SOBRE LAS FICCIONES ORIENTADORAS QUE SUBYACEN A LA CONSTRUCCIÓN DISCURSIVA DE LO PROPIO

Cristian Cardozo [*]

Resumen

Como sostiene Altamirano en “La fundación de la literatura argentina”, el debate instalado en el Centenario sobre el valor del Martín Fierro de Hernández señala una problemática intelectual que excede el ámbito de las letras y que termina por construir una identidad nacional cuya legitimidad se encontraba en el pasado pero que proyectaba su significado sobre ese presente e incluso, hacia el futuro. Identidad formulada sobre la figura del gaucho como tipo social ―marginado hasta su desaparición― que deviene en paradigma de lo nacional por oposición a los inmigrantes percibidos por las elites dirigentes de ese momento como un factor anárquico y una amenaza para la convivencia social. Así, lo que se propone desarrollar en el presente ensayo guarda relación no tanto con la nueva función cultural dotada al gaucho durante el Centenario sino más bien con aspectos que permiten entender la eficacia de una operación típicamente institucional que naturaliza una representación de lo propio por oposición a lo ajeno que se proyecta hasta nuestro presente, a punto tal de tornar al texto de Hernández en la obra más importante de la literatura argentina y, por lo mismo, en una lectura obligatoria dentro de nuestra cultura. Hecho que se conecta con otro problema sobre el que también vamos a reflexionar: las tensiones que intervienen en los procesos de producción, recepción y legitimación en la literatura, principalmente, en aquellos autores en donde se percibe una relación de extrañeza con respecto a nuestra lengua madre.

Palabras clave: identidad – representación – discurso – ficción – literatura

Summary:

As Altamirano contends in “The foundation of the literature Argentina”, the debate is installed on the Centenary of the value of Hernandez's Martin Fierro says one intellectual problems beyond the scope of letters and ends to build a national identity whose legitimacy was in the past but projected its meaning on the present and even into the future. Identity made the figure of the gaucho as a social-outcast until his disappearance, which becomes the paradigm of national opposition to immigrants perceived by the elites of that time as an anarchic factor and a threat to social harmony. Thus, it is proposed to develop in this essay relates not so much with the new feature provided with the gaucho culture during the Centennial but with aspects for understanding the effectiveness of a typical institutional representation naturalizes itself as opposed to the alien that is projected into our present, to the point of making the text of Hernandez in the most important work of literature in Argentina and, therefore, a required reading in our culture. This fact is connected with another problem that we will also consider: the tensions involved in the processes of production, reception and legitimation in the literature, mainly in those authors in where there is a relationship of alienation with respect to our language mother.

Keywords: identity – representation – discourse – fiction – literature

I. Introducción.

“¿Es el poema de Hernández una obra genial de las que desafían los siglos,

o estamos creando por ventura una bella ficción para satisfacción de nuestro patriotismo?”

Encuesta de la revista Nosotros, año 1913 (En: Altamirano, 1997: 201).

Como se desprende del epígrafe elegido, es decir, de una de las interrogaciones planteadas a un grupo de intelectuales argentinos por la revista Nosotros [1] a lo largo del año 1913 y de la lectura crítica formulada sobre esta operación por Carlos Altamirano en su ensayo “La fundación de la literatura argentina”, el debate instalado por dicha publicación en el marco del Centenario de la Revolución de mayo sobre el valor literario del Martín Fierro de José Hernández señala una problemática intelectual que viene desarrollándose desde fines de siglo XIX y comienzos del XX en cuyo interior se anuda una serie de significaciones que exceden el ámbito de las letras. En rigor, se trata de una discusión entre distintos interlocutores ―posicionados en el interior de un incipiente campo intelectual en formación― que, con el tiempo, termina por “construir” una identidad nacional cuya legitimidad se encuentra en el pasado pero que, al mismo tiempo, proyecta su significado sobre ese presente ―léase, la coyuntura de 1910― pero, fundamentalmente, lo proyecta de cara al futuro. O lo que es lo mismo: hacia nuestro presente en el marco del Bicentenario. En este sentido, la operación analizada por Altamirano da cuenta de la construcción de una identidad definida sobre la figura del gaucho como tipo social ―excluido por las políticas liberales implementadas tras la caída de Rosas y de Urquiza y, por lo tanto, marginado hasta su desaparición― que deviene en paradigma de lo nacional por oposición a los inmigrantes percibidos por las elites dirigentes de ese momento ―es decir, de principios de siglo XX― como un factor anárquico y una amenaza para la convivencia social.

