LA BIBLIA Y SUS CONCEPCIONES DE LENGUA

LUCAS MAGNIN [*]

Resumen

En las siguientes páginas intentaré encontrar algunas reflexiones, por fragmentarias que sean, sobre el fenómeno lingüístico bajo la luz del texto bíblico. El trabajo tiene un carácter únicamente introductorio, y no tiene intenciones de ser exhaustivo. Por este motivo el estudio minucioso de los textos originales (hebreo en el caso del Antiguo Testamento, griego en el Nuevo) será dejado de lado. Se retomará únicamente alguna terminología específica, fundamental para el sentido.

El artículo no tiene por objetivo adentrarse en discusiones sobre teorías, paradigmas y escuelas sino, más bien, poner en relación algunos conceptos de forma preliminar, figurada y en ocasiones intuitiva. Se privilegia una semiosis abierta, a mitad de camino entre varias disciplinas y paradigmas.

Se abordan cinco momentos en los que se manifiestan inquietudes que tocan el lenguaje: la Creación del mundo y del hombre, la Torre de Babel, el Verbo encarnado del Evangelio de Juan, el don de lenguas en Pentecostés y la redención final del último capítulo de Apocalipsis.

Summary

In the following pages I will try to find some ideas, even if they are fragmentary, about the linguistic phenomenon under the light of the biblical text. This composition has only an introductory nature, and it has no intentions to be exhaustive. For these reason, the meticulous study of the original texts (Hebrew in the Old Testament, Greek in the New Testament) will not be considered. Only the specific terminology, fundamental to the meaning, will be taken in consideration.

The aim of this paper is not to enter in arguments of theories, paradigms and schools, but to link some concepts in a preliminary, figurative and sometimes intuitive way. An open semiosis is preferred, constructing a place between various disciplines and paradigms.

Five moments will be studied in which the linguistics concerns are evident: the Creation of the world and the man, the Tower of Babel, the Incarnate Word of John’s Gospel, the gift of speaking in tongues in Pentecost and the final redemption of the last chapter of Revelation.

Palabras clave

Biblia, lingüística, lenguaje, exégesis, teología.

Keywords

Bible, linguistics, language, exegesis, theology.

Algunas ideas básicas

Parece innecesario afirmar que la Biblia no es un tratado de Lingüística. Y, sin embargo, a veces lo obvio debe decirse. La Biblia es un libro que ha influenciado en el pensamiento y la cultura occidental como posiblemente ningún otro. Está en la base, además, de la teología de las tres grandes religiones monoteístas (cristianismo, judaísmo, Islam). Por estos motivos y por otros (sociales, políticos, religiosos, aún estéticos), la Biblia ha sido víctima de frecuentes malas interpretaciones, de lecturas que Eco podría describir como aberrantes. Se ha criticado o defendido su estructura textual no desde el texto mismo, sino desde la refutación o legitimación de las ideologías que se apoyan en ella. Aquí se intentará un acercamiento hermenéutico y exegético desprendido de esos debates. Intentaremos no buscar en el texto lo que el texto no dice, y recuperar, hasta donde sea posible, las condiciones de producción en las que se enmarcan los relatos. Finalmente, intentaremos evitar un error común: pedir a la Biblia explicaciones, argumentos o conclusiones en el formato de lo que hoy consideramos ciencia, recordando que ella no fue escrita con preocupación científica, y que las concepciones de lo científico van cambiando regularmente.

Una segunda aclaración es importante: la Biblia es un texto extremadamente complejo. Está formada por 66 libros [1] de tema, tono y objetivos muy distintos. Fue copiada y compilada durante cientos de años, por diferentes personas, grupos y tendencias. Su lenguaje es muchas veces oscuro y enigmático. Sus relaciones intertextuales e interdiscursivas con producciones de la época son profundas y extensas. Por lo tanto, el prejuicio positivista de considerarla como un compilado de mitologías rudimentarias no es sostenible. También es importante dejar de lado la tendencia a extrapolar otros modelos; intentar reducir el texto a los módulos de la crítica literaria contemporánea, por ejemplo. La Biblia tiene sus propios mecanismos internos, y nada hará aparecer mejor el carácter “excéntrico” de la teología que el esfuerzo mismo por “aplicarle” las categorías generales de la hermenéutica (Ricoeur, 2000: 111).

Sería excesivo afirmar que la Biblia sostiene una teoría sobre el lenguaje. No obstante, hechas las salvedades, podemos notar que efectivamente existen en el texto bíblico ciertas referencias, ni sistemáticas ni exhaustivas, a la concepción que sobre la lengua tenían sus escritores. Como muchos otros textos que, históricamente, han intentado responder a algunas de las grandes preguntas del hombre, la Biblia otorga un lugar al lenguaje. Se reconoce, en este sentido, la estrecha relación lenguaje/realidad, un vínculo que ha marcado las discusiones ontológicas desde el Cratilo de Platón hasta hoy.

Muy frecuentemente, y de diferentes maneras, se ha sostenido que el interés de los hebreos se limitaba en realidad a la etimología (Roca Pons, 1973: 305). En estas páginas veremos que, aunque el aspecto etimológico era considerado fundamental, tal afirmación es un poco reduccionista.

