LA ADMINISTRACIÓN DE LA IMAGINACIÓN AMERICANA

EL BARROCO Y LEZAMA LIMA

Olga B. Santiago*

Resumen

Fundada en el concepto de imaginación histórica, la relectura lezamiana del arte colonial en el siglo XX en los ensayos de La expresión americana, publicados en 1957, constituye un gesto de resistencia a la dominación cultural desde el ámbito de la interpretación artística que, además, proporciona las escenas del drama americano en el origen de su cultura.

En función de estos ensayos de Lezama Lima, este trabajo se propone poner en evidencia el rol histórico atribuido al modo de expresión barroca y la construcción de la figura genuina del artista, factores en base a los cuales el cubano funda una identidad americana legítima. Cuestiones significativas si consideramos que las propuestas estético-culturales del autor, resultan el punto germinal de varias operaciones identitarias desarrolladas en el discurso literario en las dos últimas décadas.

Palabras Clave: Discurso- Poder- Barroco- América- Lezama Lima

ADMINISTRATION OF THE AMERICAN IMAGINATION

BAROQUE AND LEZAMA LIMA

Abstract

Founded on the concept of historical imagination, a Lezamian re-reading and reinterpretation of colonial art in the twentieth century in the American expression essays, published in 1957, represents a gesture of resistance to cultural domination from the view of an artistic interpretation which -at the same time- provides scenes of American drama in the origin of its culture.

Based on the aforementioned Lezama Lima’s essays, this paper aims to highlight the baroque mode attributed to the construction of expression and genuine figure of the artist, factors on which the Cuban creates an authentic American identity. Significant issues considering that the aesthetic-cultural proposals of the author become the germinal point of many identity-construction operations developed in literary discourse in the last two decades.

Keywords: Speech- Power- Baroque- America- Lezama Lima

*Doctora en letras, Master en sociosemiótica, docente en FFyH – UNC.

Correo electrónico: olgasantiago@sinectis.com.ar

Recibido 05/2013. Aceptado 08/2013

LA ADMINISTRACIÓN DE LA IMAGINACIÓN AMERICANA

EL BARROCO Y LEZAMA LIMA

“Y apareció el Barroco apresurándose a llenar el vacío”

Carlos Fuentes

Si el arte es capaz de redefinir la realidad en términos de imaginación, el Barroco desafía fronteras para instalarse en la ambigüedad del “entre”: entre el sueño y la vigilia, entre lo real y lo imaginado, entre lo verdadero y lo posible, y; en este juego de máscaras, simulaciones, alegorías y representaciones simbólicas, lo imaginado adquiere tanto poder como lo real. En este trabajo no nos interesa caracterizar el Barroco en tanto estilo artístico, sino como narración, atender al relato que construye en su modo de funcionamiento y las operaciones críticas y hermenéuticas que suscita para lograr instalar lo posible como real. Tampoco nos inquieta si este relato es verdadero o falso sino advertir ciertos efectos de sentido puestos en circulación a partir de operaciones críticas que, como las de Lezama Lima, logran instalar un vínculo entre el arte Barroco y la realidad o la identidad, al punto que el Barroco acaba por definir la esencia americana.

Diferentes formulaciones del discurso latinoamericano, definen la cultura de estas tierras con el calificativo “barroca”. Desde voces autorizadas la circulación discursiva con este tópico se generaliza, y se repite, sin mucha fundamentación, que Latinoamérica es barroca, que la cultura, la sociedad y aun la naturaleza de estas tierras es barroca. Puede advertirse en los argumentos que se esgrimen distintos principios de explicación. Aplicado al hombre americano se asocia con preferencia a la identidad mestizo o criolla para aludir a la mezcla de componentes antitéticos: étnias, culturas; muchas veces la asociación refiere a la eficacia de los recursos propios de la estética para la expresión necesariamente oblicua del sector. Por ejemplo, Octavio Paz, lo vincula al origen de la expresividad americana y señala una profunda correspondencia psicológica y espiritual entre la sensibilidad criolla y el estilo barroco. Para Carlos Fuentes, el modo expresivo responde a las necesidades de enmascarar el rostro y de expresar identidades ambiguas en situación de la colonización española.

El barroco aparece así vinculado al origen cultural americano y respondiendo a las necesidades de la nueva subjetividad que se gesta a partir de la conquista: el mestizo y el criollo. Identidades que padecen la subestimación de sus capacidades espirituales, morales e intelectuales por parte de los peninsulares y, debido a esta acusación de inferioridad, son postergadas en sus derechos de gobernar la tierra natal quedando en posición de subalternidad en relación con el español metropolitano [1] .

La modalidad del estilo con sus juegos de contrastes y paradojas, su decir alegórico y simbólico, con las posibilidades de desdoblamientos de unidades semánticas o centros de atención múltiple, constituye un recurso especialmente idóneo para el ocultamiento, para decir en secreto o disimulado que requieren los criollos en la época.

