo a las poblaciones de Casablanca y Regla, que entonces
era el segundo núcleo poblacional más importante inmediato a la bahía. En la
costa este, ocuparon el borde de Casablanca otros almacenes y careneros
privados, dedicados en su mayoría a la reparación y construcción de
embarcaciones menores. El resto del litoral hasta El Morro quedó definido por
las funciones militares de las fortificaciones.
En general, las transformaciones físicas del borde de la bahía durante toda
la Colonia fueron mayores y más notables en la península oeste, donde estaba la
ciudad y la principal infraestructura portuaria. La alineación de varios tramos
de costa, el relleno de pequeñas ensenadas y terrenos cenagosos y la
eliminación de la flora costera se debió a la construcción de los muelles y la
muralla de mar, y al saneamiento de algunos tramos como el de Tallapiedra. El
resto de la orilla asentó sus principales cambios en la punta ocupada por el
almacén de Hacendados y en las costas de Regla y Casablanca. Así, muy
lentamente, el puerto fue modificando para siempre el aspecto del borde de la
bahía con las nuevas construcciones, variando su batimetría y afectando la
calidad de sus aguas con el vertimiento de los desperdicios de su labor
comercial y productiva.
Al definirse un espacio específico para la mayor parte de las actividades
comerciales del puerto, seguido además por el Real Arsenal, este tramo
concentró el mayor volumen de embarcaciones apostadas en la costa. Esto
seguramente estableció un gran contraste visual con el resto de la rada. Como
consecuencia, las vistas panorámicas del puerto realizadas por los grabadores
de la época suelen destacar dos perspectivas. La primera fue habitual desde
inicios de la Colonia y distingue la primera impresión de quien arriba y
observa la entrada del puerto desde mar abierto, con la ciudad de perfil a la
derecha y El Morro en posición elevada a la izquierda. Fue probablemente la
representación más frecuente de La Habana y la que ayudó a consolidar las
fortalezas como su imagen icónica.
Como actualmente no se visita La Habana en barco, esta perspectiva desde
mar abierto es exclusiva de los documentos históricos. No obstante, la entrada
del puerto sigue siendo muy representada desde los puntos de observación
panorámica que ofrecen los dos extremos de la entrada del canal. Ambos son de acceso
público y permiten ver la ciudad desde El Morro, y este desde La Punta o la
avenida del Puerto. En último caso, también se obtiene la imagen de ambos desde
el interior del canal. A pesar de las
fabulosas visuales que tienen El Morro y La Cabaña, justo a la entrada de la
bahía y frente al centro fundacional, debe decirse que han sido popularmente
conocidas después de la década de 1990, cuando las fortalezas dejaron sus
funciones militares y fueron abiertas al público. Anteriormente, la
privilegiada vista que ofrecen de la ciudad solo era conocida por la guarnición
militar y los presos allí recluidos. Desde esta posición, el escritor Reinaldo
Arenas tiene una interesante recreación desde la situación de un recluso:
Íbamos a la
terraza del Morro y allí, con unos tanques de agua, teníamos que lavar la ropa
de todos los oficiales y soldados … Desde allí podíamos al menos ver La Habana
y el puerto. Al principio yo miraba la ciudad con resentimiento y me decía a mí
mismo que, finalmente, también La Habana no era sino otra prisión; pero después
empecé a sentir una gran nostalgia de aquella otra prisión en la cual, por lo
menos, se podía caminar y ver gente sin la cabeza rapada y sin traje azul
(Arenas, en González, 2000, p. 85).
Sin dudas, desde su posición en la otra orilla son por excelencia los
balcones desde donde se mira a La Habana, como si se la viera desde altamar.
Para algunos es un espacio de reflexión, para otros, de fuga, para muchos, la
ventana que permite observar “desde fuera” el espacio habitado en un sentido
puramente topológico y sentimental11.
La Habana vista desde los bajos de El
Morro
Fuente:
Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.
La segunda perspectiva histórica muy recurrente desde el siglo XIX es
precisamente la vista de la ciudad tomada desde el este, casi siempre desde
Casablanca. En ella lo fundamental era la Habana Vieja con su muralla, sus
muelles y sus paseos marítimos. Por su continua reproducción, se infiere que
así exponían lo que consideraban más importante, dejando fuera cualquier
detalle asociado a las ensenadas, incluso a la de Atarés que es la más próxima.
De hecho, no ha podido consultarse ninguna representación del borde costero de
la bahía colonial que no fuera del canal de entrada, de la Habana Vieja y
Casablanca, que aún hoy continúan siendo las más habituales.
Esta visión fue compartida por algunos cartógrafos del momento cuyo
encuadre suele privilegiar la porción oeste de la bahía, y en otros casos,
cuando aparece el perímetro completo, no siempre recreaban los detalles del
resto de la rada o la cubrían con viñetas, escudos y leyendas. No obstante, se
sabe que algunas instalaciones industriales como los amplios almacenes de Regla
causaban una favorable impresión al sur de la bahía, siendo incluso recomendada
su visita turística12.
Tecnológicamente cada etapa evidenció el avance hacia estructuras más
sólidas y complejas. De las sencillas armazones de madera que formaron los
primitivos muelles, en la segunda etapa se introdujeron las primeras secciones
de cantería y se extendió la edificación de muelles sobre pilotes de madera,
terraplenados o adoquinados y con tinglados de columnas de hierro y cubiertas
de zinc. A la República correspondió la construcción de espigones de acero y
hormigón armado, materiales que también fueron empleados en los nuevos
inmuebles del puerto y su malecón. La mayoría de los espigones incorporaron
almacenes, extendiendo la función del muelle sobre el mar. Algunos se anexaron
a edificios de oficina y almacenamiento de varias plantas que sustituyeron el
uso de tinglados. Los modernos espigones se multiplicaron por los principales
tramos en explotación de la rada, adicionando grandes salientes que cortaron la
línea de costa y volúmenes que transformaron sustancialmente la silueta de la
ciudad. Asimismo, se acometieron importantes obras de relleno y alineación que
tomaron superficie a la bahía. Entre las de mayor envergadura estuvo Cayo Cruz,
que reconfiguró las ensenadas de Atarés y Guasabacoa, haciéndolas más alargadas
y cerradas en su acceso, a lo que también contribuyeron los rellenos realizados
al fondo de ambas ensenadas.
Parte del litoral modificado por las obras
de alineación y los nuevos espigones
Fuente:
Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.
Por otro lado, la alineación del lado oeste del canal del puerto, con su
moderna avenida y sus jardines, reconvirtió una antigua zona militar en un espacio
abierto y público, destinado al recreo y con acceso directo a las hermosas
visuales del canal de la bahía. La transformación de este tramo costero es
probablemente la que mayor impacto ha tenido en la percepción y relación de la
sociedad con la bahía. En primer lugar, por el radical cambio físico que impuso
el nuevo diseño acorde a los preceptos higienistas de las primeras décadas del
siglo XX; en segundo, por ser el tramo más amplio, más largo, más despejado y
de acceso permanente inmediato a la bahía. Por este motivo, es el lugar de
comunión con el mar por excelencia, una extensión del malecón que bordea la
costa norte habanera hasta el río Almendares, frontera marítima de una parte
importante de la capital que involucra una intensa actividad social, el skyline más reconocible de La Habana y
múltiples significados. No sin razón se ha convertido en una de las insignias
de la capital cubana del siglo XX y XXI, en su imagen más reproducida, en la
fachada principal de la ciudad.
Panorámica del siglo XX, entre el castillo
de La Fuerza y los espigones de la Aduana, con las industrias al fondo
Fuente:
Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.
La construcción de varios espigones y edificios de oficinas y almacenamiento
junto al litoral, el gran volumen de industrias que con sus grandes estructuras
de silos y chimeneas variaron el perfil de la rada, y la proliferación de
líneas de ferrocarril en su contorno, fueron testigos durante el siglo XX del
momento de mayor intensificación de la labor del puerto, que había iniciado en
el XIX y culminó en la década de 1980 con las últimas grandes inversiones de la
Revolución y la crisis económica de 1990. Entonces se detuvo de manera abrupta
el desarrollo de la industria y la transformación de la bahía, que a partir de
esa década ha evidenciado su declive y la depreciación de toda su
infraestructura técnica.
La extendida acción antrópica ha causado un efecto predominante en la
conformación actual del paisaje portuario habanero, que apenas atenúa la gran
masa de agua de la bahía. Así tampoco tienen incidencia visual los espacios
verdes que quedaron sin urbanizar en el extremo este, pues están ocultos al
puerto por la elevación de La Cabaña y Casablanca, así como por las construcciones
situadas en esa parte del litoral.
Durante casi todo el siglo XX, la bahía de La Habana vivió una intensa
actividad y múltiples cambios, por la continua adición de grandes estructuras
destinadas al comercio y la producción, que ocuparon casi toda su costa. Quien
pudo frecuentarla y costear su perímetro, observaría el canal más estrecho y
definido en el oriente por las fortalezas coloniales, que continuaron siendo
baluarte del poder militar hasta finales de la década de 1980; y en el occidente
por la terraza ajardinada de la moderna avenida y los elevados del tranvía
eléctrico, que hasta la década de 1940 identificaron la continuación de este
tramo.
El que llegaba a
La Habana por mar podía asistir al carrusel nocturno de nuestros tranvías que
se deslizaban por la montaña rusa de los “elevados” … Quién no contempló desde
la bahía aquel espectáculo, no sabe lo que es una verbena con cielo tropical.
Eran los tranvías desde la mar la gran verbena habanera, y daban a la ciudad su
mejor carácter nocturno, con sus luces rojas, azules, amarillas señalando las
distintas líneas e itinerarios. (Vidal, 1950).
A continuación, estaban los muelles principales, cuyo perfil variaba con la
continua adición de inmuebles de varios pisos y diseños, como el del Estado
Mayor de la Marina, la Lonja del Comercio, la Aduana, el embarcadero de Luz, la
Estación Central de Ferrocarriles y la termoeléctrica Tallapiedra. Asimismo, se
cerraba el contacto entre ciudad y bahía por largos tramos como el de la
Aduana, el de los almacenes de la Flota Blanca y la Ward Line en conjunto, los
depósitos del muelle de Atarés y el cinturón industrial consolidado durante la
Revolución en el resto del litoral de las tres ensenadas, salvo la punta de
Regla y parte de la costa este de Marimelena. A ello también contribuyeron los
monumentales espigones que, vistos desde una embarcación en el interior de la
bahía, cortan la panorámica visual de la costa y crean recodos, espacios
cuadrangulares intermedios. Desde tierra certificaban el hecho de que la bahía
era territorio del puerto, así como la necesidad de ocuparla con grandes
estructuras que facilitaran sus labores y concentraran las dependencias del
puerto junto al litoral. Adicionalmente, mantuvo la definición de un distrito
financiero en el centro histórico y el desarrollo de numerosos comercios y
servicios.
Con el tiempo, la condensación de la infraestructura portuaria y fabril en
el perímetro de la bolsa de la bahía, y la simultánea expansión urbana de la
capital y diversificación de su actividad económica, reservó a su entorno
inmediato la influencia directa del puerto sobre la ciudad y sus conexiones con
esta. Aunque durante el siglo XX, el puerto continuó siendo un elemento clave
para el desarrollo, ya no absorbía todo el interés de la población, ni
establecía una influencia tan exclusiva sobre el desarrollo urbano y la
ciudadanía. En este siglo se acentuó como un paisaje industrial que la ciudad
rodeó, delimitando un territorio donde quedaron marcas muy concretas de su
actividad comercial y productiva.
Siguiendo la vista al sur de la Habana Vieja, los elevados de la Estación
Central, al noroeste de Atarés, hicieron evidente la significativa presencia
del ferrocarril junto al puerto para facilitar sus conexiones terrestres. Junto
a él, las chimeneas de Tallapiedra y el espigón de la fábrica incineradora de
basura anunciaban el paso hacia el sur de la bahía, donde industrias de grandes
dimensiones, situadas en torno de las tres ensenadas, han sido importantes
referentes visuales locales, y la constatación de la industrialización a gran
escala del perímetro de la bahía13, con la consecuente restricción
de acceso a la mayor parte de su territorio.
El borde industrializado de la ensenada de
Atarés con la ciudad vista al fondo
Fuente:
Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.
Por último, del lado sur de Casablanca destacaba el astillero de la Marina,
ampliado durante la Revolución, y del norte, el muelle de la antigua Havana
Coal. Intermedio se construyeron otros pequeños muelles cuyo fondo cerraban las
fachadas de viviendas de pescadores, que contrastaban con el esplendor de los
edificios modernos inaugurados en la Habana Vieja. En la cima de Casablanca, la
escultura de Cristo (1958) imprimió su sello junto a La Cabaña y completó de
manera admirable la perspectiva del litoral oriental del canal de entrada. A
pesar de ser el único elemento de su tipo que sobresale en la vista general del
puerto, se ha integrado al paisaje como uno de sus componentes más
característicos. Esto se debe a su localización en un espacio despejado y de gran
visibilidad, a la calidad formal que tiene como obra artística, y a que
identifica el punto alto con la más completa panorámica de la bahía, que en
cierto modo preside.
Concurrencia de la sociedad habanera por
la entrada de embarcaciones al puerto durante la primera mitad del siglo
XX
Fuente:
Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.
A esta percepción general del litoral portuario habanero del siglo XX,
habría que sumar el flujo continuo de embarcaciones que surcaban sus aguas y a
las apostadas en los muelles para el embarque y desembarque de mercancías, con
toda la labor humana que esto generaba en una bahía que desde el siglo anterior
se había establecido como la principal puerta del comercio exterior del país.
También era un espectáculo la llegada de visitantes en cruceros y ferris, y el
bregar de los pequeños botes de pescadores y de las lanchitas que siempre han
unido
Casablanca y
Regla con el embarcadero de Luz en la Habana Vieja. Un trasiego que durante la
República no cesaba en la noche, cuando el canal de la bahía era atravesado por
los botes de paseo.
… ese incesante
tráfico de las lanchas que hieren la carne del mar de una a otra orilla de la
bahía, ni los barcos pesqueros que vacían sus vientres repletos sobre el hambre
de la ciudad, ni los yates de lujo que se balancean insolentes junto a los
humildes botes de los pescadores, tienen, para los que gustan de buscar la
poesía de las cosas, la esencia lírica, a fuerza de su propia humildad, de los
botes de remos –versión criolla de la góndola veneciana– que prometen y
reclaman desde el Muelle de Caballería, el paseo hasta la boca del Morro, o el
salto a golpe de remo hasta Casa Blanca.
Son inconfundibles por sus colores, por sus arcos de madera con intención
de techo, y por sus nombres característicos. Hasta que las lanchas motorizadas
monopolizaron el paraje de la bahía, ellos pudieron subsistir en esos
menesteres de transporte, pero ya hoy, si no pueden competir en rapidez ni en
capacidad, sí compiten en sus condiciones intransferibles de poder propiciar un
ámbito para el instante confidencial. Por eso en las horas nocturnas son más
solicitados.
… el canal del puerto en ocasiones remeda a los de Venecia de ciertas
novelas amorosas, no por la canción del “gondoliero” —puesto que nuestros boteros no cantan— ni por el “puente de los suspiros” —que habrá suspiros pero no puente—, sino por la teoría de botes pintorescos
que bogan hasta llegar al Morro y regresan hasta el viejo muelle con parejas
que se arrullan, con parejas que quieren alejarse unos minutos de la tierra
para imaginarse en breve y relativa soledad, …sin más testigo que el mar… y el
botero silencioso y discreto que golpea el agua con lento afán, sin prisa pero
sin descanso. (Augier, 2001, pp. 213-214).
Desde hace tres décadas otro panorama describe la bahía habanera. Salvo las
fortalezas coloniales y el litoral del centro histórico fundacional, el fondo
construido en torno al puerto presenta un significativo estado de deterioro,
sobrevenido por la falta de inversión, mantenimiento, correcta explotación y
abandono o cierre de varias instalaciones industriales, y depreciación general
del entorno urbanizado. La contaminación medioambiental generada por la mala
gestión de los residuales que vertían —y aún
vierten— en su cuerpo de agua ha sido parcialmente
revertida, aunque mucho falta para conseguir la total limpieza y protección de
sus recursos naturales. El olor a gas, petróleo y salitre sigue siendo para
muchos el olor que identifica el puerto habanero. Esto se refleja en muy
diversos textos literarios, donde toma asiento y genera el proceso de
“artelización” del paisaje14.
Actualmente, no se navega el interior de la bahía, salvo para el
desplazamiento lineal entre la Habana Vieja y Casablanca, y entre la Habana
Vieja y Regla. El cuerpo de agua está siempre despejado, imperturbable, al no
existir otro tráfico marítimo, ni comercial ni de recreo. No obstante, esos
desplazamientos constituyen una singular experiencia que permite contemplar la
bahía desde dentro, con el litoral urbanizado en derredor. Es trasladarse de un
punto a otro de la misma ciudad, del mismo paisaje, pero desde el interior de
la bahía este paisaje adquiere una monumentalidad que no se observa desde la
orilla.
La irregularidad de la silueta de la bahía obliga al desplazamiento, pues
no existe un punto que permita abarcarla por completo. La observación
fragmentada condiciona visuales heterogéneas de un amplio territorio con
distintos usos, estado de conservación y significados, que de conjunto hacen
del paisaje portuario un lugar complejo pero rico en matices.
A pesar de las diferentes perspectivas, ningún punto está lo
suficientemente lejos ni alto como para sentirse fuera de la ciudad y de la
bahía o perder de vista sus detalles. Sin embargo, el interior de las tres
ensenadas siempre queda oculto cuando se las observa de frente. No obstante, su
apreciación desde otros puntos elevados de las urbanizaciones del sur se revela
magnífica. Afortunadamente, desde 2019, con la apertura del castillo de Atarés
como museo de sitio, se ha facilitado una nueva y amplia panorámica desde el
suroeste de la bahía, muy apreciada por los nuevos visitantes del museo.
Al estar las tres ensenadas ocupadas en su línea de costa por instalaciones
industriales, no han guardado mucho interés para la mayoría de la población,
que además ha tenido su acceso por mar y tierra vetado. Esto, sumado al escaso
conocimiento de los valores patrimoniales de la industria, reduce la capacidad
de apreciación de una parte importante del paisaje portuario y su valoración
integral por parte de la ciudadanía, y no contribuye al fortalecimiento de los
sentimientos afectivos e identitarios del habanero con su entorno de vida.
Es un hecho que el centro histórico de la Habana Vieja siempre ha guardado
una atracción magnética, condensada en la riqueza de su fondo construido parcialmente
rehabilitado, y en su compacta ocupación territorial delimitada por la línea
invisible de la antigua muralla. Las urbanizaciones de Regla y Casablanca
tienen, en cambio, la sencillez del pueblo obrero y de la arquitectura
vernácula, acompañada por las ruinas de un pasado industrial con el cual
comparten el deterioro físico y funcional. Esto impresiona de manera muy
negativa en la imagen de la rada y en su relación con la sociedad.
El desgaste del fondo construido inmediato a la bahía (a excepción del
situado en el litoral de la Habana Vieja y el canal del puerto), la
contaminación del agua, el difícil acceso a gran parte del borde costero y el
vaciamiento desde 2014 de las funciones tradicionales del puerto agudizan los
conflictos en la reanimación y apreciación de un paisaje cardinal para la
cultura habanera y en su apreciación. El significativo deterioro de las
instalaciones y la desarticulación de las funciones que dieron vida al puerto
atenta contra la integridad y autenticidad del patrimonio portuario, y
acrecienta la vulnerabilidad del conjunto edilicio, la infraestructura
tecnológica, los modos de organización y el conocimiento revelado de cada
sistema de industrias, influyendo finalmente en la identidad urbana habanera. A
esto se suma el riesgo que supone la inadecuada ocupación con nuevas
inserciones en un territorio clave y con amplia superficie reurbanizable. El
cuidado de los bienes culturales se complejiza y amplía ante la necesidad de
protegerlos de las intensas transformaciones sociales y tendencias mercantiles
consecuentes de la globalización, la cual impone el riesgo de homogenización de
los aspectos culturales, dirigido por los centros de poder y consumo. Una
manifestación de resistencia para resaltar la identidad del paisaje y su
preservación está en la valoración y protección de su carácter, de sus
singularidades y significado, de la integridad y autenticidad de su patrimonio.
Las acciones de gestión patrimonial trazan por ende sus objetivos sobre esa
Habana histórica que permanece a pesar de los cambios, de la fuerte degradación
visual y de las condiciones de vida que modulan la percepción del paisaje y la
relación de la sociedad con su espacio de vida.
Los artistas
hacen evidente una mirada desolada y desoladora sobre un paisaje amado desde el
dolor, que puede resultar agresivo, inhóspito, ajeno, y que deshace el vínculo
afectivo con la ciudad, pues mucho se identifica con el espíritu de abatimiento
y pérdida manifiesto tras años de crisis económica. No obstante, si se dirige
la mirada hacia los aspectos antes descritos se comprenderá que otros fuertes
vínculos también permanecen a pesar del impacto negativo de las últimas
décadas. Ambas miradas coexisten sin que se invaliden mutuamente. Una tiene la
fuerza de la coyuntura actual, donde el individuo debe hallarse y sobrevivir;
la otra tiene el poder del significado histórico, interpretable a partir de lo
que representan los elementos de su herencia cultural y que construyen el
espíritu del lugar. Por esta razón, la identificación y concienciación del
paisaje histórico que existe, así como su preservación, ayudan en la
autorregeneración de sentimientos identitarios, imprescindibles en la gestión
del patrimonio como recurso poderoso para fundamentar el arraigo y propiciar
una armoniosa evolución del paisaje de cara al futuro.
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1
Término
definido por el geógrafo chino Yi-Fu Tuan, en 1974, como el “lazo afectivo
entre las personas y el lugar o el ambiente circundante [el entorno]” (Tuan,
2007, p. 13).
2 Entre 1520 y 1608 se definieron y ocuparon las primeras cincuenta manzanas del núcleo urbano fundacional, entre la plaza de Armas y la de San Francisco. En esta etapa debió ser varias veces reconstruida tras ataques piratas como los de 1537 y 1555, cuando todos los vecinos debieron refugiarse en Guanabacoa, fundada el año anterior, lo que dio origen a la expresión popular “meter La Habana en Guanabacoa”, empleada aún hoy cuando se quieren marcar las dificultades o la imposibilidad de meter una cosa grande dentro de otra pequeña. Para 1717, el espacio intramural estaba completamente urbanizado con 150 manzanas.
3
La Real
Compañía de Comercio de La Habana (1740-1815), conocida como La Habanera, es un
ejemplo de la concentración del flujo comercial regido por algunos particulares
que se radicaban en La Habana. A su disolución otras compañías habaneras
monopolizaron el comercio de determinados productos, así como algunas
extranjeras que se radicaron en la capital desde donde importaban y abastecían
las tiendas del país. Entre estas últimas, destacan las regentadas por
asturianos dedicados fundamentalmente a los textiles, y los catalanes, a los
víveres. 4 Definido
oficialmente en 1592, representa sobre un campo azul tres castillos y una
llave, en alusión a las tres fortificaciones que para entonces guardaban el
puerto. Remata el escudo una corona y como orla, el collar de la orden de
caballería Toison de Oro. También lo decoraba una cinta con la frase “Siempre
fidelísima”, que en adelante acompañó el nombre de La Habana y el de Cuba. En
1795, incorporó otra cinta que decía “Baluarte de las Antillas”.
5
Fue diseñado
ese año por los patriotas cubanos Miguel Teurbe Tolón y Narciso López, y
asumido en la Asamblea Constituyente de Guáimaro (1869) por la República de
Cuba en Armas.
6
Así lo
manifiesta la Real Cédula del 30 de noviembre de 1665, mediante la cual la
reina María de Austria ratificó el escudo de la ciudad.
7
Esta metáfora
ha sido, en otras ocasiones, utilizada para referir la conformación de la
sociedad habanera a partir de la comunión entre gentes provenientes de todo el
mundo, propiciada por su condición de ciudad-puerto. Así lo expresa Carlos
Varela en su canción Habáname: Mi
padre dejó su tierra / y cuando al Morro llegó, / La Habana le abrió sus
piernas / y por eso nací yo.
8
Los muelles de
esta zona del puerto se emplearon específicamente para cruceros (muelle de
Caballería); para el comercio exterior (muelles de Carpineti y San Francisco);
para el comercio de cabotaje y tráfico interior de la bahía (muelles de Luz y
Paula); y a continuación, los muelles privados de San José, los del Real
Arsenal y los de Tallapiedra para la descarga de carbón y uso de la fábrica de
gas.
9
Estos fueron
la alameda de Paula y el paseo de Roncali en el litoral sur de La Habana Vieja,
y la cortina de Valdés en el norte. El único que pervivió durante el siglo XX y
aún se conserva, aunque modificado, es la alameda de Paula. De conjunto
permitieron renovar la imagen del puerto con sitios de interacción social y
disfrute del entorno marino sin la intermediación de tinglados y otros
inmuebles, y fueron una singular alternativa para el centro urbano fundacional
completamente urbanizado, donde los únicos espacios abiertos eran sus plazas y
plazuelas.
10
Los almacenes
eran el de Hacendados y el de Regla, y las industrias, según se mira de oeste a
este: las fábricas de gas de Tallapiedra, la de la Havana Gas Light y la de
Regla, la refinería Belot y la jabonería.
11
En una
encuesta el poeta Alex Fleites señalaba la fortaleza de La Cabaña como el
espacio para mirar y sentir La Habana, desde la cual decía “es como si me viera
a mí mismo y a todos los que quiero, trajinando del otro lado de la bahía”
(Fleites, en Contreras, 2018, p. 75).
12 “These storehouses are well worth a visit by every stranger at Havana”, así lo expresó Samuel Hazard en su guía Cuba with pen and pencil (Hazard, 1871, p. 269).
13
Entre las más
significativas han estado la planta de almacenamiento de cemento El Morro, la
fábrica de la American Steel Company, el Matadero industrial, los silos de la
Havana Gas Light (Gasómetro), la termoeléctrica de Regla, la terminal pesquera
de Regla y la refinería de la ESSO y la Shell (luego Ñico López). Después de la
Revolución se sumaron el Puerto Pesquero, los molinos de Regla y la planta
elevadora de granos, todo ello intercalado entre muelles y grandes depósitos
portuarios, areneras, etcétera.
14
Este concepto
es definido por el filósofo Alain Roger como la “progresiva asimilación
cultural del paisaje” (Roger, en Aníbarro y Valdés, 2016, p. 3). Es un proceso
colectivo que tiene su asiento a lo largo de mucho tiempo, dígase siglos, en
los cuales se va conformando y legando un concepto-imagen, luego asumido y
reforzado de manera espontánea. Es la construcción artística-cultural de un
concepto-imagen del paisaje con protagonismo de las artes plásticas,
enriquecida con la imagen literaria y la musical, a las que luego se sumó el
cine. Por ello, muchos autores defienden que nuestra mirada no puede desligarse
de las imágenes, conceptos y modelos culturales que vamos asimilando desde el
inicio y a lo largo de nuestra vida, y que muchas veces condicionan nuestra
interpretación del paisaje.
Jorge Fornet
Doctor
en Letras, investigador titular, Casa de las Américas, La Habana, Cuba. jfornetgil@gmail.com ORCID: 0000-0003-0697-0756
Recibido 16/03/2023 Aceptado 10/05/2023
Dentro del género
“literatura de viajes” ocupan un lugar destacado los viajes a las revoluciones
políticas y sociales, como la rusa o la china. Forman parte de esa tradición
los viajes a la Revolución cubana, que se iniciaron antes, incluso, del triunfo
de enero de 1959. Muchos de los más connotados escritores y periodistas
latinoamericanos produjeron notables crónicas de su experiencia cubana;
experiencia cuyo efecto, naturalmente, se iría modificando con el paso del
tiempo. Se abordan aquí las nacidas de los viajes a la Cuba del siglo XXI,
lejana ya del entusiasmo de los primeros tiempos revolucionarios. Un recorrido
por varias de las crónicas “cubanas” de este siglo da cuenta de las diversas
percepciones que genera este singular país, tanto como de las particulares
miradas de quienes lo escriben.
Contar La Habana del siglo XXI es una experiencia que desborda una ciudad
concreta para hablarnos, también, de un proyecto político y de la postura que
se asume con respecto a él.
Palabras Clave: La
Habana, Revolución cubana, cronistas, siglo XXI
Within the genre "travel
literature", trips to political and social revolutions, such as Russia or
China, occupy a prominent place. The trips to the Cuban Revolution, which began
even before the triumph of January 1959, are part of this tradition. Many of
the most renowned Latin American writers and journalists produced notable
chronicles of their Cuban experience; experience whose effect, naturally, would
be modified with the passage of time. The ones born
Obra bajo Licencia
Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIV. N°
23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658X. Jorge Fornet, Llegar a La Habana en el siglo XXI, pp
from the trips to the Cuba of the 21st century, already far from the enthusiasm of the first revolutionary times, are addressed here. A tour of several of the “Cuban” chronicles of this century gives an account of the diverse perceptions generated by this unique country, as well as the particular views of those who write it. Telling about the Havana of the 21st century is an experience that goes beyond a specific city to also speak to us about a political project and the position that is assumed with respect to it.
Keywords: Havana, Cuban revolution, chroniclers, 21st century
Lejanos los tiempos en que La Habana era asediada no ya por corsarios y
piratas, sino por escritores que llegarían en peregrinación a partir de la
década del sesenta del pasado siglo, ansiosos por conocer de primera mano la
experiencia revolucionaria; lejanos esos tiempos, repito, la ciudad vio llegar
en el siglo XXI otros viajeros –otros cronistas– cuyas miradas
diferían ostensiblemente de las de sus antecesores. El mundo había dado un giro
radical y la Cuba de los duros años noventa sufriría una profunda
transformación no solo en términos económicos, aunque este fuera el terreno de
cambios más notables y perentorios. Si la revolución –como nos recuerda Sylvia
Saítta– desborda el hecho político, social o cultural, para convertirse,
además, “en un lugar determinado en
el mapa”, si a partir de la Revolución Rusa “la noción misma de revolución se espacializa, porque desde entonces
delimita un territorio y funda un escenario que, precisamente por eso, supo
convocar a viajeros, cronistas, intelectuales y políticos de todo el mundo”
(2007, p. 11), en el caso de la Revolución cubana ese espacio estaba cargado,
además, de temporalidad. Llegar a la Isla, por consiguiente, era realizar tanto
un viaje en el espacio como en el tiempo. Esa característica se mantendría
durante las décadas siguientes, solo que a partir de los noventa el viaje en el
tiempo se haría en sentido inverso, como veremos en los textos aludidos en este
veloz recorrido por algunos cronistas del siglo
XXI.1
En Cuba el modelo de “turista revolucionario” de que hablaba Hans Magnus Enzensberger en 1972 era con frecuencia erosionado
incluso en la experiencia de quienes viajaban a la Isla en las primeras décadas
de la Revolución. Ni qué decir que para este siglo no se trataba ya de un sistema erosionado sino prehistórico. En el año
2000 César Aira llega a la ciudad. “En La Habana” se titula esta crónica que
comienza allí donde se detenían las páginas del “Nuevo itinerario cubano”
(1976), de Cortázar: en la casa de José Lezama Lima. La ciudad “está en ruinas,
todo es sucio y sórdido”, cuenta Aira, de manera que uno trata de pasar lo más
rápido que pueda, y fue así, casi por azar, que de pronto se dio cuenta de que
no debía de estar lejos de aquel sitio. El “pasadizo mitológico”, la “vía
regia”, era en verdad “una callecita rota, con charcos y montones de basura y
viejos sentados en los umbrales fumando cigarros malolientes. Un cartel en el
162 indicaba que era la Casa Museo de Lezama Lima” (Aira, 2016, p. 59-60).
Dentro del pequeño apartamento, Aira se detiene en ciertos objetos, en el
vaso danés que aparece en Paradiso,
por ejemplo. Se fija en los detalles: un “dibujo abigarrado y minucioso […] de
casas, árboles, calles, autos, all over,
tan detallado que se ve el número de ventanas de cada casa, las hojas de cada
árbol, la marca y el modelo de cada auto, los postes de luz, el empedrado de
las calles piedra por piedra, todo dentro de los milímetros. Una ciudad entera,
se diría, un día de semana…” (p. 63). Se fija también en dos latas de tabaco
tubulares con un medallón ilustrado con escenas de la industria del tabaco en el
siglo XIX. Aunque asegura que en todos los museos de todas
las ciudades que visita, por grande que sea el interés en sus tesoros, los
cruza “como una flecha”, ahora se detiene, “minucioso”, en algunas piezas del
reducido apartamento de Lezama. Es más, en el resto de su estadía en La Habana,
asegura
Aira, “vi
muchísimos de estos objetos en todos los museos que visité. Casi podría decir
que no vi otra cosa. […] Nunca había notado la cantidad de imágenes pintadas
que pueden cubrir la superficie de los objetos. Dadas las circunstancias,
decidí que era una característica cubana” (p. 77).
En ese universo ruinoso y decadente la historia es reemplazada por la
objetualidad y la microscopía. De hecho, la mayor parte de los relatos que
cuenta Aira, al menos los más interesantes, no son generados por ninguna
circunstancia exterior, o por conflictos producidos por persona alguna sino por
esos objetos que cobran un insólito protagonismo. Es desde el museo; más aún,
desde ciertos objetos del museo; o mejor, desde algunas imágenes concretas de
ciertos objetos del museo, de donde surgen las narraciones que sostienen el
conjunto. En cambio, cuando el narrador aleja la mirada del detalle encuentra
una ciudad de fealdad ostensible, “desalentadora: ruinosa, gastada, llena de
turistas, con esa tristísima música alegre sonando por todas partes” (p. 81).
La visión de Aira es la de un proyecto cancelado; el país que se propuso forzar
la historia, empujarla y ponerse a su vanguardia, había terminado por quedar
anclada en algún sitio impreciso del pasado. “Con un poco de ironía o
malevolencia”, dice en cierto momento, Cuba “podría ser una variante nacional,
aplicada a la Guerra Fría, del soldado japonés” (p. 92) que permaneció oculto
en la selva durante veintiocho años, creyendo que la guerra no había
acabado.
Cuatro años después de la experiencia de Aira, regresa a La Habana Sergio
Pitol. “¿Cuándo viniste aquí la primera vez?”, le pregunta su amiga Paz
mientras comen en La Zaragozana. Y es a partir de ese punto que afloran los recuerdos,
aquel casi olvidado primer viaje en la década del cincuenta que Pitol rescatará
en su “Diario de La Pradera”: “Durante cincuenta años mantuve clausurados los
días de La Habana; sabía, desde luego, que había estado de paso en esa ciudad
fascinante pero no recordaba qué había hecho o visto en ella, ni siquiera dónde
dormía” (Pitol, 2006, p. 266-267). Aquella fue, por cierto, su primera salida
de México, a finales de febrero o principios de marzo de 1953, en camino a
Venezuela. He tratado en otro lugar (Fornet, 2009) esa experiencia que para
Pitol significó el descubrimiento de una sensualidad urbana que desconocía, un
particular disfrute estético y la iniciación política. Por si fuera poco,
“durante esos días de La Habana y los siguientes de la travesía hacia Venezuela
comencé a escribir” (Pitol, 2006, p. 264). O sea, se suma a las otras, la
experiencia de la iniciación literaria. No podemos pasar por alto un detalle
clave: el hecho de que todo ello hubiera sido borrada de la memoria del
escritor. Fue necesario el paso de medio siglo (no un medio siglo cualquiera,
sino uno en el que Cuba estuvo por décadas en el centro del interés mundial)
para que aflorara aquel recuerdo.
Casi coincidiendo con el viaje de Pitol –el 26 de octubre de 2004–, Juan
Villoro llega por segunda vez a Cuba. De esa experiencia quedaría la crónica
“Cosas que escuché en La Habana”. Parafraseando a Carpentier, Villoro advierte
al inicio de su texto haber regresado de Cuba “con la trompa llena de
interrogantes” (2005, p. 143). La estancia supuso la visita a los lugares más
disímiles de la geografía urbana, y el diálogo con todo tipo de personajes,
particularmente los pícaros locales, empeñados en sacarle algunos dólares
mediante sus insospechadas artes. A diferencia del corresponsal extranjero que
entiende o trata de entender lo que sucede, apunta Villoro, “el cronista de
viajes escribe desde la perplejidad” (p. 144). Es ella lo que le da un sabor
peculiar al recorrido del escritor, menos empeñado en hallar explicaciones que
en trasmitirnos experiencias y sensaciones. En cualquier caso, no es menor el
desconcierto que padecen muchas veces los propios habitantes de la ciudad:
“Tampoco nosotros entendemos este enredo del carajo’, me dijo un amigo para
apaciguar mi sed de claridad mientras comíamos en el Barrio Chino” (p. 144).
Villoro no evita mostrar los contrastes con su propio país (“La pobreza cubana
no llega a la degradación del mexicano sin zapatos, con uñas como garras”) (p.
147) pero prefiere centrarse en lo que tiene ante sus ojos, sin ánimo de
ofrecer recetas. Le interesan, sí, los detalles de cómo la inventiva cubana ha
debido sortear tantas escaseces, aunque sin sentirse atraído por el morbo ni
pontificar desde su aventajada posición. “La Habana produce una sensación de
tiempo detenido aún más radical para quienes nacimos con la Revolución cubana”,
comenta el cronista en cierto momento, en una idea que se reiterará de un modo
u otro en las últimas dos décadas. Solo que en el caso de Villoro lo vive de un
modo entrañable porque siente ese
entorno y su metamorfosis como algo propio: “Imposible caminar por esas calles
sin sentir que ese deterioro es el tuyo” (p. 168). El pintoresco anecdotario
del cronista, los curiosos personajes que se le cruzan, la gracia de las
experiencias y de la narración misma, no logran acallar, sin embargo, otra
historia latente, que no se ve pero que sostiene todo el edificio que está ante
nuestros ojos. La nostalgia que se asoma lateralmente en la crónica de Villoro
nos devuelve, de alguna manera, a cierto inevitable dolor por lo que debió
haber sido y no pudo ser.
Pese a estos contados y algunos otros cronistas de inicios de siglo, la
avalancha llegaría dos lustros después. El 17 de diciembre de 2014, como es de
sobra conocido, marcó un punto de giro no solo al interior de la Isla y de sus
tensas relaciones históricas con los Estados Unidos, sino también en el interés
y la percepción que ella generaba. Ese día, los presidentes Raúl Castro y
Barack Obama anunciaron al mundo que –como parte de un largo y paciente
diálogo– ambos países reestablecerían relaciones diplomáticas. Parecía el final
de un largo trayecto iniciado casi cincuenta y cinco años antes. La sensación
de que se cerraba un período histórico, de que la “excepcionalidad” cubana
llegaba a su fin, ganaba terreno y aceleró el interés de viajeros y cronistas.
Un título como Cuba en la encrucijada.
Doce perspectivas sobre la continuidad y el cambio en La Habana y en todo el
país (2017), en el que Leila Guerriero reunió crónicas de autores de Cuba,
otros países de la América Latina, España y los Estados Unidos, es elocuente.
Por cierto, el interés en el tema ha dado lugar a libros de dos de los
participantes en ese volumen: Teoría y
práctica de La Habana (2017), del mexicano Rubén Gallo, y Cuba, viaje al fin de la Revolución
(2018), del chileno Patricio Fernández, en los que valdría la pena detenerse en
otro momento.
Para Guerriero, “de todas las preguntas que debe hacerse el periodismo
(qué, quién, dónde, cuándo por qué y cómo), solo hay una que, si hablamos de
Cuba, puede responderse fácilmente: dónde; todo el mundo sabe –más o menos–
dónde queda Cuba”. Sin embargo, añade, “para las demás (qué es Cuba, quiénes
son los cubanos, cómo es Cuba, cuándo comenzó Cuba a ser lo que es, por qué
Cuba es como es, y diversas variaciones y combinaciones de lo mismo), no solo
no hay respuestas fáciles sino que además cada quien parece tener las suyas”
(2017, p. 9).
Según Guerriero, “contar Cuba –como contar el desembarco en Normandía o la
caída del Muro de Berlín– es contar la Historia con mayúsculas: una tarea
ambiciosa. Pero, en el tartamudeo ametrallado de los tiempos presentes, estos
son algunos intentos” (p. 12).
Un volumen anterior organizado por la propia Guerriero –Cuba Stone. Tres historias– incluye
crónicas solicitadas al periodista argentino Javier Sinay, el músico mexicano
Joselo Rangel y el escritor peruano Jeremías Gamboa, a propósito del concierto
de los Rolling Stones en La Habana el 25 de marzo de 2016, como cierre de su
gira “América Latina Olé Tour”. Lo primero que llama la atención es que –para
estos nuevos cronistas– Cuba parece existir en el momento en que la visitan
personajes famosos, trátese de un Papa, de un presidente de los Estados Unidos
o de estrellas de rock. Ahora el pueblo con el que estos cronistas ciertamente
se encuentra existe en contraste con tan ilustres visitantes. Pero, en general,
más que como protagonista parece existir como telonero de un drama que se teje
al margen suyo. Y no queda claro si es excluido de la historia o si él mismo se
desentiende en no poca medida de esa historia que convoca a los cronistas.
De manera que si bien la visita de los Rolling Stones (como las de los
Papas) convocó multitudes, estas parecen difuminarse. En consecuencia, por
ejemplo, uno de los autores no ve cubanos entre los asistentes al concierto
(aunque se calcula que asistieron centenares de miles), otro entiende que se
trata de curiosos más que de fans o conocedores, pues la Isla se mueve a ritmos
ajenos al rock. En “El último desafío de la banda más grande del mundo (y un
viaje a lo profundo del rock cubano)”, Javier Sinay comienza afirmando lo que
todos repetirán de un modo u otro: “esta semana Cuba va a convertirse en otra
Cuba”, con “el último desafío que le quedaba a la banda de rock más grande del
mundo” (Sinay, en Guerriero, 2016, p. 18). Territorio de paradojas –término que
también aparecerá una y otra vez en las crónicas del momento–, para Sinay Cuba
es, al mismo tiempo, cercana y lejana, rebelde, quijotesca, ejemplar y digna,
tanto como aislada, severa y atrasada, y por ello mismo, un territorio
largamente deseado. Ya los Stones habían advertido que si bien habían llevado
su música a muchos lugares especiales, “este show en La Habana va a ser un hito
para nosotros, y esperamos que también para todos nuestros amigos en Cuba”
(Sinay en Guerriero, p. 18). El concierto mismo estuvo precedido por un video
en que los Rolling Stones volvían sobre la idea: “Cuba es un sitio de
paradojas. Una de ellas es que parece un destino de turismo hedonista, playero,
fiestero. Y, aunque puede ser todo eso, más que nada es un destino de turismo
político. Su complejidad y su experiencia histórica, que asoman bajo cada
baldosa, sirven como testimonio para el mundo entero” (p. 18). Es reiterada esa
noción de que el concierto era un momento bisagra que marcaría un antes y un
después. La dramaturgia de nuestra época rechaza la simple evolución y recurre,
para narrar la historia, e incluso el presente, a epifanías, giros bruscos,
revelaciones. Necesita, por ello, entender el minuto en que todo cambia. Y si
antes, al menos en el caso cubano, ese minuto estaba asociado a coyunturas
históricas y políticas (el triunfo de la Revolución, la crisis de los misiles,
la caída del Muro de Berlín, etcétera), ahora lo está a eventos de mayor
levedad. No es raro, entonces, que las narrativas del cambio en Cuba se
afinquen en visitantes ilustres; no es raro que para el cronista, cuando Keith
Richards “le dio dos sacudones a la guitarra e hizo sonar la intro de ‘Jumpin’
Jack Flash’, Cuba fue otra Cuba” (Sinay, en Guerriero, 2016, p. 20).
Sinay considera que el único instante en el que la condición política del
show se puso de manifiesto fue aquel en que Jagger dijo: “Sabemos que años
atrás era difícil escuchar nuestra música acá. Pero acá estamos, tocando para
ustedes en su linda tierra… Pienso que finalmente los tiempos están cambiando…
¡Es verdad, ¿no?!” (p. 21). Es graciosa esa idea de Jagger de asumirse como la
medida del cambio. Como si durante décadas Cuba estuviera suspendida del mundo.
Uno de los mitos más reiterados que acompañaron el concierto fue el de la
prohibición que rodeó a los Rolling Stones tanto como al rock en la Isla.
Verdad a medias, la sensación que dejan las crónicas y buena parte de sus
entrevistados cubanos es que escuchar rock en Cuba era un desafío mayúsculo. En
verdad, para las generaciones crecidas en los 70 y 80, escuchar a los clásicos
del rock o los cultores del género a través de estaciones de radio de los
Estados Unidos o de discos o casetes que circulaban de mano en mano, y seguir
los vaivenes del hit parade, era tan
natural como respirar. Seguramente hay relatos de oyentes menos afortunados o
de épocas menos permisivas, pero la reescritura de una historia de persecución
que felizmente estaba llegando a su fin con gestos como el develamiento de una
estatua a John Lennon en un parque habanero en el año 2000, o con este
concierto, suena a la vez falsa y patética.
“Rock and roll al ritmo de (las piedras rodantes y) los hijos del ‘período
especial’”, de Jeremías Gamboa, se inicia con un epígrafe de la canción de los
Rolling Stones “Indian Girl”: “Little Indian girl, where is your father? //
Little Indian girl, where is your momma? // They’re fighting for Mr. Castro in
the streets of Angola”. Repitiendo el mito de la fruta prohibida, Gamboa ve
alrededor suyo en la Ciudad Deportiva miles de cubanos “expuestos como
auditores vírgenes a esta música prohibida por el régimen de Fidel Castro
durante años, y que se acercan a ella para saber qué cosa ha sucedido más allá
del mar que los rodea, […] extraño encuentro de dos mundos que apenas se han
tocado” (Gamboa, en Guerriero, 2016, pp. 144145). Reconoce haber llegado
cargado de pre-juicios que la realidad fue desmoronando; una caminata “me basta
para darme cuenta de que esta ciudad no es exactamente lo que esperaba” (p.
161), asegura, y añade que nadie que fuera depositado en FAC [el centro
cultural Fábrica de Arte Cubano] sin previo aviso, podría creer que esto es
Cuba, pensaría estar en Frankfurt o Múnich. “Hace tiempo dejé atrás la película
que había imaginado en Lima cuando supe de este concierto: los Stones tocando
en un escenario impresionante dentro de un estadio que se cae a pedazos frente
a un mar de cubanos que los miran con estupor vigilados por cientos de guardias
y la custodia de carros militares” (p. 182). Sin embargo, cuando se abre la
puerta de entrada “no vemos un solo hombre uniformado ni puestos de vigías:
nadie que supervise qué llevamos, qué tenemos en los bolsillos” (p. 184).
Pronto se aclimata al entorno: “Ya me acostumbré a esa manera de caminar algo
despreocupada de los cubanos y, sobre todo, a andar relajado, sin temor a que
me asalten, incluso de noche y con poca luz en las calles. […] Un ambiente de
calma parece impregnar las calles, una sensación algo nostálgica, como de fin
de carnaval” (p. 215).
Gamboa retoma un asunto abordado una y otra vez por quienes llegan a la
Cuba del siglo XXI. “Es un lugar común decir que visitar Cuba no
consiste sólo en un desplazamiento físico. Se trata, sobre todo, de un viaje en
el tiempo: este país parece haber estado detenido durante muchos años” (p.
145). Confiesa el temor que le provocaba la idea de venir a un país que le
recordara su infancia, “a los años duros que fraguaron mi sensibilidad y las de
miles de personas de mi generación” (p. 158). Ya un amigo le había advertido
que “Cuba es el Perú de hace dos décadas, […] recordando las rutinas que
vivimos durante aquellos años de gran dificultad” (p. 158). Una vez más, viajar
a Cuba es hacerlo a un pasado de la propia biografía.
El viaje de Joselo Rangel, integrante del grupo Café Tacuva, lo remite
–también a él– a una visita precedente; en su caso, la realizada con el grupo
en 1997. Aquella vez, según cuenta en “Cambia, todo cambia”, llegaron con el
entusiasmo de la primera vez, lo que no les impidió chocar con las limitaciones
de la economía de escasez. Sin embargo, “estábamos felices, ¡era nuestra
primera vez en Cuba!” (Rangel, en Guerriero, 2016, p. 72). Por toda La Habana
Rangel descubre conciertos de trova, de rock y de música tropical. “Parecía
haber miles de eventos en un lugar donde, a simple vista, no pasa nada”;
mientras, los jóvenes cubanos daban la sensación de vivir en la felicidad
plena, a la vez que lamentaban no tener discos ni un aparato donde escuchar
música, compartían una guitarra entre varios, los instrumentos pasaban de una
banda a la otra y no les llegaba la música que estaba sonando afuera. “Qué
importa, pensaba yo, es sólo rock and roll. Pero para ellos parecía ser lo más
importante: estaban ávidos de información” (p. 73). Y aquí Rangel toca la
paradoja mayor:
Hasta antes de
pisar la isla, veía de manera romántica a los cubanos, a los hijos de la
Revolución: ellos eran los verdaderos contestatarios, no yo. Habían resistido
todo ataque cultural. No importaba que no supieran nada del grunge, ni de los
grupos de rock clásico. Nosotros admirábamos a sus héroes, a Fidel. Teníamos
camisetas con la imagen del Che Guevara, una figura mucho más importante que
Kurt Cobain, que John Lennon. // Pero entonces ahí, en Cuba, la sensación
cambiaba. Resultó que esos cubanos, a los que pretendíamos admirar, querían
fervientemente lo que teníamos nosotros. Los cubanos deseaban “cosas”. No
hablaban de ideología. Querían cuerdas para su guitarra (p. 73).
Hay en el texto de Rangel una postura que contrasta con la de la mayor
parte de los cronistas, y que se hace explícita en su renuencia a mirar a los
cubanos “desde arriba”. A propósito del concierto de los Rolling Stones como un
ajuste de cuentas que enmendara lo pasado por el rock en Cuba, comenta: “Es una
actitud paternalista, pero yo mismo la tuve. Y no me gustó. ‘¿En realidad
necesitan los cubanos un concierto de los Rolling Stones?
¿Cambiará eso las
cosas?’, pensé. ‘No creo, pero ¿quién soy yo para decidir eso?’” (p. 76).
Confiesa que, incluso, cuando lo invitaron a escribir esa crónica su primer
pensamiento fue: “¿soy digno de ir a ver a los Rolling Stones a Cuba?” (p. 77).
Y ya en medio del concierto, y ante los empujones que padecía, sostiene: “Me
ayudó pensar que los cubanos podían hacer lo que quisieran –llegar tarde,
empujar, buscar un mejor lugar, ponerse enfrente y taparte– porque ésta es su
tierra, su isla, su concierto. […] Así que podían hacer lo que les viniera en
gana” (p.
114). Rangel es
tal vez, de todos los cronistas “habaneros” de esta hora, quien se siente menos
cómodo en su papel; no le interesa dar lecciones y hasta le cuesta sacar
conclusiones de una realidad que solo conoce como visitante. Cuando al final
del trayecto (y de la crónica) el chofer que lo lleva al aeropuerto le pregunta
a Rangel si le gusta el paisaje, y este le responde de forma afirmativa, aquel
añade: “Aquí se vive muy tranquilo. Cuba es hermosa”. “Sí”, fue la respuesta de
Rangel, aunque no le dijo lo que en verdad pensaba: “Pero va a cambiar, ya está
cambiando” (p. 134).
De las doce crónicas reunidas en Cuba
en la encrucijada… me interesa mencionar aquí las de autores latinoamericanos
(con exclusión de los cubanos): la colombiana Patricia Engel, el chileno
Patricio Fernández, el guatemalteco Francisco Goldman y el mexicano Rubén
Gallo. “Mi amigo Manuel”, de Patricia Engel, arranca una madrugada de
septiembre de 2015 cuando la narradora y su amigo Manuel se dirigen a la plaza
de la Revolución para ver al Papa Francisco. Manuel –nos enteraremos pronto– no
cree en Dios ni en deseos imposibles. A sus cuarenta y seis años solo cree en
el trabajo, al que dedica quince horas diarias. También sabemos que nunca ha
montado avión, tren, no ha salido más allá del occidente de Cuba ni se ha
planteado irse del país, no por amor a la patria (dado que no sentía pizca de
patriotismo o de nostalgia) sino porque no se veía capaz de abandonar a su madre,
y esta no podría vivir en otro sitio. Manuel padece cierta paranoia que
proyecta sobre todo lo que le rodea: el retorcido camino hacia la Plaza es una
“manipulación gubernamental, un ardid para debilitar a la masa de creyentes,
para demostrar que este Papa […] no es capaz de congregar a tanto público como
Fidel en cualquiera de sus mítines” (Engel, en Guerriero, 2017, p. 41), los
camiones de la Cruz Roja son en verdad policías de incógnito, etc. Si bien
Manuel es el coprotagonista de esta historia, la narradora se mueve además, de
manera paralela, en otro espacio. Al caer la tarde y despedirse de él, sale con
otros amigos, en su mayoría no cubanos que la invitan a tomar algo en sus
casas, la llevan a fiestas, restaurantes y bares “llenos de extranjeros y de
cubanos adinerados con contactos en el Gobierno” (p. 46). “Es como si, al
despedirme de ti”, le dice Manuel, “fueses a otra Cuba” (p. 46). Pero no es esa
Cuba –que aparece solo por contraste– la que le interesa a la cronista, sino
aquella donde dos hombres despellejan a un perro para quedarse con la piel;
otros se llevan un pelícano medio aturdido tal vez para comérselo, venderlo
como brujería o como mascota a un extranjero. Una Cuba tan chocante que algunos
amigos le recomiendan “aprender a desviar la mirada”: “Es imposible sobrevivir
en Cuba si uno es un sentimental” (p. 55). No deja de resultar irónico escuchar
eso de un latinoamericano, de una colombiana, que uno supondría endurecida por
realidades lacerantes difíciles de encontrar en la Isla. Sin embargo, ha debido
llegar a Cuba para ver escenas hirientes. Por otra parte, si con frecuencia los
cronistas apelan al lenguaje oral para otorgar verosimilitud a su historia, la
Cuba de Engel está habitada por gentes de habla extraña e irreconocible que conducen birrias de coches, o que insultan a alguien llamándolo capullo, palabras que los locales de carne y hueso no pronunciarían
jamás.
Engel parece reproducir el pacto entre conquistadores y aborígenes. En cada
uno de sus muchos viajes a la Isla les regala a Manuel y a su madre
chocolaticos de supermercado, que ellos parecen “valorar más que el oro”. Él
“parecía profundamente conmovido por la experiencia”, de recibirlos y comerlos;
la madre, en su vida “había probado algo así”; “siempre se zambullen entre los
envoltorios con el mismo placer que un niño”. Una vez, a cambio de los dulces,
cosméticos, muestras de perfume y cremas, la madre intentó regalarle “su mejor
pieza antigua de porcelana y marfil”, que la narradora rechazó porque “lo más
probable era que me la confiscaran en la aduana” (pp. 46-47). En su rusticidad,
Manuel se queda desconcertado el día en que ella le ofrece un “bocadillo”: “Lo
miró con curiosidad y le dio vueltas en las manos. Me di cuenta de que no sabía
qué hacer con el papel de aluminio en el que lo había envuelto, así que le
mostré como retirarlo. Lo observó fascinado. Nunca había visto papel de
aluminio” (p. 48). Engel parece cómoda en su papel de civilizada que deja
boquiabiertos, mostrándoles cuentas de vidrio, a los nativos. Meses después de
esa visita, La Habana se prepara para la visita del presidente de los Estados
Unidos. Para Manuel, ello no significa gran cosa: los papas y los presidentes
“vienen a ver Cuba y luego se marchan y se olvidan de nosotros –me dice–. Pero
para nosotros no cambia nada. Aquí estamos. Aquí estaremos siempre. En la misma
Cuba, la misma ruta, la misma lucha de siempre” (p. 57).
“Aunque esté muerto”, de Patricio Fernández, comienza con la declaración de
los presidentes Obama y Raúl Castro el 17 de diciembre de 2014. Terminaba una
guerra, dice Fernández, “una época que anunciaba su fin. El imperio renunciaba
infligirle una derrota política a los Castro (en este ámbito Cuba venció) para
dejar la subversión en manos del mercado que, como la experiencia indica,
corroe convicciones con una eficacia muy difícil de contrarrestar”. Convencido,
como muchos, de que esto “no tiene vuelta atrás”, Fernández decidió “que quería
ser testigo de ese final de historia” (Fernández en Guerriero, 2017, p.74).
Llegó a La Habana en 2015 y con Gerardo como cicerone recorrió casi toda la
isla persiguiendo al Papa Francisco. Fernández confiesa que su “secreta
esperanza era que juntándose mucha gente para oírlo estallaran manifestaciones
espontáneas, protestas, gritos de malestar. Pero nada de eso sucedió acá, donde
no se vive ninguna tensión insostenible ni hay calderas a punto de explotar. Ni
siquiera despertó el más mínimo fervor religioso”. De hecho, Gerardo, de manera
similar a Manuel, el amigo de Patricia Engel “prefería quedarse esperándome en
el auto o tomándose una cerveza mientras yo asistía a las homilías. No le
generaba ninguna curiosidad” (p. 79). Es llamativa la frecuencia con la que
estos viajeros recurren a un “amigo”, ese nativo que les sirve de guía e
interlocutor para introducirse en un mundo que les parece inaccesible.
Irónicamente, esos mismos viajeros reproducen características del turista revolucionario
al que aludía Enzensberger, pues necesitan de ese guía que los conduzca y les
traduzca la realidad. El hecho de que vivan al margen de (o incluso contra) las
instituciones oficiales, no modifica sustancialmente la relación de dependencia
del visitante con respecto a aquel. Para el otro mundo, el de la jet set –que
también Fernández frecuenta–, ese nativo resulta prescindible.
En la mencionada élite con la que se reúne Fernández, conformada
fundamentalmente por artistas, “todos critican al gobierno, unos más y otros
menos, pero de un modo que denota proximidad, algo parecido a las quejas con un
pariente al interior de una familia”. Cree que no hay nadie de derecha en ese
mundo, ni nadie de esta élite cultural “querría que Cuba se convirtiera en un
paraíso de los negocios, porque hay un ritmo, una convivencia, una cotidianidad
en este país que no encuentran en otros sitios, cuando viajan”. Cada uno de
ellos tiene un momento escogido para explicar “cuándo se pudrió este cuento: si
con la sovietización, si en el quinquenio gris, si con el fusilamiento del
general Ochoa, si con el Período Especial, si con la crisis de los balseros,
con Raúl… Pero no hay disidentes entre ellos, solo críticos y muy críticos”
(pp. 77-78). En el año y medio que lleva entrando y saliendo de la Isla,
afirma, nadie le ha hablado de democracia ni de derechos humanos. A pesar de
cierta frustración de lo que pudo ser y no fue o una sensación de fracaso, “son
las dificultades domésticas, la luz, el agua, la baja frecuencia de almendrones,
el precio de la cebolla, la desaparición de la cerveza los temas que de verdad
llenan las conversaciones” (p. 79). Es recurrente en estos cronistas la
tentación de la metáfora; de una idea, de un personaje que sintetiza todo un
proceso. Al final del relato de Fernández, Gerardo lleva a embalsamar un gallo
que le han matado en una pelea, y su explicación de por qué, le sirve al
cronista para proponer una moraleja: “me pareció que decía mucho respecto de lo
que se vive en esta isla tan difícil de explicar, tan contradictoria, tan
liberadora y tan asfixiante: ‘Bueno, porque las cosas que uno ama quisiera que
estuvieran para siempre, y yo llegué a estimar de verdad a este gallo, y por
eso lo quiero conmigo, aunque esté muerto’” (p. 93).
Francisco Goldman es, de estos nuevos cronistas, el de mirada más amable.
También para él este viaje remite a uno realizado veinticinco años antes. “El
Tropicana. Los pasos en las huellas”, se llama su crónica en la que vuelve a
entrar “tras un cuarto de siglo en los dominios del cabaret Tropicana de
Marianao”. Había estado en 1993 para escribir un artículo para Harper’s Bazaar, y de Tropicana solo
conocía hasta entonces el inicio de Tres
tristres tigres. “Lo que siguió a esa decisión fue una de las experiencias
más extrañas, más divertidas y desde luego más inesperadas de mi vida”
(Goldman, en Guerriero, 2017, p. 192). Cuba estaba experimentando entonces las
peores estrecheces del Período Especial, recuerda. “Ahora quería escribir otro
artículo acerca del Tropicana en la actualidad, en estos tiempos de cambios
[…]” (p. 186). Muestra las antiguas fotos a varios trabajadores del lugar que
quedan impresionados. Alguien le habla de su época como bailarina, de las
personalidades famosas que visitaran Tropicana, de que había actuado delante de
Allende y hasta de Pinochet, de Brézhnev y para Fidel cuando hizo subir al
escenario con él a los ganadores de Mundial de Boxeo de 1974. Goldman logra
contactar por Facebook a Lupe, una de las bailarinas que conoció en su viaje de
1993, quien vive en la Ciudad de México. Pero Tropicana era su vida. “Si
pudiera morir y volver a nacer –dijo Lupe–, querría volver a repetirlo todo. No
cambiaría nada” (p. 206). Le habla de la noche en que Fidel fue a ver un
espectáculo, y ella le tocó la barba y le dio la mano. “Me mostró una foto
extraordinaria que aún guarda en el móvil, en la que se ve a las bailarinas del
Tropicana con sus vestidos de lamé, con tocados brillantes que parecen gorros
de baño en la cabeza, todas arracimadas alrededor de Fidel. Lupe es la que está
más cerca y sus grandes ojos negros lo miran radiantes” (pp. 206-207).
Extrañamente en las crónicas de los viajeros del siglo XXI se habla de Fidel con
admiración; la crónica de Goldman es atípica además en ese sentido.
También para hablar de la Cuba de hoy Rubén Gallo viaja al pasado, a la
primera vez que llegó, en 2002, y a sus sucesivas visitas. Con frecuencia estos
cronistas, como he repetido, han visitado antes la Isla pero solo ahora, ante
la solicitud editorial y ante el previsible cambio, la escriben. “La librería de Sodoma”, junto con Teoría y práctica de La Habana (2017) y Muerte en La Habana
(2021), son tres textos que podrían leerse como parte de un mismo universo. El
personaje que ocupa el centro de “La librería de Sodoma” es Eliezer, quien vive
de vender libros. Es él quien pone al cronista en contacto con los personajes
más extravagantes o inesperados. Muchos de ellos acuden a las variantes de esa
picaresca criolla presente en buena parte de los textos ya mencionados. El
hecho es que los sucesivos viajes del autor a La Habana y sus reiterados
encuentros con Eliezer van dando fe de los cambios al interior del país, vistos
siempre desde los márgenes.
En ninguno de los textos mencionados hay tanto humor como en la crónica de
Gallo, quien se ríe tanto del visitante que pretende amoldar la realidad a sus
prejuicios o a su manera de entender el mundo, como del rebelde y el excéntrico
que sobredimensiona su entorno, que observa tras los cristales de la paranoia.
El propio Gallo, profesor de una prestigiosa universidad estadounidense y buen
conocedor de los entresijos de la realidad cubana, funciona como traductor
cultural. Y da cuenta de los choques frontales que se producen entre ambos
polos. El caso más pintoresco de disfunción comunicativa se da cuando los
estudiantes que lo acompañan se encuentran con Eliezer. Para cada una de las
preguntas “políticamente correctas” de los estudiantes, el librero tiene las
más inesperadas respuestas, que incluyen perlas misóginas, racistas o del más
puro absurdo.
Como Aira, Gallo realiza una visita obligada, la que lo lleva a “Trocadero
162, una de esas direcciones míticas en la historia de la literatura”. Y
contrasta el Trocadero cubano con el parisino para dejar claro que aquel es una
calle polvorienta, llena de edificios en ruinas, montañas de basura y niños sin
camisa sentados en los umbrales de las casas. “Parecía más África que París”,
apunta. Tras lo cual expresa: “¡Qué pobre era el Museo Lezama!”, sobre todo si
se le compara con el Louvre o el Metropolitan, “esas transnacionales de la
cultura primermundista con sus lujosísimas instalaciones, ejércitos de
empleados y presupuestos millonarios”. Sin embargo, Gallo no duda en señalar
que “este museo diminuto y solo, con sus tres empleados de uniforme caqui y
gatos contoneándose por el patio, era más auténtico. Aquí se sentía el espíritu
de Lezama” (Gallo, en Guerriero, 2017, p. 230).
Esa idea, que atraviesa los textos de Gallo sobre La Habana, lo llevó a
convocar a un grupo de escritores mexicanos. Así, en diciembre de 2017 y abril
de 2018, Juan Carlos Bautista, Luis Felipe Fabre, Daniel Saldaña y Pablo Soler
Frost pasaron unos días en la ciudad (Oswaldo Gallo los imitó en mayo de 2019),
con una sola condición: la de escribir un texto sobre la experiencia. Fruto de
ese ejercicio es el volumen Crónicas de
una pequeña ciudad mexicana en La Habana (2020), en el que de momento no
voy a detenerme, aunque quiero rescatar algo de la introducción del propio
Rubén Gallo. “¿Por qué te gusta tanto La Habana?”, es la pregunta que se
reitera entre cubanos y extranjeros que lo escuchan hablar con entusiasmo de
esta ciudad. Las respuestas varían, según ha dicho. A veces cuenta la versión
de que todo empezó el 17 de diciembre de 2014, cuando vio en un televisor
desvencijado en un lugar populoso las intervenciones de Raúl y de Obama
anunciando el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre sus países,
“mientras cientos de cubanos a mi alrededor aplaudían y se abrazaban” (Gallo,
2020, p. 11). Otras veces explica esa atracción –más allá de su confesa
fascinación por el lenguaje habanero– con un argumento que es posible encontrar
en otros cronistas: la Cuba de hoy les recuerda su pasado, incluso su infancia.
En sus carencias, en ciertos tics, en la tranquilidad de las calles, se
emparentaban este presente y aquel pasado. Gallo se arriesga a más, incluso, al
recordar que si “Proust aseguraba que los únicos paraísos son los paraísos que
hemos perdido, [q]uizá por eso el día en que aterricé en La Habana sentí que
había llegado a un paraíso que tenía algo de recobrado” (Gallo, 2020, p. 20).
Asimismo, para Gallo parte del atractivo de Cuba es que se trata del “único
país que ha sabido mantenerse al margen de una globalización perniciosa”, cuyos
ciudadanos no viven conectados a Internet o pegados a una pantalla, sino que se
miran a los ojos, se hablan y se tocan, y cuyas conversaciones, no viciadas por
la corrección política, “tienen una espontaneidad y una libertad que se ha
perdido en otros lugares” (p. 12). Algunas de estas “virtudes”, que supondrían
el anclaje en una utopía arcaica, van atenuándose a medida que Cuba y sus
ciudadanos se van pareciendo cada vez más a su entorno. No por ello, sin
embargo, pierde interés o deja de tener sentido ese rescate de un tiempo que
solo en la Isla parece encarnarse.
Un curioso giro se produce en “Sin embargo, Cuba”, de Andrea Jeftanovic. “A
Cuba entré por medio de las fotos de Isidora Aguirre en su viaje de 1967”,
afirma Jeftanovic en la crónica de su viaje (Jeftanovic, 2018, p. 191). Esa
entrada fotográfico-literaria (pues ambas llegaron invitadas como jurados del
Premio Literario convocado por la Casa de las Américas) parece marcar un
derrotero. Jeftanovic se sabe, desde luego, ubicada en un tiempo distinto, pero
en lugar de lamentar lo que pudo haber sido y no fue, marca su punto de
partida: “No llego durante la efervescencia de la revolución, sino cuarenta
años después, en medio del Periodo
Especial”, dice
en las primeras páginas de su texto (p. 198); “yo no llego durante la
efervescencia de la Revolución, sino cuarenta años después, en medio del
Período Especial”, repetirá al final (p. 215). Esa mirada la lleva a leer la
realidad de un modo a la vez similar y distinto al de sus colegas: Cuba como un
país archivo –pues un archivo es un ejercicio de “ausencia y presencia”– en el
que los edificios y las cosas se conservan detenidos en el tiempo. Pese a su
llegada “a una escena tardía de la Revolución”, la historia se le hizo presente
en la habitación del hotel Jagua, en Cienfuegos, la misma donde había
pernoctado Fidel Castro el 18 de agosto de 1960. “La Revolución de 1959 se
traspapelaba con la de 2011” (p. 196), comenta. Jeftanovic regresará a la Isla
en un segundo viaje en febrero de 2016 a explorar el archivo de Isidora, las
varias versiones de su novela Carta a
Roque Dalton. Y luego una última vez ese propio año, entre las visitas del
Papa Francisco, Obama y los Rolling Stones. La cronista habla de la “curiosidad
casi morbosa” que despierta este país cuya infraestructura está en ruinas y
cuya visita es casi una experiencia arqueológica, un viaje “contra un plazo,
contra un país en extinción, contra un modelo que tiene los días contados” (p.
209). Eso explica la avalancha de turistas sobre todo estadounidenses que la
arrojan a ella y a su familia fuera del sistema hotelero y los obligan a ir a
una casa particular. No falta en su experiencia la road movie por la Isla en un Chevrolet de los cincuenta, y mucho
menos la conclusión que tanto se reitera: “Viajar a Cuba tiene algo de viajar
contra el tiempo” (p. 209). Sin embargo, el pacto realista se rompe –y es aquí
donde se produce el curioso giro al que me referí antes– con la (re)aparición
de Fidel. No ya aquel que la puso frente a la historia, sino otro de ficción. Este
se aleja de los reflectores durante la visita de Obama a la Isla, precisamente
en la habitación del hotel Jagua en la que había dormido cuarenta y seis años
antes. Y mientras afuera va transcurriendo la nueva historia, la narradora le
cuenta a través de la puerta del cuarto lo que está ocurriendo. Cinco días
después de la partida del visitante, el Fidel real escribió “Hermano Obama”, su
discrepante posición. Jeftanovic lo recuerda pero cierra con otro relato:
“Fidel camina hacia el muelle y sube a una embarcación, quita el ancla, suelta
amarras y navega por la bahía de Cienfuegos” (p. 214).
En 2019, cuando Martín Caparrós regresó a La Habana, las expectativas
despertadas por aquellos ilustres visitantes sonaban lejanas. Si más de diez
años antes, a raíz de otro de sus viajes, había escrito “Cuba fidelísima”
(1997), ahora nos habla de la “ciudad detenida”, uno de los lugares comunes al
hablar de la urbe. Para este momento, la pax
obamiana había quedado atrás y Donald Trump había entrado en nuestra historia
para cortar de modo brusco aquel breve idilio.
“La Habana debe ser la capital más bonita del idioma”, apunta Caparrós,
antes de seguir el razonamiento: “Y también la más rota y también la más
triste. La Habana me entristece. Camino, miro, pregunto, escucho y me
entristece. Para mi generación y alguna más, para los que creímos en todas
estas cosas, La Habana es el resumen del fracaso, el lugar donde todo iba a ser
y no fue nada” (Caparrós, 2019). Hay una cierta reiterada satisfacción en
atribuirle a la ciudad (es decir, al país y a su sociedad) esa potencia de ser
el lugar que confirma la derrota, el desencanto y la amargura.
Caparrós camina, habla con mucha gente, llega a conclusiones, pero no puede
evitar volver una y otra vez al punto de partida: “Una ciudad detenida en el
tiempo. Una ciudad –que parece– detenida en el tiempo. Una ciudad donde
aquellos que prometieron un gran cambio detienen todo cambio –en nombre de
aquellos cambios que siguen prometiendo”. Ese tiempo, sin embargo, está preñado
de sentidos. “Lo más difícil, para contar La Habana, es que todo parece siempre
atravesado por la historia: que hay que hablar siempre de la historia, que
siempre hay una que contar”. La historia está por todos lados, dice, en la
persistencia de edificios de siglos o de décadas; en la de carros antiguos; en
carteles “que hablan de una revolución que ya no revoluciona, en los restos de
un movimiento que llegó para cambiarlo todo y ahora se dedica a conservarlo sin
piedad”.
Si algo sorprende a Caparrós –y con él a los lectores, sorprendidos a su
vez por la simplificación– es cómo se produjo en Cuba “la invención de una
época, una épica”. Él lo resume así: “Se precisaba un relato muy potente para
mantener a millones de personas viviendo más o menos mal, sufriendo privaciones,
aceptando mandos y controles, esperando un futuro que no llegaba nunca.
Sorprende que algo así haya durado décadas”. No es ya que tal resumen pase por
alto las historias de sacrificio colectivo en aras de ciertos ideales (en Cuba
misma basta pensar en una desgastante guerra de diez años, en sucesivas
derrotas y vueltas a empezar, por decir algo), sino que da por hecho que el
proceso revolucionario no mejoró la vida de nadie ni nadie lo vivió con pasión.
Supone, únicamente, a millones de gente viviendo mal (se sobrentiende que peor
de como vivían antes) y padeciendo la humillación de órdenes y controles. Cabe
imaginar que la gente lo apoyaría, simplemente, como parte de un delirio
masivo.
Es verdad que la desgastada y desgastante realidad nacional no deja de
darle cierta razón a Caparrós (“tanto sacrificio para muy poca recompensa”); es
verdad también que la extraña temporalidad cubana responde en parte a una
paradoja señalada por el cronista: “creer en el futuro es ser antiguo”, dice,
fascinados como vivimos por el presente y el consumo. Pero nada de ello impide
percibir el escamoteo de una realidad que de repente se convierte en
superchería y sinsentido, una suerte de accidente histórico que va quedando
atrás.
Caparrós –dato curioso– muerde uno de los anzuelos clásicos a propósito de
la ciudad: “La Habana son columnas. Las ciudades, como el resto de los seres,
suelen tener su esqueleto por adentro, tapado por sus carnes. La Habana lo
tiene afuera, derritiéndose al sol: no hay ciudad que muestre más columnas”.
Sabemos bien de dónde viene esa certeza, de aquella mitificación de Alejo
Carpentier en La ciudad de las columnas
donde no dudó en afirmar que La Habana “posee columnas en número tal que
ninguna ciudad del continente, en eso, podría aventajarla”. El barroquismo
cubano, según tal propuesta, se dio a la tarea de acumular, coleccionar y
multiplicar columnas y columnatas a un punto “que acabó el transeúnte por
olvidar que vivía entre columnas, que era acompañado por columnas, que era
vigilado por columnas que le medían el tronco y lo protegían del sol y de la
lluvia, y hasta que era velado por columnas en las noches de sus sueños”. Emma
Álvarez-Tabío considera que, en verdad, Carpentier “colocó una a una las
columnas de La Habana, que no existían antes de que él las enumerara, como no
existía la niebla del dark London
antes de que Dickens la describiera, ni los boulevards
de la Cité Lumière antes de que
Baudelaire los celebrara” (2000, p. 71). Siguiendo un razonamiento muy similar,
Alicia Llarena se pregunta si había columnas en La Habana antes de Carpentier,
como mismo Oscar Wilde postulaba que debíamos a los impresionistas la bruma de
Londres, dado que, en verdad, “la gente ve nieblas no porque haya tales
nieblas, sino porque los poetas y los pintores le han enseñado la misteriosa
belleza de sus efectos” (2002, pp. 49-50).
El razonamiento es válido también, en no poca medida, para estos cronistas
del siglo XXI. La Habana que nos cuentan, en efecto, existe,
como existen columnas por centenares en toda la ciudad. Pero ella misma es, a
la vez, una mitificación, la urbe inventada como modo de explicar una historia
que con frecuencia resulta inasible. Esa realidad escurridiza y contradictoria
se intenta comprender apelando, a la vez, al naturalismo y a la metáfora, o
sea, a la minuciosa representación de ciertos personajes y paisajes tanto como
a la condensación, en unos y otros, de interpretaciones de más amplio
alcance.
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1 Cada uno de los autores abordados aquí ameritaría un
acercamiento más sosegado, que he intentado en otras páginas. Baste ahora este
panorama a vuelo de pájaro como invitación a futuros análisis.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41702
Susana Haug
Morales
Universidad de La Habana susanahaug@gmail.com
Recibido
18/03/2023 Aceptado 10/05/2023
Este trabajo se
propone pensar las tradiciones literarias caribeñas, y específicamente las
narrativas cubanas más actuales, como estados vivos, móviles, multivectoriales
y en continua relación/retroalimentación, siguiendo los postulados teóricos de
autores como Ottmar Ette, Edouard Glissant o Antonio Benítez Rojo. A partir de
estos estudiosos del Caribe, se indaga en las matrices, desubicaciones y
t(r)opos de lo cubano y lo caribeño desde dos ficciones literarias distópicas
recientes de Anisley Negrín y Jorge Enrique Lage, que escogen salir de La
Habana como epicentro del relato trans-post-nacional y resultan incómodos o de
difícil asimilación para el canon y la crítica literaria de la Isla, porque no
se cansan de cuestionar los binarismos, los lugares comunes, las falsas
transparencias y la esquizofrenia de ese artefacto poliédrico y diseminado por
todas partes que es, hoy, la cultura cubana.