Ahora bien, lo que se propone desarrollar en el presente trabajo guarda relación no tanto con la nueva función cultural dotada al gaucho durante el Centenario [2] , previa resignificación claro está, sino más bien con algunos aspectos que permiten entender tanto la matriz ideológica que se encuentra de fondo como la eficacia de una operación típicamente institucional que naturaliza una representación de lo propio por oposición a lo ajeno que, como señaláramos, se proyecta hasta nuestro presente, a punto tal de tornar al texto de Hernández en la obra más importante de la literatura argentina y, por lo mismo, en una lectura obligatoria dentro de nuestra cultura. Hecho que se conecta con otro problema afín sobre el que también vamos a reflexionar aunque de manera tangencial: hablamos aquí de las tensiones que intervienen en los procesos de producción, recepción y legitimación en la literatura, principalmente, en aquellos autores en donde se percibe una relación de extrañeza con respecto a nuestra lengua madre.


II. Hacia la construcción discursiva de la “identidad Argentina”: la génesis de una idea.

“Las ficciones orientadoras de las naciones no pueden ser probadas, y en realidad suelen ser creaciones tan artificiales como ficciones literarias. Pero son necesarias para darle a los individuos un sentimiento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino común nacional”.

Nicolás Shumway (2005, 14-15).

Al abordar el problema en torno a la construcción de la “identidad Argentina” y, por lo mismo, de lo que podría designarse como la “cultura nacional” junto con sus símbolos, rituales y prácticas, nos introducimos en un terreno que nos sitúa en la primera parte del siglo XIX habida cuenta de que, contrario a lo esperado, las ficciones orientadoras y los paradigmas retóricos de la Argentina como país se definieron mucho antes de 1880 y, curiosamente aún hoy, continúan dando forma a nuestro presente y a nuestra actualidad. Con lo cual, se pone de manifiesto que la construcción de una identidad definida, en el marco del Centenario, sobre la figura del gaucho tiene como antecedente una matriz ideológica en conflicto que es anterior y, por tanto, recuperada por medio de dicha operación. En rigor, podría sostenerse junto a Shumway que la primera “idea” de nuestro país se enmarca en una peculiar mentalidad divisoria creada por los intelectuales argentinos durante el siglo XIX cuya máxima expresión se condensa en la oposición civilización/barbarie acuñada por Sarmiento en su célebre Facundo de 1845. Tal como agrega Shumway, este “legado ideológico es en algún sentido una mitología de la exclusión antes que una idea nacional unificadora, [más aún, es] una receta para la división antes que un pluralismo de consenso” (Shumway, 2005: 14). Hecho que explica, al menos en parte, las distintas exclusiones que se han llevado a cabo en la Argentina por medio de la implementación de diversos modelos y políticas a lo largo de su historia.