Atentos a la preceptiva artística de Baltasar Gracián que en Oráculo Manual y arte de prudencia advierte: “Lleva riesgo de perder el que juega a juego descubierto”, los criollos buscan en los discursos del s. XVII, de modo oblicuo, indirecto, disimulado, generar una relación de equivalencia en las representaciones de la tierra americana y europea y probar la igualdad de capacidades del hombre de una y otra tierra. En el entramado de posibilidades y restricciones en que se mueven los letrados, la utilización de la compleja retórica gongorina que hace de la complejidad y oscuridad un principio estético, opera como un principio que solventa su condición de hombres doctos, de ingenio agudo y sutil, conforme a la preceptiva definida por Gracián en Agudeza y arte de ingenio (1642).

El arte permite dar muestras de erudición e ingenio y, entonces, conjuga con la necesidad de reconocimiento del criollo en el espacio social, de modo que en la apropiación de las formas artísticas es posible leer un alegato criollo en defensa de su dignidad. Las huellas de estos reclamos en estilo Barroco puede rastrearse, entre otras, en las producciones de los mexicanos Sor Juana Inés de la Cruz y don Carlos de Sigüenza y Góngora, de los peruanos Espinosa Medrano y Juan del Valle Caviedes, del granadino Domínguez Camargo o del cordobés don Luis de Tejeda y Guzmán. La estética se vincula entonces, desde un principio a identidades subalternas, a sujetos en situación de dominación o marginados que requieren reconocimiento social. Pero además, hay otro componente que gravita en la identificación Barroco-América: el mestizaje, la mezcla y, por esta línea, con los procesos de transculturación, rasgos que también han fungido en las argumentaciones sociológicas subestimadoras al referir a la cultura de estas tierras, a su sociedad y posibilidades de desarrollo.

Vigente en América durante los siglos XVII y XVIII, la estética sufre un largo letargo en el siglo XIX, anatemizada por las voces independentistas por su vinculación con la colonización y el imperialismo español. Sin embargo resurge a mediados del s. XX en Cuba probablemente por la influencia de los artistas de la generación del 27 -reunidos en torno al homenaje a Góngora-, muchos, refugiados de la guerra civil española en la isla. Las expresiones adquieren allí la designación de “neobarroco” acuñada por severo Sarduy que le asigna con el prefijo no el sentido de “nuevo” sino de “renovación”, es decir, de un fenómeno de recurrencia en la historia. La reaparición coincide ahora con tiempos de inquietudes identitarias colectivas e individuales despertadas por los desafíos de la Modernidad y el retraso de los proyectos políticos y culturales, de modo que las interpretaciones artísticas quedan ligadas a las nuevas condiciones objetivas de producción.

La modalidad artística emerge con vigor en la producción literaria y ensayística de los cubanos José Lezama Lima (1910-1976), Alejo Carpentier (1904-1980), Severo Sarduy (1937-1993), Virgilio Piñera (1912-1979); reaparece entre otros casos, en la literatura del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez -novela La guaracha del Macho Camacho (1976)-; la uruguaya Marosa Di Giorgio (1932-2004); el chileno Pedro Lemebel (1952); y de distinta manera e intensidad en los argentinos Osvaldo Lamborghini (1940-1985) y Nestor Perlongher (1949- 1992), Cesar Aira, Copi (Raúl Damonte Botana), Tamara Kamenszain, Emeterio Cerro, Arturo Carrera. Las manifestaciones literarias en el estilo se desparraman en distintas direcciones del mapa americano donde se asiste en los últimos años a proliferantes diseminaciones del código estético.

En especial en la versión cubana, las formas del arte son elegidas como el espejo en que al americano elije mirarse para definir una manera de ser diferente y en procura de un reconocimiento en el concierto mundial. En 1957 Lezama Lima escribe La expresión americana y en 1964 Alejo Carpentier, la “Problemática de la actual novela latinoamericana”, ambos textos identifican en la carácter americano un vínculo natural con el Barroco y en ambos, puede leerse la huella del alegato criollo del s. XVII.

Para Carpentier América Latina es la tierra elegida del Barroco, América es barroca por naturaleza, porque:

Toda simbiosis, todo mestizaje engendra barroquismo. El barroquismo americano se acrece con la “criolledad”, con el sentido del criollo, con la conciencia que cobra el hombre americano, sea hijo de blanco, venido de Europa, sea hijo de negro africano, sea hijo de indio nacido en el continente, la conciencia de ser otra cosa, de ser una cosa nueva, de ser una simbiosis, de ser un criollo; y el espíritu criollo, de por sí, es un espíritu barroco (1976: 64).

En búsqueda de una forma expresiva específicamente latinoamericana, liberada de modelos europeos, Alejo Carpentier propone el Barroco como el estilo que define lo esencial americano, como la estética que da forma al mito del origen cultural de estas tierras, operación con la cual naturaliza una tradición y legitima el modelo artístico como genuino producto de la tierra:

Barrocos fuimos siempre y barrocos tenemos que seguirlo siendo, por una razón muy sencilla: que para definir, pintar, determinar un mundo nuevo, árboles desconocidos, vegetaciones increíbles, ríos inmensos, siempre se es barroco. Y si toma usted la producción latinoamericana en materia de novela, se encontrará con que todos somos barrocos. El barroquismo en nosotros es una cosa que nos viene del mundo en que vivimos: de las iglesias, de los templos precortesianos, del ambiente, de la vegetación. Barrocos somos y por el barroquismo nos definimos. (cit. en Rincón, 1977: 176)