Palabras clave: narrativa cubana siglo XXI;
Generación Año Cero; estudios teóricos Caribe; literatura cubana; literatura
trans/postnacional
Dystopian forms to destroy and rethink the Caribbean motif in two Cuban fictions of the 21st century
This paper proposes a reading of Caribbean
literature, and specifically 21st-century Cuban narratives, as living,
open, ever-moving, multi-vectorial entities in constant relation and feedback
with the world. Building upon the works of scholars such as Ottmar Ette,
Edouard Glissant, Antonio Benítez Rojo, and Nancy Calomarde, we explore the
matrices, dislocations, tropes, and literary representations of Cuba and the
Caribbean in two recent dystopian fictions by Cuban authors Anisley Negrín and
Jorge Enrique Lage. These narratives deliberately shift the epicenter of the
trans-post-national narrative away from Havana, challenging the established
canon and literary criticism of the island. They persistently question the
binarisms, commonplaces, false transparency, and schizophrenia of the
multifaceted and globally dispersed artifact that is Cuban culture today.
Keywords: 21st-Century Cuban narrative; Generation Year Zero; Caribbean theory; Cuban literature; trans/post-national literature
“El Caribe siempre ha entrañado un reto conceptual, una incalculable
heterogeneidad de elementos constitutivos difícil de aprehender desde normas
disciplinarias”, reflexionaba Román de la Campa (2012, p. 25) en un repaso por
los desafíos e insuficiencias epistémicas/teórico-críticas que entraña
cualquier definición de “lo caribeño”, haciéndose eco de un planteamiento
anterior de Antonio Benítez Rojo, quien reconocía que
después de
muchos años de investigar la historia económica y social, la cultura, y en
particular la literatura del área del Caribe, he llegado a la siguiente
conclusión: ninguna perspectiva del pensamiento humano (ya sea premoderna,
moderna o posmoderna) puede por sí sola abarcar la complejidad de lo Caribeño.
Para ello se precisaría observar el Caribe a través de todas ellas, y en la
medida de lo posible, simultáneamente. (Benítez Rojo, 1992, p. 16).
Kamau Brathwaite, por su parte, acudía a la imagen de una vasta
territorialidad líquida, interconectada y sonora en “Nation Language” (1984)
para acotar provisionalmente ese lugar sin límites al que denominó también una
“unidad submarina” (2010). Tal vez la respuesta más rica en posibilidades
interpretativas no radique, entonces, en el disciplinamiento de saberes
provenientes de la teoría, la filosofía, la historia, las ciencias sociales o
las ciencias “duras”, sino en la indisciplina y en la facultad siempre
renovadora, empática y de reconexión que ofrece la literatura entre tantas
codificaciones de la experiencia y el conocimiento humanos. El alemán Ottmar
Ette, estudioso de las literaturas hispanoamericanas, caribeñas y
trans-areales, ve, en la literatura, aprendizaje incesante de lo humano, del bios, la obtención de un saber posible,
un convivir exitoso, y una mirada no reduccionista sobre las complejidades del
mundo que están ausentes o solo parcialmente contenidas en las demás
organizaciones del pensamiento y la conciencia.
Desde mi punto
de vista, no hay un mejor y más complejo acceso a la comunidad, a la sociedad y
a la cultura que la literatura. Pues a lo largo de milenios ha acumulado un
saber de la vida, de la supervivencia y de la convivencia en las más diversas
áreas geoculturales, que se ha especializado en no estar especializado ni
discursiva ni disciplinariamente y tampoco en ser un dispositivo especializado
del saber. La facultad de ofrecer … su saber como un saber sobre la experiencia
… (le) permite llegar a los hombres atravesando grandes distancias espaciales y
temporales, sin dejar al mismo tiempo de ser eficaz … La literatura es, por
tanto, el terreno de juego de lo poli-lógico …, en tanto permite pensar
simultáneamente las lógicas más dispares e incluso nos obliga a hacerlo. Su
multiplicidad de significados, su polisemia, genera el desarrollo de
estructuras y estructuraciones polilógicas … que no tienen como fin la
obtención de un punto de vista fijo, sino que se orientan en movimientos
continuamente cambiantes y renovados de la comprensión … La literatura es, por
lo tanto, un saber en movimiento cuya estructura polilógica resulta de vital
importancia para el mundo del siglo XXI, cuyo mayor reto debería ser sin duda
la convivencia global en la paz y en la diferencia. (Ette, 2009, p. 87).
Pensando las tradiciones literarias no como compartimientos estancos, sino
como mapeos vivos, móviles, multivectoriales y contrarios a las fijaciones
territoriales de las alteridades, Ette postula a Humboldt como un escritor
cubano, como la uruguaya Norah Giraldi le otorga a Darwin carta de ciudadanía
en las letras uruguayas. Es por eso que me parece tan productivo y oportuno
indagar en las matrices, desubicaciones y t(r)opos de lo cubano y lo caribeño
precisamente desde algunos textos literarios inquietantes que resultan
incómodos y de difícil asimilación porque, siguiendo a Ette, no se cansan de
cuestionar los binarismos, los lugares comunes, las falsas transparencias y los
enquistamientos de ese artefacto poliédrico y repartido por todas partes que
es, hoy, la cultura cubana.
Tras el abuso de la marca país para la exportación mundial y doméstica de
productos literarios y culturales cubanos, el tan socorrido estado de excepción
nacional desembocó en el agotamiento de la “diferencia” y del excepcionalismo
como hipertrofias del branding a
fines de los 90. A las emergentes narrativas y poéticas cubanas y de lo cubano
que irrumpen a partir del siglo XXI les interesa ensayar otros caminos,
estéticas, estrategias de visibilización y prácticas de inscripción
geopolítica, tomando distancia del poco imaginativo realismo sociocrítico, con
sus dosis de neocostumbrismo, neofolklorismo, neoexotismo y carnaval,
practicados con variable éxito y originalidad hacia el fin de siglo. Estas
escrituras del nuevo milenio que empiezan a producirse dentro y fuera de la
Isla matriz en múltiples espacios de convivencia (reales y virtuales), que
desbordan las aguas territoriales, nacen con una explícita voluntad de
descentramiento, movilidad y desmarque de las estrictas fronteras geográficas
del Estado-Archivo-nación, para buscar formas alternativas de inscripción,
religamiento y pertenencia. Esta avidez de cosmopolitismo, de estar por fin en
el mundo participando de sus simultaneidades, incoherencias, densidades y
contradicciones, se materializa en escrituras tan heterogéneas e inestables
como difíciles de clasificar, que oscilan entre anclajes glocales y escenarios
abiertamente trans o post-nacionales. Se produce, pues, una necesaria
oxigenación y expansión de los imaginarios sobre lo cubano, que desautomatiza
las lecturas y miradas anquilosadas sobre la tradición, y pluraliza los
márgenes del realismo congelado con dosis de absurdo, ironía, irreverencia y
esquizofrenia hasta llevarlo a predios como el irrealismo, el realismo ilógico,
delirante o esquizo. En mayor consonancia y sincronía con los flujos globales,
con los ritmos acelerados de la globalización, con las identidades líquidas y
ambiguas, con las pulsiones diaspóricas y centrífugas de muchas literaturas
hispanoamericanas, caribeñas y de otras regiones, hoy día, algunas ficciones de
autores encapsulados bajo el rótulo de “Generación Cero” o “Año Cero” parecen
llevar a la práctica, sin proponérselo, los reclamos de la Poética de la
Relación y el Tout-Monde de Glissant, de la teoría del caos de Benítez Rojo, de
la visión archipielágica de Brathwaite, o de las literaturas sin residencia
fija de Ottmar Ette. Y digo sin proponérselo porque, en apariencia, las obras
de estos autores cubanos, la mayoría nacidos en o trasladados a La Habana para
luego migrar a distintos puntos del planeta, fuera de la condición diaspórica
de sus protagonistas, y de algunas menciones a espacios insulares, poco
tendrían que ver con una interpretación muy reducida de los discursos
identitarios sobre el Caribe, de sus heteróclitas formas de vida, o la
tematización de una insularidad entendida de manera estrecha y estereotipada.
Para muchos escritores jóvenes, sobre todo habaneros o habanocéntricos (esto
sucede en menor medida con el Oriente del país, que siente más cercanías
geoculturales con el área antillana), sus referentes culturales (literarios,
audiovisuales, tecnológicos) no están en la región caribeña ni en sus
literaturas y capital cultural, que desconocen y ven como ajenos, y a veces ni
siquiera en Hispanoamérica, sino en Europa occidental, en Norteamérica, en el
universo asiático y en otras comarcas remotas desligadas de la Caribana. Pero
esta desconexión es solo aparente. Si el mapa de referentes identitarios y las
cartografías de la pertenencia (Aínsa, 2014) han cambiado, es porque de igual
modo han mutado, se han actualizado y expandido las metáforas, conceptos,
teorías y experiencias de vida sobre lo hispanoamericano y lo caribeño, áreas
que insertan, aunque con asimetrías y desfases, en el devenir de la literatura
mundial, pluriversal o del mundo (Ette, en Gesine Muller, y Dunia Gras, 2015).
En las propuestas estéticas de estas escrituras que críticos de aquí y de allá
han llamado flotantes, post-todo, ingrávidas, del después, trashficcionales,
postcubanas, deslocalizadas (Calomarde, 2019a, 2019b, 2022; Casamayor-Cisneros,
2012; Rojas, 2018; Timmer, 2019; Viera, 2020, 2022), herederas del rizoma, del in-between y la mímica de Bhabha, y de
la liviandad descomprometida con la nostalgia, los paradigmas heroicos y las
retóricas oficiales del siglo pasado, ya no se trata de debatirse agónicamente
entre lo nacional y lo foráneo, el adentro versus el afuera, la adscripción al telos autóctono o la traición apátrida;
tampoco interesa optar por una de las dos metáforas antitéticas sobre la
identidad cubana, la versión lezamiana utópica del habitar la Isla como una
fiesta innombrable, frente al contrarelato piñeriano distópico de la maldita
circunstancia del agua por todas partes, sino que, por fin, se abren con
libertad infinitas opciones e iteraciones posibles de lo cubano más allá del
peso agobiante de la Isla, más allá del gesto trágico, nostálgico, sufrido, o
tropical-carnavalesco que parecía inevitable. Si el primer gran desborde
transnacional que rompe con el paradigma de la fijeza se produce con la oleada
migratoria hacia Miami, convertida desde entonces en prolongación y provincia
extraterritorial de La Habana y Cuba (Fornés, 2009), en ciudad a un tiempo
extranjera, cosmopolita, y local para tantos miles de cubanos asentados allí
desde los 60, las posteriores movilizaciones diaspóricas y fugas masivas hacia
otras geografías dispersas han permitido también vincular e incorporar estos
nuevos espacios, pluralidades y gentes (de cierta manera, en paisajes visibles
o invisibles, sumergidos o aflorados) al ámbito de la imaginación, la realidad
y la creación insular. Ello genera, por fuerza, otras lógicas de la distancia y
el agrupamiento (Dorta, 2015), otras comunidades interpretativas mucho más
amplias, pluri-céntricas y flexibles, e inéditas formas de participación en lo
global, con la inclusión de textos cubanos escritos desde la Isla y beyond en revistas digitales donde la
ubicación geográfica ya no interesa, pues operan en el espacio virtual,
forjando identidades virtuales que desbaratan y trascienden cualquier apelación
al territorio y al sustrato nacionales. Las escrituras de Jorge Enrique Lage,
Legna Rodríguez Iglesias, Dazra Novak o Anisley Negrín ya se atreven a
prescindir del adjetivo cubanas, que sienten innecesario, porque se proponen
como desideratum superar la marca de
agua y la camisa de fuerza del país, ese pesado atributo que, como un GPS
asfixiante, restaba emancipación imaginativa, política, asociativa a las
producciones de la Isla, obligándolas a ser leídas desnaturalizadamente, es
decir, imponiendo sobre ellas unos supuestos constructos identitarios, unos
sentidos bastardos, unas lealtades inexistentes, un “factor Cuba” (Padilla,
2014) y “colores locales” propios de una “marca país” de los que carecían. El
ethos neobarroco, burlón y desrealizante que late en las textualidades de estos
autores, nutrido de impurezas y contaminaciones, de rebajamientos y
desacralizaciones de todo deber ser, toda centralidad, toda institucionalidad,
toda ficción de Estado, se conecta así, desde la aniquilación de las certezas y
las opciones culturales excluyentes, con la vivencia y la episteme
archipielágica, receptiva hacia todos los saberes y formas de vida, de una
capacidad imaginativa ilimitada, de un movimiento siempre tan multidireccional
como provisional, que acerca a las identidades caribeñas separadas en la
superficie por las aguas y las diversidades étnico-lingüísticas, donde todas
las islas, en mise en abyme, se
repiten, refractan, reinventan, reconocen y prolongan a escala planetaria, al
operar sobre principios de amorosa discontinuidad, relacionalidad y
fractalidad.
Adentrarse en la lectura de estas ficciones excéntricas y profundamente
distópicas, sentimiento que comparten con f(r)icciones latinoamericanas,
anglosajonas y globales una serie de referentes comunes, sensibilidades
postnacionales e imaginarios (post)apocalípticos, supone des-leer, de paso, el
Archivo cultural de la nación, las anteriores y contemporáneas realizaciones
literarias que conforman la tradición nacional, frente a la cual los textos de
Lage, Rodríguez Iglesias, Negrín funcionan con explosividad y agresión. Las
poéticas del caos (Benítez Rojo) y el movimiento (Ette), entre tantas
posibilidades interpretativas, permiten bosquejar sentidos provisionales al
interior de estos organismos textuales que se complacen en no dejarse definir,
en desagruparse y fracturarse aún más ante cada lectura tentativa.
La tematización del motivo insular y la falla de origen, la referencia
directa u oblicua a la diáspora cubana y sus particularidades, la mirada
simpatética hacia las vidas precarias y abyectas de seres alucinados, sin
propósito ni ideales concretos, que deambulan o vagan a la deriva por los
intersticios de Cuba y demás limbos planetarios, en tanto en despojos de la
globalización, del inacabable presente de miseria e infelicidad que significa
la distopía nacional, la reflexión tangencial sobre la erosionada ecología del
ecosistema cubano y por extensión caribeño, cambiando el ruin porn de los 90 por el desastre ecológico de la desertificación
y los escombros (preocupación medioambiental propia de las ficciones globales
contemporáneas), o bien las menciones a la explotación despiadada por parte de
la irracional maquinaria estatal no se ausenta, sin embargo, de unas historias
que, por más que se propongan evitarlo, terminan siempre estableciendo algún
puente, afecto, guiño o llamada en negativo a la realidad cubana, realidad que
nunca se muestra como una entidad coherente, literal y acabada. “La literatura
escrita por cubanos, recuerda Walfrido Dorta, ha girado incesantemente —como una noria perpetua, complacida en sí misma— alrededor de un centro, de un significado
apropiado y figurado hasta el vértigo, Cuba” (2012). Pero los mitos del canon cubensis y los proyectos de un futuro
promisorio, cambiante, al menos para las narrativas posadas en la Isla, se
hayan degradados hasta la médula.
Quiero detenerme a continuación en dos narradores con abordajes que
evidencian ciertos parecidos y pulsiones comunes, uno habanero y la otra “de
provincias” (Santa Clara), que escogen, cosa rara en las “ficciones
fundacionales” de nuestro siglo XXI, salir de La Habana como único ecosistema o
espacio de representación, crítica y derrumbe de la distopía nacional.
Partiendo de la idea de “Ultima Thule” o último lugar del mundo
conocido/habitable/urbano que es, simbólicamente, La Habana en el imaginario y
el humor popular de los cubanos, para quienes “Cuba es La Habana” y “lo demás
es campo”, ambos escritores jóvenes parten de una “post-Habana” que, o bien
será arrasada en breve bajo el imperio de la globalización, la hiperconexión y
la tecnología, es decir, llevada a su ruina no metafórica sino literal, o bien
ya ni si quiera importa como locus enunciativo, registro topográfico, ubicación
afectiva, marca de agua en un mapa de la memoria que desaparece de las
conciencias de quienes parten y dejan atrás todo paisaje nacional, y toda
posibilidad de permanencia/re-inscripción en el recuerdoarchivo cultural de la
Isla. Los textos en los que me interesa detenerme son la novela La autopista. The movie, de Jorge
Enrique Lage, y el cuento “Isla a mediodía”, de Anisley Negrín, ambos del 2014.
En ellos aparece, por ejemplo, el leitmotiv
de la carretera como deseo de acabar con un estado de cosas inalterable,
congelado en el espacio y el tiempo, para empezar a salir del aislamiento a
través de una posibilidad de reconexión e intercambio con otros segmentos de la
geografía planetaria. Pero la autopista, símbolo desarrollista por excelencia,
encarna asimismo la apoteosis del capitalismo global deshumanizante, con su
consecuente replicación de precariedades, desigualdades, homogeneizaciones,
necropolíticas y desastres ecológicos que resultan visibles especialmente en
áreas empobrecidas, vulnerables y de frágil agencia, como las regiones del
Caribe e incluso Cuba, dependientes de las industrias del ocio, expuestas a las
erosiones, las violencias y los vaciamientos del turismo, del consumismo feroz
del capitalismo transnacional, igual que a la pérdida de valores culturales
propios ante el influjo de la co-optación cultural extranjera. Unos robots transformers usurpan el trabajo a una
mano de obra barata, “tercermundista” y pluriempleo, proveniente de las áreas
más marginalizadas, invisibilizadas, diaspóricas, híbridas y económicamente
deprimidas de las Américas, las que conforman el Gran Caribe: “Hormiguean
obreros mexicanos, centroamericanos, dominicanos, haitianos, puertorriqueños;
nativos de las Bahamas, de gran Caimán, de Jamaica, de las islas y las costas
pisoteadas con furia por los huracanes” (Lage, 2014, p. 41). Lo que queda
después de esta violencia económica, política, epistémica y lingüística cuya
única voluntad y lógica es el despojo, el exterminio de formas de pluralidad y
vida, es, en efecto, el desierto (y el basurero) de lo real. Acaso, más tarde,
la floración de esos no lugares asociados a los paisajes de la globalización,
el crecimiento industrial abusivo y la urbanización desarrollista que
desaparece poblaciones enteras en su afán de rezonificación. Expulsados de la
ciudad a los confines del espacio insular, el borde entre arena y mar de la
Isla, los personajes de ambos relatos se sienten dejados fuera de la historia,
de la fabricación de presentes, del mismo devenir. Ante la imposibilidad de un
reconocimiento de/en la realidad que los rodea y consume, ante la cancelación
de alternativas de realización y pertenencia, recurren a comportamientos
esquizofrénicos, estrambóticos y soluciones patafísicas en medio de una serie
de coyunturas y performances a cuál
más delirante. Impera, en general, la más pura poética de la caoticidad, el
desorden y la incoherencia, al menos vistos desde las lógicas hegemónicas del
orden, la racionalidad epistémica, el control (sometimiento) de la naturaleza y
los cuerpos. Los cuerpos, los movimientos y las acciones que performan estas
criaturas se resisten a ser interpretados/controlados/ordenados de modo
tranquilizador.
Con no poco descreimiento y cinismo, comenta el yo narrador de la novela de
Jorge Enrique Lage:
Dicen que la
autopista va a atravesar la ciudad de arriba abajo. Lo que queda de la ciudad.
Por el día avanzan las bulldozers barriendo parques, edificios, shopping
centers. Por las noches yo deambulo entre las proximidades del mar, entre los
escombros, las maquinarias, los contenedores, tratando de imaginar desde ahí la
magnitud de lo que se avecina, No cabe duda de que la autopista será algo
monstruoso. (Lage, 2014, p. 11).
A partir de esta mínima descripción inicial, los escenarios del texto se
volverán cada vez más indeterminados e irreales, toda vez que los mismos
caracteres que los recorren están otro tanto des-identificados y borrosos, y
apenas reciben un nombre que les ofrezca una identidad provisional. Así, el
Autista, un ser casi metafísico que no sabe dónde colocarse a ciencia cierta:
“Alguna vez fue
un nerd, un geek, un freak a su manera. Ahora parece estar
más allá de todo eso” (p. 11).
El universo de Lage, quizás uno de los más originales dentro de las
literaturas escritas por autores cubanos en los últimos tiempos, desarrolla sus
propios argumentos especulativos para darle algún sentido a la irrupción del
tajo de concreto que desbarata las fronteras de la isla, por décadas tan
conservadas en el formol de una temporalidad congelada, ahistórica y fuera de
lo contemporáneo, y en una estasis no dialógica, no participativa. Bajo el
imperativo de un tránsito/crecimiento capitalista indetenible y hacia cualquier
parte, Cuba y las Antillas quedan conectadas con La Florida, México y otros
puntos continentales de las Américas, destruyendo ciudades, estructuras y
comunidades pre-existentes a su paso, y generando, al mismo tiempo, en virtud
de su efecto radioactivo, profundas mutaciones en los ecosistemas, los cuerpos
humanos y las mentalidades. Según la estrafalaria “Teoría Unificadora”,
semejante a las teorías del complot de Ricardo Piglia, por debajo de la
carretera visible discurre, sumergida, en una suerte de imagen archipielágica,
otra corriente de significancias mucho menos explícita pero no menos presente y
perturbadora:
Era
espeluznante. Era demencial. Era inconcebible. Tenía que ver con los flujos del
dinero, con los desplazamientos del capital, con las economías de mercado.
Tenía que ver con un mapa, si suponemos algo parecido a un mapa del tesoro …
donde al final no queda claro qué es el tesoro. Los flujos del dinero son, en
ese mapa, como autopistas. Hay intersecciones, rizos, desvíos; pero también
velocidades, caídas abruptas, saltos de dimensión. Y hay como una trama oculta
detrás de todo eso, una trama que salta a la vista como esas manchas
bidimensionales y aparentemente caóticas en las que surge de pronto una figura
con relieve cuando uno cambia el foco de la mirada. Y por supuesto, en los
nudos o los nodos de esa gigantesca red laten los fetiches, las ideas fijas,
los cuerpos apresados de todos nosotros. Sobre todos nosotros se están llevando
a cabo experimentos que nunca seremos capaces ni siquiera de imaginar. (Lage,
2014, p. 32).
En “Isla a mediodía”, de Anisley Negrín, que parte de un cuento de Julio
Cortázar, igual que la máquina narrativa de Lage se inspira en “La autopista
del Sur”, reconociendo ambos la influencia literaria de quien exploró con una
creatividad y humor muy personales las manifestaciones de lo fantástico en su
poética, la escritora retoma el motivo de la carretera, del paisaje desértico y
la errancia como actualizaciones del tópico de la carencia, opuesto al de la
abundancia y la fecundidad, que a partir de las primeras descripciones
colombinas sobre el Nuevo Mundo antillano fijó dos posibilidades de representar
el espacio insular. Con mayor insistencia que en la novela de Lage, Negrín se
recrea en la presencia opresiva del sol y del calor de una isla, lo que obliga
casi a conectar la atmósfera psicodélica de su historia y los actos
performativos de los extraños personajes on
the road con el ya clásico pasaje de Reinaldo Arenas en El color del verano:
Ya está aquí el
color del verano con sus tonos repentinos y terribles. Los cuerpos
desesperados, en medio de la luz, buscando un consuelo. Los cuerpos que se
exhiben, retuercen, anhelan y se extienden en medio de un verano sin límites ni
esperanzas. El color de un verano que nos difumina y enloquece en un país
varado en su propio deterioro, intemperie y locura, donde el Infierno se ha
concretizado en una eternidad letal y multicolor. Y más allá de esta horrible
prisión marítima, ¿qué nos aguarda? ¿Y a quién le importa nuestro verano, ni
nuestra prisión marítima, ni este tiempo que a la vez nos excluye y nos fulmina?
Fuera de este verano, ¿qué tenemos? (Arenas, 2010, p. 410).
El relato de Negrín pareciera erigirse como una estrategia existencial
frente a esta pregunta, como un atisbo de respuesta inconclusa más cargada de
incertidumbres, accidentes y fracasos que de convicciones y engañosos
triunfalismos al estilo de las retóricas/espejismos del Estadonación. Como en
Lage, se elude toda descripción y hasta el nombre mismo de los tres o cuatro
personajes que circulan “hacia el fin del mundo” por una carretera inespecífica
en un viejo Buick americano, transformado por las décadas revolucionarias, las
chapisterías consecutivas y las ingeniosas alteraciones criollas en el
vernáculo “almendrón” del transporte informal cubano. Dónde queda ese
enigmático confín, ya no de la Isla, sino del “mundo entero”, el ToutMonde,
nunca se precisa a lo largo del relato escrito con un lenguaje escueto y
minimalista, que sí contrasta con la prosa esquizo-anárquica de Lage, que roza
en el barroquismo, el abigarramiento y el entramado enloquecedor de signos,
maquinarias, robots, topografías, actrices, referentes culturales extranjeros,
alusiones veladas o explícitas a sucesos y personajes de la historia
local/regional/global (Hard Rock Café Havana, los Everglades, los indios
seminolas, Philip K. Dick, Neil Gaiman y Poppy Z, la Virgen de la Caridad del Cobre,
La Tropical, el ciclón Katrina, New Orleans, el presidente cubano de la Coca
Cola transnacional, un mexicanizado Hu Jintao que es, también, el ex presidente
chino, etc.), gestos todos que buscan poner a circular en la conciencia del
lector, sin jerarquías, una galaxia de apropiaciones, desvíos y piruetas
burlonas capaces de dinamitar los estereotipos, dramatismos y esencialismos
identitarios en torno a lo cubano y lo caribeño, mostrando su constante
negociación con/intervención en lo global, e inyectando de paso altas dosis de
cosmopolitismo, mundialización, deslocalización y espíritu postnacional a este
artefacto narrativo que es, en sí, un planeta.
El paisaje de “Isla a mediodía”, por contraste, está vacío de nombres,
estaciones, ciudades o señas de la modernidad. Es un auténtico desierto, tal
vez (no se dice) producido por el colapso del modelo socialista, por la apatía
y la abulia generalizadas, por la escasez y las miserias del bloqueo económico;
por la emigración como única perspectiva de futuro que ha ido despoblando el
interior y la capital de la nación hasta reducirla al tuétano, a la presencia
fantasmagórica de sus viejos y enfermos, o por los renovados huracanes y
desastres ecológicos que han horadado Cuba y desestabilizado aún más la existencia
de los sobrevivientes que lleva a cuesta. Las criaturas de este relato con
aires de road movie resultan, cuando
menos, confusas y alucinantes: un chofer que puede ser hombre o mujer según la
ambigua voz narrativa lo decida; una mujer que no se llama Consuelo, pero es
designada con ese nombre, que pertenece a la novia ausente del/la chofer a
quien sustituye (novia que cabe suponer fuera del país, en una distancia
infranqueable para el sujeto abandonado que la extraña desde adentro: “ella
también huye. Al final todos lo hacemos … estamos solos y la carretera es
larga. Y no hay nada ni a un lado, ni al otro”, p. 123); y una muñeca inflable
de nombre comercial Juliette que sirve como tabla de salvación y refugio (un
objeto flotante asociado de inmediato a los imaginarios de la diáspora de 1994,
a los naufragios y ahogamientos de tantos balseros que nunca llegaron a un
destino) al/la protagonista antes que como juguete sexual:
La veo y se me
antoja un salvavidas. Me aferraría a ella si me estuviera ahogando. Pero no me
estoy ahogando. No hay agua por todo esto. Solo la carretera, delante y atrás,
dividiendo la isla en dos de punta a punta, como el sol de las doce al
mediodía. No sé de dónde vengo. No sé hacia dónde voy. (p. 128).
El cuarto personaje es un hombre viejo, remedo de aura tiñosa y Quijote
enloquecido, que entra y sale de la carretera y del cuento sin explicaciones,
para gritar como un profeta a peatones y viajeros: “Todos vamos a ser
canonizados”. En las pocas páginas que conducen el viaje, primero en auto y
luego a pie, destacan la síntesis poética, la capacidad de improvisación, la
errancia y el sinsentido de las situaciones y performances. La mirada de desapego y distanciamiento sobre la
realidad se complementa con un intento (fracasado) por repoblar las ausencias
del panorama/patrimonio/acervo nacional correspondientes a quienes se han ido
con sus memorias fotográficas, que sustituyen su ausencia física por una huella
material:
Todos vamos a
ser (canonizados), lo queramos o no. En algún lugar, tras una cámara, habrá
alguien inmortalizando las imágenes … un cuarto oscuro, una luz que se
enciende, cuatro paredes forradas con miles de fotografías. —Estas son de los
que se han ido al fin del mundo. Rostros. Posiciones. Colores. El mismo
paisaje. El mismo sol del mediodía. (p.134).
Los sujetos migrantes de los 60 a los 90, del 2000 a hoy, comparten de
pronto el mismo muro en la más absoluta contigüidad que anula sus evidentes
diferencias, los reúne a pesar de las dispersiones y las discontinuidades
temporales. Instantáneas fotográficas las de esta distopía, que actúan como
parches intentando disimular, en vano, el evidente vacío, la desmemoria y el
borramiento que, al menos dentro de la Isla, en Cuba, sobreviene a cada partida
de escritores, intelectuales y artistas que dejan de ser recordados/tenidos en
cuenta en los procesos literarios, de canonización, y en las políticas
editoriales subsiguientes. De ahí que numerosos creadores cubanos se dieran a
la tarea de fundar distintas empresas editoriales y revistas impresas y
virtuales desde sus nuevos (o temporales) enclaves de trabajo y residencia. Aun
cuando el Estado detenta todavía el monopolio editorial, el concepto de la
edición digital continúa en pañales, el mercado cubano del libro es en extremo
localista, y tampoco existen auténticas editoriales independentes en Cuba que
faciliten la revitalización de los catálogos “nacionales” e internacionales o
fomenten la inserción de los autores cubanos en circuitos de promoción,
circulación, comercialización y reconocimiento a escala mundial, no es menos
cierto que la emergencia de blogs y publicaciones online a partir de los 2000, tanto desde Cuba, pese al pésimo
Internet que nos constriñe, como desde varias latitudes donde los cubanos han
construido formas de agrupamiento y convivencia (en el caso de Cuba, cabe citar
33 y un tercio, The Revolution Evening
Post, Cacharro(s) como revistas de la “Generación Cero”, exponentes de una
etapa tecnológicamente rudimentaria, o Claustrofobias,
El Toque, El Estornudo en la segunda década del siglo), ha acortado, o bien
hecho irrelevantes, las distancias entre la Isla y el Mundo, toda vez que estos
e-zines y bitácoras digitales
personales se comportan como agentes transnacionales que diseminan y
reterritorializan el campo literario nacional. De los cientos de fotos Polaroid
pegados en los muros de una cafetería contigua al fin del mundo de Anisley
Negrín, a la colaboración asidua con los magazines electrónicos, ambos recursos
funcionan como alternativas de resistencia y co-existencia para los sujetos
migrantes que se niegan a desaparecer, a ser “sacados del juego”, a extraviarse
en comarcas foráneas o a ser olvidados por sus culturas, familias, comunidades
interpretativas de origen: “Mentira. Siempre queda algo. Todo tiene sobras” (p.
131), dice alguien indeterminado en “La Isla a mediodía”. Otra vez, predomina
el escenario apocalíptico y de franco diseño distópico. Al presentarse con un
tono más austero y carente del componente lúdico que aligeraba las situaciones
en La autopista…, el texto de Negrín
demanda ser leído de forma distinta: “Al frente, la carretera. Y atrás. Larga y
sinuosa como una serpiente. La carretera no tiene principio ni fin, y siempre
conduce al mismo sitio, a un lugar de donde no se vuelve. Ella tampoco volverá”
(p. 124). La Isla es, pues, cualquier isla, todas las islas reales e
imaginarias, presentes y futuras, sempiternas zonas de tránsito y cruzamientos,
Middle Passage de los flujos
migratorios, pero también rito de paso del turismo aplanador, que viven
sometidas a la marcha de colectivos humanos, la desolación y la intemperie. En
su Introducción a una poética de lo
diverso, se refiere Glissant a la
importancia de considerar la asistematicidad de las distintas culturas del
mundo. Otra forma de pensamiento, más intuitiva, más frágil, amenazada, pero en
sintonía con el mundo en caos y con sus impredecibilidades: “Califico este
pensamiento como “archipelágico”, un pensamiento asistemático, inductivo, en
exploración de la impredecibilidad del mundo en caos” (2016, p. 46).
No importa demasiado, a estas alturas, o solo en algunos casos (pienso en
las crónicas sobre Miami de Legna Rodríguez Iglesias, o en las crónicas
habaneras de Dazra Novak que observan con renovado interés las abstrusas
creaciones independientes del paisaje urbano de la capital antillana),
preguntarse por el lugar de residencia (permanente o provisorio) de los autores
que hoy, desmarcados de la etiqueta Generación Cero, quisieran reinventarse
simplemente como artistas despojados de una deuda geográfica que los obligue a
presentarse a priori, de cara al
mundo y los lectores, como “escritores cubanos”, o a escala más reducida, “de
la isla”, para poder significar en el torrente de imaginarios glocales. Yo misma
desconozco, ahora mismo, el paradero de algunos de ellos. He leído sus
ficciones cuando vivían y publicaban en la Isla, y luego, con más dificultad y
lagunas en mis lecturas, por la imposibilidad de conseguir sus libros ya
editados “afuera”, los he rastreado en las habitaciones de Google para tratar
de leer, a retazos, los fragmentos disponibles y descargables desde infinitas
revistas y sitios virtuales. Al final lo que queda es escribir, defender
estéticas y poéticas tan inclasificables como personales, ser traducidos a
todos los idiomas posibles, incluso resultar intraducibles o quedar perdidos en
la traducción; editar novelas y colecciones de cuentos en editoriales
regionales de creciente prestigio, o en circuitos de mayor impacto
internacional y exposure crítico
(Alfaguara, Anagrama, Random House,
Gallimard, Tusquets, Penguin) darse a conocer aquí y allá, trascendiendo los
estrechos marcos del localismo, del estereotipo tropical, del significante
Cuba. Con esa visión apocalíptica y azorada de alguien con una ciudadanía y una
agencialidad precarias, vástago de una Isla que viene y va constantemente, se
pliega y repliega, sueña y reinventa, negocia formas de vida, de lenguaje, de
revisión e inscripción en lo cubano, Anisley Negrín sabe que llegar a un confín
es solo el inicio de una aventura personal, de un exponerse al mundo:
Nos sentamos en
la punta, con los pies en el agua, con la vista en el mar. Nos olvidamos de
todo. Hasta del sol. Hasta de si todo no es más que una de esas alucinaciones
que provoca el calor en medio del desierto. Ya no estamos en el desierto. Hemos
llegado … —¿Es este el único o hay otros? —¿Otros qué? — Fin del mundo…—Hay
otros, pero este era el más lejano. (p. 136).
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https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41703
Nancy
Calomarde
Universidad
Nacional de Córdoba, Córdoba, Argentina
Nancycalomarde@yahoo.com.ar
ORCID:
0000-0003-1875-7039
Recibido
18/03/2023 Aceptado 10/05/2023
El artículo se
propone indagar en las figuraciones (post)urbanas de la ciudad de La Habana a
partir de las producciones de dos artistas cubanos: una muestra del artista
plástico, Carlos Garaicoa, Epifanías
urbanas (2017) y un libro de relatos del escritor Jorge Ángel Pérez, En La Habana no son tan elegantes (2012).
En ambos casos, es posible leer esas texturas heterogéneas en clave de formas
de distopía (post)urbana enlazadas a una serie de imágenes y dispositivos que,
con frecuencia, reaparece en las artes plásticas y la literatura contemporáneas
como ficciones del “después del después” (De la Campa, 2017, p. 33). Son
relatos que no solamente deconstruyen las modulaciones del mito modernizador de
la urbe latinoamericana sino que avanza hacia una inflexión estético-cosmológica
que relee y desordena el sistema de dicotomías con las que la tradición procesó
el vínculo del sujeto creador con el paisaje urbano. Mi hipótesis es que la
figuración de una ciudad, vista e imaginada desde el lugar descentrado de la
alcantarilla, produce un movimiento centrífugo sobre su archivo imagético,
convirtiendo a esas figuraciones en sinécdoques del extravío y de lo estrábico
ya que, en tanto que urbe, La Habana se ha fugado de sus protocolos
fundacionales, se ha fugado también de la genealogía de las ciudades míticas
latinoamericanas (los Macondo, las Santa María). Entonces, la mirada oblicua
del arte, desde el devenir alcantarilla (ciudad/mirada), procesa su opacidad.
Palabras clave: ficciones (post)urbanas; alcantarilla;
catástrofe-fin
Looking at the city from the sewer. (Post) urban fictions
The article intends to investigate the (post) urban representations of Havana from the productions of two cuban artists: a sample of the visual artist Carlos Garaicoa, Epifanías urbanas (2017) and the story collection En la Habana no son tan elegantes (2012) by writer Jorge Angel Pérez. In both cases these heterogeneous narratives can be interpreted as forms of (post)urban dystopia, interconnected with recurring visual and literary images that depict of
“after the after” (De la campa, 2017, p.
33). These stories not only deconstruct the modulations of the myth of
modernization in the Latin American city, but also move towards
aestheticcosmological inflections that reinterpret and disrupt the dichotomous
relationship between the creative subject and the urban landscape. My
hypothesis is that these figurations of the city, viewed and imagined from the
decentered place of the sewer, generate a centrifugal movement within the
city's imaginary archive, transforming these representations into synecdoches
of loss and disarray. As Havana, while remaining a city, Havana has
escaped from its foundational protocols, it has also distanced itself from the
genealogy of the mythical Latin American cities like Macondo and Santa María.
Thus, the oblique gaze of art, emerging from the sewer (both as a physical
space and a metaphorical vantage point), gives rise to its opacity.
Keywords: (post)urban fictions; sewer; catastrophe; end
A Gloria le
gusta una vieja canción de los Van Van esa que dice que La Habana no aguanta
más.
Jorge Ángel Pérez
Una mirada
desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo.
Alejandra Pizanik
En una crónica de 1846, titulada “Un año en La Habana”, el cubano Teodoro
Guerrero ofrecía la siguiente visión de
su ciudad
Las boticas
están puestas con un gusto que no he visto en ninguna parte de España, pero
sobresalen las de Santo Domingo, San José y la de Cabezas. Las tiendas de la Habana tienen poco que envidiar a las
naciones más cultas y más ricas; los talleres de sastrería de Güell, Guillot y Luna son los
más favorecidos por los elegantes. Enumeraré las mejores tiendas, no siéndome
posible ni del caso citarlas todas. De objetos de lujo, juguetes y caprichos
extranjeros, el Palo gordo, El buen gusto de París, la de Desvernine y Precios fijos.—De géneros y paños, La Palmira y La Escocesa.
—De flores, La Primavera.—De papel,
las tiendas de Mestre.—De muebles, el
almacén de Lombard, en Santo
Domingo.—Platerías, El espejo y El puño de oro. —Sombrererías, La Universidad y El correo de Ultramar.—Fondas, El
águila de oro; además hay otras bien servidas, e innumerables ferreterías,
peleterías, cigarrerías, locerías etc. En la Habana se encuentra cuanto se
quiere, porque el dinero abunda y se sabe apreciar el valor de los efectos.
(Guerrero, 1846, pp. 41-44).
Reproducida en La Habana Elegante.
Segunda época1 (1998-2015) la crónica —en su barroco anacronismo—
repone el gesto de exhumación de un mundo excesivo y lujurioso que se resiste a
desaparecer en la pervivencia de las ruinas que exhiben todavía un resto de
vida. Desde una visión tardoromántica y modernista, la crónica actualiza un
imaginario urbano largamente proyectado en la literatura cubana como repertorio
estético y político. Así, la crónica no se priva del amaneramiento modernista
en la descripción de la arquitectura, ni en la genealogía de nombres propios
que legitiman una herencia colonial-americana ni se priva de la exhibición
ambigua del gesto coleccionista y del despilfarro, configurados en el gasto
erótico de objetos, libros y souvenirs que sus tiendas alojan. Como si por ella
caminara todavía el poeta Julián del Casal, la ciudad modernista y caribeña del
flaneur latinoamericano regresa en la
publicación contemporánea, para exhibir sus fetiches, su estetización y
mercantilización, como gesto anticipatorio de las estampas festivas y
edulcoradas de los paraísos americanos que impregnarían el repertorio imagético
de occidente en la primera mitad del siglo XX.
Tuvo que transcurrir un siglo para que la revista habanera volviera a ver
la luz. Es el propio Morán quien insiste en el gesto de escribir-la
(revista/ciudad) como homenaje, refundación y exhumación, como su sino poético:
Sobre ese vacío
es que queremos fundar. Éste es, pues, un homenaje a la Habana, a la poesía
cubana, y a Julián del Casal. Las puertas de nuestra humilde redacción están
abiertas. Como estuvo, está y estará abierta siempre la Isla al aroma del té y
del café, a los kimonos y guayaberas, a los barcos y a los huracanes, a los
exilios y despedidas, al sueño y a la pesadilla. En un café habanero,
—"multiplicador del hastío"—, trazamos con la uña de Lezama "un
pequeño hueco en la mesa" e insistimos "en que alguien tiene que
llegar". La risa de Casal se extingue en el humo del último cigarro, y del
aneurisma roto comienza a caer en pequeños cristales, la nieve perfecta,
blanquísima, reparadora, sobre los tejados de la ciudad. (Morán, 2001).
En las noches de carnaval, entre 1949 y 1950, según fecha consignada por el
propio poeta en su edición posterior, Lezama Lima, a quien Abilio Estévez
designó como “el más habanero de los habaneros” (2011, p. 21) escribe ochenta y
cinco crónicas sobre su ciudad, las que publicaría de manera anónima en el
famoso Diario de Marina, y,
posteriormente, reuniría en un ensayo poético memorable, Tratados en La Habana (1958), bajo el título de “Sucesivas o las
coordenadas habaneras”. La lujuriosa coexistencia en la causalidad concurrente
que proyectó en el “Sistema poético del mundo” vuelto crónica urbana en este
texto, reúne a Platón con Sócrates y Anaximandro, a Gastón Gaztelu con Goethe,
a todos los poetas, a los paseantes, a los maestros y sus discípulos, a las
bibliotecas y los parques, a la gastronomía con el mar y las estanterías
repletas de objetos. Las posibles y difusas temporalidades y espacialidades se
reúnen en este ensayo donde el escarabajo de oro (amado por los contemporáneos
del cometa Halley, según el poeta) reúne “lo teogónico y lo mágico, lo infuso y
lo sobrenatural” (Lezama Lima, 1958, p. 316) para desafiar la mirada
historicista sobre una ciudad, para acceder a ella desde la poiesis y el mito, en el lugar donde
el artista
siente su ciudad, su entorno, la historia de sus casas, sus chismes, las
familias en sus uniones de sangre, sus emigraciones, los secretos que se
inician, las leyendas que se van extinguiendo por el cansancio de sus
fantasmas. (Lezama Lima, 1958, p. 317).
En 1960, Virgilio Piñera, luego de su regreso a La Habana después de doce
años de exilio porteño, escribe a su amigo Humberto Rodríguez Tomeu para
contarle que está pronto a acceder, por primera vez en su vida, a la condición
de propietario de la casa que ambos habían alquilado en Guanabo, durante un
periodo anterior de convivencia: “ya somos presumiblemente dueños de la casona
de Guanabo. Seré propietario” (Piñera, carta del 20 de octubre). No solo le
cuenta la felicidad de habitar un hogar sino que se toma una preciosa
fotografía en su portal para enviársela por correo con la leyenda “Me acabo de
hacer una foto magnífica la llamo el guardián del templo” (Piñera, 1960)”2.
Apenas unos meses más tarde, escribe otra misiva para contarle no solo la
pérdida de “su templo” (Piñera, carta de 8 de noviembre de 1961) sino el cierre
de Lunes (1959-1961). Virgilio, que
había accedido — también por vez primera— a una destacada, aunque precaria,
condición de funcionario público con un puesto de editor fijo en el periódico
oficial Revolución en los primeros
meses de 1959, imagina con convertirse de pronto en “propietario”. Mientras
atraviesa su momento de máximo reconocimiento en el espacio cultural habanero,
soporta, sin embargo, la expropiación de la casa en alquiler. Las disposiciones
del gobierno revolucionario3
determinan que se suspendan los alquileres de casas y se reasignen las
viviendas a sus habitantes circunstanciales.
Probablemente, esta disposición abre, en un primer momento, un horizonte
de posibilidades materiales al escritor que le permitirían acceder a un nuevo
estatuto. Sin embargo, y probablemente a raíz del episodio de las tres P por
las cuales el escritor fue detenido en una confusa circunstancia, elidida en
sus cartas, sucedió algo que modificó radicalmente sus planes. El episodio de
la pérdida de la casa exhibe el proceso de transformación de la ciudad en los
primeros años del nuevo gobierno, durante el cual las antiguas casonas de El
Vedado o Guanabo desocupadas o con pocos habitantes eran redireccionadas a sus
transitorios ocupantes o destinadas a funciones oficiales. Además de exhibir, en términos estéticos, la
potencia material de su poética, el episodio recoloca a las cartas en un
entramado escritural a partir del cual es posible leer sus ficciones de La
Habana como ciudad carcelaria. No solamente es una ciudad-ficción fantasmal y
aislada, rodeada por la “maldita circunstancia del agua por todas partes”, es
también la ciudad de la “insustancialidad” como diría Cintio Vitier (1988, p.
233), la ciudad autofágica, material y absurda, que se devora a sí misma como
los habitantes a sus entrañas, la tantálica urbe configurada en su cuento “La
carne”: “¿Era, por ventura, dicho colofón el precio
que exigía la carne de cada uno? Pero sería miserable hacer más preguntas
inoportunas, y aquel prudente pueblo estaba muy bien alimentado” (Piñera, 2002,
p. 29).
En la primavera de 2017, el
artista cubano Carlos Garaicoa4 (1967) presenta en Bilbao su primera
exposición con el título Epifanías
urbanas donde reúne tres intervenciones Sin
título (Alcantarillas), Fin de
Silencio y Partitura. La muestra se completa con un taller en
que se propone a los participantes la creación de una pieza colectiva a partir
de la deriva como método de exploración. La exposición en conjunto puede ser
leída como una interesante reflexión sobre la ciudad contemporánea mirada desde
la singularidad de La Habana en sus devenires alcantarilla. De este modo, La
Habana vista por el artista plástico en tiempo presente habilita el gesto
estético-político de revisión del archivo hipostasiado de imágenes de la
ciudad.
Como podría inferirse de la lectura de estas escenas, el arte y la
literatura no solamente han venido exhibiendo un sobreabundante archivo
imagético sobre la ciudad de Lezama sino también promoviendo su parodización e
inversión. Pese al aura mítica y a la saturación de imágenes de esa ciudad que
exponen los archivos, o quizá precisamente por ese exceso, a la hora de
intentar escribirla, de imaginarla, cierta opacidad de la forma corroe la
inexpugnable visión de la “ciudad de las columnas” (Carpentier, 1982, p.32). La
ciudad simula desaparecer de a poco en el gasto de la mostración perpetua, aparenta
amenazar con volverse espectro de sueños políticos antitéticos, tanto del
capitalismo y de las ficciones de modernidad como de las (u)topías revolucionarias que montaron una
ciudad flotante (ficcionalizada en las barbacoas de Antonio José Ponte) sobre
los antiguos solares y una ciudad sovietizada, enlazada a las casonas
modernistas y coloniales, adherida a otra ciudad de enormes monoblocs que no
fueron sino los complejos habitacionales diseñados para el modelo urbano cubano
socialista de las primeras décadas de los años 60. Esas dos ciudades,
tensionadas en otras tantas, exhiben hoy su potencia de ficción-Atlas (Didi
Huberman, 2010, p.3), que la fotografía intervenida de Garaicoa, “La
chocolatería”, en su escritura en filigrana expone a través del juego visual
con las lógicas, lenguajes y agencias yuxtapuestas. La imagen fotográfica
agencia en su materialidad barroca, en su estética de plástica excavatoria y en
su furiosa potencia futurista la convergencia de disímiles e interpelantes
relatos. Como las cuatro escenas recortadas de modo arbitrario en este trabajo,
ella visibiliza el carácter de palimpsesto de la ciudad, en su heterogeneidad
material y espacial y en su convergencia de temporalidades. El carácter
metafórico de los hilos aéreos reenvía a otros futuros de la ciudad, a los
por-venires habaneros que el arte puede imaginar.
Figura 1
Chocolatería
Fuente: Garaicoa, 2014.
Es posible proponer entonces que así como el desborde/exceso (que narra el
documental PM en la noche habanera de los años 50), la ruina de la ficción
documental —en sus diversas modulaciones de fantasma, teatro de la historia y
plaga (Florian
Borchmeyer y Matthias Hentschler, 2011)— han venido configurando algunas de las formas de acusar su distopía como
opacidad. Si esta exploración resultó
muy estimulante para la arqueología literaria y plástica, particularmente a
partir del proceso de reevaluación nacionalista abierto luego de la aguda
crisis del Periodo Especial, no puede sino resultar paradójico que esta urbe
opaca atraviese las figuraciones de la ciudad más fotografiada e imaginada de
la región.5 Para proyectarla como imaginario distópico, algunas
formas estéticas de la contemporaneidad exacerban su ilegibilidad, ya en las
formas del espacio-alcantarilla del mundo globalizado, ya en la intemperie del
solar, ya como emergencia de un epifenómeno postlarvario en un mundo
impredecible del que habríamos extraviado todas sus coordenadas, un gesto
posthumanista, en suma, que suspende nuestro diseño de mundo (Danowski, Viveiro
de Castro, 2019, p. 8).
En este artículo me propongo interrogar, entonces, ciertas formas de esa
distopía posturbana que aparece en algunas imágenes de las artes plásticas y la
literatura contemporánea como ficciones del “después del después” (De la Campa,
2017, p. 33). Esos relatos no solamente deconstruyen el relato modernizador de
la urbe en sus diversas modulaciones, sino que avanza hacia una reflexión
estético-cosmológica respecto de la relación entre el hombre y el espacio, o mejor
entre naturaleza y cultura en la contemporaneidad. Para ello me centro en los
relatos del escritor cubano Jorge Ángel Pérez,6 publicados en el
volumen En La Habana no son tan elegantes
(2009) y en los fragmentos de la muestra del artista Carlos Garaicoa Epifanías urbanas (2017). Mi hipótesis
es que la figuración de una ciudad
vista e imaginada desde el lugar
descentrado de la alcantarilla produce
un movimiento centrífugo sobre el archivo imagético de esa ciudad,
convirtiendo a las figuraciones en sinécdoques del extravío, de lo
estrábico ya que, en tanto que urbe, La Habana se ha desviado de sus protocolos
fundacionales (respecto de los dos cortes historiográficos principales
promovidos desde diferentes ideas de república/pueblo/ nación con formas de la
colonialidad, la de 1898 y la de 1959), de los códigos instituyentes de la
noción de ciudad como motor de cambio e integración, y de los proyectos
urbanísticos sucesivos que la moldearon
como espacio de la experiencia común.7 Vale decir, la cartografía
poética habanera que se proyecta en el presente desde diferentes disciplinas
estéticas visibiliza otras modulaciones de la noción de comunidad, en tensión
con los diversos proyectos políticos (colonial, republicano, nacional o
trasnacional, revolucionario).
En estas figuraciones distópicas, encontramos una territorialidad como
resto, figurado en las alcantarillas en
tanto espacios del desagüe de la ciudad y en tanto dispositivo bifronte de la
modernización urbana que se configura, por un lado, como la materialidad del
progreso, en tanto forma-producto de políticas específicas de
sanidad-salubridad: las cañerías subterráneas que aseguran la higiene del
espacio; y por otro, su anverso, lugar
residual, (im)pura cloaca por donde
circulan los deshechos. Es en este último sentido que la alcantarilla
no es sino la zona del desguace de la urbe, vale decir, la pila sacrificial
adonde se conmina simbólicamente a lo indeseado e invisibilizado de una
sociedad. Por un sistema de correspondencias que habilitan las mismas imágenes,
el solar habanero, viene a figurar otro espacio análogo que repite idénticas
marcas, tal como leemos en los relatos de Jorge Ángel Pérez. En este sentido,
ambos registros —alcantarilla y solar— configuran la metonimia de una imposible
experiencia de comunidad, en los términos de Nancy (2000, p. 44). El solar
habanero emerge como el borde de la ciudad, allí donde se astillan las formas
de lo común. Sin embargo, no solamente
la alcantarilla aparece en estos textos como metáfora del resto, de lo que no
puede ser asimilado ni integrado, sino que adquiere otro matiz. Se presenta en
la forma de un espacio distópico en correspondencia con un imaginario
postdiluviano que lo funda: la intemperie del después, el escenario del después
del fin cuando la catástrofe (ambiental, histórica, política) ha descompuesto
el cosmos.
Volviendo a la obra de Garaicoa, vale precisar que su trayectoria artística
comienza muy temprano, casi sin poseer estudios formales en arte. El artista se
inicia en una práctica que es a la vez estética y política, una conjunción en
la que no dejará de insistir. Como
caminante y fotógrafo registra e imagina su Habana Vieja natal. Si bien su
búsqueda ha derivado hacia una zona objetual y conceptual, la misma obsesión
del novel fotógrafo por la ciudad como objeto de investigación/creación
atraviesa la obra posterior. La primera de las instalaciones que integra la
muestra, Sin título (Alcantarillas)
consiste en una proyección de fotografías intervenidas, donde el suelo urbano
está focalizado en las alcantarillas. El movimiento de tránsito por ellas da
forma a cada una de las obras. Se experimenta así, una ciudad en movimiento
compuesta por estratos de memorias colectivas que estallan en el contacto
mutuo. En la figura dos, observamos una
alcantarilla en cuya circunferencia dominante se lee “Compañía general de
electricidad”-“impuestos”. El sintagma reenvía al proyecto urbano moderno que
propende a garantizar los servicios esenciales, como la luz, a partir de la
recaudación económica que configura una forma de ciudadanía participativa sobre
cierta base de equidad. La relación entre los pilares de esa organización
social: Estado, Derecho, cosa pública y participación-contribución se configura
como programa de construcción de una ciudad inclusiva. Ella aparece reforzada
por los semas del segundo circulo —educación y
Estado-nación— que reenvían al programa de gestión política de la Nación
moderna. Sin embargo, en el tercer círculo, la economía discursiva del proyecto
comienza a deconstruirse. Allí leemos: sanidad-corrupción. El oxímoron exhibe
los fracasos de las políticas públicas y el descrédito social al que los
desvíos urbanísticos conminan al caminante que, en un circunloquio, mira la
ciudad que los mira. El diagrama circular, a su vez se encuentra intervenido
por la violencia de cuatro dianas o flechas, cuyo corte o disrupción expone el
quiebre del relato hegemónico de la modernidad por vía de la violencia del
gesto. De modo que la sucesión de alcantarillas —que expone la intervención en
conjunto— funciona como el punctum
(Barthes, 2006, p. 23) de su obra: remite al lugar del residuo de la ciudad en
el doble sentido de desagüe y desguace, donde se desagotan los residuos, lo que
excede de la modernidad pero también donde se desintegra la acumulación
capitalista y la teleología comun(ista).
En ese punto ciego, la ciudad vuelve a narrarse despojada de los relatos
vacíos. El ojo del artista se detiene en
la forma de las frases inscriptas en círculos concéntricos sobre el relieve de
hierro “Compañía general de electricidad”-“impuestos”;
“Educación”“Nacionalismo”; “sanidad”-“corrupción”, y ese detener la marcha y
recortar la mirada produce el efecto
irónico de desdecir en su figuración precisamente aquello que aparenta
proclamar, una suerte de interpelación
ética y estética a la deriva de la ciudad en su devenir cloaca. Dicho dinamismo
hace implosionar la noción estática del urbanismo tradicional, y su modulación
maquetada y fija. En su reemplazo, el artista propone una praxis político-estética
como caminata activista y creadora, que, al mirar, selecciona, corta, secciona
e interviene, vale decir refunda otra vez el espacio urbano bajo protocolos
diferentes.
A la manera de otros artistas multidisciplinares del Caribe, el portoriqueño
Eduardo Lalo (2002) traza en sus ensayos visuales una ciudad devastada,
invisibilizada, que emerge como una cicatriz. La fotografía-ensayo se vuelve
borradura del acta notarial y de la cartografía oficial, para ser sustituida
por el borroneo, por el ensayo, por la pisada como rastro-tanteo. De hecho, en
el caso de Garaicoa, la elección del piso como soporte de la exposición,
transforma no solamente la dinámica de la escena en tanto que hecho estético
sino su forma de experimentación: más que la mirada, la obra concita un reparto
amplificado de lo sensible (Ranciere, 2009, p.11) por vía de un caminar sobre
la ciudad, una experiencia de subjetivación del espacio hecha a partir del
contacto (inmersivo) y del movimiento, del tacto hecho texto en el tocar-andar
la textura de sus calles y aceras.
En un juego de similitudes y distanciamientos críticos, la obra coquetea
con la experiencia de la misma ciudad en la que se monta la obra —Bilbao— en la
reproducción de sus prolijas veredas, al tiempo que relee la tradición estética
y política de su ciudad natal, foco de las obsesiones plásticas del artista.
Las alcantarillas son instaladas en un entrecruzamiento ambiguo entre texto e
imagen para producir un desvío en la experiencia participativa del espectador
de la imagen-alcantarilla, un desvío que exhibe la incomodidad del ciudadano
caminante que recorre su ciudad. Esa
incomodidad transeúnte hace visibles las disrupciones y erupciones del montaje
urbano materializados en la ingeniería vial como epítomes de los proyectos
políticos y sociales a los que da rostro.
Traducidos en la experiencia estética de la instalación, esos artefactos
apelan a la ironía, a la tangencialidad y a la metonimia como estrategias de
elusión de las imágenes desgastadas del archivo urbano —la ciudad de las
columnas, la ciudad souvenir— para exhibir su revés en “soportes oficiales que
recogen los sentires no oficiales” (Hernández Simal, 2017, p. 35). La
centralidad de la obra está puesta en el dispositivo de un diseño público (la
modernidad de los canales de desagüe como protección sanitaria) que afecta los
cuerpos, sin embargo, convoca memorias disidentes e invita a recorridos
subalternos. De este modo, traduce el caminar por la ciudad a una geoestética
de atlas que hace de la sobreimpresión, la yuxtaposición, un modelo de
coexistencia urbana heterogénea en el que sobreviven las diferentes estampas de
ciudad sin causalismo, cancelación ni teleología.
Sin título (Alcantarillas)
Fuente:
Garaicoa, 2017.
El volumen, En la Habana no son tan
elegantes (2009), está integrado por un conjunto de ocho relatos reunidos
no solo por la experiencia de la territorialidad cohabitada de una antigua
casona del siglo XVIII convertida en derruido solar de La Habana Vieja, sino
por la presencia autoficcional del narrador personaje. “El maricón” Jorge Ángel
que, repite/disloca narrativamente el punto de vista y el ritmo del
mirar-transitando del caminante y fotógrafo de la modernidad. A diferencia de aquel, este flaneur--mirón-chismoso se detiene y
focaliza en las historias íntimas, singulares y oscuras que nadie quiere sacar
a luz. Esos relatos imprudentes forjan narrativas postépicas y trágicas en tono
menor, al interior de una economía discursiva donde la locura sustituye a la
gesta y donde heroísmo se trastoca en pulsión de sobrevivencia. Se estafa, se
miente, se engaña y se simula para no morir. Estos personajes, convivientes
precarizados de la intemperie del solar son seres que han atravesado la
derrota. Están unidos por la falta (pobreza material o mutilaciones físicas/
simbólicas). Entre ellos, un veterano de la guerra de Angola inmerso en
relaciones incestuosas, un deportista paralítico que estafa a los turistas, una joven que
asesina a su novio holandés por traición (ante su negativa a rescatarla del
solar), aguateros, las “putas baratas” de Monte y Cienfuegos. Si bien los
personajes se montan a partir de estereotipos, sus conductas erosionan los
códigos de la moral común y exhiben su carácter absurdo.
El corrimiento del punto de vista de toda la narración de una temporalidad
“posible”, en términos de una noción adaptada a la política de los consensos en
torno a lo que se entiende como tempo
vital, y focalizado en la materialidad del “después del después” (De la Campa,
2017, p.34)
proyecta un giro en la experiencia de los cuerpos convocados a la experiencia
común, y establece un registro no codificado de la noción de vida-muerte,
abierta a la pura ficción. En tal sentido, el fuego y la falta de agua
instauran una factura temporo-espacial caótica como el escandaloso anverso de
la teleología insular, de la fiesta innombrable. De modo paralelo, se postula
la inversión del riesgo de la doxa
del relato urbanístico: La Habana, ciudad amenazada por la degradación marítima
y los huracanes a la que se suma, el contrarrelato “disidente” presente en las
artes, la literatura y los medios que denuncia un proceso de más de medio siglo
de desinversión económica y ausencia de proyectos de conservación. Ambos se
sustituyen en los relatos de Pérez por otra forma ficción de la catástrofe, por
su anverso, el incendio (y la sed), lo que convierte al procedimiento de
metaforización en un recurso irónico. Lo
que queda a la postre del desastre es un apéndice de la vida, un preludio de la
muerte donde rigen otras formas de codificación y de agenciamiento de cuerpos y
espacialidades: muñones de vida, barbacoas suspendidas, cuerpos hacinados. Esta
transfrontería (Calomarde, 2012, p.
69) entre la vida y la muerte, coloca a los personajes en el lugar de
sobrevivientes de la catástrofe. Si bien la ficción cubana del período especial
ha sido pródiga en metáforas que aluden a esa precariedad, la singular mirada
del narrador de Pérez hace foco en el excedente de vida que la muerte no puede
dar fin.
En un memorable relato de Ponte (2005), descubrimos al personaje del
urbanista, que redacta una tesis sobre la construcción de barbacoas, inspirado
en el Tratado breve de estática milagrosa.
Se trata de un conjunto de enunciados que se esmeran por explicar científicamente cómo ha hecho La Habana para
permanecer en pie, para concluir que eso solo es posible a través de un
pensamiento mágico. En virtud de esa
transformación, no resulta casual, entonces que el título del volumen dialogue
en clave paródica con la mítica revista modernista del siglo XIX, La Habana elegante, que había consagrado
a la perla del Caribe como el epicentro de Ciudad letrada y la ciudad
modernizada (Rama, 1986), como leímos en la crónica de 1846, universo
definitivamente clausurado por la catástrofe.
Otra serie de anacronismos atraviesa el texto instaurando un devenir de
temporalidades yuxtapuestas y un saber contrahistórico como augurio/ presencia/
memoria. En la dedicatoria del volumen dirigida a Isabel de Bobadilla, se lee:
“que previó el fuego, que esperó el rescate” (Pérez, 2009, p. 2) remite a la
emblemática estatua del castillo de La Habana, La Giraldilla, en honor a la
primera gobernadora y esposa de Hernando de Soto. Es el epítome de la espera
habanera, en la figura de una mujer que espera en vano el regreso de su amado, naufragado
en el mar. Este paratexto produce, anticipa la inversión de la economía
narrativa de la catástrofe del naufragio presente en las crónicas del
descubrimiento y la catástrofe del fuego.
El primer relato, “En una estrofa de agua” dedicado “A todos los desaguados
de la Habana, a sus aguadores” (p. 3), narra la historia de Esteban, un joven
habanero cuyo padre, sobresaliente nadador, apodado Mojarrita,
inexplicablemente, en una de sus salidas al mar, muere ahogado. Su hijo no da
crédito a lo sucedido y peregrina en busca del hombre-pez.
Su padre nunca
escuchó hablar de Anaximandro de Mileto, sin embargo, entraba en el agua
asegurando que el hombre descendía de los peces. El hijo lo miraba nadar: una
braceada y luego otra, agitados levemente los pies. Rítmicos los movimientos de
su padre en el avance, en la conquista de la otra orilla. El hombre desciende
de los peces, decía, y tomaba entre las manos un poco de agua para que el niño
contemplara aquella transparencia, entonces
se hundía en las profundidades para reaparecer en un salto erguido, en largos
silbos que imitaban al delfín. (p. 5).
La tragedia configura una escena bisagra en la vida de Esteban, quien
sobrevive atravesado no solo por la falta del padre, sino por la sed, y la vida
miserable que lo conducen a la idea de suicidio. Finalmente, perece como todos
los personajes en el incendio del solar. El relato trabaja sobre los discursos
que remiten a la experiencia de los problemas de abastecimiento de agua en
diversas ciudades de Cuba y que configuran una de las formas de la ruina y la
catástrofe urbana.
Desde su casa,
en un solar de la calle de Aguiar, muy cerca de la loma del Ángel, camina por
la Avenida de las Misiones y mira al yate Granma
que ya no flota sobre el mar, ahora descansa en un pedestal y ha quedado
resguardado del agua por gruesísimos cristales. Luego bordea el palacio de
Bellas Artes y las tantísimas instalaciones que lo rodean. Solo una le
interesa, una carretilla parecida a la del Crema pero más grande, como suelen ser
las carretillas en las instalaciones de arte, y sobre ella dos tanques
gigantescos: uno negro, el otro rojo. Una carretilla y dos tanques
acromegálicos burlándose del mal que agobia a la ciudad. (p. 6).
La presencia de una notable biblioteca latinoamericana da cuerpo a las
ficciones. Desde el Quijote y los relatos del descubrimiento a “El ahogado más
hermoso del mundo” de García Márquez (1972). Por ejemplo, en el relato aludido,
el nombre de Esteban reenvía a uno de los personajes más interesantes del texto
Naufragios de Alvar Núñez Cabeza de
Vaca (2013). En ambos, este hombre pez-caimán guarda la memoria prediluviana de
otro cuerpo. Esteban o Estabanico fue uno de los sobrevivientes del naufragio
de la expedición de Pánfilo de Narváez narrada por Alvar Núñez y, esa crónica,
es considerada uno de los primeros relatos desmitificadores del descubrimiento
y de la visión del Caribe como paraíso terrenal. La hipotética genealogía
trazada con el negro sobreviviente y su reenvío a la escena trágica de la supervivencia
de estos “sujetos conquistadores” sometidos, sujetados a una naturaleza que
amenaza con devorarlos, instituye en su función intertextual una clave para la
narración de En la Habana e instaura
la escena postnaufragio, de la post-catástrofe como experiencia propia del
espacio insular, invirtiendo de este modo la teleología y la excepcionalidad
fijada por una densa tradición.
La Habana también se construye en el anacronsimo distópico, hallando un
paralelo en la sequía del París premoderno:
Parecía fluir el
Sena en su discurso. Veinte mil aguadores y el Sena plenísimo atravesando la
ciudad que veía el Crema. Bellísima la vio, mucho más bella que la que tenía
delante, y los edificios no estaban en peligro de caer, con sus escaleras
empinadas, segurísimas. El Crema veía a París y a sus aguadores, se veía.
(Pérez, 2012, p. 20)
De diferentes modos el relato construye una noción de ciudad intemperie,
ciudad umbral a punto de derrumbe, atravesada por la desesperación por el
calor, la falta de agua, la pobreza: “Agua, agua, agua, balbucea, esperando
inundación o al menos una imagen” (p. 21). El sufrimiento de la ciudad no es
sino el correlato de dolor de los personajes.
Es una ciudad umbral a punto de desmoronarse que hace estallar las
categorías de realidadficción. La angustia se convierte en la máquina de
triturar certezas y la canción de los Van Van le reafirma a Gloria que “La
Habana no aguanta más” (p. 34). Allí, el calor se convierte en la doxa que permite explicar su sequía, la
pobreza de pensamiento crítico porque “un país que sude tanto no puede pensar”
(p. 35) o que “los pingüinos piensan mejor que los cubanos”. Y la miseria, como
sustracción y negación que proyecta el después de la catástrofe no es un dictum sin más, tiene un agenciamiento
ético en las políticas públicas: “Si Gloria supiera de geopolítica y economía,
le podría hacer la correspondencia entre temperatura y desarrollo, lo malo es
que no sabe y tiene que conformarse con el calor y las miserias que conoce” (p.
88).
El montaje de las cuatro escenas —ciudad modernista, infusa y sobrenatural,
tantálica, barroca— que abre este ensayo procura exhumar algunos de los
registros de una ciudad trasvasada por el ojo del escriba, del artista y del
urbanista. Alejados sus coordenadas y sucesivas hipóstasis, aunque en diálogo
polémico con ese archivo, algunos creadores, buscan narrar una Habana en tono
menor, un resto Habana.
La estetización del desastre, como la deriva trágica de La Habana mítica ha
estado sometida a diversas reinterpretaciones vinculadas a su destino
histórico, a los vaivenes revolucionarios y posrevolucionarios, e inclusive a
su lugar como metonimia de otra historia para América Latina. Sin embargo, su
devenir solar-alcantarilla que ha expuesto el arte y la literatura de los
últimos años permite pensarla en el registro inverso, como una metáfora del
mundo del después del fin. Esa potencia política y estética de la metáfora
habilita a plantear lo que DanowskiViveiros de Castro (2019, p. 6) denominan la
hiperconciencia global respecto del fracaso de las políticas modernizadoras y
la propuesta de una nueva relación entre cultura y naturaleza.
Toda esta
floración disfórica se ubica a contracorriente del optimismo
"humanista" predominante en los últimos tres o cuatro siglos de la
historia de Occidente. Preanuncia, si es que no refleja ya, algo que parecía
estar excluido del horizonte de la historia en cuanto epopeya del Espíritu: la
ruina de nuestra civilización global en virtud de su hegemonía indiscutible, un
ocaso que podrá arrastrar consigo a considerables porciones de la población
humana. (2019, p. 19).
La llave para releer, imaginar la potencia del devenir mundo, no mundo, y
la responsabilidad ética de América Latina, frente el fin de la historia podría
encontrarse en las escrituras, como en el cuento: “De América soy hijo”
Es por eso que
algunos vecinos han estado diciendo que fue la demente de mi madre, quien
prendió el fuego que achicharró a Jorge Ángel, el mismo que asó a Esteban y
también a Ovidio. ¿Usted no les cree, verdad? Los vecinos del solar, de todo el
barrio, no tienen razón. América no le hace daño a nadie, a ella nada le
interesa, únicamente apostar a un número y ganar dinero para seguir jugando
(Pérez, 2009, p. 130).
Anderson, T.
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1
La revista
literaria modernista, La Habana Elegante
(1983-1896), acogió a los poetas principales de la isla, en especial a Julián
del Casal, Ramón Meza y Aniceto Valdivia. Señala Morán, en su Habana Elegante respecto de su
antecesora (Morán 2001). En su Segunda época, se convirtió en una revista
académica, dirigida por el poeta Francisco Morán.
2
La
correspondencia de este período ha sido publicada en el volumen editado por
Thomas Anderson (2012). En mi investigación, este consultado este archivo y
otros materiales de Piñera en la Firestone Library (Princeton University, EEUU)
durante el mes de junio de 2022. Las cartas aquí citadas son las que
corresponden a ese registro y se citan con fecha.
3Según Hamberg (1994) las
políticas pos revolucionarias de la vivienda en Cuba se vieron influenciadas
por diversos factores, entre los cuales menciona las diferencias de condiciones
de vida entre la ciudad y el campo y entre clases sociales dentro del área
urbana, el control de alquileres coexistiendo con altas rentas y un derecho de
permanencia establecido por ley. Después de un largo proceso, el 14 de octubre
de 1960 fue promulgada la LRU, declarada como parte de la Ley Fundamental,
otorgándosele el rango constitucional que afectaba al derecho de la propiedad y
de la política de la vivienda: “Se traspasó el fondo completo de viviendas de
alquiler en propiedad a sus correspondientes habitantes; los antiguos
propietarios fueron indemnizados por el Estado según el año de construcción y
monto del alquiler de la vivienda perdida; se decretó la eliminación y
prohibición de todos los gravámenes hipotecarios sobre inmuebles urbanos; se
eliminó la institución legal del alquiler de viviendas y se prohibió toda forma
de alquiler entre particulares”.
4
Carlos
Garaicoa (Cuba, 1967), que vive y trabaja entre La Habana y Madrid, es uno de
los artistas más reconocidos de América Latina. Ha participado en numerosas
exposiciones personales y colectivas en Cuba, Suiza, Estados Unidos, Alemania,
España, Canadá, Brasil, entre otros. Entre los eventos más significativos en
los que ha participado se encuentran las Bienales de la Habana, la Bienal de
Sao Paulo, la I Bienal Internacional de Johannesburgo, Sudáfrica, la feria de
ARCOmadrid y la Documenta 11. Su trabajo muestra una peculiar preocupación por
la Ciudad de La Habana, la memoria de sus habitantes y la memoria
arquitectónica. Garaicoa coloca el espacio urbano como protagonista de su obra
(fotografía e instalaciones preferentemente) para hacer de cada objeto
“analizado” un estudio arqueológico y, a su vez, una posesión viva a partir de
su rescate para el recuerdo y la historia. Comenzó su carrera en la década de
1990, durante el período especial. Fue un momento difícil para los artistas,
pero Garaicoa perseveró en ganar reconocimiento internacional a través del
comentario social y el discurso político en su arte. En los primeros trabajos
de Carlos Garaicoa, no se centró en un medio debido a su creencia de que era
demasiado restrictivo, así como a su interés por las intersecciones de la
teoría, la realidad y el arte. Para romper estas barreras, así como las entre
artista y espectador, las primeras piezas de Garaicoa fueron instalaciones
anónimas colocadas en la calle o modificaciones en espacios públicos, como
edificios y muros. Inspirado en los círculos artísticos internacionales de las
décadas de 1950 y 1960, Garaicoa se refirió a estas instalaciones como “eventos”,
que se basaban en la participación de la audiencia. El artista se centra en
muchas de sus obras en la tensión entre comunismo y consumo en Cuba, particularmente en arquitectura. Sin embargo, sus piezas
suelen ser abstractas o mínimas, con poca o ninguna explicación de su
propósito, para obligar a los espectadores a construir su propio significado y
pensar críticamente sobre su arte. Su arte ha sido presentado en numerosas
exposiciones importantes en museos como el Museo
de Los Ángeles de Arte Contemporáneo, el Museo Solomon R.
Guggenheim , la Tate Modern, y el Museo de Arte
del Bronx. En mayo de 2021, Carlos
Garaicoa junto a veinte artistas cubanos
entre los que se encuentran Tania Bruguera , Sandra Ramos y Tomás Sánchez solicitan la retirada de la vista pública de sus obras
del Museo
Nacional de Bellas Artes de Cuba en apoyo de Luis Manuel
Otero Alcántara , "Secuestrado y mantenido sin comunicación por la
seguridad del estado "desde el 2 de mayo. El Museo Nacional de Bellas
Artes rechaza esta solicitud que, según su nota de prensa, no responde al
interés público
5
Existe una
extensa bibliografía crítica acerca de las imágenes de La Habana a lo largo de
sus más de 500 años de vida. La literatura, el periodismo, la crónica, el cine,
la fotografía, el turismo ha realizado incontables registros de esta mítica
ciudad latinoamericana desde dentro y fuera de la isla. Uno de esos últimos
trabajos es el registro del fotógrafo Alejandro Azcuy, Noble Habana (2019), presentado para su quincentenario con toda la
pompa oficial y la presencia del presidente Díaz Canel. Las visiones
eufóricas y disfóricas de la ciudad en diferentes
lenguajes comparten una conflictividad que deja traslucir debates ideológicos,
políticos y estéticos.
6
El autor nació
en Encrucijada, (Villa Clara) en 1963. Dirigió la revista de cultura Umbral. En1995ganó el premio David de la
UNEAC con su libro Lapsus Calami.
Unos años después publicó la novela El
paseante cándido, que cuenta con dos ediciones en la isla y otras en el
extranjero. Su novela Fumando espero (2004) dividió en
polémico veredicto al jurado del premio Rómulo Gallegos. Entre sus trabajos, cabe mencionar: La luz y el universo, 2002, El callejón de las ratas, 2004, Carmen de Bisset, 2004.
7
Existe una
considerable bibliografía que da cuenta de esos procesos en estudios realizados
desde dentro y fuera de la isla (Hamberg, 1994; Trefzz 2011).
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41704
Katia Viera
Universidad Nacional de Córdoba katiaviera4@gmail.com
ORCID: 0000-0001-7476-3586 Recibido 15/03/2023 Aceptado 11/05/2023
Este trabajo se
propone indagar en las lecturas, referentes, pautas y resortes del canon
literario cubano que algunos narradores de la Generación Cero han
realizado/usado/identificado para configurar La Habana en sus obras. Se parte
de la hipótesis de que aquellos referentes y lecturas son actualizados,
retomados y deconstruidos por parte de esta generación al momento de expresar
su personal relación con/interpretación de la ciudad y aunque un conjunto de
recientes escrituras producidas en Cuba quiera incendiar el archivo, muchas de
ellas aún continúan nutriéndose de la tradición. De este modo, el presente
texto dedica una primera parte a visibilizar las negociaciones con el canon y
una segunda que describe el diseño trazado por parte de algunos autores del siglo
XXI de su o sus ciudades desde la experiencia, las lecturas y la afectividad.
Palabras clave: Generación
Cero, ciudad, canon, literatura cubana
Havana in the 21st century: a city readed, generated and overflowed
This paper sets out to investigate the readings, referents, patterns and springs of the Cuban literary canon that some Generation Zero narrators have made/used/identified to configure Havana in their works. It is based on the hypothesis that those referents and readings are updated, retaken and deconstructed by this generation at the moment of expressing their personal relationship with/interpretation of the city and although a group of recent writings produced in Cuba wants to set fire to the archive, many of them still continue to nourish from the tradition. Thus, this text dedicates a first part to make visible the negotiations with the canon and a second part that describes the design traced by some authors of the XXI century of their cities from the experience, readings and affectivity.