La reflexión lingüística de la Biblia no aparece normalmente en la superficie textual, sino que está integrada en lo profundo de su estructura. En eso se pueden ver similitudes con el relato mítico. El mito ha sido entendido de diferentes maneras. Malinowski encontraba en él la justificación del orden existente, los trazos de una moral, una interpretación de la sociedad y del hombre. Lévi-Strauss, por el contrario, lo veía como mediador simbólico, como un espacio en el que la sociedad se piensa a sí misma. Probablemente el mito tiene todas estas funciones: especulativa, pedagógica, sociológica, clasificatoria (Fabietti, 2004: 130). De cualquier forma, se reconoce que el mito reelabora lo social por medio de ciertos procedimientos. Detrás de lo oscuro o ambiguo que parezca el relato mítico, sus diferentes partículas de sentido establecen un contacto fluido y necesario con las ideas y pulsiones de una comunidad.

En El origen del lenguaje, Briceño Guerrero recopila algunas reflexiones sobre el lenguaje, desperdigadas a lo largo de relatos mitológicos. Los resultados ofrecen algunas constantes:

El lenguaje es de origen divino (no es un invento, es un don), participó en la formación del hombre (sin lenguaje no hay hombre), participa en la constitución del mundo (las cosas comienzan a ser cuando son nombradas y su coherencia es la coherencia del sistema sígnico), […] existe independientemente del hombre pero éste es su guardián y administrador (Briceño Guerrero, 1970: 28).

Como veremos más adelante, todos esos rasgos también están presentes en el texto bíblico.

La Creación (Génesis 1-2)

En el principio de la estructura de la Biblia está la Creación. De esta manera se comienza la construcción de una cosmogonía (que terminará en los cielos nuevos y tierra nueva de Apocalipsis). Además, se ponen ciertos fundamentos que caracterizarán todo lo que sigue: que Dios existe, que es el Creador, que habla y se comunica, que es quien comienza el contacto con su criatura, etc.

Como es bien sabido, en los dos primeros capítulos del Génesis se ofrecen dos versiones de la Creación. La primera abarca todo el capítulo 1 y los primeros tres versos del capítulo 2; la segunda ocupa el resto del capítulo 2. [2] Ambas versiones presentan diferentes hechos creativos, en diferentes órdenes, y agregan datos diversos. Una de las teorías más difundidas para explicar este relato duplicado (fenómeno que se repite en otras ocasiones) es la denominada “Hipótesis Documentaria”, propuesta por Julius Wellhausen. Aquí retomaré, sobre todo, el orden propuesto por el primer relato.

Primeramente Dios crea los cielos y la tierra. Inmediatamente después, y ganando lugar a las tinieblas, crea la luz (1:3). Ya en ese lugar se utiliza la expresión: Y dijo Dios. La palabra de Dios es presentada como poderosa; cuando Dios habla crea cosas: los cielos (vs. 7), la tierra y los mares (vs. 10), la vida vegetal (vs. 11), el sol, la luna y las estrellas (vs. 14-18), los peces y aves (vs. 20-22), los animales terrestres (vs. 24) y finalmente el hombre (vs. 26,27). Su poder creativo es absoluto, y ese hecho se ve demostrado por la presencia de un estribillo repetido a lo largo del primer relato: y fue, y fue así, etc.

El teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer escribió: No se trata del hecho de que la palabra produce “efectos”, sino de que la palabra de Dios ya es obra (Bonhoeffer, 1992: 35; cursiva original). Ya veremos la relación de esta idea con la figura del Logos en el Evangelio de Juan.

La palabra tiene poder creador en muchísimas culturas, y en buena parte de ellas los dioses la utilizan en su labor creativa. Aún en los griegos se encuentra esa concepción: La palabra es un poderoso soberano que, con un cuerpo pequeñísimo y completamente invisible, lleva a cabo obras sumamente divinas (Gorgias, 1996: 205-206). En Gorgias, el poder retórico de la palabra la convierte casi en un hecho divino.

Una vez que los mecanismos de la creación están instituidos, Dios crea reglas, ordena que funcionen por sí mismos, evitando el acto creativo permanente. Así en 1:11 ( Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semilla, y árboles frutales que den fruto , BLA) y en 1:21 (Que produzca el agua toda clase de animales, DHH).

El léxico utilizado en el relato está cargado de emotividad; se expresa la relación Creador/criatura como la de un artista con su obra. Eso intenta conservarse en algunas traducciones: Y dijo Dios: ¡Que exista la luz! Y la luz llegó a existir (1:3, BAD); Hiervan de animales las aguas (1:20, NC); Y consumados fueron el cielo y la tierra y todo el ornato de ello (2:1, VJ).

Donde se ve más claramente este hecho es en la formación del hombre propuesta por el segundo relato: Formó Yahvé Elohim al hombre del polvo de la tierra y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado (2:7, NC). Dios crea al hombre como un alfarero (esa metáfora será reutilizada: Jer. 18:6, Ro. 9:21). El verbo hebreo usado a lo largo del relato para dar cuenta de la creación es bará, un vocablo que aparece 49 veces en el Antiguo Testamento, 20 de las cuales pertenecen al capítulo 1 de Génesis. Es un verbo que sólo puede tener por sujeto a Dios, ya que implica la creación desde la nada (ex nihilo). Está asociado con el trabajo artesanal, con una obra acabada y perfecta. En este sentido se diferencia de algunas mitologías (el Popol Vuh, por ejemplo) en las que Dios falla algunas veces antes de encontrar la combinación adecuada. Aquí la palabra pronunciada es tanto creativa como eficiente. El poder de la palabra no reposa en ella misma, sino que está conectada a la acción e intenciones de alguien con el poder suficiente como para hacer cosas con palabras; la palabra no es mágica sino que está empoderada.