En su ensayo sobre la novelística de 1964, Carpentier sostiene que América, su hombre, su cultura permanecen desconocidos para el mundo, en consecuencia, advierte sobre la necesidad de la novelística de abandonar la tendencia al regionalismo y aspirar a ingresar en la literatura universal para conseguir mediante las letras darse a conocer y ser reconocido por el extranjero. “la gran tarea del novelista americano de hoy está en inscribir la fisonomía de sus ciudades en la literatura universal” (1964: 14). “No temamos el barroquismo, arte nuestro, nacido de árboles, de leños (…); barroquismo creado por la necesidad de nombrar las cosas, (…) “El legítimo estilo del novelista latinoamericano actual es el barroco” (Carpentier, 1964: 42-43).

Carpentier lee lo que es considerado una desventaja para América como componente productivo: el cúmulo de culturas coexistentes en la tierra proporciona al hombre americano “una visión mucho más amplia que la que tienen, por lo general, ciertos intelectuales europeos” (Carpentier, 1964: 33). Ahora bien, el conocimiento de otras culturas, su arte, no impide la posibilidad de crear algo nuevo desde lo conocido, en esta particularidad: “han querido hallar, algunos, una prueba de subdesarrollo intelectual, parejo al económico. Pero entender, conocer, no es equivalente de dejarse colonizar. Informarse no es sinónimo de de someterse” (Carpentier, 1964: 33). El contacto asiduo con otras culturas debe actuar como energía engendradora, como capacidad de expansión: “lejos de significar un subdesarrollo intelectual, sea, por el contrario, una posibilidad de universalización para el escritor latinoamericano” (Carpentier, 1964: 34). Reaparece entonces en la argumentación desmentido el prejuicio subestimador que históricamente pesa sobre los americanos.

Pero la identificación no queda reducida al espacio hispano, Haroldo de Campos asimila el Barroco a la operación que funciona en la base en su noción de “razón antropófaga”, fenómeno que entiende propio de la cultura de Brasil y hace extensivo a Latinoamérica. Su tesis principal explica:

Ya en el Barroco se nutre una posible “razón antropófaga” desconstructora del logocentrismo que heredamos de Occidente. Diferencial de lo universal, comenzó por ahí la torsión y la contorsión de un discurso que nos pudiera desensimismar de lo mismo. Es una antitradición que pasa por los intersticios de la historiografía tradicional, que se filtra por sus brechas, que pasa oblicuamente por sus fisuras, sino del reconocimiento de ciertos dibujos o recorridos marginales a lo largo del derrotero preferencial de la historiografía normativa (1981: 17)

Al igual que Carpentier, Haroldo de Campos reniega de las tesis subestimadoras de la cultura latinoamericana y, en consecuencia, su literatura, fundadas en la consideración de países no desarrollados o subdesarrollados económicamente. Sostiene, por el contrario, que el intercambio cultural, la multiplicidad de cruces de discursos vigentes en América abre la posibilidad de diálogo, produce el enriquecimiento cultural que alimenta la literatura. Desde aquí postula la necesidad de pensar lo nacional en relación dialógica y dialéctica con lo universal, propone el desarrollo de un pensamiento de “devoramiento crítico” del legado cultural universal, en imagen plástica: un americano antropófago de la cultura universal. Un gesto lejano a la sumisión del “buen salvaje”.

También el intelectual brasileño reconoce al barroco en el comienzo, en el origen de la literatura del Nuevo Mundo y señala la apropiación de los americanos del Barroco hispano para transformarlo, transfigurarlo, transmutarlo, en otra cosa. Indica como casos paradigmáticos, en Brasil a Gregorio de Matos, a Oswald de Andrade, en Hispanoamérica, a Sor Juana Inés de la Cruz, a Juan del Valle Caviedes.

Su tesis que sostiene la posibilidad de alimentarse de las diferencias a partir de la interacción dialógica, impulsa la vigencia de una fundamental heterogeneidad cultural en la que América es dueña de una identidad diferenciada potenciada por los cruces o, en todo caso, equivalente a otras en el concierto universal, pero nunca en inferioridad de condiciones.

La curiosidad barroca

La propuesta de Lezama Lima en los ensayos de La expresión americana, forma parte de su proyecto cultural que aparece ya en un texto temprano Coloquio con Juan Ramón Jiménez (1937). Desde entonces, el autor americano plantea el conflicto por definir la expresión genuina del cubano que se debate entre una decidida orientación hacia lo localista, las corrientes nativista, el negrismo, el indigenismo, o bien la opción por tendencias vanguardistas que llegan desde el extranjero; en este contexto el maestro de La Habana postula allí la integración de estilos que permita el diálogo cultural y la inserción de la isla en la dimensión universal. Años más tarde, después de la etapa consagratoria que significó su rol de director en la revista Orígenes (1944-1956), con las mismas preocupaciones culturales y literarias, Lezama asume el rol de redefinir la crítica del arte americano y, en consecuencia, postula un modo distinto de interpretar las obras. Al fundar su proyecto de lectura alude al tradicional complejo criollo y refuta la imposibilidad de los americanos de crear o de ser originales a partir de su condición epigonal decretada por europeos:

He ahí el germen del complejo terrible del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problematismo, cosa a resolver. Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos, busca en la autoctonía el lujo que se le negaba, y acorralado entre esa pequeñez y el espejismo de las realizaciones europeas, revisa sus datos, pero ha olvidado lo esencial, que el plasma de su autoctonía es tierra igual que la de Europa. (Lezama, 1969: 21)

A partir del concepto de “eras imaginarias” [2] , lezama propone una relectura del arte americano con un método crítico mítico, en el que la historiografía y la técnica científica son desplazadas, para permitir la emergencia de una representación poética que en sus “formas” potencia un sentido y permite la reconstrucción de una visión histórica. Desde esta mirada mítico-poética es posible visualizar en las formas artísticas, entidades imaginarias animizadas, presencias naturales y datos de cultura que actúan como personajes, participan como metáforas en un drama. Entidades que adquieren vida en un espacio contrapunteado por la imagen y mediante el sujeto metafórico que es el agente activo capaz de “producir metamorfosis hacia la nueva visión” (1969: 13). Poniendo en juego su imaginación, memoria, ingenio, el sujeto metafórico que encarna el artista, revela enlaces, analogías, asociaciones sorprendentes, descubre formas que dan cuerpo a una imagen, que encierran presagios, que anuncian sentidos y reconstruyen una visión histórica.

Ahora bien, la propuesta de este método crítico-mítico y en buena medida ficcional promete, según Lezama, a muchos hechos artísticos un verdadero nacimiento; con este planteo lee en el ensayo “La curiosidad barroca” de La expresión americana el arte del s. XVII en las colonias.

Es justo destacar acá que Lezama Lima es el primero en proponer una relectura del estilo colonial atenta a las condiciones de producción artística y así, logra re-interpretar las manifestaciones del arte Barroco en América e impugnar la subestimación europea sobre las capacidades criollas.

En ese texto paradigmático de 1957, el maestro de La Habana diferencia el Barroco español del americano y destaca en éste una fuerza creadora, la capacidad de apropiarse de lo ajeno para volver a inventar y hacerlo propio. Las formas de raíz europea son siempre en la apropiación americana reelaboradas, no hay repetición de formas, no hay degeneración de rasgos españoles sino nuevos rasgos, el estilo alcanza en América para el autor un carácter plenario.

Pero además de original, aduce el cubano la teoría de “lo larval” barroco en América para considerar la forma artística propia de la esencia americana, expresión de un mundo por definición barroco. De este modo el Barroco no sería un estilo ajeno y trasplantado sino que está en germen desde siempre en América. Niega así la interpretación tradicional de la crítica sobre el barroco americano como una versión dependiente, imitativa, especular, y hasta degradada, de los modelos trasladados de la metrópoli y enfatiza el carácter no epigonal del arte.

Acorde al método crítico lezamiano, la caracterización del Barroco americano despliega en el ensayo “La curiosidad barroca” dos dimensiones de sentido: una que devuelve la imagen de una gesta heroica, una hazaña de orden cívico-religioso, y otra que se concentra en la imagen de un banquete ceremonial que se inscribe en el orden cívico-cultural.

El enunciador propone leer el arte Barroco del s. XVII y XVIII como arte de contraconquista, en respuesta a la tesis de Werner Weisbach en el libro El Barroco arte de la contrarreforma (1942). De este modo Lezama lee en las obras artísticas un movimiento inverso a la Conquista, entiende que las expresiones del Barroco encierran las huellas de una gesta, un acto de temeridad, un atrevimiento que exige el reconocimiento de su creador. La arquitectura, por ejemplo, en los primeros tiempos de convivencia cultural hispano-americana, manifiesta la resistencia de lo disímil por alcanzar una forma-símbolo. Las formas desplegadas en el interior de la iglesia de Juli, en las portadas de la catedral de Puno en Perú, revelan tensión entre elementos culturales americanos que pugnan por emerger entre la arquitectura europea. Las descripciones discurren en términos bélicos: “el señor Barroco quisiera poner un poco de orden pero sin rechazo, una imposible victoria donde todos los vencidos pudieran mantener las exigencias de su orgullo y de su despilfarro” (1969: 36).

Las expresiones dan cuenta de un proceso de integración de elementos disímiles que logran unirse en un impulso hacia una nueva forma, o bien son el resultado de una metamorfosis donde convive armoniosamente lo disímil. Es el caso de la figura de la princesa incaica colocada por el escultor indio Kondori en la portada de la iglesia de San Lorenzo de Potosí que alcanza su transfiguración en indiátide.

Los trabajos del indio Kondori y el Aleijadinho ponen en escena una lucha heroica, a veces contra el demonio, a veces por el reconocimiento del nativo. Con la riqueza mineral de la propia naturaleza realiza el indio Kondori la gran hazaña del Barroco americano, al lograr insertar en la piedra cuzqueña de la iglesia de la Compañía: “los símbolos incaicos de sol y luna, de abstractas elaboraciones de sirenas incaicas, de grandes ángeles cuyos rostros de indios reflejan la desolación de la explotación minera” (1969: 54). La gesta del indio Kondori es reconocida como un triunfo: “fue el primero que, en los dominios de la forma, se ganó la igualdad con el tratamiento de un estilo por los europeos. [...]”; su heroísmo redunda en un bien colectivo: “Ahora, gracias al heroísmo y conveniencia de sus símbolos, precisamos que podemos acercarnos a las manifestaciones de cualquier estilo sin acomplejarnos [...]” (1969: 54).