Como sabemos, este proceso de “construcción de identidad” fue común a todos los estados nacionales modernos y se da, en primer lugar, en Europa y, posteriormente con distintos matices, entre los países de la América Hispánica en el marco de las guerras por la independencia política libradas en cada uno de ellos. Pero detengámonos un momento en el Viejo Continente. Al respecto de este fenómeno, se lee:

Durante los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX la idea de nacionalidad fue la predominante en la mente europea. Con el fin del Iluminismo y la llegada del Romanticismo, las ideas de fraternidad universal dieron paso a una emergencia de sentimiento nacionalista en el que cada país afirmaba su peculiaridad étnica, lingüística y mítica. Tradiciones folklóricas, vida campesina, festivales religiosos, historias y héroes nacionales, idiosincrasias étnicas, mitologías tribales y paisajes locales inundaron todas las artes […] Se desenterraron mitologías nacionales cuando las había, y en caso contrario se las inventó, para difundirlas con celo evangélico, siempre con el objetivo de elaborar un sentimiento de pertenencia nacional y destino común; estas mitologías se volvieron orientadoras de las naciones (Shumway, 2005: 19).

Este proceso iniciado en Europa, no tarda en llegar a nuestro continente: antes, durante y una vez concluidas las guerras por la independencia se abre la posibilidad de instalar la reflexión y el debate por la independencia cultural. Sin embargo, entre aquellos países que habían sido colonias españolas, las ficciones orientadoras cuyo cometido era el de elaborar un sentimiento de pertenencia nacional y un destino común no surgieron con tanta facilidad [3] . En este sentido, las ideas de una “nacionalidad propia” en la América hispánica comienzan a asomar poco antes de los movimientos independentistas del período 1810-1826 (Shumway, 2005: 21). Con un agregado más: una vez consumada la separación de España, países como Venezuela, Colombia, Bolivia, Chile, Perú y la misma Argentina, tuvieron que

[…] crear ficciones conductoras de pueblo y nación para acercarse al consenso ideológico que subyace a las sociedades estables en otras partes del mundo […] [dado que en] ninguna de estas áreas existía un mito previo de identidad nacional que ligara a sus habitantes bajo una ideología compartida (Shumway, 2005: 21). [4]

Ahora bien, incluso después de la separación del imperio español, la elite hispanoamericana que residía en nuestro continente, y en especial en Argentina, se mantuvo más al tanto de las últimas modas europeas que de la cultura popular que la singularizaba como región. En consecuencia, esta peculiaridad local según la geografía continental que podría haber servido como base para la formulación de una identidad nacional fue ignorada. Como contrapartida, las clases bajas de cada región desarrollaron tradiciones populares, “sentimientos de solidaridad de clase o étnica, vagos pero vigorosos, una religión popular y mitologías prenacionales que crearon a lo largo y a lo ancho de la América hispánica fuertes sentimientos localistas” (Shumway, 2005: 23). En sintonía con esto que acabamos de señalar, la figura del “caudillo” irrumpe en la vida política local en la medida en que viene a encarnar los valores culturales de la tradición [5] . Así, a la hora de elegir entre el caudillo y las teorías abstractas de gobierno, las masas populares se sentían más a gusto con aquél quien, a pesar de su carácter primitivo y hasta cruel, resultaba más afín a los temores y anhelos de las masas rurales que los grupos de elite emparentados más bien con las zonas urbanas.

Como apuntáramos recién, Argentina no quedó al margen de este proceso de construcción de una identidad nacional, pero el mismo se plasmó con fuerza sólo a partir de las formulaciones de la Generación del ’37 en el marco del romanticismo en el Río de la Plata [6] . En este contexto, los intelectuales que militaban en la facción unitaria de ese momento se auto-configuraron como aquellos que debían guiar el proceso de organización y modernización del país. En efecto, a pesar de las limitaciones de la vida intelectual, las ideas del Iluminismo se filtraron lentamente en Argentina donde la pequeña elite lectora disponía de las obras de Montesquieu, Descartes, Locke, Voltaire y Rousseau. Sobre la base de estas lecturas, los escritores románticos formularon los lineamientos de una ficción orientadora que más tarde deviene en la corriente liberal y elitista cuyo centro se encontraba en Buenos Aires [7] . En la medida en que la matriz ideológica que sostiene la propuesta romántica puede entenderse como una “mitología de la exclusión”, está claro el porqué en esta literatura ―La cautiva de Echeverría, por caso― el indio aparece representado como una de las formas que asume la “barbarie” y el espacio abierto de la pampa como el “desierto” a civilizar. Junto al indio, para esta literatura, el otro habitante característico de ese espacio virgen, a organizar y modernizar por medio de las luces de la razón, es el gaucho. Figura emparentada con la cultura popular y las masas rurales y, como es de esperarse, con el ámbito de la barbarie. [8]