Las afirmaciones de la Biblia sobre la palabra de Dios son consistentes y numerosas. A lo largo del texto se la presenta como llena de poder; la frase conforme a la palabra de Jehová aparece más de 30 veces únicamente en el Antiguo Testamento. La palabra divina tiene poder para constituir el universo de cosas que no podían verse (He. 11:3, DHH), para hacer nacer al hombre (Stg. 1:18), para sanar (Sal. 107:20; Mt. 8:8), para echar demonios (Mt. 8:16), etc. En Isaías, Dios afirma: Así será mi palabra que sale de mi boca, no volverá a mí vacía sin haber realizado lo que deseo, y logrado el propósito para el cual la envié (55:11, BLA). Esa palabra sustenta la experiencia humana (Mt. 4:4), y permanece para siempre (1 P. 1:25, RV).

Al mismo tiempo que crea por medio de la palabra, Dios también la utiliza para nombrar su creación (vs. 5, 8, 10). Cuando tiene que denominar a la especie humana, los términos elegidos no son azarosos. Adán significa etimológicamente “hombre”, y Eva (la madre de todos los vivientes) significa “vida”. Cuando en 1:27 se dice que macho y hembra los creó, en el original las palabras tienen connotaciones que involucran la sexualidad y lo genital. Macho en hebreo es zajar, y significa “lanza” o “algo para pinchar”; la palabra para hembra es nequeba, y significa “grieta” o “pozo”.

En 2:19 el hombre recibe de Dios, como mayordomo y señor de la creación, el encargo de continuar poniendo nombre a lo creado: Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera (BJ).

Aquí queda expuesto el interés etimológico de la reflexión bíblica antes mencionado. El sustento lingüístico-filosófico de esa preocupación se basa en una íntima asociación significante/significado/referente.

Si (como el griego afirma en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa, / en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo (Borges, 1997: 61; cursiva original). El motivo por el cual ciertas palabras entablan relación con ciertas ideas fue el primer gran debate lingüístico sostenido por los griegos (naturalistas vs. convencionalistas). Ya en nuestra época, Saussure afirmó el carácter eminentemente arbitrario del signo lingüístico. Después del aporte saussuriano, las esferas que atañen a esos elementos son diferenciadas universalmente: el significante, sea fonético o escrito, se distingue tanto de las evocaciones mentales como del referente; el significado no es la cosa sino el concepto de la cosa (Verón, 1987: 75).

Sin embargo, en la concepción hebrea antigua, el nombre coincide totalmente con el objeto designado (nota de los curadores en Bonhoeffer, 1992: 35). El relato de Génesis debe entenderse bajo esa impronta. Allí encontramos que no existe arbitrariedad lingüística. Los nombres están directamente conectados con la realidad. Cada cosa tiene su nombre correcto y por eso la acción nominativa de Adán es definitiva ( todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre, 2:19, RV). Si el nombre está conectado a la cosa en sí, en el acto de nombrar el hombre aprehende la realidad, la incorpora, la domina. En este sentido, la palabra tiene una trascendencia similar a los dibujos encontrados en las cavernas (dibujar el animal es atrapar su alma).

Esa concepción se encuentra a lo largo de las producciones semíticas, tanto en el texto bíblico como en otros textos litúrgicos y espirituales. En la Biblia esa preocupación se ve claramente en las etimologías. El nombre tiene una importancia simbólica porque representa a la persona y a su destino; por eso los padres eligen apropiadamente el nombre de sus hijos (así en Gn. 4:25, 5:29, 10:25, 16:11, etc.). Además el nombre sirve como evocación de la persona que legitima los actos. Por eso los primeros discípulos bautizaban, reprendían, testificaban y sanaban en el nombre de Jesús. Esa práctica fue instituida desde los primeros tiempos del culto cristiano; es la base que justifica los bautismos o casamientos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Fuera del canon bíblico, esta idea se presenta aún más evidente en la Kabbalah o Cabalá, una de las ramas más importantes de la mística judía. Los cabalistas sostienen la idea de que el nombre y la esencia se corresponden en una relación íntimamente necesaria, que el nombre no sólo designa, sino que también es ese mismo ser, y que contiene dentro de sí la fuerza del ser (Cassirer, 1959: 8). Además, consideran que el lenguaje es creador, y que dentro de la Torah (lo que en la Biblia cristiana es el Pentateuco) existen, como en un código, todas las combinaciones lingüísticas posibles. Existe en sus producciones una permanente búsqueda del “nombre secreto de Dios”, ya que conocer el nombre significaría tener acceso a sus cualidades.

No se ofrecen explicaciones acerca de la forma en la que el hombre adquiere la capacidad de comunicarse. Rousseau escribió acerca de lo que él consideraba la paradoja de la adquisición del lenguaje. Si no existe lengua —decía el francés— no puede existir pensamiento, ya que es ella la que ordena las ideas; y a la vez, si no existe pensamiento no puede existir la lengua, ya que es la mente la que otorga estructura al lenguaje. Rousseau solucionaba la paradoja afirmando que en un primer momento Dios enseñó la lengua al hombre. Esa solución no es explícita en Génesis, pero tampoco es absurda.