Keyword: Zero Generation, city, canon, Cuban literature
Una conversación con el escritor Ahmel Echevarría (Viera, 2022) arroja luz
sobre Las Habanas que han leído y leen buena parte de los narradores de la
Generación Año Cero. Estos escritores han compartido el espacio crítico y de
lecturas en algunos talleres literarios; lo cual, pudiera pensarse, entraña un
“estar en común” con las lecturas que configuran la ciudad en la que muchos de ellos
habitan o habitaron (sin que ello implique, claro está, una homogeneidad de
significaciones y metáforas). Estos narradores vuelven a interesarse por leer
La Habana de los años 50, una porción de la ciudad localizada principalmente en
los barrios de El Vedado y Miramar, que recuerda una zona de la obra de
Guillermo Cabrera Infante (La Habana para
un infante difunto, por ejemplo) en la que aparece esa Habana “nocturna, de
clubes y bares y cafeterías” a la que muchas veces se ha vuelto, desde la
publicidad, para construir un estereotipo de ciudad turística (Echevarría en
Viera, 2022). La Habana de los años 70, aquella que se delinea en las obras de
Senel Paz y Reinaldo Arenas, marcada por “las redadas cuyo destinos son los
campamentos UMAP en las llanuras de Camagüey” es también otra ciudad releída
por parte de estos narradores; al lado de aquella otra, de los 80-90,
“circunscrita a la jungla gris de Centro Habana y la de los barrios limítrofes;
lánguida y romántica en la periferia; El Vedado y la Calle G con rockeros,
alcohol y pastillas, que es el mismo escenario de las jineteras, los policías y
balseros en el Período Especial” (Echevarría, en Viera, 2022). En este sentido, resuenan del
comentario de Ahmel las lecturas de Pedro Juan Gutiérrez, Leonardo Padura,
Antonio José Ponte, Alberto Garrandés, Alberto Guerra Naranjo, Jorge Alberto
Aguiar Díaz, Ena Lucía Portela, Anna Lidia Vega Serova, Zoé Valdés, Reina María
Rodríguez, Ronaldo Menéndez, Carlos Aguilera, Miguel Mejides o Amir Valle, que
desde poéticas muy particulares intentan configurar el perfil de una ciudad
atravesada por la escasez, la desidia, el desamparo, el desgano, el cambio de
código de valores éticos, la marginalidad, la ruina, el desencanto. Todas estas
lecturas coinciden también con Las Habanas perfiladas por otros autores de la
propia Generación Cero. Resulta elocuente que Ahmel Echevarría reconozca su
lectura de una Habana apocalíptica y posapocalíptica que asoma en textos de sus
contemporáneos, Erick Mota y Jorge Enrique Lage, quienes trazan el contorno de
una ciudad sumergida en el mar o atravesada por una carretera, como muestran Habana underwater y La autopista: the movie, respectivamente. Además de esta
conversación con Ahmel Echevarría, el blog personal de Dazra Novak me ha
servido otro tanto de guía para reconstruir las lecturas de la capital cubana
que realizan una parte de estos escritores. Dazra ha dedicado dentro de él una
categoría (“Citas”) para almacenar un conjunto de fragmentos de escritores
cubanos que “han reflejado en sus obras la Cuba que les tocó vivir, su gente y
sus maneras”1 (Novak, Habanapordentro).
La sección reúne, pues, lecturas de autores pertenecientes a la época colonial
junto a otros que viven los años 90 del siglo XX. En una línea que va desde la
Condesa de Merlín, Julián del Casal, Ramón Meza, Cirilo Villaverde, Miguel de
Carrión, pasando por José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Virgilio Piñera, Dulce
María Loynaz, hasta Pablo Armando Fernández, Guillermo Cabrera Infante, Luis
Rogelio (Wichy) Nogueras, Eliseo Alberto, Miguel Mejides, Senel Paz, Leonardo
Padura, Francisco López Sacha, Raúl Martínez, Miguel Barnet, Abelardo Estorino,
Eduardo Heras León, Heberto Padilla, Jesús Díaz o Abilio Estévez, este mapa
contiene las más variadas referencias a la ciudad de La Habana y los diferentes
modos de configurar este espacio desde la literatura.
Otro acercamiento somero a algunas lecturas de ciertos narradores de la
Generación Año Cero puede seguirse a partir de una encuesta lanzada por la
revista digital Hypermedia Magazine
en el 2017, en la que se les pregunta a algunos escritores por 10 libros de
autores cubanos que recomendarían: “¿Los
diez mejores? ¿Los diez que más me gustaron? ¿Los diez más influyentes ¿Los que
más me influyeron? ¿Los diez que (por alguna razón) primero acuden a mi mente?
¿Los diez libros que me llevaría… adónde?”
(Hypermedia Magazine). A modo de ejemplo, consigno aquí los propuestos por
Orlando Luis Pardo Lazo, Ahmel Echevarría, Jorge Enrique Lage y Legna Rodríguez
Iglesias. La lista del primer narrador comprende: Memorias del subdesarrollo, de Edmundo Desnoes; Boarding home, de Guillermo Rosales; Bad painting, de Anna Lidia Vega Serova;
Adiós a las almas, de Jorge Alberto
Aguiar Díaz; Nunca fui primera dama,
de Wendy Guerra; Espero la noche para
soñarte, Revolución, de Nivaria Tejera; Archivo,
de Jorge Enrique Lage; Días de
entrenamiento, de Ahmel Echevarría; Cubano,
demasiado cubano, de Néstor Díaz de Villegas y Del clarín escuchad el silencio, de Orlando Luis Pardo Lazo. Por su
parte, Ahmel Echevarría destaca Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro;
Boarding home, y El juego de la viola, ambos de Guillermo Rosales; Distintos modos de cavar un túnel, de
Juan Carlos Flores; Cabezas, de Pedro
Marques de Armas; Yo, Publio, de Raúl
Martínez; El color del verano, de
Reinaldo Arenas; Carbono 14. Una novela
de culto, de Jorge Enrique Lage; El
siglo de las luces, de Alejo Carpentier y La fiesta vigilada, de Antonio José Ponte. Jorge Enrique Lage
selecciona Fotuto, de Miguel de Marcos;
Fundamentos del ajedrez, de José Raúl
Capablanca; Tres tristes tigres, de
Guillermo Cabrera Infante; Cuando salí de
La Habana, de Ángel Escobar, Life in
the Hyphen, de Gustavo PérezFirmat; El
color del verano, de Reinaldo Arenas; El
libro perdido de los origenistas, de Antonio José Ponte; El viaje / Trastiendas, de Miguel
Collazo; La sombra del caminante, de
Ena Lucía Portela y El oficio de perder,
de Lorenzo García Vega. Por último, Legna Rodríguez Iglesias menciona Pájaros
de la playa, de Severo Sarduy; Ella
escribía poscrítica, de Margarita Mateo Palmer; Cuentos negros de Cuba, de Lydia Cabrera;, Variedades de Galiano, de Reina María Rodríguez; Los años de Orígenes, de Lorenzo García
Vega; Archivo, de Jorge Enrique Lage;
El pájaro, pincel y tinta china, de
Ena Lucía Portela; El contragolpe, de
Juan Carlos Flores; El pasado es un
pueblo solitario, de Osdany Morales y Diario
de Kioto, de Ernesto Hernández Busto.
Como se puede intuir de lo dicho hasta aquí, desde el punto de vista
temático Las Habanas que leen estos narradores son tan plurales como los
espacios y emociones de la ciudad misma. En sus cartografías lectoras parece
haber lugar para la que la investigadora Emma Álvarez-Tabío (2000) denominó la ciudad criolla de Cirilo Villaverde o
Ramón Meza. Una ciudad que ponía al descubierto la tensión entre un discurso
heroico y uno irónico, entre una ciudad intramuros y otra extramuros; entre un
narrador omnisciente que daba cuenta del mito de la mulata (y la esclavitud) y
otro narrador subjetivo, que recreaba el mito del emigrante; entre un modelo de
ciudad totalizador y uno fragmentario; entre un escritor que escribe desde el
exilio y otro que lo hace desde la Isla. Estos narradores leen igualmente la ciudad impura (Álvarez Tabío, 2000) de
principios de siglo XX, en la que ha irrumpido una sociedad parásita y marginal
como consecuencia del creciente ensimismamiento social de la burguesía, tal
como se deja entrever, por ejemplo, en la discursividad de Las impuras, de Miguel de Carrión, donde
“a diferencia de
la novela coral representada por Villaverde, que pretendía la pintura
exhaustiva de una sociedad en transformación, se produce una drástica reducción
del sujeto y el objeto novelísticos provocando un repliegue de la ciudad como
escenario y un mayor protagonismo del espacio de la casa como lugar propicio
para reflexionar” (Álvarez-Tabío, 2000, p. 94).
Pero también estos narradores de la Generación Cero releen la ciudad monumental de Carpentier a la que
no es posible arrancarle su “condición de puerto, su situación de encrucijada,
su cosmopolitismo, su inmigración viciosa, sus recovecos propios, su mezcla de
razas, su sol de fuego, todo ese enmarañamiento diabólico de factores y
circunstancias” (Álvarez-Tabío, 2000, p. 145). Una ciudad, por otra parte, que
deviene epicentro de la modernidad cubana sobre la cual se proyectan y diseñan
esperanzas, miedos y angustias propios de aquellos convulsos años 20 y 30 del
siglo pasado; que se construye desde la que parece ser una de las obsesiones de
Carpentier (y que es compartida con otros intelectuales de la modernidad
latinoamericana): descubrir y entender lo que hay de universal en lo singular
americano, lo cual se traduce aquí en un descubrir la “esencia” de La Habana.
Estos escritores leen quizás en Carpentier una ciudad que es el espacio de
“promisión hacia la que tienden todos los hombres, pues allí concurren y se
materializan las palabras pronunciadas, los pensamientos, los sueños, los
deseos” (Álvarez-Tabío, p. 173). Una “ciudad escenográfica que rara vez cede
sus interioridades. Una ciudad que rinde culto a la representación, que ofrece
sus columnas, sus rejas, sus piedras cariadas por el salitre en las que puede
descubrirse el esqueleto de algún animal marino, una calle adoquinada o un
guardacantón adornado con símbolos solares” (p. 189).
La ciudad secreta (Álvarez-Tabío,
2000) de Lezama es otra de las visitadas por una parte de los creadores de la
Generación Año Cero, quienes parecen ver en ella la configuración de un espacio
espiritual, un lugar de la interioridad que da rienda suelta a los procesos
subjetivos de la experiencia humana, pues las configuraciones de la ciudad
lezamiana se instalan en un plano ideal a partir del cual se trasluce una
voluntad poético-religiosa que no acepta más testimonio que la propia imagen.
La mirada de Lezama sobre la ciudad “recorre los territorios rodeados por el
agua para proyectar una dimensión de la condición insular de aquella, una
condición que marcha indetenible por lo secreto y lo invisible para rescatar y
potenciar el ideal de lo cubano y la nacionalidad” (p. 217-218); algo que fue
parte del programa intelectual del grupo Orígenes. A la par de lo anterior, a
algunos narradores que comienzan a publicar en el año 2000 parece interesarles
el poder evocador de las imágenes de Lezama cuando configura la ciudad, el
mundo de la asociación y no tanto de la narración, la metáfora por encima de la
construcción de una “idea” o la abstracción de los elementos de la ciudad por
encima de la descripción de la “materia” de la ciudad que realizaba Carpentier.
Todo parece indicar que les ha interesado también leer una ciudad que -a
diferencia del modo de Carpentier, quien se había propuesto insertar en La
Habana los temas universales- “con Lezama, trate de insertar en los temas universales,
derivaciones cubanas” (p. 223).
Un autor revis(it)ado ampliamente por parte de los autores nacidos entre
mediados de los 70 y principios de los 80 es, sin dudas, Virgilio Piñera, quien
reescribe La Habana desde una poética que polemizó con buena parte de los mitos
nacionales construidos a lo largo del siglo XIX y XX. A sus “descendientes” en
el siglo XXI parece interesarles la obra de Piñera en la medida en que ella es
“cuestionadora de la insularidad, la catolicidad, la familia, la casa y la ciudad
misma” (p. 267); perciben en la obra de Virgilio una escritura que provoca y
sabotea el discurso de una cubanidad
positiva (Álvarez Tabío, 2000; Camejo, 2017) y, en este sentido, les atrae
la idea de un autor que en vez de enmascarar sus contradicciones las exhibe.
Uno de los recursos de la escritura piñeriana que más los seduce es aquel que,
al admitir la coexistencia de dos lógicas aparentemente opuestas, habilita el
constante diálogo al interior de la obra misma, lo cual la convierte en una
escritura eminentemente dialógica. Coincido con Emma Álvarez-Tabío (2000) (y
hago extensivo su análisis para una zona de la narrativa de los primeros años
del siglo XXI) cuando reconoce que la obra de Virgilio Piñera ha suscitado una
fuerte influencia en la literatura cubana posterior a Orígenes. El hecho de que
los autores de la Generación Año Cero no solo lean la ciudad a través de
Piñera, sino que se apropien de algunos de sus temas, como puede apreciarse en
la obra de Dazra Novak o en ciertas zonas de la obra de Ahmel Echevarría (la
insularidad, la huida, la irreverencia, etc.), confirma la sobrevida de la
literatura de aquel renovador del canon nacional en las escrituras que afloran
en la Cuba reciente.
La misma línea cuestionadora de Piñera es la que reencuentran los autores
del siglo XXI en un narrador como Reinaldo Arenas que, a diferencia del
primero, “no siempre pudo evitar el desbordamiento de su furia” (2000, p. 288)
y con ello se insertó en un discurso fuertemente cuestionador de la tradición
afirmativa de la identidad nacional. La Generación Año Cero ve en Arenas a un
escritor que “ataca los convencionalismos sociales a través del absurdo y la
irracionalidad” y se venga de la “represión” por medio de la burla y la
irreverencia, dos cualidades que curiosamente les son muy propias a quienes
comienzan a insertarse en un nuevo campo de escritura. Tanto de Piñera como de
Arenas les interesa la extrañeza, el caos y la inquietud que ambos le producen
al lector, obligado a transitar por un texto del que con mucha frecuencia “se
suprimen las comodidades de una trama convencional” (p. 288). Al mismo tiempo y
en diversa medida/matiz, a escritores como Jorge Enrique Lage, Ahmel
Echevarría, Legna Rodríguez o Dazra Novak parecen interesarles mucho los seres
marginados, que abundan en las obras de Virgilio y de Arenas. Tanto en estos
como en aquellos puede percibirse la construcción de personajes que intentan
“sobrevivir instalándose en el subsuelo de la ciudad, donde conviven con esos
seres superfluos y marginales, que como ellos, habitan en los pliegues y
fisuras de la gran ciudad” (2000, p. 290). Un enunciado como el siguiente,
pensado por Álvarez-Tabío (2000) para explicar la obra de Piñera, bien puede
reciclarse para examinar la vida de algunos personajes de Novak, Echevarría y
Lage:
En esa
frontera entre lo que sucede y lo que no sucede, entre lo que es y lo que no
es, se detienen los personajes de Piñera, aquejados por una cierta dificultad
de ser en un medio que les exige el constante acontecimiento. El tiempo
suspendido sobre el no acaecimiento supone, igualmente, un espacio en
suspensión, que se contrae y expande, sin precisar sus contornos” (p. 290).
En la serie de relecturas no queda atrás ni afuera la ciudad barroca de Severo Sarduy. Una ciudad que no escapa al
exhibicionismo, la espectacularidad, la estridencia, los espectáculos, la moda
o la música durante esa “apoteosis casi histérica” de los años 50 habaneros, de
“lo nuevo y hasta de lo estrafalario” (2000, p. 331). La ciudad de Sarduy posee
un atractivo particular para los jóvenes autores porque ven en ella un espacio
descentrado, una ciudad “que pierde su estructura ortogonal, sus indicios materiales
de inteligibilidad, que son precisamente los rasgos característicos de la
ciudad que el propio Sarduy destaca en “El barroco y el neobarroco” (1972)
(Álvarez-Tabío, 2000, p. 345).2 A tono con el gusto contemporáneo
por el descentramiento, el caos y la inestabilidad que manifiesta una zona de
las narrativas cubanas recientes, algunos autores recuperan la ciudad de Sarduy
en la medida en que ella “exhibe despreocupadamente sus anacronismos y
dislocaciones. Amenazada por invasiones, ciclones, cataclismos o la pérdida de
su identidad urbana, todas las calamidades potenciales que la acechan se
resuelven con amabilidad y simpatía, sin que se descubra ningún rastro de
rencor en la relación de Sarduy con la ciudad (Álvarez-Tabío, 2000, p. 346).
Una cualidad que a estos narradores parece interesarles de Sarduy es su punto
de vista, puesto que él va no del texto a la ciudad como podía verse en Lezama,
sino que se dirige de la ciudad al texto. Recorre los estratos, los planos
arqueológicos de la superposición cultural y logra reunirlos y dispersarlos3
a un tiempo en un texto que habla de/sobre la ciudad, que podemos rastrear por
ejemplo en De donde son los cantantes,
donde ofrece su particular versión del “curriculum cubense” (Álvarez-Tabío,
2000). La construcción de los personajes de Sarduy prefigura lo que, varias
décadas más tarde, practicarán muchos de los narradores de la Generación Año
Cero, pues en aquel siempre aparece la posibilidad de los personajes de ser
otros, de enmascararse, de usar disfraces, trajes, máscaras, maquillaje; de ahí
que produzca en muchas ocasiones textos en los que el aspecto de los personajes
sea inaprensible, cambiante y confuso/difuso, mecanismo que se actualiza en
algunos enrarecidos personajes creados por Jorge Enrique Lage como el JE y la
Evelyn de Carbono 14…, El autista, de
La Autopista: the movie; la
Virgenbot, de Archivo, o el
Ginecólogo, de Everglades.
En consonancia con lo anterior, los textos de Sarduy parecen negarse a
cualquier posibilidad de narración progresiva o convencional. No hay un
narrador que se sitúe como autoridad suprema, pues posee las mismas
características mutables de sus personajes (ÁlvarezTabío, 2000); algo que
podemos rastrear, en el YO de Everglades
de Lage. Quizás otro de los grandes atractivos de la obra de Sarduy en lo
relativo a su configuración de La Habana sea para la Generación Cero el descubrimiento de que esta ciudad no solo se
compone de estratos de ciudades arqueológicas (textuales) otras, sino sobre todo
que estos estratos no tienen límites definidos y estables: están sometidos a
constantes transformaciones, ellos mismos sujetos a incesantes metamorfosis
que, al igual que la ciudad, transitan fluidamente entre cualesquiera de las
épocas o espacios que el lector cree identificar en las novelas (Álvarez-Tabío,
2000, p. 363). Las ciudades de Sarduy, en suma, constituyen un collage de fragmentos intercambiables
que impide identificarlas con escenarios realistas y estables, algo que, con
una intensidad particular, no exenta de guiños a la ironía y los anacronismos
de Sarduy, explora Jorge Enrique Lage.
Como muestran, entre otros, el blog de Dazra Novak, el testimonio de Ahmel
Echevarría o la lista de Jorge Enrique Lage, la ciudad de Cabrera Infante ha
integrado el material de lectura de esta agrupación de escritores. Les interesa
la cosmovisión de La Habana que crea Cabrera Infante, en la que se diluye la
“realidad” física del lugar en pos de presentársenos “un catálogo, una guía de
posibilidades del ocio y el placer, que condensa las coordenadas de un
territorio que debe conquistarse y poseerse” (Álvarez-Tabío, 2000, p. 344). La
ciudad de Cabrera Infante no es nunca protagonista de sus novelas (ni siquiera
en La Habana para un infante difunto,
de la que podemos intuir desde su título la presencia protagónica de la ciudad)
sino que, además de limitarse a suministrar puntos de referencia, es una ciudad
que importa en la medida en que es un lugar “para hablar de incursiones
íntimas” de sus personajes, tal y como declara el propio narrador en su La Habana para un infante difunto. Por
otro lado, es muy probable que algunos narradores de la Generación Cero se
interesen por la subversión de la cubanidad (y de la habaneridad) que realiza
Cabrera Infante al proponer como contracara del “ajiaco cubano” (metáfora
creada por Fernando Ortiz para dar cuenta de la “mezcla” cultural) la del
“mojito cubano” que uno de sus personajes de Tres tristes tigres, Silvestre, pide en un bar: una mezcla de agua,
vegetación, azúcar (prieta), ron y frío artificial que constituirá ahora el
símbolo de la cubanidad (y la habaneridad) ante la mirada del otro (el
turista). A las nuevas voces y sensibilidades escriturales también es probable
que les interese la configuración de los personajes de Cabrera Infante, pues
ninguno de ellos pretende llegar a un sitio determinado, sino que les atrae más
el camino, “incansablemente recorrido a una velocidad que los confunde con las
sombras de celuloide cuyas acciones se ejecutan al ritmo de las canciones de
moda” (Álvarez-Tabío, 2000, p. 356). Bajo esa ciudad que se sobrevuela
vertiginosamente aún palpita la del transeúnte, el viajero, el recién llegado:
la ciudad de paso, que vemos con diferentes intensidades, en una novela como La autopista the movie, de Jorge Enrique
Lage, por ejemplo, o en la colección de cuentos reunidos en Cuerpo reservado y Cuerpo público, de Dazra Novak, o en Inventario, de Ahmel Echevarría Peré.
No escapan a este mapa de lecturas realizadas por los narradores del siglo
XXI aquellos textos sobre La Habana dedicados a recorrer estéticamente la
ciudad de los años 90. Como reconocen los investigadores Elzbieta Sklodoswska
(2016), Jorge Fornet (2006), Odette Casamayor-Cisneros (2013), Teresa Basile
(2009), Esther Whitfield (2008), Anke Birkemaier
(2011) y Ariel
Camejo (2017), entre otros, La Habana de estos años no fue solo “el epicentro y
la metáfora visual del Período Especial, sino, más que nunca, la sinécdoque de
Cuba: una Habana de andamios que es al mismo tiempo “objeto de deseo y de
abyección” (Sklodoswska, p. 71). En este contexto surgen Las Habanas de
Leonardo Padura, Pedro Juan Gutiérrez, Ena Lucía Portela, Reina María
Rodríguez, Antonio José Ponte¸ Anna Lidia Vega Serova o Ronaldo Menéndez que
comparten una configuración de la ciudad como “fósil viviente del socialismo
tardío para simbolizar tanto las identidades exóticamente correctas como las
ruinas de la malograda utopía revolucionaria” (Sklodoswska, p. 71). No es de
extrañar que, en medio de este entorno en el que prima también una marcada
estetización de la pobreza y los usos de los cuerpos racializados,4
los narradores de la Generación Año Cero -muchos de los cuales vivieron en
plena adolescencia o temprana juventud las circunstancias de una ciudad como la
referenciada en aquellas escrituras- se interesen por revisitarlas
literariamente (y hasta reescribirlas, desde la distancia) en el siglo
XXI.
Como he tratado de mostrar aquí, en la larga tradición de la literatura
cubana que retoma la ciudad como escenario y personaje, los recursos literarios
y las preocupaciones temáticas son en extremo variadas. Por eso no resulta raro
que quienes escriben en la Cuba reciente, nacidos en los años 70 y que
comenzaron a publicar en los primeros 2000, renegocien en sus obras muchas de
estas miradas y exploren discursivamente algunos recursos literarios utilizados
por creadores precedentes. Hay, sí, algo en ellos que los diferencia: la
incorporación de puntos de vista sobre la actualidad cultural desde/de la que
narran. Coincido con Rafael Rojas (2014) cuando apunta que una buena parte de
estos autores (Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría, Osdany Morales, Jamila
Medina, Legna Rodríguez) parecen articular poéticas cosmopolitas que suscriben
el legado de algunos escritores de los 90, como Reina María Rodríguez, Antonio
José Ponte, José Manuel Prieto y el grupo Diáspora(s),
pero lo hacen por medio de una mayor inmersión en la cultura popular y
tecnológica de la era digital. Coincido con Rojas también cuando en otro texto
(2018) apunta que
en ficciones de
Jorge Enrique Lage y de Raúl Flores Iriarte […], por ejemplo, se leen rastros
de una apropiación de las poéticas o los métodos de Guillermo Cabrera Infante y
Reinaldo Arenas. La ciudad, el habla, las hipérboles, los pequeños gestos de
reescritura o parodia, el pastiche, los personajes como caricaturas o
arquetipos evanescentes, el sexo, el forzado hacinamiento de lo
“alto” y lo
“bajo” o la insinuación, apenas, de tribus urbanas que fácilmente borran sus
contornos…, son maneras de nombrar, sin mayor énfasis, una comunidad y su obsesión
con la historia”.
En el mismo sentido de la argumentación considero, siguiendo a Rojas, que
en estos narradores hay “un ethos de
la lectura que no respeta guerras o cismas heredados, que lee escritores de la
República y de la Revolución, de la isla y del exilio”, leen sin reparo a
Regino Boti y Rubén Martínez Villena, Lino Novás Calvo y Carlos Montenegro,
Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy; a Rolando Escardó y
José Álvarez Baragaño, Calvert Casey y Lorenzo García Vega, Miguel Collazo y
Ángel Escobar. Hay en tal heterogeneidad y multiplicidad de lecturas, miradas,
formas de afrontar la ficción, una búsqueda por parte de la Generación Cero que
los acerca menos a un “ademán de reparación de algo definitivamente roto”
(Rojas) y más a un nuevo espacio desde donde leer la tradición. “Se trata,
volviendo a Piglia, de un ethos como
“extradición”, es decir, de un archivo que, a fuerza de mitificarse y
apuntalarse como un emblema de la identidad nacional, ahora es asumido más como
punto de partida que como destino de llegada” (Rojas, 2018).
La inserción en las escrituras recientes producidas en Cuba de una Habana a
veces criolla, impura, monumental, secreta, dislocada, barroca o pecada
(Álvarez-Tabío, 2000) de la que he dado cuenta en el epígrafe anterior, unida a
las nociones de “ruina” (Whitfield, 2008; Birkenmaier, 2011), “desencanto”,
“posrevolucionaria o de la transición” (Fornet, 2006), “postsoviética”
(Casamayor, 2013; De Ferrari, 2014) “posnacional” (Quesada, 2016),
“posdictatorial” (Granados, 2017), un espacio en el que tienen lugar las
“reescrituras de la historia” (Abreu Arcia, 2007), una “Cuba [La Habana]
cubista” (De la Nuez, 2020); una ciudad del “después del después” (Rojas, 2016,
2013) encuentran en los narradores de la Generación Año Cero nuevas formas de
abordaje, incorporación, desmantelamiento, renovación, reciclaje. Un conjunto
numeroso de textos recientes no deja de narrar/leer ese metro de La Habana al
que se refería el narrador y promotor literario Orlando Luis Pardo Lazo (2006)
en relación con una zona de las escrituras de su “Generación (Cero)”: lo que
está por debajo de o entre la ciudad,
lo que no se ve a simple vista,
aquello que se proyectó y nunca fue.
Estas escrituras, al tiempo que poseen un conjunto de referentes y lecturas
comunes, glocales, suponen también
des-leer el archivo cultural de la nación. Pareciera que en el diálogo en
negativo con los referentes cubanos, con la literatura cubana que ha trabajado
con el paisaje urbano es donde se actualizan los textos de La Habana de estos
escritores, lo cual implica un traspaso de los límites del imaginario citadino
—y nacional—, para dialogar con él, y a un tiempo, “superarlo” y ampliarlo.
Algunas de las configuraciones de aquella ciudad que se desprenden de la
descripción, caracterización y explicación de un corpus de escrituras recientes
producidas en Cuba, entre las cuales pudieran citarse: Cuerpo público y Cuerpo
reservado, de Dazra Novak, Esquirlas
e Inventario, de Ahmel Echevarría o, Carbono 14. Una novela de culto o La autopista: the movie, de Jorge
Enrique Lage, dan cuenta de que aún hoy persiste una zona de escrituras que
acude a La Habana como lugar de re-invención desde la literatura. Estas
narrativas, también muy influidas por las lecturas teórico-filosóficas de
Deleuze y Guattari, Foucault, Barthes o el grupo Diásporas (Viera, 2021) no dejan de cuestionar los binarismos, los
lugares de las identidades rígidas, los arraigos de nociones con los que la
crítica cultural a veces ha pensado a ese campo cultural complejo y móvil que
es la cultura y las escrituras en Cuba a lo largo del nuevo milenio. En estas
obras, constructoras de territorialidades diversas, se delinean modos inestables
de figurar/leer el espacio de La Habana y sus ciudadanos en un intento por
deconstruir y desnaturalizar un perfil único para la ciudad y al propio tiempo
producir nuevos modos de imaginar/leer un espacio cultural en contacto con
escenarios fuertemente glocales.
Una de las primeras ideas que surgen al analizar una zona de textos
recientes es cómo ellos son capaces de describir un tránsito (entre otros
muchos posibles) que va desde la configuración de una Habana difuminada entre
un aquí (dentro)-un allá (fuera); pasando por una Habana marcada por la
migración y la “extranjería”, en la que existe la conciencia de un desajuste
que implica para los sujetos la pérdida de un territorio propio y al mismo
tiempo ser y sentirse extraño en la propia sociedad; hasta llegar a una Habana
inexistente (en su referente fáctico), a una ciudad desenmarcada que, al
ponerse en contacto con y diseminarse en referencias globales, pone en crisis
la operatividad de definir una
identidad para La Habana y al propio tiempo establecer vínculos (problemáticos,
atormentados, líquidos) entre el entorno y los múltiples desarraigos de los
personajes que (des)habitan la ciudad. Tratando de comprender los nuevos modos
de escribir rizomáticamente (Deleuze y Guatari, 2004) por parte de una generación
de autores que carga con el peso de una tradición literaria en la que la ciudad
(en especial la capital del país) ha sido uno de los modos de hablar de y por
Cuba completa, he detectado que se construye la urbe como un lugar in-between (Bhabha, 2007) que permite a
quien narra combinar ciertos semas asociados con la ruina y el desencanto
humanos y no humanos (la arquitectura derruida por completo, las calles viejas,
el agua estancada, los carteles viejos, las viejas en la bodega) que provienen
de una zona de la tradición literaria cubana interesada en mostrar el lado más
brutal de un país y un proyecto nacional, con otros que establecen una especie
de reconciliación con la ciudad y la gente que la habita. En ese sentido,
pienso en los primeros textos de Dazra Novak (Cuerpo público, Cuerpo
reservado, Making of), en los que
La Habana está “en vías de…”, “a punto de…”, en el “entre-lugar” que permite
“pensar lo que uno realmente es, lo que uno desea ser” (Viera, 2019, p. 117).
Lo privado y lo público, el pasado y el presente, lo psíquico y lo social
desarrollan una intimidad intersticial que cuestiona las divisiones binarias al
relacionarlas mediante una temporalidad “inter-media” que potencia el
significado de “estar en casa”.
En Dazra Novak, por ejemplo, las escrituras sobre la ciudad ponen a
dialogar el texto narrativo con otras formas discursivas a través de la
inserción de la fotografía o las referencias al universo musical. Aparecen en
ellas, además, el minicuento entrelazado con lo lírico, la intertextualidad,
las figuras heterogéneas en su identidad y corporalidad. Aquella ciudad como
“entre-lugar” que identifico en las escrituras de Dazra Novak está configurada
a través de una exploración de prácticas literarias en convivencia con la
experiencia contemporánea y con los modos inestables, diversificados, plurales,
de insertar esa experiencia vital a partir de la imposibilidad de la narración
lineal. En ese sentido, advierto en la escritura de Novak que, bien en forma de
estilo, recurso o visión, hay un gesto artístico de (re)configuración de la
ciudad en la que intervienen no solo sus personajes (sus ciudadanos), sus
temas, sus preocupaciones, sino la escritura misma. A partir de la observación
de esos entre-lugares de la ficción y de La Habana que Novak crea, considero
que han emergido nuevos modos de crear estrategias del decir, del hacer (en)
las escrituras recientes. Pienso que los textos de Novak amplían el marco de
comprensión de una ciudad que expande cada vez más sus límites geográficos, sus
imágenes y sus narraciones y que se resiste a ser imaginada y configurada como
un ente fijo. En su lugar, la apuesta estética de Novak, que es también su
apuesta ética, opera sobre un territorio en el que hay lugar para expandir,
desbordar, reabrir y refundar nuevas cartografías de (im)pertenencia.
Muy relacionada con la ciudad de Novak, sobre todo a partir de la
tematización de las migraciones y los desplazamientos de familiares y amigos,
se halla una zona de las escrituras de Ahmel Echevarría: aquella que el propio
narrador ha llamado el Ciclo de la Memoria (Inventario,
Esquirlas y Días de entrenamiento). Aquí La Habana se diseña a partir de la
pérdida de un territorio y al mismo tiempo de la experiencia de sentirse
extraño en la propia sociedad. Resulta interesante observar cómo operan en La
Habana de Ahmel la migración y los modos de sentirse “extranjero” no solo fuera
de las fronteras nacionales, sino también sentirse “extranjero-nativo” (García
Canclini, 2014) dentro del territorio demarcado por el Estado-Nación. Esto me
ha llevado a sostener que sus libros están atravesados por preguntas tales
como: qué significa vivir en La Habana, cuáles son las alegrías y derrotas de
los personajes que allí habitan, cuáles sus propulsiones, su devenir. Tal
pareciera que frente a las estéticas de la localización y el arraigo, la
escritura de Echevarría declara agotada la imagen de ciudad compacta y concibe
el escape, la fuga, el cruce de fronteras, el fragmento y las esquirlas para
dar cuenta del estado de los personajes que (des)habitan la urbe. Me parece
atendible, de igual modo, reparar en la descripción del perfil del
personaje-narrador principal de estos tres textos, pues en ellos (y en esas
Habanas) siempre queda un personaje llamado Ahmel, como el propio autor, que
marca las experiencias de los desplazamientos de los otros personajes. En
consecuencia, la urbe que se delinea en estas escrituras intenta dar cuenta del
mundo afectivo de los seres humanos que se acercan cada vez más a las variadas
maneras de modificar los lazos natales y a crear una condición siempre
extranjera, desacomodada entre escenarios y representaciones.
A partir de la relación que se establece en estas piezas literarias entre
el adentro y el afuera de la ciudad y de la isla, entre el yo y los otros, Ahmel Echevarría introduce una mirada de lejanía
hacia el espacio físico y hacia el sí mismo del narrador-personaje principal,
que le permite colocar en primer plano la “extranjería”. La lejanía de la
ciudad conecta con el tema de la migración y ambos funcionan como ejes para
aludir al complejo proceso de las extranjerías. Por sus intersticios se
habilita la pregunta por lo mismo y lo diferente, La Habana y su afuera, yo y
los otros, en una incesante construcción relacional de las identidades y de las
identificaciones. Al propio tiempo, esta construcción relacional de
identificaciones instala el interrogante por el devenir de La Habana después de
la fuga de los otros, por el lugar del yo
en La Habana después de la partida de familiares y amigos, o por la
configuración de La Habana en contacto y en tensión con lo otro y con los
otros. En este punto, las escrituras de Echevarría sobre La Habana permitirían
no solo re(descubrir) y (re)actualizar los modos en que se configura y se
comunica allí una experiencia de los
sujetos en la actualidad, sino también comprender los nuevos modos de presentar
estéticamente un mundo marcado por la incertidumbre, la deslocalización y la
ruptura de los esencialismos nacionales. La narrativa de Echevarría sobre la
ciudad pone en discusión, por lo tanto, las articulaciones complejas en la
descripción y análisis de los procesos de extranjerías, pues demuestran que hay
extrañamiento ante lo ajeno y hay también extrañamiento no solo a partir de
desplazamientos territoriales, sino ante la creación de formas nuevas de
alteridad.
A partir de la descripción del modo en que se configura en el texto La
Habana de Echevarría observo que aquel está relacionado con una operación
literaria que persigue problematizar los estatutos genéricos de la realidad-la
ficción a través de ciertas zonas de las escrituras del yo. El trabajo con las
fronteras genéricas cercanas a algunos elementos de la autobiografía-el
diario-la memoria generan en Echevarría una poética de la extranjería (Aínsa,
2010) a partir de la cual al proyectar una mirada y una voz
extranjera-extrañada, desacomodada con su lugar y su tiempo, crea un compromiso
ético-estético muy fecundo. En sus textos la alternancia entre imágenes, notas
entregadas por un archivo familiar y narraciones funciona como dispositivo
discursivo para exhibir no solo la difuminación de los límites relacionados con
lo textual o sus múltiples materialidades (imagen, escritura, caligrafía) sino
también para exponer la tensión y el traspaso de los límites entre lenguajes
artísticos diferentes. Teniendo en cuenta esto, La Habana de Echevarría y el
mundo del personaje principal —alter ego del autor— no solo son extraños y
extranjeros para sí mismos, sino que al momento de escribir sobre ellos aquella
“extranjería” reenvía hacia la materialidad del discurso artistizado. Esto
último me permite afirmar que la incertidumbre que genera la escritura de
Echevarría entre la realidad, lo biográfico y lo ficcional puede ser leído como
síntoma e instancia creadora de entornos discursivos posibles. A partir del
estudio de estos textos es posible sostener que la duda del narrador acerca de
si el estilo que asume para narrar la ciudad es el apropiado —es decir, el
extrañamiento frente a lo que el propio personaje-narrador tiene ante sí y ante
su palabra y que es transferido a quienes lo leen (y observan) —provoca que
aquella ceda espacio a una escritura desnaturalizadora no solo de La Habana y
de los sujetos que la habitan, sino también del marco retórico (y genérico)
desde donde la crítica puede observar esta escritura cercana a y a la vez
transgresora de un relato realista, una autobiografía, un diario personal o de
registros de la autoficción.
Otra ciudad es configurada a partir de la incorporación de referencias del
universo global y de sujetos que no solo son migrantes, turistas, sino también,
entes errantes, robots, zombis que trasplantan comportamientos, transcodifican
imágenes de aquí y de allá y construyen un relato portátil, movible y expandido
del terruño en el que es difícil ubicar una
identidad. El carácter de los personajes de numerosos textos de Jorge Enrique
Lage (La autopista: the movie, Carbono
14…, Archivo, Everglades), por ejemplo, conecta proteicamente con la idea
de introducir a partir de ellos elementos y referencias “fuera de lugar”,
descolocadosdescolocadores de para pensar una Habana fáctica. Las
intervenciones fantásticas y enrarecidas de aquella ciudad en la escritura de este
autor se constituyen en contaminaciones y mediaciones que a través de otros
referentes culturales enriquecen y oxigenan la urbe presente y futura que el
narrador proyecta. Ese sentido de la contaminación de la ciudad fáctica a
partir de la inserción de otras referencias y referentes culturales de una zona
del mundo pop norteamericano, colocados al lado de otras referencias y
referentes de La Habana evidencia, desde mi punto de vista, que en la escritura
de este autor hay un intento por diseminar los referentes de la ciudad y la
cultura en Cuba. Asimismo, considero que esta contaminación de referencias
produce una mirada de La Habana que, tanto al escritor como a quienes leen sus
textos, les permiten “descubrir” una ciudad que encuentra en la descontextualización
y el montaje un modo de “reactivación” de ella misma. Los personajes de Lage,
al ser sujetos que están participando alternativa y simultáneamente de
contextos y referencias culturales múltiples, ponen en marcha y en la propia
escritura sus incesantes conflictos con la identidad y con la identificación
con los otros. De este modo, resulta sugerente pensar que estos personajes en
la constante puesta en tensión de sus identidades, de sus dependencias a las
industrias del ocio, de sus coqueteos con el turismo, de sus guiños a veces
críticos al entorno neoliberal, se constituyen a un tiempo en sujetos
“radicantes”. Yuxtaponiendo en sus propias vidas tiempos pasados y futuros
indeterminados, estos personajes se muestran como sujetos “atormentados entre la
necesidad de un vínculo con su entorno y las fuerzas del desarraigo, entre la
globalización y la singularidad, entre la identidad y el aprendizaje del Otro”
(Bourriaud, 2009, p. 57). También, estos personajes pueden pensarse como
“radicantes” en el sentido de que ellos mismos, y los escenarios por los que
transitan, aparecen des-identificados, maleables, borrosos y en los que hay una
pérdida de especificidad muy profunda. Aquellos son entes capaces de trazar
nuevas cartografías, se muestran errantes, esbozan trayectos identitarios y
espaciales y por ese camino se dedican a traducir (se) y tensionar (se) ante el
mundo y ante sí mismos. La ciudad entonces por la que aquellos transitan es un
espacio que expande sus límites y sus referencias fácticas, y practica un
cuestionamiento perpetuo para con una identidad inamovible, monumental y
estática de ella misma.
En diálogo íntimo con las ideas anteriores no
parecerá extraño que los textos de Lage además de tensionar la
representabilidad de la ciudad, experimenten con dispositivos cercanos a un
realismo contemporáneo que abre nuevas formas de leer los registros realistas
(y miméticos del siglo XIX) que no siempre tiene que contraponerse a otros
géneros como el fantástico o la ciencia ficción. Las obras de este autor
desvirtúan, a través del trabajo con la temporalidad y las convenciones
genéricas, las referencias realistas (miméticas) de los espacios habaneros, lo
cual provoca una problematización de los estatutos genéricos de la realidad y
la fantasía en estas escrituras y permite abrir una discusión en torno al
corrimiento de las fronteras genéricas (realismo-ciencia ficción) en estas
narrativas recientes. La forma fragmentada y desarticulada de La
autopista… o la de Archivo, por
ejemplo, me hace pensar que en ellas se construye un relato (y una
temporalidad) esquizoide de la ciudad. Ello me es perceptible al reconocer la
ruptura que realiza el texto con los referentes identitarios de la urbe, a
partir de la cual se crean, en forma de deshechos, significantes perturbadores
que imposibilitan relacionarlos a todos ellos y que sean coherentes entre sí.
Estos textos trabajan con una
temporalidad que da cuenta de la simultaneidad, del caos, de las luchas por los poderes
simbólicos, los sentidos que se dan en cualquier momento y lugar del mundo a
partir de diversas experiencias estéticas. Se produce, por lo tanto, una
mixtura en la obra de Lage no solo al enunciar referentes simbólicos de este o
aquel lugar, sino también al yuxtaponer las temporalidades de varios lenguajes
artísticos: el cine, la televisión, los bloques publicitarios, los reality shows, la fotografía, la música,
la literatura. Es decir, el texto de Lage es el lugar para hacer irrumpir en La
Habana una temporalidad no lineal, caótica, desordenada en relación con un
pensamiento racional y hegemónico del orden, que da cuenta del modo simultáneo
del que los seres humanos en pleno siglo XXI participan de su contemporaneidad.
La hendidura creada por Lage en el tiempo cronológico y lineal de un relato
más cercano a un realismo mimético (decimonónico) posibilita abrir el texto
literario a otros trabajos con las referencias y los referentes que están más
cercanos al universo de lo fantástico y lo cyberpunk de la nueva época. De este
modo, la ruptura que realiza Lage con la estética realista mimética instaura
una provechosa discusión en torno a los géneros literarios que participan de la
narración y la ficción de La Habana reciente. De allí que el relato sobre La
Habana de este autor ponga en crisis la “identificación” de y la adscripción a,
un género escriturario único. En
Lage el texto
apuesta por una escritura libre de esquemas genéricos, desidentificada,
desenmarcada, portátil, “radicante” (Bourriaud), fuera de lugar. En ese punto,
la experimentación con los géneros en la ficción de Lage se torna relevante
porque da cuenta no solo de un sistema complejo de discursos, prácticas y
experiencias literarias y artísticas, sino también de los nuevos modos de
escribir y hacer entrar a La Habana en el entorno de una experiencia y una
escritura del mundo contemporáneo.
Estos modos de “generar” Habanas en una agrupación de escritores que ha
cargado con el peso de una tradición de escrituras de la ciudad, de la que que
Emma Álvarez Tabío en su Invención de La
Habana (2000) ha descrito en profundidad, podrían pensarse como desbordes
metafóricos de una ciudad que no deja de interpelar a quienes allí viven o
vivieron. ¿Qué Habanas han leído y leen los narradores de la Generación Cero?
¿Sobre cuáles Habanas se instalan los personajes y narradores de las escrituras
con las que ellos dialogan? Qué recursos literarios detectan (aprovechan) los
escritores de la Generación Cero en (de) sus predecesores para fundar su(s)
Habana(s)? ¿Con qué capital simbólico e imaginario de la “discursividad
habanera” (Camejo, 2017) trabajan los autores de la Generación Cero y cómo
dialogan con él? Todas estas son preguntas que de algún modo he querido
responder(me), pero que aún siguen siendo difíciles de asir. Al inicio de este
texto subrayé algunas de las ciudades que metafóricamente le permitieron a la
investigadora Emma Álvarez Tabío dar cuenta del vínculo de la literatura
cubana, que tomaba como tema La Habana, con la construcción de un relato para
la nación. En aquel libro, su autora sostenía que, con algunas excepciones,
desde el período colonial hasta los años ´80 esta literatura mostraba una
vertiente “heroica” y una vertiente “irónica”. La primera de ellas implicaba,
por un lado, la construcción de una ciudad ideal; mientras que la segunda,
asumía el pesimismo, la enajenación, la amargura, el sentimiento de
frustración. Como fui indagando luego, los escritores de la Generación Cero a
pesar de leer e incluso incorporar metáforas, temas, perfiles de personajes,
porciones de esas ciudades descritas por Álvarez Tabío, estas nociones
(criolla, impura, monumental, secreta, dislocada, barroca, pecada), parecen
tornarse ahora insuficientes para interpelar el amplio y dinámico campo
literario cubano de principios del siglo XXI. Estas escrituras aspiran a
deshacerse de los fuertes y obstinados límites imaginarios de la urbe (y con
ella, del archipiélago y de la Nación) para expandir, así, las referencias
culturales que de modo centrípeto y centrífugo llegan y se van, se despliegan en, se repliegan
de/ ese territorio y de esa ficción del territorio habanero.
Por último, cierro este texto con una brevísima referencia a una expresión
usada en el lenguaje popular habanero para dar cuenta del suceso que ocurre en
La Habana, en temporada de huracanes y frentes fríos, cuando el agua del mar se
desborda y corre por las principales avenidas cercanas al muro que separa la
ciudad del mar: “Se botó el malecón”. Uso la expresión (como antes lo hice con
mi investigación doctoral, Viera, 2022) porque no solo da cuenta del desborde
que ocurre “entre” la ciudad y una de sus fronteras, el mar, sino que, además,
es un enunciado que me permite metaforizar el alcance de las indagaciones sobre
esta ciudad a lo largo del desarrollo de la narrativa cubana. La frase, que se
sale de los límites de la cultura libresca y entra a la cultura y el habla
popular, deviene en disparadora de una imagen fáctica y a la vez poética que me
posibilita sugerir y acotar metafóricamente el estado de exceso, de salirse por fuera de que implica
acercarse a la escritura y a la investigación de una ciudad que no deja de afectar a quienes allí viven, a quienes
transitan por ella o a quienes la reviven en la memoria. Es por este último
motivo que La Habana (y el mar) como espacio ficcional, como lugar de
interrelaciones humanas no deja de desbordar cada una de las nociones
metafóricas a las que he aludido en este trabajo y que encontrarán, estoy
segura, nuevas formas de renombrarse. Las nociones y metáforas teóricas que
examino practican entonces una portabilidad, repliegue y puesta en escena
incesante que posibilitaría seguir extendiendo las escrituras recientes de La
Habana por cualquier lugar del mundo.
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1 Si bien ella alude aquí a Cuba completa, a los efectos
de este artículo, solo me concentro en La Habana. 2 Aquí refiere que
la ciudad barroca se presenta como una trama abierta, no referible a un
significante privilegiado que la imante y le otorgue sentido (Emma Álvarez
Tabío, 2000, p. 332).
3
Cfr. en este
sentido su texto sobre la poética de Lezama en la que parece estar definiendo
su propia estrategia textual. Severo Sarduy, “Dispersión (Falsas notas/Homenaje
a Lezama)”, Escrito sobre un cuerpo, Buenos Aires, Sudamericana, 1969, p.
68-69.
4
Existe una
profusa bibliografía dedicada a desentrañar estos tópicos en escritores cubanos
de los años 90, entre ellos: Leonardo Padura, Ena Lucía Portela, Pedro Juan
Gutiérrez, Mirta Yáñez, Reina María Rodríguez, Antonio José Ponte. De todo el
material que he podido consultar recupero, por sus detalladas argumentaciones
los libros y tesis de Esther Whitfield (2008), Teresa Basile (2009), Anke
Birkenmaier (2011), Odette Casamayor Cisneros (2013), Elzbieta Sklodowska
(2016) y Ariel Camejo (2017).
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41713
Reunimos, en esta selección, diferentes
producciones que hablan de La Habana con una gramática singular, un atlas-
textura que integra imágenes, saberes y lenguas. Desde la fotografía, los documentales, la
música, el cine, la performance o el teatro organizamos un montaje de imágenes
que colaboraran en la tarea de desarchivación y reinvención de una ciudad. Por
ese motivo, imaginamos no solo un espacio para hablar “de” literatura sino un
archivo de las materialidades múltiples. En ellas, el lector encontrará un
conjunto de seis materiales artísticos- cuidadosamente escogidos para esta
muestra- que traspasan los límites
genéricos de la poesía (Nara Mansur), la narrativa (Martha Luisa Hernández),
las artes plásticas y el muralismo (Yulier P), la fotografía (Kaloian Santos),
el performance escénico, el teatro o la conservación de edificaciones derruidas
(Habitar el gesto y Documental urbano de la fiebre…), para
convertirse en modos de intervenir, deshabitar y renombrar La Habana. El
conjunto de estos materiales convoca a una reconexión con la materialidad
heterogénea, compleja, sinuosa de la ciudad, permite atravesar las capas
solidificadas del archivo visual para interrogar el modo en que la ciudad
se hace cuerpo y los cuerpos se tocan, caminan, desechan, horadan,
inscriben. Las texturas configuran, de este modo, el montaje de la ciudad, una
hechura que es singular-comunitaria, que es forma- factura no exclusivamente
humana, antes bien se hace de modo heterogéneo (no antropocentrado) con los
haceres, sonidos y saberes del mar, del viento, de los árboles, de los entierros y de las columnas
manufacturadas.
Palabras clave: atlas; textura; ensamblajes; materialidades;
montaje
Textures
Abstract:
In this selection, we bring together different productions that speak of Havana with a singular grammar, an atlas-texture that integrates images, knowledge, and languages. From photography, documentaries, music, cinema, performance or theater, we organize a montage of images that will collaborate to the task of unarchiving and reinventing a city. Therefore, we envision not only a space to talk "about" literature, but also an archive of multiple materialities. Within them, readers will discover a collection of six artistic materials - carefully chosen for this exhibition - that go beyond the generic boundaries of poetry (Nara Mansur), narrative
(Martha Luisa Hernández), plastic arts and muralism (Yulier P), photography (Kaloian Santos), scenic performance, theater, or the preservation of demolished buildings (Habitar el gesto and Documental urbano de la fiebre) transforming into methods of intervening, emptying, and renaming Havana. The combination of these materials calls for a reconnection with the heterogeneous, complex, and sinuous materiality of the city, enabling exploration through the solidified layers of the visual archive to question how the city becomes a body and bodies interact - walking, discarding, piercing, inscribing. In this way, the textures shape the city's assembly, a craftsmanship that is both unique and communal, that is not exclusively based on human form-factor, but rather executed in a heterogeneous way (non-anthropocentric) utilizing the actions, sounds and knowledge of the sea, wind, trees, burials, and manufactured columns. Keywords: atlases; texture; assemblies; materialities; mounting
Tres palabras como decir Apaga - la – candela
Nara Mansur Cao
(La Habana,
1969)
Poeta, dramaturga y crítica teatral.
Egresada de la Universidad de las Artes.
Investigadora del Instituto de Artes del Espectáculo, Universidad de
Buenos Aires. naraenbuenosaires@yahoo.com.ar
En Tres lindas cubanas. Un romance de entreguerras habla distintas
instancias: personajes, presencias que interpelan a la mujer escritora, sujeto
poético del libro... voces de esa ciudadanía que la acompaña: lectores, la
policía, el editor, el traductor, siempre vínculos conflictivos, en tensión u
observación, a veces literarios, de otros --el poder-- sobre eso que ella ha
escrito, su poema inentendible de tres líneas, su hijo que no se le parece (que
nadie ve por otra parte). Ella quiere decir la verdad, esa sería su invención,
su radicalización como escritora (no más ficción, no más “novelitas”).
La protagonista se siente
interpelada por ella misma, como siente interpelada su escritura, las palabras
que ha elegido, el orden, la razón de ese texto. Hay algo de lo extraño –como
extranjera-- vertido aquí, esa idea de lo ajeno como forma de una misma, ese
examen es también al orden natural --la Naturaleza--, a través de una geografía
también exótica (el Cabo de Hornos, por ejemplo, o la Isla de los Estados)
porque como todo el libro, la idea es de viaje constante, de nomadismo, de
tránsitos, a la manera de esas escritoras viajeras que los estudios de género
tanto han atendido. Y en mi caso, ese viaje de la memoria y también real, que
es ir y volver de La Habana a Buenos Aires siempre, durante más de una década.
Es también la idea de que lo propio no existe sino que una es un ser con otras
y otros, en otros tiempos, en espacialidades múltiples. Una escritura de
dimensión oceánica, ritualística: ponerse el anillo –como sucede en una de las
escenas de Orlando, primer material
con el que este libro interactúa--, te teletransporta a un pastizal donde hay
un hombre dormido, como un bello durmiente o un Blanconieves o un guardabosque
que hay que besar, despertar, salvar del naufragio. “La princesa y el princeso
/ y los plátanos se ponen tiesos”, como se clama en una de las obras de nuestro
teatro bufo.
¿Qué es el amor para una mujer? ¿Si
tienes la pasión de la poesía eres una “monstrua” en el amor? ¿Cómo se autoriza
una misma? ¿un hijo / un poema son equiparables? El poema como hijo / El hijo
como poema. ¿Qué hace la heroína de este libro? ¿Es la escritora finalmente de
este poema novelado?
Su lucha encarnizada es por lectores
que puedan leer su manifiesto. El manuscrito yace sobre su pecho y late como su
pecho, se agita. El poema está vivo y adherido como parte de su corazón. El
poema debe realizar su deseo. La autora pregunta también por los derechos de
autor. Su poema es un compendio de verdad, naturaleza y corazonada. No sabemos
quién desea más: si el poema o la poeta, tal es la fuerza de la escritura.
Literatura y vida pugnan, “uno siempre, siempre, debe [debía] escribir como
otra persona” se lee en un pasaje.
“Tres. La palabra, la madre, la
isla. Tres. El hijo, el espíritu, santo. Tres cubanas, tres estaciones”,
escribe Ana Arzoumanian en la nota de contratapa. Y acuerdo, que busco en mi
“incontinencia una palabra como norma indulgente, no frente al verbo escribir,
sino frente a aquello material, salido, público (tres): el libro”. Busco una
voz que me “salve de la explosión, de la masacre, del desenterramiento”.
Digo
éxtasis sin palabras digo recuerdo sin palabras
digo tu escaparate
abierto y yo abrazada a tu ropa, a las flores de tu blusa, tus pañuelos digo
sin palabras que la gata durmió anoche ahí, que por eso no la encontramos digo
tus pies
digo qué pelambre,
qué sed sin las palabras encanto, desafío, esplendor, sobresalto, temblor,
alegría, incendio, vibración. Tu cuerpo amado
tu cabeza tu cara tu brillo
tu futuro mi despojo; lo dije ¡al
amor! sin palabras porque la muerte de mi madre es lo único que ha sucedido en
el mundo y seguirá sucediendo.
Nunca había
escrito con tanta facilidad. Nunca había imaginado tan profusamente;
predestinada a Persia, ¿será posible? También ella se va a ir
cuando me vea toda
la ropa manchada de tinta, sin saber qué salvar de lo escrito, qué borrar;
cuando me vea
las ganas de comer
pan con mayonesa las ganas de poner una bomba en el escritorio del editor
(salvaje periquera).
¿Qué digo que
quiero comer?
¿Qué digo que
quise decir?
¿Qué palabras
salvar de la explosión, la masacre, el desenterramiento?
¿Dónde está el
Espíritu Santo?
¿El Espíritu
Santo se Estrella?
Una pregunta así,
cómo se escribe:
¿por qué no han
puesto una cuchara para tomar la sopa?
¿por qué mi boca
no se abre cuando parlotean los pollos desplumados?
¿a quiénes llama
pollos desplumados?
¿quién se ha
ganado el premio finalmente?
¿me ha llamado
pollo desplumado?
El Espíritu Santo, ¿dónde está? La Estrella, ¿dónde?
1. 2. 3.
Quiero
una corona que diga “conozco mis limitaciones” y “el tiempo se detiene en el
orgasmo”. No repares en gritos y zarandeos, mejor intenta hacer un plano muy
cercano a los momentos en que pareces abrirte y cerrarte rítmicamente como en
una canción, en ese ir y venir del estribillo.
Yo soy
hermosa ella es hermosa.
No me gustaría
volver a vivir aquellos momentos
--los mejores
ahora son el pasado-- tengo que poder decir algo con respecto al amor al
ensueño a la culpa repetida, a la acumulación de la duda ladrillo sobre
ladrillo sobre bandeja de plata. Tengo que poder decirle algo al miedo de la
ignorancia haciéndose pasar por futuro por un arma cargada.
Qué vamos a hacer con lo que va a pasar.
Al principio fue
adoración porque adorar es un rebote, un salto en el tiempo; la niñez queda
colgada de las entendederas y lo sucedido es el futuro como fe ciega; una experiencia
que se siente necesaria, un dolor que libera.
Me abrazo y no
veo los límites.
Me abrazo y
pienso que la abrazo a ella:
“hijas que son
solo hijas”
una superficie
plana el suelo, la hamaca desenrollada; la caricia es toda en líneas
horizontales, como flechas y aviones de papel. Me abrazo y es el retiro de la
belleza por la fiebre un lanzamiento, una inscripción: no hay oprimidas ni
opresoras; la línea es también el horizonte la mañanita de satén de mi abuela,
la escalera a la azotea los pies descalzos, las jaulas abiertas de las gallinas
el polvo que nunca se va de los muebles ni de los ojos los trapos sucios la
alergia, las primeras vacunas el camino de pinos del Hospital William Soler, el
primer bosque.
Italia es la
piquera de los Alfa Romeo: hay un brazo postizo y muy gordo que nos separa en
los asientos de atrás.
Me abrazo y es el
acecho, el sobre sellado, la carta sin terminar.
Yo soy ese
deseo del abrazo, de la letra ilegible, de la anarquía furibunda. Escribo que
soy la pregunta y le pregunto a ella y al bosque de pinos; escribo que soy las
cosas que se deshacen: las cosas se
deshacen ella entre ellas nombres
animales malentendidos piñones.
El desvarío se
siente como la calma, el agua como un plato:
--esa playa no me
moja--
ella flota de
cara al sol, vuelve a decir alivio, calma, sal
vuelve y
se da al reverso de su camisa y digo las mismas palabras en ese estar
sumergida:
Se oye al agua
como una válvula o una campana.
Ese tipo de cambio
–monedas-- ese tipo de revés –cambiar la posición en el acto-- ahora soy yo la
que está arriba y patalea: una brida me entorpece ¿me saca los ojos?
Me animo, me
elevo, imprimo su nombre en cada descanso; en cada sacudida esa cara amada, ese
terror del amor, ese volverse nada una respuesta incapaz de reposo;
ese lugar ansiado
que son todos los lugares donde un poco de la sed se abandona.
Un roce, un
resfrío, un sonido reconocible. A eso se llega también, eso también se deja
atrás.
En la gran
ciudad la cabeza se vuelve importante; tanta gente pasa que si yo gritara ¡no!
no me oirían; en
cambio, muevo la cabeza en círculos y es como caminar patas arriba; la cabeza
se mueve de este a oeste, es gallo y veleta el ¡no! No de dolor, no de muerte,
no de abandono, no de mentira; digo que la verdad tiene que ser del orden de la
Naturaleza del olor de las frutas, del humeral del cuerpo porque en ella me siento como en casa; ¿pero
qué casa? ¿quién es ella? ¿hay otra acaso?
Cuando abandonas
tu casa ya no es posible reconocer el mundo.
--Estás
mojada-- es el agua que te lleva. Yo antes de contestar me abrazo
yo antes de cerrar los ojos en un sí digo su nombre.
Tierra prometida.
Espíritu santo. Preguntas por dios, por la bondad; todas las palabras que usas
tratan de ti, es tu cuento diabólico, son tus entonaciones. Aunque dices “estoy
pensando en ti”, aprendí que significa “estoy pensando en los usos que doy de
ti”: ¿mil tonos de figurar?
Amor, pregunta,
insolación, destino, porque todas las palabras tratan de ti; en mí la palabra
es sangre o derrame o madre o rosa y creo que no he decidido si te perdono o no
si me voy de esta casa. Casa quiere decir muro o descampado, agonía o
hundimiento; dulce si es dolor, si es campanada, si es aguante, finalmente
techo.
Siempre la
condición de peligro ¿pero cuál?
Dices que debo
cuidarme ¿pero de quién?
y también, si me
bajo los calzones y no hay nada nada ninguna agonía, ningún hundimiento
conmigo; tampoco la figuración de tu mirada hace la ausencia:
nada debajo
nada
insaciable
todos mapas sin cartografiar.
Esos no son
quejidos, no son mujeres lavando la ropa sobre las piedras; esos brazos salidos
del agua no vienen a ayudarnos son partes recortadas de una vida anterior que
ya no está
no son huesos ni
músculos sino parte de esta nueva apariencia que nos cubre. Se oye todo, se
piensa todo mientras se escribe una parte; me caigo de nalgas sobre las piedras
--mi voz tomada
por otras mujeres--
Ellas con piedras
en los dientes adentro de su canto; el
canto cobija y me duerme, me baja los calzones me abre los labios ese canto en
regurgitación.
Otra vida otra ola
otras explosiones.
Canta esa boca,
cantan en coro las ciudades sitiadas nacen niños, reptiles, moluscos, todos con
las bocas abiertas como ventanas el soplo pasa de largo, deja tranquilo al
corazón.
Hoy no la
voy a detener hoy me salgo yo por mi propia mano.
Esa no es una mano, esos no son mis labios, esos no son pinos.
“No se puede
barrer la feminidad. La feminidad es inevitable… a ustedes el desagüe de la
feminidad los desborda”. Salgo a caminar las calles redondas --¿el desagüe?
Digo que esto no
es el centro de las cosas, la razón del laberinto.
A fin de
justificar la guerra, ni patria ni historia legítima, ni certidumbre, ni
propiedad. Pero el silencio es un taladro vencido, perfora y son más los huecos
y desbordes que el abismo que se le exige. No se puede barrer, no se puede
perforar el agua, las salidas del agua, la corona, los trozos: “el embriagador,
el insuperable deseo de caer”.
Once centímetros.
La naturaleza es
el vacío, la novela bajo el brazo, el sobaco que la esconde como carterita de
paseo o cabeza
de escritora o munición:
izquierda / derecha.
¿Y su novelita,
muchacha? ¿Cuándo va a escribir una novela --usted--, un libro de verdad, así la puedo leer? ¡Reconversión!
Ella es la
inminencia, el posible desquite (pero cuánto les interesa, cuán movilizadas
estamos nosotras ahora). Fuego fatuo la edad, las páginas completadas. Al fin
soy pobre y molesto.
¿Y la fealdad? ¿Y
la estrechez? ¿Y las pocas páginas que le he dado a leer al público? Sobaco es el olor de la encina, a sobaco
huele la pechera ahí donde guardas la novela de tres frases, donde guardas al
hijo que no te entiende. Ahí también escondes las monedas para el sancocho y
las tostadas. No es mugre, es aliento resumido, poema finalmente, cantinela.
Con
ese sonsonete
duermes a tu hijo hasta donde puedes, te duermes tú unos minutos antes de que
la criatura avance hacia los preparados de alcohol y benzina.
Esas no son
cubanas, esas son las minas enterradas para forzar a la escritura a un
desguace, a una mudanza sin retorno, como la novela que te piden a cambio.
¿A cambio de qué?
¿A cambio de qué?
Tres frases. Tres
anotaciones. “El conocimiento es la única moral”. Tres frases. Tres anotaciones
casi borradas por el sudor y los nervios, por las lágrimas que caen mientras
vuelve sobre esas ideas que le parecieron útiles, imprescindibles y que hoy no
incluyen la ternura propia ni la del hijo.
Tres palabras
como decir Hijo - Espíritu - Santo, como decir Apaga - la – candela.
Dolce far niente.
Sin ella no la
habría escrito… lo que sucede durante la muerte no puede decirse;
¿sabes
quién soy? --me vuelve a preguntar-- y yo digo que sí y cuento los años:
cincuenta y seis.
¡Claro que sé!
¡Ese es el punto!
(el punto: la
mosca atontada sobre la panetela);
dice que
no es capaz de hacer un niño, de escribir un poco más lo sé lo sabe
cada vez menos lo que tiene que ver con el esfuerzo o el deseo, no
alcanza a diferenciarse.
Entonces,
¿qué le duele ahora? ¿por qué se queja? Esta mujer está a punto
de poder hablar
como su emboscada, como su testaferro esta mujer --hay otra en su misma-- el público quiere
saber lo que compra
de dónde saca ese
estuche bordado donde guarda su libro los pompones de las orejas el peluche
rojo que cubre sus dientes. ¿Dónde están las palabras que no aparecen?
Háganos el favor
de anotar aquí los nombres de las palabras borradas, y los gritos, las
sentencias, los vahídos, las perforaciones de su garganta. Háganos el favor de repetir, de clasificar, de asentir.
Dice que
no es capaz de hacer las paces con el futuro lleno de dobles de tinta,
¿Sabe que un día
la van a cortar en dos y van a exhibir sus ojitos en sombras, su rictus de
mosca? Digo que lo único que tengo para escribir es lo que no sé, por eso
a mi poema le
queda tanto
sitio libre como a los
castillos espacios sin muebles ni alfombras, jardines con maleza; a mi poema le
alcanzan por el momento las tres frases
las tres fugas las tres
diferencias las tres decisiones.
En la misma
figura, tres perlas, tres monedas pulidas en la carterita tres gotas de leche
que le caen de las tetas tres tres
piedras a encontrar; que sean chiquitas, que estén limpias, que estén secas tres
tres tres lindas cubanas.
(El conjunto de
estos textos forman parte del libro Tres
lindas cubanas. Un romance de entreguerras. Alción Editora, Córdoba, 2022)
Martha Luisa Hernández Cadenas
(Guantánamo, 1991) Escritora y performer. Egresada de la Universidad de las Artes, La
Habana, Cuba. malu_cuba@yahoo.com
La Habana me obsesiona. El reto para mí está en no romantizar ni
trivializar mi relación con la ciudad que ha sido saqueada, colonizada y
devastada por todo tipo de fenómenos (no) naturales. Soy incapaz de desligar
mis proyectos de escritura y artes vivas de su ruido, su arquitectura y su
temperatura. Comprendo que es un concepto al que vuelvo con el afán ingenuo de
la inspiración. Muy a pesar de mí, es la ciudad en la que vivo por elección y a
la que ansío revivir, sacarla de su sofocante equilibrio, de lo tenebroso y
distópico que hay en un hotel que entorpece toda idea de urbanismo junto a un
balcón que se derrumba.
Mi poemario Los vegueros existe
porque existen la rebelión, Jesús del Monte y la tragedia de un tornado (digo:
Concha, Infanzón, Pedro Pernas, Berroa, La Ciruela, La Embajada, La Colonia).
Recuerdo la lectura polifónica que organicé en el antiguo Lyceum y Lawn Tennis
Club como parte de una exposición. En esa ocasión, catorce fundadoras dieron su
voz a fragmentos de Memorias de una
cubanita que nació con el siglo, de Renée Méndez Capote: “El Vedado de mi
infancia era un peñón marino sobre el que volaban confiadas las gaviotas y en
cuyas malezas crecía silvestre y abundante la uva caleta”. En mi primera
novela, La puta y el hurón, La Habana
es un personaje. El Coppelia, Humboldt y Vapor 69 son la carne: “Camino por el
Malecón y miro a los ojos a la gente. Miro dentro de sus cabezas. Miro a través
de sus cuellos. Caminan rotos, como yo”.
Con una máscara de unicornio, atravesé el boulevard. Hice una deriva mirando a la ciudad a través de
diapositivas de la Unión Soviética. Me imaginé a La Habana de Juana Borrero.
Leo el Epistolario de Juana para
entrar en los aposentos, los pensamientos y la espera de un encuentro o de
aquella petición: “Cuando nos casemos ¿podremos irnos bien lejos de aquí? Esa
es mi aspiración más ardiente. ¡Si pudiéramos irnos a un país donde jamás
saliera el sol!”.
La alegre ciudad
cambió radicalmente de aspecto. Cayó sobre ella un velo de tristeza. En la
mitad del día, las calles estaban solitarias, cruzaban por todas partes
furgones y carros conduciendo cadáveres, la mayoría de los transeúntes eran
sacerdotes, médicos, notarios, estudiantes de medicina, empleados del obispado
y las parroquias que cumplían sus tristes deberes.
El tren ha
llegado. Tomo una foto del nombre de esta calle. Han escrito MILICIA con la
misma precisión que el metrocontador de la electricidad sugiere el consumo del
mes: 08119216. No es común que los trenes lleguen a tiempo, pero mi madre
corrió con suerte. Mi regreso de Guantánamo en el año 98 duró unas 26 horas.
Entonces no existían Tallapiedra, Apodaca o Milicia, yo solo suponía que el
tren llegaría a La Habana, y no me equivoqué, a pesar del humo y el carbón por
las roturas, llegó.
Un señor, parado
justo en la esquina de Salud y Campanario, ahí, donde todos los días se venden
girasoles para la Virgen de la Caridad y albahaca fresca, trata de convencerme
de que le compre un tabaco:
—Niña, ¿tú no le
pones un tabaco a Eleguá… a Fidel? Niña, ¿tú no fumas?
La última vez que me fumé un tabaco, no estaba ebria, ebria, que es el
estado en el que mejor se sobrelleva esta relación tan tortuosa con la ciudad y
el presente, ebria perdida, quiero decir, pues ese no era precisamente el
estado mental de aquella tarde noche en la azotea de mi casa. La calle donde vivimos estaba cerrada por la
cuarentena. Recuerdo las carpas verdes en las que se distribuían el pollo y la
jaba de aseo. Mi padre estuvo a punto de fajarse porque “el repartidor” decidió
que al 572 no le hacían falta los insumos del Estado. Sostengo el puro grueso,
visto un modelito “de andar”, tela roja deshilachada. Estaba sentada debajo de
uno de los helechos de mi prima. Existe memoria gráfica de aquella última vez,
aunque digo “última”, y yo sé que nada será “la última vez”. El vestido se
encuentra en una maleta negra con mi ropa invernal. La foto es una bocanada de
humo lanzada hacia ninguna parte.
Lo que sí existe
en la vida es una primera vez. La primera vez que me fumé un tabaco fue en la
boda de dos amigos. Aspiré todo el humo como si no fuera nieta de mi abuelo
tabaquero, como si no supiera que ese ritual nunca se ha tratado de vanidad o
extravagancia. Esa noche casi me ahogo por la bocanada de muerte que aún
revoletea en mis pulmones de fumadora activa. Y como la sospecha de un contagio
no era eminente, todo el mundo en el casamiento se pasaba el tabaco de boca en
boca.
—Niña, el humo lo
dejas ahí, gravitando entre tu dentadura y la lengua, ¿tú no sabes cómo se fuma
un tabaco, asere?
Mi abuelo se fumó
algún que otro tabaco en El Palacio de las Ursulinas, dejó que los tabacos se
gastaran completamente mientras esperaba a su mujer, la mulata achinada más
linda de toda la isla, ella, la que zurcía mejor y más bonito que cualquiera de
las mujeres nacidas en Cuba. A veces he visto al fantasma de mi abuelo en esa
esquina donde pasan gacelas y un amigo artista tiene su estudio de pintura.
El mismo día que
me propusieron estos tabacos en Salud y Campanario, en el Vedado se estrellaba
una gacela llena de pasajeros contra la acera. Es el fatum de la notoriedad, tabaco y transporte público, voy a hablarle
a mi amigo artista sobre esto.
Cada vez que un
tabaco se quema en mi boca, lo hace por esta city rompepulmones, por la picadura y la bruma, por la arquitectura
neomudéjar y la ceniza, por mis orígenes cienfuegueros y guantanameros (aunque
en estas provincias no sea la hoja de tabaco muy popular). Estudios demuestran que, cada vez que un
tabaco se quema en una boca, alguien permuta o vende una casa, alguien le pide
permiso a su santo para huir de casi todo. Estudios científicos y académicos
demuestran que del tabaco y el azúcar se ha dicho lo necesario, que no hay por
qué indagar ahí. Estudios decoloniales demuestran que, cada vez que un tabaco
se quema en mi boca, mi abuelo siente orgullo.
Si el señor de la
esquina de Salud y Campanario hubiera dicho: “abuelo, arquitectura neomudéjar, fatum de la notoriedad o mulata
achinada”, estoy segura de que yo hubiera colaborado con su emprendedurismo de
esquina. Quizás, sea una falta de sentimentalismo o romanticismo de mi parte no
atender al llamado de proximidad que el vendedor me hacía. Quizás, yo andaba
haciéndome la sorda por esa calle que me recuerda demasiado al fin del mundo.
El fin del mundo
comienza en Salud, en las alcantarillas y las fosas de la calle Salud, en ese
despeñadero donde se comercia casi todo. Ese final, portentísimo y
apocalíptico, huele como los tabacos que se comercian en las bodegas de La
Habana. Tabacos que no son lo suficientemente gruesos, tabacos cuya picadura se
ha mezclado con patas de cucarachas y toda clase de bichos malos, malísimos.
Tabacos cultivados en las tierras incorrectas.
¿Podría La Habana
ser mi último tabaco?
Mi madre me envió
el video de dos mujeres entrándose a golpes en Neptuno, sacaron Havana Club y
cigarros H.Upmann, una de las mujeres está embarazada. Mami, vete de esa cola, yo no quiero beber de eso.
Mi madre sube a
su estado de WhatsApp el video de dos mujeres entrándose a golpes en Neptuno.
Es en la misma tienda donde ella y yo hemos discutido para comprar una
butifarra hace apenas unas semanas. Mami,
vete de esa cola, yo no quiero vivir de eso.
Mi madre no cree
en el progreso de La Habana, incrédula y pesimista, se encarga de observar cómo
las madres de una capital acaparan cigarros y alcohol para revender
paulatinamente, para dar de comer a sus hijos. Mami, vete de esa cola, yo no quiero acompañarte más ahí.
Una selfi en la
escalera de la casa de mi papá. Estoy deprimida porque soy adolescente y me
llamo Mariana. El pelo, con la plancha de la ropa, es cuando mejor me queda.
Así, un flequillo bien alisado sobre la frente que me cubre el ojo derecho, con
un lápiz de carbón de los que venden a cinco pesos delineando los ojos, ya soy
la más emo de La Habana.
Una selfi en
Parque G.
Una selfi en el
Pabellón Cuba, donde le ponemos al café homatropina. Esta selfi se me pierde en
el celular que me roban en Alamar. El hombre que me arrebata el teléfono de las
manos sale corriendo, pero las personas que observan la escena piensan que es
una discusión de parejas. Yo gritaba: ¡un
ladrón!, pero los habaneros creían que estaba inculpando a mi amante.
Cuando me robaron el teléfono, no era emo, sino repartera. Debió de ser por esa
razón que el criminal se fue con la suya.
Una selfi en la
clínica donde otros adolescentes y yo hablamos del uso indiscriminado de las
drogas. Cuando estoy a punto de irme del ingreso, llega el hijo de Haila María
Mompié. Ya casi me toca salir de la rehabilitación por mi buen comportamiento,
pero todo el mundo está hablando del hijo de la artista. En general, tengo un
buen comportamiento, lo que estoy loca y soy muy inteligente y locuaz. No me interesa
saber de otros hijos, yo soy hija de las ruinas, y eso basta para que no tenga
que saber de nada.
Mi familia y yo
le regalamos a la doctora uno de esos pulsos de plata con cuencas azules que mi
papá trajo de México, son de esos accesorios de los que hacen soniditos si
gesticulas frenéticamente al hablar. No sé si es un buen regalo, pero bonito sí
que es.
La psiquiatra es
de las que habla con las manos apoyadas en la mesa, es decir, el pulso, si
suena, es porque se anima accidentalmente. En la vida casi todo sonido proviene
de un accidente. Las selfis son accidentes.
Cuando se cayó
ese edificio de Infanta y Zanja, yo lo que sentí fue un cancaneo semejante al
de los pulsitos. Debo confesar que esas bisuterías no me gustan para nada. Pero
ya no soy emo, mucho menos repartera, ahora vendo vacunas para perros y quiero
irme de aquí.
En menos de tres
meses, la epidemia barrió en La Habana con una tercera parte de su vecindario.
Murieron siete sepultureros y nadie disputaba ya el oficio. No cabiendo los
cadáveres en el cementerio de Espada, se improvisó uno frente a la Quinta de
los Molinos. Se abrió allí, rozando con lo que es hoy calzada de Ayestarán, una
fosa tremenda y muchos, sin estar muertos, fueron enterrados entre cal viva.
