Ignacio Irulegui *
«Yo mismo soy la materia de mi libro» advirtió Montaigne en la nota al lector que antecede a sus Ensayos; la afirmación es clara, no parece guardar ningún doblez, captamos su sentido inmediatamente, sin embargo, pese a la aparente transparencia hay un remanente enigmático que, tras breve examen, instala la duda: ¿quién es ese yo que enuncia las palabras? ¿Qué relación hay entre el pronombre y la persona que escribe? ¿Cómo se inscribe lo autobiográfico en el texto? El yo manifiesta su prepotencia y reclama una presencia que se presume regia pero resulta ambigua. Esta problemática, lejos de resultar anecdótica, adquiere relevancia capital dada la contextura de nuestra época: el yo parece ser una de las figuras más exacerbadas de la cultura contemporánea; hemos asistido al auge de las narrativas del yo y la autoficción, la proliferación de memorias y autobiografías, la exposición desnuda de la subjetividad en la esfera mediática que ha licuado los límites entre lo público y lo privado. Y en el fondo de todo ello, un drama: cómo la escritura procesa la experiencia para transformarla en la refracción inherente a su naturaleza.
Algunas de estas inquietudes recorren el libro Sobre espectros, autoexilio y narrativa (La máquina autobiográfica del siglo XX) (Alción Editora, 2012), escrito por un trío de investigadores reunidos por un proyecto académico del cual este volumen, como ellos mismos indican en la presentación, es «expresión parcial». A lo largo de tres ensayos se asiste a diversas indagaciones sobre la interrelación entre sujeto y escritura: la cuestión autobiográfica cruza transversalmente estos trabajos como eje de sentido; bio-graphos: no se trata sólo de auscultar en la escritura de la vida sino en la vida de la escritura, esto es, cómo el signo encuentra su animación.
En El fantasma y la máquina (de escribir), Jazmín Anahí Acosta lee desde la deconstrucción derrideana las contradicciones que pululan por el discurso autobiográfico, entrando en ellas a través de la condición maquínica de la escritura. Si la misma es un artefacto cuya dinámica se basa en la transformación –representar algo según la facultad de su código– entonces cualquier intento de encarnarse en ella está traicionado por la ficción de las operaciones lingüísticas; así entendido, el yo sería un producto de la escritura, el resultado de un procedimiento de textualización que inventa a la identidad. Pero al mismo tiempo, ninguna escritura es posible sin la presencia del yo, sin el sostén primigenio que la origina. El yo es condición de posibilidad para la escritura, tanto como su efecto: la imbricación resulta ser un círculo elusivo del cual no podemos encontrar el punto inicial; a cada momento el yo crea y es creado. Ambivalencia irresoluble, a menos que se recurra a una metáfora: la del fantasma. A través de esa figura, Acosta estructura la relación simbiótica que enlaza al sujeto con su doble escritural: el yo está presente en su ausencia, difusamente inscripto en la letra que lo manifiesta, acechante. El fantasma subjetivo recorre, entonces, cada pieza textual, incluso a pesar nuestro: el yo es ineludible, pero su consistencia es extraña. Desde luego que este ensayo es fácilmente clasificable dentro de la ya conocida tradición postestructuralista que atañe a la muerte del autor, aunque aquí la cuestión es más complicada, porque Acosta apuesta más por la oscilación que la defunción definitiva: el autor quizás no viva, pero tampoco está muerto. Su existencia se halla entre uno y otro estado, en una ontología ambigua, indecisa al igual que la los espectros.
De ausencias también trata El autoexilio a partir del siglo XX: catástrofe y redención de la subjetividad autobiográfica , de la doctora Silvia Anderlini. Podemos incluso tratar de establecer una continuidad entre el estudio de Acosta y este último: ambos giran sobre un cúmulo de referencias comunes e instalan la idea del retiro como movimiento creador. El sujeto que desaparece en la escritura para hacerla nacer estaría remedando el ejercicio divino de la creación, tal como lo interpreta la hermenéutica cabalística. Anderlini parte de la disolución de la experiencia autobiográfica instaurada por los grandes regímenes totalitarios para trazar una homologación entre autobiografía y cábala: tras el retiro, la catástrofe; y tras la catástrofe, la redención. La autobiografía como restitución de un orden perdido trata de reunir los fragmentos de sentido dispersos por la explosión del desastre.
Por último, Sebastián Negritto aborda en La literatura autobiográfica en los cuentos de Saul Bellow (1915-2005) los usos literarios de la memoria. Si persistimos con la voluntad crítica de seguir enlazando estos ensayos, resulta claro que los trabajos de Anderlini y Negritto están conectados por la noción de redención: la escritura sirve para salvar al pasado y, por consiguiente, modificar el presente. Negritto repasa en la narrativa de Bellow las formas en que la memoria reconstruye el recuerdo y sedimenta los rasgos de la identidad que se encontraban distanciados por el tiempo. Recordar es recomponer (por un lado, disponer, ordenar; por otro, curar, arreglar) los eventos ocurridos para urdir un relato que dote de sentido a la subjetividad. Los cuentos de Bellow plantean un ejercicio piadoso de la memoria, donde la convocación de los hechos del pasado difumina sus atributos “negativos” y aterciopela la percepción del ahora.
Los hábitos del análisis, que tienden a la disección anatómica, no deberían ocultarnos que este libro tripartito también podría leerse de otro modo, quizás el modo que más le hace justicia: eliminando la presencia nominal de sus autores, obviando las (sutiles) singularidades de estilo que marcan las diferencias entre los ensayos y considerándolos como ingredientes indistintos de una obra sin solución de continuidad, apenas alterada por mutaciones transicionales; la masa textual se mostraría, entonces, como un devenir-otro, entidad sin cortes que impugna la identidad. Dentro de esta ficción crítica, ¿quién escribe? ¿A quién le adjudicamos las ideas, le atribuimos el peso de las aseveraciones? ¿Quién es responsable de cada palabra? La disolución del yo autoral abandona al texto y lo deja hablar por sí mismo: una de las virtudes de Sobre espectros, autoexilio y narrativa es que la orfandad a la que puede remitírselo se sostiene en la fuerza estética: sin ser un libro impersonal, de la manera que lo es la escritura académica -aunque arraiga en algunas de sus convenciones-, la armonía del registro pareciera unificar los tres ensayos, pudiendo el lector desplazarse de uno en otro sin sustantivo conflicto de cambio. Como si la escritura se desprendiera de sus progenitores y se alzase, autónoma, por encima de la referencia humana para negar la razón autoral, los trabajos de este libro responden a una coherencia formal probablemente involuntaria (no lo sabemos) pero cuya concordancia con la naturaleza de sus temas nos induce a pensar que más que cualquier argumentación, la verdad material del lenguaje produce su propio saber, incluso cuando escapa –o precisamente gracia a ello- a las intenciones de los escritores.
* Ignacio Irulegui es profesor de Letras y licenciado en Enseñanza de la Lengua y la Comunicación por la Universidad CAECE (Bs. As.). Escritor, crítico y ensayista. Recibido 08/2014