Dios habla desde un comienzo, y luego de crear al hombre lo bendice usando un medio lingüístico (1:28-30; 2:16,17); en esas palabras el Creador define la esencia de su criatura, sus obligaciones y derechos, su prohibición. El hombre después de eso puede hablar (2:19,23). Quizás la concepción subyacente es la de lenguaje como elemento preexistente; si aceptáramos eso, se podría unir el relato bíblico con la tradición racionalista, y aún con los aportes del generativismo, pero hacer un puente directo sería tal vez forzar el sentido.

Babel (Génesis 11:1-9)

“Génesis” es la palabra latina para “comienzo”. Todo el libro deja constancia de algunos inicios considerados fundamentales para la vida tal como se la conocía: la creación del mundo, el drama humano explicado desde la caída y el pecado, la reproducción de la especie, el primer asesinato, las primeras ciudades, el comienzo de la historia de Israel con Abraham, etc. En esa construcción cosmogónica de los inicios también encontró un espacio la variedad lingüística. Dios había creado la primera pareja en el Edén, con la cual había hablado, y a la cual había encomendado la tarea de poblar la tierra. Teniendo un único inicio, la existencia de muchas lenguas no tendría sentido; el relato de la Torre de Babel responde a esa situación.

La teoría de la monogénesis lingüística fue utilizada durante mucho tiempo para hipotetizar acerca de una raíz común que uniría las diferentes lenguas. En la base de esa teoría subyace una concepción similar a la que se propone en el texto bíblico: en algún momento, por algún motivo, la lengua que era una sola se dividió en muchas. Hasta no hace muchos siglos se creía que esa lengua primigenia era el hebreo, la lengua del pueblo elegido por Dios en la Biblia. Actualmente no existen hipótesis fuertes al respecto.

Babel es el nombre hebreo de aquello que nosotros llamamos, por la mediación del griego, Babilonia. Etimológicamente significa “mezclado”, “balbuceo”, algo que no puede entenderse; el equivalente más cercano en español sería “blablabla”. En el original se produce un juego de palabras por vía doble. Primeramente, con el verbo hebreo balal, que significa “confundir”; en segundo lugar con el nombre babilónico Bab-el, que significa “Puerta de Dios”. Esa segunda conexión toma sentido al recordar que, en las religiones mesopotámicas, era muy usual la existencia de un símbolo que servía de unión entre la tierra y el cielo. La torre de Babel, quizás un zigurat, tendría entonces esa función religiosa.

Según el relato bíblico, Babel fue una ciudad fundada por Nimrod o Nemrod, el primero que se hizo prepotente en la tierra (Gn. 10:8, BJ). La explicación que el Génesis ofrece para la construcción de la torre está relacionada con el orgullo, con la voluntad de llegar hasta el cielo y hacer un nombre famoso, para que no seamos dispersados sobre la faz de toda la tierra (11:4, BLA). “Tener un nombre” remite a la idea de fama, pero también connota la noción ya explicada sobre el íntimo contacto significante/significado/referente.

Quizás esa voluntad de no ser dispersados sobre la faz de la tierra deba ser entendida como el deseo de construir una torre para escapar de un eventual segundo diluvio (el Diluvio Universal se relata unos capítulos antes, en Gn. 7).

Las hipótesis más fuertes señalan que ese fragmento del texto bíblico fue escrito en el exilio babilónico del pueblo de Israel, alrededor del siglo VI a.C. En el cautiverio los israelitas estaban diariamente en contacto con lenguas diferentes: la de sus captores en primer término, y la de otros esclavos luego. En ese contexto se produce una relectura de un antiguo mito babilónico, quizás del siglo XII a.C. Es aquello que se lee en Génesis.

La lectura más clásica sobre el episodio de la Torre de Babel es la que considera la existencia de muchas lenguas como un castigo divino. Cuando Jehová observa la presunción de los moradores de Babel, que uniendo esfuerzos se dedican a construir una torre que llegue hasta el cielo, decide confundir la lengua única de modo que no se entiendan los unos a los otros (vs. 7, BL). El castigo por el orgullo del hombre es la incomunicación. Al querer alejarse de Dios, y hacerse un nombre grande en la tierra, pierde la bendición original que era una lengua única. La diversidad lingüística sería vista, desde esta interpretación, como algo negativo, que crea división e impide la comunicación. En el Edén habían perdido la inocencia y la vida en comunión con Dios, consigo y con el prójimo; en el Diluvio y en Babel pierden la impunidad. Dios pone límites a la autodestructiva voluntad de independencia del hombre. La existencia de una lengua única y transparente, universal, en la cual nombre y sustancia estén unidos absolutamente, es vista como lo deseable, lo perfecto.