Pero si el indio Kondori “representa la rebelión incaica” con su arte, que expresa un reclamo de aceptación al español, y consigue un pacto de convivencia y respeto por la cultura incaica, el Aleijadinho, decididamente creador, se opone a los modos estilísticos de su época e impone los suyos y, de este modo, se alza con la gloria de la conquista de la expresión americana. Hijo de una negra esclava y un arquitecto portugués, el Aleijadinho desde joven soporta la lepra que desfigura su rostro: “lucha hasta último momento con la Ananké, con un destino torvo, que lo irrita para engrandecerlo” (1969: 55). Lezama atribuye a su arte esencia de “fundador de ciudades”, ya que opera como fuerza germinativa de Ouro Preto y ciudades vecinas; además, en tanto expresión de un espíritu libre, su arte anuncia el proceso revolucionario independentista en América:

[...] el triunfo prodigioso del Aleijadinho, que prepara ya la rebelión del próximo siglo; es la prueba de que se está maduro ya para una ruptura. He ahí la prueba más decisiva, cuando un esforzado de la forma, recibe un estilo de una gran tradición, y lejos de amenguarlo, lo devuelve acrecido, es un símbolo de que ese país ha alcanzado su forma en el arte de la ciudad. Es la gesta que en el siglo siguiente al Aleijadinho, va a realizar José Martí. (1969: 55)

El Barroco religioso del Aleijadinho revierte el mal – la lepra y podemos leer: la conquista – y lo vuelve fecundo; las deformaciones del rostro del hombre que habita estas tierras, generadas en la variedad de culturas que conviven en ella, reciben la gracia de una armonía creadora al nutrirse de lo natural americano:

En la noche, en el crepúsculo de espeso follaje sombrío, llega con su mulo, que aviva con sus nuevas chispas la piedra hispánica con la plata americana, llega como el espíritu del mal, que conducido por el ángel, obra en la gracia. Son las chispas de la rebelión, que surgidas de la gran lepra creadora del Barroco nuestro, está nutrida, ya en su pureza, por las bocanadas del verídico bosque americano. (1969: 57)

El mulato Aleijadinho opera la integración de fragmentos: la fusión de razas, artes y religiones diversas; él logra la proeza de la asimilación creadora: la tradición cultural traída desde el Viejo Mundo fraguada en el paisaje americano, queda así atrapada por su imaginación artística, el rostro del primer auténtico americano, la nueva subjetividad criolla. Se había dicho al comenzar: “El primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales es nuestro señor Barroco” (1969: 34); la estrategia lezamiana desarrollada tiende entonces a instaurar la legitimidad de la expresión ganada heroicamente por nuestros artistas. Hazaña que requiere continuidad, dice el cubano: “Es la gesta que en el siglo siguiente al Aleijadinho, va a realizar José Martí” (1969: 55), lo que sugiere otro continuador en el tiempo contemporáneo.

La otra configuración del Barroco en el ensayo se desarrolla en torno del campo semántico del banquete ceremonial. La noción de banquete queda asociada a la ingestión de alimento y al tópico del “apetito” que puede leerse en el doble registro: corporal y espiritual-intelectual.

Según Lezama, desde el discurso del inca Garcilaso pueden reconocerse figuras que anticipan el carácter festivo y ceremonial del Barroco americano. La historia de Garcilaso registra la existencia entre los incas de grandes salas que llamaban “galpón”, que “servían de plaza para hacer sus fiestas cuando el tiempo era lluvioso” (1969: 35), lo que ya anuncia la desmesura en el goce exigida por el americano, fiestas en cuyo esplendor se incluye la magia, el misterio, aspectos que se entiende forman parte de la esencia del Barroco en América.

Destaca ahora el escritor el aspecto sensual del Barroco, el goce de los sentidos: “Ese señor americano ha comenzado a disfrutar y a saborear” (1969: 35). Pero el artista nativo une al goce, la pasión innovadora que debe a su expresión; encarna este aspecto don Hernando Domínguez Camargo, el poeta santaferreño del Nuevo Reino de Granada que, burlado por humanistas peninsulares, es jerarquizado en equivalencia con Góngora y Quevedo por la calidad de sus metáforas:

Más que una voluptuosidad, un disfrute de los dijes cordobeses y de la encristalada frutería granadina en Hernández Camargo, el gongorismo, signo muy americano, aparece como una apetencia de frenesí innovador, de rebelión desafiante, de orgullo desatado, que lo lleva a excesos luciferinos, por lograr dentro del canon gongorino, un exceso aún más excesivo que los de Don Luis, por destruir el contorno con que al mismo tiempo intenta domesticar una naturaleza verbal de suyo feraz y temeraria. (1969: 39)

Por otra parte, el énfasis en la expresión de formas exteriores de la fe para mover la voluntad de los hombres nació en América, se nos dice, sustentado por los Ejercicios espirituales ignacianos que postulaban: “El hombre para Dios, si el hombre disfruta de todas las cosas como en un banquete cuya finalidad es Dios” (1969: 41). De esta manera queda legitimada la propuesta de disfrute de las cosas terrenales, el placer del cuerpo y, a la vez, su correlato: el goce espiritual. El banquete, la reunión de amigos alrededor de una mesa, tiene su análogo en la ceremonia de los fieles en misa; surgen entonces equivalencias entre sabor y saber.