Como contrapartida de esta construcción romántica del gaucho durante el siglo XIX, encontramos otra literatura que representa a dicho tipo social a partir de una lengua artificial que trata de imitar su propia lengua: hablamos aquí de la poesía gauchesca que recupera una serie de valores [9] ligados al papel del gaucho durante las invasiones inglesas y a su participación, primero, durante el proceso de independencia y, después, durante el período de guerras civiles que enfrentaron a Buenos Aires con el resto de la provincias, al menos, hasta la consolidación en el poder de la facción liberal durante las presidencias de Mitre (1862-1868) y Sarmiento (1868-1874), respectivamente. Como se sabe, se trata de una poesía que alcanza su punto culminante con la aparición en 1872 de la Ida o primera parte del Martín Fierro de José Hernández. Con un agregado más: sobre la base de esta representación eufórica del gaucho, que hasta por momentos aparece configurado como una víctima de las políticas implementadas por el sistema de gobierno, se construyen los cimientos de lo que ha dado en llamarse la “corriente nacionalista” argentina. Matriz ideológica que, claro está, entra en tensión con la postura liberal ―en tanto ficción orientadora― habida cuenta de que sobre una de ellas va a recortarse la idea de Nación o lo que es lo mismo: la “identidad Argentina”, junto a sus símbolos, rituales y prácticas.

III. Ficciones orientadores en pugna: liberalismo versus nacionalismo

Tal como señalamos en el punto anterior, a lo largo del siglo XIX, encontramos dos grandes corrientes en pugna o discusión que, a su vez, se traducen en las dos ficciones orientadoras más importantes de la Argentina de ese período. Como se dijo, una de ellas es la postura liberal o elitista “centrada en Buenos Aires y en las clases altas cultas que promueven el éxito mediante la imitación de Europa y los Estados Unidos al tiempo que denigran la herencia española, las tradiciones populares y las masas mestizas” (Shumway, 2005: 233). En esta línea, se inscriben liberales como Moreno, Rivadavia, Sarmiento y la Generación del ’37 junto a Mitre y su modo particular de pensar la historia nacional. En conjunto, estos intelectuales promovieron sus ideologías de exclusión y estereotiparon a sus enemigos ―indios primero, gauchos después― como bárbaros, enemigos del progreso y racialmente inferiores. En oposición a esta corriente de pensamiento, Shumway ubica otra más difícil de abordar habida cuenta de que se trata de una tendencia ideológicamente confusa, mal definida y, a menudo, contradictoria que “en ocasiones fue populista (en caudillos como Artigas y Güemes), reaccionaria (en el clero conservador y en Rosas), nativista (en la gauchesca de Bartolomé Hidalgo), o genuinamente federalista y progresista (en Urquiza y el último Alberdi)” (Shumway, 2005: 233). A falta de un concepto apropiado, dicho autor se refiere a esta segunda corriente de pensamiento de siglo XIX en los términos de “nacionalismo”. [10]

Detengámonos un momento, en esta matriz ideológica. De acuerdo a lo referido por Shumway, a diferencia de los autores que comulgaban con la postura liberal ―caso Echeverría, Sarmiento y Mitre― los escritores antiliberales trabajaron en relativo aislamiento y sólo con la llegada de Urquiza al poder encontraron un líder político y un gobierno en torno al cual pudo formarse una genuina escuela de sentimiento nacionalista:

Gracias a la Confederación, escritores como Juan Bautista Alberdi (ya alejado de Sarmiento y Mitre), Carlos Guido y Spano, Olegario V. Andrade y José Hernández se unieron en la causa común contra el dominio porteño. Pero, como suele suceder en las letras argentinas, también los pensadores de la Confederación fueron más hábiles en explicar el fracaso que en programar el éxito (Shumway, 2005: 234).