Existe también otra lectura, que no violenta al texto bíblico, y que tiene la cualidad muy positiva de incluir aspectos de las condiciones en las que el relato fue producido. Esta relectura plantea que la historia de Babel es una confrontación directa, de corte casi panfletario, contra el Imperio Babilónico. En tiempos de cautiverio y opresión, el pueblo de Israel describe a Babilonia bajo la metáfora de Babel: un lugar en el que todo el mundo tenía un mismo idioma y usaba las mismas expresiones (11:1, BL) y formaba un solo pueblo, donde se hacían grandes construcciones que intentaban llegar al cielo (y de las que ellos, por ser esclavos, debían ser artífices), donde la realidad cultural, política, económica y lingüística uniformaba a los hombres. La ciudad de Babel, fundada por el primer prepotente de la tierra, quiere que todos sean iguales. En ese contexto, la confusión de lenguas no es castigo sino bendición. La diversidad lingüística es vista, bajo esta clave, como un arma ideológica con la que los escritores responden a la uniformidad imperial. El acto divino altera los planes de la construcción: De esta manera el Señor los dispersó desde allí por toda la tierra, y por lo tanto dejaron de construir la ciudad (vs. 8, NVI).

Justo antes de Babel se relata el Diluvio Universal, el pacto que Dios hace con Noé y el destino de su descendencia (capítulos 7-10). Después del juicio por la maldad de los hombres, Dios vuelve a repetir a la nueva generación de pobladores el encargo hecho a Adán y Eva: esparcíos sobre la tierra; creced y multiplicaos sobre la tierra (8:17, VJ). Llama la atención que en el capítulo 9 se repitan las mismas instrucciones dos veces más: en el vs. 1, y nuevamente en el verso 7, donde se afirma: ¡tengan muchos hijos y llenen el mundo con ellos! (DHH). La insistencia sobre este punto es quizás un argumento a favor de la segunda hipótesis de lectura. Los pobladores de Babel, también descendientes de Noé, habían salido de oriente, habían comenzado a extenderse sobre la tierra pero hallaron una llanura en la tierra de Senaar, y se establecieron allí (11:2, NC). Quedarse a habitar en esa área era desobedecer el mandato divino. Dios entonces confunde las lenguas, y utiliza la diversidad para continuar dispersándolos sobre la tierra.

El Verbo (Juan 1:1-14)

El judaísmo toma sus bases teológicas del Antiguo Testamento; en este se anuncia repetidamente y por profecías la llegada de un Mesías que libraría a Israel de su esclavitud, llevándolo a una época de paz y prosperidad. Para los cristianos, ese Mesías fue Jesús de Nazaret, el Cristo (χριστός es el equivalente griego del término arameo mashéaj). El Nuevo Testamento es, etimológicamente, el “nuevo pacto” que Dios hace con el mundo a través de su Hijo Jesucristo. Por todos esos motivos, el Nuevo Testamento está escrito en referencia al Antiguo, como reescritura, conclusión y cumplimiento.

El Nuevo Testamento cristiano comienza con los cuatro evangelios; los primeros tres (Mateo, Marcos y Lucas) son considerados sinópticos, ya que son paralelos en contenido y forma. El cuarto evangelio, Juan, es completamente diferente. A lo largo del texto, se privilegia lo simbólico y lo místico; de hecho, fue uno de los fundamentos en los que se basaron las sectas gnósticas de los primeros siglos del cristianismo. A diferencia de los otros tres, y en especial del de Lucas, no tiene intenciones de ser “histórico” en el sentido en el que hoy entendemos la veracidad histórica. Propone, más bien, una lectura figurada y alegórica de la persona de Jesús y su ministerio. Por eso, mientras que otros Evangelios comienzan con la genealogía de Cristo o su nacimiento, Juan inicia el suyo con un postulado filosófico, metafísico y espiritual: in principio erat Verbum (VU).

La intertextualidad con el relato de la Creación de Génesis es evidente; esa es una de las claves que estructura el texto de Juan. Ambos libros relatan lo que sucedió en el principio, en ambos es Dios quien comienza la historia en la que el hombre está incluido, en los dos se menciona el papel fundamental (aún epistemológico) de la luz, etc. Pero lo más llamativo, y lo que atañe particularmente a este estudio, es el hecho de que en ambos textos la palabra crea. Para entender la forma en la que Juan relee Génesis debemos detenernos en el vocablo griego con el que se nombra a Cristo: Logos, y su aplicación diferencial en el contexto judío y griego.

Durante largos períodos de tiempo, posteriores a la cautividad babilónica, los judíos dejaron de hablar hebreo y adoptaron el arameo como lengua franca. Entonces debieron traducir las Escrituras Sagradas a ese idioma; el fruto de ese trabajo es conocido como Tárgum. En ese proceso los traductores, muy inclinados hacia las interpretaciones alegóricas, se encontraron incómodos al ver cómo Dios realizaba acciones y pronunciaba discursos a la manera de los hombres. Decidieron entonces utilizar una circunlocución para expresar el nombre divino; el término que encontraron fue memra: la Palabra. En los Tárgums aparece entonces la idea de una Palabra que se confunde con Dios, una Palabra que dice palabras divinas y que hace lo que Dios hace.

Significante y significado están unidos en la mente judía de una manera esencial; por ende, no sorprende descubrir que palabra y sabiduría también están íntimamente conectadas. En el libro de Proverbios es donde más claro se ve. Allí se afirma, por ejemplo, que Yavé mediante la sabiduría puso la tierra en orden; por medio de la inteligencia estableció el firmamento (3:19, BL). El capítulo 8 de Proverbios es aún más evidente; allí la Sabiduría es un personaje que dice mío es el poder (vs. 14, RV), fui establecida desde la eternidad, desde antes que existiera el mundo (vs. 23, BAD), yo estaba entonces junto a El [junto a Dios] , como arquitecto (vs. 30, BLA), etc. Se observa entonces que Dios, palabra divina, Palabra y Sabiduría comparten un universo semántico muy intrincado, y que todos esos términos encierran nociones similares de poder creativo.