El fotógrafo
alemán quiere hacerme retratos con mis grafitis.
No sé, no soy tan
fotogénica como parezco y últimamente está muy difícil conseguir materiales
para pintar.
Quiero que las
paredes cuenten historias. Detrás del cemento, de las vigas, de las basuras,
paso mis uñas para sacar algo de polvo estelar habanero, encajo mis uñas para
aprender de lo que queda. Es por eso que he descubierto cuántos lugares han
sido y son cualquier cosa menos lo que parecen. Una tienda. Una iglesia. El
primer cementerio de la ciudad. Un almacén. Una mansión. Aquí todo se revela si
saco mi uñita.
No sé si hablarle
de todo esto al fotógrafo alemán que también quiere hacerme una entrevista.
Últimamente está
muy difícil huirle a la policía.
Últimamente está
muy difícil posar en La Habana.
Últimamente,
amigo alemán, no sé qué podría decir.
Todos mis amigos
se fueron.
Mi novia se fue
la semana pasada, por ejemplo. No estoy muy segura de que ella quisiera irse. A
veces paso por la peluquería de 23 y G donde maltrataron a mi novia y me dan
ganas de hacer un mural bien grande, uno estridente, uno contrarrevolucionario,
uno que joda a la peluquera para siempre. Tomar venganza no es algo muy natural
en mi signo zodiacal, pero a veces los grafitis deberían servir para eso, ¿no?
Yo quisiera ser
una grafitera vengadora, de esas con superpoderes, para sacarme los materiales
de debajo de la manga, para huirle a la policía si me agarran con las uñas
afuera.
No sé cómo pararme
cuando sacan una cámara, mucha gente dice que tengo un estilo singular, que no
parezco de este país, no soy absolutamente femenina, no soy disciplinada o
correcta, lo que sí aparezco en todas las fiestas y, aunque no soy
particularmente feliz, no hay una fiesta en La Habana que sirva si yo no estoy.
Probablemente
nada de esto le interese al fotógrafo alemán, y si no le interesa, y si no me
va a pagar, que sepa que yo no poso delante de mis grafitis, que mis grafitis
son muestras de amor, son cosa sagrada, y no quiero que nadie recuerde quién es
la autora de ese dolor en La Habana.
El hombre que me
hizo el diente de oro se equivoca. Se ha equivocado tanto que la prótesis
dorada no encaja, no encaja en el molar y me jode el diente contiguo como si no
se conformara con adornar mi sonrisa solo allí, donde yo imaginé que encajara.
Se cree él que le voy a pagar esta mierda, ni que yo fuera anormal. Y, fíjate
que fui cuidadosa, fui detallista, preciosista, le expliqué incansablemente lo
que quería. Le dije: ponme un corazón ahí, un cráter que deje ver el calcio de
mi diente con la forma espectacular de un corazón adolescente. Pero no hay
remedio, siempre que me encaja el diente de oro, regreso a casa con el diente
más carcomido y gastado.
Los dentistas de
La Habana no tienen perdón de Dios.
Una selfi con mi
diente de oro.
Dicen que el
corazón es un diente de oro solitario.
Dicen que
el corazón de oro está dando vueltas para sobrevivir en mi cajetilla. Soy la
primera de mi familia en tener un diente de oro, y eso está bien.
Cuando una casa
en L y 23 cogió candela, yo pensé que había sido el rascacielos quemándose y
quemándonos más, jodiendo a una familia por la construcción de dos torres
grises de concreto. Pero no, esa casa cogió candela por una cuestión doméstica.
El fuego fue un fallo, hablamos de un fallo en la cocina que hizo que el humo
se elevara más imponente que cualquier pretensión de rascacielos hotelero.
Imagino que aquellos que lo perdieron todo en las llamas desearon
fervientemente que fuera un incendio causado por ese edificio horrible que no
dejará ver ni el Habana Libre, ni ninguna otra cosa importante, como las nubes
o el sol. Nunca existió en esta ciudad algo más grotesco y ofensivo. Aunque lo
turístico siempre se define así: grotesco y ofensivo. Se trata de un monumento
que oprime. En general, aquí conviven la opresión y el fuego como si la
supervivencia fuera sacada del arte final de una película de catastrofismo. A
mí se me oprimió casi todo por dentro cuando pasé por L y vi cómo los bomberos
llenaban de objetos achicharrados un latón de basura.
Algo me dice que
muy pronto será así con todas y todos. Terminaremos invadidos por un fuego
tremendo. Terminaremos achicharrados, como si lo que vivimos no fuera memoria
de este lugar ni de ninguna esperanza que no fuera turística. De todos modos,
el fuego nos iguala, llama por llama, extinción.
El día que yo me
muera quiero estar en una playa de Miami tomándome un trago. Me voy a morir
afuera, porque yo me voy a ir, de eso no tengo dudas, pero que me entierren en
La Habana. Con el pelo teñido de azul y las uñas largas e imponentes, que me
dejen reposar en el lugar donde nací e hice el amor por primera vez. No quiero
ser un personaje secundario en el cementerio de Colón, no lo merezco. Por eso,
el día que yo me muera, voy a dejarlo todo muy bien organizado, destinaré mucho
dinero para los gastos funerarios, lo tendré todo previsto, será mucho dinero
ahorrado y separado para mi muerte que la agencia de seguros de Miami va a
reconocer.
La curadora de
Havana Art Weekend me pregunta por las derivas que pueden organizarse en la
ciudad. La única deriva artística que para mí tuvo sentido fue aquella vez en
la que viajamos, primero en una Girón y después en la lanchita de Regla, para
llegar al Cristo de La Habana.
¿Qué tal si
trasladamos La Habana a una galería importante del primer mundo?, ¿qué dirán
los críticos?, ¿se interesarán?, ¿pondrán un cuño de arte político, arte
disidente, arte contestatario, arte ruinoso, arte mohoso?
¿Cuál es el color
de La Habana?, ¿rojo bermellón?, ¿pastel pudrición?, ¿mármol estentóreo?,
¿aguada putrefacta?, ¿humedad prostitución?, ¿gris grúa?
Tengo una amiga
que ha hecho la dirección de arte de muchas producciones cinematográficas, las
locaciones, siempre habaneras, los desastres, siempre en las paredes, la
pereza, siempre isleña. Ella conoce los detalles asombrosos, necesito su
asesoría para este Havanity fear.
Nunca le respondo a la curadora, no tengo tiempo. Estoy descubriendo música
habanera, suena a música sacada de otro confín, pero que conserva el tufillo de
sol y aguacero inesperado. Nunca le
respondo a la curadora porque vivo procrastinando. A veces he soñado que soy
Margarite Duras
visitando Cuba. A veces me imagino que soy Simone de Beauvoir visitando Cuba. A
veces imagino que soy una muchacha de buena conducta, para eso, no debe
importarme otra cosa que la muerte, la muerte visita Cuba, me visita.
Cayendo la tarde,
salía una carreta con veintidós cadáveres para el cementerio de los Molinos.
Sentado en la barra del vehículo fúnebre, con indiferencia del que ha llevado
tanto cuerpo en esta vida que le importa tres pitos dejarla, iba un negro
carabalí, medio soñoliento, que arreaba de vez en cuando los mulos para vencer
la cuesta de San Luis, o sea, de la Reina. Ya cerca de Belascoaín, que era todo
monte, un movimiento de la carreta y un gruñido sordo le hicieron volver la
cabeza sorprendido; pero sin duda no dio importancia el africano a una cosa y
la otra, porque continuó su camino apaciblemente. La carreta penetró en el
paseo de Tacón, que no era tal paseo, sino un camino carretero, por la razón
sencilla de que, no habiendo venido aún a Cuba este procónsul, mal podía haber
hecho aquel paseo que lleva su nombre.
Ya había rodado
un buen trecho el fúnebre convoy entre maniguazos, rompiendo el silencio de
aquel solitario paisaje, cuando un nuevo temblor de la carreta y un nuevo
ronquido hicieron volverse al carabalí.
Yulier P
(Florida, Camagüey, 1989)
Yulier P es el seudónimo de Yulier Rodríguez Pérez.
yulierp27@gmail.com
Soy un artista visual y urbano que reside en La Habana, conocido no solo
por los murales y grafitis que he ido realizando en espacios deteriorados de la
ciudad, sino también por obras que he realizado en materiales tradicionales
como el lienzo, la cartulina, etcétera. Para construir mis obras urbanas,
siempre he elegido lugares de la ciudad en mal estado, sin interés, grises,
porque considero que ese es un gesto para contribuir a mejorar la imagen de La
Habana, además de estimular una actitud de análisis y de intentar mirar con
luminosidad el futuro que queremos. Hay obras a las que trato de incorporarles
una composición barroca o renacentista a partir del uso de colores, además de
vincularlas con el expresionismo y el arte moderno. A nivel conceptual, mi referente
es el artista callejero británico Banksy. Otro referente que influyó mucho en
mí fue el artista ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, pues en sus obras destaca el
dolor y me siento identificado con esto. Esa es la zona que yo quiero mostrar
de la realidad de La Habana.
Las obras que comparto en esta oportunidad pertenecen a distintos murales
que he ejecutado por la ciudad, y las tres últimas están concebidas dentro de
un proyecto que comencé a desarrollar en el año 2018-2019 titulado “Regalos”.
Para este proyecto realizo las obras con pedazos de escombros y maderas de
edificios derrumbados y me interesa usar un lenguaje más crítico en el que
expreso mi desacuerdo con el gobierno de la Isla y visibilizo su
responsabilidad con la vida, muchas veces lamentable, que llevan los cubanos en
la actualidad.
En estos últimos años de mi carrera he convertido mis obras no solo en un
espacio de representación, sino también de cuestionamiento, denuncia,
resistencia y crítica al poder actual. Cada una de las obras que he ido
construyendo para este proyecto las coloco en diferentes puntos de la ciudad y
las personas las pueden tomar y llevarlas a su casa como un obsequio. Esto
parte de mi interés por lograr una conexión con la gente que camina la ciudad
y, a su vez, es un modo de evadir la censura de mis materiales artísticos. Como
he dicho en otras oportunidades, “Regalos” me brinda la posibilidad de seguir
haciendo arte callejero, aunque desde casa. Son piedras que recojo de
derrumbes, las intervengo y las pongo en la calle. Como no tienen la
visibilidad que puede tener un grafiti, que deben estar acompañados de
documentación y permisos, estos restos son en sí mismos la documentación,
porque el objeto es muy efímero. Alguien se la puede llevar y punto. “Regalos”
es la foto, el registro.
Figura 1.
Figura 2.
Figura 3.
Figura 4.
Figura 5.
Figura 6.
Figura 7.
Figura 8.
Figura 9.
Figura 10.
Figura 11.
Figura 12.
¿Cómo habitamos
un gesto en La Habana?
Karina Pino Gallardo
(Matanzas, 1985) Creadora teatral, editora
y crítico.
Máster en Artes Performativas y Espacios
Comunitarios.
Máster en Estudios del Territorio (ambos en
Università degli Studi Roma Tre, Italia).
karinapinowork@gmail.com
De Línea y 14, ¿cuál era el lugar que más le
gustaba?
Hace tanto tiempo que perdí de vista
esa casa que ya apenas la recuerdo. Además, ha sido tan desfigurada, tan
cambiada… tan mancillada, que prefiero no hablar de ella.
¿Qué expresa el hecho de que usted
haya cerrado su tiempo de creación poética inspirada precisamente en aquella
casona?
Quizá exprese la nostalgia, porque
esta casa donde estamos ahora es muy bella, no hay duda. Es arquitectónicamente
correcta, tiene muebles y adornos bellos, pero no tiene alma, no tiene
personalidad, tendría yo que darle la mía y ya de la mía me queda poco.
¿Aquella sí tenía alma?
Aquella sí, sin que nadie se la
diera la tenía por sí misma. (Recio, 28 de abril de 2012).
Esa casa.
Que era todo un
festival de trinitarias.
El Vedado, un
barrio en La Habana.
La Habana, la
ciudad pujante y regia, algo decadente y lujuriosa entonces, a mitad del siglo
XX.
Allí se escribió
la novela Jardín. Y otros tantos
relatos y poemas.
Allí los hermanos
Loynaz se explayaron excéntricos en su vida y su literatura.
Y se creó una
leyenda.
Esa casa hoy es
justo lo que no era.
Un espacio “de
valor arquitectónico” al que los transeúntes no miran.
Un pedazo de la
ciudad olvidado en el que viven familias diversas.
Una casa
fragmentada. Antigua. Apuntalada.
Pero habitada.
Sobre ese habitar
del presente y esos espíritus de antaño, se gestó un proyecto.
Habitar el gesto: restitución colectiva sobre arquitectura y convivencia
social es un proyecto aún difícil de calificar en una disciplina única. Surge
como colaboración entre la institución cultural española Naves-Matadero Madrid
(entonces dirigida por el gran Mateo Feijoo, el de la idea fundacional y el
acompañamiento absoluto), la plataforma de arquitectura social Recetas Urbanas,
en Sevilla, liderada por el reconocido arquitecto Santiago Cirugeda, y las
teatrólogas, críticas e investigadoras escénicas cubanas Dianelis Diéguez La O,
Maité Hernández-Lorenzo y quien escribe estas líneas.
Siempre fue un impulso de colaboración. Juntó gradualmente decenas de
personas, espacios, iniciativas, alianzas, y fue apoyado financieramente por
otras muchas, entre ellas, Terreno común (proyecto financiado por Siemens
Foundation para arte en América Latina), la Oficina del Historiador de La
Habana, el Consejo Nacional de Artes Escénicas de Cuba, la Escuela Taller de La
Habana Vieja… Habitamos un espacio día tras día, lo habitamos de muchas
maneras: limpiando escombros, ideando estrategias de comunión sobre la marcha,
construyendo y reparando un inmueble casi en ruinas, realizando performances, conversatorios, comidas y
reuniones. Escribiendo emails,
atravesando límites burocráticos, estudiando la historia del lugar y
compartiendo las vidas diarias de quienes allí viven hasta hoy; escuchando
“Constructores
por Derecho”, de Los Van Van, para paliar el calor y las jornadas de trabajo;
levantando un andamio gigantesco de tablas amarillas, que era como una especie
de altar, de mirador de la ciudad desde una esquina olvidada; moviendo ciertas
fronteras; plantando pequeños árboles y flores en el jardín descuidado;
mezclando inconscientemente energías afectivas y energías de trabajo. El
recorrido: un proceso todoterreno de traspasar límites y crear afectos que
duran hasta hoy.
Lo fundamental, entonces, sin lo cual este gesto no hubiera podido
concebirse, fue la presencia vital de las personas, l@s vecin@s de la vieja
casa estando allí cada día, alma absoluta del gesto, los jóvenes de la Escuela
Taller que amanecían en el sitio con todo su vigor y frescura, algunos de sus
extraordinarios profesores, otros alumnos y maestros de la Facultad de
Arquitectura, arquitectos y colaboradores del equipo de Recetas Urbanas,
teatristas, artistas visuales e investigadores curiosos que fueron sumándose a
la iniciativa.
Lo que ellos aportaron en la amplia idea de restitución que el proyecto
exploró es inconmensurable. Por y para ellos, desde ellos fue este proyecto (La
Habana, enero-febrero 2020).
I
Hoy estamos reunidas aquí
para celebrar.
Para leer un comunicado
corto sobre un gesto largo, ancho, alto. Abrazando el resto de una tradición
aristocrática, la ruina de unas palabras que el viento tropical se llevó hace
90 años desde el cuerpo enloquecido de Flor y la desnuda esquizofrenia de
Carlos Manuel.
Hoy no estamos rindiendo un
homenaje aquí, sino restituyendo algo, evocando.
Recomponiendo
Leyendo
Riéndonos
Sintiendo
Traduciendo
Armando un rompecabezas
después de muchos años de olvido.
Aquí crecieron unos poetas
grandes.
Aquí se gestó una leyenda.
Aquí se construyeron
paradigmas.
Por aquí pasó un movimiento,
Pasaron ciclones,
terremotos, luciérnagas.
Aquí se escribieron obras
maestras, menores, medianas,
Aquí habitaron almas de fineza
extraña, de locura intensa, nacieron poemas altos que luego fueron quemados, se
prepararon cuerpos que luego iban al mar, a beber, a sudar, a buscar la lujuria
permitida solo en los rincones y las pieles negras.
Aquí, también, quedaron
olvidadas las plantas de un jardín, que creció en medio de cuidados y perfumes,
que se levantó hasta el sol y se marchitó luego, un jardín tupido, entresijado,
bizarro.
Con la idea de investigar y restituir espacios de valor patrimonial de la
ciudad de La Habana, y sus tradiciones implícitas, siempre en beneficio y
función de las comunidades que los habitan y la energía que estos detonan en
función del entorno urbano en el que están enclavados, “Habitar el gesto” fue
una intervención artística y arquitectónica (restitución cultural y material)
en un edificio de la ciudad de La Habana.
Ubicado en la calle Línea esquina a 14, en el barrio de El Vedado, es más
conocido como la casa de Dulce María Loynaz. Allí la escritora residió con sus
padres y hermanos durante años, y junto con estos últimos, sobre todo Flor y
Carlos Manuel Loynaz, levantaron una leyenda por sus excentricidades personales
y literarias.
Hoy viven allí varias familias que han intentado mantener los rasgos
arquitectónicos del sitio. Sin embargo, a pesar de este sentido de pertenencia,
la gran casona demandaba la intervención y el cuidado por parte de
instituciones pertinentes, sin perder, en primer lugar, la calidad de espacio
patrimonial y de residencia común de las familias a lo largo de más de 20 años.
“Habitar el gesto” quiso entonces trabajar en una intervención parcial del
inmueble y tratar de subsanar los defectos que el tiempo y el olvido habían impreso
en el edificio. Al mismo tiempo quiso explorar y rescatar tradiciones
implantadas allí, como las tertulias literarias de los jueves y la
extraordinaria jardinería de sus lindes. Fue un proyecto de restitución
material, pero también de investigación cultural, en toda la extensión de la
palabra.
El proyecto se inscribe en un tipo de prácticas transversales que dan valor
a las comunidades incorporándolas a los procesos como protagonistas. De algún
modo, se reinventan las formas de hacer arte, de trabajar, de curarnos, de
amar. Se desarrolla una escucha más atenta hacia el entorno y se despierta la
capacidad de transformar(nos) a través de relaciones horizontales donde no hay
jerarquías, sino lazos.
Con el afecto y energía de los
inquilinos y el voluntariado que participó, se abordaron las obras de manera
inclusiva, intentando que la universidad, la escuela-taller, artistas,
investigadores, historiadores, escritores y amigos colaboraran en distintos
procesos de manera segura, festiva y comunal. Un espacio que fue, en esos
meses, de todos, entrando y saliendo a cada hora. Y, en la misma medida que los
andamios amarillos se levantaban para sorpresa de quienes pasaban y jamás
habían reparado en la casa, la alianza afectiva y el magnetismo de las obras
producían una comunidad de manera natural, gestada sin propósitos previos, sino
performativamente, o sea, sucediendo
en la medida en que se generaba el gesto de restitución.
Habitamos y creamos, sin saberlo,
una especie de coreografía social con los andamios como “escenografía”,
puliendo maderas, “tirando” pinturas y enfoscados, haciendo tertulias y
presentaciones artísticas, cortas sesiones de conferencia, poesía y lecturas
colectivas.
Cada jueves, a las Tertulias
juevinas (que ideó Dulce María cuando vivía allí con sus hermanos) llegaban
invitados para compartir un espacio de intercambio colectivo y muy
intergeneracional, en el que estaban siempre los jóvenes de la Escuela Taller,
los vecinos e intelectuales invitados, como la escritora Zaida Capote, el historiador
Ciro Bianchi, la realizadora Lourdes de los Santos y el arquitecto Orlando
Inclán, todos conectados de un modo directo con la casona y su historia.
Con “Habitar el gesto” pretendimos una pequeña transformación de un
inmueble. Terminamos transformándonos nosotros, revolucionando nuestros cuerpos
y nuestro mapa afectivo de entonces. Eso quedó visible en los últimos días del
proyecto, cuando la gente que visitaba el lugar era cada vez más numerosa,
cuando las tablas amarillas del andamio eran más y más altas y vistosas, cuando
el jardín se convirtió en escena de un gesto, un happening literario y de restitución con la acción que el artista
Yornel Martínez desarrolló, rescatando los nombres de las plantas del antiguo
jardín y plantándolas de nuevo, mientras leíamos un fragmento de la novela
homónima donde estas plantas se mencionaban.
Y justo el día final, de cierre del proyecto, Mariela Brito, del colectivo
teatral El Ciervo Encantado, realizó la acción performática “Criatura de Isla”
y subió hasta lo más alto del andamio y nos observó. Éramos literalmente
multitud. Lo habíamos construido sin proponérnoslo.
Ese gesto final, esa foto colectiva es lo que creo que permanece hoy cuando
volvemos, con la memoria, a pensar ese espacio. Un espacio físico que
trascendimos, de algún modo, con nuestras presencias cotidianamente. En ese
sentido puedo decir que sí, habitamos la casa.
II
Quiénes son estas personas
que caminan por la tierra hoy, que abren los surcos de la vida cotidiana, que
dejan gestos insignificantes, simples, perecederos sobre esta Historia
desconocida que hoy nos empeñamos en desenterrar?
Esta acción es, sobre todo,
para ellos,
Que rearman
Que descomponen
Que destruyen y construyen
Que reinventan la vida y la muerte La ausencia y el olvido.
Esta acción es para quienes
limpian los ladrillos con el agua del día.
Una acción restitutiva que
no es un homenaje a la cultura
Es un gesto a la repetición
de habitar silenciosamente,
De levantar otra historia
De hacer hablar las paredes
muertas.
Esta acción es para Maritza,
Beatriz, para Andy, Jessica, para Arnold y Manolo…
Un jardín de palabras que
ofrecemos hoy
Sin ceremonias,
Una construcción de afectos
Un acto de convivencia Un
ansia de compañía Un gesto de admiración.
QUEDA PERMITIDO EL PASO A
TODA PERSONA AJENA A LA OBRA.
Un día como hoy hay que
cantar…
A TODOS los que
restituyeron…
Mateo, Joachim,
Santi, Marta, David, Juanjo,
Ariel y Ariel, los chicos y chicas extraordinarias de la EscuelaTaller de La
Habana.
Maritza, Andy, Beatriz y sus
padres, Jessica, Arnold y todos los vecinos de la casa.
Yornel y los creadores de la
acción de plantar en el jardín.
Estudiantes de la Facultad
de Arquitectura,
Orlando y Suly,
Nelys,
Gabriel, Chris, Yoylán Nelda
y Mariela.
Y a mis colegas entrañables
de viaje, desde el inicio, cuando la idea de Habitar era solo una semilla:
Dianelis Diéguez y Maité Hernández. Con todo el amor.
En este texto están sus
gestos y palabras1.
Figura 1.
Nota. Acción “Criatura de Isla” (colectivo El Ciervo Encantado). Fuente: Sergio Boris.
Fuente: Equipo Habitar el gesto
(archivo).
Fuente: Equipo Habitar el gesto (archivo).
Nota. Vista lateral de la casa y el gran andamio durante los
trabajos de reparación. Fuente: Equipo Habitar el gesto (archivo).
Fuente: Equipo Habitar el gesto
(archivo). Figura 6
Nota. Trabajos de
reparación (estudiantes de la Escuela Taller de La Habana Vieja y miembros del
colectivo Recetas Urbanas). Fuente: Equipo Habitar el gesto (archivo).
Figura 7.
Fuente: Equipo Habitar el gesto (archivo).
Nota. Dibujo previo al proyecto que piensa el andamio como
espacio de convivio entre vecinos. Fuente: Equipo Habitar el gesto (archivo).
Nota. Acción “Sembrar
un jardín”, por Yornel Martínez. Fuente: Equipo Habitar el gesto
(archivo).
Figura 10.
Nota. Equipo de
trabajo casi en pleno (vecinos de la casa, equipo de coordinación, estudiantes
de la Escuela-Taller y profesores, y miembros del colectivo Recetas Urbanas). Fuente: Equipo Habitar el gesto (archivo).
Figura 11.
Nota. Tertulia juevina.
Presentación de materiales documentales del colectivo Recetas Urbanas. Fuente: Equipo Habitar el gesto (archivo).
Figura 12.
Nota. Público en
tertulia juevina. Fuente: Equipo Habitar el gesto (archivo).
Recio,
M. (28 de abril de 2012). La Casa del Alma. Recuperado de
https://www.cubahora.cu/cultura/la-casa-del-alma?fbclid=IwAR1R-
EGkkQg6UB7EFCKKJ25ysyRhp_VDTSemALQVFVpl4fVbuCumLKhVOMU
1 Para una mayor visualización de las actividades de este proyecto, se
pueden consultar los siguientes audiovisuales: https://youtu.be/nwbUsqOs6Cw; https://youtu.be/qUA_qvm-v9A; https://youtu.be/--IDi0Uj_3g
Kaloian Santos Cabrera
(Holguín, 1981) Periodista, fotógrafo y
docente.
Licenciado en Periodismo, Universidad de La Habana, Cuba kalofotograma@gmail.com
Soy las fotografías que hago. Mi
mirada es mi alma, con pros y contras. Podría mentir o disimular en otras
cosas, esconder mis mezquindades como ser humano, pero no en la fotografía. Ahí
estoy desnudo, poniéndole el cuerpo a lo que defiendo, lo que me duele, lo que
amo, lo que me toca…lo que miro y veo.
La Habana me acogió y abrazó tan
fuerte un día que, paradójicamente, trato de tomar fotos, pero nunca alcanzo a
cubrir todas las sensaciones que me provoca la ciudad y su gente. Es una
amalgama de sentimientos encontrados y no meras postales de una urbe, de un
país y sus habitantes. Y me gusta que así sea porque es inagotable caminar por
los rincones de siempre sintiendo que nunca me fui porque siempre estoy
llegando.
Camino y siento que, fotográfica y
metafóricamente, esta ciudad y su gente se envuelven mutuamente en un abrazo
social, un resguardo, una especie de bálsamo para menguar los embates
cotidianos del día a día. Todas mis fotografías de La Habana no tienen un fin.
Son panorámicas abiertas donde no solo entra la luz y los colores sino que se
cuelan gestos, sonidos, palabras, olores o comentarios de mi gente al paso.
Cada instantánea de La Habana es un
pedazo de mí, es un atardecer huracanado y de olas furiosas. Es la apacibilidad
de unas noches. El griterío del barrio. El calor abrazador. La briza que me
trae una canción de Silvio o Los Van Van. Es el disfrute de una cola
interminable en Coppelia para unas bolas de helado de sabores que aún no sé.
ARTÍCULOS DE TEMA LIBRE
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41227
Sofía
Battilana
Universidad de Buenos Aires, Argentina sofi.battilana95@gmail.com
ORCID: 0000-0002-0849-1639
Recibido 29 /11/2022 Aceptado 31/03/2023
El manuscrito
h-I-13, de la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial, ha llamado la atención
por los nueve relatos que la crítica ha tendido a relacionar entre sí. El
códice, cuyos relatos podrían haberse traducido del francés a principios del
siglo XIV, es considerado una antología ya que en todas sus narraciones se
presenta un contenido religioso, haciendo de este una serie temática unitaria.
En el siguiente trabajo, se analizarán dos de esas narraciones: “Aquí comiença
el cuento muy fermoso del enperador Otas de Roma e de la infante Florencia su
fija e del buen cavallero
Esmero” y “Aquí
comiença un muy fermoso cuento de una santa enperatrís que ovo en Roma e de su
castidat”. La presencia de tópicos correspondientes a la hagiografía y al
romance construye en estas narraciones una duplicidad genérica y, por ende, se
pueden considerar romances hagiográficos. El trabajo apunta al análisis de los
elementos mágicos, precristianos, propios del romance y, por otro lado, del
milagro, perteneciente a la hagiografía. Se establece también una comparación
entre las protagonistas de los relatos, pues tanto Florencia de Roma como la
emperatriz se encuentran en esta tensión específica, entre el milagro y la
magia.
Palabras clave: romance hagiográfico;
milagro; magia; mujer; medieval; precristiano
Abstract
The manuscript h-I-13, from the Library San Lorenzo de El Escorial, has drawn attention due to its nine stories that critics have tended to relate to each other. The codex, whose stories could have been translated from French at the beginning of the 14th century, is considered an anthology because it presents a religious content in each narrative, creating a thematic unity. In this study, two of those narratives will be analyzed: “Aquí comiença el cuento muy fermoso del enperador Otas de Roma e de la infante Florencia su fija e del buen cavallero Esmero” and “Aquí comiença un muy fermoso cuento de una santa enperatrís que ovo en Roma e de su castidat”. The presence of topics corresponding to hagiography and romace create a generic duality, and, therefore, they can be considered hagiographic romances. The purpose of this work is to analyze the magical preChristian elements inherent in romance and, on the other hand, the miracles associated with hagiography. Additionally, a comparison between the protagonists of the stories is established, as both Florencia de Roma and the empress struggle within the specific tension between miracle and magic.
Keywords: hagiographic romance, miracle, magic, woman, medieval, pre-Christian.
Los últimos tres relatos de los nueve que constituyen el manuscrito
escurialense h-I-13 presentan un tema en común: la falsa acusación contra una
reina o princesa. Este tópico, proveniente de Oriente, fue introducido en
Europa alrededor del siglo XI y utilizado en diferentes grupos narrativos
(Zubillaga, 2008, p. 135). Las aventuras presentadas y el protagonismo femenino
permiten clasificar estos relatos como romances hagiográficos1, ya
que, sin descuidar elementos vinculados con la imitatio Christi y la puesta a prueba, la estructura narrativa
alude a la de la novela griega de aventuras, en la que el personaje principal
es corrido de su locación a la fuerza y debe atravesar una serie de pruebas
para obtener la recompensa al final: el reencuentro con su pareja o familia, el
retorno al hogar; al fin y al cabo, la esperada restitución de un orden.
La aventura, elemento compartido por el romance, se entrelaza aquí con los
tópicos del cristianismo y se acompaña, en cada caso, con un mensaje didáctico.
La mixtura de géneros está propuesta no como una superposición de uno sobre
otro sino como el resultado de una sucesión histórica en la que se producen
contaminaciones textuales. La novela griega ingresó al imaginario medieval a
través de la hagiografía, que había recogido de la antigua historia de
aventuras los recursos principales como el viaje y la dinámica de la prueba a
superar. Pero los héroes de la hagiografía serán las familias de cristianos
perseguidos, o personajes calumniados que, de distintas maneras, recorrerán un
proceso de conversión. El romance, por su parte, constituye una historia de
aventuras, pero la contaminación con la hagiografía hará que el personaje
femenino asuma el protagonismo de la misma. De esta manera, la devoción
cristiana, la conversión y la fe se desarrollarán a partir de la peripecia y en
un ambiente cortesano.
No solamente las historias aquí analizadas presentan un contenido de
carácter religioso sino que todos los relatos, en mayor o menor medida, esbozan
una temática de ese estilo. El marco institucional sugerido del manuscrito del
XIV podría estar vinculado con la figura de María de Molina y la escuela
catedralicia de Toledo, en plenas vicisitudes de la muerte de Sancho IV y la minoridad
de Fernando IV. La definición del códice como una antología es sostenida por la
crítica reciente2, y supone la figura de un compilador que
seleccionó estas historias. Esta selección contempla sin lugar a dudas la
relación temática.
Los primeros cuatro relatos (“De santa María Madalena”, “De santa Marta”,
“Aquí comiença la estoria de santa María Egiçiaca”, “Del enperador Costantino”)
remiten a las tribulaciones sufridas por las comunidades cristianas primitivas
y a su particular espiritualidad. Estas narraciones tienen como protagonistas a
algunas de las santas cristianas más emblemáticas de la literatura bíblica e
introducen distintos motivos significativos para esta tradición como la mujer
pecadora, aludido en el principio del manuscrito con la figura de María
Magdalena y condensado directamente en María Egipcíaca, el modelo de la
prostituta arrepentida. La vida contemplativa y activa como dos posibles modos
de conducta dentro de la religión cristiana resultan temas significativos
dentro del relato de Santa Marta, cuya leyenda menciona también a otros
personajes destacados para la tradición cristiana como María Magdalena y Lázaro
lo cual reforzaría también un “diálogo” progresivo entre los textos. La virtud
caritativa, fundamento del modelo de vida activa, representada por la santa,
era considerada un recurso de vital importancia utilizado por la comunidad
cristiana para alcanzar la salvación. En el siguiente relato y, a pesar de la
omisión de su nombre en el título, el protagonismo de santa Catalina sugiere
las figuras de los mártires como primeros testigos del misterio cristiano y las
persecuciones a las que eran sometidos como las pruebas necesarias en la
imitación y seguimiento de los pasos de Cristo. Por su parte, los relatos “De
un caballero Pláçidas que fue después christiano e ovo nonbre Eustaçio” y “Aquí
comiença la estoria del rey Guillelme” representan el motivo del hombre probado
por el destino, cuya figura más representativa es Job. Distintos tópicos de la
búsqueda de Dios, con sus variaciones, serán presentados aquí, siendo la
cacería del ciervo el más destacado de ellos. Las últimas historias y las que
más interesan a motivos de este trabajo son aquellas que tienen como
protagonistas a mujeres nobles: “Aquí comiença el cuento muy fermoso del
enperador Otas de Roma e de la infante Florençia su fija e del buen caballero
Esmero, “Aquí comiença un muy fermoso cuento de una enperatrís que ovo en Roma
e de su castidat” y “Aquí comiença un noble cuento del enperador Carlos Maynes
de Roma e de la buena enperatrís Sevilla su mugier”. Las mujeres en estos
relatos deben resguardar su virtud en dos órdenes diferentes: un orden físico,
al defender su castidad de distintos atacantes y, también, en un sentido
simbólico, al proteger su reputación, elemento central y garantía de su lugar
dentro de la estructura cortesana y matrimonial. Las calumnias recibidas por
las protagonistas constituyen una de las razones por las que estas comenzarán
un recorrido de conversión para recuperar nuevamente su lugar correspondiente
dentro de un marco social reglado.
Por lo tanto, cinco vidas de santos y cuatro romances3 presentan aquí nociones propias del cristianismo,
reelaboradas según los códigos de estos géneros particulares, los cuales no
siguen en cada caso una rigurosidad patente, ya que se ve una contaminación de
los temas y estructuras del romance y del relato hagiográfico, en una
progresión a lo largo del manuscrito. Francisco Rico (1997) explica este
fenómeno literario de hibridación a partir del aumento, alrededor de los siglos
XIII y XIV, de la composición y copia de códices misceláneos, así como de la
proliferación del uso del papel, los progresos en la alfabetización y,
principalmente, un cierto agotamiento de los géneros clásicos. Para ese
entonces, géneros como el roman y el
cantar de gesta tenían poco que aportar, desfasados como estaban de sus tiempos
de emergencia, en el siglo XII.
A raíz de esta coyuntura, la composición textual tardo-medieval presentó
una fuerte impronta de colección y de compilación, en un intento de honrar esas
antiguas tradiciones. En la exploración y disposición de materiales conocidos,
una potencia de originalidad fue capaz de surgir y algunos ejemplos dieron
cuenta de esto, como es el caso del Libro
del Cavallero Zifar, texto que comparte diversas características con los
textos del h-I-13 y cuya heterogeneidad es la razón de su perfil
característico. Y en un periplo similar, la variedad y la unidad recorren el
escurialense, entrelazándose sus relatos a partir del denominador común de la
puesta a prueba y la conversión religiosa.
En el siguiente trabajo, se comparará a las protagonistas de dos de esos
relatos: Otas de Roma y Una santa enperatris. La decisión de
analizar solamente estos relatos se toma a causa de las similitudes que se
pueden encontrar entre ellos. En primer lugar, pueden considerarse versiones de
un grupo de historias en la Edad Media, agrupadas por el nombre de su
protagonista, “Constanza” o “Florencia”, que, como se mencionó antes, elaboran
el motivo de la mujer casta asediada por el deseo masculino y acusada injustamente
de adulterio. En este tipo de relatos, generalmente, una mujer noble, joven y
hermosa es víctima de los avances sexuales de los varones y corre aventuras en
las que el cruce del mar actúa como un tópico frecuente. Aunque este tipo de
historias pertenecen al género del romance, se ve una contaminación con la
hagiografía que hace que la mujer sea la protagonista del relato y su
afectividad religiosa el conflicto central, en lugar de la aventura individual
y el desarrollo del caballero dentro del ambiente cortesano. La asistencia
divina es un tema común en este tipo de narraciones pero es el grupo del
“Milagro de la Virgen” el que cuenta con la intervención física de la madre de
Dios. Sin embargo, ambos grupos de historias (y el género hagiográfico en su
conjunto) se sirven de grandes materias y formas narrativas convencionales con
el propósito de la captación de seguidores y la emisión de un mensaje cristiano
(Lozano-Renieblas, 1998, p. 263).
En este trabajo, la comparación está dirigida al vínculo que cada personaje
femenino comparte con el ámbito de lo sobrenatural4. Es importante
contextualizar el concepto de lo sobrenatural, teniendo presente el análisis de
una producción discursiva medieval. Numeroso es el rastreo del término
“maravilloso” y “maravilla” en los relatos, y su uso en frases ocupando la
función tanto de sustantivo como de adjetivo permite ver una línea de
investigación a tener en cuenta. En el análisis concreto de episodios cercanos
a lo “hagiográfico”, se puede vislumbrar el universo de lo maravilloso
cristiano, así como algunas zonas grises que se muestran en los textos. Es
decir, la aparición de elementos mágicos que, aun perteneciendo al reino de
Dios, establecen otra posible dinámica mágica y milagrosa. Las protagonistas constituyen,
en este caso, un buen ejemplo: ellas mismas son referidas como “maravillas”.
Entonces, podemos establecer un vínculo entre lo sobrenatural y lo femenino. Su
construcción narrativa las hace personajes ejemplares no solamente a nivel
simbólico (las acerca a las figuras de santas) sino que las vuelve
protagonistas y es gracias a esa ejemplaridad que, en ocasiones, se inclinan
por la acción no esperada, convirtiéndolas en interesantes modelos femeninos.
La ejemplaridad no las pone en el típico lugar de “damisela en peligro”: se
defienden de sus agresores, utilizan sus recursos y toman decisiones personales
como dedicarse a la vida conventual. De esta manera, acudimos a la presencia
del problema de cómo la conversión repercute en la construcción de la
subjetividad. Recientes trabajos académicos han profundizado sobre el vínculo
entre la figura femenina y la santidad en la Edad Media5. Es así
como el cuerpo y el género han sido reconocidos como conceptos cuya
significación dentro de las prácticas religiosas está ganando cada vez mayor
terreno en los estudios medievales y, a su vez, resultan útiles en el presente
texto para examinar a las protagonistas de los relatos en su relación con lo
sobrenatural.
Caroline Walker Bynum (1992), una de
las investigadoras pioneras en este campo, se preocupa por la búsqueda de las
mujeres por un espacio propio dentro de prácticas religiosas y espirituales
pertenecientes a un ámbito mayormente masculino. Las prácticas ascéticas
implicaban el castigo y la renuncia del cuerpo, un tipo de espiritualidad que,
según los estudiosos Donald Weinstein y Harvey Bell, estaba mayormente asociada
con un aspecto femenino, ya que estas resultaban las acciones más accesibles a
los recursos de las mujeres en la Edad Media. En la religión cristiana, se
identificaba al santo como una imagen de Cristo. Se creía que, para conseguir
la salvación, se debían imitar el comportamiento y las acciones de Cristo. Por
ende, el camino hacia este objetivo consistía en el castigo, el dolor y la
renuncia del cuerpo. Y sin embargo, paradójicamente, el cuerpo resulta un
elemento clave en la comprensión del misterio de la Pasión y la identificación
con la humanidad de Cristo, es un medio fundamental para la salvación: a fines
de la Edad Media “… el dolor se concibió como un modo de profundizar en el
sufrimiento de Cristo en el momento de su más terrible humanidad, el momento de
su muerte” (Zubillaga, 2008, p. 43). La hipótesis de Bynum en su libro Fragmentation and Redemption es que el
castigo del cuerpo no constituía un esfuerzo por dañar o destruir el mismo
sino, por el contrario, constituía un intento por alzarlo en vías de la
santidad para la obtención de la salvación. De esta manera, al identificar la
significación religiosa femenina con la corporalidad y la emocionalidad, se
podría decir que las mujeres se salen de una línea esperada de conducta y
presentan su propia forma de acercamiento a la divinidad. Este fenómeno venía
ocurriendo precisamente a partir de nuevas formas de santidad presentadas a
partir del siglo XII, cuyo lineamiento central era la preeminencia de lo
femenino y la familia, a partir de la devoción mariana y el culto a la
humanidad de Cristo (Zubillaga, 2008, p. 42).
Esto es también sostenido por las
autoras del libro Gender and Holiness,
Sarah Salih y Samantha Riches, las cuales muestran que, a pesar de que la Edad
Media ha construido la impresión de un marcado binarismo en los géneros que
determina unas relaciones de poder dentro de las cuales las mujeres quedan
duramente sometidas, los testimonios de santos e historias hagiográficas
demuestran que los límites genéricos resultan más permeables y flexibles de lo
que podríamos esperar. Y precisamente la santidad es un estado vinculado con lo
sobrenatural, estado cuyas experiencias son protagonizadas, en su mayoría, por
mujeres: “The vitae of women saints
show a higher proportion of supernatural experiences than do those of men …”.
(Cullum, 2021, p. 137). Los milagros vinculados con un control especial del
cuerpo y de sus estados se dan, en su mayoría, en los recuentos de las vidas de
santas6: fenómenos como trances, levitación, estados catatónicos o
de parálisis y ayunos milagrosos son atribuidos especialmente a las mujeres.
Así también experiencias que desafían el límite de la construcción genérica,
como la aparición milagrosa de vello, elemento comúnmente asociado al cuerpo
masculino, cubriendo todo el cuerpo de la mujer piadosa, en resguardo de la
castidad o de la mirada de los otros. Numerosos testimonios presentan a mujeres
piadosas cuya única nutrición provenía de la santa ostia, sin necesidad de
tomar alimentos. La presencia de estigmas, a pesar de estar atribuida a
Francisco de Asís y a la figura moderna del Padre Pío, siendo estos dos los
únicos casos de hombres de los cuales se tiene testimonio de haber presentado
las cinco heridas, se volvió rápidamente un milagro femenino a finales de la
Edad Media. De esta manera, se puede ver cómo la experiencia religiosa femenina
presenta una impronta y significación propias, las cuales se expresan en una
corporalidad y espiritualidad particulares.
Definir qué es lo sobrenatural como categoría literaria trae aparejadas
ciertas problemáticas. Se puede considerar, para el imaginario común, que lo
sobrenatural es fácilmente explicable. Sin embargo, se tiende a una
generalización y simplificación que no puede permitirse en un texto cuya
composición depende de una brecha temporal significativa con respecto a la
lectura moderna. El estudioso de la literatura medieval islandesa, Arngrímur
Vídalín, establece dos criterios posibles para pensar lo sobrenatural. Por un
lado, un entendimiento del concepto en términos actuales, es decir, como algo
que no pertenece al mundo natural y, por ende, no puede existir en la realidad.
Esta primera definición constituye una forma de acercamiento anacrónica para
los textos medievales. Por esto, Vídalín aconseja al lector adoptar la segunda
opción y restringirse a lo que significa “sobrenatural” en el tiempo en que se
compuso la pieza literaria a analizar.
Es fundamental entonces la relación de las categorías pertenecientes al
conjunto sobrenatural, es decir, lo extraño, lo fantástico y lo maravilloso,
con los contextos socioculturales a las que pertenecen. De esta manera, las
obras fantásticas ofrecen simultáneamente acontecimientos pertenecientes a los
espacios de lo normal y lo anormal7. Y, según los códigos culturales
elaborados y compartidos en un contexto, esta convivencia de lo normal y lo
anormal puede resultar problemática o no problemática. Para Todorov será
precisamente el sentimiento de vacilación en el lector lo que le da vida al
fantástico, en un tipo de texto en el que algo inexplicable se introduce en la
“vida real” (1980, p. 25). Pero cuando hablamos de la categoría de lo
maravilloso en un texto medieval y, para el imaginario medieval en su conjunto,
nos referimos a hechos anormales que no representan un conflicto para los
personajes y los receptores de los textos. Contrariamente al género moderno del
fantástico, que, por narrar la irrupción violenta de un hecho extraño o
sobrenatural en un mundo real, produce un aprieto en los personajes que
experimentan este hecho así como en el lector, cuyas categorías de realidad,
lógica y cotidianeidad son puestas, de esta manera, a prueba.
La categoría de lo maravilloso resulta entonces fundamental en la
exploración de aquellos textos cuyos elementos sobrenaturales no representan un
conflicto en la trama ni en los lectores. Jacques Le Goff (1994) señala que el
concepto de lo maravilloso en la Edad Media no se condice con nuestra
interpretación actual sobre lo maravilloso. Lo sobrenatural medieval está
definido por una compleja intersección de ideas: intervención divina, ángeles,
demonios y la idea de otro mundo a partir de la armonía de un cosmos con sus
poderes naturales. El concepto de magia se plantea en Occidente desde la época
clásica, a partir de la reflexión de Platón sobre los daimons, seres que ocupaban un lugar intermedio entre los humanos y
los dioses, cuya regulación estaba dada por el cosmos y cada una de sus partes.
Sin embargo, ciertos sentimientos de desconfianza eran difundidos desde esa
época en relación con lo sobrenatural, ya que se pensaba en esto como un
fenómeno extraño, ajeno, procedente de las religiones del Este. Estas ideas
serían matizadas, siglos después, por los Padres de la iglesia. San Agustín
organizó la jerarquía de los seres sobrenaturales, ángeles y daimons, denominados por ese entonces
“demonios”, reforzando un tema central del cristianismo: el bien amenazado por
las fuerzas del mal, a las que constantemente debe mantener a raya. Lo
sobrenatural en la Edad Media indicaba entonces aquello que existía más allá
del orden natural y pertenecía a los poderes superiores. Vidalín8 destaca
la concepción dualista medieval de esta estructura: existían hechos
sobrenaturales de doble índole, miraculosa,
correspondientes con Dios y magica,
del diablo.
Teniendo presente este imaginario construido a partir de la mentalidad
clásica y cristiana de un cosmos ordenado y de un Dios magnánimo que vela en
contra de los poderes demoníacos, hay que tener en cuenta la categoría
literaria de mirabilia, utilizada en
plural ya que, para el imaginario medieval, esta palabra designaba un conjunto
de cosas, un universo de objetos (Le Goff, 1994, p. 9). El término mirabilia implica el verbo miror, mirari, cuyo centro de significado es la mirada: los ojos bien
abiertos en la contemplación de algo extraordinario. Y, en este sentido, Le
Goff señala la diferencia entre, precisamente, mirabilis, lo maravilloso producido por fuerzas o seres
sobrenaturales múltiples, despojado de un carácter cristiano, dentro del cual
tenemos lo magicus que es lo
sobrenatural ilícito, que tendió hacia lo maléfico (la magia negra, por
ejemplo) y, por otro lado, lo miraculosus
(lo maravilloso cristiano puramente dicho), que se caracteriza por hacer
desvanecer lo múltiple y la pluralidad de esta categoría, ya que lo
extraordinario está producido aquí por un único autor: Dios.
El milagro existe en este continuum de
lo maravilloso pero es definido como la intervención directa de Dios en el
mundo (Saunders, 64). En lo maravilloso cristiano hay una reglamentación y
cierta estructura que disuelve una heterogeneidad presente en lo maravilloso
precristiano. Se sabe que el milagro es producido por obra de Dios y hay hasta
predictibilidad en él. Se espera que el santo cure una enfermedad o exorcice un
demonio de un cuerpo ya que, por debajo, está resonando la idea de cierta
regularidad perteneciente a un plan divino. Por ende, Le Goff habla aquí de un
“vaciamiento” de
lo maravilloso. El relato hagiográfico se preocupa por comprender y, de cierta
manera, “encauzar” lo sobrenatural en patrones aceptados de santidad. Benedicta
Ward sostiene que la necesidad de distinguir milagros cristianos de la magia
pagana era un poderoso incentivo para encontrar autenticación en patrones y
estructuras reconocidas de milagros, en un período, desde el siglo XII, de auge
de colecciones de milagros en santuarios y Vidas
de santos (1987, p. 168).
Lo maravilloso precristiano y lo maravilloso cristiano se vinculan en las
protagonistas. Por ende, hay episodios que marcan uno y otro mundo. Lo cual da
a entender la multiplicidad y diversidad de los códigos culturales de la época,
donde la sorpresa, el asombro y la fe son emociones que forman parte de
categorías útiles en un intento de comprender la realidad. La obra de Dios es
una temática presente en estos relatos, lo cual no excluye la presencia de
algunos elementos sobrenaturales paganos o mágicos que vuelven más compleja y
rica su construcción.
El inicio de ambos relatos proclama lo sobrenatural. En Otas, el nacimiento de la protagonista
es acompañado de una serie de prodigios manifestados en ese día. Lo excepcional
está vinculado aquí con cierto aspecto mortífero ya que se produce, además de
una lluvia de sangre, la muerte de distintos animales: “E aquel día aveno tan
gran maravilla en su naçençia que llovió sangre, onde la gente fue muy
espantada. E otrosí se conbatieron aquel día todas las bestias que en aquel
regno eran, e las aves en el aire, así que todas se pelaron” (Zubillaga, 2008,
p. 129)9. El conflicto del relato, la boda propuesta por Garsir, el
cual pretende a Florencia, también va contra lo natural: “Señor, por Dios,
merçet —dixo la infante—, ante me mandat tajar la garganta, ca este casamiento
es muy descomunal; la niña con viejo e la vieja con el niño, esto es cosa por
anbos pueden parar mientes a mal” (Zubillaga, 2008, p. 134). La negativa de
Florencia ante esta propuesta incidirá en la construcción heroica del personaje
de Esmeré, el hombre elegido por ella para ocupar el lugar correspondiente en
el reino luego de la muerte de Otas, su padre. Por otro lado, la historia de
una santa emperatriz profundiza aún más en lo maravilloso cristiano y, dentro
de esta categoría, el testimonio del milagro, anunciado en el inicio: “E d’esto
vos quiero retraer fermosos miraglos …” (Zubillaga, 2008, p. 244). El elemento
del milagro tiene un gran peso en la trama narrativa ya que, a diferencia del
anterior relato, se puede ver la presencia directa de la Virgen en la ayuda del
personaje, tópico común en el grupo de narraciones conocido como el “Milagro de
la Virgen”.
La belleza es otro punto que mantiene un vínculo con lo sobrenatural ya que
las protagonistas ostentan una hermosura excepcional, pues encandilan a toda
persona que las contempla. En la piel de Florencia se aprecia una tenue
claridad que brilla más que las joyas que luce en sus ropas. Mientras que la
claridad es un rasgo característico en los relatos de santas, también se podría
vincular el brillo con, quizás, los seres sobrenaturales más conocidos y
popularizados en la literatura maravillosa: las hadas. Florencia misma es reconocida
como una “fada” por un grupo de hombres con el que se encuentra luego de ser
desterrada por Terrín (2008, p. 243). C. S. Lewis señala una de las
características principales de estos seres denominados “fairies” en inglés,
rodeados por un “bright vividly material splendor” (1964, p. 130). Es este
brillo el que está presente en la piel de Florencia, el cual realza su ya
evidente belleza. El rasgo de la belleza está presente, a su vez, en el
personaje de la emperatriz. Tanto ella como Florencia son descritas como
hermosas: “Fermosa fue de dentro, fermosa fue de fuera …” (Zubillaga, 2008, p.
245). Siguiendo la concepción medieval de la dependencia mutua de las cosas
similares10, la belleza especial que distingue a las princesas se
vuelve una marca de la virtud interior, de la santidad, la cual será reforzada
más adelante en los romances.
Las cuitas vividas por las mujeres son las mismas en ambos casos, ya que,
tanto una como otra son pretendidas sexualmente y, siempre en vías de
resguardar la castidad, prefieren la muerte que atravesar esa humillación.
Luego de la pretensión sexual, la falsa acusación es el siguiente paso en los
dos casos, así como el asesinato de un inocente (la hija del rey de Castillo
Perdido y el hijo pequeño del conde), el cual produce la condena a muerte
revertida a causa de las plegarias de los personajes femeninos. Esta sentencia
se intercambia por el destierro, oportunidad para que las protagonistas sean
testigos de más milagros de Dios. Como se mencionó antes, los padecimientos sufridos
por las reinas se dan en dos órdenes. La pretensión sexual tiene como
consecuencia una “mancha” sobre la buena imagen de la reina, por lo tanto, esta
deja de ser modelo de una conducta intachable con respecto al matrimonio y al
bienestar del reino. En ambos casos, estas primeras calumnias, que además
determinan el inicio del viaje, son enunciadas por los hermanos de los
gobernantes. A pesar de provenir del mismo personaje, son recibidas de distinta
manera. Mientras que para Florencia la acusación no resulta un impedimento en
la confianza depositada en ella por Esmeré, ya que los consejeros lo previenen
de la traición de su hermano, la emperatriz por su parte sufre de primera mano
la ira de su marido y este, completamente obnubilado por los falsos rumores
comunicados por su hermano acerca de las relaciones adúlteras de la reina, se
une a las acusaciones contra su esposa y la echa del reino con suma violencia:
Mas, quando la
mesquina lo quiso besar, el enperador, … feriola tan toste en medio del rostro,
de tan grant ferida, que dio con ella del palafrén en tierra muy
desonradamente, e non la quiso catar; mas llamó dos de sus siervos a grandes
bozes, e díxoles: “Tomad esta alevosa e echatle una soga a la garganta, e
llevadla rastrando aquel monte al más esquivo logar que ý vierdes, e ý la
desmenbrat toda e cortadle los braços con que abraçó por medio…”. (Zubillaga,
2008, p. 289).
En relación con las agresiones ocasionadas contra las protagonistas, los
elementos mágicos y milagrosos cumplen un rol fundamental en los argumentos
textuales. El sacerdote le ofrece una piedra a Florencia, la cual recuerda las
propiedades de las piedras y lo maravilloso precristiano. Este objeto impide el
ataque sexual de Miles, el hermano de Esmeré, sobre la joven: “… e otra avía ý,
que non ha doncella que la troxiese que pudiede perder su virginidar. Mucho
dava la piedra gran castidad, e el que apostóligo la diera a Florençia” (Zubillaga,
2008, p. 197). Plinio estaba convencido del poder de las piedras mientras que
Isidoro de Sevilla le dedica un apartado a sus cualidades en el Libro 16 de sus
Etimologías (Saunders, 2021, p. 102).
El estudio de las piedras abarcaba incluso un género literario: el lapidario.
La piedra del sacerdote activa su poder sobrenatural contra Miles11,
que perdió la movilidad de su cuerpo al intentar propasarse con Florencia. A
pesar de que en este texto la piedra es entregada por un miembro de la Iglesia,
se vinculaba a las piedras en la Edad Media también con una magia positiva,
blanca, natural. Como la planta medicinal entregada por la Virgen a la
emperatriz, la piedra con un poder positivo podía ser vista como un signo de la
gracia de Dios y una fuerza beneficiosa del universo. Se ve aquí, entonces, la
difusa línea entre la magia, una magia blanca, lícita, y la religión, en donde
el contacto con lo sobrenatural reside sobre todo en su eficacia.
Pero es Florencia misma la que emana una suerte de “fuerza” sobrenatural
que atrae a bestias y hombres junto a sí, la cual actúa cuando es raptada por
Miles. Un león aparece a causa de las plegarias enunciadas por la desesperada
muchacha. La súbita aparición de unos monos sorprende sobremanera a Miles en su
intento de acercarse a Florencia. Aquí, la presencia femenina produce el
milagro cristiano (pues es un miembro de la iglesia, como se mencionó antes, el
que le otorga un amuleto para resguardar su castidad) pero tiene, también, su
propio “poder” inclinado al ámbito sobrenatural. Miles, al ver las apariciones
de los animales y notar la influencia sobrenatural en su propio cuerpo, se
refiere a ella como una encantadora: “Desfazet aína las caráutulas” (Zubillaga,
2008, p. 204). Asocia a la misma Florencia con el poder sobrenatural y la ve
como la causante directa de estas influencias. Yendo aún más lejos en su
intento de desenmascarar los poderes extraordinarios de la princesa, Miles
procede al martirio de Florencia para que esta confiese su naturaleza
sobrenatural. El hermano de Esmeré la hiere para que “desactive”, según él, el
maleficio que le lanzó. La suerte de la princesa cambia cuando halla auxilio en
el rey del Castillo Perdido. Un ciervo12 atrae al monarca a donde
está Florencia, sangrando su martirio, atada de pies y manos. En un refuerzo
claro de la naturaleza ambigua de la joven, lo primero que enuncia el salvador
de Florencia es: “Si cosa buena sodes, dezítmelo luego” (Zubillaga, 2008, p.
205). Algo en Florencia desconcierta a los que la rodean.
Cuando es desterrada del palacio de
Terrín, ocurre el milagro en altamar, al ser llevada en un barco engañada por
Clarenbaut. Durante el ataque de Escot, uno de los marineros del barco,
Florencia ruega a Dios que proteja su virtud. La plegaria es escuchada, una
tormenta sobreviene y destruye el barco pero ella se salva y llega a tierra. En
este lugar, Florencia es acogida en un convento donde obrará milagros. Su fama
será tan difundida que hará que vuelva a encontrarse con sus adversarios, ahora
enfermos de lepra, en busca de una cura. Esto también la acercará al príncipe
Esmeré, quien busca una cura para su herida, restableciendo así un orden
esperado: “En la Edad Media el papel político de la reina está muy ligado al
cuerpo físico, pues su función es concebir herederos que garanticen la sucesión
política y la estabilidad social” (Zubillaga, 2008, p. 132). Y esta será la
diferencia fundamental entre los personajes. Mientras que en el relato de
Florencia el orden social vuelve a estabilizarse al final de la narración, la emperatriz
produce un quiebre paradigmático al dedicarse a la contemplación por el resto
de su vida, al punto de emparedarse voluntariamente.
Como es común en este grupo, en el relato de la emperatriz también hay un
episodio de una tormenta en el mar. Cuando los marineros pretenden mancillar el
cuerpo femenino, ocurre el primer milagro de una serie presentada en esta
parte: se escucha la voz de un ángel que los detiene. Asustados, los marineros
dejan a la emperatriz sobre una roca en medio del mar y este espacio será
testigo del lamento de la reina, el cual marca el momento culminante de
sufrimiento. Luego de tres días de soledad y de numerosas plegarias, la joven
tiene una visión de la Virgen, la cual cura sus heridas, cansancio y hambre:
“La sabrosa Virgen, pura e limpia, la enperatrís de todo el mundo… veno
confortar a la enperatrís sobre la peña do seía; e mostrósele en visión tan
clara que semejaba a la enperatrís que la mar era esclareçida de la claridat de
su faz …” (Zubillaga, 2008, p. 274). El objeto mágico, la hierba milagrosa, en
este caso, es provisto de forma directa por la virgen y con este el personaje
emprenderá el camino de su conversión. Se presenta el milagro vinculado con la
preservación del cuerpo, rasgo central de la asistencia divina ya que el
milagro incide principalmente en lo físico, tiene que ver con el cuerpo y sus
marcas (Saunders, 2021, p. 207). Así como Florencia, la emperatriz curará a los
leprosos que halle en distintas peregrinaciones.
Aquí se ve la reducción de las
fuerzas sobrenaturales a un único centro que es María, figura mediadora entre
Dios y la humanidad. Ya era común en los relatos hagiográficos la presencia de
María como gentil intercesora de los hijos de Dios, madre que le ruega a su
hijo por las víctimas del pecado. La enfermedad y la curación son temáticas
recurrentes en los romances y, en estos casos, es significativa la presencia de
la lepra como penitencia de los agresores de las heroínas ya que se trataba de
una enfermedad de mucha resonancia en la Edad Media, entre el rechazo y la
conmiseración13, asociada en el Antiguo Testamento, en Levítico 13 y
14, con los defectos morales y especialmente con la lujuria: pecado vinculado a
los personajes masculinos de estos relatos. El sufrimiento físico de las
protagonistas se nivela con el posterior sufrimiento masculino, asociado a la
penitencia, como consecuencia del pecado de la falsa acusación.
Lo sobrenatural se da de manera explícita en ambos textos y constituye un
rasgo significativo en la construcción de las protagonistas y sus acciones. La
presencia de Dios se da en Otas a
través de mediaciones, objetos y personajes que influyen en la sucesión de
hechos. Los poderes curativos de Florencia podrían conectarse con la presencia
divina pero la joven tiene una sensibilidad demostrada desde el principio, una
afinidad con lo sobrenatural. A pesar de ser una “mediadora” del poder de Dios,
hay elementos precristianos vinculados con Florencia. El contacto con lo
sobrenatural cristiano es un recurso para encauzar al personaje de vuelta al
orden social. Florencia presiente, en su conversión, que se volverá a encontrar
con Esmeré, y ese es su íntimo deseo por el cual reza. La piedra de la
castidad, elemento vinculado al cristianismo, la resguarda de perturbar ese
orden: no debe perder su virginidad, debe yacer con el rey y engendrar
herederos. Florencia tiende a lo maravilloso precristiano (desorden, paganismo,
fuerzas naturales) pero regresa a una estructura cortesana. Mientras que
Florencia posee el poder de curación santa, la emperatriz concentra sus
energías en la intercesión de Dios. Es a través de la piedra milagrosa de María
que cura a los enfermos pero, a pesar del intento del mantenimiento del orden,
es como si su fe la condujera por el camino inverso14, a romper el
orden social establecido, abandonando a su esposo y eligiendo una vida de
contemplación.
La representación de las mujeres consideradas santas y sus esfuerzos por
obtener un lugar dentro del espacio religioso oficial fueron tomando mayor
cauce a partir del siglo XII. Servirse de sus rasgos y acciones particulares
así como de la construcción de imágenes de la femineidad, emocionalidad e
intimidad afectivas constituye un intento por fundar sus propias relaciones
dentro del discurso religioso medieval. La posición y reconocimiento de santa
efectivamente plasmaba esto: alcanzar la imitación de Cristo por la devoción
reflejada en cada acción. Esto también implicaba salirse de los patrones
regulares de comportamiento, así es como las mujeres exploraban ese universo
“otro” de la regla masculina. La castidad, el control sobre el cuerpo, el
cuidado y la influencia sobre otros son solo algunos ejemplos del alcance de
esta figura. Lo cual refuerza la idea de la santidad como un estado de
disrupción (Riches y Salih, 2005, p. 5). Por ende, la subjetividad de los
personajes se desarrolla de diferentes maneras, tanto para la emperatriz como
para Florencia de Roma, presentando ambas sin embargo una marca sobrenatural,
un contacto con la santidad. En ambos casos, las protagonistas van sorteando
sus dificultades a través de objetos, ayudantes y, en algunas ocasiones, la
asistencia divina otorgada de manera directa. Y esta ayuda, e incluso, el
contacto con la magia y el milagro por parte de las jóvenes, están aludiendo
todo el tiempo a un mensaje moral de imitación cristiana: la demostración de la
paciencia frente a los padecimientos y las adversidades presentadas, el
mantenimiento firme de la fe y la confianza en la ayuda de Dios. La
espiritualidad se da aquí en relación con la afectividad femenina, y las
heroínas son las que demuestran ser firmes defensoras de la fe y modelos de
imitación. El contacto con lo sobrenatural refuerza esa posición superior
asociada comúnmente con la figura de la santa. Y precisamente la potencialidad
de estos relatos radica en la representación de lo sobrenatural en su vínculo
con los personajes femeninos. La línea de lo sobrenatural es difusa y, ya sea
mujer mágica o santa, la presencia femenina es el punto central en estos romances
hagiográficos.
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1 Carina Zubillaga (2008) propone en su edición al
manuscrito escurialense el concepto de “romance hagiográfico” para referirse a
este tipo de relatos ambiguos, teniendo en cuenta estudios previos como el de Isabel
Lozano-Renieblas (2003), que dice que los romances se apropian de los recursos
hagiográficos, los cuales introdujeron en la Edad Media el eco de la novela
griega de aventuras. Al producirse esta mixtura, la hagiografía cede a la mujer
como protagonista de la aventura y la trama está atravesada por una afectividad
femenina de la cual carecen las narraciones épicas y los romances
caballerescos.
2 Maier y Spaccarelli (1982) sentaron las bases para
caracterizar el Ms. h-I-13 como una antología.
3 Es el de Guillelme el relato “bisagra” por así decirlo.
Ubicado inmediatamente después de Plácidas, que es una Passio, mantiene una relación con la leyenda del santo romano en
tanto se repiten elementos como la cacería del ciervo, pero se produce cierta
relegación del elemento religioso en pos del mantenimiento de un orden
estamental. Además, Guillelme no atraviesa ninguna conversión porque ya es
cristiano al principio del relato.
4 Es importante destacar aquí los aportes de María Eugenia
Alcatena (2017) sobre el tema de lo femenino en relación con las formas de lo
sobrenatural. En su trabajo “Magia y milagro al auxilio de la virtud femenina
en dos relatos castellanos de principios del siglo XIV (Otas de Roma y Cuento
de una santa enperatrís)” Alcatena realiza un recuento de los hechos
sobrenaturales presentados en estos relatos del Ms. h-I-13, planteando la
subordinación de la magia o de lo maravilloso folclórico al milagro. A su vez,
entiende la hibridación entre hagiografía y romance como un resultado del tratamiento
literario de los elementos milagrosos y sobrenaturales, los cuales se
relacionan y confunden entre sí. 5 El libro de ensayos Gender
and Holiness, del año 2021, indaga precisamente cómo la religión y la
santidad son nociones vinculadas con el género a partir de distintos
testimonios tardo medievales.
6 Véase “The female body and religious practice” (1992) de Caroline Walker Bynum.
7 Ana María Barrenechea (1985) es una de las precursoras
del estudio de lo fantástico en la Argentina y para ella resultan cruciales
tanto los hechos presentados en el texto literario como las maneras en que se
narran esos hechos. Barrenechea, a diferencia de Todorov, se centra en la
problematización de la convivencia entre hechos normales y anormales, y no la
duda acerca de su existencia. La literatura fantástica quedaría definida como
aquella que presenta en forma de problema hechos “a-normales”, “a-naturales” o
irreales (p. 393).
8 El autor prefiere el término “paranormal” para referirse
a aquello que amenaza el límite de lo explicable y que se sale de la
experiencia normal; ya que este no implica la creencia en aquello que denomina,
lo cual podría resultar problemático en lecturas que corren el riesgo de
resultar anacrónicas.
9 Utilizaré la edición de Carina Zubillaga del Ms. Esc. h-I-13.
10
Frazer (2009,
15) señala dos principios fundamentales del pensamiento primitivo en relación
con la magia: la ley de la similitud y la ley del contagio. La ley de la
similitud establece que lo semejante produce lo semejante, o que el efecto
evoca la causa: una asociación de ideas en estrecho enlace. De ahí que las
protagonistas sean bellas por fuera, porque esa belleza indefectiblemente alude
a una belleza interior, una especial virtud.
11
Según la
tradición de la magia natural y las propiedades de las piedras, el azabache es
la piedra vinculada con la infidelidad y la virginidad (Saunders, 2021, p.
102).
12
La aparición
del tópico de la cacería del ciervo, además de aludir a la tradición
caballeresca del romance, recuerda las historias anteriores en el códice, las
de Plácidas y Guillelme, lo cual refuerza aún más la apreciación de este códice
como una serie unitaria.
13
Martínez
señala la particular tensión en la que se encontraba la figura del leproso
dentro de la sociedad medieval. Por un lado, en su calidad de enfermo, era
considerado una representación del Cristo sufriente, y movía a compasión por
ello. Por otro lado, la enfermedad simbolizaba la marca del pecado y generaba
un profundo rechazo en aquellos que lo rodeaban.
[2] Weinstein y Bell señalan que, mientras que en los siglos
XI y XII se moldeó un tipo de santidad particular, masculina y afín a los
lineamientos de la Iglesia en su empresa de las Cruzadas, a partir del siglo
XII esto se diluye con las órdenes mendicantes y un tipo de espiritualidad más
flexible y accesible a las mujeres: “In the fourteenth and fifteenth centuries
especially, when church leadership faltered, saints’ cult gave expression to
innovative forms of piety that served the needs of lay people” (Weinstein and
Bell, 1982, p. 4).
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41223
Juan Carlos Rodríguez-Centeno
Universidad de
Sevilla, Sevilla, España
ORCID:
0000-0002-6838-6064 jcrodri@us.es
Isabel Jorquera-Fuertes
Centro
Universitario EUSA, Sevilla, España
ORCID: 0000-0003-4224-652X isabelkarisma5@gmail.com
Recibido:
13/09/2022. Aceptado: 08/03/2023
Los Chichos
fueron uno de los grupos musicales más populares durante la Transición y la
década de los ochenta. La cultura popular asocia esta formación con canciones
sobre la cárcel y la drogadicción; no obstante, hemos comprobado en la
discografía analizada (1973-1989) que la temática más habitual está
protagonizada por la mala mujer. En este artículo el objetivo es estudiar la
personalidad de la mala mujer: cómo es, qué actos desarrolla y sus
consecuencias. La metodología empleada es el análisis de contenido mixto, con
técnicas cuantitativas y cualitativas. Hemos analizado 43 canciones donde
aparece la figura de la mala mujer. La conclusión más importante es que la mala
mujer engaña y abandona a su pareja, y esto supone un grave atentado a la ley
gitana, en la que la familia es el pilar social más importante. Otra de las
conclusiones relevantes es que la conducta de la mala mujer la lleva a la
perdición, jamás podrá ser feliz en el futuro. La consecuencia más extrema es
la violencia de género, el asesinato de la mujer que traiciona.
Palabras clave: Chichos,
mala mujer, música popular, violencia de
género
You are false and deceitful. The femme fatale concept in the songbook of The Chichos.
Los Chichos were one of the most popular musical bands during the Spanish Transition in the 80's. Pop culture usually associates this group with songs about prison and drug addiction. However, in the analyzed discography (1973-1989), we have observed that the femme fatale figure is actually their main focus. In this article, we will revisit this archetype; what it is, what sort of events come out from it and their consequences. The methodology used is mixed content analysis, employing both quantitative and cualitative techniques. We have analyzed 43 songs where the figure of the femme fatale appears. The most significant conclusion is that the "bad woman" deceives and abandons her partner, which is in direct conflict with Gipsy Law, where family is the most important pillar. Another noteworthy finding is that the behavior of the "bad woman" ultimately lead her to her downfall, preventing her from finding happiness in the future. The most extreme consequence is gender-based violence, the murder of the treacherous woman.
Keywords: Chichos, femme fatale, popular music; gender violence
Los Chichos fue una de las formaciones musicales más exitosas y populares
durante la segunda parte de la década de los setenta y los ochenta. Aunque todavía
continúan en activo, este trabajo se centra en el período que abarcó la
formación original (1973-1989). El trío estaba formado por Juan Antonio Jiménez
“Jeros” y los hermanos Julio y Emilio González Gabarre. A partir de la
separación del primero1, principal compositor del grupo, para
iniciar una efímera y frustrante carrera en solitario, la formación entró en
una época de decadencia caracterizada por la edición de discos recopilatorios
de éxitos antiguos y algunas grabaciones originales que apenas tenían
repercusión.
El trío fue pionero en la popularización de un estilo que aún a día de hoy
carece de una etiqueta concreta y definida: desde la inclusión en un término
muy genérico como “rumba” (Del Val, 2017, p. 29) hasta derivados como “rumbita
de baile” (Pardo, 2005, p. 234) o “rumba discotequera” (Fraile, 2013, p. 195).
Luis Clemente, uno de los mayores expertos en el flamenco y sus múltiples
hibridaciones, lo denomina con varios términos, como “flamencopop”, “rumba
suburbial” o “rumba rock”, y en estas
etiquetas entrarían todas aquellas formaciones que “bajo música netamente
urbana expresan su reivindicación del flamenco eléctrico y la denuncia del
entorno, con barrera de textos pobres. Dramatismo sobre drogas y amores
canallas. Exagerada rumba-verité frente a la de playa y sol”. En relación con
Los Chichos, afirma que “convierten la rumba gitana en música urbana, con
acento dramático” (Clemente, 1995, pp. 73-75).
En líneas generales el estilo musical, independientemente de los textos, se
caracterizaba por ejecutar la rumba clásica con los instrumentos del pop-rock: guitarras y bajo eléctrico,
batería y el protagonismo de los teclados. El éxito de Los Chichos, cuyo
segundo single, Ni más, ni menos,
llegó a estar 14 semanas en las listas de ventas en 1974 (Salaverry, 2015, p.
173)2,
provocó que “al cabo de unos meses surgieran de forma espontánea decenas de
formaciones similares, algunas de las cuales se convertirán en grandes éxitos
de ventas y darán a esta música una dimensión social” (Pardo, 2005, p.
234).
El trío procede del barrio madrileño de Vallecas, que, junto con los
barrios de Pan Bendito y Caño Roto, con gran presencia de población gitana,
acunaron un género que se nutrió temáticamente de un entorno donde la única ley
era la supervivencia, y a quienes podían sobresalir y brillar, como Los Chichos
o Los Chunguitos, entonces el orgullo de barrio los elevaba a la categoría de
mitos populares.
Su ascenso a la fama coincidió con un período convulso de la sociedad
española. Por un lado, el final de la dictadura y la llegada de la democracia;
por otro lado, la crisis económica provocada, a su vez, por la crisis del
petróleo de 1973, que tuvo unos efectos devastadores sobre la industria
nacional y el aumento del paro obrero. La virulencia que la crisis tuvo en los
barrios del extrarradio de las grandes urbes y la irrupción de la heroína
nutrieron el caldo de cultivo definitivo de la aparición del delincuente
juvenil: el quinqui. Del Val describe esta figura de la siguiente manera:
Hijos de la
migración, crecidos en barrios aislados y mal acondicionados, con escasa
formación académica y sin oportunidades laborales, con mucho tiempo libre y
pocos recursos económicos, sin oferta cultural más allá de los bares, los
billares, las discotecas y las tragaperras. (2017, p. 197).
A lo que habría que añadir el gran escaparate de una emergente sociedad de
consumo a través de la televisión y la publicidad, que ofrecía un mundo de
ensueño colmado de automóviles, motos, chicas, joyas, etcétera, al alcance de
la mano, y decidieron ir a por él.
Los Chichos compusieron e interpretaron la banda sonora de El Vaquilla, una película de José
Antonio de la Loma, estrenada en 1985 y centrada en la figura de Juan José
Moreno Cuenca, uno de los delincuentes juveniles más célebres de la época. El
fenómeno de la delincuencia y las drogas empezaron a aparecer en la discografía
del grupo de forma habitual a partir de los primeros años ochenta (con la
excepción de Quiero ser libre, su
primer single, y de “La historia de Juan Castillo”, que aparece en su primer LP
de 1974), con canciones como “Ni tú, ni yo”, “Dónde vas”, “Por buscar una
salida”, “Maldita droga” o “En vano piden ayuda”, donde encontramos la
significativa estrofa: “Su nombre es heroína, otros le llaman caballo, pero yo
le llamaría la maldición del diablo”.
Aunque en el imaginario popular es común asociar el universo temático
musical de Los Chichos (y otros grupos similares, como Los Chorbos o Los Calis)
con la marginación, las drogas, la delincuencia y el ámbito carcelario, hemos
podido comprobar, al menos en el período estudiado, que no es la temática más
recurrente y que la mayoría de las canciones se centra en el clásico
amor/desamor. Por ejemplo, en los tres primeros discos la figura de la mala
mujer aparece en dieciocho ocasiones, mientras que solo cuatro tienen
referencias a la cárcel o a la droga.
En los últimos años, y tras una época de ostracismo por parte de los medios
de comunicación y la industria musical, Los Chichos y su influencia han sido
reconocidos y reivindicados. En el año 2015, actuaron en el Festival Viñarock y
al año siguiente, en el Primavera Sound, uno de los festivales indies más importantes de España.
Kiko Mora y Eduardo Viñuela, editores del volumen colectivo Rock in Spain, denuncian que “el rock en
nuestro país haya sufrido durante mucho tiempo una incomprensión dentro del
entorno mediático, discográfico y académico, que no se corresponde con el
amplio número de aficionados con el que cuenta” (2013, p. 11). En el ámbito
académico, esto se extiende a la mayoría de la música popular en general, no
solo al rock, y en particular al
período en el que se incardina nuestra investigación, es decir, la Transición y
la década de los ochenta. Aunque hemos de constatar que en los últimos años se
ha observado un creciente interés por parte de profesores y profesoras e
investigadores e investigadoras universitarios por el estudio de la música
popular a nivel internacional y nacional. Como afirma Eduardo Viñuela:
El interés que
en los últimos años han despertado las músicas populares urbanas en el campo de
la investigación académica ha revertido de forma natural en su inclusión en las
aulas universitarias. Si bien hace medio siglo era prácticamente imposible
encontrar una institución de educación superior que incluyera este repertorio
como materia de sus planes de estudio, en la actualidad cada vez son más las
titulaciones que incluyen asignaturas en las que, de forma directa o indirecta,
las músicas populares urbanas se abordan desde diferentes enfoques. En este
sentido, la interdisciplinariedad que caracteriza a este campo de investigación
explica la disparidad de titulaciones y las diferentes perspectivas desde las
que se enseña en los grados y postgrados de musicología, educación, sociología,
comunicación, industrias culturales, etc. (2018, p. 5).