En este sentido se nos presenta la imagen de un banquete al que distintos comensales aportan una variedad de alimentos a la mesa, equivalente a un ceremonial de ofrendas. Se celebra el encuentro, la amistad, se goza de la fiesta de los sentidos, se disfruta. Mediante esta imagen Lezama asigna al Barroco americano un carácter plural, integrador de culturas variadas, de creencias, de personalidades y paisajes (espacio-tiempo) diferentes.

El banquete literario, la prolífica descripción de frutas y mariscos, es de jubilosa raíz barroca. Intentemos reconstruir, con platerescos asistentes de uno y otro mundo, una de esas fiestas regidas por el afán, tan dionisíaco como dialéctico, de incorporar el mundo, de hacer suyo el mundo exterior, a través del horno transmutativo de la asimilación. (1969: 41)

El “horno transmutativo de la asimilación” que de modo figurado es análogo al órgano del estómago en su función digestiva, opera como integrador de lenguajes, tiempos y culturas diferentes. Al alegórico (simbólico) banquete concurren comensales españoles y americanos que aportan sabores al paladar Barroco: el bogotano Domínguez Camargo lleva las servilletas, Lope de Vega aporta la col y la berenjena y luego los cangrejos; don Luis de Góngora colabora con la aceituna, Sor Juana con el aceite, fray Plácido de Aguilar suma la toronja (pomelo); se integran también en el s.XX, el argentino Leopoldo Lugones – “que salta del Barroco de la edad áurea, para demostrarnos que en nuestros días aquel Barroco se hace también imprescindible”– trae en bandeja la gallina con el aroma de cebollas fritas; el mexicano Alfonso Reyes contribuye con el vino, el cubano Cintio Vitier arrima al convite “el enigmático e imprescindible tabaco” y finalmente llega el café acompañado de una cantata de Juan Sebastián Bach en la Sala China del Palacio de Schönbrunn en Austria o en el Palacio de Chapultepec en México.

La imagen del banquete sensible del Barroco celebra el encuentro y la amistad en los que se produce el intercambio de alimentos para el goce de los sentidos y del cuerpo, pero ella anticipa la otra, la imagen del banquete y goce del espíritu en que el intercambio nutritivo es cultural. Banquete de integración de diversidad cultural.

Pero aún hay más; la particularidad americana de incluir al banquete como alimento la “golosina intelectual”. En este sentido se presenta al Barroco de Indias en su condición de “amistoso de la Ilustración” por su afán de saber científico. Los dos prestigiosos artistas e intelectuales del s. XVII mexicano: Sor Juana Inés de la Cruz y don Carlos de Sigüenza y Góngora, se distinguen por el apetito de conocimiento universal. Interesados por las leyes del mundo de la física, de la naturaleza, por sondear en los arcanos misterios cósmicos, ambos fundan en esta curiosidad el germen de la innovación poética. En Primero Sueño se destaca el conocimiento de saberes humanistas de la época, el concepto del cuerpo de filosofía escolástica, saberes sobre medicina, anatomía, astrología, metafísica, entre sus fuentes científicas se encuentran: Ars Magna del jesuita Atanasio Kircher y el Discurso del Método de Descartes. Amistad y apetito de saber particularizan nuestro Barroco más pleno que encarnan aquí los artistas mexicanos: “En el amigo de la monja jerónima don Carlos de Sigüenza y Góngora, el lenguaje y la apetencia de física o astronomía, destellan como la cola de Juno” (1969: 37).

Este apetito de conocimiento y por descubrir nuevas formas que Lezama entiende como particularidad del Barroco americano es destacado en el título del ensayo en la noción de “curiosidad”.

Con estos rasgos, el Barroco es caracterizado como un modo de vida pleno y gozoso en que conviven los opuestos en armonía: “en Carlos de Sigüenza y Góngora se redondea la nobleza, el disfrute, la golosina intelectual, de ese señor Barroco, instalado en paisaje que ya le pertenece, realizador de unas tareas que lo esperan, fruitivo de todo noble vivir” (1969: 40). Comparado con su pariente español, el mexicano “realiza un espléndido ideal de vida” (1969: 40). Es el señor Barroco arquetípico, por su vida aventurera, Sigüenza disfruta del afán de conocimiento, la amistad con Sor Juana Inés de la Cruz, se deleita en diversas y múltiples actividades– además de escritor, ocupa cargos reales y universitarios: catedrático de astrología y matemáticas– y se inventa incluso una serie de aventuras sabrosas que generan curiosidad por su vida.