Ese transfondo repercute en la concepción de Juan sobre la persona de Jesús: Él es la palabra empoderada por medio de la cual Dios creó el mundo, es su agente creativo, y es también la expresión de la eterna sabiduría divina.

En el siglo I, la naciente iglesia cristiana debía encontrar maneras de presentar un mensaje con profundas raíces judías a un mundo totalmente influenciado por las categorías de pensamiento griegas. La manera en la que Juan articuló ambas esferas fue por medio de la concepción de la Palabra, presente en las dos tradiciones.

En griego koiné, Logos (λόγος) era un vocablo muy usual, lleno de connotaciones, de significación múltiple. En un sentido superficial significaba tanto la expresión de un pensamiento como la personalidad distintiva de un objeto. Fue un concepto utilizado recurrentemente por los filósofos griegos que gustaban particularmente de la idea de una mente gobernando el mundo. Heráclito de Éfeso, por ejemplo, lo relacionaba con la razón universal que da sentido, orden y propósito a una realidad en permanente flujo, en cambio constante. Anaxágoras y Platón tenían una idea similar. Los estoicos afirmaron que el Logos estaba diseminado en todas las cosas, ordenándolas. Es notable la actualidad de esa concepción en relación con las reflexiones lingüísticas: la palabra y el lenguaje no solamente ordenan lo real, sino que también están por todos lados (la realidad está construida por discursos).

El punto más alto de las especulaciones sobre el Logos se halla en Filón de Alejandría, un judío que intentó combinar el método de pensamiento hebreo con los conceptos y categorías griegos. Filón entiende el Logos como el puente entre el hombre y Dios, el intermediario entre la trascendencia del Creador y la finitud de la criatura.

Cuando Juan (o quizás una comunidad fundada por Juan) escribe el primer evangelio, está incorporando la concepción de Filón pero la enriquece al señalar que el Verbo no es sólo intermediario sino que también es Dios mismo. Allí se fusionan fuertemente la tradición hebrea con la griega. El círculo semántico antes señalado (Dios, palabra divina, Palabra y Sabiduría) se cierra simbólicamente.

Pero Juan agrega un elemento más, que termina de construir la dinámica de un texto profundamente enraizado en la etapa metafórica de la lengua (Frye, 1988: 42). El concepto es complejísimo, pero podría resumirse diciendo que ese Verbo divino se inserta en la historia humana. La Palabra eterna se hace palabra finita. El Logos modifica su modo de expresión pero no pierde esencia. Dios enuncia una última revelación para el hombre al presentarlela expresión exacta de su naturaleza, la fiel imagen de lo que él es, la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder (Heb. 1:3, BLA, NVI, RV). Jesús se convierte entonces en la persona que hace la exégesis de Dios (de hecho, Juan utiliza en 1:18 el verbo griego exegéomai). El significado eterno e incognoscible, absolutamente trascendente, se encarna y se hace hombre presentando un significante, un camino, un mediador que es poderoso y definitivo.

Pentecostés (Hechos 2:1-13)

Los evangelios son pequeñas biografías de la vida de Jesús, escritos con una finalidad espiritual y pedagógica. En ellos existe una indisoluble solidaridad de la confesión de fe y del relato (Ricoeur, 2000: 113). Los evangelios llegan a su clímax con la Pasión y muerte de Cristo, un episodio que, por su peso semántico en la teología cristiana, ordena y estructura los demás. Después de eso, se relata su Resurrección, sus últimos momentos con sus discípulos, y finalmente su Ascensión a los cielos. Jesús se va pero dice a sus seguidores que esperen la promesa de mi Padre […] hasta que seáis revestidos del poder de lo alto (Lc. 24:49, NC). Esa promesa, cumplimiento intertextual de Joel 2:28, viene otorgada en Hechos 2, en el día de Pentecostés.

En el marco de este estudio, lo interesante del episodio radica en el fenómeno conocido como “glosolalia”: Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse (2:3-4, BJ).

Lucas, el médico amado, es considerado autor del libro de Hechos; la tradición afirma eso y las recientes investigaciones apuntan en la misma dirección. El uso que Lucas hace del griego es muy correcto y específico; las palabras que escoge son usualmente representativas. Por ese motivo, prestaremos atención a la terminología.

Así como Juan 1 sólo toma sentido al ponerlo en relación con el texto de base (Génesis 1), la venida del Espíritu Santo relatada en Hechos parece estar escrita en relación intertextual con otra historia del Génesis: la Torre de Babel. Ya hemos hecho referencia a dos posibilidades de lectura de aquel relato; sea cual fuere el caso, se puede afirmar que, en Babel, Dios convirtió la única lengua universal en muchas lenguas para que los hombres dejaran de edificar la ciudad y para esparcirlos sobre la faz de la tierra. En ese relato, los hombres que estaban reunidos en un solo lugar, sin cumplir el mandato de diseminarse por el globo, son obligados a hacerlo pues ya no se entienden.