En el estudio del período que nos ocupa, nos parece fundamental el libro de
Fernán del Val: Rockeros insurgentes,
modernos complacientes: un análisis sociológico del rock en la Transición
(2017). Tanto en esta obra como en Rock
in Spain, el término rock no se
limita al estilo musical que identificamos como rock and roll, sino a todas las ramas del árbol genealógico que
tuvo su origen en Estados Unidos en los albores de la década de los cincuenta,
que llegó a España a finales de esa década y que incluye escenas tan diversas
como el rock urbano, el rock andaluz, el heavy metal, la nueva ola madrileña, el rock progresivo, el punk, etcétera. Centrados en esta etapa
histórica de la Transición y los años inmediatamente posteriores, también hay
que destacar las investigaciones de Héctor Fouce (2006, 2009) y de este mismo
autor junto con Juan Pecourt (2008).
En relación con el estudio de escenas particulares, podemos reseñar la
tesis doctoral de Fernando Galicia sobre el heavy
metal nacional (2015), la tesis de Sara Arenillas centrada en el glam rock (2017), la de Diego García
Peinazo sobre el rock andaluz (2016),
la investigación de Francisco Javier Campos sobre la música popular gallega
(2009) y el trabajo de Eduardo García Salueña sobre el rock progresivo (2014).
Como podemos constatar, la investigación universitaria de la música popular
en España en el período estudiado gravita en torno al rock y sus derivados. Sin embargo, en la misma época conviven
varias escenas musicales que no han suscitado (todavía) el interés de
académicos y académicas e investigadores e investigadoras, pese a su evidente
protagonismo comercial y popular. Al respecto, Luis Clemente afirma:
La gente del
rock ve el flamenco-pop como algo artificial, un montaje algo hortera de las
compañías discográficas. Vendieron mucho en su tiempo, razón de más para ser
desacreditados por un público que hacía triunfar en el mercado internacional a
los grupos más sofisticados. (1995, p. 69).
Son escasos los estudios rigurosos centrados en esta escena. Al margen de
Clemente, podemos destacar el capítulo de Enric Folch (2013) en el volumen
colectivo Made in Spain. Más
referencias sobre Los Chichos y otros grupos similares, como Los Chunguitos o
Rumba 3, aparecen en investigaciones centradas en la música cinematográfica de
los setenta y ochenta, más concretamente en el denominado cine quinqui, que
reflejaba el ya citado fenómeno de la delincuencia juvenil urbana en la
Transición (Fraile, 2013; Leal, 2018).
Los estudios de género focalizados en la música popular contemporánea en
España también han conocido un creciente interés en estas dos primeras décadas
del nuevo siglo, y entre ellos hay que resaltar la producción de Virginia
Guarinos con sus diversas publicaciones, que abarcan desde la copla al
videoclip (2008, 2009, 2011, 2012); las aportaciones de Laura Viñuela sobre la
construcción de la identidad de género desde planteamientos teóricos feministas
(2003) y su estudio de caso sobre la canción de Alejandro Sanz “¿Y si fuera
ella?” junto con Gloria Rodríguez (2005). Hay que destacar también el trabajo de
Silvia Martínez (2003) sobre las imágenes de género en el rock y el heavy metal.
Entre las investigaciones más recientes de relevancia para nuestro estudio,
citaremos las publicaciones sobre la violencia contra las mujeres en la música
popular de María Gómez, Jaime Hormigos y Salvador Perelló (2018, 2019), y de
María Gómez y Rubén Pérez (2016).
Los Chichos son de etnia gitana, y algunas de sus canciones reflejan la
cosmovisión del pensamiento gitano más tradicional en relación con la mujer.
Por ejemplo, el tema de la sacra virginidad femenina hasta el matrimonio
aparece en la canción “Ni más, ni menos”: “El cristal cuando se empaña, se
limpia y vuelve a brillar… la honra de una mocita se mancha y no brilla más”.
En “Perdió su pañuelo”, se evidenciaba el estigma social y la marginación de la
mujer joven que “se fue por la mañana, con una mancha negra que nadie le
quitaba, se fue llorando buscando en la familia, calor humano y nadie la
quería… son las murallas de unión y de respeto, la ley gitana castiga sin
consuelo”.
Uno de los arquetipos que aparece con asiduidad en el cancionero del trío
es la figura de la mala mujer, como así vemos en títulos como “Mujer cruel”,
“Eres falsa y embustera” o “Perversa”. El objetivo de este trabajo es analizar
el concepto de esta mala mujer, cómo es físicamente y cómo es su actitud, qué
actos la convierten en malvada y si su conducta tiene consecuencias en su
vida.
En este trabajo utilizaremos el análisis de contenido mixto con técnicas
cuantitativas, que nos permitan contabilizar palabras (sustantivos, adjetivos y
verbos) y expresiones que hagan referencia a la mala mujer, y técnicas
cualitativas, que nos permitan determinar núcleos categoriales sobre los que
posteriormente establecer interconexiones e interpretaciones. Hemos tomado como
principales referencias para el diseño metodológico dos trabajos que analizan
las canciones populares. El artículo más reciente es de Albacete-Maza y
Fernández-Cano (2019), centrado en canciones infantiles españolas, y el segundo
es obra de Berrocal de Luna y Gutiérrez Pérez (2002), en el cual analizan las
relaciones de género en una muestra de canciones populares.
Como ya hemos señalado, el período por estudiar (1973-1989) comprende 14 discos de larga duración (LP) que suman una cifra de 142 canciones. Hemos encontrado referencias a la mala mujer en 43 canciones, lo que supone un 30,3 % del cancionero. Hemos agrupado estas referencias en tres núcleos categoriales:
a)
Descripción
y definición de la mala mujer. En este apartado hemos incluido sustantivos y
adjetivos, aunque también alguna expresión calificativa, como “alma de fiera” y
“no tienes conciencia” (Tabla 1).
b)
Acciones.
Aquí los términos elegidos son verbos que reflejan los actos ejecutados por la
mujer que la categorizan como mala. En este caso hemos agrupado algunos verbos
que son sinónimos y reflejan la misma acción. Por ejemplo, en el término
“abandonar” hemos incluido “marchar”, “irse” y “dejar” (Tabla 2).
c) Consecuencias. En este grupo seleccionamos expresiones, sentencias, frases del habla cotidiana, etcétera, que indican los efectos derivados de las acciones anteriores, ya se hayan producido estos efectos o sean deseados por la víctima y sigan en proceso latente o potencial. En este caso, para una mejor categorización de las consecuencias, hemos establecido cinco subcategorías: 1. Ausencia de amor en el futuro; 2. Amenazas/violencia; 3. Maldiciones; 4. Olvido y alejamiento; 5. Sufrimiento y dolor (Tabla 3).
Tabla 1.
Descripción y definición
Mala |
5 menciones |
Orgullosa |
4 menciones |
Falsa |
3 menciones |
Caprichosa |
2 menciones |
Bonita |
2 menciones |
Bella |
2 menciones |
Embustera, egoísta, ambiciosa, ingrata, infiel,
cruel, perversa, vanidosa, maldita, malvá,
codicia, perdía, interesada |
1 mención |
No tienes conciencia |
1 mención |
Alma de fiera |
1 mención |
El alma la
tienes negra |
1 mención |
Mujer de noche |
1 mención |
Lindo pelo, linda boca |
1 mención |
Tabla 2.
Acciones
Engañar |
|
16 menciones |
Abandonar |
|
14 menciones |
Burlar |
|
6 menciones |
Destrozar (la vida) |
|
4 menciones |
Mal comportamiento |
|
3 menciones |
Traicionar |
|
2 menciones |
Amar por interés |
|
2 menciones |
Hacer daño |
|
2 menciones |
Provocar |
|
2 menciones |
Buscar la ruina, destruir, arrastrar, mal pagar,
dominar, matar (figuradamente) |
1 mención |
Tabla 3.
Consecuencias. Subcategorías
|
|
Ausencia de
amor en el futuro |
16 expresiones |
Amenazas/violencia |
7 expresiones |
Olvido y alejamiento |
8 expresiones |
Maldiciones |
6 expresiones |
Sufrimiento y dolor |
6 expresiones |
Señalan Eduardo
Viñuela y Laura Viñuela:
Las mujeres son
caracterizadas como “malas” en las canciones cuando no se acomodan a los
preceptos de la feminidad patriarcal. En consecuencia, llevan a cabo actos que
ponen en peligro la estabilidad del sistema y minan el poder de los hombres que
están a su lado, lo que las hace merecedoras de un castigo. (2008, p.
306).
Estos castigos-consecuencias en nuestro
estudio los encontramos de cinco tipos:
-
Ausencia
de amor en el futuro. Esta consecuencia puede ser, a su vez, de dos tipos. Por
un lado, una ausencia absoluta: “a ese corazón tan malo, no encontrarás quien
lo quiera” o “a tu lado no hay quién esté”. La segunda modalidad es la
posibilidad de que la mujer encuentre amor, pero nunca llegará a la plenitud ni
alcanzará la felicidad del amor abandonado: “no encontrarás a otro hombre,
tanto como yo te quiero”, “que pueda ser compañera, que nunca seas feliz con
otro hombre cualquiera”, “has tenido mil amores, pero a ninguno has querido,
porque tú no encontrarás un cariño como el mío”.
-
Amenazas/violencia:
Un hecho muy llamativo es que la mayoría de expresiones violentas aparezcan en
lengua gitana o caló, como “a lo mejor un día te tengo que tasabar” (matar),
“la pego un pucharno” (puñalada) y “como yo te dikele (vea) te maro (mato) sin
compasión”. Aunque también encontramos algunas en castellano: “cuando te vea
sola por la calle, niña bonita te vas a enterar” y “si te marchas de mi vera,
vas a saber lo que es bueno”.
-
Olvido
y alejamiento: Hemos visto anteriormente que “la ley gitana castiga sin
consuelo”, y en una sociedad con fuertes nexos tribales la expulsión del grupo
y la condena al olvido se configuran como penas de rigor extremo: “Quiero
olvidar todo el pasado que tuve contigo”, “vete y déjame vivir tranquilo”, “el
pasado se muere”, “ahora ya no siento nada, el pasado lo olvidé”.
-
Maldiciones:
Otro de los estereotipos en la cultura tradicional caló e integrante de las
leyes gitanas es la utilización de maldiciones en las disputas y
enfrentamientos. Según afirma Fuentes Cañizares, para “los gitanos, la creencia
en el poder mágico de las maldiciones tiene su fundamento principal en el
sistema legal gitano de tradición oral que actúa como un código autónomo que
garantiza la protección y organización de la sociedad gitana” (2011, p. 4).
Cuando esa sociedad se siente amenazada en uno de sus pilares clásicos, la
lealtad y fidelidad de la mujer gitana al hombre gitano, la mujer se hace
acreedora de maldiciones, como “que mal fin tenga tu mala persona”, “mala ruina
tenga tu amor” y “algún día pagarás todo el daño que me hiciste”.
-
Sufrimiento
y dolor: El último destino de la mala mujer es penar por su conducta, sufrir
“de dolor y agonía” y hasta llorar “gotas de sangre”. En ninguna de las
canciones analizadas, esta mujer tiene un final feliz, ni siquiera una vida
distinta. Podemos afirmar que las maldiciones se ven cumplidas y “ahora te veo
llorar”.
La mala mujer en el cancionero de Los Chichos se caracteriza
mayoritariamente por engañar y abandonar a la pareja. “Si tanto me querías,
para qué me engañaste, te tuve como mía, y al final me traicionaste”, “solo me
queda el recuerdo de aquella noche, yo te vi con otro hombre bajar de un coche,
yo me quedé prendido, porque mi gran cariño abandonó mi hogar”. En un
exhaustivo estudio sobre la identidad del pueblo gitano, los autores concluyen
con que “la familia es el elemento cultural que mejor define al gitano, en este
sentido, un gitano/a no puede vivir sin su familia, sin los valores que ésta le
transmite y le enseña” (Giménez, Comas y Carballo, 2018, p. 174). Que la mujer
engañe y abandone a su marido y el hogar se configura, en consecuencia, en la
mayor afrenta que puede sufrir un gitano, y de esto concluimos que es el motivo
de la reiteración del asunto engaño/abandono en la discografía del trío
vallecano.
En algunas canciones no aparece la causa del engaño, simplemente se cita:
“te fuiste de mí, sin decir ni palabra”, “tienes bonito semblante, pero no
vales para nada, quién me lo iba a decir a mí, que con otro me engañabas”, e
incluso se llega a generalizaciones como “las mujeres se burlan del querer… que
si te guías de ellas, te llevarán a la deriva”. Esta conducta puede en
ocasiones convertirse en un hábito, en una característica que podíamos
calificar como congénita. Así, en una canción con un título muy significativo,
“Ella te abandonará”, el abandonado narra las advertencias y el futuro que le
espera a su nueva pareja: “te pasará lo mismo que a mí, ella te abandonará, te
toca sufrir a ti… piensa un poco y ya verás, porque el calor que te da, lo
cambiará por otro amor, lo mismo que me hizo a mí”.
En otros temas sí aparece la causa del engaño y el abandono: “yo la quiero
por amor, y ella por el interés”. Con esta motivación económica es evidente que
la mala mujer decida cambiar de pareja cuando aparece en su vida un beneficio
mayor al que obtiene con su actual compañero: “algo me dijo que me engañaba,
que con el payo me traicionaba… con ese jambo (payo) que vive enfrente, que
tiene coche y tiene dinero, la gitanilla lo camelaba, porque le daba el
bolsillo lleno”. “El querer de esta gitana lo vendió por interés… lo que yo te
daba no te convenía, y así de momento cambiaste la vida”. No obstante, como
hemos señalado, este cambio al final no tiene consecuencias felices, “yo conocí
a una mujer, se casó por el dinero, nunca pudo ser feliz, maldiciendo aquel
momento”. La conclusión es terminante, el excesivo amor al dinero acaba con el
verdadero amor: “de aquellos besos que murieron frente al mar, que la codicia
los llevó, y hasta el amor llegó a ensuciar”.
Comprobamos con asiduidad que el binomio amor/mentira es un rasgo
característico de la personalidad de esta mujer: “dónde está el amor que me
pedías, ahora veo que todo era mentira”, “hoy vuelvo a casa, y no encuentro a
nadie, solía decirme cariño te quiero, palabras vanas que se lleva el
aire”.
En algunas canciones la mala mujer muestra algunos comportamientos que muestran
una crueldad que podría calificarse como extrema, o donde lleva su maldad con
el hombre a ciertos límites inhumanos. En el tema “Quiero ser libre”, el
protagonista está preso por asesinato, pero no recibe la visita de su pareja ni
tiene noticias suyas, lo cual acentúa su pena:
“qué bueno he
sido contigo, y qué mal te estás portando, me paso día tras día, en esta celda
llorando… y no tienes el valor de venir un día a verme”, y mientras se “pudre”
en la cárcel ella está en la calle “gozando”. Tanto dolor conlleva que el preso
exprese su última y dramática petición: “a Dios le pido la muerte”.
Una historia similar encontramos en “Libertad”, en la que un preso regresa
a casa en busca de su mujer tras cumplir su pena: “no encuentro a nadie, tan
solo unas palabras de papel, que ella escribió, tiene un amante… yo me pasaba
las noches enteras mirando su foto, era falso su cariño, y su amor de
ayer”.
La muerte y la enfermedad son consecuencias extremas del mal querer
femenino como podemos comprobar en las siguientes letras: “Antes de yo
conocerte, que feliz vivía yo, mi corazón era sano, el tuyo me lo enfermó”;
“Dime lo que me has dao, que ya no puedo vivir sin ti, me tienes abandonao, y
en un rincón yo me voy a morir”.
Otro compartimiento extremo es aquel en el que la mujer trata al hombre
como un animal: “no te puedes imaginar todo el mal que tú me has hecho, me has
tenido encadenado, como un dueño a su perro”.
Anteriormente, hemos señalado que el pilar fundamental de la ley gitana es
la familia; en consecuencia, uno de los actos más abominables que puede cometer
una mujer es romper una familia: “antes de yo conocerte, era el hombre más
feliz, con mi mujer y mis hijos eran todo para mí, te cruzaste en mi camino, y
me enamoré de ti, y me alejé de los míos, para estar yo junto a ti”. En la
familia gitana, la figura de la madre ocupa un estatus especial; por
consiguiente, agraviar a la madre de la pareja se configura como una de las
mayores aberraciones que se pueden realizar. Hallamos un caso extremo en la canción
“Mami”, en la que el protagonista pide perdón a su madre por haber sido “mal
hijo”, y la causa de este comportamiento es que “un amor que no supo
entenderme, me arrastró y me alejó de tu vida”.
¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Cabe preguntarse si un comportamiento tan malvado como el que perpetra esta
mujer está condicionado o provocado (que no justificado) como repuesta a una
conducta masculina previa. Es decir, si el hombre-víctima es merecedor de su
castigo. Durante el análisis de las canciones, hemos observado algunas
confrontaciones entre las actitudes de uno y otra.
Hombre sincero/mujer mentirosa: “de mi boca saldrá la verdad, que la
mentira queda para ti, a mí me gusta la sinceridad”.
Hombre
bueno/mujer mala: “yo te pago con el bien, tú me pagas con el mal”.
Hombre bueno/mujer rebelde: “como era bueno contigo, ya te ibas sublevando,
hasta que llegó el momento que vi muy claro el engaño”.
En este caso hemos de entender que en la cultura gitana tradicional la
mujer debe asumir un rol secundario y sumiso respecto al hombre.
Rebelarse-sublevarse es una característica más de la mala mujer.
Hombre bueno/mujer mala: “eres muy mala
conmigo, y yo no me lo merezco”.
Hombre ama/mujer engaña: “oye niña dímelo, no me engañes por favor, que tú
sabes que te quiero y te demuestro mi amor”.
Hombre bueno/mujer abandona: “lo bueno que fui con ella, y ella se marchó
con otro”. Hombre sacrificado/mujer
adúltera: “esclavo de mi trabajo para que nada te faltara…charlando por el
parque, y cogidos de la mano, tú le decías a él, mi marido está trabajando”.
Aunque el término “mala madre” no aparece en ninguna de las canciones
analizadas, sí se hace referencia a la infancia y a los hijos, y, por
inferencia, podemos concluir con que esta figura es habitual en el cancionero
del trío: “Un día llegué al hogar, y el niño de cuatro años, me dijo papá
querido, la mama te está engañando”.
La canción “Calla chiquitín” es la que expresa con mayor dramatismo la
figura de la mala madre. En primer lugar, narra la crueldad en el abandono:
“Salió a comprarte un juguete, y dijo ahora vengo, y no volvió más”.
Posteriormente asistimos a la pena de la ausencia: “El niño con voz muy triste,
a su papá preguntó, papa dónde está la mama, que un día te abandonó”.
Finalmente, se produce la renuncia a la madre: “Papa no te acuerdes de ella,
porque no te quiere, y es una perdía”.
En la canción “Pobrecitos de mis niños”, comprobamos la ausencia de
sentimientos en la esposa que “yo no quiero ni acordarme, lo bueno que fui con
ella, y ella se marchó con otro, yo me quedo con mi pena… no le importan ni sus
hijos, ni siente por ellos nada, Dios te va a dar un castigo, por ser una mujer
mala”.
Es probable que una de las canciones que reúne elementos de mayor
dramatismo y emotividad hiperbólica sea “Lucharé”. En ella se narra la historia
de “un proxeneta sin alma” que convierte en “lea” (prostituta) a la mujer del
narrador y la separa de su familia. El hombre abandonado jura: “lucharé por mis
hijos, por ellos he de luchar”. Y aunque ella sea “ingenua” e “ingrata”, y haya
abandonado a los hijos, el protagonista, en un acto de absoluta abnegación y
generosidad, concluye: “tan solo le pido a Dios, te sigan queriendo
igual”.
Hemos seleccionado algunas canciones del repertorio de Los Chichos que
incluyen un mayor número de ítems de la investigación y, en consecuencia, son
las que reflejan de una forma más exhaustiva el concepto de la mala mujer.
- Mala ruina tenga tu amor:
“A lo mejor un día te tengo que tasabar (matar)” (amenaza); “me han dicho
que te lo haces con un hombre de la noche” (engaño); “mala ruina tenga tu amor”
(maldición); “como yo te diquele (vea), te maro (mato) sin compasión”
(amenaza); “reírte de mi vida caro te puede costar (burla y amenaza); “has
destrozao mi vida” (destrozar); “tú sufrirás algún día mi dolor y mi agonía”
(sufrimiento y dolor).
-Odio:
“Odio, te tengo odio, tú te has burlado de mí” (burlar); “sin darte cuenta
mujer que con locura te he amado, ya no te puedo aguantar, porque me engañas
con otros” (engaño); “y no te quiero ver más” (alejamiento); “pero algún día
pagarás todo el daño que me hiciste” (amenaza); “odio, te tengo odio, mi amor
te di con pasión, el viento se lo llevó, yo buscaré otro camino” (alejamiento).
-Eres falsa y embustera.
“Eres tú la mujer y el amor que tanto espero, y por eso me abandonas sin
saber lo que te he hecho” (abandono); “y tú sabes de verdad vida mía que te
quiero, eres falsa y embustera” (descripción); “pero ya la pagarás” (amenaza);
“todo el mal que tú me has hecho siempre te arrepentirás” (maldición); “y ahora
quieres tú volver al amor que despreciaste… anda y vete de mi vera”
(alejamiento); “no vengas a atormentarme”.
-Perversa.
“Eres bella y con dinero, pero orgullosa y perversa, caprichosa y vanidosa
y el alma la tienes negra” (descripción); “ahora vive en un palacio con
mayordomo y doncella, en cambio yo bebo vino para alivio de mis penas, esta
pena mía que me está matando, porque sigo enamorado de su lindo pelo, de su
linda boca” (descripción).
-No me querías.
“La culpa es mía por haberme enamorado, de tus caricias que tú fingías”
(fingir); “no me querías, se fue con otro al que le dio su amor” (abandono);
“dejándome una profunda herida y se burló” (burlar); “vete muñeca, levanta el
vuelo” (alejamiento).
La presencia de la mala mujer es mayoritaria en el cancionero de Los
Chichos, está presente en más de un 30 % de su discografía. Sin embargo,
conocemos muy pocos datos de esta mujer: solo aparece una vez un nombre
(Carmen, “no mereces que te quiera, no te llevarás al niño, yo te quise como
nadie, nunca te los has merecido”). Tampoco tenemos muchas referencias a su
apariencia física, solo algunas generalidades: es bella, bonita y tiene lindo
pelo y linda boca. Podemos concluir con que la mala mujer, más que una persona
concreta, es un símbolo de maldad y perdición para el hombre gitano, un
constructo donde se sustancia todo el imaginario de la mujer que atenta contra
la ley gitana. Estas leyes, de tipo oral y consuetudinario, donde el hombre y
su honra se configuran como eje central, abocan a la mujer gitana a un estatus
dependiente y subsidiario de la figura masculina (marido, padre, hermano). La
buena mujer es dócil, obediente y, sobre todo, buena madre (el mito de la madre
como tótem en la cultura gitana).
La mala mujer concentra todos los rasgos de la personalidad de quien rompe
las leyes gitanas: engaña y abandona a su pareja sin motivo o por cuestiones
económicas. Es orgullosa, falsa, con el alma negra. Puede desarrollar comportamientos
de extrema crueldad contra su pareja e incluso contra sus hijos. Su perversidad
rompe las familias, es decir, atenta contra la columna vertebral de la cultura
gitana.
Al final, como en todos los relatos moralizantes y ejemplarizantes, la mala
mujer obtiene la “recompensa” por sus acciones. Se quedará sola, penando sin
amor y sin familia, y, en último caso, hasta sufrir la violencia y la muerte.
Estas son las consecuencias por haber atentado contra
“las murallas de
unión y respeto. La ley gitana castiga sin consuelo”.
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Sevilla: Arcibel Editores.
Tabla A1.
Canciones en las que aparece la “mala
mujer”
Número |
Título |
LP |
Año |
1 |
Te vas, me dejas |
Ni más, ni menos |
1974 |
2 |
La cachimba |
Ni más, ni menos |
1974 |
3 |
Un hombre |
Ni más, ni menos |
1974 |
4 |
Ni más, ni menos |
Ni más, ni menos |
1974 |
5 |
Soberana |
Ni más, ni menos |
1974 |
6 |
No me convencerás |
Ni más, ni menos |
1974 |
7 |
Si tanto me querías |
Ni más, ni menos |
1974 |
8 |
Quiero ser libre |
Ni más, ni menos |
1974 |
9 |
Esto sí que
tiene guasa |
Esto sí que
tiene guasa |
1975 |
10 |
No juegues
con mi amor |
Esto sí que
tiene guasa |
1975 |
11 |
Dime Carmen |
Esto sí que
tiene guasa |
1975 |
12 |
Dime lo que
me has “dao” |
Esto sí que
tiene guasa |
1975 |
13 |
El amor y la
salud |
Esto sí que
tiene guasa |
1975 |
14 |
No sé por qué |
No sé por qué |
1976 |
15 |
Tienes que
aprender de mí |
No sé por qué |
1976 |
16 |
Mañana |
No sé por qué |
1976 |
17 |
Ella te abandonará |
No sé por qué |
1976 |
18 |
Aunque te sobren amores |
No sé por qué |
1976 |
19 |
No me querías |
Son ilusiones |
1977 |
20 |
Cada uno por
su lado |
Son ilusiones |
1977 |
21 |
Recuerdo tan feliz |
Son ilusiones |
1977 |
22 |
Eres falsa y embustera |
Son ilusiones |
1977 |
23 |
Mala ruina tengas |
Hoy igual que ayer |
1978 |
24 |
No quiero volver |
Hoy igual que ayer |
1978 |
25 |
Calla chiquitín |
Hoy igual que ayer |
1978 |
26 |
Ya lo sabía |
Hoy igual que ayer |
1978 |
27 |
Quiero volar de nuevo |
Hoy igual que ayer |
1978 |
28 |
Se fue mi amor |
Hoy igual que ayer |
1978 |
29 |
Vuelve junto a mí |
Amor y ruleta |
1979 |
30 |
Quisiera saber |
Amor y ruleta |
1979 |
31 |
Pobrecitos de mis niños |
Amor de compra y
venta |
1980 |
32 |
Mami |
Amor de compra y
venta |
1980 |
33 |
Odio |
Amor de compra y
venta |
1980 |
34 |
Libertad |
Amor de compra y
venta |
1980 |
35 |
Mujer cruel |
Bailarás con alegría |
1981 |
36 |
Otro camino |
Bailarás con alegría |
1981 |
37 |
Mi amante |
Ni tú, ni yo |
1982 |
38 |
Para vivir feliz |
Déjame solo |
1983 |
39 |
Déjame solo |
Déjame solo |
1983 |
40 |
Perversa |
Déjame solo |
1983 |
41 |
Has tenido mil amores |
Adelante |
1984 |
42 |
Señor ayúdame |
El Vaquilla |
1985 |
43 |
Lucharé |
Porque nos queremos |
1987 |
1
Juan Antonio
Jiménez Muñoz “Jeros” se suicidó el 22 de octubre de 1995, a los 44 años de
edad. Sus problemas con las drogas, junto con episodios de depresión causados
por el fracaso de su carrera en solitario, lo condujeron a tan dramático final.
2
Estas ventas
corresponden a formato LP, registrados en puntos convencionales, como grandes
almacenes y tiendas de discos. Sin embargo, Los Chichos y todas las formaciones
similares de la época vendían grandes cantidades en formato casete en puntos de
venta no registrados oficialmente, como gasolineras, bares de carretera y
mercadillos, por lo que es prácticamente imposible cifrar las ventas reales. Su
compañía discográfica, Universal, menciona la cifra de “más de 20 millones de
copias”.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41228
Matías
Moscardi
Universidad
Nacional de Mar del Plata, Argentina. moscardimatias@gmail.com. ORCID: 0000-0002-0355-942X
Recibido
23/05/2022 Aceptado 17/10/2022
En el
presente artículo, propongo un recorrido a partir de cuatro escenas en las que
se articulan distintas relaciones entre escucha y afectividad: el odio, el
amor, la política y la alteridad. Cada apartado pone en foco distintos libros
de la última década: Odio a la poesía
objetivista, de Francisco Garamona; Vos
ahora voz, de Franco Rivero; Sequía
y Una bomba nos está matando a todos,
de Gabriel Reches; y Martes dedo, de
Alfonsina Brión. Mi objetivo es analizar el funcionamiento solidario entre
escucha y afectividad a través de los efectos formales y compositivos sobre los
textos. Como hipótesis, parto de la idea de que la escucha marca en los poemas
una forma de relación con el otro. Metodológicamente, retomo los trabajos de
Florencia Garramuño y Luciana di Leone sobre poesía y afectividad. A su vez, me
remito a las teorías de la escucha esbozadas por Jean-Luc Nancy y Peter Szendy.
A modo de aporte al campo específico de la crítica de poesía argentina, si bien
el artículo propone un recorrido por libros puntuales, la problemática
planteada podría pensarse de manera transversal como una línea de composición
posible para la poesía del presente.
Palabras clave: poesía
argentina contemporánea; afectividad; escucha; voz; alteridad
Listening and affectivity in recent Argentine poetry
In this paper, I
present an itinerary based on four scenes that explore different relationships
between listening and affectivity: hate, love, politics, and otherness. Each
section focuses on various books of contemporary Argentine poetry from the past
decade: Odio a la poesía objetivista,
by Francisco Garamona; Vos ahora voz,
by Franco Rivero; Sequía and Una bomba nos está matando a todos, by
Gabriel Reches; and Martes dedo, by
Alfonsina Brión. My objective is to how listening and affectivity interact in a
mutually supportive manner, examining the formal and compositional effects in
these texts. As a working hypothesis, I propose that listening establishes a
form of connection with the other within the poems. Methodologically, I draw on
the studies of Florencia Garramuño and Luciana di Leone on poetry and
affectivity. Additionally, I refer to the theories on listening,
primarily from Jean-Luc Nancy and Peter Szendy. This article contributes to the
field of Argentine poetry criticism by presenting an itinerary through specific
books, while also suggesting that the issue raised can be considered
transversally as a potential compositional approach in contemporary poetry.
Keywords: contemporary Argentine poetry; affectivity; listening; voice; otherness
Odio la poesía objetivista: así se llama el libro que Francisco
Garamona publica, en 2016, por la editorial rosarina Iván Rosado. Resulta
prácticamente imposible no empezar a leer en busca de las razones de ese odio
declarado. En paralelo, existe otra expectativa: la de ir al encuentro de un
texto virulento, polémico, en contra del objetivismo. Todos los elementos
paratextuales están dispuestos para reforzar ese efecto. La tapa es una obra
del artista plástico Mondongo, que emula una naturaleza muerta con pescados.
Para un lector familiarizado con el objetivismo, la imagen podría evocar el
poema de Daniel García Helder “Sobre la corrupción”, que termina con el “hedor
de los pescados exangües/ pudriéndose al sol sobre los mostradores/ de venta,
en la costa” (García Helder, 1990, p. 43). El epígrafe está tomado del libro La música antes, de Martín Prieto:
“No te olvides de
la música./ Pero no te olvides tampoco que la música cambia” (Prieto, en
Garamona, 2016, p. 7). Y, sin embargo, a medida que el libro avanza, ese odio
parecería no tener lugar, no estar expresado en ninguna parte. Esto señala
Cristian Molina en una de las dos únicas reseñas:
El énfasis
en las ‘cosas simples’ es lo que aún une, a pesar del odio aparente, en un
verdadero gesto de amor la poesía del presente con el objetivismo, para el cual
la simplicidad de un objeto era el motivo de distanciamiento de la oscuridad
lingüística de otras poéticas, al tiempo que el motivo de su escritura. (2017).
En este
aspecto, la lectura de Juan Laxagueborde coincide con la de Molina:
Si
[Garamona] tituló su libro Odio la poesía
objetivista es un poco para radicarse en el homenaje activo a los propios
objetivistas … El objetivismo es una tradición extensa en la poesía argentina y
aún se está reescribiendo —como en Garamona, que tiene de objetivista el
desparpajo de decir sin más las cosas, y de subjetivista la pasión por reírse
de ellas—. Entonces el odio es, en Francisco, risa. Es tomar todas sus lecturas
de escuela objetivista —Cantón, Gianuzzi, Bignozzi, Helder, Prieto, Cucurto…—
para pasar del entendimiento a la comicidad. (2016).
Aunque estoy de acuerdo con las lecturas de Molina y Laxagueborde, hay algo
de ese odio que queda desligado en ellas, sin objeto: al traducirlo como amor o
humor, su potencia es explicada y anulada. En lugar de clausurar el odio del
título quisiera pensar su funcionamiento silencioso. En Las vueltas del odio. Gestos, escrituras, políticas, Gabriel Giorgi
sostiene que “el odio es una disputa por lo decible, por los pactos de dicción
que definen la posibilidad de la vida democrática —los lugares de enunciación,
de interpelación, de lectura—” (2020, p. 20). Lo que Giorgi denomina
“escrituras performáticas del odio” (2020, p. 21) implica “una redistribución
de voces, objetos, tonos y sentidos” (p. 34). La cuestión, en definitiva, es “qué le hace el odio a la escritura, qué
potencias activa en ella, cómo transforma sus circuitos, sus escribas y
lectorxs, sus interpelaciones y puntos ciegos” (pp. 35-36).
Bajo estas premisas, el odio vuelve ostensibles dos desplazamientos
centrales. Para empezar, la visión
del objetivismo es suplantada por la pasión.
Una vez que pasamos por el epígrafe de Prieto sobre la música y sus cambios, el
odio se transforma en oído. Si bien no se trata de un
palíndromo, “oído” aparece en la palabra “odio” cuando es leída en sentido
inverso, de atrás hacia adelante. Quizás así también haya que leer el libro de
Garamona. En efecto, el arco se cierra y recomienza cuando llegamos a la “Nota
del autor” incluida al final:
Todos los
poemas que integran Odio a la poesía
objetivista fueron dictados personalmente o por teléfono a las siguientes
personas: Fernanda Laguna, Javier Barilaro, Nicolás Moguilevsky, Tálata
Rodríguez, Javier Fernández Paupy, Guillermo Iuso y Fabio Kacero. Agradezco a
todos ellos su amistad y colaboración. El proyecto surgió de la idea de hacer
poemas sin inspiración alguna, dejándome llevar por la corriente propia que
generaban las palabras. Fue una especie de experimento que hice con mis amigos
desde octubre de 2015 a febrero de 2016, guiándome bajo la premisa de que la poesía
debe ser un acto experimental y colectivo. (2016, p. 73).
Hay una pronunciación del odio:
se dice en voz alta, pero no se escribe. La escritura es el otro, el que
escucha. Aunque Garamona solo declara una parte del circuito compositivo en el
cual la voz se pronuncia como dictado y los otros escuchan el poema. Ahora
bien, todo dictum comporta una
transcripción que, en este caso, queda relegada a los amigos. De completar
imaginariamente el círculo del cual esta nota esboza solo su mitad, se supone
que los que escuchan transcriben fielmente
el poema y reenvían el texto al autor. En este movimiento, la autoría misma
aparece interrogada: porque el poeta no es el que escribe, sino el que dicta,
el que se hace escuchar. La voz y la escucha componen el arco del proceso
poético que desemboca en la escritura solo como instancia final, como decantación.
Sin esa intervención del otro como oyente no habría odio posible: sin oído no
hay odio. Si el objetivismo es oculocentrista1, entonces ese odio
viene a reivindicar el oído como centro del poema: del poema como puesta en
foco de cierto espectro visual, al poema como deriva improvisada de la voz. La
escritura ocupa un lugar meramente instrumental en los procesos que describe
Garamona. Por eso, el odio deberá pensarse como una metodología, como un modo
de hacer. Escuchemos:
Deploré siempre
por ser padre a los escritores que en sus libros mataban a un niño
(igual hay grandes
excepciones) me parecía cobarde, sensiblero, incluso cursi, además de ser una
imagen chota. La muerte de un niño siempre es la muerte de un niño. Pero no sé
por qué hablo de esto... La primera vez que fui padre sentía terror de que algo
así le pasara al fruto de mi descendencia.
Pero pensaba: si
yo estoy vivo y también todos mis amigos ¿por qué no van a estar vivos los hijos que yo engendré?
Estoy cansado, la
inspiración es un mito que se inventaron los vagos. El herrero del cementerio
hace cruces de siete de la mañana
a cinco de la
tarde, quisiera comprarle una para clavarla en el aire.
— Dame un pucho,
querida amiga...
Odio la poesía
objetivista. Porque siempre pinta una escena que está predeterminada,
para eso están los
pintores hiperrealistas que además, si tienen suerte, pueden vivir de su obra.
Yo en vez de
vivir escribí que vivía.
(Lo dije en otro
libro igual.) Aunque me divertí bastante, cogí, fumé, viajé además conocí a
mucha gente interesante y también me drogué un poco.
¿Un lápiz que no
dibuja sigue siendo igual un lápiz?
La belleza es
relativa …
Chau amigos, nos
vemos en la próxima. Y a vos te digo: estás solo muchacho, la demanda es
infinita. (2016, pp. 65-67).
¿Qué sucede en el poema? ¿Dónde aparece enmarcado el odio? O, mejor dicho:
¿cuándo aparece, antes de qué? No se trata de un poema conversacional. Parece
más bien una deriva de tintes psicoanalíticos, propia de la asociación libre:
¿cómo pasar de las reflexiones de un padre sobre la muerte de un hijo a la
poesía objetivista si no es por medio de un salto abrupto? Ese movimiento está
justificado por la idea de parricidio que hilvana de manera latente el poema. A
su vez, las reflexiones sobre la muerte decantan en una especie de “repaso” de
la vida y en una despedida final. No estoy diciendo que el poema no tenga algo
de premeditado: digo que asume la forma de la improvisación, de un decir en voz
alta. Deriva, salto y desajuste son la marca general del libro: abandonar la
escena, el marco, el foco. Ahí está puesto el odio como oído: en el
funcionamiento del poema como dispositivo vocal-auditivo que solo en una
segunda instancia — ni siquiera contemplada ni mencionada en la nota final—
deviene escritura.
En definitiva, el odio tiene sus razones: por medio del conector causal, se
despeja su motivación. Y ese principio es exclusivamente procedimental: se
circunscribe a un modo específico de escribir poesía basado en el armado de una
escena y construido en la relación “predeterminada” entre lo visible y lo
decible como coordenadas compositivas privilegiadas del poema. Se trata,
podríamos decir, de un odio técnico:
es esa predeterminación como punto de partida lo que aparece como odiado, una
forma de organización sensible del poema. Por su parte, el libro propone la
suya: los poemas fueron dictados, de manera improvisada, siguiendo “la
corriente propia que generaban las palabras”. Ese carácter espontáneo del poema
contrasta a su vez con el fuerte grado de previsión, calibración y ajuste de
los poemas objetivistas, muchas veces programáticos. Por otro lado, es
ostensible que el ojo y la mirada ya no son los centros gravitatorios del
poema. La reconfiguración sensible se da, en el libro de Garamona,
principalmente a través del oído. Pasamos del territorio visual como punto de
partida del poema al territorio sonoro, con todo lo que esto implica: impacto
en la materialidad del poema, en su organización, en su lógica sensible.
En el libro Poesía y elecciones
afectivas. Edición y escritura en la poesía contemporánea, Luciana di Leone
sostiene que los afectos ocupan un lugar preponderante en la poesía de las
últimas décadas. De acuerdo con di Leone:
Se
entenderá la noción de afecto en su doble referencia: como afecto y como
sentimiento, para referirse e insistir en su dinámica relacional, por la cual
los sujetos y discursos involucrados son vulnerados, desfigurados y
reconfigurados por esta fuerza que varía continuamente. Por tanto, nos
encontramos dentro de un paradigma en el que la idea de afecto se aleja de cualquier
asociación con la expresión de una interioridad inalcanzable, que marcará la
definición romántica y erudita de la lírica. Por el contrario, el afecto se
produce como resultado de una relación en la que el límite entre el interior y
el exterior ya no es determinable. Consecuencia de efectos del paso de un
cuerpo –que bien puede ser una voz, un texto, un fantasma– sobre otro, de una
mutua modificación, no la expresión unidireccional de un sentimiento más o
menos puro. (2014, pp. 31-32). [Mi traducción].
Para di Leone, la condición de posibilidad del afecto es su potencia de
problematización. En este sentido quise desplegar el odio que aparece en el
libro de Garamona, no como la expresión de una interioridad, sino como un
afecto que permite interrogar los modos de escribir poesía en el presente.
Escuchar desde el odio era abrir el poema a otra metodología para así
deconstruir el oculocentrismo objetivista. Desde el odio se escuchaba el motor
del poema: el oído del odio implicaba inconformismo técnico, la impugnación de
un hacer determinado y la sustitución por otro tipo de organización
sensible.
Ahora bien, en vos ahora voz, de
Franco Rivero, pasamos de los oídos del odio a la escucha amorosa. ¿Qué
permitiría escuchar el amor y cuál es su diferencia con la escucha del odio?
Como veremos, el amor implicará una crisis de la relación misma entre escucha y
afectividad. Precisamente, será por medio de la relación amorosa, de la
retención del conflicto, que la imposibilidad de escuchar coincidirá con la
desafección. Dicho de otro modo, sin afecto, parecería no haber escucha sino
puro aturdimiento:
un plato
cae
una palabra
también
y se rompe
ruido seco
a herida
entre nosotros
aturde
(2018, p. 17)
En el libro de Rivero, el amor aparece como la imposibilidad de escuchar,
un tipo de escucha atrofiada. La voz de la persona amada, que en el título del
libro se anuncia como efecto de una transformación pronominal, es más bien un
fantasma cuya presencia señala el agujero de una ausencia infranqueable. Si el
odio era pura destinación, ese desplazamiento/mutación del vos hacia la voz habla de
lo contrario: la clausura del vocativo, su transformación en una voz espectral,
resonante, a la cual es inútil dirigirse porque ya no responde. La escucha
amorosa se torna así una escucha cuasi-refleja, una escucha que se repliega
sobre sí misma. Antes que escuchar, escucharse:
te gusta
decirme
las cosas
como enseñándome
nunca aprendo
me arrincono
no confundas
posición fetal con tenés razón
ves estos ojos no
son los mismos
ven
voy a cerrar la
puerta voy a limpiarme de tu voz
me empecé a
escuchar
estoy hablando
(p. 15)
Roland Barthes habla de la escucha amorosa en estos términos: “Tal es el
sentido de lo que se llama eufemísticamente el diálogo: no escucharse el uno al
otro sino servirse en común de un principio igualitario de repartición de los
bienes de palabra” (2002, p. 113). En Rivero, la escucha amorosa viene a
señalar, como imposibilidad, ese “principio igualitario” de la palabra: “me
hablás de pie/ te escucho/ sentado” (p. 14). Por el contrario, lo que deja
constantemente como saldo el aturdimiento, la saturación del oído, es una
disimetría elocutiva como signo del amor no correspondido. Hay que entender
esto literalmente como una voz que solo puede hacerse oír, pero ante la cual no
se puede hablar. La voz del amor que aparece en el libro de Rivero es una voz
sorda, una voz sin oídos, la voz del grito:
no sirve hablar
te escucho
gritar e intento hablar
pero tengo
los oídos llenos de tu voz
y me salen las
palabras que querés no las que quisiera decir es que gritás guiando como quien
da instrucciones y solo puedo responder
lo que no quiero
este amor
es una trampa de palabras
nadie sale vivo
de eso
(p. 18)
El conflicto amoroso problematiza la posibilidad misma de la escucha
desconectada del afecto: las palabras son trampas, hablar no sirve, los oídos
están solapados con una voz que es puro grito, una voz casi animalizada,
refractaria al significado, una voz ruidosa, que no contribuye a producir
sentido. En definitiva, una voz que no puede escribirse: en ningún momento
sabemos nada de lo que esa voz efectivamente dice, porque lo que llega al poema son sus efectos ensordecedores,
su carácter inhibitorio de la audición, su interferencia. La voz del otro no es
una “voz articulada”: los poemas de Rivero nos ponen frente a la crudeza de una
voz, a su espinosa aspereza. Asimismo, el ruido de la voz amorosa modifica la
ecualización elemental del amor. El silencio habla, las palabras son mudas como
cascotes con oídos:
tirás palabras
como
piedras
soy el blanco
hago eco
del golpe
siento esas
palabras repicando dentro aunque
no las tires más
aunque me ames
oigo las
palabras que callé porque igual están
ahí
escuchan
(p. 13)
Dicho de otro modo: la escucha amorosa exige un replanteo acerca del
reparto de esos bienes elocutivos a los que se refería Barthes. En efecto,
Barthes piensa al enamorado como un “oyente monstruoso, reducido a un inmenso
órgano auditivo —como si la escucha misma entrara en estado de enunciación—: en
mí, es la oreja la que habla” (2002, p. 216). Se trata del fenómeno de
resonancia: una palabra resuena dolorosamente en la consciencia del sujeto,
dice Barthes. Por eso, en el libro de Rivero oír —de manera excepcional, cuando
se puede— siempre es un acto de recuperación de lo no-dicho: no se oye lo
articulado por las palabras sino lo acallado por ellas, lo que no llegó a
pronunciarse. El silencio adquiere así su densidad táctil: “A veces escucho una
voz/ hago tanto silencio que el aire/ parece una mano/ la siento en el hombro”
(Rivero, 2018, p. 54). Este parecería ser el último resquicio de la escucha,
una escucha refugiada en sí misma, casi solipsista, replegada, que solo parece
posible en esa relación consigo, con su propio adentro, pero que recusa toda
posibilidad de contacto con el otro y por eso también “monstruosa”:
hice un
adentro en mí
el amor
era un afuera y hablaba
callé y
callar no fue
hacer silencio
te limpié a
palabras
que no oías
te dejé a
silencios
(p. 39)
La escucha amorosa es, en su reverso, la clausura misma de la escucha como
afectividad. Una escucha desafectada sería, por lo tanto, aquella escucha
desligada del otro, un oído que solo puede hablar, desconectada de toda
alteridad, y aun así determinada fantasmáticamente por los restos de una voz
que no contiene ninguna palabra, ningún significante, una voz que es puro
impacto sobre el cuerpo:
medís el impacto
que tus palabras habrán hecho
en mí
un suspiro
tres segundos
y hablás
de nuevo
cómo será tu amor
por mí si calculás
hasta eso
(p. 12)
En el libro de Rivero el amor es lo contrario del afecto: un amor que mide
el tiempo, calcula las pausas, como una especie de aritmética del daño, una voz
sin palabras, inaudible en sus sentidos, cuya recepción solo es posible como
piedra, grito, ruido o golpe, al punto de estar sustraída por completo de toda
humanidad. Aunque al final, el derecho inexpugnable de la voz, su destino
último y su redención, sea el canto: “eso sí/ no me pidan que no cante/ aunque
mi voz sea horrible” (p. 47).
Byung-Chun Han sostiene que “la escucha tiene una dimensión política. Es
una acción, una participación activa en la existencia de otros” (2017, p. 49).
Pero ¿qué significa escuchar políticamente?
¿La escucha política es una escucha amorosa o una escucha del odio? ¿Es sorda o
plena? ¿Involucra al otro o lo excluye? Podríamos releer la definición de
“reparto de lo sensible”, de Jacques Rancière, en clave de escucha:
Es una
delimitación de tiempos y espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra
y el ruido, de lo que define a la vez el lugar y el dilema de la política como
forma de experiencia. La política se refiere a lo que se ve y a lo que se puede
decir, a quién tiene competencia para ver y calidad para decir. (2014, p. 20).
Mladen Dolar coincide
con Rancière cuando afirma que
la
institución misma de lo político depende de una cierta división, una división
en el interior de la voz, su partición. Porque para entender lo político
tenemos que discernir entre la mera voz por un lado y el habla, la voz
inteligible por el otro. (2007, pp. 129-130).
En este sentido, y para empezar, podríamos decir que la escucha política
sería aquella que permite distinguir la palabra del ruido: una escucha
selectiva que participa activamente de ese reparto.
En 2019, Gabriel Reches publicó dos libros en cuya portada no se anuncia
como autor de los poemas, sino como “médium poético”. El autor de Sequía que figura en la tapa es, por el
contrario, Mauricio Macri; mientras que la autora de Una bomba nos está matando a todos es María Eugenia Vidal. Las dos
ediciones se encuentran antecedidas por el mismo prólogo de Reches:
Hace unos
meses, sin proponérmelo, detecté que el presidente Mauricio Macri y la
gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal utilizan sus discursos públicos para
elevar nuestra experiencia perceptiva a través del tráfico encriptado de
poemas. Sus medidas políticas y económicas, sus dislates y declaraciones, no
persiguen otra misión que la de conectarnos con lo inconcebible.
Como lxs viejos cabalistxs, desde entonces, a espaldas de mi familia,
dedico parte de mi tiempo a descifrar la verdad poética que late bajo el
aparente vacío conceptual de sus discursos. Entrecierro los ojos frente a la
prosa retórica que obtengo de las páginas oficiales y encuentro aquello que
parecía oculto pero, a la vista de todxs, esperaba ser recuperado. La poesía.
Por respeto a las
escrituras de Macri y Vidal, el procedimiento utilizado para la captura de
sentido, es únicamente de extracción. El texto poético aparece por mera supresión
de palabras, sin que agregue una sola letra ni altere el orden de lo escrito en
sus discursos originales.
Hoy estoy en condiciones de presentar los poemarios Sequía, de Mauricio
Macri; y Una Bomba Nos Está Matando a Todos, de María Eugenia Vidal. Habrá
quienes interpreten la publicación como un intento de legitimar a aquellos
gobernantes que, con sus medidas, empujan a la industria editorial hacia la
quiebra.
Con prístina humildad les digo: no soy quien para ocultar, aquello que el
azar me reveló. (2019a, 2019b, p. 5).
Tal y como la entiende Reches, la escucha política procede por extracción y
supresión, fundidas en una misma y única operatoria. A su vez, se define a sí
misma como la escucha de una “verdad poética” subyacente. En otras palabras, la
escucha política no sería, de acuerdo con estos parámetros, la escucha de la política, sino la escucha de la poesía en la política. La marca de la postura política del mismo Reches
queda más que clara cuando se refiere al “vacío conceptual” de los discursos
macristas y a sus “dislates”.
¿Qué significa, entonces, presentarse como “médium poético” o concebir la
escucha política en estos términos? En su libro Resonancia siniestra. El oyente como médium, David Toop habla de
las cualidades espectrales del sonido: “en todo escrito hay voces que moran”,
dice Toop (2016, p. 12). Toda escucha guarda un halo fantasmático que le es
propio:
El oído se
pone en sintonía con señales distantes, escucha a escondidas a los fantasmas y
su parloteo. Sin ser capaz de escribir una historia sólida, el que escucha
accede al desfasaje del tiempo … el sonido es una resonancia siniestra — una relación con lo racional y lo inexplicable que
deseamos y tememos al mismo tiempo—.
(2016, pp. 11-12).
Y agrega:
Espero
mostrar que el sonido —y por sonido entiendo el continuo total del espectro de
lo audible y lo inaudible, incluyendo el silencio, el ruido, el sonido
implícito e imaginado— puede ser identificado como un subtexto, algo oculto por
la incertidumbre de la historia en el interior de los medios silenciosos. (.
18).
Toop parte de la premisa de que todo sonido tiene algo de acusmático, una voz sin cuerpo visible
cuya procedencia o fuente no podemos determinar. “Y es por eso que se hace
imposible distinguir del todo lo que se escucha y lo que se alucina” (p. 20).
En este contexto, un “médium poético” no sería simplemente el que descifra un
mensaje encriptado a modo de subtexto: es también aquel que pone el cuerpo en
(el) lugar del fantasma, el que ejerce una escucha alucinada, a medio camino
entre lo real y lo imaginario. Un “médium poético” escucha el inexplicable
parloteo de los fantasmas, su desfasaje. Y, sobre todo: vuelve audible lo
inaudible, transforma el ruido en palabras. En el libro Médiums y fantasmas, Robert Tocquet define al médium de esta
manera:
En la
doctrina y en el lenguaje de los espiritistas, el médium es una persona dotada
de poderes paranormales que le permiten comunicarse con el más allá, o sea,
recibir los mensajes de los espíritus … Los médiums suelen dividirse en dos grandes
categorías: los de efectos intelectuales y los de efectos físicos o materiales.
Los primeros poseen, en un alto grado, el don de la videncia, es decir, la
posibilidad de llegar a conocer, de un modo no sensorial, ya pensamientos
normalmente inaccesibles al espíritu, ya cosas sensibles, ya acontecimientos
futuros. (1974, p. 261).
Dice Robert
Tocquet:
Cuando se
experimenta con un médium extraordinario … se produce con gran frecuencia
ruidos insólitos, que han recibido el nombre de raps. Rap es una palabra inglesa que significa ‘golpe’ o ‘choque’.
Presentan una gran variedad y van desde el más ligero crujido, hasta el ruido
que produce un yunque al ser golpeado por un martillo. Sin embargo, el tipo
ordinario de rap es un golpe seco, que recuerda el sonido que da la producción
de una chispa eléctrica. (p. 47).
La idea del rap es adecuada al
tipo de operatoria de Reches en tanto “médium poético”: son los pequeños golpes
secos del discurso los que el poema capta, los choques entre enunciados, las
chispas que producen al sacarlos de contexto y reubicarlos en el poema, los
“ruidos” fantasmales del discurso político transformados en mensajes
inteligibles. Pero el “médium poético”, en el caso de Reches, no se comunica
con los muertos si no con los vivos. Sin embargo, al presentarse como “médium
poético” y no como autor, se asume que el muerto es el discurso político mismo,
en su declarado “vacío conceptual”. Si el médium es aquel que pone
circunstancialmente el cuerpo para que los muertos hablen, acá el cuerpo es el
poema, entendido como dispositivo de escucha política, instalada en el lugar de
un vacío. Pero ¿no sería el médium, en definitiva, aquel que es hablado por un
espíritu? Acá, en cambio, esas relaciones están invertidas: el “médium poético”
parece, al revés, un fantasma alojado en el cuerpo de un discurso vacío. En
este sentido, la escucha política no sería ni traducción ni impugnación de lo
dicho sino pura expropiación, posesión diabólica: un acto de ventriloquismo del
discurso del otro.
¿No decía Zelarayán que no existen los poetas sino “los hablados por la
poesía” (2009, p. 71)? Por eso, en el diagrama
de Reches, Macri o Vidal son, justamente, poetas: ellos son los hablados por la
poesía. Reches no se presenta como un médium, porque ser médium sería ser
poeta, ser hablado por la poesía. Si Reches se presenta como “médium poético”
es porque ocupa él mismo el lugar del fantasma: un médium y un “médium poético”
son cosas completamente distintas. El médium cede su cuerpo para que los
fantasmas hablen. El “médium poético” es un fantasma en sí mismo, alojado en el
cuerpo discursivo del otro. La escucha política es, entonces, necesariamente,
una escucha parlante, una escucha que tacha, sustrae, extrae y dispone en el
espacio del poema lo dicho literalmente, pero editado. “¿Es posible hacer escuchar una escucha?” se pregunta
Peter Szendy en su libro Escucha. Una
historia del oído melómano (2003, p. 22). Szendy sostiene que las escuchas
quedan escritas en algún lado: la escucha es un modo de apropiación tonal que
se ejerce sobre la materia sonora. Convoca, por definición, a un otro que es
escuchado. “No escuchamos como un solo
cuerpo: somos dos y (en
consecuencia) siempre uno más” (p. 172). La escucha, por lo tanto, triangula
una instancia adicional, complementaria:
hacerse oír.
En la escucha política no es el otro el
que escucha, como sucedía en la escucha del odio.
Tampoco es
una escucha desafectada, aturdida, que solo detecta ruido. El “médium poético”
es aquel que recibe la voz del otro. Pero no se trata de un receptor pasivo,
sino de aquel que, contra el trasfondo ruidoso de esos discursos, aun puede distinguir
palabras, captarlas súbitamente en el devenir de la interferencia. Y si bien la
operatoria de Reches es netamente textual —trabaja sobre transcripciones
publicadas en sitios oficiales— no hay que perder de vista que el discurso
político, como género, tiene que ver principalmente con la voz y con la escucha
(ver Dolar, 2007). En el caso de Garamona, el otro era el oyente que escuchaba
fielmente el odio, transcribía procurando respetar el dictando y, por último,
devolvía al autor su voz transformada en texto. En Rivero, la voz del otro era
inaudible como palabra: aparecía, por el contrario, como ruido, como
interferencia. En Reches, quien escucha el discurso es el “médium poético”, que
se mueve entre el ruido y la palabra. Escucha, pero no para respetar un dictum. Tampoco se trata exactamente de
lo contrario, porque el prólogo enfatiza que los poemas no solo están hechos de
las palabras de Macri y Vidal, sino que se ha respetado su orden. El trastrocamiento se da por supresión, por los parpadeos
del oído2. A su vez, el método de Reches remite a géneros asociados
con lo que Kenneth Goldsmith llama “escritura no-creativa”: el “blackout poem”,
la “erasure poetry” y la “found poetry”, todas formas de trabajo con la edición
por extracción, tachadura o borradura de textos previos. Escribe Goldsmith: “La
reproducción no-intervencionista de textos permite abordar temas políticos de
una manera más clara y profunda de lo que sería posible con una crítica
convencional … La respuesta de la escritura no-creativa sería replicar y
recontextualizar, sin alteración alguna” (2015, p. 131). Y agrega:
En su
empleo autorreflexivo del lenguaje del que se apropia, la escritura nocreativa
recibe la política inherente y heredada de las palabras prestadas: no es
trabajo de los escritores conceptuales dictar el significado moral o político
de las palabras de los demás. Sin embargo, el método o la máquina que crea el
poema plantea una agenda política pone en tela de juicio temas morales y
políticos. (p. 152).
“Blackout” significa suspensión, pero también apagón, oscurecimiento,
desmayo, bloqueo informativo. Y algo de eso sucede en los poemas: como si, en
medio de un discurso político de Macri o Vidal, el “médium poético” dormitara y
despertara solo en las palabras o frases que levanta al vuelo cada tanto. Por
supuesto, nada está librado al azar: hay una búsqueda deliberada y consciente
en cuanto a esas extracciones. Veamos cómo se extraen algunos versos concretos
del primer poema de Sequía:
I
Un sueño
de inútiles es excitante pero no alegra.
Un techo con
agua.
Que se
multipliquen las fuentes:
(p. 7)
Empecemos con el contexto del primer verso. “Un sueño” está tomado de la
siguiente frase de Macri: “Queridos argentinos: hoy se está cumpliendo un sueño”3. La otra parte del verso
se extrae de acá: “Todo esto reconozco que puede sonar increíble después de
tantos años de enfrentamientos inútiles, pero es
un desafío excitante, es lo que pidieron
millones de argentinos que estaban cansados de la prepotencia y del
enfrentamiento inútil”. Vayamos al verso siguiente:
“Vamos a
trabajar para que todos puedan tener un techo
con agua corriente y cloacas”. Sigue así: “Vamos a cuidar los trabajos que
hoy existen, pero sobre todo a producir una transformación para que se multipliquen las fuentes de trabajo”.
Los dos puntos con los que termina el poema están tomados del pasaje que sigue,
dado que el “médium poético” respeta el orden de aparición de las palabras y
los signos de puntuación: “Iba a hacer especial énfasis en otra intención
básica del periodo que hoy empieza: este gobierno va combatir la
corrupción”. ¿Cómo opera, entonces, el “médium poético”? Un techo con agua
corriente son dos cosas, podríamos decir, que se transforman en una: “Un techo
con agua”. El “médium poético” condensa, comprime la imagen. Pero para hacer
emerger la precariedad: un techo con agua es un techo roto. Lo que el discurso
de Macri introduce como activo, como promesa de abundancia, el “médium poético”
lo convierte en carencia. En el primer verso sucedía algo parecido. “Un sueño
de inútiles es excitante” aparece al tachar la parte “cumplida” de ese sueño,
su activo. Al tachar “enfrentamientos inútiles”, sucede lo mismo: lo que
es inútil para el discurso de Macri es útil para el poema y viceversa. Por eso
todo lo que aparece inscripto como activo es sustraído: el “trabajo” es borrado
de la frase “que se multipliquen las fuentes [de trabajo]”. En un contexto de
techos con agua, las fuentes parecen casi una amenaza o una frivolidad. Lo más
importante, creo, es el detalle final: los dos puntos que dan al blanco de la
página, como suspendidos al borde de un precipicio vacío. Dos puntos que no
exponen nada, que se diluyen en el final del poema.
Las frases que rearman los poemas del “médium poético” parecen responder a
esa perplejidad con la que Alberto Girri escribe: “Sospechoso. También
desconfiaríamos de nuestros argumentos si llegáramos a oírlos en boca de
adversarios” (1972, p. 75). El “médium poético” vuelve el discurso macrista
contra sí mismo. Por eso insisto en que, más que un médium, estamos ante el
diagrama de posesión diabólica discursiva. Leamos, por ejemplo, estos versos:
“Todo lo que alguna vez nos haya confundido/ está en nuestras manos” (2019a, p.
10). Están tomados de acá: “Desafiemos todo lo
que alguna vez nos haya confundido, está en nuestras manos y en la de todos
nosotros superar las situaciones que nos hayan separado”. El “médium poético”
es deliberadamente paródico. Por supresión de una sola palabra, la frase
tropieza con su sentido contrario: en lugar de desafiar la confusión, la confusión pasa a estar en manos del
discurso, es su único activo.
Veamos un poema
de Vidal:
VI
Empezamos a pelear
por primera vez con nadie con un punto muy duro.
Pusimos candados
donde no había nada.
(2019b, p. 14)
Los primeros
tres versos están tomados de acá:
Empezamos a pelear contra la corrupción y la violencia institucional
dentro de la fuerza … Iniciamos la Reforma del Sistema Penitenciario por primera vez en democracia. Un tema con el que nadie
se había animado con un punto de partida muy duro.
Y los versos
finales, de acá: “Saneamos la Cúpula Penitenciaria, pusimos cámaras y candados donde no había nada”4.
En este caso, el “médium poético” cambia directamente lo que el discurso
identifica como enemigo: en lugar de la corrupción aparece “nadie”. Los
“candados donde la nada” adquieren un halo casi espectral en el poema: la
imagen queda reducida al absurdo.
Sin embargo, el saldo final es, como se declara en el prólogo, poético.
Pero ¿qué sería “lo poético” para estos poemas? En definitiva, la poesía vuelve
audible el vacío, la contradicción, el sinsentido, el absurdo del discurso
político. En este punto, escucha política y escucha poética aparecen solapadas:
poesía es un modo, entre otros, de escuchar la política.
Hasta acá, vimos cómo la escucha aparecía modulada en distintos libros como
centro gravitatorio del poema: el odio, el amor, la política, no eran temas de
la poesía, sino formas de la escucha que, a su vez, remitían a una relación
específica con los otros. En su libro Mundos
en común. Ensayos sobre la inespecificidad del arte, Florencia Garramuño
analiza la construcción del sujeto en la poesía actual para hablar de
“post-yoes, esto es, de yoes que se vacían para dejar entrar un exterior”
(2015, p. 95). Garramuño se refiere a percepciones y sentimientos no como parte
de una subjetividad interior, “sino a partir de un afuera que va penetrando en
el sujeto” (p. 96). Por eso, habla también de “sujetos destituidos” y de un
tipo de poesía que “muestra modos de relación con el otro ajenos a toda
ontología de la individualidad” (p. 104). Dicha destitución implica ya no la
ausencia de un sujeto en el poema, sino “cierto ahuecamiento del sujeto que se
convierte así en espacio hospitalario para la poesía” (p. 115). En este
ahuecamiento del sujeto quisiera pensar la escucha tal y como aparece en estas escrituras:
una escucha predispuesta al lazo afectivo, tal y como lo entiende di Leone, en
una trama relacional que modula distintas formas de la alteridad. Quedaba claro
en el caso de la escucha amorosa: cuando se encuentra desafectada, lo único que
recibe es ruido, aturdimiento, grito, la voz deshumanizada del otro, una voz
insignificante, en tanto no comporta sentido alguno, ni siquiera permite
articular palabra; solo es recibida como impacto sonoro sobre el cuerpo. En los
otros casos, en cambio, tanto el odio como la política abrían la dimensión del
otro a partir de distintas relaciones con el lugar de la escucha en el dictado
de la poesía.
Martes dedo, de Alfonsina Brión, comienza con la siguiente
nota:
Algunos
apuntes de los que me llevaron a dedo entre 2011 y 2012 desde la escuela a mi
casa, desde Mayor Buratovich a Bahía Blanca, desde mi pueblo a la ciudad en la
que vivo. Siempre martes. Noventa kilómetros. Distinta gente. (2014, p.
5).
La asignación de pertenencia o autoría de esos apuntes es ambigua. “Algunos
apuntes de los que me llevaron a
dedo” podría leerse al menos de dos formas: como pertenecientes a los otros o
como apuntes “acerca de” los otros. De cualquier manera, el yo queda desplazado
de entrada por la alteridad: escucha y apunte armarán, como veremos, un mismo
dispositivo de desplazamiento.
Chico del
correo futbolero, escucha Pearl Jam.
Casi alzamos a uno de Olimpo Frena, lo mira, lo conoce se hablan en broma — sacate la camiseta y subí
— ni loco, llevame así, entendeme que no me
la puedo sacar — ponete algo arriba, una
campera — ni loco, me entendés, no?
— sí, pero yo no te puedo llevar así, me
entendés?
— te entiendo hermano
— bueno, nos vemos,
abrazo a tu esposa — dale, abrazo.
Dejamos al de
Olimpo en la ruta y seguimos sin culpa, él porque es muy de la Villa yo porque
la camioneta es cabina simple y me ahorré un upa.
(2014, p. 7)
Así como Reches “editaba” los discursos de Macri y de Vidal, acá también la
escucha funciona como edición, aunque en un sentido completamente distinto.
Porque en el libro de Brión la escucha no busca el trastrocamiento, el traspié,
el tropezón. Por medio de la escucha el poema recompone la experiencia de un
vínculo transitorio, que se constituye en el lapso de ese viaje de noventa
kilómetros. La escucha es, en este libro, casi una escucha flotante, un estado
de trance que predispone el oído al ejercicio de apuntalar lo que queda de la
experiencia de esos otros que desfilan por los poemas. En los poemas nunca
aparece el discurso directo, solo en el caso anterior, donde la voz del
personaje retratado se dirige a otro. De lo contrario, el poema sería pura transcripción
de lo dicho. Pero es ostensible que el discurso indirecto busca hacer aparecer
la posición del sujeto bajo el diagrama de aquel ahuecamiento del que habla
Garramuño: un hacerse a un lado que no pasa como clausura o desaparición de la
subjetividad sino como desplazamiento o corrimiento. No es casual que la
escucha tenga un contexto móvil, en auto, en ruta, en viaje: ese movimiento
habla de una operatoria poética. El viaje circunscribe el poema, su instancia
de recolección de materiales. La escucha viene ya con una edición que la
precede, dada por el contexto que obliga a ciertos intercambios, asociados a la
“presentación” mutua:
Beatriz y Fabián.
Padres de chica que vive en Capital con mi hermana. Beatriz habla conmigo
Fabián maneja y
se ríe.
Me duermo en la
entrada a Bahía.
Me han hablado
en ese tramo.
Quedo mal.
Me acercan
a Alem aunque van para Viamonte al 300.
Beatriz de
perfil se parece mucho a Mica.
(p. 16)
No parece haber un movimiento periodístico de archivo, de grabación y
desgrabación. El género declarado en la nota introductoria es el apunte, pero a
la vez no se explicita si esas notas se toman en presente o después. Todo
parece indicar que estamos ante restos auditivos, estelas de una conversación,
lo que queda del viaje y no ante el producto de una toma de notas en acto:
“Me duermo
en la entrada a Bahía./ Me han hablado en ese tramo./ Quedo mal”. Hay algo del
trance en el tono de los poemas: el registro y toma de apuntes exigen la
vigilia, pero la escucha flotante admite la posibilidad del sueño, porque los
poemas parecen, más bien, notas mentales, restos diurnos que quedan dando
vueltas en la cabeza de la pasajera-poeta. A la vez, nadie se duerme en el
medio de un poema, menos si de lo que se trata es de tomar notas: en ese
dormirse a la mitad del poema aparece escenificado el desvanecimiento de la
subjetividad, la caída en la somnolencia, un estado de trance en donde los
otros siguen hablando y eso es, en definitiva, lo que importa, que la voz del
otro emerja en el lugar donde el sujeto se disipa. “Un sujeto que en la
destitución basa la emergencia de la poesía”, dice Garramuño (2015, p. 115). No
hay, por ejemplo, un andamiaje visual fuerte, no hay datos contextuales muy
desarrollados, casi no hay escena: el poema parece más bien perseguir con
presteza el sendero de migajas de una escucha previa. Es la memoria a corto
plazo de esa escucha lo que el poema recompone. Esto tiene que ver con la
velocidad, con una estructura mnemotécnica, con su poder de síntesis: nunca es
exacerbado el perfil de los personajes, no funciona como un registro minucioso,
sino más bien como panorámica, aunque tampoco. El poema es un montaje de
retazos hilvanados, el tejido de una escucha:
Dueño de
lonería.
Mucha plata,
juega golf.
Auto: mismo el
Delorean.
No va a más de
100. Cree que el que va rápido morirá más rápido indefectiblemente. Dice que me
vaya a Uruguay o que Gonzalo venga acá.
Dice que
se me está pasando la edad de tener hijos.
Conoce a mi
padre, dice que es buen tipo.
Gritamos para
hablar porque lleva un vidrio roto.
No le gusta el
mate. Le gusta estar jubilado y los nietos.
Me deja en Don
Bosco demasiado lejos.
Transpiro
caminando, no encuentro parada.
Se me arruga el
guardapolvo para arriba.
Sigo a pie.
No sé a
cuál casa ir, tengo mitad de cosas en la vieja y mitad de otras en Cerrito.
(p. 10)
Hay que notar que los dos comienzos coinciden: “Chico del correo/
futbolero, escucha Pearl Jam.” y “Dueño de lonería./ Mucha plata, juega golf”.
La mayor parte de los poemas comienzan así, componen un personaje en dos versos
con sus coordenadas básicas. Gustos, trabajos, nombres, a veces alguna mínima
marca física: “Yolanda y Nicolás/ Profes de música y educación física.” (p.
12); “Siembra cebolla, se llama Elbio./ Nariz muy extraña.” (p. 13); “Capitán
de pesca que viene de San Antonio Oeste./ Pelo largo y blanco” (p. 14);
“Beatriz y Fabián./ Padres de chica que vive/ en Capital con mi hermana.” (p.
16). Con estos pocos datos, al poema le alcanza para trazar sus coordenadas: el
grado de relación con la pasajera-poeta —si son conocidos o extraños— y sobre todo cuestiones asociadas al
trabajo y a la clase social. Al mismo tiempo, es interesante cómo los otros
componen, en contrapunto especular, un identikit de la pasajera-poeta: “Dice
que me vaya a Uruguay/ o que Gonzalo venga acá./ Dice que se me está pasando la
edad/ de tener hijos./ Conoce a mi padre, dice que es buen tipo”. Con esas
“devoluciones” ya se arma un relato: hay una relación amorosa “a distancia”,
hay una “edad”. Este tipo de construcciones donde el sujeto aparece como efecto
del discurso del otro ocurren en varios poemas:
Pepe o Pepín.
Lo conozco.
Me hace acordar
a mi abuelo.
Vamos muy
despacito y charlando bien.
Me pasa receta
de sopa de vegetales.
Perrito
cabeceador arriba de la guantera.
Me lleva a casa
de favor.
(p. 17)
Mi nombre
es el Rey de la Cumbia Tuvo boliche en los 90.
Trajo cumbieros de
todos lados. Que le ponga azúcar al mate que para amarga es la vida.
Pinta melanco. Que
lo acompañe el sábado a escuchar Karina sin El Polaco que se me va a sanar el
corazón.
La Nueva Luna al
palo.
Sigue para
White.
Me deja en la
entrada de Colón.
Hay protesta en
Petrobrás.
Se escuchan los
bombos.
(p. 18)
El sujeto del poema parece un eco del discurso indirecto: es en los
acentos, en los subrayados de la palabra del otro, donde emerge o irrumpe la
subjetividad como algo derivado de la alteridad. “Me pasa la receta de una sopa
de vegetales”: este verso habla más de la pasajera-poeta que del personaje o,
en todo caso, habla de ambos en un mismo movimiento. Sucede lo mismo acá: “Que
lo acompañe el sábado/ a escuchar Karina sin El Polaco/ que se me va a sanar el
corazón”. Porque el discurso indirecto lleva las marcas de un diálogo, de un
intercambio que el poema escribe por esa vía. En este caso, se recupera la
misma escena de la relación a distancia que aparecía antes: “Dice que me vaya a
Uruguay/ o que Gonzalo venga acá”. Es lo que los otros dicen de la pasajera-poeta
lo que hace que ella se constituya en el poema como efecto retroactivo del
discurso del otro.
Luciana di Leone explicaba cómo las redes afectivas reconfiguran el estado
de la poesía del presente. En este contexto, encuentra un problema que se
repite: las voces que atraviesan la poesía contemporánea ponen en evidencia la
imposibilidad de hablar por sí mismas (ver di Leone, 2014, p. 23). Garramuño
percibe el mismo fenómeno: “El sujeto atravesado por el otro … resulta en
figuras de un sujeto ahuecado que hospitalariamente recibe la afección del
otro” (2015, p. 112). La poesía reencuentra su fortaleza en la propia
vulnerabilidad: en el hecho de autogestionar un espacio que aloje las voces de
los otros. Hasta acá, la afectividad. En el análisis que propuse en este
artículo la escucha viene a acoplarse a la afectividad para constituir un
agenciamiento: escucha y afectividad quedan enlazadas en el poema y operan en
simultáneo. Quise proponer cuatro escenas distintas en donde se puede ver en
concreto cómo la escucha modifica el afecto y, en sentido complementario, cómo
el afecto modifica los modos de escuchar.
En el caso de Garamona, el odio no podía leerse si no era bajo el
interdicto de una alquimia: transformado en amor, en homenaje, o en humor, en
sátira. Sin embargo, al retener el odio como afecto productivo aparecía el oído
como metodología compositiva: el dictado de la poesía. Esto no equivale a
transformar el odio en amistad sino en un procedimiento poético: el odio
permite impugnar una organización del poema basado en la vista y en el ojo y
proponer otra, construida sobre la escucha y las improvisaciones de la voz.
Así, por medio del odio transformado en oído, se delimitaba un quehacer
colectivo como tracción del poema. El odio se constituye en la escucha y en los
otros: el poema se dicta y solo después retorna bajo la forma de la escritura
del otro. El odio/oído hilvana ese circuito: es la escucha la que permite
descargar el poema al texto y devolverlo a quien lo pronunció, a su autor. Pero
esta devolución modifica la condición autoral: la escucha es el soporte
afectivo del texto.
En vos ahora voz, de Franco
Rivero, veíamos un tipo de escucha amorosa desafectada. Esa desafección nos
permitía comprender algo muy importante en la relación entre escucha y afecto.
Sobre todo, porque, al introducir la desafección, los poemas nos ponían ante la
clausura misma de la escucha: como si no hubiera posibilidad de escuchar sin un
lazo afectivo, es decir, sin la trama relacional que abre el afecto a un otro.
La desafección modificaba a su vez los repartos de la voz en la escucha: la
distinción entre ruido y palabra, entre voz humana y voz deshumanizada. La
escucha amorosa se erigía como intento por escuchar lo inaudible, por traducir
en vano el aturdimiento producido por un grito. Y en este punto preciso la
escucha amorosa servía como bisagra para dar el salto a la escucha
política.
En la escucha política, tal y como aparecía en los libros de Macri y Vidal
editados por Gabriel Reches, confluían los oídos del odio y la sordera del
amor: había algo dictado y algo desoído, inaudible. Escuchar políticamente era
habitar el discurso del otro con oído de editor: tachar, sustraer, borrar,
tijeretear las voces políticas opositoras para que aflore en ellas el fantasma
de la poesía. Pero el texto no nos ponía ante un fantasma siniestro sino más
bien chocarrero: el fantasma poético operaba como audífono para escuchar el
dislate, el vacío conceptual de un discurso político.
Por último, Martes dedo, de
Alfonsina Brión, proponía la construcción de la subjetividad por medio de la
escucha, esto es: a partir de la palabra del otro. La escucha armaba un espacio
de recepción especular en donde la pasajera-poeta no solo era oyente de la
palabra del otro, sino que en simultáneo se hacía presente a través de ella.
Escuchar era dar lugar a la alteridad en el poema, construir un espacio hospitalario
hecho de palabras para alojar a la otredad.
En todos los casos, escucha y afectividad se articulan bajo el espectro de
un mismo funcionamiento solidario que tiene efectos formales y compositivos. Si
bien el artículo propone un recorrido por una serie de libros específicos, hay
algo que podría pensarse como marca de época y que surge de los acuerdos,
diálogos y consensos en el corpus de textos teórico-críticos: cada uno a su
manera aborda ya sea distintos aspectos de la afectividad —di Leone y Garramuño
y Giorgi— o la escucha —Nancy, Toop, Szendy y Byung-Chul Han— como formas
relacionales que atraviesan un estado de cosas del presente, tanto en términos
estéticos como filosóficos. La poesía no queda afuera de estas preocupaciones.