Por su parte, sor Juana ostenta la primacía en alcanzar la plenitud de la poesía americana; su Primero Sueño, que inicia la influencia americana sobre lo hispánico, significa, en medio de su realidad de vasallaje en la corte virreinal, “una lucha invisiblemente heroica, soterrada, pero situada en el centro mismo de la vida” (1969: 45). El Sueño – afirma Lezama – es lo más opuesto a un poema de los sentidos, su mundo de referencias no es exterior sino un viaje intelectual del alma en el cual sugiere, a partir de las alusiones a Proserpina y Ascálafo, un sentido órfico. Un viaje secreto del alma, favorecida por el sueño, al inframundo, por moradas subterráneas: “Parece como si remedase la lenta corriente de un río sumergido [alusión al mito de Aretusa], mientras la sustancia del sueño va horadando y penetrando aquellos parajes” (1969: 46). Aunque en la aventura del alma de sor Juana se permanece en el nivel de la conciencia y del mundo diurno, se accede a algún conocimiento: “Hay una sabiduría, parece desprenderse del poema, en el sueño, pero trabajada sobre la materia de la inmediata realidad” (1969: 47). Sin embargo el autor de Paradiso reconoce que, tanto en El Sueño de Sor Juana como en el poema “Muerte sin fin” (1939) del mexicano José Gorostiza, se abre la posibilidad de un modo de conocimiento poético, análogo al conocimiento mágico, y ambos alcanzan el excepcional estado de intuición poética que preludia la revelación.

Por el apetito de conocimiento de lo sobrenatural, nocturno, enigmático, de misterios divinos, el Barroco se configura cual ceremonia religiosa, rito cultual que abre la posibilidad de confluencia de diversos credos. Sor Juana en el auto sacramental El divino Narciso enlaza el rito católico con la deidad náhuatl de la semilla, mientras que la figura de Narciso en el auto opera la transfiguración al mundo cristiano; confluyen en la imagen el mito clásico, la creencia náhuatl y la teología cristiana. La literatura de sor Juana abre la posibilidad de leer en el arte Barroco una reconciliación religiosa entre las dos culturas “Como si esa misma caída grave del sueño fuese transformando las divinidades de la sangre y la ira en los nuevos dioses del óleo y la reconciliación” (1969: 49). Los opuestos conviven también en las formas de la pintura cuzqueña donde se conjugan mitos paganos de la antigüedad clásica con rasgos culturales americanos.

En la lectura del Barroco americano, Lezama asigna a la expresión artística un poder mágico, encantatorio, que provoca la unión de los fragmentos desunidos, la integración o bodas de lo disímil para dar nacimiento a una nueva forma: “Pero en el más característico Barroco americano, en los trabajos del indio Kondori, en el Perú, es la naturaleza, el fuego originario, los emblemas cabalísticos, el ornamento utilizado como conjuro o terror, el que informa el templo” (1969: 50).

En relación a las formas, entonces, se niega la posibilidad de pura ornamentación, no hay juego con la forma por la forma misma en el Barroco americano. Por el contrario, se atribuye a las formas un poder de seducción semejante al de los misterios órficos, formas que, imbuidas por la gracia espiritual, imantan la mirada: “Tiene la gracia, como cuando avanzamos en la noche, del encuentro con los ojos del gato, que parecen poner en el laberinto de los corredores un ancla arracimada de sirenas” (1969: 53).

En este ensayo Lezama insiste en destacar la originalidad del Barroco americano y valorarlo en equivalencia e, incluso, en ventaja respecto al español: las obras del indio Kondori compiten con lo mejor del arte Barroco europeo, o bien de modo contundente dice: “Después del Renacimiento la historia de España pasó a América, y el Barroco americano se alza con la primacía de los trabajos arquitectónicos de José Churriguera o Narciso Tomé” (1969: 50). Las argumentaciones permiten reconocer las huellas de la subestimación del hombre americano y su necesidad de reconocimiento por parte de otro europeo con quien se compara.

Si en La expresión americana se sostiene el carácter larval del Barroco en América, en el texto “Corona de las frutas”, [3] el escritor postula que la realidad europea referida por Góngora y otros españoles es inferior a su expresión, en consecuencia, el verbo poético es el exceso; en cambio en América la desmesura es rasgo de la realidad americana y el verbo se adecua al mundo expresado:

Pero en el paisaje americano [...] lo Barroco es la naturaleza. Es decir que si un papayo, mantequilla de las frutas, o una guanábana, plateado pernil de la dulzura, recibiese el tridente de la hipérbole barroca, sería un grotesco, imposible casi de concepción. Lo Barroco, en lo americano nuestro, es el fiestón de la alharaca excesiva de la fruta, lo Barroco es el opulento sujeto disfrutante, prendido al corpachón de unas delicias, que en las miniaturas de la Persia o Arabia, eran sopladas escarlatas, yema de los dedos, o pelusillas. (1981b: 134)

La argumentación expresa el apasionado americanismo del escritor y recuerda las de Alejo Carpentier. Ambos escritores defienden el Barroco como raíz de la expresión americana, lo identifican con su realidad natural, social, histórica, lo asocian a gustos y modos de ser del hombre de estas tierras y le atribuyen una fuerza productiva en dimensión cultural.