En Pentecostés, y después de la mediación del Nuevo Pacto tras la muerte de Jesús, Dios invierte la confusión babélica. El medio que utiliza es, nuevamente, sobrenatural. Antes había convertido la lengua única en muchas lenguas; ahora resuelve el abismo comunicativo al otorgar el don de hablar lenguas desconocidas.

Glosolalia es un término que pertenece a la reflexión teológica, producto de la unión de dos palabras griegas: glossa, que significa lenguaje, idioma y aún lengua como órgano de habla, y lalia, derivado de laleo, que puede significar hablar, pronunciar un discurso, o aún una forma de expresión específica o dialectal. Refleja literalmente la idea de “hablar lenguas”. Esa capacidad de expresarse por medio de idiomas desconocidos irrumpe en Jerusalén en Pentecostés, día de fiesta para el calendario judío. Estaban de visita en Jerusalén judíos piadosos, procedentes de todas las naciones de la tierra (2:5, BAD). Poco después se mencionan esas naciones y etnias presentes: Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y de Asia, de Frigia y de Panfilia, de Egipto y de las regiones de Libia alrededor de Cirene, viajeros de Roma, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes (vs. 9-11, BLA). No parece casual la presencia de ciudadanos de Roma, ciudad que era en ese entonces capital del Imperio que gobernaba el mundo conocido.

Todos esos visitantes (judíos de la diáspora, gentiles convertidos al judaísmo, simpatizantes de la religión de Israel), no sólo hablaban diferentes idiomas sino también diferentes variedades lingüísticas; la palabra que el autor de Hechos utiliza en los versículos 6 y 8 es dialektos. Y sin embargo, al escuchar a la comunidad de los discípulos de Jerusalén, la multitud afirmaba: ¡todos por igual los oímos proclamar en nuestra propia lengua las maravillas de Dios! (vs. 11, NVI). Esa increíble capacidad generaba confusión; Lucas deja constancia en tres ocasiones del estado de turbación ante el acontecimiento (vs. 6, 7 y 12). El término utilizado es sunjéo, que evoca figurativamente el caos de una asamblea. La sorpresa era tal que algunos llegaban a afirmar: ¡Es que están borrachos! (vs. 13, DHH).

Al igual que en Babel, el obrar de Dios confunde. Sin embargo, el hecho establece un paralelismo por oposición: la confusión de Pentecostés no impide que los hablantes de una misma lengua se entiendan, sino que permite que los hablantes de idiomas diferentes puedan comunicarse. En Babel, el deseo de llegar hasta el cielo había llevado a los hombres a la división, a ser esparcidos por toda la tierra. En Pentecostés todas las naciones que hay bajo el cielo (vs. 5, BL) se vuelven a reunir en Jerusalén, y aunque no comparten sus idiomas, el don divino permite el entendimiento. La gran diferencia es que la unidad propuesta por Babel estaba basada en la uniformidad (cultural, política y lingüística) mientras que la unidad de Hechos está construida desde la multiplicidad, desde una incorporación de lo diferente (muy similar a la Encarnación hecha por el Verbo).

Finalmente, la diversidad cultural y lingüística es integrada en el seno de la naciente iglesia cristiana; el anteúltimo verso de ese capítulo deja constancia de que se añadieron aquel día como tres mil personas (vs. 41; RV).

Cielo nuevo y tierra nueva (Apocalipsis)

El último libro de la Biblia es el Apocalipsis. En él se cierra la historia universal iniciada en Génesis, se cumplen los juicios de Dios sobre los que rechazaron a su Hijo Jesús, y se marca el comienzo de la profetizada vida eterna en un cielo nuevo y tierra nueva. Por tener ese carácter conclusivo, las referencias a los comienzos son muy frecuentes. En Génesis hubo creación del sol, entrada del pecado en el mundo y pronunciación de maldición sobre el hombre; en Apocalipsis, por el contrario, ya no hay necesidad de sol, el pecado es expulsado de la nueva creación y la maldición es borrada con el triunfo del Cordero.

La complejidad del libro de Apocalipsis es ampliamente conocida. Parte de esa dificultad reside en que el género literario en el que está escrito, género apocalíptico, es esencialmente críptico. A lo largo del texto se presentan diferentes imágenes simbólicas, profundamente codificadas. Hoy la significación de esas imágenes es por momentos incognoscible, e históricamente ha sido explicada de infinitas maneras. Sin embargo, los receptores originales del libro contaban con mejores herramientas de decodificación.

En ningún momento del Apocalipsis se efectúa una declaración explícita sobre los fenómenos lingüísticos, pero es posible hacer una especulación al respecto en base a unos versos del último capítulo del libro. El sentido no es necesariamente claro, pero si se tiene en cuenta el significado general del libro, y su carácter de relectura y conclusión de los comienzos, podemos acercarnos a una inducción.