Por el contrario, participa de los contemporáneos debates al prestar oídos al
poema.
Barthes, R.
(2002). Fragmentos de un discurso amoroso.
Buenos Aires: Siglo XXI.
Brión, A. (2014).
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di Leone, L. (2014). Poesia e escolhas afetivas. Edição e escrita na poesia contemporânea.
Rio de Janeiro: Rocco.
Dolar, M. (2007). La política de la voz. En Autor, Una voz y nada más (pp.129-151). Manantial: Buenos Aires.
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(2016). Odio la poesía objetivista.
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Buenos Aires: FCE.
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Recuperado de
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Porrúa, A.
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(2014). La escucha y sus párpados. Badebec,
4(7) 143-158.
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(2006). Breve historia de la literatura
argentina. Buenos Aires: Taurus.
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(2014). Natural. Bahía Blanca: Vox.
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(2019a). Sequía. Buenos Aires: Vos
tampoco vas a ser feliz.
Reches, G.
(2019b). Una bomba no está matando a
todos. Buenos Aires: Vos tampoco vas a ser
feliz.
Rivero, F.
(2018). vos ahora voz. Buenos Aires:
Deacá.
Szendy, P. (2003). Escucha. Una
historia del oído melómano. Barcelona: Paidós.
Tocquet, R.
(1974). Médiums y fantasmas.
Barcelona: Plaza&Janes.
Toop, D. (2013). Resonancia siniestra. El oyente como médium. Buenos Aires: Caja negra. Zelarayán, R. (2009). Ahora o nunca. Poesía reunida. Buenos Aires: Argonauta.
1
Me remito a
las definiciones desarrolladas por Ana Porrúa (2011). Martín Prieto lo resume así:
“La entonación coloquialista, el léxico llano, cierta tendencia descriptiva y
un criterio de objetividad en la representación tanto del mundo físico como del
imaginario” (2006, p. 204).
2 Escribe Porrúa: “No existe, entonces, un oído limpio. En la escucha se abre y se cierra un párpado. En la poesía no todo se escucha. Podemos registrar los momentos o las materializaciones del silencio como abandono de ciertos sonidos.” (2014, p. 145).
3
Los discursos de
Macri se encuentran publicados en el sitio oficial
de la
Casa Rosada:
https://www.casarosada.gob.ar/informacion/discursos/35023-palabras-del-presidente-de-la-nacion-mauricio-macriante-la-asamblea-legislativa-en-el-congreso-de-la-nacion
4
Los discursos
de Vidal fueron recuperados de https://www.parlamentario.com/2018/03/01/el-discurso-completode-maria-eugenia-vidal-en-su-tercera-apertura-de-periodo-ordinario/
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41230
Texto
anexo: Discurso de Ángel Guido, (1948). La nueva universidad.
Universidad,
20 (fragmento)
María
Florencia Antequera
Universidad
Nacional de Cuyo - Universidad Nacional de Rosario, Argentina. mfantequera@hotmail.com
https://orcid.org/0000-0003-4945-7872
Recibido:
22/12/2021 – Aceptado 22/11/2022
Algunos
textos olvidados —esto es, poco o
nulamente transitados por la crítica—, discursos proferidos por el arquitecto e
ingeniero Ángel Guido (Rosario, 1896-1960) con motivo de su asunción como
rector de la Universidad Nacional del Litoral (1948-1950) y un ramillete de
materiales provenientes de sus disquisiciones estéticas, históricas y
artísticas, sirven para examinar un interrogante fructífero —por productivo y
recurrente— en su escritura y en su ideal americanista: la búsqueda de la
emancipación. En efecto, al poner en diálogo materiales heteróclitos de su
producción intelectual de fines de la década del cuarenta —textos y algunas
imágenes— entendemos que estas textualidades de diverso registro y calibre bien
pueden echar luz no solo sobre su singular búsqueda de un arte emancipado, sino
que también pueden contribuir a bosquejar sus poco conocidos vínculos con el
peronismo y, de este modo, ampliar aquello que se entiende por obra intelectual
de Guido, auscultar un inexplorado episodio de la vida cultural de la primera
mitad del siglo veinte en Argentina.
Palabras clave: Ángel
Guido; discursos; universidad; peronismo; emancipación
Ángel Guido, Rector of the National University of Litoral (1948-1950): Exploring the Quest for Emancipation in his Overlooked Texts.
From some forgotten texts by the architect and engineer Ángel Guido (Rosario, 18961960), including discourses as rector of the Universidad Nacional del Litoral (1948-1950) and some materials from his aesthetic, historical and artistic disquisitions, we discuss a productive and recurrent question in his writing and in his Americanist ideal: the pursuit of emancipation. Through the juxtaposition of diverse materials from his intellectual production of the late 1940s - texts and some images - we understand that these textualities may illuminate his singular search for an emancipated art and his links with Peronism. Furthermore, this paper sheds light on an unexplored episode in the cultural landscape of Argentina in the first half of the twentieth century, thus expanding our understanding of Guido's intellectual contributions."
Key words: Ángel Guido, discourses, university, Peronism, emancipation
El proceso que concluyó con la designación del arquitecto e ingeniero Ángel
Guido (Rosario, 1896-1960) como rector de la Universidad Nacional del Litoral
fue de una celeridad tan arrolladora que su referente intelectual, el escritor
Ricardo Rojas (San Miguel de Tucumán, 1882 - Buenos Aires, 1957) llegó a
molestarse por no haberse enterado, sino con el hecho consumado. Lo sabemos por
las cartas intercambiadas1 con motivo de ese acontecimiento. Entre
1925 y 1955, Guido y Rojas urdieron un intenso de trocar correspondencia que da
cuenta, en primer término, de una fuerte y sostenida amistad a través de los
años: son ochenta piezas documentales que delinean un vínculo de afecto y
admiración de Guido por Rojas (Antequera, 2019, 2020a, 2020b) y denotan las
preocupaciones intelectuales compartidas. La correspondencia privada contribuye
a expresar asuntos que no pertenecen solo al ámbito estrecho de lo íntimo, lo
que muestra la connivencia de la carta y el universo intelectual de la cultura
(Bouvet, 2006, p. 16; Antequera, 2019). En efecto, esta correspondencia intelectual (Brezzo, 2018) exhibe que ambos
letrados estaban hermanados por un ideario común atravesado por la pregunta por lo americano.
Rojas, como expresa María Rosa Lojo, estaba “en busca de la Historia
perdida” (Lojo, 2011, p. 17): se proponía desarrollar un programa intelectual
integral en torno a la construcción de una tradición sustentada en su idea de
nacionalidad (Pulfer, 2010, p. 18). Era un
nacionalista cívico, laico, pacifista (Cattaruzza, 2007, p. 46) e historicista
de raigambre romántica que volvía sobre el pasado aborigen, colonial y federal
con eje en el ‘espíritu de la tierra’, en un movimiento simultáneo y paralelo
al que estaba realizando la Nueva Escuela Histórica liderada por Emilio
Ravignani, con quien compartió el desarrollo político y el itinerario
intelectual (Pulfer, 2010, p. 22).
Guido, por su parte, conocía muy bien
La restauración nacionalista, publicado en 1909; Rojas ya lo había
seleccionado para su dream team, como reza un pasaje de su Eurindia:
ensayo de estética sobre las culturas
americanas de 1924:
Varios son
los artistas argentinos que han emprendido ya la nueva verdad: Ángel Guido,
Noel y Greslebin, en arquitectura; Bermúdez, Quirós y Fader, en pintura;
Williams, Forte y De Rogatis, en música; para no citar sino los más notorios, y
sin olvidar a numerosos novelistas, poetas, colegas y dramaturgos.
Entre ellos,
Luis Perlotti, el escultor, ha entrado en el sendero de ‘Eurindia’, que yo creo
el verdadero (Rojas, 1951, p. 155).
Algunos años más tarde, en 1930, el arquitecto escribió Eurindia en la arquitectura americana
para rubricar la admiración frente al legado prehispánico que impulsó la
búsqueda de lo nacional en lo americano anterior a la conquista. La idea de
nación que comparten, entonces, hunde sus raíces en un proceso de
transculturación entre el elemento indígena (en el sufijo, -india) y el legado
español (en el prefijo, eur-). Ese mismo año, Rojas le dedicó su Silabario de la Decoración Americana y
Guido respondió:
Su
constante recuerdo en esta labor sobre inquietudes tan queridas fue bien un
presente de fe para mis preocupaciones y por muy feliz coincidencia llegó a mis
manos, más que su recuerdo, su obra, La
decoración americana con su cálida y cordial dedicatoria para fiesta de mis
entusiasmos. (Instituto de investigaciones del Museo Casa Ricardo Rojas.
Correspondencia R. Rojas- Á. Guido, Rosario, 6 de mayo de 1930).
Durante más de tres décadas, Guido y Rojas aunaron esfuerzos en torno a
innumerables proyectos. En efecto, ese nacionalismo cultural que los
aguijoneaba se concretó en aquello que hemos denominado la pasión por Eurindia, un modo de entender el arte (y la
arquitectura) que hace de la fusión —este es el término destacado por Guido—
entre el elemento europeo y el legado indígena, su razón de ser y su horizonte
de expectativa (Antequera, 2017, 2020a, 2020b). Una de las iniciativas
conjuntas, por ejemplo, fue la construcción de la morada de Rojas en la ciudad
de Buenos Aires —entre 1925 y 1927— bajo una gramática neocolonial donde el
arquitecto y proyectista fue Guido. Este maridaje entre el sustrato indígena y
el elemento europeo acrisoló la mirada y cimentó una lectura singular que se
materializó en la práctica proyectual arquitectónica. Otro afán conjunto fue la
puesta en escena en 1939 del drama quechua Ollantay2
escrito por Rojas, que contó con Guido para los bocetos para la escenografía.
En trabajos anteriores (Antequera, 2019, 2020a), pudimos explorar la matriz
epistolar de la correspondencia inédita, las reliquias autobiográficas y los
tópicos que fulguran en ese intenso intercambio. Intentamos la reconstrucción
de la conversación a dos voces, en el ida y vuelta del correo, pero solo
contamos con las cartas que envió Guido por la pulsión archivística de Rojas3.
Algunos de los tópicos que, insistentes, tañen en las misivas son los proyectos
comunes, las confesiones personales del discípulo al querido maestro, y las reflexiones sobre el arte americano; también
el pedido de consejo o de intercesión (Antequera, 2020c). En una carta fechada
el 10 de junio de 1948, y a raíz de su designación como rector, Guido le dice a
Rojas (Fig. 1):
¡Cómo he
esperado su carta! ¡Cómo me llegó a entristecer su silencio! Tuve casi la
certeza que detrás de ese su silencio había una amargura y, posiblemente, una
desilusión. No conocía Ud. mi querido maestro, nada del proceso rapidísimo de
mi nombramiento de Rector. Tampoco estaba Ud. enterado de la dignidad del
ofrecimiento y de igual dignidad, creo, en la aceptación del cargo.
Por ello, se me antojaba que Ud. —tan digno, tan maestro de conducta— llegó
a dudar de su discípulo. En esta dolorida patria nuestra de hoy, donde
pareciera que la ingratitud y el interés personal constituyen verdaderas
instituciones, la desilusión puede alcanzar hasta a los hombres más cercanos a
nuestro corazón.
De esta lastimadura sufrí, querido amigo, durante los días de su silencio.
Ya se podrá imaginar la satisfacción mía al sentir su carta tan bella, tan
noble, tan afectuosa, tan de maestro como todo lo suyo. (Instituto de
investigaciones del Museo Casa Ricardo Rojas. Correspondencia R. Rojas- Á.
Guido, Rosario, 10 de junio de 1948).
Figura 1.
Carta de Ángel Guido a Ricardo Rojas del
10 de junio de 1948
Fuente:
Instituto de Investigaciones del Museo Casa Ricardo Rojas
El cargo al frente del rectorado de la UNL4 solo duró un breve
lapso en la intensa vida del arquitecto, hasta el 30 de septiembre de 1950. Fue
designado por un decreto del Poder Ejecutivo con fecha de 20 de abril de 19485.
Cabe destacar que con la Ley n.° 13.031,
Perón había desplazado el cogobierno —elemento central de la reforma de 1918—,
y designaba por decreto a los rectores, aunque se intentaban incorporar algunas
cuestiones de esa tradición reformista; en particular, los aspectos de la
promoción social del estudiante como la relación universidad-sociedad, entre
otras (Torres, Rossetti y Suban, 2004; también, Sigal, 2002; Fiorucci, 2007 y
2011). Pero esos dos años y cinco meses significaron no solo una cierta
radicalización de las posiciones político-ideológicas de Guido, sino también un
acercamiento tangible con el peronismo6 que hemos podido constatar,
gracias a materiales documentales recientemente hallados. En rigor, nos
interesa analizar algunas piezas escriturarias de este período, algunos de sus
discursos rectorales —discursos performativos
en el sentido que postula Jacques Derrida (2002) en su texto La universidad sin condición— que bien
pueden dialogar con parte de su obra publicada, como trataremos de demostrar en
las siguientes páginas.
De alguna manera, bregamos por ampliar los márgenes de lo que se entiende
por obra de Ángel Guido al poner en
diálogo textos y textualidades de diferente índole, de diverso registro y
calibre y con disímiles destinatarios; nos referimos a cartas personales,
discursos proferidos en una situación comunicativa particular —la asunción del
rectorado— e indagaciones en torno a la historia del arte y la arquitectura
americanos donde se manifiesta el desvelo por una cultura y un arte
emancipados, es decir, liberados de tiranías extranjerizantes y cosmopolitas.
Conviene subrayar ahora, en una primera aproximación, que Ángel Guido fue
un intelectual cuya proficua labor tuvo múltiples aristas. Fue docente
universitario por más de treinta años y uno de los fundadores de la carrera de
Arquitectura en la sede Rosario de la Universidad Nacional del Litoral (de
ahora en más, UNL) en los albores de la década del veinte del siglo pasado.
También fue dibujante y profesor titular de Historia del Arte en el Profesorado
Nacional de Dibujo de Rosario. En la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires ocupó el cargo de profesor adjunto de Historia del
Arte. Asimismo, fue profesor titular de Estética e Historia del Arte en la
Escuela Superior de Bellas Artes de Rosario. Sostuvo una militancia
nacionalista incólume desde la práctica proyectual concreta: la mansión
Fracassi (1925) y la ya aludida casa de Rojas (1927, hoy Museo Casa Ricardo
Rojas7), por citar solo dos, son parte de sendos paisajes urbanos y
operan como faros euríndicos en la ciudad de Rosario, la primera, y en Buenos
Aires, la segunda (Antequera, 2015; 2017; 2020a; 2020b).
Mediante incisivos escritos sobre historia del arte y la arquitectura y
como un intelectual de fuste en las arenas públicas8, tradujo los
postulados de Rojas que fueron discutidos en las cartas, verdaderas arenas culturales (Gorelik, 2016) desde
donde realiza relecturas propias en clave de su disciplina, la arquitectura,
como experto. Sin embargo, es fundamentalmente recordado como mentor del
Monumento Nacional a la Bandera, obra arquitectónica inaugurada en 1957, lugar de memoria (Nora, 1984/2008) que
innumerables desasosiegos y alegrías le procuró en dos décadas de trabajo9.
Al asumir como rector a fines de la década del cuarenta, ya cargaba en su
haber con un Doctorado Honoris Causa en Bellas Artes, distinción otorgada por
la University of Southern California (1933) en su viaje a EEUU con motivo de la
beca Guggenheim (Antequera, 2020c) y con el título de Profesor Honoris Causa de
la Universidad de Guayaquil (1945).
Algunos de sus libros son: Orientación espiritual de la arquitectura en América (1927); el ya
mencionado Eurindia en la arquitectura
americana (1930); La machinolatrie de
Le Corbusier (1930, en francés); Redescubrimiento
de América en el arte (1941); Supremacía
del espíritu en el arte (1949); La
arquitectura mestiza en las riberas del Titikaka (escrito en 1952 y
publicado por la Academia Nacional de Bellas Artes en 1956), cuyos títulos ya
preanuncian una toma de posición americanista. Además, escribió la novela La ciudad del puerto petrificado (1956)
y el poemario Caballitos de ciudad
(1922).
Fue un hijo legítimo de la Reforma universitaria de 1918 y discurrió sobre
el perfil de esa institución en comunicaciones editadas, entre otras, por la
revista Universidad de la UNL, órgano
oficial de difusión y publicación de las actividades de dicha institución10
y, en particular, de un grupo profesoral-dirigente, tratándose de un colectivo
intelectual-profesional que gestionaba, editaba y participaba de manera activa
en sus páginas (Escobar, 2022, p. 161).
También propulsó instituciones gremiales, educativas, culturales y museísticas11,
como el Museo Histórico Julio Marc (Rosario).
En resumidas cuentas, podríamos sostener que Guido desplegó una sólida
trayectoria académica y profesional aquilatada también por intervenciones en la
prensa gráfica, la escritura de textos literarios, la práctica proyectual
concreta y una activa presencia en los claustros universitarios. Esas múltiples
facetas, abigarradas en su itinerario intelectual, hacen que su obra
—artística, proyectual-arquitectónica, teórica, académica— se pueda expandir
más allá de los estrictos límites locales y/o regionales.
Aceptar este cargo de rector en la UNL significó, por un lado, la
cimentación de un programa con objetivos manifiestos y metas claras de gestión
en un contexto de avance del peronismo en las casas de estudio de educación
superior12 y, por otra parte, más en clave personal, renovó sus
bríos para la batalla intelectual, al expresar la radicalización de algunas de
sus consignas nacionalistas más controvertidas, como intentaremos desarrollar.
En última instancia, el rectorado se constituyó en otra tribuna privilegiada
desde donde proferir su credo nacionalista.
El ejercicio crítico que aquí proponemos incluye la exhumación de inéditos
y la recuperación de textos no reeditados, que transcribimos para ponerlos al
alcance de los lectores, en el marco de una tarea de largo aliento que venimos
desarrollando. En esta dirección entonces, nos aventuramos a revisar qué
entiende Guido por emancipación (Laclau, 1996)13, cuáles son los
alcances de este entresijo en su obra; de igual modo, queremos ahondar en su
poco transitado vínculo con el peronismo. Dicho en otros términos, bregamos por
entrever, en los intersticios de su apasionada escritura, esquirlas de
continuidades y rupturas de un pensamiento nacionalista que hizo del aquí y
ahora de la participación académico-universitaria un modo de situarse frente a
los requerimientos del presente de la enunciación.
Paralelamente en este período, analizó otra vertiente de la emancipación,
la supremacía del espíritu en el arte a través de dos artistas singulares: uno,
el español Francisco de Goya (1746-1828), pintor que padecía sordera; el otro,
el Aleijadinho (1730-1814), nacido en Brasil, famoso escultor mulato y mineiro
que contrajera lepra. Estos dos artistas-arquetipo, al confluir en aquello que
dio en llamar estética de lo torturado,
le sirvieron para explicar esa otra cara de la emancipación, aquella ligada al
espíritu en el arte, la cual intentaremos examinar en la segunda parte de esta
comunicación.
Dos talantes de la emancipación entonces —uno más de carácter político,
otro de índole artístico— son abordados por el arquitecto en el mismo momento.
Esta es su condición de intelectual que hace pública su palabra y que intenta
incidir en las aguas turbulentas de dos campos: el político-universitario y el
artístico. Todo ello en conjunto emerge e intenta cimentarse en una nueva clave
de lectura: aquella que sigue las huellas de aquel que “oye lo que se dice y
que permanece olvidado, tras lo que se ha dicho, en aquello que se escucha”
(Antelo, 2021).
Casi nada sabemos de los entretelones de la propuesta que convirtió a Guido
en rector. Su primogénita, la novelista Beatriz Guido (1922-1988), esboza dos
poco probables elucubraciones, según cuenta la escritora Angélica Gorodischer:
una primera recoge que la razón de su rectorado se resumiría en un modo de
asegurarse fondos para el megaproyecto del Monumento a la Bandera. Por su
antiperonismo furioso14, a Beatriz le resultaba difícil aceptar que
su padre hubiera tenido un cargo de tanto relieve en ese gobierno. Según la
segunda opción, más arriesgada aún, algunos peronistas lo habrían amenazado con
poner una estatua de Evita en el Monumento a la Bandera si él no aceptaba el
ofrecimiento (Cfr. Gorodischer, en Mucci, 2015, p. 15).
Por su parte, en las cartas privadas cuyo destinatario es el fundador de la
primera cátedra de literatura argentina, Guido solo apunta que ha sido una
súbita propuesta y una más repentina aún aceptación. Sin embargo, aquello que
sí sabemos cabalmente es que aprovechó cada intervención pública como rector
para dejar constancia de las ideas nacionalistas que venía madurando al calor
de su vida universitaria en la UNL como docente titular de las cátedras Arquitectura
II e Historia de la Arquitectura en la Fac. de Ciencias Matemáticas,
Físico-Químicas y Naturales Aplicadas a la Industria (facultad de la que otrora
dependía la carrera de Arquitectura)15.
Figura 2.
Nota periodística con motivo de la
asunción de Ángel Guido como rector de la UNL.
Fuente: El orden, 4 de mayo de 1948.
Rápido de reflejos —convengamos que siempre detentó una retórica muy
cuidada y directa, que no daba lugar ni a grises ni a medias tintas—, este
mojón en su vida académicoinstitucional no sería por cierto una excepción. En
su discurso de asunción16 (Fig. 2) del 3 de mayo de 1948, planteó
una serie de directrices y objetivos programáticos, muy en consonancia con los
discursos proferidos entre 1946 y 1949 por J. D. Perón (Riccono, 2015;
Altamirano, 2001): en primer término, no dudó en definir su labor como de
“pacificación definitiva de la Universidad” (Guido, 1948, p. 8). Asimismo,
propuso a los claustros: “reajuste funcional de la enseñanza técnica,
incrementación de la producción científica, enérgico impulso a la cultura
humanista y acomodación al pathos
social presentísimo” (1948b, p. 7)17. De alguna manera, este es el
programa de gestión que guiará su paso por el rectorado (Fig. 3).
Figura 3.
Plan
trienal de sincronización universitaria con la realidad argentina, americana y
universal
Nota: Gestión
como rector al frente de la Universidad Nacional del Litoral. Fuente: Welti,
2019, p. 150.
Fragmentos del encendido discurso luego serán recogidos y estampados bajo
el título de “La nueva universidad”, en las páginas del número 20 de la revista
Universidad (1948) (Fig. 4 y 5),
órgano de difusión de la labor académica de la UNL. De allí recogemos que el
acto público de asunción se realizó en el imponente paraninfo, en la ciudad de
Santa Fe, y que contó con la presencia del médico cirujano devenido Secretario
de Educación de la Nación de Juan D. Perón, el Dr. Oscar Ivanissevich
(1895-1976)18. De familia croata, nacionalista y católico,
Ivanissevich —caro en la búsqueda de arquetipos— exaltó en su pieza de oratoria
la figura de Guido como un ejemplo moral e intelectual para la juventud.
Figuras 4 y 5.
Portada del número 20 de la revista Universidad y primera página del discurso inaugural
Al parecer, esta era la primera vez que ambos compartían el protagonismo
excluyente en una actividad pública. Ivanissevich precedió a Guido en el uso de
la palabra. Resumió la nueva etapa de la universidad como una “regeneración
moral”19. En su
intervención destacó:
El pueblo
sustituyó a los universitarios y les señaló el camino de la verdad. En ese
camino estamos ahora apoyados por los más humildes que aspiran a darnos una
universidad, más modesta, más representativa del pueblo, es decir, más
argentina y más humana. Una universidad en la que se trabaje con alegría y
salud moral. Sin el veneno de la política y sin la ansiedad anormal de exhibir
al público, la sabiduría (Ivanissevich, 1948, p. 10).
Ya había expresado Perón (1946) sus inquietudes en torno a la regeneración
moral de esa “institución enferma”, dos años antes en el teatro Municipal,
frente a un nutrido auditorio de estudiantes universitarios20:
La
universidad es como un enfermo grave
al que es necesario curar: su curación como la de todos los enfermos requiere
dos factores primordiales: la propia resistencia del cuerpo y la creación de autodefensas fisiológicas y la actuación de un médico de cabecera. El
gobierno será el médico de la universidad. (Perón, en Riccono, 2015) [Cursivas agregadas]
Según el sociólogo Guido Riccono (2015, p. 24), al analizar los discursos
del líder del movimiento peronista se podría caracterizar a “la universidad
como una institución en crisis —al igual que la nación— producto de la politización
de sus componentes y del alejamiento de sus objetivos con respecto a las
necesidades de la sociedad”. Como explica la historiadora Guillermina Giorgieff
(2011, pp. 3-4), Perón interpela a los intelectuales en calidad de forjadores
de un ordenamiento simbólico y de los valores fundacionales de una sociedad.
Como se ve, el mensaje es contundente: la universidad estaba enferma y
debía ser sanada. Ivanissevich y Guido no solo compartieron el mismo lapso
temporal, uno al frente de la UNL y el otro al frente de la cartera de
educación de Perón, sino que se encontraban unidos por un mismo sentipensar (Fals Borda, 1987; Moncayo,
2009): eran aliados en la gesta de que la universidad fuera la institución por
antonomasia para materializar dicha regeneración moral, excluyendo la política
de los claustros (como si esto fuera posible) y prescindiendo de los alardes de
vanagloria atribuidos a los universitarios. En resumidas cuentas, el tan
mentado lema peronista “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa” podría
ser reformulado en estas palabras de Perón que Guido hace suyas en el discurso
de asunción: “los estudiantes a estudiar, los docentes a enseñar”; como también
lo afirmara el mismo Perón en mayo de 1947:
Las
universidades solo existen para enseñar, aprender, realizar las actividades
científicas adecuadas. Otros factores no deben intervenir en ella. Pretendemos
eliminar totalmente la política de las universidades, no la política contraria
para imponer la nuestra, sino toda la política, porque de lo contrario le
haríamos un flaco servicio a la universidad. Queremos crear un clima de
dedicación total a la función docente. (Perón, en Pis Diez, 2012, p. 51).
Aunque dicha búsqueda de regeneración no podría escindirse de la diatriba
entre la preponderancia del reformismo en el estudiantado y el peronismo en la
gestión de la universidad, de alguna manera, se ponía en juego “un intento de
imponer un nuevo modelo de universidad, acorde a la etapa económica, social y
política que se abría en el país” (Pis Diez, 2018, p. 68). Una regenerada universidad para los tiempos
que corrían que, por cierto, esquiva al peronismo, debía reformarse de arriba hacia abajo, esto es, desde
los cargos de gestión hacia los claustros. Por eso, para Ivanissevich Guido
era, en última instancia, un aliado del
peronismo, un arquetipo a seguir y quien debía llevar la batuta de este proceso
de
“sincronización
universitaria con la realidad argentina, americana y universal”. Como se ve, el
nacionalista Guido estaba en una encrucijada: entre culturas políticas de diversa raigambre —el
reformismo y el americanismo— su palabra discurrió en torno a las cuatro notas
que debía detentar la institución de educación superior para estar a tono con
los cambios suscitados por el peronismo. Esas notas destacadas eran:
argentinidad, americanidad, universalidad y movilización, las que repasaremos
sucintamente para auscultar los sones de este afán compartido.
Sin embargo, antes de adentrarnos en el análisis del discurso de asunción,
conviene realizar una breve puntualización. Una primera aproximación a la pieza
oratoria indica que la insistencia retórica pulsó por superar la sola idea de
la universidad como formadora de técnicos: buscaba consolidar paralelamente la
formación moral y científica de los universitarios en consonancia con el
proyecto político que el peronismo estaba desarrollando a nivel nacional. Esto
es clave. Guido no piensa una universidad escindida del proyecto político
general, sino como parte constitutiva de un todo, hace hincapié, de este modo,
en la función social de la institución.
Asimismo, conviene destacar que en el discurso apeló a sus propios textos,
reciclados. Fundamentalmente, tomó fragmentos de su polémica obra Redescubrimiento de América en el arte
(1940) y reprodujo algunos de sus párrafos (en ocasiones, sin citar
explícitamente esta obra publicada por la Facultad de Ciencias Matemáticas,
Físico-Químicas y Naturales Aplicadas a la Industria de la UNL). Volvió a
considerar nociones ampliamente analizadas en su bibliografía como su aversión
al cosmopolitismo, la responsabilidad social de la universidad en la solución y
el acompañamiento de los problemas actuales, la función moral de la
universidad, la necesidad de una formación integral, sumados a los cuatro ejes
transversales (o notas) citados ut supra.
Este punto resulta de importancia porque viene a refrendar también que, en este
aspecto, no hay hiatos, sino más bien continuidades en su producción
escrituraria. Como se ve, todo un programa de cuño nacionalista para la
universidad que venía perfilando desde entrada la década del veinte, no solo
estrictamente en lo relativo a la función social de la institución, sino
también en su modo de ver la arquitectura y la historia del arte americanas. En
estas lides, como ya adelantamos, Guido no era un improvisado. Prueba de esto
es el concepto de emancipación del que más adelante hablaremos. Pero también
conviene tener en cuenta que la empresa intelectual, se funda en
una
afirmación espiritualista; vinculada con el rechazo de las perspectivas
positivistas y del ‘materialismo dominante, así como con una reconsideración de
la herencia hispanoamericana basada en la idea de un ‘renacimiento del alma
nacional’, que Rojas tomaba de los autores españoles de la generación del 98
(fundamentalmente de Unamuno, aunque también de Ganivet y Maeztu), en un gesto
que tuvo sus correspondencias en otros países de América latina por las mismas
fechas. (Pulfer, 2010).
De esta manera, el discurso de asunción radicaliza entonces nociones que ya
había conceptualizado en otros registros al analizar el arte y la arquitectura
americanos. Desde el punto de vista arquitectónico, con la anatematización de
la producción arquitectónica ecléctica de raíz europea como expresión de una
sociedad que perdió su memoria, se produjo el surgimiento del denominado movimiento neocolonial como forma de
reencontrarla o, mejor aún, de refundarla apelando a un pasado indígena
refuncionalizado que encarnaría la emancipación del arte y la arquitectura.
Guido fue el exponente teórico más importante de esta vertiente neocolonial en
Argentina y, desde la práctica proyectual concreta, tiene en su haber casas-manifiestos (Petrina, 2008) de
esta inflexión del nacionalismo en arquitectura, como las ya mencionadas.
El término clave por antonomasia de su trayectoria intelectual es la fusión
(euríndica) entre el sustrato indígena y el legado español: a través de esta
expresión, Guido construyó no solo una herramienta teórica para explicar el
proceso transculturador europeo/americano, sino también una proyección
mitopoiética y, anclado en el por-venir, un horizonte de expectativa del arte y
la arquitectura americanos (Antequera, 2020a), alejados del eclecticismo, la
copia y el cosmopolitismo, esto, es emancipados.
Ahora bien, hechos estos devaneos, retomemos su discurso de asunción. Con
respecto al primer eje citado en el discurso —argentinidad—, sostiene que la
función social prioritaria de la universidad es resolver “los problemas de los
argentinos”, aunque no precisa bien a cuáles se refiere. De esta forma apela, a
una realidad telúrica cuya “magia nos ha permitido lograr esa singularidad en
la geografía humana del mundo” (1948, p. 12), y cuyo arquetipo es — claro está—
Martín Fierro. También entre el mythos
y el logos, la gesta de nuestra
independencia y el ideal sanmartiniano21 son, sin más, los “valores
formativos” (p. 24) a propulsar para Guido. Este gesto de cimentación de una argentinidad basada en la obra literaria
de José Hernández no es una novedad: pensemos solamente que ya había sido
propuesto varios años antes por Leopoldo Lugones.
Paralelamente, expone que la función de la universidad comprende formar
élites entre sus filas para contribuir con la visión universalista que debe
tener esta institución de educación superior (1948, p. 25). Para este fin,
discurre sobre un plano, el espiritual, y declara las raíces: la tradición
cristiana legada desde la Conquista hispánica en América, los ideales de
libertad y la inmigración, como ya había trabajado en el citado Redescubrimiento.... Como vemos, su
interlocutor es claramente Ivanissevich. También el primer destinatario de la
comunicación.
Y como si esto fuera poco, no se priva de dedicar un crítico párrafo de su
discurso al cosmopolitismo22 —otro de sus desvelos teórico-críticos
a juzgar por la iteración en su obra intelectual— para, en estos términos,
oponer las nociones de argentinidad y cosmopolitismo portuario:
El
cosmopolitismo gestó, sin lugar a dudas, ese clima de desautenticidad de lo
nuestro […] Pero, especialmente Buenos Aires, extremó la medida de nuestra
extranjerización. Las raíces profundas de nuestra argentinidad comenzaron a
vacilar. Nuestro endeble federalismo político, espiritual y humano no fue
suficiente para equilibrar esa expresión que yo he llamado portuaria, por saberla atada a las cien banderas del mundo. Era
indispensable esa segunda y auténtica emancipación de que nos habla Ricardo
Rojas en su Restauración nacionalista.
La emancipación política la realizaron los hombres de Mayo. La emancipación
económica la está cumpliendo admirablemente el gobierno que hoy dirige nuestros
destinos. Nos falta la emancipación espiritual. Esta última libertad, la del
espíritu, debe preocupar a las universidades. (Guido, 1948, p. 26-27).
Ahora bien, detengámonos en esta ristra de elementos puestos en diálogo.
Curiosa serie la que establece el rector en torno a la tan mentada
emancipación: Mayo-Rojas-peronismo, esto es, emancipación política,
nacionalismo cultural —que se podría traducir según Guido en emancipación
cultural y artística— y emancipación económica, respectivamente. Serie que, por
otra parte, debía ser esclarecida, esto es, explicada, en el aquí y ahora de la
universidad, institución que debía bregar por la regeneración en el plano
espiritual, la última liberación requerida.
Sin lugar a duda, el problema de la emancipación también es un tópico
recurrente a lo largo de todo su quehacer intelectual: en textos como Fusión hispanoindígena en la arquitectura
colonial (1925), por ejemplo, al que le hemos dedicado varios trabajos
(Antequera, 2019; 2020a), establece una concatenación entre arte euríndico (o
fusional entre el sustrato indígena y el elemento europeo) y arte emancipado.
Lo curioso ahora es que se posicione abierta y públicamente desde una nueva
forma de entender la emancipación que comprende al peronismo o, quizás más
atinado, que el peronismo vendría a encarnar.
También resulta digna de destacar la utilización de algunas de las mismas
categorías que profiriera Perón en algunas de sus 29 comunicaciones a los
estudiantes: por ejemplo, la crisis universitaria ligada a la crisis de la
nación, la necesidad de excluir la política de los claustros, la perentoria
necesidad de formar técnicos y hombres que estén al servicio de la nación, las
metáforas médicas (universidad enferma, regeneración), el cumplimiento
excluyente y exclusivo de enseñar y aprender para docentes y alumnos
respectivamente, entre otros tópicos.
Estos posicionamientos públicos de Guido no fueron inocuos. En efecto,
fueron algunas de las razones por las cuales no pudo estar al frente de la
inauguración del Monumento Histórico Nacional a la Bandera: la Revolución
Libertadora no le perdonaría esta notoria exposición y lo relegaría en los
actos públicos y solemnes del 20 de junio de 1957. Quien había imaginado cada
detalle, cada juntura de esa construcción monumental, infelizmente no pudo
estar en la inauguración de su obra más trascendente.
Ahora bien, otro dato relevante se puede sumar a este entramado. El 19 de
diciembre de 1949, atravesando casi un año y medio de gestión en el rectorado,
en un acto con motivo de la creación de la cátedra de Defensa Nacional23
en la UNL, Guido pronunció las siguientes palabras que refrendan su poco
estudiada adscripción al peronismo:
En el ancho de
nuestra nacionalidad argentina, está la geografía humana, política y social de
la nación. Las riquezas naturales, la realidad económica, la pujanza
industrial, la selecta etnografía y la masa social de la patria. En lo
político, desde el Triunvirato de Mayo hasta el federalismo y la consolidación
nacional, y desde el liberalismo capitalista de fin de siglo hasta la actual
Justicia Social, hemos logrado una excepcional experiencia política y económica
que conviene esclarecer cada vez más universitariamente, para saber defenderla
mejor. (Guido, 1949a, p. 10).
Más allá del tópico recurrente en su bibliografía, el cosmopolitismo, que,
como esbozábamos más arriba, reúne en sí el peligro de la extranjerización y
plantea la dicotomía ciudades puerto vs.
el interior del país, en este párrafo de diciembre de 1949 así como también en
el anterior de 1948 construye una muy interesante ristra: toma como punto
inicial
1810 y como línea
de fuga, el peronismo, esto es, el presente de la enunciación, “la revolución
social de nuestra Patria” (Guido, 1949b, p. 8).
Sin embargo, cabe destacar que el nacionalismo cultural (Rojas, en esta
serie) es para Guido la fase inferior
(por anterior) del peronismo24. Según expresa, el peronismo vendría
a traer la tan ansiada emancipación espiritual de la que ya venía hablando
desde la década del veinte, aunque —como exponíamos más arriba—, en otros
términos. Conviene resaltar que no es la primera vez que construye un mito de
origen: basta reparar en el concepto de Eurindia acuñado por Rojas y
refuncionalizado en sus textos. Guido insufló estas inquietudes, que pulsaban
en pos de construir un arte y una arquitectura americanos cuya emancipación
sentía perentoria y necesaria, durante toda su vida: su práctica profesional
escrituraria y proyectual, su itinerario académico universitario, así como
también su búsqueda como artista y sus desasosiegos como epistológrafo delatan
estos intereses. La emancipación implica detestar la copia ramplona, las
arquitecturas extranjerizantes y eclécticas (Guido, 2020), pero también
denostar la falta de argentinidad encarnada en un cosmopolitismo de múltiples
banderías25.
Ahora bien, este modo lineal de concebir los procesos como una sumatoria de
fases encadenadas donde inexorablemente la emancipación estaría por darse
remite a una concepción teleológica de la historia: es siempre en el futuro
donde reposaría la emancipación a conquistar. Sin embargo, en este último
discurso con motivo de la creación de la cátedra de Defensa Nacional, agrega un
elemento más: la universidad debe convertirse en custodia del proceso político
vigente, en una salvaguarda de los avances logrados y en una instancia
productora de metatextualidades porque, según expresa, debe explicar los
procesos de transformación social.
Retomemos una vez más el discurso de asunción al rectorado. Con respecto a
la segunda nota —la americanidad—, propuesta como directriz en la gestión que
estaba comenzando,
Guido
repara en que “América ha comenzado a pensar en sí misma y a tener fe en su
adultez recién nacida” (1948, p. 29). Este ideal americanista hunde sus raíces
en “la comunión de todos los pueblos de América” y “debe penetrar generosamente
los claustros, para ejercer esta alta docencia de confraternidad continental”
(p. 31). En efecto, “San Martín, el Santo de la Espada, llevó el ideal de
emancipación americana desde el Atlántico hasta el Pacífico” (p. 31). Situados
en un momento de segunda libertad “será imprescindible también la conjuración
de todos los pueblos de América para alcanzar esa independencia espiritual” (p.
31)26.
En resumidas cuentas, la apuesta con respecto al americanismo en este
discurso se podría resumir en “una didáctica ecuménica de universalidad
tamizada por la esperanzada juventud de América”. Este aspecto concreto se podría
vincular también con la propia reforma de 1918, teniendo en cuenta que remite a
Sudamérica, al inicio, y a América, al final (deriva que nos llevaría a
profundizar otro matiz de su vínculo con el reformismo). Este punto es quizás
el que más relación tiene con el resto de su obra teórica y proyectual,
fundamentalmente, como decíamos, la ligada a la concepción euríndica y, por
esto, emancipatoria, del arte y la arquitectura (Antequera, 2020a; 2020b).
Universalidad, la tercera nota aludida en el discurso de asunción, no entra
en colisión con la americanidad deseada, porque es entendida como ecumenismo,
menos en un sentido religioso que cultural: “Las lastimaduras de la vieja
Europa son también nuestras propias lastimaduras. Su alto magisterio debemos
recordarlo siempre con gratitud de discípulos” (Guido, 1948, p. 32). Este
cuadro de pensamiento se enriquece al reparar en que, si bien esa asimilación
de la universalidad del conocimiento europeo se presenta como gratitud y
admiración, no dejan de estar presente los dramas de la posguerra europea (que
se vinculará como veremos en el apartado siguiente con la elección de Goya y el
Aleijadinho) y que lo alientan a dar una solución por la vía espiritual mediante
un (remozado) cristianismo que cure las heridas del resentimiento y de la
desazón:
Después
de algunos años de vida turbulenta, esta Universidad del Litoral inicia hoy la
segunda etapa de su existencia, al amparo de la nueva Ley Universitaria. La
primera etapa comenzó inmediatamente después de terminada la anterior Guerra
Mundial. La segunda, hoy, después de esta gran guerra reciente. Ha pasado y
está pasando, pues, nuestra Universidad por la dura prueba de dos posguerras,
cuando el mundo sufre profundas vacilaciones en su dirección y en su destino.
Es probable que esta incertidumbre de Occidente en reencontrarse a sí mismo,
haya incidido profundamente en el mundo de la cultura y haya sido motivo de esa
turbulencia de que habláramos. (Guido, 1948, p. 7).
Por su parte, la última nota destacada en
su discurso de asunción —movilización—
“significa
disponerse a tomar las armas en defensa de la Patria” (p. 35). Esta idea de
“nación en armas” está vinculada a
la
necesidad de fortalecer al cuerpo nacional a través de uniformar a sus
componentes ya que la aparición de diferencias, grietas y divergencias entre
ellos, pone en peligro a la nacionalidad toda ¿Por qué? Por el peligro
extranjero y la posibilidad de la 3° Guerra Mundial, perspectiva que estaba en
la cabeza de quienes tenían las riendas del estado. (Riccono, 2012).
La pregnancia de una nueva conflagración internacional no dejó de formar
parte del discurso político en esos años de los albores de la segunda posguerra
(Georgieff, 2011).
Asimismo, declama
que sí están en peligro
el
patrimonio cultural y los valores espirituales de la madura civilización
europea ante el advenimiento de las masas agitadas por las banderas de la
justicia social. Pareciera que el Viejo Mundo tuviera flaca capacidad para
defenderlos frente al avance oriental. Por ello, debemos movilizarnos para
proteger, americanizar y argentinizar ese patrimonio del saber y del sentir,
que tanta grandeza dio a Occidente y ofrecerlo, universitariamente, a nuestro
Gobierno que, en estos momentos, está realizando el gigantesco esfuerzo de
consagrar esa justicia social, sin desmedro ni riesgo para nuestra
argentinidad. Y en las movilizaciones como en las trincheras, no hay
diferencias de clases, ni de ideologías políticas, ni de doctrinas sociales.
Solamente son incompatibles: la traición, la deserción y la cobardía. La
fraternidad cunde porque, junto al coraje, brilla refulgente un solo alto
ideal: la defensa de la Patria. (Guido, 1948, p. 35).
Más adelante, apunta también que su gestión tenderá a consolidar puentes de
entendimiento, diálogo y conciliación entre los claustros.
Recapitulando, podríamos decir entonces que vale la pena dirigir la mirada
hacia estos discursos proferidos entre 1948 y 1949 para situar el pensamiento
de este intelectual que, a la sazón, intentaba dar razones de su
convencimiento: el peronismo resulta ser una nueva acepción emancipatoria y un
eslabón en la cadena iniciada en la Semana de Mayo. Al jalonar la serie cuyos
extremos son 1810 y el presente de la enunciación, Guido establece lazos de
continuidad y no hiatos entre la emancipación política y la económica, en el
terreno de las representaciones27. En clave programática, la gestión al frente de la
UNL debía acompañar la justicia social y los cambios que se estaban viviendo a
nivel nacional, para generar así la emancipación espiritual y moral, mediante
la encarnadura de las notas de argentinidad, americanidad, universalidad y
movilización. Los discursos públicos e institucionales que compartimos son
piezas documentales únicas porque condensan el posicionamiento político de
Guido frente al peronismo y, de este modo, contribuyen a mostrar nuevos
aspectos en el palimpsesto de su itinerario intelectual. Dicho esto, avancemos
ahora en otra dirección.
Luego de contextualizar el nacionalismo cultural de Guido a fines de la
década del cuarenta, y de analizar el tópico de la emancipación
político-económica a través de algunos discursos rectorales, conviene reparar
ahora en la emancipación artística. El 30 de noviembre de 1948 —tan solo unos
meses después de su asunción como rector— Guido e Ivanissevich se volvieron a
encontrar cara a cara. El marco de la cita fue el Teatro Nacional Cervantes de
la ciudad de Buenos Aires, con motivo de la clausura del Ciclo de Difusión
Cultural en el Primer Salón de Artes Plásticas del Magisterio Nacional,
auspiciado por el Consejo Nacional de Educación. En el más español de los
teatros porteños —teatro que conocía muy bien porque, como ya dijimos, había
montado junto a Rojas la tragedia Ollantay en 1939— describe y diagnostica en
su intervención “la crisis del espíritu en el arte contemporáneo” (Guido, 1949,
p. 5).
Una de las
causas por él halladas es resumida en su discurso en estos términos:
la
pantalla luminosa es la más notable revelación estética del siglo XX. Supera a
todas las demás artes en docencia social. El cine llega a las masas y compite,
en esa pedagogía formativa de los pueblos y de las costumbres, con las propias
escuelas primarias, secundarias y hasta superiores y universitarias. (1949, p.
6).
Más adelante prosigue: “se ha avanzado en la forma —la nueva plástica cinematográfica— y se ha descendido en el contenido, asuntos y desenlaces sin
ideales superiores”. En este marco, y por estos motivos, propone “actualizar
arquetipos consagrados” (1949, p. 6) y por eso retoma las figuras tutelares de
Goya y el Aleijadinho28, “que han dignificado la Historia del Arte,
con sendas obras inmortales creadas bajo la invocación del espíritu” (p. 6).
En este sentido, conviene recordar primero que las imágenes, de alguna
manera, son híbridos de arquetipo29 y fenómeno (Agamben en Antelo,
2015, p. 379). Sobre el encuentro decisivo del arquitecto con estas dos figuras
fundamentales del siglo XVIII nos interesa entonces profundizar.
Si con anterioridad había esbozado que el Martín Fierro era el mito donde
abrevar las fuentes vernáculas, ahora plantea que tanto el pintor zaragozano
—que padecía sordera— como el escultor mineiro —que sufría de lepra— son los artistas faro en estos derroteros de
superación del sufrimiento por la vía del arte. A modo de parteaguas, ve en
ambas figuras supliciadas —atormentadas y dolientes, con sus capacidades físicas
recortadas y en aflicción— la supremacía del espíritu. Según esta conferencia
que luego se publicaría en 1949 con el título de Supremacía del espíritu en el arte, la sordera en el pintor
aragonés y la lepra en el escultor mineiro propulsarían una “estética de lo
torturado” cuyas imágenes se amplificarían constelacionalmente:
El
extraordinario paralelismo entre ambos artistas geniales está en ese viraje
brusco, en ese autodescubrimiento insólito, en ese renacimiento espiritual, acontecidos
inmediatamente después de aquellos dramáticos episodios patológicos pocas veces
igualados en la historia de los artistas atormentados. Goya liberándose de la
hegemonía extranjera y académica y gritando, podríamos decir, la afirmación de
su hispanidad eterna, con un nuevo arte humanizado, precursor del
expresionismo. El Aleijadinho dando la espalda a la blandura rococó y afeminada
del estilo a la moda decadente de su tiempo y expresionando [sic],
revolucionariamente, la autenticidad social y telúrica de su América. (Guido,
1949, p. 8).
Ahora bien, ¿por qué elige esos dos artistas para explicar la emancipación
y la preeminencia del espíritu en el arte? ¿Cuál es el uso que hace de esta
tradición? Desde su niñez a su primera madurez, Goya vivió en carne propia el
borbonismo extranjerizante que subestimaba lo vernáculo. No obstante, Goya se
emancipó de la hegemonía extranjera al afirmar su hispanidad con un nuevo arte
humanizado, donde aguafuertes incisivas, litografías populares, cuadros
barrocos, fueron extraídos desde lo más íntimo del folklore español. “Son los
fantasmas de su hispanidad replegada durante treinta años por la hegemonía
borbónica” (Guido, 1949, p. 17). Sin condimentos olímpicos, sin pastoriles
versallescas —sin arcadias, sin lo
goyesco dorsiano30, podríamos precisar— se despierta el ideal
vernáculo de lo torturado, la estética visionaria del gran arte social
inspirado en la vida del pueblo (1949, p. 13). “Crea así la obra de arte más
original, más extraordinaria, y más profunda de Europa, dentro de la estética
de lo torturado” (p. 16). “La milagrosa tortura de su sordera despierta en Goya
el genio de la raza” que “como erupción volcánica retenida durante treinta
largos años, inunda la gigantesca y montañosa alma de Goya” (1949, p. 14).
Retengamos este término: erupción.
De este modo, discurre en su conferencia por la biografía atormentada de
Goya, realizando también un breve racconto en torno al contexto histórico.
Ahora bien, podríamos preguntarnos, ¿contra quién está discutiendo en estas
líneas? Aunque suene paradójico, está apuntando que la gramática acorde a los
nuevos modos de expresar lo nacional —lo español en el caso de Goya— es esta
suerte de “retorno a las raíces folklóricas” que en última instancia resulta
ser la construcción de una versión: debe entenderse como una de las formas de
la Modernidad ya que la operación de cimentación de una tradición servía para
enfrentar el eclecticismo extranjerizante que tanto escozor, en cualquiera de
sus vertientes, le provocaba. O, como expresa: “Goya reencuentra a su España
después de su sordera. El Aleijadinho a su América después de la lepra” (p. 7).
Conviene recordar además que Guido lee el período borbónico como uno de los
amagos extranjerizantes más virulentos que sufrió España.
En Goya, la fusión estaría dada no ya como en América por el elemento
indígena y el europeo que tantos ríos de tinta destinara a conceptualizar en
las décadas del veinte y treinta (“En defensa de Eurindia” (1924); Eurindia en la arquitectura americana
(1930), por citar solo dos), sino por la imbricación de “realidades tomísticas
(Dios en las cosas del mundo) con panteísmos moriscos” (1949, p. 18) o bien la
“fe católica torturada con astrolatrías gitanas” (1949, p. 18). Sin embargo, y
sin olvidarnos que el concepto mismo de fusión anula la tensión porque asimila
los dos elementos, el secreto de Goya que está puesto en juego en su discurso
podría ser enunciado en estos términos: el drama espiritual de lo hispano en lo
plebeyo, en lo popular, entre el templo católico y el aquelarre (Guido, 1949,
p. 18).
El drama de Goya implica así una fuerza de contrastes entre el compromiso y
la displicencia, entre el dominio de la luz y de la sombra. El subsuelo de lo torturado es traído al
lienzo como una suerte de propia consolación, como rescoldo para su angustia hispanísima
(Cfr. Guido, 1949, p. 14). Como vemos, en este punto también de emergencias,
erupciones y emancipaciones he aquí otro subsuelo que emerge: esta vez no el
scalabriniano de la patria sublevada de 194531, sino el de la madre
patria que pulsa por salir a la superficie.
Si esta lectura arriesgada (de lo barroco) no es más que un uso particular
de la tradición, es también otro modo de exponer su máquina mitopoiética: su
voluntad fundadora de instituciones, de lecturas, y, por supuesto, de
mitologías. Y en este sentido, constituye un modo de acometer las angustias de
la posguerra. Si como expuso Bonnefoy (2004) en charla con Starobinski: “Goya
percibió, en la época de las Luces, más que ningún otro creador en poesía o en
pintura, incluso de manera visceral y angustiada, que Occidente había sido ese
gran sueño, del que había que despertar”32, entonces Goya, despierto
o dormido, es para Guido el envite hacia una nueva mitología para la posguerra.
En efecto, los “Disparates” (Fig. 6), “Los desastres de la guerra” (Fig. 7 y
8), “Tauromaquia” y “Los Caprichos” —quizás “El sueño de la razón produce
monstruos” es paradigmático en este sentido— portan los fantasmas de su
hispanidad replegada por años a raíz del extranjerismo borbón dando lugar a una
fusión entre fe cristiana y superstición: “cristos sangrantes y magos
mudéjares, […] folcklore de hechicerías, aquelarres y presagios” (p. 17) se
imbrican entre sí y se inmortalizan en sus grabados33. En ese
entre-lugar que Guido bautiza como sobrenaturalismo
fronterizo (p. 18), solo posible después de una sordera que lo confronta a
Goya con su propio volcán interior
(p. 14) —su erupción interior—, se vislumbra la supremacía del espíritu en el
arte.
Figura 6.
“Disparate ridículo”, serie
de 22 grabados de Goya (Izq.)
“Los desastres de la guerra”, serie de 82
grabados (Derecha y centro)
Nota: Tanto la
primera como la segunda ilustración aparecen en Supremacía… Fuente: Guido, 1949.
Así las cosas, en otro pasaje de Supremacía…,
se interesa por el Aleijadinho (apelativo de Antonio Francisco Lisboa, nacido
en Ouro Preto en 1738 y muerto en 1814), el gran escultor leproso del siglo
XVIII en el Brasil. “El caso del Aleijadinho es, aún, más notable que el de Goya,
en lo referente a la influencia notable de una enfermedad en la evolución de la
obra de un artista”, expresa (p. 19).
Cabe destacar que, de forma temprana, ya se había interesado por la obra
del mineiro. Nos referimos en concreto a un pionero artículo publicado en 1930
en el periódico La Prensa y a una
conferencia de 1937 que luego se cristalizó (como varias de sus otras
intervenciones) en un breve opúsculo editado por la UNL, bajo el título de El Aleijadinho (1938). Guido se interesó
por el proceso estético-patológico que encarna el “artista estropeadito”, mote
que deviene del idioma portugués. Lo cautiva esa sublimación del dolor y de la
tortura física por medio del arte. Hijo de una esclava negra, y en un contexto
social de trinchera clasista y esclavista34, el escultor fue “el
señalado del destino para crear la primera obra de arte auténticamente
brasileña, como un escándalo estético frente a la hegemonía dictatorial del
arte lusitano”, nos dice en 1938 (p. 13).
El Aleijadinho es, a su modo de ver, el más grande artista americano del
siglo XVIII: “coincide como expresión de aquella primera reconquista de lo
americano frente a Europa […] con aquel momento del arte mestizo del siglo
XVIII en Perú, Bolivia y México” (1938, p. 30).
Ante todo, podríamos decir que más allá de su cierta pregnancia hacia los
artistas atormentados, le interesa del Aleijadinho el pasaje de una frondosidad
ornamental (Fig. 9) hacia las monstruosidades de la estatuaria humanizada que
produce el escultor. Es decir, le interesa el pathos de lo barroco y, como corolario, la redención. En ese viraje
artístico que va del ornamento a la escultura antropomórfica se fragua también
el itinerario vital del Aleijadinho: al traspasar los 45 años es sorprendido
por la lepra y por la consecuente segregación social. Guido entiende que,
dedicado fundamentalmente ahora a la escultura antropomórfica, el escultor
“acomete la figura humana porque podía imprimir en el modelado del hombre el
gemido de su raza y la esperanza de la libertad de América” (1949, p. 28). Sus monstruos extrahumanos (al decir del
presbítero Engracia, primer crítico del Aleijadinho) cargaban el “feísmo” (p.
29) en esculturas de madera policromada o en piedra sabão, de tamaño natural
(Fig. 10 y 11).
De este modo, veía en el artista y arquitecto criollo, un fantástico
ejemplo de la potencia creadora de Eurindia, ese dispositivo fusional, propio
del proceso acontecido entre los siglos XVII y XVIII en América Latina. El
Aleijadinho era el símbolo del artista pautado por el deseo de salvación,
fuerza inconsciente de su obra, que lo transformaba en fundador de una
tradición específica en el arte americano.
El
Aleijadinho introduce una suerte de sentido escultórico en la arquitectura
jesuítica, movimentando sus masas merced a una dinámica se diría
esculturalgigantesca. Plantas elípticas, bivalvas, fachadas movimentadas,
torres circulares, guarnecidos, portadas, pilastras, cornisones, lejanamente
transfigurados en el estilo de la metrópoli, pero transfigurados en manos de
nuestro artista mulato. He aquí las novedades incorporadas por el maestro
Aleijadinho. (Guido, 1938, p. 31)
Pero incluir al mulato Aleijadinho entre sus artistas preferidos era,
decíamos, incluir el pathos, esa
pregunta radical que confronta con el vacío. El volumen cuenta con diversas
imágenes de: (la serie) Los profetas35; escultura en madera tallada
y policromada36; y arquitectura y escultura decorativa en piedra37.
En pocas palabras, cabría entonces interrogarnos ahora: ¿cuál es el tiempo
de una imagen, de estas imágenes que estamos poniendo en consideración? Si,
como sabemos, en el escenario postautonómico ya no se debaten formas, sino
fuerzas y esas fuerzas se llaman imágenes, esto es, enigmas en los que, de la
superposición (el con) de la tradición y la ruptura, lo trágico y lo farsesco,
surge lo nuevo (Antelo, 2015, p. 378), Guido verá tanto en Goya como en el
Aleijadinho un anacronismo, esto es, la “participación temporal en la
temporalidad, es decir, una hiper-temporalización, infinita y potencializada,
del evento singular” (Antelo, 2015, p. 379). Razón por la cual, si la
arqueología como única vía de acceso al presente, no es, sino una operación de
regresión en el pasado para encontrar una posibilidad en el presente (Agamben,
2019), el gesto del arqueólogo Guido
es siempre también (en) presente.
De alguna manera, también en este punto —Goya con el Aleijadinho— se puede
vislumbrar que Guido está bregando por ese pasaje de lo escultórico y lo
pictórico al archivo, de lo arquitectónico a lo arquitextual de reconstrucción
de la diseminación (Antelo, 20082009, p. 13). No caben dudas que ciertos
elementos del pasado se activan en ese pasaje y por eso, a esa parte del pasado
que está siendo, que no deja de pasar
la denominamos actualidad.
Sin embargo, conviene no olvidar que Guido también quiere ordenar la
dispersión al intentar
una lectura
radical de la antropomorfosis barroca para, a partir de allí, dar cuenta de la
paradoja del ser nacional evaluado, al mismo tiempo, como local y occidental,
es decir, como propio y como ajeno. Como lo otro apropiado y como lo propio
enajenado. (Antelo, 2008-2009, p.13).
En la producción escultórica del mulato esto se puede observar cabalmente
porque, en última instancia, Guido nos está recordando que lo propio (lo brasileño) es africano (Antelo, 2017). O lo que es lo
mismo, que toda imagen presente es —sin más— arcaica.
Quizás la historiadora Gabrielle M. Spiegel (2007, p. 89) tiene razón y
escribimos de modo inconsciente, pero con determinación, nuestras obsesiones
más íntimas. Los discursos, las conferencias y otros materiales que hemos
puesto en consideración adquieren especial relevancia al haberse cumplido en
2021 seis décadas del fallecimiento del rosarino. En ocasiones, los textos,
minimizados por ciertos mecanismos no siempre visibles de postergación, siguen
un curioso derrotero para convertirse, finalmente, en objeto de estudio más o
menos legitimado. Estos materiales coadyuvan así a profundizar en los
recorridos de las ideas de un intelectual cargado de tensiones y con una
multifacética trayectoria. Guido es un intelectual incómodo y polémico: en
efecto, presenta —a semejanza del catalán Eugeni D’Ors (1881-1954) a quien lo
une por cierto la reflexión sobre lo barroco— muchas aristas dignas de
transitar para no clausurar su pensamiento. Si lo encasillamos como ecléctico o
reaccionario, operación que —en última instancia— recortaría su potencia de contemporáneo en el sentido agambeniano,
lo clausuramos.
Los materiales de archivo aportan datos para la construcción de su
itinerario universitario, y, en un contexto más amplio, sirven para explorar un
episodio poco transitado de la vida cultural argentina de la primera mitad del
siglo veinte; un episodio que forja un posicionamiento público en más de un
aspecto: los discursos pronunciados con motivo de su asunción al rectorado son
piezas retóricas singulares ya que contienen su modo de situarse frente al
peronismo como ningún otro de sus otros textos. Por eso revisten importancia
para cartografiar los sentipensares del arquitecto.
Al leer las intervenciones de Perón en filigrana con los discursos de
Guido, notamos que instalan —utilizando una metáfora musical— más que un contrapunto, un recitativo, porque enfatizan las inflexiones del habla de quien
fuera tres veces presidente de la República Argentina. Dicho de otro modo: en
sus discursos se pueden auscultar los mismos sones que en los de Perón, siguen
una misma línea discursiva, repasan los mismos tópicos, utilizan las mismas
frases. Por ende, estos textos de su paso por el rectorado de la UNL tienen un
valor histórico inestimable: son documentos de carácter testimonial y,
asimismo, materializan las líneas directrices de un plan de gestión
universitaria. De esta manera, se constituyen en acicate y en instrumentos de
gran versatilidad para analizar su paso por la gestión universitaria. A su vez,
parten del mismo diagnóstico: la universidad es una institución enferma, la
formación moral y científica de los universitarios debe ir en tándem con el
proyecto político que el peronismo estaba desarrollando a nivel nacional, esto
es, no debía permanecer indiferente al proyecto político general.
Pero Guido no resuelve sus tensiones: era un reformista que devino rector
peronista; un arquitecto que, unido a Rojas por el nacionalismo cultural, se
sentía impelido a construir un futuro anterior, un pasado que no deja de pasar,
que se estaba actualizando en el presente de la enunciación: Eurindia. Y
también, interpelado por la palabra de Perón, como intelectual forjador de un
ordenamiento simbólico, brega por definir las notas de la universidad porvenir: argentinidad contra el
cosmopolitismo; americanidad como lo entendió San Martín al libertar América;
universalidad como didáctica ecuménica y movilización para cuidar el patrimonio
cultural y los valores espirituales de la justicia social.
Estas piezas hilvanadas a los textos de carácter crítico-estético,
analizados en la segunda parte de esta comunicación y que también fueron
originalmente pronunciados como conferencias, nos muestran que no solo estos
intereses basculaban en el mismo momento, sino que además fueron publicados en
tándem por la misma institución universitaria. Son acaso dos caras de una misma
moneda. Quizás podríamos pensar que, para Guido,
Goya y el Aleijadinho son artistas que al emerger del subsuelo de lo torturado
y del dolor, construyen la emancipación: Goya, liberándose de la hegemonía
extranjera y académica y afirmando su hispanidad con un nuevo arte humanizado;
el Aleijadinho, por su parte, dando la espalda a la moda de su tiempo afirmando
la autenticidad social y telúrica de su América. O, en otros términos,
podríamos apuntar que Goya redescubre España después de su sordera y el
Aleijadinho reencuentra su América después de la lepra” (p. 30). En última
instancia, solo resta decir que el peronismo vendría a realizar aquello tan
ansiado que ya en el arte Goya y el Aleijadinho habían realizado.
Didi-Huberman (2013, p. 3) nos recuerda que “cada vez que intentamos
construir una interpretación histórica —o una arqueología en el sentido de Michel Foucault—, debemos tener
cuidado de no identificar el archivo del que disponemos, por muy proliferante
que sea, con los hechos y los gestos de un mundo del que no nos entrega más que
algunos vestigios”. En la mesa del montaje38 de la crítica (que
escapa a las teleologías), esa cohabitación que implica el archivo de imágenes
disyuntas y heteróclitas —Goya con el Aleijadinho— busca articular vestigios
documentales —Guido con Ivanissevich, Guido con Perón—. Entre estos
restos, entonces, intentamos montar escenas y trazar puentes y, de este modo,
captar atisbos para exhumar la fuerza del anacronismo deliberado, al decir
borgeano, que hace de Guido un contemporáneo, nuestro contemporáneo.
Figura 9. Candelabro
(Izq.) Figura 10.
Profeta Isaías de la serie “Los profetas”
(Centro) Figura 11.
Cristo (Der.)
Después de algunos años de vida turbulenta, esta Universidad del Litoral
inicia hoy la segunda etapa de su existencia, al amparo de la nueva Ley
Universitaria. La primera etapa comenzó inmediatamente después de terminada la
anterior Guerra Mundial. La segunda, hoy, después de esta gran guerra reciente.
Ha pasado y está pasando, pues, nuestra Universidad por la dura prueba de dos
posguerras, cuando el mundo sufre profundas vacilaciones en su dirección y en su destino. Es
probable que esta incertidumbre de Occidente en reencontrarse a sí mismo, haya
incidido profundamente en el mundo de la cultura y haya sido motivo de esa
turbulencia de que habláramos.
De cualquier manera, como balance de
este cuarto de siglo pasado, podemos asegurar que, en la doble misión de la
Universidad, de formar ‘técnicos’ y formar ‘hombres’, pudo cumplirse nada más
que, discretamente, lo primero. No fue posible franquear esa trinchera de lo
exclusivamente técnico, a pesar de que se desplazó nuestra Universidad, durante
la vigencia de una doctrina formativa como la Reforma Universitaria.
En efecto, esta Reforma tan traída a
cuento, nació con esa doble misión de robustecer la técnica y, además, formar
la conducta del universitario para hacerlo permeable a las transformaciones
sociales, tan decisivas en la hora presente.
Sin embargo, estos ideales
reformistas, fueron traicionados, voluntaria o involuntariamente, a la vuelta
de cada esquina39. En mi trabajo “Definición de la Reforma
Universitaria”, publicado hace más de quince años, denunciaba esa desviación.
Expliqué, entonces, el peligro que se corría al confundir los propósitos con
los procedimientos, la finalidad con los medios para lograrla. La asistencia
libre, la docencia paralela, el gobierno de profesores y alumnos, no debieron
ser nada más que recursos o experimentos para lograr una finalidad concreta: la
superación de la Universidad argentina hasta alcanzar el pulso de nuestro
tiempo.
Si esta superación no se lograba, la
Reforma verdadera aconsejaba acudir a otros medios, cambiándolos o suprimiendo
aquellos recursos ensayados. Sin embargo, no fue así. Probablemente por
indefinición de la misma, intencionada o candorosamente, se insistió en
sostener aquella estructura temeraria con una tozudez inexplicable. Ni siquiera
el ejemplo de las universidades norteamericanas –de recursos tan contrarios–
hizo vacilar a quienes creyeron poseer el monopolio de la Reforma.
La verdad es que en lo docente y
administrativo la Reforma proponía terminar con las camarillas y el privilegio,
pero, lamentablemente, se incrementaron más.
En lo espiritual y argentino
aconsejaba un repliegue hacia lo nuestro, denunciando nuestros propios
problemas nacionales para atacarlos en su ‘funcionalidad regional’. Sin
embargo, salvo excepciones honrosas, hubo que soportar una extranjerización
exacerbada y los pocos limpiamente argentinistas, tuvimos que sufrir el
degüello de nuestras ilusiones y buscar el repliegue en el libro, en la
creación y en la cátedra, ya que era inútil todo esfuerzo y toda lucha.
En la orientación política —en el
alto concepto de la palabra— nació la Reforma con un ideal bien claro de
‘justicia social’ para los argentinos. Pero también esa esperanza fue
traicionada por el complejo exotista y extranjerizante que no ha desaparecido
aún de nuestros claustros. En lugar de mirar hacia la Patria, se copiaron las
extremas derechas y las extremas izquierdas del Viejo Mundo, dolorido y
desesperado después de las dos guerras más grandes de la humanidad.
No fue eficaz, pues, nuestra Reforma porque, consciente o inconscientemente
se la falseó y en ese plano inclinado del error fueron arrastrados hasta los
más idealistas, los más patriotas y los más sinceros reformistas. La verdad fue
que la tranquilidad espiritual indispensable para la creación en las Ciencias y
en las Artes estuvo ausente en gran parte de ese cuarto de siglo de vida
universitaria.
Las asambleas de estudiantes, los
Consejos Directivos convertidos en tribunas partidarias y el clima de política
de la calle traído a los claustros, conspiraron contra ese ambiente recoleto
que se vive en las Universidades europeas y norteamericanas y que constituye el
único medio favorable para la consagración al trabajo intelectual, a la
investigación científica, a la creación artística. Es necesario confesar, con
desilusión, que en sus claustros nunca pudo crearse ese ‘pathos’ de amor al
libro como expresión del saber milenario, de admiración y gratitud hacia los
maestros y genios de la sabiduría y del arte, de dignificación del espíritu y
de exaltada unción hacia los arquetipos de nuestra nacionalidad. Y estos eran
propósitos reformistas, ya que, en los últimos años anteriores a la Reforma, la
universidad argentina no había logrado polarizar estos ideales de la cultura.
Pues bien, todo cuanto va dicho, por
fortuna, va en camino de terminarse. La Ley Universitaria, a pesar de sus
lagunas razonables, tiene el patriótico propósito de eliminar esas desviaciones
lamentables. Su solo anuncio ya ha traído una tranquilidad relativa en los
claustros universitarios.
En fin, señoras y señores, la
Universidad argentina va en camino de serenarse y el momento es propicio para
el trabajo constructivo. La hora es oportuna para iniciar la superación de
nuestras universidades que actualmente son nada más que escuelas profesionales
superiores. Nuestro ministro, el doctor Ivanissevich, lo ha dicho muy bien: “La
universidad argentina no ha nacido aún. Por ahora no es más que un colegio
superior para técnicos”. Es decir, un politécnico superior.
Efectivamente, a la universidad
argentina se le presenta la ocasión de apuntar más alto. Deberá completar ese
‘técnico bárbaro’ de Ortega y Gasset, con el ‘técnico culto’. Hacer del técnico
un hombre armonioso, para que sea un instrumento, práctica y espiritualmente
útil, para la Patria y para el mundo.
El bosque tiende a desbrozarse de
malezas y a la distancia se otea el camino a seguir. La universidad argentina
ha entrado en un ciclo constructivo y ya se puede pensar firmemente, en su
superación. Veamos un poco, en forma vertebrada, las ramificaciones troncales
del destino de nuestra Universidad.
Toda universidad auténtica se
desplaza en dos corrientes paralelas. Una constante constituida por el saber
milenario que, como dice Scheler, es troncal e indispensable. Y otra viva y
presente, conforme a la realidad de nuestro tiempo. Desprenderse o desentenderse
de cualquiera de estas corrientes es mutilar la esencia misma de la
universidad. Por ello, comenzaremos por manifestar que nuestras universidades
deberán ser, ante todo, argentinas. Es decir, para argentinos que debe resolver
problemas argentinos.
Aquel saber milenario deberá
acondicionarse a la realidad telúrica, histórica, económica, política y
espiritual de la Patria, sí pretende formar universitarios de la gran Argentina
de mañana.
La realidad telúrica es la de
nuestro suelo, cuya magia nos ha permitido lograr esa singularidad en la
geografía humana del mundo. El Martín
Fierro quizás sea el arquetipo. En lo
histórico somos una realidad presente, sustentada por una tradición imposible
de desescamotear. La gesta de nuestra independencia y el ideal sanmartiniano,
son valores formativos —conforme a la teoría filosófica de los valores— capaces
de estar siempre en primer plano en la perspectiva histórica del hombre
argentino.
En lo político y económico estamos
presenciando el drama del mundo frente al advenimiento de las masas
proletarias. Nuestro gobierno ha sabido resolver esa grave ecuación política y
económica, providencialmente. El temerario avance de las masas de que nos
hablan Ortega y Landsberg, que está haciendo vacilar hasta la propia cultura de
Occidente en Europa, se está resolviendo entre nosotros exitosamente.
La universidad no puede echar en
saco roto esta realidad tocante ni aducir incompatibilidad alguna. Antes, al
contrario, la universidad argentina deberá formar élites entre sus filas, para contribuir con su serena sabiduría y
su teleológica visión universalista, que la Patria arribe al mejor puerto del
mundo, en estos momentos cruciales de su historia.
Finalmente, en lo espiritual, hay
raíces demasiado hondas en nuestro pueblo y que deben ser advertidas por la
universidad. Nuestra tradición cristiana, legada desde la Conquista hispánica
de América, se acondicionó en nuestras pampas, en nuestras montañas y en
nuestras riberas, demarcando señeramente nuestro destino espiritual. Luego, la
Independencia la afianzó para siempre, ya que la incorporó a sus ideales de
libertad en la epopeya del nacimiento de nuestra patria. Más adelante la
inmigración latina, desde fin de siglo, matizó, pero no desvío ni en un ápice,
el gesto vigoroso de este tronco de árbol cristiano de nuestros antepasados.
Pues bien, si la universidad
argentina, en este nuevo ciclo de su historia, pretende ser un poco más que un
politécnico superior, deberá inspirarse, ante todo, en esta realidad objetiva y
subjetiva de nuestra Patria. Hemos vivido hasta estos últimos años,
excesivamente asomados a lo exterior. A pesar que el Atlántico nos separa de
Europa, hemos desplazado nuestros propios problemas nacionales para enfocarlos
desde el ángulo físico y espiritual de un continente de excesiva madurez,
olvidando nuestra propia juventud americana. El cosmopolitismo gestó, sin lugar
a dudas, ese clima de desautenticidad de lo nuestro. Pero va esto dicho sin
reproches. En otra ocasión lo expresé con estas palabras: “A pesar del
dramatismo tremendo que adquiere la expresión americana, incapaz de manifestarse
en su propia voz y circunscripta a una vida de escamoteado espíritu, se logra,
sin embargo, una agilidad mental y captación espiritual notables. Una suerte de
vigilia constante para la mejor interpretación de la vida integral europea”.
Pero, especialmente Buenos Aires,
extremó la medida de nuestra extranjerización. Las raíces profundas de nuestra
argentinidad comenzaron a vacilar. Nuestro endeble federalismo político,
espiritual y humano, no fue suficiente para equilibrar esa expresión que yo he
llamado portuaria, por saberla
atacada a las cien banderas del mundo. Era indispensable esa segunda y
auténtica emancipación que nos habla Ricardo Rojas en su Restauración nacionalista. La emancipación política la realizaron
los hombres de mayo. La emancipación económica la está cumpliendo
admirablemente el Gobierno que hoy dirige nuestros destinos. Nos falta la
emancipación espiritual. Esta última libertad, la del espíritu, debe preocupar
a las universidades. Sin imitarlas, por supuesto, debemos actualizar un poco
las grandes universidades de Occidente que, desde la época medieval, iluminaron
la cultura del mundo y cuyos propósitos no fueron, por supuesto, formar
técnicos exclusivamente, sino hombres,
en el sentido ancho de la palabra. Universidades como las de París, Bolonia,
Salamanca, Oxford lograron ese armonioso connubio y la cultura occidental pudo
ejercer ese alto magisterio que todavía persiste.
He aquí, pues, uno de los más grandes problemas de la universidad
argentina. Debemos colocar en las alforjas del egresado algo más que la aptitud
técnica. Deberá recibir conjuntamente con el diploma que lo habilita para el
ejercicio de las profesiones liberales, también el espaldarazo de argentinidad.
Solamente así, el médico, abogado, ingeniero, arquitecto, será un elemento
eficaz y constructivo en esta Patria grande que todos soñamos.
Es en los claustros de nuestras universidades, jerarquizados por maestros
de categoría moral y científica, donde podrá ejercerse esa didáctica superior
que cada día la sentimos más indispensable en las comunidades modernas. Hoy más
que nunca, con el advenimiento de las masas trabajadoras, es indispensable
formar esas élites consejeras y directoras. Y ningún ambiente más propicio que
las Universidades. Deben estas aportar su serenidad, su sabiduría y su alto
juicio siempre argentino, a esas masas razonablemente convulsionadas y
aventadas por el clima revolucionario de la justicia social.
Esta es una de las contribuciones
que de inmediato habrá que poner en práctica para coadyuvar con el Superior
Gobierno de la Nación que, en este momento histórico, ha evitado que fuéramos
arrebatados por un extremismo desoccidentalizado y por ello, de grave riesgo
para nuestro destino.
Universidad argentina, pues,
formadora de técnicos y hombres argentinos, abocados a la solución de problemas
argentinos y apuntando siempre hacia una Patria mejor.
Ya lo he dicho en otra ocasión:
“Frente al desgarramiento de Europa, los pueblos de América se han apretado en
una inusitada hermandad, más limpia y más sólida de lo que pudiera deducirse de
la manida ‘buena vecindad’, demasiado protocolizada, por cierto”.
“Creo firmemente –dije hace algunos
años– que en la trastienda de aquella bien intencionada ‘buena vecindad’, ha
cundido de Norte a Sur y de Sur a Norte una corriente de honda y auténtica
simpatía fraternal, frente a la desescamoteable realidad de la guerra que
acabamos de soportar. Se diría que América ha comenzado a pensar en sí misma y
a tener fe en su adultez recién nacida. Hay, efectivamente, una intensa emoción
de gran expectativa, frente al presentimiento de ser señalada por el destino,
como monitora de la cultura universal y defensora de la sabiduría y el espíritu
que nos legara Occidente”.
“A mayor responsabilidad mayor
urgencia en ajustar sus filas humanas, en reestimar sus propios valores, en
sopesar su capacidad en ese flamante magisterio del mundo que la historia le ha
de deparar en estos momentos cruciales de la humanidad. Y por ello, el Norte
poderoso ha tendido la mano para recoger la moneda espiritual del Sur. Y el Sur
le ha ofrecido —con esa hidalguía propia de su estirpe hispanoamericana— sin
resentimientos, a pesar de que un imprudente acción económica anterior a la
última guerra, había creado aquel complejo arielista del antimperialismo
difícil de desplazar”.