Ahora bien, podríamos probar una esencia barroca excepcional? Por qué sería más verde, más frondoso, más grande un árbol americano que uno europeo o africano? Sin negar la contundencia e impacto de la Conquista, tampoco podríamos sostener la exclusividad de América como ámbito en el que se produce el mestizaje, ya sea racial o cultural, Serge Gruzinski en El pensamiento mestizo muestra este aspecto como denominador común en la génesis de toda cultura. Sin embargo no deja de repetirse que nuestra cultura se caracteriza por el mestizaje y nuestras expresiones son barrocas. Un principio de explicación de esta permanencia estaría dado por la autoridad alcanzada por los intelectuales que esgrimen los argumentos. Entre ellos le cabe a Lezama Lima en La expresión americana inaugurar el mito barroco.

En base a la hermenéutica crítica de Lezama Lima y algunas reflexiones de Alejo Carpentier y Haroldo de Campos, por no abundar en el tema, podríamos afirmar que en las décadas del 50 y 60 cuando se revitaliza y revaloriza la estética, se produce una americanización del Barroco tendiente a fundar diferencias culturales incluso en relación a la sociedad española. ¿Cómo se lee esto si consideramos que desde 1927, cuando el hispanista alemán Helmut Hatzfeld esgrime su tesis que España es eternamente barroca y decreta que ésta es el centro del espíritu barroco en Europa, en los discursos del otro lado del Océano se afirma con contundencia incuestionable el vínculo Barroco e Hispanidad funcionando en la construcción de genealogías y en la definición de identidades (en este caso europeas)? Para esas voces el epicentro de la relación está desde siempre en la Península y se hace extensivo a las antiguas colonias a partir de una inevitable tradición cultural. Y finalmente, es que acaso no existió antes y ahora, también un Barroco no hispano? Tienen las formas artísticas exclusividad de pertenencia o acuñada su nacionalidad?

Pero retomemos para concluir el texto de Lezama Su interpretación crítica de obras coloniales revela el poder encerrado en las formas del arte que se condensa en una “imago épica”: la de una lucha por la identidad cultural. Formas que denuncian un gesto de rebeldía al sometimiento y, a la vez, una búsqueda de reconocimiento de la dignidad del nativo. Su discurso configura un relato cultural en procura de incidir en la memoria histórica y de seguir operando en la orientación de un destino continental. Desde aquí las interpretaciones funcionan administrando la imaginación colectiva; proponen un relato histórico en el cual el arte Barroco es la forma específica de expresión de nuestros reclamos y, a la vez, de nuestras búsquedas (apetitos, curiosidades), en consecuencia, instaura para el americano el modelo de una identidad en lucha.

Probablemente atender al relato que sostienen, según Lezama, las formas barrocas en nuestra cultura pueda generar un punto disparador para establecer o no diferencias entre el código tradicional del estilo y las manifestaciones más contemporáneas, que no nos decidimos a identificar dada su proliferación y llamamos: barrocas, neobarrocas, neobarrosas. neoborrosas y ultrabarrocas.

Podríamos preguntarnos si el Barroco de las últimas décadas mantiene la actitud rebelde que Lezama descubre en el arte colonial para asignarle un carácter de “contraconquista”, si es posible leer en las formas del arte actual un transfigurado movimiento de resistencia a algún tipo de dominación, o bien, la expresión de otras diferencias (sociales, políticas, sexuales), de una minoría contrahegemónica o transgresora de límites que, de modo indirecto, manifiesta sus reclamos y urgencias? O si por el contrario, sus formas adornan una derrota y disimulan un sometimiento a la órbita hispano y/o europea aún en nuestros días.

Hasta qué punto el gran relato de la americanización del Barroco ha respondido como alegoría a la necesidad de reconocimiento de identidades diferentes, de sujetos subalternos; hasta qué punto sus formas encubren la marca de subestimación que nos pesa desde la Conquista? Se corresponde entonces con una etapa de liberación o de decadencia cultural? Encierran sus formas el atrevimiento de proponer una lógica otra a la modernidad occidental o, disimulan una actitud conservadora?

En su juego de carácter bifronte el arte Barroco sigue desafiando al lector a descifrar su código. Por ahora solo podemos sostener que contribuye al diseño de una política cultural que busca intervenir habilitando maneras de mirar, de leer, de nombrar, de interpretar, e instaura la legitimidad de una forma artística en la que los americanos se reconocen y quieren ser reconocidos. El Barroco circula y se prolifera en formas varias sin alcanzar un sentido único pero se ha mantenido central en la construcción de una genealogía cultural americana, naturalizando la caracterización de una América barroca.



NOTAS

[1] Hemos desarrollado con mayor extensión la problemática del criollo y su relación con el Barroco en: Las letras del Barroco hispanoamericano desde la polémica hispano-criolla” en Revista Península vol. II, nº 1, 2007, CEPHCIS/ UNAM/ Mérida, Yucatán, México, págs. 125-135.

[2] El concepto de “eras imaginarias” se basa en una imagen encarnada en la historia, una “imago” que se impone como historia; se trata de circunstancias, conceptos, períodos excepcionales, que atrapados por la imaginación en una imagen poética se convierten en arquetipos y, por tanto, vivientes, eternos, universales.

[3] “Corona de las frutas” aparece el 21 de diciembre de 1959 en el suplemento literario del diario Lunes de la Revolución.

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