En el cielo nuevo y la tierra nueva los pecados y aflicciones del mundo presente desaparecen, permitiendo el retorno a la inocencia original. Por eso, si en Génesis se había prohibido el acceso al árbol de la vida (3:24), en Apocalipsis se termina la prohibición: el árbol está en el medio de la ciudad y todos los redimidos tienen acceso a él (22:2). La entrada del pecado en el mundo (cap. 3 de Génesis) es el hecho que dinamita la historia posterior. Allí todos los órdenes habían sido invertidos: la inocencia se hace vergüenza (3:7), la tarea del alumbramiento se vuelve sufrida (3:16), el trabajo se convierte en tarea fatigosa (3:19), el hombre se deshumaniza (en 4:8 Caín mata a su hermano). El Apocalipsis muestra la inversión de todos esos patrones, y uno de los mecanismos utilizados para ese fin es la totalización; se habla de todos los hombres, toda la tierra, etc. Es un tono típico del género apocalíptico. [3]

En Babel, y con la multiplicación de lenguas, la transparente relación original entre significante, significado y referente se quiebra. Cada lengua tiene sus términos con los que la realidad es aprehendida, pero es un léxico mediado por la nueva situación del hombre caído, fragmentado; es por lo tanto un léxico imperfecto.

Si las cosas viejas pasaron; se convirtieron en algo nuevo (2 Co. 5:17, DHH), entonces la fractura lingüística de la arbitrariedad también debe encontrar su nuevo estado de cosas.

Se puede ver esa inversión en los pasajes que contienen referencia a un nombre nuevo. En 2:17, por ejemplo, se dice: Al que salga vencedor le daré del maná escondido, y le daré también una piedrecita blanca en la que está escrito un nombre nuevo que sólo conoce el que lo recibe (BAD). Leemos en 3:12: Al vencedor yo le haré columna en el templo de mi Dios, y no saldrá ya jamás fuera de él, y sobre él escribiré el nombre de Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, de la nueva Jerusalén, la que desciende del cielo de mi Dios, y mi nombre nuevo (NC). Y en 22:4: Ellos verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes (BLA).

Como ya hemos dicho antes, en la concepción judía el nombre representa la persona y sus atributos. El nuevo nombre que reciben los redimidos en una piedrecita, y que sólo ellos conocen, podría quizás pensarse como una identidad nueva, una subjetividad particular que sigue otorgando unicidad al individuo. Sin embargo, lo más llamativo es el nombre nuevo que reciben los vencedores y que está en sus frentes. Eso resulta interesante ya que, en las imágenes bíblicas, tener alguna cosa en la frente está relacionado con algo que se debe ver claramente, y que además representa una característica importante del sujeto (así en Dt. 33:16, 2 Cr. 26:19, Ez. 9:4, etc.).

En 13:16 se lee que el Anticristo imprime a los suyos una marca en la mano derecha o en la frente. Tres versículos después se presenta la antítesis: el Cordero estaba de pie sobre el monte Sión y lo rodeaban ciento cuarenta y cuatro mil personas que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre (14:1, BL). El nombre en la frente parece representar una esencia ahora evidente. El nombre y la cosa vuelven a ser uno, como en el Edén. La arbitrariedad, característica del signo lingüístico, es abolida porque el nombre es claro para todos, y en el nombre está contenida la esencia; la ambigüedad semántica no se mantiene ya que las cosas vuelven a tener sus nombres correctos (por la mediación del Verbo que no sólo hace la exégesis de Dios sino que también, y por ser hombre, completa la exégesis del hombre).

En ese estado, una vez más, la diversidad es integrada en un solo Cuerpo místico de fieles. En dos ocasiones se habla de una gran multitud, de todo linaje, lengua, pueblo, nación y tribu (5:9 y 7:9,10), y en ambos momentos están entonando una oración o un nuevo cántico. Las palabras son pronunciadas, como en Pentecostés, en muchas lenguas diferentes y, sin embargo, todos los fieles están diciendo lo mismo.

Palabras finales

Se han intentado exponer, de manera muy escueta, ciertos conceptos y preocupaciones que se perciben en el texto bíblico y están en directa relación con la lengua y lo lingüístico. Algunos aparecen esporádicamente, aunque la mayoría de ellos se retoman una y otra vez en las diferentes etapas de la historia sagrada (lo que en teología se conoce como dispensaciones). Espero que la cualidad introductoria del presente trabajo justifique sus limitaciones.



[*] Doctor en Ciencias de la Comunicación (Università degli Studi di Siena). Bachiller en Teología (Seminario Saber, Brasilia). Estudiante de Letras Modernas (Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba).



[1] Católicos, protestantes y ortodoxos reconocen la autoridad canónica de esos 66 libros. Tanto la iglesia católica como la ortodoxa agregan a éste un pequeño grupo más (denominado generalmente “deuterocanónico”).

[2] En algunas traducciones el segundo relato comienza en vs. 4b.

[3] Un rápido catálogo de las apariciones de “todo” y “toda” puede dar la pauta: 1:7, 5:6 y 13, 6:12, 14 y 15, 7:17, 8:7, 11:6, 13:3, 12 y 15, 16:3, 14 y 20, 18:2 y 17, 21:4 y 19, 22:15 y 18. En el otro libro bíblico de género apocalíptico, Daniel, se observa el mismo patrón (1:20, 2:38, 3:29, etc.).

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BL: Biblia Latinoamericana (1995)

BLA: Biblia de las Américas (1986)

DHH: Dios Habla Hoy (1996)

NC: Versión Nacar-Colunga (1944)

NVI: Nueva Versión Internacional (1984)

RV: Versión Reina Valera (1960)

VJ: Versión Jünemann (1992)

VU : Vulgata Latina (siglo V)