“Pero, repito, por encima de este
señalado complejo arielista y de aquella buena vecindad todavía impopular, la
verdad es que toda América se ha sentido conmovida en una misma y densa emoción
de ancha y limpia hermandad, frente a la grave responsabilidad de su destino”.
“Se me antoja que este momento tiene
un perfil muy similar a aquél de los últimos años de la segunda mitad del siglo
XVIII, guardando distancia, por supuesto, de tiempo y circunstancias
históricas. Toda América fue casualmente en aquella centuria, una sola América.
Un solo ideal vibraba desde el lacustre montañoso Norte y desde el Yucatán
cálido, hasta las Pampas extendidas y la Patagonia frígida: el ideal de la
Libertad. El sojuzgamiento por el europeo tenía ya su primera independencia
visceral. Gestábase, cabalmente, lo que más tarde fue emancipación política o
primera independencia. Era casualmente América, en aquel momento, una sola
América frente a Europa y no la actual, aparcelada por razones no muy
justificadas por cierto. Era la época de los comuneros, de las insurrecciones
indígenas, de los rebeldes mestizos y también de los sofocados movimientos de
emancipación. Y así como los primeros años del XIX, fueron los años decisivos
para lograr existencializar aquella visceral independencia de América, se me
antoja que, en estos momentos, después de más de un siglo, se está gestando la
segunda y definitiva emancipación que todos soñamos”. Estos conceptos
pertenecen a mi obra Redescubrimiento de
América en el Arte, publicada hace varios años. La reciente asamblea
panamericana de Bogotá, es un signo evidente de aquella esperanza.
Pues bien, en los claustros de
nuestras universidades, debe ejercerse, de alguna forma, esta didáctica
americanista. El conocimiento de la geografía humana y espiritual de América,
hará más densa esa confraternidad. ‘Piú si conosce e piú si ama’, decía
Leonardo.
Trataremos, pues, que este ideal
americanista, sea una realidad en esta Universidad del Litoral. Oportunamente
hemos de proponer soluciones prácticas para lograr tan noble propósito. No
debemos olvidar que nuestra primera emancipación necesitó la comunión de todos
los pueblos de América. Así lo entendió San Martín, el Santo de la Espada,
llevando aquel ideal de emancipación americana desde el Atlántico hasta el
Pacífico. En esta segunda Libertad, repito, será imprescindible, también, la
conjuración de todos los pueblos de América para alcanzar esa independencia
espiritual de que habláramos antes. La universidad argentina no debe echar en
saco roto estas enseñanzas de la historia. El ideal americanista, debe penetrar
generosamente en sus claustros, para ejercer esta alta docencia de
confraternidad continental.
Este repliegue dentro de la frontera
americana, no significa desentendimiento de lo ecuménico. Las lastimaduras de
la vieja Europa son también nuestras propias lastimaduras. Su alto magisterio
debemos recordarlo siempre con gratitud de discípulos.
Pero, en esta asimilación admirativa
de aquellas enseñanzas que nos ponen en relación con la universalidad del conocimiento
europeo, debemos proceder con prudencia.
Hace más de seis años a esta
parte, en mi citada obra Redescubrimiento
de América en el
Arte, expresaba estos conceptos
que me permito reproducir. “Tengo para mí –decía entonces– que Europa es un
continente resentido. A pesar que pueda resolver prácticamente el problema
económico de la posguerra, restará un saldo de resentimientos que solamente un
gran movimiento espiritual —posiblemente de remozado cristianismo— podría
bloquear. Pero con criterio realista, no creo preparado a aquel continente para
tan gigantesca empresa. Ha calado muy hondo en Europa el desamor de hombre a
hombre y no creo realizable, en aquel continente, esa suerte de socialismo
cristiano o cristianismo socialista que se han propuesto las mentalidades
europeas de más alta probidad intelectual y de más limpia conducta. Con
angustiado dolor de discípulos americanos asistimos a este paréntesis trágico
de Europa, la maestra cabal de nuestra cultura hasta hoy. Pero la historia
marcha y la vida apremia. América dolorida y sin ingratitud ha comprendido hoy
la gran responsabilidad de su destino”.
“América en efecto —no va en ello
euforia americanista— podrá resolver aquel problema social sin resentimientos
internacionales y por lo tanto con mejor predisposición cristiana”. Y terminaba
con estas palabras: “Tengo fe que en la generosa tierra de nuestra América
podrá fructificar aquel piadoso ideal de justicia social, para, después de
realizado, lanzarlo por el mundo como un ejemplo de las creaciones más grandes
de la humanidad”.
Estas palabras dichas entonces,
fueron de esperanza. La historia ha corrido aceleradamente y aquella visión de
futuro la vemos convertida hoy en realidad. Nuestra adultez ha comenzado. La
conducta ecuménica, pues, deberá acomodarse a este ideal de emancipación
espiritual de América. Conviene, entonces, interponer la prudencia a toda
incorporación de universalidad.
En efecto, desde las universidades y
centros de cultura extranjeros, nos llegan doctrinas filosóficas, sistemas
políticos y plataformas estéticas que conviene recibir con juicio de
inventario. No sería aventurado opinar que pueden ser muy bien, antídotos o
exudaciones de un continente que lucha por rehabilitarse del gran pecado de no
haber sabido defender, con dignidad, su patrimonio de cultura milenaria. Desde
la perspectiva americana resultan monstruosas y diabólicas algunas concepciones
biológicas, filosóficas, estéticas y sociales. Es probable que todas ellas sean
manifestaciones extremas de una cultura vigorosa pero desesperada. Negar
nuestra simpatía y nuestra adhesión en el dolor sería ingratitud. Pero,
imitarla y contagiarse de esa misma desesperanza, sería temerario.
Mas, lo riesgoso es que esas voces y
expresiones extremistas nos llegan a través de los medios de cultura más
populares: el libro, la prensa, la radio, el cine. No debemos olvidar que estos
son los instrumentos de mayor eficacia en la formación cultural de un pueblo.
Compiten con éxito en docencia popular, lamentablemente, hasta con la misma
universidad.
Tengo para mí, que la universidad no
debe desentenderse de estos problemas si es que pretende ponerse a tono con el
pulso de nuestro tiempo.
De aquí que, en estos momentos
históricos donde parece que se ha de cumplir aquello de la “Universidad del
pueblo y para el pueblo”, conviene meditar sobre la forma práctica y prudente
de llevar a lo popular esta didáctica ecuménica de universalidad tamizada por
la esperanzada juventud de América.
Señoras y señores: Me ha parecido
oportuno terminar este discurso inaugural de Rector, con una palabra que es
expresión de conducta. Y esta palabra es: movilización.
Movilización significa disponerse a
tomar las armas en defensa de la Patria. La integridad territorial de la Nación
no está en peligro. Pero sí lo están el patrimonio cultural y los valores
espirituales de la madura civilización europea, ante el advenimiento de las
masas agitadas por la bandera de la justicia social. Pareciera que el Viejo
Mundo tuviera flaca capacidad para defenderlos frente al avance oriental. Por
ello, debemos movilizarnos para proteger, americanizar y argentinizar ese
patrimonio del saber y del sentir, que tanta grandeza dio a Occidente y
ofrecerlo, universitariamente, a nuestro Gobierno que, en estos momentos, está
realizando el gigantesco esfuerzo de consagrar esa justicia social, sin
desmedro ni riesgo para nuestra argentinidad. Y en las movilizaciones como en
las trincheras, no hay diferencias de clases, ni de ideologías políticas, ni de
doctrinas sociales. Solamente son incompatibles: la traición, la deserción y la
cobardía. La fraternidad cunde porque, junto al coraje, brilla refulgente un
solo alto ideal: la defensa de la Patria.
Yo desearía trasladar ese clima de
movilización a nuestra Universidad del Litoral. Desearía llevar a nuestros
claustros, convulsionados por los acontecimientos que todos conocemos, ese
estado de espíritu fraternal y constructivo. Hora es que desaparezcan de
nuestros claustros los conflictos pequeños, los absurdos resentimientos, los
rozamientos políticos, las posturas enconadas.
A los profesores que sean un poco
más maestros y a los alumnos un poco más discípulos, para poder ser eficaces en
esta movilización destinada a superar nuestra Universidad, elevándola a una
categoría cultural, a una jerarquía espiritual y a una orientación social digna
de una Universidad de nuestro tiempo. En estas horas de movilización, nada debe
sobreponerse a los intereses superiores de la Patria.
Argentinidad, americanidad y
universalidad dignamente controlada, es, para mí, la tríada hacia la cual debe
apuntar la Universidad argentina, atrincherándose en su patrimonio de Ciencia,
Cultura y Espíritu, en estos momentos de vacilaciones pronto la revolución
social del mundo.
¡Que, en esta dramática etapa
histórica de movilización, haya un propósito superior y siempre presente en
nuestra conducta de universitarios: trabajar para una Argentina grande!
¡Ojalá pueda lograr, desde mi cargo
de Rector, ese clima de conciliación y, ¡Dios mediante, traer esa indispensable
serenidad a los espíritus, para que nuestra Universidad del Litoral, movilizada
para un gran destino, cumpla su misión de alta argentinidad en estos momentos
difíciles del mundo!
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ingeniero civil y urbanista. Rosario. Argentina: Colegio de Profesionales
de la Ingeniería Civil. Distrito II de la provincia de Santa Fe.
1 Será de próxima aparición el epistolario entre Ángel
Guido y Ricardo Rojas, bajo el título Sirenas
con charangos. El epistolario inédito de Ángel Guido a Ricardo Rojas
(1925-1956), con prólogo de Raúl Antelo. Hemos realizado el estudio
preliminar, las notas y las transcripciones. Las cartas forman parte del
Instituto de
Investigaciones
del Museo Casa Ricardo Rojas (CABA). Para más información sugerimos consultar:
Antequera (2019, 2020a, 2020b). En 2022, la archivista del Museo Casa Ricardo
Rojas Elvira Ibarguren ha confeccionado el índice onomástico del epistolario de
Ricardo Rojas, que se encuentra disponible en la página web del Museo y que
contiene el listado de las correspondencias trocadas por Rojas con otros
intelectuales, artistas, etc.
Disponible en https://museorojas.cultura.gob.ar/noticia/conmemoracion-del-dia-de-la-cultura-nacional/ 2 En las piezas
epistolares de Guido a Rojas correspondientes a 1939, el arquitecto discurre en
torno a las maquettes hechas para la
escenografía y en una carta fechada el 2 de agosto de ese mismo año felicita a
su maestro por su gran éxito. También el antropólogo peruano Luis Valcárcel
(1891-1987) recoge en sus Memorias impresiones
de esta obra: “La noche del estreno fue impresionante ver el gran Teatro Colón
lleno en todas sus localidades, inclusive el palco presidencial, donde podíamos
distinguir la figura del Presidente de la República, Marcelo T. de Alvear.
Asistieron también algunos Ministros de Estado y distinguidos representantes de
la sociedad porteña. La presentación comenzó con el Himno al Sol, que fue
recibido con entusiastas aplausos” (Valcárcel, 1981, p. 220).
3
Las respuestas
de Rojas se perdieron.
4
La Universidad
Nacional del Litoral fue creada por la Ley
n.° 10861 el 17 de octubre de 1919. Su creación no solo se enmarca en el
clima reformista de la época, sino que respondió a demandas estudiantiles que
se venían efectuando desde principios de siglo y que tomaron nuevas fuerzas a
la luz del movimiento cordobés de 1918 (Bertero y Larker, 2018; Rubinzal,
2022).
5
El texto de la
designación es el siguiente: “Visto: la renuncia que del cargo de Interventor
den la Universidad Nacional del Litoral, formula el Dr. Edgardo María Hilaire
Cháneton; y considerando: que es necesario proceder a la designación de Rector
en la citada Universidad, conforme a las disposiciones establecidas por la ley
número 13.031 sobre régimen universitario; que el señor Ángel Guido, Ingeniero
civil y Arquitecto, titular de cátedras de su especialidad en dicha
Universidad, reúne los requisitos exigidos por el art. 11 de la ley para
desempeñar el mencionado cargo; Por ello, El presidente de la Nación Argentina
decreta: Artículo 1: Acéptase la renuncia que del cargo de Interventor en la
UNL, formula el Doctor Edgardo María Hilaire Cháneton (Clase 1913, D.M. 2,
Matrícula nº 2.578.562) dándosele las gracias por los servicios prestados.
Artículo 2: Dáse por terminada la intervención dispuesta por decreto nº 12.195
de fecha 30 de abril de 1946 en la UNL. Artículo 3: Desígnase Rector en la UNL
por el término de tres (3) años, conforme a la facultad conferida por el Poder
Ejecutivo por el art. 10 de la ley nº 13.031, al Ingeniero civil y Arquitecto
D. Ángel Guido (Clase 1896, D.M. 33, Matrícula nº 2.134.219). Artículo 4: El
presente decreto será refrendado por el señor Ministro Secretario de Estado en
el
Departamento
de Justicia e Instrucción Pública. Artículo 5: Comuníquese, publíquese y
anótese, dése a la
Dirección
General del Registro Nacional y archívese. PERÓN- Belisario Gache Pirán. Oscar
Ivanissevich” 6 En la década
del cincuenta, Guido se alejó críticamente de este movimiento. Prueba de esto
es quizás su arriesgada novela La ciudad
del puerto petrificado: el extraño
caso de Pedro Orfanus (1954) bajo el seudónimo de Onir Asor (Nótese:
rosarino, al revés). Esta afirmación amerita un trabajo crítico ulterior. Véase
el texto de P. Montini (2014).
7
A partir de
una obra recientemente hallada —que Guido nunca había publicado— cuyo título es
La casa del Maestro (2020), hemos
podido conocer de primera mano, los pormenores en la elección de cada detalle
de la casa de Rojas. Esta obra funciona como una metatextualidad que quiere
explicar las elecciones ornamentales del inmueble.
8
Su arriesgada
diatriba contra Le Corbusier en el III Congreso Panamericano de Arquitectos
(1927), reunido en Buenos Aires, fue quizás la más osada y la que más
repercusiones tuvo (Antequera, 2020a).
9
“Como lo
analizó Eduardo Hourcade (1995), el modelo estuvo ideológicamente inspirado en
las formulaciones euríndicas de Ricardo Rojas, que proponían la fusión de lo
europeo y lo aborigen, lo americano y lo colonial en la construcción del Altar
de la Patria. Su arquitectura procura establecer un pliegue monumental capaz de
comunicar el presente homogéneo de la ciudad portuaria de Rosario con la
diferencia y la singularidad de supasado nacional. El artefacto arquitectónico,
elaborado por Ángel Guido, posee dimensiones importantes y es una de las pocas
formas monumentales decididas a la bandera de un Estado Nacional” (Vera y
Roldán, 2021).
10 Para una caracterización de la revista Universidad de la UNL consultar: Escobar
(2022).
11 Para ahondar en el programa pedagógico americanista de
Guido en otros niveles educativos más allá del universitario y seguir los
derroteros institucionales que supo atravesar, conviene consultar el
interesante trabajo de Welti (2019). Con respecto a las iniciativas culturales en las que participó, la
Asociación Cultural El Círculo junto a su hermano, el artista plástico Alfredo
Guido, es ciertamente digna de destacar (Fernández, 2003). 12 Sugerimos
consultar oportunamente los siguientes trabajos: Fiorucci (2011), Sigal (2002),
Buchbinder (2005), Martínez del Sel y Riccono (2013), Girbal-Blacha (2005),
Buchrucker (1987), entre otros. Para pensar los vínculos entre el primer
peronismo y literatura: González (2015), Edwards (2014), Navascués (2017),
Bracamonte (1996), entre otros.
13 Conviene apuntar que hemos tomado este término en el
sentido en que Ernesto Laclau (1996) lo trabajó en su ya clásico libro Emancipación y diferencia, más
precisamente en el primer capítulo titulado “Más allá de la emancipación”.
Laclau analiza este concepto en torno a seis dimensiones inextricablemente
vinculadas. Nos referimos a las dimensiones: dicotómica (la censura entre el momento emancipatorio y el orden
social precedente), totalizante (la
emancipación afecta todos los órdenes de la vida social), de transparencia (no hay lugar para relaciones de poder o de
representación), preexistencia (de lo
que debe ser emancipado respecto del acto emancipatorio, esto es, no hay
emancipación sin opresión), de fundamento
(si el acto emancipatorio es verdaderamente radical, operará al nivel del
fundamento de lo social) y racionalista
(en oposición a religioso). 14
“Siempre fue [Beatriz] una antiperonista recalcitrante. Contaba que en un viaje
que hizo en 1938 a Berlín junto con su padre, se hospedaron en un hotel donde
estaba Perón, y fue testigo de que este asistía a los mitines de la SS. ‘Cierta
mañana aparecieron todos los negocios de los judíos apedreados, con las
vidrieras rotas. Mi padre me llevó a ver los destrozos y luego tomamos mate con
Perón y otros militares argentinos, que parecían contentos por lo que había
pasado”, declaró en un reportaje (Gorodischer en Mucci, 2015, p. 15)
15 Teniendo en cuenta que excede las pretensiones de este
artículo, pero para profundizar en esa trama de ideas que en los años treinta
van corporizando las acciones públicas/institucionales/políticas tanto de Guido
como de otros intelectuales, y que incluye el lugar dado a la cultura por la
experiencia del antipersonalismo en la provincia, sugerimos consultar Virado a sepia. Educación y política en
Santa Fe de los años treinta (2021) así como el artículo: “Legitimidades y
usos del pasado en el antipersonalismo santafesino, (1937-1943)” (2020), ambos
de Juan Cruz Giménez.
16 Hemos transcripto el discurso en las páginas finales de
esta comunicación.
17 Para profundizar en el discurso crítico acerca de la
universidad y las reformas, sugerimos consultar Castro (1998). Este autor
retoma “el conflicto de las facultades de Kant” y lo retrabaja en clave de
conflicto de las racionalidades, un conflicto entre los usos de la razón, entre
un uso del conocimiento subordinado a los fines del Estado y un uso autónomo de
la razón. Los postulados kantianos le sirven a Castro para poner de relieve el
nexo entre filosofía de la universidad y filosofía de la historia y en qué modo
las posibilidades de un pensamiento crítico acerca de la racionalidad técnica
dependen de comprender el nexo entre estas y las crisis de filosofía de la
historia.
18 Ivanissevich, entre 1948 y 1950 fue secretario de
Educación de Perón. A posteriori, al crearse el ministerio, pasó a ser
ministro. Entre 1973 y 1974 volvió a ocupar dicho puesto en el gobierno.
19 Como señalan B. Carrizo (2019) y S. Giménez (2019) el
regeneracionismo es un componente de las culturas políticas que puede
reconocerse en el radicalismo y que vuelve a tener presencia en los treinta. En
el caso del texto de Giménez, resulta sumamente interesante la vinculación
entre las identidades fundacionalistas y la tentación de no inclusión del actor
otrora dominante (el otro excluido).
20 En este sentido, “La palabra de Perón como vocero
principal del gobierno en relación con la educación superior fue determinante
para anticipar las medidas que su gobierno tomaba” (Riccono, 2015, p. 24).
21 Para ubicar las representaciones de San Martín y el
sanmartinismo como canon, desde los años treinta del siglo veinte, retomamos un
párrafo de Amorebieta y Vera (2022): “la crisis política abierta en 1930
impactó fuertemente en el ‘zócalo de las representaciones históricas’,
disolviendo ‘la homogeneidad que más o menos hasta entonces había caracterizado
a la producción historiográfica local’. De esta forma, el quiebre ‘del orden
constitucional del año 30, junto con muchos cambios en la vida social
argentina, traería también aparejada una crisis de la percepción del pasado
común. Inesperadamente, se habían encontrado los límites del progreso material
y los límites del procesamiento de conflictos del orden político. Ambas
rupturas tal vez requerían nuevas elaboraciones sobre el pasado, acaso un poco
más a la medida de los nuevos protagonistas de la escena pública. En ese
contexto se pueden ubicar tres acontecimientos relevantes, los cuales habrían
sido expresión de las transformaciones ocurridas en “las modalidades de
constitución de una imagen sanmartiniana en la memoria colectiva’: la edición
en 1932 de Historia del Libertador General Don José de San Martín por José
Pacífico Otero, la fundación en 1933 del Instituto Sanmartiniano, cuya sede
sería el Círculo Militar; y, por otro lado, el anuncio en 1931 de El Santo de la Espada [de Ricardo
Rojas], el cual sería publicado también en 1933”. 22 Entre las preocupaciones de
Guido que fulguran en las páginas de Fusión
hispanoindígena… (1925), podemos advertir la tónica que lo impregna todo:
la arquitectura es entendida como arte social, como “antena de los pueblos”.
Guido pretende instaurar una arquitectura propiamente americana, tan alejada de
la imitación como del eclecticismo y del cosmopolitismo.
23 Conviene reparar que esta cátedra de instauró en otras
universidades también. Por ejemplo, en la Universidad Nacional de La Plata se
fundó en 1943 (Cfr. Pis Diez, 2018, p. 69).
24 Cabe destacar que en un conocido relato titulado “La
fiesta del monstruo” (de Bustos Domecq, seudónimo de Borges y Bioy) y que fue
escrito en diciembre del 47, es decir, solo unos meses antes del discurso de
1948, estos dos escritores enhebran otra serie entre La refalosa de Hilario Ascasubi, “El matadero” de E. Echeverría y
el peronismo, esto es, Rosas (1º tiranía) y Perón (2º tiranía).
25 Esta afirmación de Guido sin dudas es tributaria de
escribir desde una ciudad puerto, Rosario.
26 Quedará para ulteriores trabajos profundizar en algunas
articulaciones entre el peronismo y el nacionalismo, como, por ejemplo, el
lugar de la autoridad, el sanmartinismo, la tradición católica y la “nación en
armas”. 27 Conviene reparar en que este aspecto es una construcción
histórica del propio peronismo, al calor del revisionismo histórico, que aquí
no se pretende abordar.
28
Este segundo
apartado es tributario de los debates y lineamientos del seminario “Goya plagia
DidiHuberman”, dictado por el Dr. Raúl Antelo en la Universidade Federal de
Santa Catarina en 2018.
29
Nos interesa
tomar la acepción que propone Agamben en varios de sus textos e intervenciones.
Por ejemplo, Agamben (2019) al utilizar como disparadora la filología de Karl
Lachmann (1963).
30
Ver la
diferencia que establece Eugeni D’Ors (1946) entre Goya y lo goyesco. 31
Nos referimos a este conocido texto de Raúl Scalabrini Ortiz (1973, p. 55).
32 Traducción nuestra.
33 Guido recoge en el volumen las siguientes reproducciones
de Goya: “Los fusilamientos del 3 de mayo (óleo)”, “Los desastres de la guerra”
(aguafuerte), “Tauromaquia” (litografía), “Disparate ridículo” (aguafuerte). 34
Recordemos que el Aleijadinho vivía en Minas Gerais, donde el oro y los
diamantes eran la codicia de los portugueses y regía la esclavitud para negros
y mulatos.
35
Esculturas en
piedra: profetas Joel, Isaías, Jeremías, Daniel, Jonás, Baruc, Ezequiel,
Abdías, Oseas, Amós, Habacuc.
36
A saber: María
Magdalena (detalle de un pasaje del Vía crucis); Cristo (Vía crucis del
santuario de Congonhas do Campo); dos Apóstoles; Cristo en la escena del Huerto
de los Olivos; Cristo en la prisión; escena de la Flagelación de Jesús; Cristo
coronado de espinas (2); soldado romano en actitud de lacerar a Cristo; Cristo
en el Vía crucis; Cristo en la Vía crucis, soldados romanos, María Magdalena y
mujer de pueblo con un niño; escena de la Crucifixión.
37
Iglesia de San
Francisco de Ouro Preto; ángel del coronamiento de la pila bautismal de la
iglesia de San Francisco de Asís; gran pila bautismal de la sacristía de San
Francisco de Asís de Ouro Preto; púlpito en piedra monolítica, en detalle:
Jesús predicando a los pescadores; portada en piedra de la iglesia de San
Francisco de Ouro Preto; frontispicio de la iglesia del Carmen de São João del
Rey (proyecto del Aleijadinho); portada en piedra de la iglesia del Carmen de
São João del Rey; detalle de la portada en piedra de la iglesia de San
Francisco en São João del Rey; portada en piedra de la iglesia del Buen Jesús
de Mattozinhos de Congonhas do Campo; coronamiento de la portada de la iglesia
de San Francisco en Marianna; portada en piedra de Nuestra Señora del Carmen en
Ouro Preto.
38
Dice
Didi-Huberman (2013): “El montaje será precisamente una de las respuestas
fundamentales a ese problema de construcción de la historicidad. Porque no está
orientado sencillamente, el montaje escapa de las teleologías, hace visibles
las supervivencias, los anacronismos, los encuentros de temporalidades
contradictorias que afectan a cada objeto, cada acontecimiento, cada persona,
cada gesto. Entonces, el historiador renuncia a contar ‘una historia’ pero, al
hacerlo, consigue mostrar que la historia no es sin todas las complejidades del
tiempo, todos los estratos de la arqueología, todos los punteados del destino”.
39 El desencuentro entre peronismo y reformismo universitario hunde sus raíces en un triple orden de factores: el clivaje laicismo clericalismo, el impacto de la segunda guerra mundial sobre los alineamientos políticos culturales —división entre aliadófilos y partidarios del Eje— y en tercer lugar, las políticas universitarias llevadas adelante primero por el régimen de junio de 1943 y luego por el presidente electo, coronel Juan Domingo Perón (Tcach, 2019). También Pis Diez (2012).
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41231
Formas de tratamiento y construcción de
la imagen social:
Nazira Günther
Facultad de Filosofía y Humanidades,
Universidad Nacional de Córdoba,
Argentina nazira.gunther@mi.unc.edu.ar ORCID:
0000-0002-6177-3694. Recibido:
09/08/2022. Aceptado: 13/02 /2023.
Este trabajo se
centra en el uso de formas de tratamiento (FT) nominales y pronominales de
hablantes jóvenes de la ciudad de Córdoba en Twitter. Luego de recolectar estos
usos, nuestros objetivos fueron clasificarlos y observar su aparición en
relación con factores sociolingüísticos y contextuales para aportar al estudio
de la lengua española en su variedad cordobesa, además de analizar su
incidencia en la construcción de la imagen social de los hablantes que utilizan
el llamado ciberdiscurso juvenil. La
metodología es de tipo cualitativa, y el estudio es descriptivo y exploratorio.
Para la recolección de datos, elaboramos un corpus ad hoc, conformado por tuits de jóvenes de entre 18 y 30 años
provenientes de Córdoba. El análisis se centró en la incidencia de las FT en
las actividades de imagen de estos hablantes en un entorno discursivo
particular, a partir de categorías sociopragmáticas, dialectales, diastráticas
y diafásicas. Nuestros resultados
permiten construir un perfil lingüístico del grupo estudiado en Twitter como
cercano a las relaciones simétricas, informales y efímeras, que por ello buscan
ser expresivas, para construir su imagen social en pocos caracteres. Además, la
carga semántica y valor funcional de las FT serían claves para determinar o
intensificar la imagen hablante.
Palabras clave: Formas de tratamiento, imagen social, Twitter, ciberdiscurso
juvenil, español de Córdoba
Forms of Address and Construction of Social Image:
This study examines the various forms of address, both nominal and pronominal, employed by young speakers from the city of Córdoba on Twitter. By collecting and analyzing these linguistic patterns, our objectives were to classify them and observe their emergence in relation to sociolinguistic and contextual factors. This research contributes to the study of the Spanish language in this particular variety and aims to analyze the impact of these forms of address on the construction of social image within the discourse of young individuals in online spaces. The methodology employed is qualitative, and the study is both descriptive and exploratory. To collect data, we compiled a customized corpus consisting of tweets from individuals aged 18 to 30 from Córdoba. The analysis focused on the influence of forms of address on the image projection of these speakers within a specific discursive environment, taking into account sociopragmatic, dialectal, diastratic, and diaphasic categories. Our findings allow us to construct a linguistic profile of the studied group on Twitter characterized by symmetrical, informal, and ephemeral relationships. These relationships aim to be expressive within the limitations of a few characters and play a significant role in shaping the social image of the speakers. Moreover, the semantic implications and functional value of the forms of treatment are crucial in determining and intensifying the speaker's desired image.
Keywords: Forms of treatment, social image, Twitter, youth cyberdiscourse, spanish of Córdoba
Este artículoi se centra en uno de los fenómenos lingüísticos
que son objeto de estudio en torno al habla cordobesa: las formas de
tratamiento (FT). Estas abarcan el paradigma de opciones lingüísticas de las
que dispone un hablante para dirigirse a un interlocutor, a un tercero o a sí
mismo, a través del uso de formas nominales, pronominales o verbales. Se trata
de un sistema complejo en el que se juegan múltiples factores, tanto
lingüísticos como extralingüísticos —de orden sociohistórico, político y
cultural—, cuyos elementos impactan en la forma de los hablantes de construir
al interlocutor, de ubicarse en el mundo y frente al discurso (Rigatuso, 2000;
2002).
Históricamente, se ha estudiado su aparición en medios escritos o en la
oralidad; sin embargo, considerando que las experiencias actuales se configuran
a través de prácticas sociales y lingüísticas desplegadas a la par de los
medios virtuales de comunicación (Cantamutto, 2013), últimamente ha habido
trabajos que han analizado y recogido su funcionamiento dentro de las redes.
Entre ellos, podemos mencionar los que se detienen en las FT en el discurso
digital desde diferentes perspectivas, como su función en la cortesía verbal
(Alarcón y Vásquez-Rocca, 2022; Cautín-Epifani y Miralles 2018; Vela Delfa,
2018) y sus variantes, a partir de la adaptación a diferentes medios, como
Instagram, Facebook, correo electrónico, chats, etcétera (Cantamutto, 2018).
Por ejemplo, una de las grandes variantes han sido los hipervínculos
apelativos, estudiados por Cantamutto y Cautín-Epifani (2016) como formas
apelativas que aparecen como recursos interactivos en las conversaciones online, idea que también consideraremos
en este trabajo. A su vez, hay artículos que han marcado la relevancia de las
FT en las redes como señales de la construcción de un nuevo tipo de identidad
discursiva, vinculada a relaciones más simétricas y horizontales (Varas y
Vásquez-Rocca, 2018), como veremos más adelante.
En ese marco tan rico de estudios, nosotros buscamos realizar un aporte a
la historia del español en esta región particular del país, a partir de este
fenómeno lingüístico que, en su conformación, entrelaza aspectos que también
dan cuenta de la historia política y social de una determinada sociedad. Esto
porque, aunque encontramos un antecedente en el libro de Supisiche (1994) y
otro más reciente en Toniolo y Zurita (2014) sobre los rasgos lingüísticos de
la capital de la provincia homónima en distintos niveles socioculturales, no
hay ninguno que se centre en el habla joven, muchas veces motor del cambio
lingüístico, y las nuevas formas de interacción mediadas por internet
(Cantamutto y Vela Delfa, 2016). Por lo tanto, al centrar nuestra atención en
su uso en contextos digitales, proporcionamos datos que permiten observar las
distintas funciones y uso de estas formas de construcción de sí mismo y del
interlocutor en estos contextos de comunicación.
En ese marco, cabe mencionar que nuestro objetivo general es relevar las
formas nominales y pronominales de tratamiento utilizadas por jóvenes hablantes
del español argentino en su variedad cordobesa en Twitter. Como objetivos
específicos, planteamos describir estas FT, analizando su relación con factores
socioculturales. A su vez, considerando estudios previos sobre la aparición de
las FT en la oralidad, intentaremos repensar las articulaciones entre los
discursos orales y virtuales en función de las categorías de distancia e
inmediatez comunicativa en los tuits. Finalmente, desde un punto de vista
pragmático, intentaremos sentar un registro de las formas de construcción de la
imagen social de los interlocutores en el marco de la comunidad virtual Twitter
a partir del análisis de las FT seleccionadas por los hablantes, con el objeto
de aportar al estudio histórico del valor funcional de estas formas en la ciudad
de Córdoba.
Esta propuesta se enmarca en una metodología de tipo cualitativo, por lo
que, para la recolección de datos, se utilizó un corpus elaborado ad hoc, conformado por una selección de
tuits de jóvenes de entre 18 y 30 años que han nacido y residen en la ciudad de
Córdoba. Los tuits fueron seleccionados con autorización de cada usuario que
los haya publicado, a quien se le solicitó, además, que responda un breve
cuestionario con información de índole social y cultural para determinar datos
relevantes para nuestro estudio (edad, género, lugar de nacimiento y
residencia, nivel educativo).
Conformamos un corpus de 150 tuits, recogidos entre octubre y diciembre de
2021. El criterio de selección fue tomar la sección de Tendencias de Twitter,
filtrar la búsqueda con el botón de Cerca de ti (que expone tuits de gente que
indica en su perfil que es de Córdoba) y retomar tuits que impliquen una
respuesta a otros usuarios. En ese marco, cabe mencionar que el trabajo es de
corte descriptivo y exploratorio, ya que Twitter es un espacio atravesado por
una temporalidad y modalidad particular que dificulta la recolección
actualizada de datos.
Los tuits fueron guardados y numerados en un repositorio propio de Google
Drive mediante la técnica de la captura de pantalla. Luego, a partir de la
numeración, realizamos: por un lado, una planilla donde especificamos los datos
sociolingüísticos del hablante (edad, género, lugar de nacimiento, lugar de
residencia y nivel educativo), obtenidos a partir del cuestionario; por otro
lado, en otra planilla llevamos adelante el análisis gramatical y
sociopragmático, con las categorías correspondientes al marco teórico que
sustenta nuestra investigación, que nos sirvió de base para construir nuestra
herramienta de análisis. En este encuadre conceptual, con el objetivo de
abarcar la complejidad de nuestro objeto, coexisten y se complementan
categorías gramaticales, dialectales y pragmáticas.
Así, en el apartado de la planilla en el que realizamos el análisis
sociopragmático, registramos las formas de tratamiento halladas y su
clasificación. Para las FT pronominales, utilizamos el cuadro propuesto por
Fontanella de Weinberg (1999), para dar cuenta del esquema de tratamientos
predominante en Argentina y en Córdoba. En cuanto a las formas nominales, las
recogimos y clasificamos siguiendo la propuesta de Kerbrat-Orecchioni (2010, en
Cautín-Epifani, 2015), aunque debimos hacer algunos ajustes, considerando que
esta clasificación no está pensada para la virtualidad.
Luego de clasificar las FT, analizamos el concepto de imagen social, propuesto por Bravo (1999; 2005) desde la pragmática
sociocultural. Entonces, allí identificamos si esta imagen era de autonomía o
de afiliación, de acuerdo con los comportamientos lingüísticos que indicaban si
un usuario deseaba alejarse o acercarse a su interlocutor. Dentro de los
comportamientos, nos detuvimos en el valor funcional de las FT al momento de
configurarse como marcadores de identidad grupal e individual.
Finalmente, para referirnos al cibercontexto de enunciación y señalar su
diferencia con respecto a otros estudios que se han hecho de las FT en
contextos de oralidad, las últimas columnas de nuestra planilla marcan: por un
lado, los elementos de ciberlenguaje (Palazzo, 2009; 2010) que hacen al
registro de los usuarios jóvenes que se comunican en estos medios virtuales;
por otro lado, si este enunciado da cuenta de más distancia o inmediatez en la
comunicación (Koch y Oesterreicher, 1994), de acuerdo con la concepción que en
ellos se construye del grado de escrituralidad u oralidad que existe en estos
medios híbridos de comunicación. Luego, cruzamos los datos obtenidos para
considerar la incidencia de factores sociolingüísticos, contextuales y
pragmáticos en los usos de estas formas.
De esta manera, construimos un instrumento de análisis, el cuadro
mencionado, sostenido por un marco conceptual amplio. Así, pudimos describir la
aparición de las FT desde una perspectiva integral, que dio cuenta tanto de su
valor como fenómenos lingüísticos particulares como de su expresión funcional
en un plano contextual específico.
Resultados y discusión
A continuación, reproducimos algunos de
los resultados parciales de nuestra investigación.
Como ya mencionamos, hemos tomado en consideración cuatro variables
sociolingüísticas para nuestro estudio: la geográfica (informantes que hayan
nacido y residan en Córdoba), la etaria (personas de entre 18 y 30 años), la
del género y la del nivel educativo.
En primer lugar, con respecto a la variable etaria, dividimos el grupo en
dos rangos: 18-24 y 25-30, para observar si había alguna diferencia entre
ellos. El primero de estos es el grupo mayoritario, ya que representa el 58,7 %
de nuestro corpus, mientras que el grupo de 25-30 conforma el 41,3 %. Hemos
realizado esta división porque consideramos que la diferencia etaria entre uno
y otro implica también una diversidad de experiencias y conocimientos, además
de afectar a otras variables, como la de nivel educativo, por lo que resulta
relevante diferenciar ambos rangos.
En cuanto a la variable de género, podemos marcar una mayoría de mujeres en
nuestro corpus (59,3 %) y una minoría de hombres (40,7 %). Mientras que, en el
nivel educativo, podemos señalar que todos los informantes han terminado al
menos sus estudios secundarios. De ellos, un
44,7 % está
cursando sus estudios universitarios y un 25,3 % ya finalizó estos o estudios
terciarios (3,3 %). Mientras tanto, un 21,4 % solo finalizó la secundaria y un
5,3 % dejó la universidad. En ese sentido, podemos marcar que nos hallamos ante
una población alfabetizada, muchos incluso a nivel universitario.
Para hablar de la clasificación de las FT, en principio, debemos hacer una
primera gran diferenciación entre las FT pronominales y las nominales.
En cuanto a las primeras, estas constituyen un inventario cerrado que
responde a pautas generales que rigen el sistema de la lengua española, pero
que, en el caso de la variedad argentina, presenta particularidades
relacionadas con procesos sociohistóricos que han tenido su impacto en los
modos de interacción lingüística de sus hablantes. Por ello, nos centramos en
las de segunda persona (vos, usted, ustedes), ya que es allí donde se puede
observar la particularidad del paradigma de FT en Argentina, donde predomina el
voseo para tratamientos informales en lugar del tuteo de la Península. A su
vez, este voseo se opone en su funcionalidad al pronombre “usted”, utilizado en
tratamientos formales. Así, siguiendo a Fontanella de Weinberg (1999), podemos
marcar que el esquema predominante en Argentina se configura por la forma
pronominal singular “vos” para los usos de confianza e informales y “usted”
para los formales, mientras que el plural de la segunda persona “ustedes” es
utilizado en ambos registros.
La autora marca que hay dos grandes polos que llevan a la elección de
determinada FT de segunda persona por parte del hablante: el del poder y el de
la solidaridad. Estos conceptos de corte psicosocial propuestos por Brown y
Gilman (1960) brindan la posibilidad de elección al hablante entre diferentes
tratamientos que denotan diferente grado de formalidad y familiaridad para
dirigirse a un interlocutor.
Como plantea Rigatuso (2000), el predominio del poder (ya sea por razones
de edad, sexo, jerarquía social) determina la elección de un esquema de
tratamientos asimétrico (usted-vos); sin embargo, si la conversación se enmarca
en el eje de solidaridad, los tratamientos son recíprocos, ya sea de confianza,
si existe cercanía entre los hablantes (vos-vos), o de formalidad, si su
relación es distante (usted-usted). Esta elección se enmarca, a su vez, en los
modos de comunicación y las normas sociales, culturales e históricas vigentes
en una determinada comunidad.
En el caso de las FT halladas en nuestro corpus, encontramos que su
aparición de forma explícita es poca. Solo en nueve tuits hallamos el pronombre
“vos” usado explícitamente, cumpliendo la función de sujeto, como en el ejemplo
(a), o de término de preposición, como en el ejemplo (b):
a.
Jajajajaa
de 7:30 a 14:30 alcanza... vos no
sos el chico que juega lol y labura hace 2 meses?
b.
Te
dejo decidir a vos, soy una piba
indecisa.
Sin embargo, sí lo hallamos en casi la totalidad de los tuits en su
expresión verbal, la cual se observa en formas del presente voseantes,
monoptongadas en -ás, -és, -ís (amás, temés, partís), las cuales se observan en
el presente del modo indicativo, como en el ejemplo (c), y en el imperativo,
como en el ejemplo (d), donde “venite” se utiliza en lugar del “vente” que se
usaría en España:
c.
Amiga,
si te tiro el “si querés”, es porque
yo también quiero jajajajaja
d.
Tremendo.
Venite un día amigo, tenemos la
pelopinchito llenada con agua de lluvia, salis una mugre pero la mejor.
En (d), a su vez, observamos el FT en segunda persona del singular “salis”,
correspondiente al paradigma voseante, pero al que le falta la tilde. En este
caso, esto no implica confusión, ya que en la variedad española se usaría
“sales”; sin embargo, en verbos en imperativo como “para/pará” o “come/comé”,
la falta de la tilde puede llevar a la confusión de paradigmas, por lo que
debemos prestar atención al contexto inter-enunciado para dar cuenta de qué
variedad se está usando. A su vez, el verbo “venite” en este ejemplo da cuenta
de otra de las formas en que puede hacerse presente el sistema informal del
voseo: a través del pronombre de objeto “te”.
En comparación con esto, la forma
pronominal correspondiente al tratamiento formal
“usted” solo
aparece explícitamente en un tuit y utilizado de manera irónica:
e.
Permiso
rey usted ha sido robado por el gato
Mientras que sí
aparece con su valor formal en las desinencias de dos verbos en un tuit:
f.
Na
Vecina, cargue digitalmente y use ese tiempo para otra cosa.
Los datos presentados hasta ahora dan cuenta de que la población de nuestro
corpus tiende a usar tratamientos informales para interactuar con otros en la
red. Incluso, las mismas FT formales van mutando en sus funciones, como es el
caso del ejemplo (e). Esto comienza a delinear una tendencia hacia la
construcción de relaciones simétricas que, de acuerdo con autoras como Di
Tullio (2010), comenzó a gestarse en nuestro país desde la generalización del
“vos” como tratamiento de confianza en América —territorio con un menor nivel
de estandarización lingüística debido a la conformación de una diversidad de
focos culturales y lingüísticos, y sin una clase cortesana arraigada que
mantuviese usos conservadores y normativos como la forma tuteante—. A partir de
entonces, el voseo se convirtió en el nuevo miembro de un sistema que era
pragmáticamente definido, en el marco de una serie de cambios sociohistóricos y
políticos que, además, comenzaron a generalizarlo como tratamiento acorde a
diferentes tipos de relaciones sociales, lo que lleva a la conformación de un
sistema que evoluciona hacia tratamientos más simétricos y de confianza.
Esta transformación hacia usos más solidarios fue progresiva, ya que, en el
siglo XIX, a pesar de los movimientos independentistas y el comienzo del
alejamiento de los usos y costumbres relacionados con la colonia, su impronta
de estilo tradicional se mantuvo vigente en la sociedad argentina hasta finales
del siglo. De ahí que, en esa época, aún se utilizan mayormente esquemas de
tratamiento corteses, caracterizados por la formalidad y los tratamientos
asimétricos (Rigatuso, 2000; 2005). Sin embargo, como plantea Fontanella de
Weinberg (1970), hacia el siglo XX se puede marcar una evolución, especialmente
en la clase alta y parte de la clase media, hacia tratamientos simétricos en
los que predomina el criterio de solidaridad. La autora relaciona esto con un cambio
en las relaciones familiares y amicales de la sociedad bonaerense, las cuales
se transforman en el marco de procesos de modernización y democratización de
una sociedad hace tiempo independiente de jerarquías de la nobleza, que aboga
por un tratamiento igualitario entre sus miembros. Si consideramos a Buenos
Aires como foco de irradiación de cambios políticos y culturales que han
impactado (aunque no de igual manera ni en todos los lugares) en varias
regiones del país (Rigatuso, 2005), considerar los cambios ocurridos en esta
zona nos permitirá un primer acercamiento a los ocurridos en el resto del
territorio, específicamente en Córdoba. De hecho, Malanca (1981) señala con
respecto a la provincia que, durante los años de la independencia, se mantuvo en
una línea “barroca”: fiel a los usos hispanos en la escritura formal y
académica, aunque se podía observar “en sus movimientos de crecimiento, una
clara y sostenida inquietud revolucionaria” (p. 14), que también se notaba en
el plano de la lengua, si bien tardó un poco más en generalizarse.
En la
actualidad, podemos decir que el voseo es el paradigma generalizado de
tratamientos en la región. En un apartado sobre la lengua popular en textos
literarios cordobeses, Fontanella de Weinberg (1970) marca que uno de los
rasgos encontrados que caracterizan el sociolecto cordobés es el voseo
pronominal y verbal, es decir, el llamado “voseo completo”. A su vez, trabajos
como los de Malanca Rodríguez Rojas (1987) y Prevedello (1989), centrados en el
habla oral, marcan que el voseo es el paradigma generalizado en la provincia,
tanto en situaciones familiares como de asimetría entre sus participantes.
Entonces, podemos decir que el corpus de interacciones que hemos construido
continúa con esta tendencia hacia el establecimiento de relaciones simétricas a
través del lenguaje.
Cabe detenernos ahora en las FT nominales. Para esto, como mencionamos, seguimos la clasificación de Kerbrat-Orecchioni (2010), aunque realizamos algunas intervenciones en esta. Así, las FT nominales de mayor aparición en nuestro corpus fueron las relacionales (38,9 %) definidas por la autora como aquellas que implican o explicitan la relación entre los hablantes. A estas las hemos subdividido en tres grupos:
• De amistad/amor: amigo/a, amika, amicha,
amigx/s, novio/novie.
• De parentesco: vieja (con significado de
“madre”), vecina, hna, bro, hermano/a/s, primo, hijo.
• Otros: cumpa, compa, socixs.
Con respecto a estos tratamientos, cabe mencionar una diferencia entre los
usos que se dan a estos. Algunos tratamientos que implican solidaridad son
usados en varias ocasiones, aunque no haya indicios de que los usuarios se
conozcan previamente a la interacción. Por ejemplo, en el caso de (g), la
usuaria responde a una tendencia sobre la merienda sin responder
específicamente a quien tuiteó el enunciado original; sin embargo, elige una FT
relacional para dirigirse a sus posibles lectores:
g.
hoy
organicé dos meriendas compartidas para fin de año: hermanas, its finally happening Hemos notado el mismo uso de FT
relacionales, pero con valor general con otras formas fraternas y con “amigos”
y sus variantes. Es diferente el caso con otras formas como “vieja”, “primo” o
“novio”, que sí se usan en situaciones donde es notoria la relación previa
existente entre los interlocutores:
h.
Si lo
perdonaste a Andrés x hacer una camiseta suplente celeste me tenés que perdonar
a mi por unos chipá primo (emoji haciendo guiño)
Por otro lado, las segundas FT nominales de mayor aparición son las de etiqueta (19,4 %), expresiones que categorizan al interlocutor y que lo designan provisionalmente por alguna característica propia de aquel. A estas también las subdividimos en grupos:
• Relacionadas con el físico: gorda/o,
flaco/a, petisa.
• Relacionadas con la edad: pibe/a,
pendejo/a/s, viejo.
• Relacionadas con el género: mina, minita,
waso.
• Etiquetas generales: chabón/a, gente,
chicos/as, chiquis, chikis, wacho.
De ellas, cabe destacar, por un lado, que la mayoría excede su significado
primario. Así, “flaco” no necesariamente refiere al físico, sino que muchas
veces es usada de forma general para referirse a alguien desconocido; “mina”, a
su vez, siempre se vincula con mujeres, aunque muchas veces de forma
despectiva:
i.
Lo
que transmite este flaco, que lindo volver a verlo
j. desquiciada esta mina
A su vez, cabe destacar la creatividad en la construcción de las FT
generales, en las cuales encontramos una mayor variación que en las demás en
cuanto a las formas de escribirlas, con derivaciones no normativas vinculadas a
una búsqueda hacia una mayor cercanía o afectividad, como se ve en el caso de
“chiquis, chikis”, en lugar de “chicos” o “chicas”.
En relación con ello, en tercer lugar, encontramos las FT nominales afectivas (12,4 %), vinculadas a los afectos positivos y negativos, que incluyen formas con estos valores, términos relativamente lexicalizados y metáforas (“burro/a”, “chino/a”). Las dividimos así:
• Positivas: amor, gordita/o, genio,
corazón, bebé, loquis.
• Negativas: hpd, yegua.
• Dependientes del contexto: culia,
culiado/a, qlia, qliado, culiadazo, bldo, bolu.
Vinculadas a estas, destacamos las dependientes del contexto, debido a que,
si bien “boludo” y sus derivados ya han sido estudiados como una FT utilizada
en toda la Argentina con sus dos valores, el insultante y el indicador de
confianza y cercanía (Ramírez Gelbes y Estrada, 2003), “culiado” y sus
derivados no han sido tratados en relación con el habla cordobesa; sin embargo,
es una de las FT afectivas de mayor aparición en nuestro corpus; de ellas,
podemos destacar dos cosas: por un lado, que aparecen principalmente al final
de la oración, en posición de vocativo, probablemente respondiendo a un valor
enfático; por otro lado, marcamos que aparecen con un valor semántico diverso,
ya que, como observamos en los ejemplo, tal como sucede con “boludo”, pueden
tener significados tanto negativos (k) como positivos (l) y generales (m):
k.
Cómo
vas a llevar a Mario Ishii culiadazo
l.
Que
rico es el fernet culia
m.
estoy
tan cansada d todo culiado
Siguiendo con los tipos de FT nominales que hallamos, en cuarto lugar, se
hallan los nombres (12,2 %), subdivididos de la siguiente manera:
• Apodos: mu, luchi, mumi, Pato.
• Nombres: Amadeo, Vero, Agus, Federico,
Karen, azul, Paola, Silvio, Martina.
• Apellidos: cabrera, Messi.
• Arrobas.
Aquí podemos resaltar que la utilización de nombres propios en nuestro
corpus marca que existe una relación previa entre los interlocutores; esto,
cuando se utiliza la arroba, es aún más claro, ya que los usuarios tienden a etiquetar
a otros a los que conocen previamente.
En quinto lugar, los honoríficos metafóricos (6,1 %), antes utilizados en
títulos nobiliarios, pero aquí retomados de forma afectiva, en el caso de la FT
“reina”, o irónica, lo que puede verse en algunos usos de “rey”, como vimos en
el ejemplo (e) antes mencionado. Por último, las llamadas FT formales, que son
utilizadas en tratamientos de este tipo de manera general. En nuestro corpus,
recogimos las formas “señora” y “señor”, aunque aparecieron solamente en un 3,3
% de los tuits.
Como podemos observar, las FT nominales recogidas muestran que el léxico de
los hablantes acompaña la tendencia antes mencionada de las FT pronominales
hacia un sistema de usos más informales, cercano al polo de la solidaridad o de
menos distancia. De acuerdo con Rigatuso (2005), esta tendencia puede
observarse desde la segunda parte del siglo XIX, vinculada a fenómenos sociales
y culturales de la época, como la llegada del movimiento romántico al Río de la
Plata, que revelan una pauta progresiva hacia FT nominales más modernas. Antes
predominaban rasgos de formalidad, deferencia y un claro distanciamiento social
a través de tratamientos como “señor/a, mi dueño y señor, muy señora mía”,
combinados con “usted” en el ámbito familiar. Mientras, en el ámbito social, se
extendían tratamientos como “amigo/a, mi estimado paisano o compañero”, pero
también unidos al pronombre más formal. En ese sentido, las FT nominales
exponían que el respeto y la formalidad eran las pautas de interacción tanto
para el ámbito más íntimo o de confianza como para aquellos vínculos más
asimétricos.
Sin embargo, durante la segunda parte del siglo XIX, el proceso de
transformación de la sociedad argentina luego de la independencia de la
monarquía española, que derivó en el alejamiento de valores más tradicionales
de la época de la colonia, así como en el progresivo avance de un pueblo que
seguía ideales de modernización en el marco de la industrialización temprana,
llevan a un proceso de cambio en las relaciones sociales y, por tanto, en las
FT, reflejos de la deixis social.
En el siglo XX, esta tendencia continúa, tanto en términos de parentesco y
de amistad como en los generales. Muchas de las formas que hemos registrado en
nuestro corpus se corresponden con las recogidas por autoras como Rigatuso
(2005) y Fontanella de Weinberg (1999) a finales de ese siglo, como “amigo”,
“chabón”, “pendejo”, “gordo” o “flaco” en las relaciones amistosas, siempre
combinadas con la forma pronominal de confianza “vos” (Fontanella de Weinberg,
1999). En cuanto a Córdoba, si consideramos el hecho de que, debido a su
posición geográfica, se configuraba como un paso obligado entre la capital
nacional y la zona noroeste del país, una “zona de transición o de enlace”, en
cuanto a que comparte algunas de las características de las regiones vecinas
(Vidal de Battini, 1964), es probable que algunos de estos elementos léxicos
hayan expandido su uso a esta parte del territorio nacional; sin embargo, no
encontramos suficientes trabajos para asegurar su evolución.
Por el momento, cabe notar que el léxico de los hablantes siempre parece ir
acompañado del contexto que enmarca sus interacciones. Las FT recolectadas, a
su vez, no solo tienden hacia la construcción de relaciones más simétricas, sino
que también se adaptan al registro de la red. Esto sucede a partir de
renovaciones en su forma, en sus significados o incluso con la creación de
nuevos tratamientos que son difundidos para adaptarse a las relaciones sociales
que se construyen en el espacio virtual, las cuales responden a articulaciones
potencialmente infinitas entre usuarios muchas veces desconocidos entre sí y
que, en su calidad de arquitectos del feed
de Twitter, no poseen ningún poder el uno sobre el otro. Así, se construyen,
como veremos, vínculos simétricos y solidarios que configuran, en su mayoría,
una imagen social de afiliación entre sus participantes.
Bravo (2004) define la imagen social
como una noción psicosociológica que combina los conceptos de identidad
personal y social, es decir, los conceptos que el hablante tiene de sí mismo y
las percepciones relativamente estables que posee en su relación con los otros
y los sistemas sociales. En este caso, estas percepciones se ven atravesadas
también por el registro que se impone en el lenguaje utilizado en la red y que,
como ya mencionamos antes, llevan a que la mayoría de los usuarios se
identifique como parte de un grupo mayor que forma parte de la comunidad
virtual de Twitter y que la constituye con sus usos.
Ahora bien, centrándonos en las situaciones comunicativas específicas,
Bravo (2003) establece que quienes interactúan marcan su distancia o cercanía
con las formas de hablar del otro y reelaboran constantemente su discurso para
acercarse a ellas y mostrar su adhesión o se alejan de ellas para mostrar su
individualidad. Esto es lo que la autora define como imagen de afiliación e imagen
de autonomía respectivamente; es
decir, aquellas imágenes que exponen el deseo de ser visto como alguien que
pertenece a un grupo o como alguien que posee un contorno propio dentro de él.
En nuestro corpus, existe una predominancia marcada a la afiliación, que va de la mano con la adaptación que hacen los usuarios
a los usos lingüísticos correspondientes a un registro común en el
cibercontexto: el del ciberdiscurso
juvenil.
Cabe aclarar que un cibercontexto es un escenario virtual donde se
construye y desarrolla una cibercultura, la cual se halla inmersa en
conocimientos, ideas y prácticas que surgen del uso de redes informáticas para
la comunicación, dentro de la que se incluyen nuevas herramientas
comunicativas, modos de identificación y relación virtual, y tendencias
conductuales (Palazzo, 2009; Portillo Fernández, 2010). Por ello, quienes se
adaptan a estos modos se afilian con una cierta forma de identificarse y
relacionarse en los espacios virtuales. En ese marco, debemos rescatar que,
como plantea Bravo (2004), el análisis de la imagen de los interlocutores es
realizado por el investigador a partir de la reconstrucción del contexto micro
y macro en el que se insertan las interacciones. Por ello, debemos retomar
algunas cuestiones relacionadas con el cibercontexto de Twitter.
Yus (2010) lo define como un microblog, es decir, un fenómeno comunicativo
donde los usuarios escriben textos breves (los tuits tienen un máximo de 280
caracteres) y actualizados sobre su vida diaria. Java et al. (en Yus, 2010)
establecen que las razones de usar Twitter van desde informar sobre nuestras
actividades en tiempo real hasta establecer charlas, conversaciones o debates
entre conocidos o extraños. En ese sentido, se entrelaza en este entorno una
interesante red de microinteracciones entre perfiles de usuarios, las cuales
son justamente las que conforman, transforman y construyen el contexto de la
plataforma y la imagen pública de cada usuario.
De aquí podemos destacar tres cuestiones observadas en nuestra investigación en relación con este entorno: primero, la publicidad expandida de la imagen social, que en el caso de estas redes no tiene límites. En ese marco, los usuarios no solo construyen su imagen para un interlocutor (al que responden), sino para una red de posibles interlocutores que navegan en ese mundo virtual. En ese marco, las FT muchas veces aparecen con un valor plural, general, que apela a otro que todavía no ha leído un determinado tuit, pero que puede afiliarse o distanciarse de lo que un usuario dice. Veamos un ejemplo:
n.
bueno
gente voy a ver a hannah montana.
En este caso, la usuaria responde a otro tuit sobre una cantante. Sin
embargo, no se dirige directamente a su interlocutor, sino al colectivo de
personas que la pueden estar leyendo. Este tipo de construcción es posible en
estos espacios, donde la escritura permite interacciones diferidas que generan
una apertura a nuevos tipos de relaciones y construcciones del otro.
En segundo lugar, cabe marcar las consecuencias de la limitación de caracteres en estos enunciados. Si bien en Twitter se pueden escribir varios tuits seguidos para explicar una idea, en las respuestas a otros usuarios se suele destacar la búsqueda por la brevedad, característica del lenguaje de la red mencionada por autores como Cantamutto (2013) o Palazzo (2010). Esto, si bien da cuenta de un límite en lo que se puede decir, también empuja al usuario a jugar con su creatividad para expresarse en un espacio reducido a través de una diversidad de estrategias. No es objeto de nuestro trabajo profundizar en estas, pero sí mencionar que resulta llamativo el hecho de que, incluso cuando la brevedad es esencial, muchas veces la expresividad y la búsqueda por afiliarse o diferenciarse de aquel a quien se contesta es aún mayor. Esto es notorio en las formas y posiciones en que aparecen las FT en nuestro corpus. Veamos un ejemplo:
o.
Fuera
de joda no pueden ser tan AMARGOS culiado.
Me dan pena sinceramente que hinchada del orto que tienen culiado
Aquí observamos que el autor del tuit repite dos veces la misma FT, con la
que intenta marcar su disconformidad con el enunciado que responde de manera
intensificada. A su vez, esta FT se halla en los dos casos en la posición final
del enunciado, cumpliendo la función apelativa correspondiente a los vocativos;
considerando que esta es innecesaria en términos técnicos, ya que el usuario al
que se responde sabe que se apela a él a través de una notificación, podemos
hipotetizar que el hecho de colocarla implica que su valor funcional también es
expresivo para el hablante, debido al significado semántico negativo que tiene
esa FT. Esto se nota aún más en un ejemplo como (p), publicado por una usuaria
de género femenino:
p.
@NOMBRE Vamooooos, toda la suerte para voooos amiga :)
Aquí, la FT “amiga”, también en posición de vocativo, no es útil en
términos apelativos, ya que el arrobado al usuario ya cumple esa función; en
este caso, al usarla, la internauta parece intentar construir una imagen de
afiliación con respecto a quien contesta. Entonces, como podemos ver, el
observar estas formas en medios virtuales de comunicación nos permite otra
mirada a su amplia funcionalidad discursiva.
Por último, destacamos algunos elementos correspondientes al lenguaje en
esta red, caracterizada por la elección de recursos que construyen un
determinado registro: el del ciberdiscurso
juvenil. Este se caracteriza, siguiendo a Palazzo (2009; 2010), por ser un
registro informal, conformado por dos tipos de recursos: verbales y no
verbales.
Sobre los verbales, en nuestro corpus hemos notado principalmente tres de
ellos vinculados a las FT: en primer lugar y en menor medida, la elección de
extranjerismos, comunes en una red social atravesada por la globalidad de la
comunicación. Así, podemos ver elecciones de FT como bro o mister. En segundo
lugar, la resemantización de términos léxicos; por ejemplo, el uso metafórico
de reina para referir de forma
afectiva positiva a una mujer, o los usos irónicos de FT como señora, que pasan de vincularse con la
formalidad a utilizarse como forma de burla o distanciamiento con personas de
mayor edad.
En tercer
lugar, la utilización de mecanismos léxicos y morfológicos para adaptar las FT
a la imagen que se busca construir o a las características del registro
informal. Uno de estos mecanismos es la derivación de palabras por sufijación.
Los dos sufijos más utilizados en nuestro corpus son -azo, aumentativo cuya expresividad ya fue señalada por Coto Ordás
(2021) como forma que, usada en adjetivos o en tratamientos, acentúa una
determinada cualidad en el habla coloquial; e -ito/a, diminutivo
utilizado para subestimar al interlocutor o minimizarlo (“minita”) o para
expresar cariño (“bebita”). También hallamos marcas del denominado lenguaje
inclusivo, el cual resulta especialmente interesante porque es un uso que, por
sí mismo, construye una imagen social que se afilia y diferencia de dos
posicionamientos muy marcados en relación con los usos del lenguaje. Además, lo
hallamos en formas que solo pueden ser usadas en la escritura, como con la
arroba (“sobrinit@”) y con la x
(“amigxs), aunque también aparecen dos usos con la e (“novie” y “amigue”). Otro mecanismo es la abreviación de
tratamientos, como hna o qlia.
En cuanto a los elementos no verbales, siguiendo los aportes de Palazzo
(2010), hemos podido distinguir varios de ellos, de los cuales, varios se
pueden usar de manera combinada: el uso de emojis, multimedias y del dialecto
visual, que incluye las mayúsculas sostenidas para destacar un elemento o
imitar gritos (q), la repetición de letras para mayor expresividad (r), las
onomatopeyas, especialmente jaja y
sus derivados para imitar las risas (s), y un uso no normativo de la
puntuación, que, coincidimos con la autora, parece intentar darle una mayor
fluidez al enunciado para facilitar una lectura veloz, como la que se hace en
estos espacios; esto puede hacerse, por ejemplo, a través del uso de comas,
como se observa en los ejemplos (q) y (t):
q.
NATHY
PELUSO HERMANAS VIVA LA PATRIA
r.
El
verdadero PODRANNN (? Dos reynitaaas [emoji enamorado]
s.
JAJAJAJA
LITERAL, no se porque me junto con esta gente (?)
t.
same
hermana en TODOS lados están esos carteles un miedo me da este país
Todos los aspectos que hemos desarrollado hasta aquí nos llevan a pensar en
las nociones de distancia comunicativa
e inmediatez comunicativa, ya que dan
cuenta de un espacio híbrido donde las nociones de oralidad y escritura ya no
se ven atravesadas únicamente por el medio, sino también por la concepción que
tienen los hablantes de los usos que eligen para construir sus enunciados. De
acuerdo con lo postulado por Koch y Oesterreicher (1994) y Oesterreicher
(1996), notamos que en este tipo de espacios discursivos hay un continuum oralidad-escrituralidad, que
depende de una vara concepcional que
da cuenta de cuán inmediata o diferida es concebida esa comunicación por el
hablante.
En nuestro corpus, los rasgos que mencionamos anteriormente, presentes en diferentes medidas en más del 70 % de los tuits recogidos, forman parte de interacciones que se acercan mucho más al extremo de la inmediatez que al de la distancia del continuum. Esta inmediatez se construye por elementos que intentan acercar la modalidad escrita a elementos cercanos a la oralidad, como la mayoría de los vinculados al registro coloquial del ciberdiscurso juvenil, cuya expresividad, fluidez, rapidez e informalidad, construidos a partir de los elementos previamente desarrollados, parecen acercar los usos de los hablantes a formas comunes a la oralidad. Esto también es mencionado por autoras como Vela Delfa y Cantamutto (2018b) como parte del llamado estilo digital. El contraste con los enunciados que construyen una mayor distancia es claro, entonces, si nos basamos en estas características. Veamos un ejemplo:
u.
La chavona me cuenta tranquilamente que tiene todos los
síntomas de covid y que solo no va a trabajar porque está hecha mierda, pero si
estuviera medianamente estable le chuparía un huevo ir a laburar porque
"necesita la plata".
v.
Amiga, si te tiro el "si querés", es porque yo también quiero jajaja
w.
JAJAJAJA
claro Pato [emojis aplaudiendo]
Aquí observamos diferentes rangos del continuum:
en (u), un enunciado diferido que utiliza signos de puntuación y expresa su
opinión a través de una escritura desnuda de signos de expresividad mayores a
la propia palabra; en (v), ejemplo que ya habíamos visto antes, nos encontramos
en un término medio: una escritura correcta, sin recursos no verbales, pero con
una onomatopeya que la acerca sutilmente al grado de inmediatez; por último,
(w) utiliza mayúsculas sostenidas en combinación con la onomatopeya para
acentuar la risa, un emoji para imitar la gestualidad y pocas palabras, en una
respuesta breve cercana al coloquio oral.
Todos estos elementos establecen que los hablantes cordobeses en la red
tienden a construir una imagen de afiliación con respecto a los usos de sus
pares virtuales, los cuales se vinculan a un registro inmediato e informal.
Una vez realizados los análisis pragmáticos pertinentes, cabe cruzarlos con
los datos sociolingüísticos presentados al principio de esta ponencia.
En cuanto a la variable de género, las diferencias en los usos de las FT se
pueden observar en el mayor o menor acercamiento a través de la elección de las
FT. Las personas que se identificaron como mujeres tienden al uso de FT
afectivas y relacionales positivas y a referirse a sus pares a través de ellas.
Por otro lado, las personas identificadas con el género masculino tienden al
uso de FT con valores semánticos negativos o generales, aunque no hemos notado
una diferencia entre ambos géneros en cuanto a la construcción de una imagen de
afiliación o autonomía, ya que registramos una igual aparición de rasgos del
ciberdiscurso juvenil en ambos.
En relación con la variable del nivel educativo, no encontramos grandes
diferencias en el uso de FT entre los diferentes estratos. Sin embargo, sí es
loable marcar que todos los hablantes que construyeron una postura de autonomía
con respecto a los usos de sus pares y de mayor distancia en el continuum oralidad-escritura poseen un
nivel educativo universitario finalizado o en curso; comparten este rasgo con
quienes tienen un rango etario de entre 25-30, ya que los hablantes de entre
18-24 tienden a utilizar el registro informal y expresivo que caracteriza al
ciberdiscurso.
Finalmente, en cuanto a la variable geográfica, cabe mencionar únicamente
la aparición del regionalismo culiado,
forma de tratamiento afectiva que puede tener un valor semántico negativo o
positivo de acuerdo con el contexto. Sin embargo, para poder establecer usos
particulares de la lengua cordobesa en relación con el resto de las variedades
argentinas, se requeriría un estudio comparativo que pueda ampliar el alcance
de este trabajo.
Este artículo es, como mencionamos en la metodología, una investigación
exploratoria. Por lo tanto, nuestro objetivo ha sido mostrar los avances hasta
el momento, lo que implicó dar cuenta de un proceso de recolección,
clasificación y análisis de datos en la red, para el cual hemos tomado en
consideración un fenómeno históricamente estudiado por la lingüística y lo
hemos relacionado con los nuevos medios en los que este se manifiesta.
Nuestros resultados parciales dan cuenta de que las actividades de imagen
halladas permiten construir un perfil lingüístico del grupo estudiado en
Twitter como cercano a las relaciones simétricas, informales y efímeras. La
imagen social que predomina en estos espacios es, así, la de afiliación,
caracterizada por la selección de formas breves, expresivas y coloquiales,
cercanas a la inmediatez vinculada a la oralidad, que configuran el registro
conocido como ciberlenguaje juvenil.
En esta construcción de la imagen social, la carga semántica y el valor funcional
de las FT juegan el rol clave de intensificar la imagen que intenta dar el
hablante y definirla para sus posibles interlocutores, a la vez que refuerza
las relaciones sociales con su interlocutor directo. Además, desde un punto de
vista diacrónico, en relación con el análisis de la clasificación gramatical,
pragmática y léxico-semántica realizada, podemos realizar algunas conclusiones.
En primer lugar, que las FT pronominales y nominales parecen seguir el curso de
la evolución de los usos informales en los tratamientos, ya marcada por autoras
como Fontanella de Weinberg (1999; 2000), Di Tullio (2010) o Rigatuso
(2005).
Consideramos que nos queda reunir un corpus mayor para poder registrar,
clasificar y generalizar los datos de Córdoba y, tal vez, extender este trabajo
y comparar dichos datos con los de otras regiones de Argentina. De todas
formas, nuestro análisis hasta el momento confirma que Twitter es un espacio en
el que los hablantes elaboran su imagen social a partir de diferentes
elementos, tanto lingüísticos como no lingüísticos, y que ello implica una
nueva forma de comunicación que configura expresiones híbridas entre la
oralidad y la escritura.
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1 Este se enmarca en los lineamientos de la Beca CIN. Así,
forma parte del proyecto de investigación “Unidad y diferenciación lingüística:
el español de Córdoba (Argentina) en el siglo XXI”, dirigido por la Mg. Mariela
Masih, cuyo principal objetivo es describir el panorama lingüístico de Córdoba
en la actualidad.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41229
La identidad y otras razones para quemar París: París
y el odio de Matías Alinovi
Christian Escobar-Jiménez
Pontificia Universidad Católica del Ecuador
ORCID: https://orcid.org/ 0000-0003-1940-2096
Recibido 23/02/22 Aceptado 27/07/2022
Resumen
Este artículo analiza la
segunda novela del escritor argentino, Matías Alinovi, París y el odio, publicada
en el año 2016. El trabajo toma como eje central de estudio el problema de la
identidad y la relación entre París, lo argentino y lo latinoamericano. En su
primera sección, el trabajo expone brevemente el surgimiento de la idea de
América Latina como una construcción francesa por oposición a los intereses
norteamericanos, así como la importancia de París y lo francés para América
Latina. Después, el artículo toma tres puntos de referencia de la novela en
cuestión para discutir las temáticas de París y la identidad. En primer lugar,
el personaje de Bianco, un trasunto del escritor argentino Héctor Bianciotti;
en segundo lugar, la relación de la novela con la París construida por Cortázar
en su célebre Rayuela; y, en tercer lugar, la identidad latinoamericana
vista desde París a través de la figura de Atahualpa Yupanqui. El artículo
incluye referencias a una entrevista realizada al propio autor de la novela
sobre estos temas.
Palabras
clave: París y América Latina; Cortázar; Bianciotti;
Yupanqui; identidad
The identity and other reasons to burn down Paris: París y el odio by Matías Alinovi
Abstract
This paper analyzes the second novel of Argentinean writer, Matías Alinovi, París y el odio (Paris and the hatred), published in 2016. The central axis of study is the problem of identity and the relationship between Paris, the Argentinean being and the idea of Latin America. In its first section, the work briefly exposes the emergence of the idea of Latin America as a French construction in opposition to North American interests. In this same section, it also discusses the referential importance of Paris and the French for Latin America. The article takes three points of reference from the novel to discuss the subject of identity. Firstly, the novel’s character of Bianco, a transcript of the Argentine writer Héctor Bianciotti; secondly, the relationship of the novel with the Paris constructed by Cortázar in his famous novel Rayuela; and finally, the thought of identity from Paris through the figure of Atahualpa Yupanqui. The article includes references to an interview with the author on these issues.
Keywords: Paris and Latin America; Cortázar; Bianciotti; Yupanqui; identity
Introducción
París y el odio es la segunda novela del
escritor bonaerense Matías Alinovi (1972). Su primera novela, La reja, publicada
en el año 2013 por Alfaguara, supuso un elogiado debut en el amplio mundo
literario argentino. Además, Alinovi, licenciado en física, ha incursionado en
el ensayo cercano a la divulgación científica y a la historia de la ciencia[1].
Esta segunda novela puede ser vista como un discernimiento y pregunta
sobre la identidad. Por supuesto, la novela no ensaya respuestas, pero sí
plantea varias interrogantes alrededor del “problema” de lo argentino y lo
latinoamericano visto desde la ciudad en la que se forjó la idea de “América
Latina” en el siglo XIX.
Como se explica en el apartado correspondiente, alrededor del
protagonista confluyen varios planos narrativos, cuyo desenlace termina en el
potencial incendio de París. ¿Cuál de todas las París posibles se quiere
quemar? Este incendio simbólico podría centrarse en el peso que esta ciudad ha
tenido entre las elites y artistas de América Latina. De allí la identidad se
produce como una oposición, entre París y lo Otro.
Bajo el presupuesto de que el libro plantea el problema de la identidad,
este trabajo explora esa idea a través de tres temas que enfrentan al
protagonista con el ser argentino. El primero es la confrontación de una
idea de París con su realidad, el París “platónico” de Cortázar (como la
designa Alinovi) con esa ciudad real y difícil, digna de ser incendiada. Como
afirma Beatriz Sarlo (2016), el París de Alinovi lleva al extremo y contradice la desgastada imagen
del París romántico de Cortázar, donde
los puentes y los mendigos que
dormían bajo sus arcos estaban allí para que la literatura trazara apropiados
contrastes. Alinovi ya no puede repetir este programa porque ha sido demasiado
desgastado por la ficción y por la realidad. Pero el magnetismo de París es tan
persistente que, incluso detestándola, resulta difícil alejarse de su pasado,
aunque sea en clave irónica. (Sarlo, 2016, s/p)
Un segundo tema de este trabajo es el encuentro del protagonista con
Héctor Bianco, un trasunto del escritor argentino Héctor Bianciotti. La
migración de Bianciotti a Europa, da pie para la pregunta sobre su escape y la
adopción de una cultura y un idioma extraño como suyo. Una tercera cuestión que
analiza este trabajo es la idea del mestizaje y los orígenes en las recurrentes
digresiones del protagonista sobre la figura de Atahualpa Yupanqui.
Estos tres temas son recurrentes y principales en la novela, por eso se
los toma como ejes centrales para la pregunta por la identidad. Dado el
objetivo planteado, este artículo se divide de la siguiente manera: en primer
lugar, se presenta una breve sinopsis de la novela; después, se aborda la
cuestión de la invención francesa de América Latina como oposición a la América
anglosajona. A partir de allí, se confronta la París de Cortázar con la
propuesta de Alinovi. Se continúa con un análisis de la figura de Bianciotti en
la novela, por medio del personaje de Héctor Bianco. Por último, se hace una
corta aproximación la figura de Yupanqui en la novela y el problema de la
identidad y el mestizaje.
El artículo se nutre de una entrevista realizada al mismo autor que se
enfocó en los ejes antes descritos y las formas en las que Alinovi concebía la
problemática de los temas narrados. Por supuesto, huelga decir que el proyecto
de escritura difiere de las múltiples lecturas posibles de una novela, pero
este trabajo intenta superar el análisis textual y confrontar cierto tipo de
contextos generales que dan sentido a los temas planteados. De esta manera, es
un análisis literario, pero no se centra en los textos como significados
cerrados. La perspectiva adoptada asume la postura general de Rancière (1994) de que toda poética es una política y toda política es una estética
porque pone en juego los elementos centrales de una comunidad a través de
diferentes medios. Este escrito no se centra en un análisis textual, sino
contextual a través de un texto; es decir, cómo los signos mostrados se
insertan en un todo (Eco 2010), en este caso, la visión de la identidad existente en el texto, la del
autor y los significados identitarios de lo latinoamericano.
París
y el odio
La novela de Alinovi discurre en varios planos narrativos que convergen
en un hecho final: una fiesta aristocrática en las afueras de París, donde
parece que el desastre y el incendio de la ciudad son inminentes. El primer
plano narrativo describe en tercera persona la experiencia del protagonista,
Marino, en una ciudad ajena, de la que surge un único objetivo: incendiar, al
menos simbólicamente, París. Marino es un becario argentino que trabaja en un
laboratorio de física, cuyos integrantes mayoritarios son rusos.
La sensación de ajenidad sobre la ciudad y la idea de quemar París
surgen mientras discurren las interrogantes sobre su propia identidad como
extranjero en una ciudad que lo absorbe y lo deshecha. Varios pasajes plantean
estas preguntas. En la estación “Argentina” de la línea 1 del metro de París,
Marino lee una infografía que afirma que el tango es una danza de “origen
africano”, lo que lleva al narrador a sentir cierta imposibilidad de
reconocimiento de lo argentino y latinoamericano desde el centro del mundo (o
lo que los franceses han asumido como tal). Marino se ve invadido por una clara
sensación de no ser nadie en aquel lugar repleto también de personajes
informes. A partir de esta experiencia, la pregunta sobre la identidad se va
volviendo más y más importante. Por ejemplo, Marino se cuestiona por la
identidad de sus compañeros rusos, quienes aparecen como un colectivo sin
singularidad, algo similar a lo que implica ser latinoamericano.
El encuentro con Héctor Bianco, un escritor argentino que ha elegido el
francés como lengua literaria, la cual lo ha consagrado, sin tener ningún
reconocimiento en su propio país, marca las pautas de la pregunta por la
argentinidad. Después de ser nombrado miembro de la Academia francesa, Bianco,
víctima del Alzheimer, va perdiendo la memoria hasta olvidar su idioma materno
por completo. La propia historia de Bianco constituye el segundo plano
narrativo. Además, la figura de Bianco nos adentra en la experiencia de la
cultura parisina y el éxito de haber sido presentado en el programa de Tizot, Circunflejo,
que lo lleva a la consagración. Tizot es una imitación de Bernard Pivot y
su programa Apostrophes, que se transmitió en horario estelar los
viernes durante quince años. Estar presente en el programa suponía una suerte
de consagración en el mundo literario francés.
Otra cuestión central son los pensamientos que despiertan en Marino el
recuerdo de Atahualpa Yupanqui, quien deposita el tema de lo indio y del
mestizaje en la ciudad a la que migró y lo acogió durante varios años de exilio
y en la que logra consagrarse, justamente adoptando una identidad que borra la
singularidad y convierte a los latinoamericanos en los miembros de un colectivo
de rasgos uniformes (como cualquier grupo humano). A través de estas
experiencias y preguntas, Marino, un aspirante a escritor que trabaja en un
laboratorio de física (como Sábato), siente una especie de fraude y frustración
con su experiencia de París.
El tercer plano es el descubrimiento de unos túneles, al estilo de las
catacumbas de París, que conectan la ciudad con una periferia aristocrática y
rica. El protagonista termina por integrarse a un grupo que al parecer tiene
también planes de quemar París, pero más allá de la quema simbólica. Una fiesta
parece ser el colofón de un desastre inevitable: ver arder París.
La
invención y el reflejo
¿Cómo Europa ha inventado el mundo? Esta es una pregunta ya clásica en
los estudios de la cultura, que pone en debate los problemas de la alteridad y
la periferia. Edward Said (2003) sostenía que la noción de Oriente, con la que se asocian las culturas
asiáticas y del Cercano Oriente, es una idea totalmente europea. Similar es la
posición del filósofo camerunés Achille Mbembe (2013) con respecto a la “negritud” africana y el consecuente racismo moderno
que de esa idea se desprende. La África negra es una invención europea que ha
servido también, a pesar de su contenido de inferioridad desde la perspectiva
occidental, como forma de identidad política y de resistencia para los pueblos
africanos.
En un libro ya clásico, José Luis Abellán (2009) argumenta algo parecido sobre la construcción de lo que llamamos
“América”. La misma idea de “descubrimiento” a partir de un viaje que inicia en
el astillero onubense de Moguer, en el sur de Europa, es una buena
representación de ello. Este aspecto central de los estudios decoloniales
implica que producto de la expansión europea desde finales de la Edad Media, el
mundo ha devenido en una construcción europea, pues antes de ello, difícilmente
había una simplificación tal y una visión homogénea como lo “africano”, lo
“oriental” o lo “americano”. Para el caso de América Latina, desde la visión de
la decolonialidad, la alteridad y lo subalterno se desprenden las ideas del
encubrimiento, sostenidas por Enrique Dussel (1994) y la de la creación de lo latinoamericano desde Europa, defendida por
Walter Mignolo (2007).
Más allá de estas discusiones bien asentadas en los estudios culturales
y decoloniales, me parece mucho más interesante una cuestión bastante más
concreta: la aseveración de que “América Latina” como concepto y realidad
surgió en Francia en un contexto político claro. El vocablo “América Latina”
aparece en el siglo XIX y viene a reemplazar a las antiguas formas de
nominación, como América hispana, ibérica, Hispanoamérica, o las Indias
occidentales (Guerra Vilaboy, 2006).
La primera vez que se registra el uso del término América Latina es en
1836, cuando Michel Chevallier, un político francés que pasó una temporada en
México, publica Lettres sur l’Amérique du Nord. Después, asienta esta
idea en 1837 con la publicación Des Intérêts
matériels en France, donde argumenta
la oposición entre dos raíces culturales, la germánica y la latina (Torres
Martínez, 2016). Esta disputa milenaria se sitúa en la oposición entre romanos
y bárbaros y se reedita en el Renacimiento. A mediados del siglo, la idea de
América Latina es retomada por Francisco Bilbao y Torres Caicedo. El primero,
publica un poema sobre Las dos Américas.
Por un lado, América Latina como concepto ha sido
entendido como la oposición francesa al reino español, sobre todo durante el
reinado de Napoleón tercero, es decir, contra la noción de Hispoanoamérica, que
era frecuente en el siglo XIX. Asimismo, reivindica una tradición diferente de
la anglosajona de Estados Unidos y Canadá, y que se inscribe en lo anotado por
Torres Martínez.
Para inicios del siglo XIX, la ideología liberal tuvo un fuerte influjo
en la región y habilitó con fuerza la idea de Hispanoamérica como patria y fundamento
de lucha. La participación de representantes hispanoamericanos en las Cortes de
Cádiz, en los momentos en los que se disputaba la independencia (Rodríguez,
2020) fue crucial para la formación del continente. A mediados de ese siglo,
las incursiones norteamericanas en la región van rehabilitando una concepción
de unidad y herencia “colombina”, que posteriormente se denominará como América
Latina, opuesta a la América anglosajona (Guerra Vilaboy, 2006).
Durante la primera mitad del siglo XIX, dos ideologías fundamentan la
visión de la política exterior de Estados Unidos hacia lo que hoy conocemos
como América Latina. La primera es la famosa Doctrina Monroe, cuyo núcleo
central es el enfrentamiento al colonialismo europeo y la unidad de las
Américas. La línea de la doctrina Monroe y la no intervención extranjera
(asumiendo a las Américas como una unidad) fue la tónica también durante la
expansión de los intereses norteamericanos en la región y durante la Guerra
Fría (Gilderhus, 2006).
La segunda fue la “Doctrina del destino manifiesto” (Manifest Destiny),
que facilitó tanto la expansión desde los primeros asentamientos de Nueva
Inglaterra en el Atlántico hacia el Pacífico, como diferentes guerras y
adquisiciones de territorios hacia el sur y las intervenciones en ultramar
(entre ellos, la participación norteamericana en las luchas por la
independencia de Puerto Rico y Cuba, últimos vestigios coloniales españoles en
América Latina) [ii].
Sobre todo, la Doctrina Monroe
tuvo un componente originario antifrancés, tomando en cuenta que el contexto de
surgimiento tiene que ver con el fin de las guerras napoleónicas y el Concierto
de Viena (Gilderhus, 2006). La invasión napoleónica tuvo un fuerte y decisivo
influjo en la formación de los diferentes nacionalismos europeos, lo tuvo
también en América Latina. El nacionalismo fue una opción política a la
expansión imperial francesa (Hobsbawm, 1999), al igual que respecto a la
independencia de América Latina. Asimismo, cabe recordar que durante la etapa
de expansión colonial de las potencias europeas (Inglaterra, Francia y en menor
medida Alemania e Italia) y Estados Unidos en el mundo, en el último cuarto del
siglo XIX, América Latina se convirtió en la principal receptora de capitales
de las grandes potencias, lo que tuvo posteriores repercusiones en la deuda
externa histórica de la región. Con esto quiero ejemplificar que América Latina
era un territorio en disputa entre las tres grandes potencias de ese tiempo:
Inglaterra, Estados Unidos y Francia.
En la disputa entre las potencias europeas sobre lo que hoy es América
Latina, se reconoce también un pasado común, en la que varios aspectos
históricos confluyen. Por ejemplo, la propia leyenda negra de la conquista
española y portuguesa de las Américas une bajo una sola visión de la política
imperial española a estos territorios. Se entiende que el pasado común forja un
solo escarnio colonial. Ya durante el siglo XVI la leyenda negra fue forjada
por los enemigos de España, sobre todo entre los imperios ingleses y
holandeses, que eran las principales potencias en disputa (Elliott, 1990). Más
allá de la verdad o la violencia física y simbólica de la conquista, y todo su
legado, como se ha dicho, la leyenda negra unifica a la región en un primer
pasado común. América Latina se unifica por su historia, un idioma (o al menos
el legado ibérico), y un conjunto de instituciones herederas de la explotación
colonial que han determinado el presente de la región.
En la construcción de la idea de América Latina hay un marcado acento
galo, cuya concepción parece oponerse al imperialismo norteamericano
decimonónico y al propio influjo norteamericano en el mundo. Para Mignolo, la
emancipación liberal francesa implica otra forma de entrar en la lógica
colonial, que desplaza lo español por lo francés (Mignolo, 2007).
El término
«latinidad» englobaba la ideología en la que se cifraba la identidad de las
antiguas colonias españolas y portuguesas en el nuevo orden del mundo
moderno/colonial, tanto para los europeos como para los americanos. Cuando
surgió la idea de «latinidad» cumplía una función específica dentro de los
conflictos imperiales entre las potencias europeas… (Mignolo, 2007, p. 82).
En
general, no solo el término que designa al subcontinente tiene una raíz
francesa, sino que en nuestra construcción de Estados nación confluyen también
ideologías francesas de diversa índole. Por ejemplo, en primera instancia, las
luchas liberales e independentistas después de la Revolución francesa
(Hobsbawm, 1999; Mignolo, 2007). El ideario político del siglo XIX tiene su
origen en la revolución francesa, desde las independencias americanas de la
colonia española (además, las luchas independentistas se van cuajando cuando la
Francia napoleónica ocupa la metrópoli española y pone diferentes gobernantes),
hasta los nacionalismos fundantes, ya sea como reacción a las invasiones
napoleónicas o como constitutivo mismo en contra de la noción de civilización que
también se puede rastrear en Malebranche y otros autores franceses (Elias, 2016; Hobsbawm, 1999;
Wallerstein, 1997).
Por otro lado, el positivismo y el romanticismo en el arte fueron los
principales rasgos constitutivos de las clases altas en la región (Tinajero,
1988). Si bien, el romanticismo tiene orígenes en el idealismo alemán, con los
herederos del Sturm und Drang y con los hermanos Schlegel, la versión
que se toma para nuestros países deviene de la novelística romántica francesa.
El romanticismo latinoamericano lo es en la literatura. Así, no solo la
existencia de América Latina se construye desde Francia, sino que a esta se
unen los referentes ideológicos y simbólicos en los que París se convierte en
la ciudad modelo y lo francés en el arquetipo a reproducir.
A fines del siglo XIX, lo “francés” queda como referente de varios
ámbitos. Primero, en el propio modelo político, que funde el presidencialismo
norteamericano con el republicanismo francés. Después, la estética romántica de
la novela francesa. El positivismo francés es la ideología de las clases
dominantes en América Latina, hasta el punto de ser reproducido en la bandera
brasileña, con el lema Ordem e progreso.
Existe una multiplicidad de ejemplos dignos de resaltarse, que se pueden
enumerar como anecdóticos, pero que en realidad son muestras de una constante.
La intención de García Moreno, presidente ecuatoriano durante la década de los
60 del XIX, de convertir al Ecuador en un protectorado francés o del Vaticano;
el apoyo a Maximiliano en México. La idea de Sarmiento de la civilización
europea frente a la barbarie americana; los referentes franceses del modernismo
de Rubén Darío; la novela romántica hispanoamericana, que tenía en autores como
Chateubriand o Balzac a sus prototipos. La reconstrucción de París en 1848 a
cargo del Barón Hausmann se convierte en el referente arquitectónico,
urbanístico y de estilo de la civilización moderna (Harvey, 2008). Ser París
(Buenos Aires o México) o ir allí, en su defecto, eran parte de la norma[iii]. La París de fines del siglo XIX es un referente general, impone un ethos
y una proyección de vida que se establece alrededor de varios ejes. En lo
político, el ideal liberal-positivista; en lo estético, el referente
romántico-modernista; en lo económico, la idea de progreso y civilización.
Con el triunfo norteamericano después de la Primera Guerra Mundial, los
referentes del panorama mundial se movieron considerablemente. Los aspectos
detrás de los nuevos referentes norteamericanos también son múltiples, y tienen
componentes tanto políticos, como éticos, estéticos, etc. El cine va
reemplazando a los referentes de la literatura romántica, el modernismo y el
decadentismo. Pero en este espectro ¿cuál es el papel que juega París durante
el siglo XX? A pesar de su retroceso económico y su influjo político, París
continuó siendo un punto central de referencia para América Latina en lo
artístico, tanto en la plástica como en la propia literatura. En la cultura y
el arte todos los caminos terminaban en París. Para la década de los sesenta,
la París de Cortázar era todavía el gran referente literario y lo seguiría
siendo durante todo el Boom latinoamericano.
La
París de Cortázar
Empiezo este acápite con las ideas de Aira sobre Cortázar, porque
terminan coincidiendo con la propia visión de Alinovi. La París que Alinovi
quiere quemar está sintetizada en la literatura de la Rayuela de Cortázar,
publicada cincuenta años antes. En una entrevista del año 2013, el escritor
argentino, César Aira, sostiene lo siguiente sobre Rayuela:
Me parece que ha envejecido mal esa novela que la leí apasionadamente,
como todos los jóvenes de ese entonces cuando salió publicada. Me parece que
hoy ha quedado como una especie de trasto de un esqueleto de dinosaurio en un
museo, pero no quiero hablar mal de Cortázar porque hay tanta gente que lo
quiere, hay tantos jóvenes que lo leen con gusto. (Junco y Aira, 2013, s/p).
Y refiriéndose a los cuentos El perseguidor (uno de los más
famosos de Cortázar) y Una cruz en Sierra Maestra, Aira afirma:
Esos dos
cuentos cuando los leí me parecieron la cumbre de la literatura, algo sublime,
algo insuperable, casi como para desalentar la vocación de un joven porque ya
estaba todo escrito. Bueno, los volví a leer 30 años después y los encontré tan
increíblemente malos, tan ridículos, no podrían haber llegado a la imprenta
porque son para reírse de lo malos que son. Entonces me preguntaba ¿tan
estúpido era cuando chico? Creo que no, eso es lo que razono en este ensayo,
puesto que Cortázar es el autor de iniciación ¿por qué encontraba tan buenos
esos cuentos?, porque era lo que estaba en condiciones de escribir. Entonces
veía plasmado, hecho, lo que quería escribir en ese momento. Ese es el secreto
de la fascinación de los jóvenes con Cortázar. (Junco y Aira, 2013, s/p).
En definitiva, para Aira, Cortázar es un autor para adolescentes y que,
probablemente, escribe también de acuerdo con las posibilidades de un
adolescente[iv]. Una idea parcialmente similar es la que sostiene el propio Alinovi
sobre la “rendición de cuentas” literaria con Cortázar. El siguiente fragmento
reproduce la respuesta de Matías Alinovi de su opinión sobre lo que afirma Aira
de Cortázar:
No estaba al tanto de lo que dice
Aira sobre Cortázar y Sábato. Creo que tiene razón. Pero entiendo que lo que
quiere decir es que considera algunos de esos textos a la altura de su
escritura adolescente. O mejor, como modelos para el escritor adolescente que
él era o quería ser. Justamente, buscando una referencia que no encontré, acabo
de leer que Sarmiento, el más genial de los escritores que en el siglo XIX
consagraron la idea de París como modelo, dice en una carta: “¿Quién lee lo que
ha escrito uno a quien juzgamos inferior a nosotros mismos?”. Es decir, leemos
a escritores que juzgamos por encima de nuestras capacidades, pero al mismo
tiempo como modelos posibles, como horizontes. Nadie empieza leyendo a
Heidegger, o a Joyce. Hay cuentos de Cortázar de una gran maestría técnica, que
yo sigo leyendo: La isla a mediodía, Las babas del diablo. Hay un
cuento suyo que aprecio particularmente: Los buenos servicios. Los
cronopios, las famas, las claudicaciones de Rayuela son zonas de su
literatura de las que tal vez pueda sostenerse lo que decís. Pero Cortázar
también tiene derecho a que lo juzguemos por lo mejor que ha escrito. Y algunos
cuentos son magistrales. (Escobar-Jiménez y Alinovi, 2020).
Mi afirmación de que la intención de Alinovi es “saldar cuentas”
simbólicas con lo que representa París en la historia latinoamericana y con la
ciudad de la novela de Cortázar se fundamenta en tres aspectos simples: en las
citas frecuentes que Alinovi introduce en su novela a la visión de la ciudad
que se presenta en Rayuela, a lo que Alinovi sostiene sobre su propia
novela y a la propia lectura de Sarlo sobre ella.
La París de Cortázar
condiciona las experiencias de Marino sobre la ciudad: “Toda una afectación de
extrañeza fantástica que ahora es suya, de Cortázar. Para no hablar de los
puentes, las caminatas, los paraguas, los encuentros, la Maga insufrible: ese
registro sentimental y pegajoso de la prosa de Cortázar que se cernía sobre uno
para no dejarlo caminar tranquilo. Caminando por París te caminaba Cortázar por
encima.” (Alinovi, 2016, p 40)
Quemar París es quemar esa París. Alinovi coincide con Aira en que
Rayuela es una especie de literatura adolescente, pero también discrepa
en el sentido en el que esa novela está por debajo de las posibilidades Julio
Cortázar. En una entrevista que Alinovi mantiene en Infobae, ante la pregunta
sobre la afirmación de Marino, el personaje principal de París y el odio,
al decir que cuando uno camina por París, Cortázar nos camina por encima,
Alinovi responde:
Qué injusto, qué feo decir eso, la
verdad que me siento muy mal. Hay algo de eso, hay algo de la caricatura París hecha
por Cortázar o que nosotros vemos así. Me siento mal y casi que no quiero decir
nada, pero es verdad que Rayuela es una novela que se lee en
la adolescencia y que parece estar muy por debajo de las posibilidades
literarias de Cortázar, que parece ahí haber un Cortázar él mismo adolescente,
un poco obnubilado por esas posibilidades de París. (Méndez y Alinovi, 2016, s/p)
Aparte de la idea de que Rayuela es una novela que está por
debajo de las posibilidades de Cortázar, para Alinovi, el gran problema es la
concepción de un París modélico (arquetípico) en el sentido platónico, para
quien la verdad discurre en su plano ideal, y es ahí en donde reside la
realidad; por tanto, lo material y tangible es irreal, falso y totalmente despreciable.
Alinovi alude al mito de la caverna de La República de Platón, en donde
se hace una distinción entre el mundo sensible (falso) y el inteligible
(verdadero), y sostiene que la París de Cortázar es platónica e ideal, por lo
que funciona como un molde sobre el cual se piensa el mundo y se lo reproduce,
tal como fungía para las elites criollas en el siglo XIX, en tanto que
referente político y civilizatorio. En este sentido, Cortázar, el socialista y
latinoamericanista, es heredero de una forma amable de la concepción modélica
de París para los latinoamericanos.
Sí, la de Cortázar es una París
platónica, ideal. Es la Forma de París. Y sí, mi novela tenía la intención de
saldar cuentas: quería incendiar esa ciudad. Las Formas no sirven para
escribir. Fijan el ser. Fijan el deber ser. Lo que yo quería era contar
minuciosamente la historia de un estudiante argentino que, al ir a vivir a
París tan precariamente como cualquier otro estudiante, con una beca, decide
incendiar la ciudad. Quería contar el cómo: con el acopio de qué recursos lo
lograba. Quería atenerme siempre al modo y nunca a las razones. (Escobar-Jiménez y Alinovi, 2020)
En este sentido, estas cuentas literarias están centradas en la
necesidad de ruptura con esa construcción ideal de París. La dimensión modélica
cobra varios aspectos, como el ideal político a reproducir, y como la verdad
que reside en el mundo de las formas, frente a la realidad material y concreta
que nos toca vivir. Como todo idealismo, persiste un marcado desdén por la
realidad; siempre el mundo ideal es superior. En el caso platónico, es la
verdad oculta tras la apariencia fenoménica de las cosas. Buenos Aires (la París
del Sur) y América del Sur es el fenómeno, París es la substancia. Alinovi
sostiene en la entrevista:
Rayuela es
la novela de alguien fascinado. En la fascinación, dice Sartre, no hay nada más
que un objeto gigante en un mundo desierto. Para seguir con las analogías
platónicas, es la novela de alguien que, finalmente, accede al mundo de las
Formas, de lo que verdaderamente es. Alguien que hasta entonces vivía en el
mundo de lo sensible, en el que las cosas no eran, sino que devenían,
cambiaban: un mundo de novedades banales, como la irrupción del peronismo.
Alguien que, sin embargo, ya en aquel mundo del devenir tenía vislumbres de las
Formas: leía autores franceses, enseñaba la literatura francesa. Es la novela
de alguien que pasó de una ontología del accidente, endeble, provisoria, a una
ontología sólida, eterna. Y que, como el esclavo que sale de la caverna —y
queda cegado por la luz y logra acomodar la vista—, decide volver a entrar para
liberar a los que quedaron encerrados allá al fondo. (Escobar-Jiménez y Alinovi, 2020)
No es mi intención discutir la forma en la que se presenta el tándem
París-Buenos Aires en Cortázar y el desdoblamiento de los personajes y las
historias, algo ampliamente estudiado. El objetivo de este trabajo se centra en
la concepción del autor de París y el odio de una ciudad en la que un
becario vive la indolencia, distancia y acritud de un lugar que se asume como
el centro del mundo, frente a la imagen idílica que presenta la novela de
Cortázar.
La idea de que la París de
Cortázar funciona como modelo platónico me parece que tiene relevancia a nivel
metafórico. En efecto, para Cortázar en esa ciudad hay un modelo, al menos
literario, pero que implica una forma de aproximación estética y por tanto
ética al mundo. Cortázar es heredero de una idea suave de modelo parisino, que
ya no tiene fundamento en lo político y ético, pero sí en lo estético, y en esa
medida es una suerte de idealismo en el sentido filosófico. Por supuesto, lo
paradójico es que Cortázar se reconocía a sí mismo como un latinoamericanista
cosmopolita y era partidario del socialismo materialista. La estética de
Cortázar es puramente idealista en este sentido.
En este punto, me parece importante recordar la encendida polémica que
Cortázar mantuvo con el escritor indigenista peruano José María Arguedas.
Cortázar situó la discusión en la distinción entre cosmopolitismo y telurismo.
Al iniciar el debate, el escritor argentino inaugura y lleva los términos de la
discusión (Gonzales, 2015). En
una famosa carta dirigida a Fernández Retamar, se reconoce como un intelectual
latinoamericano que escribe más que nada para su regocijo personal, y que
escogió su nuevo lugar, París, por su “soberana voluntad de vivir en y escribir
en la forma que me parecía más plena y satisfactoria” (Cortázar, 1967, p. 27).
Cito extensamente un fragmento de la carta de Cortázar, en donde se muestra el
núcleo de su crítica al telurismo, al que define como “nacionalismo negativo”
por imponer una visión de “zona” que se opone a cualquier visión de conjunto.
El telurismo como lo entiende entre
ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo, me es profundamente ajeno por estrecho,
parroquial y hasta diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no
alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la
historia, y concentran todo su talento en una labor "de zona", pero
me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo cuando se
convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias culturales,
se obstinan en exaltar los valores del terruño contra los valores a secas, el
país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas.
¿Podrías tú imaginarte a un hombre de la latitud de un Alejo Carpentier
convirtiendo la tesis de su novela citada en una inflexible bandera de combate?
Desde luego que no, pero los hay que lo hacen, así como hay circunstancias de
la vida de los pueblos en que ese sentimiento del retorno, ese arquetipo casi
junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final de periplo, puede derivar a una
exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico, la vía del desprecio
más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya sabemos lo que pasa,
lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver a pasar. (Cortázar, 1967, s/p)
La respuesta de Arguedas es irrelevante para este escrito, pero en
general, la disputa se basa en una forma de representación de lo
latinoamericano en la que la experiencia central de Cortázar pasa por una
suerte de cosmopolitismo alrededor del cual se teje la identidad. La forma
cortazariana de concepción de la identidad y de lo latinoamericano es la
oposición, justamente en una forma en la que se establece la construcción de lo
oriental, lo africano, etc.; es decir, como una forma de reivindicación
positiva que también parte de una visión internacionalista y de izquierda de la
política. Sin referirse concretamente al caso de Cortázar, la opinión de
Alinovi sobre la idea de “ciudadano del mundo” es bastante ilustrativa en el
sentido en el que esta idea de oposición siempre contiene la pérdida, pues la
enunciación parte de quienes nominan, algo similar a la idea de Sartre: “unos
tenían el verbo, otros lo tomaban prestado”.
El polítes, el ciudadano de
las pólis griegas de la antigüedad clásica, lo era porque él mismo
participaba del ordenamiento que regía en su ciudad. Cuando Grecia dejó de ser
el conglomerado de ciudades autónomas que fue hasta la época helenística y pasó
a formar parte del imperio romano, el polítes se sintió perdido, porque
ahora, en todo caso, pasaría a ser un ciudadano del universo (kosmo-polítes),
es decir, del imperio —el cosmos es el orden—, algo contradictorio o imposible,
en tanto que él ya no participaba del nuevo ordenamiento: venía impuesto desde
el centro del imperio, desde Roma.
El único modo de sentirse un
ciudadano del mundo, entonces, un hombre verdaderamente cosmopolita, es
proyectando al mundo el orden originario del que uno procede: ése es el sentido,
imperialista, del cosmopolitismo ilustrado. Nosotros tenemos una idea
romántica, opuesta, del cosmopolita, del ciudadano del mundo: la del dandi,
digamos, que se pasea por las diversas regiones del globo adaptándose y gozando
de las costumbres de cada lugar. Un hombre que atraviesa órdenes distintos sin
intentar transformarlos, porque, así como están, están bien. Ese romanticismo
fue excepcional entre nosotros cuando se constituyeron nuestras repúblicas —un
ejemplo argentino es Lucio V. Mansilla, que dormía entre los indios ranqueles y
pasaba temporadas frívolas en París—, y lo que primó fue el cosmopolitismo
ilustrado bien entendido, por así decirlo: había que construir una pequeña
París en la selva ecuatoriana, había que hacer de Buenos Aires la París del
sur. Por suerte, el proyecto fue fallido: era de una gran ingenuidad. Y lo que
quedó es justamente eso: lo fallido, lo mixto, lo insólito —París chiquito—,
que es una de nuestras mejores posibilidades, por lo menos literarias. Hay un
tango de Gardel que habla de "la vergüenza de haber sido y el dolor de ya
no ser". En este caso, lo que quedaría sería la vergüenza de no haber sido
y, paradójicamente, el dolor de ya no ser. A mí me hace reír Vargas Llosa
cuando, en sus invectivas en contra de lo que él llama el populismo, que en la
Argentina identifica con el peronismo, nos dice: "Vuelvan a ser lo que
fueron". Quiere decir: vuelvan a ser lo que no fueron, París. Lo que queda
es una culpa originaria, indefinida, por no haber logrado ser lo que debíamos.
Un sentimiento que interrumpe. (Escobar-Jiménez y Alinovi, 2020, s/p).
En el caso de Cortázar parece ser que sencillamente no hay ni siquiera
una suerte de apropiación, sino un traslado del universo de significaciones
hacia París, la única posibilidad de comprensión de lo universal está allí,
como si tal pretensión se justificara en sí misma.
¿No te parece en verdad paradójico
que un argentino casi enteramente volcado hacia Europa en su juventud, al punto
de quemar las naves y venirse a Francia, sin una idea precisa de su destino,
haya descubierto aquí, después de una década, su verdadera condición de
latinoamericano? Pero esta paradoja abre una cuestión más honda: la de si no
era necesario situarse en la perspectiva más universal del viejo mundo, desde
donde todo parece poder abarcarse con una especie de ubicuidad mental, para ir
descubriendo poco a poco las verdaderas raíces de lo latinoamericano sin perder
por eso la visión global de la historia y del hombre. (Cortázar, 1967, s/p).
Sin embargo, más allá de esta afirmación de Cortázar, en su propia
ejecución, me parece que la afirmación de Sarlo citada al principio de este
artículo sobre la París de Rayuela es más acertada. Aunque Cortázar
hable de un cosmopolitismo ilustrado, cuando escribe Rayuela, su
ejecución es la de un romántico, y si nos atenemos a la idea de romanticismo de
Bolívar Echeverría (1998), lo que predomina en el ethos romántico es el principio de
evasión. A esto también le agregaría que, como todo romanticismo, el de Cortázar
está marcado por un alto eclecticismo, irracionalismo (incluso
antirracionalismo) y primacía del sentimiento. Rayuela es un escrito que
amontona y acumula sensaciones transidas por la ubicuidad de París.
Diría que la París de Alinovi no solo no es romántica, sino que juega
precisamente con su contrario. La París de Alinovi no es la imposibilidad
romántica, en cambio es la imposibilidad de su realización, pues es un mundo
mutuamente excluyente, y por ello, la única opción es quemarlo todo. Marino, el
personaje principal, vive un mundo en el que no puede insertarse del todo.
Incluso sus compañeros de trabajo son extranjeros y él mismo está transido
tanto por una idea de París, como por la imposibilidad de ubicar y ubicarse en
su experiencia personal con esa idea de París.
Ni el protagonista participa de París y ni siquiera ésta la devora para
escupirlo, sencillamente, parecería que el personaje no existe, y se lo dice
plenamente el mensaje del metro sobre el tango, del cual deviene una suerte de
afrenta sobre el desconocimiento de la “argentinidad” y la conciencia sobre el
problema de la identidad. Según la infografía de la estación de metro, el tango
no es un baile argentino, sino uno de origen africano. Así visto, todas estas
ciudades, la París romántica de Cortázar, el ideal de los escritores del boom,
la ciudad paradójicamente paralela y a la vez interseccionada de Alinovi,
merecen ser quemadas.
El
trágico patetismo de Bianco
París y el odio gira en torno a dos formas de
vivir la ciudad. Por un lado, Bianco, un escritor que migra a París durante los
años sesenta; por otro, Marino, el protagonista, que ha llegado a París en el
siglo XXI con una beca para trabajar en un laboratorio de física. Bianco es un
trasunto del escritor argentino Héctor Bianciotti (Córdoba, 1930-París, 2012),
quien migró a Europa en 1955 y que no retornaría nunca más a vivir en
Argentina. Bianciotti viajó a Italia al final del primer peronismo —un factor
que puede ayudar a dilucidar su propia experiencia de lo “argentino”—, buscando
no solo un futuro más promisorio con respecto a sus inclinaciones artísticas,
sino por una negación y cierto desprecio de su entorno cordobés, con sus
antepasados italianos, rural, homófobo y campesino. Sobre todo, la migración de
Bianciotti, supone la posibilidad de escapar de la represión peronista con
respecto a su homosexualidad, por tanto, la realización de su propia identidad
(Ellis, 1998). En primera instancia, su deseo de escape se explica en esta
condición y en el entorno desfavorable de la Argentina de los cincuenta con
respecto a su sexualidad. Sin embargo, el énfasis en la novela de Alinovi recae
en otro aspecto y es justamente en la perfecta asimilación del personaje en el
mundo francés, llegando incluso a convertirse en uno de los primeros miembros
extranjeros de la Academia francesa, una institución atávica fundada en el
siglo XVII, creada por mandato de Richelieu durante la regencia de Luis XIII.
La Academia Francesa funge como el símbolo perfecto de todo anacronismo.
Cabe resaltar que es una institución monárquica impostada en la primera
república moderna de Europa. La función de la Academia es preservar y propagar
el francés como lengua. Cabe recordar que el francés es un idioma en franco
repliegue, tanto en importancia política, como en número de hablantes. De haber
sido el idioma de la política y la cultura, ha cedido terreno. Me parece que
esta mención puede reflejar el anacronismo de la Academia. Sus miembros tienen
el pomposo nombre de “los inmortales”. Si a esta función y al título de sus
miembros, le sumamos que apenas se incorporaron mujeres en 1980[v] y el rimbombante traje verde que visten los inmortales, tenemos
la clausura de una institución anacrónica e incluso ridícula en sus maneras.
Hay dos cuestiones centrales en la novela que muestran el trágico
destino de Bianco, abandonado plenamente a su nuevo Viejo Mundo. Para poder
ingresar en la Academia, además del traje verde, los inmortales portan
una espada. La forja de la espada es la quiebra económica de Bianco, el
personaje, y, por supuesto, de Bianciotti, el escritor. Bianco abandona todo
principio de realidad —digamos su situación económica—, para portar una espada
inútil en una institución que no se corresponde en nada al mundo en el que se
inserta. En la Academia se cumple perfectamente una condición necesaria de las
instituciones: por definición, las instituciones se niegan a cambiar.
Las Academias de la lengua tienen una función política importante en el
surgimiento de los Estados nacionales modernos. Separar las lenguas civilizadas
(el francés parisino de las cortes, por ejemplo), de las lenguas naturales, ha
sido una de las funciones primordiales de estas instituciones. Según Suzanne
Romaine (1996), la centralidad política siempre puso en juego la idea de lengua culta,
lengua civilizada, frente a las lenguas relegadas que eran vistas como
inferiores por ser más “naturales”, como en el caso del castellano frente al
catalán.
El término “civilización” surge en Francia durante el siglo XVII (Elias,
2016) e impone una axiología moral y estética por sobre lo “natural”. El
concepto de cultura siempre ha estado relacionado al de civilización. Cultura
frente a naturaleza, civilización como cultura (Bueno, 2016). La Academia es
uno de los últimos vestigios concretos de la época clásica en la que se asienta
perfectamente esta idea, y en la que el propio ser latinoamericano se debe
imbuir. La Academia es el referente máximo de la civilización, como es el
referente de lo francés para Sarmiento. La distancia entre civilización y campo
también están expresadas perfectamente en las memorias de Bianciotti
(Gwiazdzinski, 2020). Sus memorias, escritas en francés: Ce que la nuit
raconte au jour (Bianciotti, 2000), son una muestra de la oscura
paradoja que envuelve a su autor.
El patetismo de Bianco, el personaje, transita entre el ridículo
anacronismo de la Academia y la lucha contra la tragedia en el sentido de
destino. Bianciotti se revela contra toda suerte inexorable, escapa de su
origen (más que negarlo), busca su vida en el Viejo Mundo, adopta una nueva
lengua, escribe en ella sus memorias, es iniciado como “un inmortal”, defensor
de la lengua como institución, etc. Al final de la cuenta, después del viaje,
en sus últimos años, tras contraer Alzheimer, olvida casi por completo el
castellano, la lengua del destino pampero, de la ignominia peronista. Poco
tiempo después de asumir su puesto en la Academia debe abandonarla por la
enfermedad. Para Bianco, el camino paulatino a la gloria es demasiado escabroso
y ésta llega de forma tardía. Bianco pierde su memoria, por tanto, su
identidad, no es nadie.
La
identidad y el reconocimiento
Toda identidad es una
oposición, esto es una obviedad. Pero, en el caso latinoamericano, la
particularidad de tal oposición viene marcada no únicamente por el problema de
la autoconciencia (digamos, al modo hegeliano en la dialéctica del amo y el
esclavo, en la que la identidad de cada uno se da en la relación). No somos
latinoamericanos sólo porque podemos reconocer que somos diferentes a otros, no
lo somos únicamente por “ser el invento” de los unos por oposición a otros, lo
somos en búsqueda del reconocimiento de esos otros. En este sentido, parecería
que volvemos a Hegel y vemos aquí como una lucha por el reconocimiento, en la
cual nosotros entendemos perfectamente quién es el amo y quién es el esclavo.
Esta ha sido una constante de la literatura latinoamericana con respecto al
problema de la identidad y el pasado colonial (Escobar-Jiménez, 2021).
En París y el odio, la figura de Atahualpa Yupanqui aparece con
cierta frecuencia y su citación es una expresión de la pregunta del
protagonista por la identidad y hasta qué punto las decisiones individuales que
nos afirman como sujeto nos condenan al futuro:
Al elegir a París —siempre París—… al
elegir a la competencia del tribunal definitivo de los méritos criollos…
Yupanqui era hombre libre —bueno fuera— y entonces libremente había elegido
elegir aquella iniquidad: afirmar el valor de París frente al del Cerro Colorado.
Sí, estaba bien, porque era un
acto afirmativo de la soberana libertad de aquel criollo, pero, al mismo
tiempo… entonces, el indio Atahualpa obligaba a las generaciones venideras de
los indios, con aquella su elección tan malhadadamente libre, al infinito
remontar penoso de una afirmación en contra, como una deuda externa ontológica,
impagable… (Alinovi, 2016, p. 58).
Alinovi se refiere a la decisión de Atahualpa de tomar a París como su
lugar de destino. El mestizo de familia vasca que cambia el nombre de Héctor
Chavero por el de Atahualpa Yupanqui, sale de Buenos Aires y adopta tanto a
París como al Cerro Colorado como destino. Yupanqui entra al juego del
reconocimiento y a las ventajas que conlleva tal reducción, pues la mejor forma
de existir en el centro del mundo es aceptar que uno no puede competir en el
mismo juego y debe cambiarse de cancha. La única posibilidad está en la
aceptación y la afirmación de la identidad endilgada. Los casos se suceden
perfectamente. El mestizo ecuatoriano, Oswaldo Guayasamín, deviene en un
artista internacional cuando se convierte en el indio Guayasamín y empieza a
trabajar en Nueva York bajo el auspicio Fundación Rockefeller. A partir de allí
traza una historia de pena y sufrimiento que puede ser asociada a la “historia
de su pueblo”.
Pero más allá de una crítica simplista de mirar esta “transformación en
indio” como una impostura o una forma de marketing o ver sospechosamente los
réditos comerciales que se obtienen, es más interesante entender el problema en
sus tensiones. Por un lado, se debe entender que la identidad es una
construcción permanente y no se asocia a una esencia única. Tal esencia es
similar al postulado de la raza, el mismo que ha llevado a un sinnúmero de
consecuencias nefastas que no tiene sentido enumerar aquí. Por otro lado, la
pregunta impuesta ¿en qué sentido los individuos como Yupanqui y Guayasamín lo
son? Parecería que mientras los habitantes del centro del mundo pueden afirmar
una identidad individual, a los demás solo nos queda una colectiva; por tanto,
Chavero debe devenir en símbolo de la opresión, en los residuos del pasado
colonial, ya sea como redención o mero folklor. Por tanto, la única posibilidad
de entrar en el juego es asimilar la identidad colectiva. Al interrogar a
Alinovi sobre esto, él responde en la entrevista:
Hay ahí una tensión, es verdad. Es el
problema del otro. Hablamos de sociedades libres, o más libres que otras. ¿Qué
queremos decir? Que en determinadas sociedades están más y mejor garantizadas
las posibilidades del proyecto individual. Pero ¿cómo es que lo están? Mediante
restricciones generales a determinadas libertades individuales que, de darse,
restringirían las condiciones de posibilidad de la libertad general. Hay que
pagar impuestos, hay que respetar determinadas leyes. Esas convicciones, a la
larga, van constituyendo una identidad social, digamos, y aun cultural: dan
estabilidad para que se desarrolle un determinado modo de entender y gozar el
mundo…
Voy a ser menos elíptico. Uno
puede preguntarse qué hace el gaucho Roberto Chavero, que eligió el seudónimo
artístico Atahualpa Yupanqui y contribuyó con su música y su poesía a
establecer una cierta identidad cultural argentina, o acaso indígena, o acaso
mixta, viviendo en París. Y alguien más podría contestar: está ejerciendo su
libertad individual. Es verdad. Pero eso no quita que la elección parece a
contramano de lo que eligió durante toda una vida y, sobre todo, de la
identidad cultural que ayudó a construir para afirmar las posibilidades de
otros.
Borges, con su precisión muy a
menudo hiriente, decía que García Lorca era un gitano profesional… en París
conocí a un guitarrista que tocaba con un músico argentino bastante famoso. Ese
músico argentino le dijo a mi amigo guitarrista que un día, en París, él se había
dado cuenta de que era indio. La revelación, digamos, había ocurrido cuando
tenía unos cuarenta o cincuenta años. Había emigrado como un músico más,
tratando de ganarse la vida y, efectivamente, la epifanía identitaria que
sufrió lo catapultó en términos comerciales (Escobar-Jiménez y Alinovi, 2020,
s/p).
Por tanto, la única posibilidad de universalidad está en escribir,
cantar, pintar, vivir desde París o Nueva York, lo demás es accesorio, pero
para ello, hay una suerte de reivindicación permanente de la única posibilidad
de identidad. Creer que el mundo es lo que yo pienso y lo que he visto es una
forma de provincianismo e incluso de infantilismo. En ese sentido, el
pretendido universalismo de Cortázar no es más que un parroquianismo extendido
desde el centro, mientras que la transformación de Yupanqui es una forma de
reconocimiento individual, aunque sea como representante de un colectivo.
A
modo de conclusión
Los tres ejes adoptados para el análisis de la identidad como tema en la
novela de Alinovi obedecen a la recurrencia e importancia en la construcción de
la trama. Sobre todo, las figuras de Cortázar y Bianciotti atraviesan la obra
como formulaciones centrales acerca de la pregunta de la identidad de ser
argentino en París. La presencia del personaje de Yupanqui y sus significancias
en la novela es relativamente menor con respecto a los nombres anteriores, pero
es un tema central en las digresiones del protagonista sobre el mestizaje y lo
latinoamericano.
Más allá de la visión de los estudios culturales sobre la construcción
del otro, ciertamente, el surgimiento del vocablo “América Latina” puede ser
rastreado de forma concreta en el primer cuarto del siglo XIX en Francia y
sirvió como oposición a la América anglosajona. París moldeó la visión cultural
y política de nuestra región hasta puntos cumbres, como pensar a Buenos Aires
como la París del Sur. Aunque a lo largo del siglo XX, la importancia de París
como modelo se fue trasladando a otros espacios mundiales, la ciudad continuó
siendo el referente artístico, llevado también a una situación culminante con
una novela como Rayuela de Cortázar. De allí, deviene la idea de Alinovi
que la París construida por Cortázar haya sido una ciudad modélica en el
sentido platónico, un arquetipo que vuelve a la cuidad “real” como algo falso o
al menos deplorable. La quema de París, que se sigue del propio título de la
novela de Alinovi, es un saldo de cuentas con la visión de Cortázar.
Siguiendo esta idea, el cosmopolitismo que sostiene Cortázar como
postulado estético, bajo el supuesto —plausible a mi modo de ver— de que los
verdaderos temas literarios son universales, independientemente de dónde estén
ambientados (al estilo de la zona de Saer), no se compadecen con la
forma en la que se presenta París. La utopía parisina y su degradación
romantizada convierten a la novela en un arte solo posible desde lugares
“realmente artísticos”, es decir, dignos de ser novelados, porque evocan
“verdaderos” ambientes estéticos. Por supuesto, en el fondo, esto es una forma
de parroquianismo. Entendería que, de alguna manera, la visión de Alinovi es
saldar cuentas con esta visión, no solo de París, sino de la concepción de la
novela, en cuanto tal.
Por último, el reconocimiento parisino (¿la universalidad?) de Cortázar
es el que busca Yupanqui, pero partiendo desde un punto inverso. Yupanqui no
solo se difumina, sino que se convierte en la parroquia, él es la
síntesis y la encarnación. Por eso mismo, debe eliminar su nombre de nacimiento
por una antonomasia, adquirir casi un toponímico, porque al devenir del
quechua, “Yupanqui” suena a América Latina. La posibilidad de
reconocimiento pasa no por la individualidad, sino por la fusión en el
colectivo; pero esto fue llevado a tal extremo que el mismo Yupanqui, en su
disputa con varios folkloristas, como Jorge Cafrune, se pensaba como el
detentor del folklor “verdadero”, es decir, él era el pueblo.
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Notas
[1]
El TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) es una muestra de
ello. Firmado en 1948, su contexto de surgimiento era evitar el influjo
soviético en América Latina en defensa de la democracia. Sus limitantes se
mostraron en la Guerra de las Malvinas, cuando los norteamericanos debían
colisionar con sus pares ingleses.
[1]
Como aspecto ejemplar, quisiera recalcar el influjo de París entre las elites
económicas agroexportadoras ecuatorianas. En la expansión capitalista de fines
del siglo XIX, que duró hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, como bien
han tratado las teorías dependentistas; América Latina se insertó en el mercado
mundial con la exportación de materias primas, con una canasta exportadora poco
diversificada. En el caso ecuatoriano, el cacao fue el principal producto de
exportación. Los terratenientes costaneros tenían al pueblo de Vinces como
centro de negocios en aquel momento y París como referente y deber ser para la
elite. La mayoría de los herederos de las grandes fortunas ecuatorianas se
educaron en París; mientras que el paisaje, el mobiliario y las tiendas
emulaban mansiones parisinas insertas en el trópico, hasta el punto en el que
Vinces fue conocida como “París chiquita”.
[1]
En la famosa conversación que Serrano Soler mantiene con Cortázar, el escritor
argentino se declara un escritor temprano, pero que publicó tarde, justamente
por cierto recato de lanzar libros con los errores propios de la adolescencia,
de los que luego podría arrepentirse (Ralón,
2019).
[1] La
escritora belga Marguerite Yourcenar fue la primera.
RESEÑAS
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41221
Nofal, R.
(2022). Cuentos de guerra (36 pp.).
Santa Fe: Vera cartonera.
María Jesús Benites
Universidad Nacional de Tucumán, Tucumán,
Argentina
ORCID:0000-0001-6308-1854
Mjesus.benites@filo.unt.edu.ar
El libro Cuentos de guerra, de
Rossana Nofal, es impulsado por una búsqueda de sentidos; en él circulan ideas,
pero sobre todo modos de contarlas. Cuentos/guerra es el ensamble que se
condensa en las páginas del libro donde se fragua el itinerario intelectual de
Nofal alrededor de esta idea que para cualquiera de nosotros podría pensarse
como una imposibilidad, pero que ella construye como una serie de
encadenamientos de las historias sin sucesiones porque los cuentos pueden
modificar las cronologías hasta el punto de suprimirlas.
El cuento de la guerra es para la estudiosa un dispositivo dúctil de
lectura que permite escuchar en un relato conflictos y tensiones. También el
cuento es el modo de historizar una vida, esa historia de una vida que se
convierte en una historia contada. El cuento de guerra encierra, además, las
pugnas por el poder simbólico y político de una escritura que se reconfigura en
sus tensiones significantes y, entonces, nuevamente el cuento como un modo de
interpretar la realidad. Contar, fabular, narrar, relatar, referir e inventar
son acciones que convergen cuando hablamos de este tipo de texto y potencian la
complejidad de una categoría heterogénea, campo de batalla de significaciones y
opuestos.
“Estábamos en guerra” (Nofal, 2022, p. 11) afirma enfático en agosto de
2008 el genocida Antonio Domingo Bussi en el marco del juicio civil por el
secuestro y desaparición de Guillermo Vargas Aignasse e instala esa palabra en
la espacialidad con los sentidos que, despóticamente, pretende imponer. La
guerra como categoría material y moral de un estado de lucha, de armas y
enfrentamientos se instala en la sala de audiencias y es reforzada en la
instancia de los alegatos: “En Tucumán había una guerra y los militares
actuaron en defensa de la patria” (Nofal, 2022, p. 11). Guerra y patria
componen un binomio tenso que enfrenta discursos en la sala, escenario al que
ingresan los testimonios en conflicto, que intensifica la palabra clave (guerra) con el tono imperativo de la
verdad y el poder.
Las teatralidades de las memorias tensionadas durante ese juicio público y
oral, el primero que por crímenes de lesa humanidad se concretó en Tucumán, son
asediadas por la lectura crítica, intensa e incisiva que propone Nofal en este
libro trascendente y necesario, resultado de años de estudio y organización de
un vasto corpus y de construcción de categorías teóricas precisas.
La trayectoria intelectual de Nofal es atravesada por conceptos centrales
sobre la violencia armada y la guerra revolucionaria, tanto en el campo teórico
como en el campo de los objetos, por el modo en que los modelos de lectura
inciden en la producción de los testimonios de la represión. Sus trabajos
constituyen un inventario de las representaciones de las militancias y de la
construcción de un imaginario sobre la violencia a partir de los diversos
géneros, como la novela y el testimonio. Las memorias en conflicto, los
testimonios del desgarro y la violencia política en el Cono Sur surcan las
sólidas investigaciones de Nofal, referente insoslayable en el campo.
El libro tiene sus huellas, revelan esas lecturas sedimentadas, las marcas
de lo escrito, de los avances y los cuestionamientos. Impetuosa, la autora
enfrenta aquí nuevos desafíos e incorpora a su repertorio de abordaje
escrituras complejas, otros registros de la palabra impresa. El riesgo es
explícito, tomar ese acto de clausura que supone la lectura de una sentencia y,
desde la lógica del detalle, a partir de ese término guerra que la interpela, poner en escena un relato que tiene que
ser contado. En este punto se instala la pregunta sobre la naturaleza de la
gestualidad del testimonio en la sala de justicia y, por otro lado, los modos
testimoniales de contar una vida. Me detengo en ese registro del lenguaje
jurídico que es la sentencia y los testimonios que la sostienen porque, como
afirma la autora:
Más allá de la
lógica del discurso jurídico, más acá de las vidas que se construyen en las
causas, en este escenario, la palabra oral es prueba y en el transcurrir de los
procedimientos de la justicia penal deviene en materialidad de documento
probatorio. (Nofal, 2022, p. 8).
La sentencia, epítome del lenguaje jurídico escrito, reproduce testimonios,
voces que no se pueden intervenir, discurso directo sobre el que un otro arma tonos, recupera silencios,
reproduce lo que debe ser contado y oído. Es, entonces, un documento que se
edita, un recorte, la figuración de un orden. Las preguntas inevitables:
¿pueden recuperarse los gestos?, ¿cómo representar en una caligrafía legitimada
los silencios y las vacilaciones, los trémulos de una voz?, o, como se pregunta
Ana Longino en el poético prólogo que abre el libro, ¿de qué manera podemos
asomarnos al miedo abismal, a la espera incierta?
Sabemos que el discurso jurídico no solo representa un poder, sino que es
además un poder indisoluble de su soporte institucional, es un discurso
imponente esencialmente normativo, performático y operativo, ya que instaura
realidades nuevas, modifica lo existente, impone modelos de conducta, pero
también castigos. Es un lenguaje que atenta muchas veces contra el derecho a
entender que tenemos como ciudadanos y ciudadanas. El discurso jurídico no es
simplemente contrastivo o descriptivo, posee la capacidad intrínseca de la
acción. Ser hacedores implica dar una respuesta, reponer algo que falta. En la
sentencia, entonces, lo dicho/lo vivido, esa experiencia comunicable, como
acota Nofal, adquiere el estatuto de existente… es, con todo lo que ello implica.
La siempre asombrosa María Moliner afirmaba que quien maneja la
terminología tiene el poder. El encuadre de lo bélico que nuclea el alegato del
imputado constituye una retórica anclada en términos “técnicos”, como si el uso
de un vocabulario específico constituyera una verdad incuestionable: zona de operaciones, estado de sitio, trincheras, allanamientos
o individuos salpican el testimonio
pretendidamente hegemónico del acusado. Frente a ese discurso monolítico de la
intolerancia, Nofal empuja los límites e instala la lógica paradojal de una
literatura de la memoria. Es el lado a y el lado b de la sentencia y el
alegato. El constructo de la paradoja se desplaza de la condición de
incertidumbre y se traslada hacia las opciones interpretativas de la realidad.
En el libro, el horror y la utopía que se introduce con el relato diferido
de Carmen Perilli en el marco de la megacausa, palabra que sobrevive, desde un
yo, en la lectura literaria de Improlijas
memorias (Colección Almanaque). Más allá del testimonio literal intervenido
en la sentencia, las memorias improlijas instalan las dobles figuraciones de la
palabra y la escritura que indaga el libro porque, para Nofal, hablar de
literatura testimonial permite la configuración de una nueva agenda vinculada a
una ficción sobre las memorias en conflicto y la organización de su poética que
trasciende esas formas normatizadas de la sentencia en tanto género discursivo
cerrado y absoluto.
Hay un compromiso claro por trazar nuevos recorridos y derivas que guían
los pasos a otras constelaciones conceptuales donde el archivo, otra de las
imágenes poderosas que se proyectan en el libro, es el lugar donde sobreviven
los relatos, pero también es el rincón de los silencios, de la letra muerta.
Como afirma Arlette Farge en La atracción
del archivo (1989), el archivo es la huella en bruto de vidas que de ningún
modo pedían expresarse así, es una desgarradura en el tejido de los días, el
bosquejo realizado de un acontecimiento inesperado.
El archivo no
escribe páginas de historia, describe con palabras de todos los días lo
irrisorio y lo trágico en el mismo tono. El archivo, como condensación de
significantes, atraviesa, por lo tanto, la literatura y la historiografía de
nuestro continente. Es en el archivo donde sobreviven diversos sentidos de la
ley y del poder, pero también el modo en que se manipula para instalar desde
allí, paradojalmente, el olvido.
El olvido, la violencia, como otro de los modos narrativos que han
configurado la historia y la literatura en América Latina, se expresan
metafóricamente en los cuentos de guerra, categoría que, como afirma la autora,
es:
difícil
desmentir ya que los autores del género no tienen el mandato de hablar por
delegación de las víctimas y sus familiares; pueden organizar un relato con la
voluntad de iluminar el imaginario del pasado con claves para lo que vendrá.
(Nofal, 2022, p. 17).
Asimismo, la escritura se dirime entre la verdad narrativa y la verdad
histórica. En los silenciamientos del relato, en lo no dicho sobre las desapariciones
forzadas, la violencia, los laberintos de un sistema perverso y represor operan
los cuentos de guerra. Ese vínculo confidente y luminoso de Nofal con la
literatura recorre el libro (donde ingresan las lecturas otras: la de Cien años de soledad, la de la
disruptiva Doña Bárbara, la una
desconcertante Virgen de los sicarios).
Ese vínculo pone en escena los desplazamientos entre esas escrituras de la
urgencia (el parte de guerra, otro concepto condensador) y el modo en que la
lucha armada interpela la maquinaria de la memoria, la activa, lee los
imaginarios revolucionarios y cuenta su historia apelando a las estructuras
narrativas de ese tipo discursivo.
En cada página, la autora enfatiza su certeza en “los cuentos de guerra”,
construye una instancia tan compleja como la judicial, el escenario de la sala
de audiencias y el encuentro con ese veredicto hacedor de justicia como un acto
de rememoración. El testimonio se reconfigura, así, en un relato; los escuchas,
en lectores; la sentencia, en ese cuento que refiere una guerra, el pretendido
absolutismo de quienes creen poseer la verdad se reescribe en la culpabilidad y
la condena. Sin embargo, como afirma la investigadora, más allá de la voluntad
de la justicia, la deuda siempre está pendiente porque el delito es del
Estado.
La escena inicial, “cuente lo que pasó esa noche” (Nofal, 2022, p. 7), es
una invitación a la reflexión profunda donde se escenifican, desde el estrado y
la figura del juez, la consideración de las historias personales y las formas
particulares de transitar esas experiencias vividas. Cuentos de guerra es un libro seductor que no solo nos interpela
con la agudeza de sus categorías; es, además, un develamiento de la propia
autora de lo que la conmueve, de las preguntas que la interpelan, de la
búsqueda de sentidos de la palabra, de su capacidad para desentrañar y
construir conceptos claves que desplieguen nuevos modos de leer críticamente
los soportes en los que se inscriben los cuentos de guerra, las gestualidades
infinitas del lenguaje nunca pensadas como imposibilidad.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41224
Gasquet, A. (2021). Orientalismo literario argentino. De Esteban Echeverría a Roberto Arlt (304 pp.). Palgrave Macmillan.
Gasquet, A. (2021). Argentinean Literary Orientalism. From Esteban Echeverría to Roberto Arlt (304 pp.). Palgrave Macmillan.
Sebastián Díaz Martínez
The Graduate Center, The City University of New York, USA. sdiazmartinez@gradcenter.cuny.edu
ORCID: 0000-0001-8989-3412
Recibido: 25/04/2023. Aceptado: 05/05/2023
La serie
Historical
and Cultural
Interconnections between Latin America and Asia, publicada por Palgrave Macmillan y
dirigida por Ignacio López-Calvo y Kathleen López, marca la consolidación de
los estudios transpacíficos como un campo en ascenso. No obstante, uno de los
títulos que resaltan particularmente es la versión en inglés del libro de Axel
Gasquet, Argentinean Literary
Orientalism. From Esteban Echeverría to Roberto Arlt (2021), el cual fue
traducido por José I. Suárez. Originalmente publicado en el 2007 (en Buenos
Aires, bajo la editorial Eudeba y titulado Oriente
al sur. El orientalismo literario argentino de Esteban Echeverría a Roberto
Arlt), el libro evidencia un cambio drástico tanto en la composición como
en los interrogantes que condicionan el campo, tal como ser el único libro que
usa la palabra orientalismo en su
título, mientras que en el resto se prefiere usar términos prefijados en trans-. Una (re)lectura de sus
principales interrogantes y los argumentos que desarrolla a la luz de ese giro
terminológico permitiría radiografiar las principales transformaciones que han
sucedido en materia teórica y crítica en los últimos años.
Desde un plano general, la inquietud central de Gasquet es analizar la
manera en que ciertos discursos orientalistas de procedencia europea fueron
adaptados en Argentina y cómo, a su vez, desarrolló nuevos sentidos que
interpelaban a la realidad nacional: los orientalismos argentinos no fueron una
mera copia del modelo europeo, sino que abordaban cuestiones eminentemente
locales que trastocaban el sentido para apelar a contextos precisos (p. xi). No
obstante, hace una salvedad que busca desmarcarse de la tradicional definición
de Edwar Said: como Argentina no tuvo pretensiones imperiales o aspiraciones
expansionistas de apropiación al este, las premisas ideológicas orientales no
aplican de manera exacta. Esto, a mi parecer, limita el análisis en dos planos:
en primer lugar, resulta contraproducente esta salvedad si el mismo Gasquet
analiza magistralmente la manera en que las metáforas orientalistas sirvieron
para justificar la expansión del Estado en el siglo XIX (el caso mejor tratado
es el de Sarmiento); en segundo lugar, porque invisibiliza otras posibles
cuestiones imperiales provenientes precisamente desde Oriente en el corpus que
maneja, como en las políticas expansionistas del Imperio otomano de Obando, o
en el Japón de la restauración Meiji, retratado por Ernesto Faustino Wilde.
El libro se divide en tres partes, cada una de dos capítulos. Las partes
fraccionan las franjas temporales que discuten, y los capítulos abordan casos
autorales. La primera parte introduce tanto las discusiones teóricas en las que
se enmarca y desmarca (explicitando, por ejemplo, que su libro no tiene ninguna
pretensión de participar en discusiones poscoloniales), delimitando la noción
de orientalismo que maneja sin alejarse tan radicalmente de Said y
estableciendo la metodología y el corpus del libro. El segundo capítulo de la
primera sección, “The European Archetype and the Debate on the Eastern
Question”, es una detallada exposición de las principales formas de representación
orientalista europea de los siglos XVIII y XIX, enfocándose principalmente en
el conde de Volney. Lo más interesante (y todavía vigente) de la investigación
de Gasquet radica en destacar la circulación de estos textos en el contexto
argentino de la creación de un Estado nación independiente. Para Gasquet, los
orientalismos argentinos fueron un plan para ejecutar una apropiación simbólica
de lo Otro, no a través de conquistas extranjeras, sino a través de una
ocupación doméstica del espacio vital que provea la riqueza de una nueva
nación.
La segunda parte, “The East in the
Pampas”, explora las lecturas de Echeverría y
Alberdi de los
orientalistas en el contexto de la “importación” del romanticismo europeo.
Desde Echeverría y por medio de lo que denomina un close reading, Gasquet indica las similitudes de las experiencias
europeas en el mundo árabe desde un lugar fronterizo. Identifica en ambos un
interés más intelectual que ideológico en sus lecturas orientalistas, pero
también como lecturas antecesoras a los postulados de Sarmiento de comparar a
los gauchos y el mundo rural argentino con el despotismo político árabe.
Sin dudas, el capítulo más apasionante es el que aborda los textos de
Sarmiento: “An Ideological Reading of Domingo Faustino Sarmiento”. Con un
perspicaz argumento, Gasquet logra identificar cómo las fuentes de los textos
de Sarmiento edifican la división entre civilización y barbarie de su obra. Al
autor sanjuanino solo le interesaron los textos orientalistas como un marco
histórico y una herramienta política para entender mejor el barbarismo,
desarrollando un aparato interpretativo que respondía a los intereses de las
élites políticas y literarias (p. 70). Desde las notas de sus viajes por
Argelia, Gasquet resalta la acérrima defensa de Sarmiento del proyecto colonial
francés mientras simultáneamente redibuja las similitudes con los árabes.
En la tercera sección, empieza con un capítulo que analiza los textos de
Lucio Mansilla, “TheWorldly Splendor of Lucio Victorio Mansilla”, y se centra
especialmente en las impresiones del escritor en sus viajes de juventud en la
India y su paso por el Medio Oriente (categorizándolo como el primer argentino
que conoció las pirámides de Guiza) y las lecturas que influyeron en sus
descripciones. A mi parecer, el capítulo podría haberse articulado de forma más
consecuente con la sección anterior si hubiese cambiado del corpus referido al
mismo autor: en su libro Una excursión a
los indios ranqueles (1870), escrito en el período de la presidencia de Sarmiento,
Mansilla constantemente compara a los ranqueles con los árabes, dando cuenta de
herencias de la lectura sarmientina en las interacciones con lo Otro como
aquello que debe ser eliminado por la civilización occidental blanca.
En la misma sección, aborda en dos capítulos cómo las producciones de
Pastor Servando Obligado y Eduardo Faustino Wilde se diferencian
significativamente al evidenciar amplios circuitos turísticos que mediaban
entre Europa y el Medio Oriente. La aparición de nuevas tecnologías, producto
de la circulación de capital global en los albores del siglo XX, identifican
una serie de transformaciones que podrían haberse analizado más profundamente
desde una perspectiva no tan conservadoramente filológica. El exacerbado
positivismo de Obligado, que evidencia las inequidades sociales y económicas en
los centros urbanos de capital a nivel global, o las constantes asociaciones de
Wilde con la higiene como cuestión modernizadora, despliegan preguntas
interesantísimas de cambios radicales en el contexto de la modernización.
La última sección, concerniente a las apreciaciones modernistas de Lugones
y Arlt, son relevantes en la medida en que identifica un cambio radical en la
percepción de los orientalismos, apuntando más a su exotización, sobre todo en
Lugones. En Arlt sobresale la diferencia fundamental entre sus narraciones de
carácter erotizantes y sus textos periodísticos de carácter científico.
Sin lugar a dudas, el texto de Gasquet es un referente obligatorio para
introducir el campo. Si bien muchas de sus perspectivas y metodologías han sido
reevaluadas en los últimos años, su traducción se profiere como un gesto
disciplinar: ver los puntos que han mutado y los planteamientos que aún son
sumamente vigentes en los análisis sobre las conexiones América Latina y “lo
oriental” por medio de artefactos culturales. El libro aún habla, pero con
menos fuerza. Quizás la herencia más importante que legó a este campo de
constantes redireccionamientos es el haber identificado la potencia de estas
literaturas para crear mundos posibles: los autores argentinos no solo vieron
las ruinas de Palmira en las llanuras de la Pampa o vieron los gauchos y los
indígenas hacerse árabes, sino que fue a través de ese desplazamiento
metafórico donde fundaron su nación.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41226
Pratt, M. L. (2022). Anhelos planetarios (340 pp.). Durham: Duke University Press.
Pratt, M. L. (2022). Planetary Longings (340 pp.). Durham: Duke University Press.
Valentina Villarraga
The Graduate Center, City University of New York, Nueva York, Estados Unidos vvillarragamorales@gradcenet.cuny.edu
ORCID: 0009-0007-5090-5923
Recibido: 25/04/2023. Aceptado:
02/05/2023.
Las discusiones académicas actuales sobre decolonialidad se han inscrito,
en gran medida, en la posibilidad de imaginar nuevas alternativas a la
poscolonialidad que se alza de la mano de las políticas neoliberales e
imperialistas que oprimen a ciertos grupos y poblaciones vulnerables en lo que
se ha denominado como el sur global. Las discusiones que abordan el concepto
antropoceno se han centrado en analizar y, algunas veces, demandar la
devastación climática que parece anunciar un apocalipsis inminente.
Ante los esfuerzos por entender cómo se configuran narrativas que anuncian
y denuncian la gran catástrofe, Mary Louise Pratt decide enfocarse en su último
libro, Planetary Longings, en la creación de nuevas aspiraciones,
fuerzas y procesos configurados desde América Latina en una época que ha
marcado un cambio crítico en las condiciones planetarias que se dieron entre la
última década del siglo XX y la primera del siglo XXI bajo contextos
poscoloniales.
Pratt piensa desde las Américas y retoma diversas nociones que trabajó
previamente en su libro Imperial eyes:
travel, writing and transculturation (1992), específicamente algunas de las
discusiones sobre la poscolonialidad, colonialidad y decolonialidad. Estos
temas atraviesan su libro y sirven como herramientas para estudiar los
diferentes objetos culturales que expone. El enfoque sobre estos objetos
también se desarrolla desde la indigeneidad (indigeneity), que para la autora designa una fuerza que genera
aquellos futuros posibles, imaginarios e impredecibles en las condiciones
planetarias y que registran la crisis del cambio de milenio. El título del
libro, Planetary Longings, designa
justamente el análisis que realizará la autora en los capítulos, la búsqueda
por anhelos, fuerzas, futuros, imaginaciones, entre otras que usa a lo largo
del libro ante la crisis planetaria que se ha desarrollado desde los tiempos
coloniales hasta nuestro presente.
Pratt toma el concepto de planetareidad
haciendo énfasis en su surgimiento hacia el final de los años noventa y
retomando la conceptualización que Spivak realiza, donde el término de planetareidad “registers the millenial
crisis of agency and futurity: humans must reimagine themselves as «planetary subjects» rather than «global agents»” (p. 10). De esta manera, y retomando otras
conceptualizaciones del término, Pratt indica que el concepto ha tomado un giro
hacia el campo de la ecología y las relaciones entre lo humano y lo no humano.
Por otro lado, Pratt trae el concepto longings,
en relación con el de futurology. En palabras de Pratt: “The work of world-making is driven by desire
and will and by the force of life itself seeking to project into the future.
This is part of what I attempt to capture with the word longings in my title”
(p. 12). En este sentido, el
término futurology designa esos
anhelos (longings) que son
presentados en los objetos culturales que Pratt analizará a lo largo del
libro.
Relacionando estos conceptos, este libro trae una apuesta que mira hacia el
futuro, donde es posible retomar diversos objetos culturales y leerlos a la luz
de las posibilidades que nos ofrecen frente al apocalipsis que se avecina.
Desde los diferentes ensayos que componen este libro, Mary Louise Pratt
encuentra narrativas, películas y otros objetos culturales en los que se abren
nuevas alternativas ante las condiciones actuales, desde procesos
decolonizadores, anticoloniales y antiimperialistas —como demuestra la segunda
parte del libro— y también desde la indigeneidad, las relaciones más-allá-de-lo-humano,
brindadas por las nuevas posibilidades de las zonas de contacto, y la
posibilidad de imaginar nuevas formas de vivir incluso dentro de las lógicas de
la catástrofe inminente del antropoceno. En última instancia, su búsqueda se
resume en esos anhelos planetarios o Planetary
longings.
El libro consta de dos partes que condensan una totalidad de 16 capítulos y
la coda de este. Esta reseña tiene como objetivo exponer los núcleos temáticos
del libro, de manera que no se detendrá en cada capítulo. La primera parte,
titulada “Future Tensions”, contiene nueve capítulos que funcionan en gran
medida a manera de ensayos. El capítulo “Modenity’s False Promises” busca
revisar las nociones y discusiones respecto a la construcción de la modernidad
como un anhelo eurocéntrico. El capítulo examina cómo la modernidad se
inscribió como un centro y discurso identitario, para después hacer una
revisión sobre cómo se caracterizó la modernidad tanto desde adentro como desde
afuera de sí misma, mostrando cómo la modernidad se construye a partir de
relaciones de Europa con diferentes partes del mundo. Posteriormente, el
capítulo analiza la modernidad en América Latina y cómo esta se construye de
manera diferente que en Europa, no desde el centro articulador de la ciudad,
sino desde la interacción entre formas importadas e impuestas, así como entre
el centro y la periferia y desde formaciones culturales diversas, tal como lo
muestran diferentes narrativas de autores como Juan Rulfo, Mário de Andrade,
Gabriela Mistral o José Eustasio Rivera. Finalmente, el capítulo muestra cómo,
desde el trabajo de autores como Néstor García Canclini, Ángel Rama, Vivian
Schelling y otros, se pensó en la modernidad en su escala planetaria y dio paso
a lo que ahora se llama posmodernidad.
El capítulo “Mobility and the Politics of Belonging” se centra en entender
las relaciones entre el estar situado (placedness)
y la movilidad en relación con la globalidad, la indigeneidad y la modernidad,
inscribiéndose tanto en la figura del viajero como en ciertos movimientos como
los que constituyen las demandas por el derecho a no migrar en países como
México. En “Fire, Water and Wandering Women”, se analizan las novelas La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, Tú, la oscuridad, de Mayra Montero, Salón de
belleza, de Mario Bellatín, Plata quemada, de Ricardo Piglia, y Los
vigilantes, de Diamela Eltit,
escritas en los años noventa en América Latina, una época de reconfiguración
económica, social y de las relaciones entre ciudadanía y Estado.
Entre los análisis de Pratt, se ve cómo en las cinco novelas aparecen las
figuras del fuego y el agua como fuerzas purificadoras en medio del apocalipsis
del final del siglo XX, así como un espacio donde aparecen alternativas
civilizatorias ante la catástrofe que son indescifrables para los humanos. En “Planetarized
Indigeneity”, Pratt analiza las condiciones en las que la indigeneidad se
constituyó como fuerza en la escala planetaria durante el cambio de milenio;
esto, a través de una revisión del activismo indígena desarrollado como parte
de un pensamiento que responde a la expansión capitalista y neoliberal que ha
puesto a las comunidades indígenas de todo el planeta en riesgo y condiciones
de precariedad.
El capítulo “Anthropocene as a Concept and Chronotope” gira alrededor de
las discusiones respecto al término de antropoceno.
Teorizando la forma en la que se define lo que es antropoceno desde pensadores
como Anna Lowenhaupt Tsing y Dipesh Chakrabarty, así como su diferencia con
respecto al concepto de capitaloceno,
Pratt muestra cómo el término antropoceno
prevalece: por un lado, por su humanismo (a diferencia del capitaloceno, que
llama a la industria); y por otro, por su capacidad de desplazar el tiempo
histórico por el tiempo geológico, mientras llama la atención sobre la
catástrofe climática en general.
Asimismo, presenta el antropoceno como un cronotopo, en el sentido
bajtiniano, dada su capacidad de ordenar el caos, identificar un problema (a
saber, la crisis climática) y, también, imaginar un futuro donde el planeta
continúa, pero no las vidas humanas y carbónicas en este.
Finalmente, el capítulo recoge la iniciativa de pensar desde una
perspectiva pesimista, en la que, a pesar del inminente fin de las vidas
humanas y carbónicas, es un reto imaginar un buen vivir basado en formas nuevas de relacionarse en ese
final.
En “Mutations of the Contact Zone”, trae a colación el concepto zonas de
contacto (contact zones), desarrollado por la autora
previamente en su artículo “Arts of the Contact Zone” (1991). El capítulo
muestra diversos ejemplos en aulas de clases u otros espacios desde el momento
en que escribió el artículo. Uno de los aportes al concepto que Pratt considera
valioso es el realizado por geógrafos, pues estos usaron el término para
estudiar interacciones multiespecie. Así, la autora ve cómo las zonas de
contacto sirvieron a los geógrafos para descentrar lo humano de sus estudios,
de la misma manera en que el término había sido propuesto inicialmente para
descentrar a Europa de los estudios del imperio.
Pratt finaliza esta primera parte con el capítulo “Authoritanism 2020:
Lessons from Chile”. Este capítulo se concentra en exponer algunas de las
formas en que el autoritarismo de los discursos y actos públicos de Augusto
Pinochet resuenan en el régimen de Donald Trump. Tras este análisis, la autora
se centra en ejemplos de activistas o artistas que desafiaron la dictadura,
como lo son la novela Lumpérica, de Diamela Eltit, el documental Acta General de Chile, de Miguel Littin, y la creatividad en
la campaña por el no en el plebiscito
de 1988. Finalmente, la coda del capítulo muestra los ecos del autoritarismo de
Trump con el de Pinochet y advierte a las personas de Estados Unidos de leer
estos ejemplos como formas de futurología para imaginar diferentes posibilidades
ante el trumpismo.
“Coloniality, Indigeneity and the traffic in Meaning” da nombre a la
segunda parte del libro, que comprende de los capítulos diez al dieciséis.
Estos capítulos se presentan igualmente como ensayos. Desde el capítulo diez al
capítulo trece, se presentan diferentes discusiones respecto a formas de
representación de la indigeneidad, a partir de las formas de escritura
etnográficas y sus inscripciones —muchas veces coloniales— pasando por la
escritura testimonial de Rigoberta Menchú y el debate acerca de la veracidad de
lo que cuenta en su libro, en relación con las discusiones por el conocimiento
letrado y conocimiento no letrado. Después realiza un análisis desde la
colonialidad del poder (retomando a Anibal Quijano) de la película de la directora
española Icíar Bollaín, También la lluvia, y en el capítulo trece, con un análisis
de la translación cultural (cultural
translation), usando como objeto de análisis la creación de un documento
escrito por el español José Antonio de Areche tras las revueltas conducidas por
Tupac Amaru II y su esposa María Bastidas en 1780 en Cuzco, en el que se
buscaba justificar la represión cultural en el Perú colonial de 1781.
“Thinking across the Colonial Divide” sirve de continuación al capítulo
“Transaltion, Contagion, Infiltration”, al retomar el análisis sobre el Perú
colonial, pero enfocándose en un primer momento en las figuras de María
Bastidas y luego haciendo una comparación entre esta y la escritora peruana
Clorinda Matto. Pratt sitúa a ambas en relación con la colonialidad a partir de
la teorización de la socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui y el
sociólogo peruano José Guillermo Nugent. Desde estas perspectivas y el análisis
de Bastidas y Matto, Pratt comenta cómo la decolonialidad es un posible
ejercicio de futurología.
La autora continúa su análisis sobre la colonialidad, decolonialidad y
poscolonialidad en el capítulo “The Futurology of Independence”, en el cual
piensa la independencia como concepto, planteando que esta es, ante todo, una
idea viajera y, al igual que en el anterior capítulo, un ejercicio de
futurología, situando la discusión desde el análisis de las cartas escritas por
Francisco de Miranda a Willam Pitt, primer ministro de Inglaterra, para pedir
apoyo respecto a la independencia del continente americano de España; y desde
los procesos de independencia de Filipinas y lo que hoy conocemos como
República Dominicana.
Pratt cierra el libro con un capítulo titulado “Remembering
Anticolonialism”, donde analiza las teorizaciones sobre colonialismo,
neocolonialismo y decolonialismo de diferentes pensadores anticolonialistas y
antiimperialistas en los años sesenta, setenta y noventa, recordando que estos
pensadores deben realizar un estudio en profundidad del sistema colonial para
pensar el trabajo de decolonización como una forma de recuperar trazos o
posibilidades no imaginadas como alternativas al futuro que nos espera.
Finalmente, en la coda del libro, “Airways, the politics of breath”, Pratt
escribe desde junio del 2020 refiriéndose al impacto causado por la pandemia
del COVID-19 y el asesinato de George Floyd, dos momentos que la llevan a
pensar justamente en eso que llama las políticas del respirar y en lo que el
futuro nos aguarda tras estos dos eventos que marcaron el 2020.
[1] Magali Alabau (Cienfuegos, 1945) es
escritora, actriz y directora de teatro. Reside en Nueva York desde fines de
los años sesenta. Es autora de los títulos de poesía Electra, Clitemnestra (1986), La
extremaunción diaria (1986), Hermana
(1989), Hemos llegado a Ilión (1992),
Liebe (1993), Dos mujeres (2011), Volver (2012),
Amor fatal (2016) e Ir y venir (2017).
[2] “Women’s eucharistic devotion was the devotion of those who receive rather than consecrate, those who are lay rather than clergy, those whose closeness to God and whose authorization to serve others come through intimacy and direct inspiration rather than through office or worldly power” (Bynum, 1992, p. 137).
[1]
En el 2021, Alinovi ganó el Premio Internacional de cuento “Abelardo Castillo”,
por su cuento Heidegger.
[ii]
El TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) es una muestra de
ello. Firmado en 1948, su contexto de surgimiento era evitar el influjo
soviético en América Latina en defensa de la democracia. Sus limitantes se
mostraron en la Guerra de las Malvinas, cuando los norteamericanos debían
colisionar con sus pares ingleses.
[iii]
Como aspecto ejemplar, quisiera recalcar el influjo de París entre las elites
económicas agroexportadoras ecuatorianas. En la expansión capitalista de fines
del siglo XIX, que duró hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, como bien
han tratado las teorías dependentistas; América Latina se insertó en el mercado
mundial con la exportación de materias primas, con una canasta exportadora poco
diversificada. En el caso ecuatoriano, el cacao fue el principal producto de
exportación. Los terratenientes costaneros tenían al pueblo de Vinces como
centro de negocios en aquel momento y París como referente y deber ser para la
elite. La mayoría de los herederos de las grandes fortunas ecuatorianas se
educaron en París; mientras que el paisaje, el mobiliario y las tiendas
emulaban mansiones parisinas insertas en el trópico, hasta el punto en el que
Vinces fue conocida como “París chiquita”.
[iv]
En la famosa conversación que Serrano Soler mantiene con Cortázar, el escritor
argentino se declara un escritor temprano, pero que publicó tarde, justamente
por cierto recato de lanzar libros con los errores propios de la adolescencia,
de los que luego podría arrepentirse (Ralón,
2019).
[v]
La escritora belga Marguerite Yourcenar fue la primera.