Sin embargo, pese a la suerte que corre el pensamiento nacionalista durante el siglo XIX, es menester destacar algunos aspectos significativos de sus formulaciones. En principio, interesa aquí la reivindicación hecha de la herencia española, operación en la cual la fascinación liberal por países como Francia, Inglaterra y Estados Unidos es vista como algo “anti-argentino”. Aunque, sin duda, lo que principalmente interesa aquí es una suerte de glorificación formulada sobre el hombre de campo pobre, es decir, sobre el gaucho que habitaba el espacio abierto de la pampa quien, lejos de ser visto como un descastado “bárbaro”, ahora “emerge como un prototipo de auténticos valores argentinos y una víctima de la egoísta ambición de la oligarquía” (Shumway, 2005: 235). En este sentido, cobra relevancia el panfleto titulado Las dos políticas ―escrito por Olegario Víctor Andrade durante la presidencia de Urquiza [11] y considerado uno de los documentos más importantes de nacionalismo― habida cuenta de que el mismo constituye una denuncia y una crítica a la posición asumida por Buenos Aires desde 1810 en adelante frente al resto de las provincias. Denuncia que hace coincidir las políticas implementadas desde la ciudad portuaria con la línea isotópica de la “egoísta ambición” de la oligarquía porteña [12] . Del mismo modo, dentro de esta matriz ideológica que hemos dado en llamar nacionalismo, se destaca una imagen dicotómica de la Argentina como país que avanza hacia el siglo XX y es recuperada, por ejemplo, en Historia de una pasión argentina del año 1937 por Eduardo Mallea. Hablamos aquí de

[…] una de las imágenes más seductoras y durables de la historiografía nacionalista [acuñada por Alberdi]: la idea de dos países, dos sociedades, dos desarrollos paralelos, dos historias. Una […] centrada en Buenos Aires, simulacro de Europa, pero vacía. La otra […] ubicada en las provincias y las clases populares, toscas pero auténticas (Shumway, 2005: 240). [13]

Concluido el gobierno de Urquiza con la batalla de Pavón ―septiembre de 1861―, tiempo después Mitre se convierte en el primer presidente del “país unido” en octubre de 1862. Acontecimiento que, por medio de la instauración de un fuerte gobierno central ―pero de ningún modo representativo de las provincias del interior―, significó la eliminación eficaz de los últimos rastros del populismo caudillesco, pese a que era muy representativo del sentimiento provinciano. Eliminación que, en la práctica, se tradujo, claro está, en un fuerte golpe al nacionalismo como corriente de pensamiento. Pese a esta derrota, la guerra del Paraguay (1865-1870) llevada adelante por Mitre canaliza una serie de críticas a las políticas liberales que van desde la condena al apoyo brindado al Brasil ―primero ante el asedio al Uruguay y después como su socio durante la Guerra de la Triple Alianza― hasta el rechazo de las políticas inmigratorias puestas en marcha en ese período [14] . Entre los detractores del mitrismo en particular y, por extensión, de la ideología liberal encontramos, una vez más, a Olegario V. Andrade, Carlos Guido y Spano y José Hernández. Pero, como sostiene nuevamente Shumway, estos intelectuales en clave nacionalista sólo pudieron comprender las consecuencias de la alianza de Mitre con Brasil mucho después del episodio de Paysandú ―que significó una tragedia tanto para el Uruguay como para la idea federal― cuando la guerra con el Paraguay ya estaba en marcha.

En suma, al margen de que la corriente nacionalista sea por momentos ideológicamente confusa y hasta contradictoria, lo cierto es que propuso un paradigma

[…] diferente de la historia argentina en la cual la riqueza porteña, la ‘oligarquía’ […] estaba unida en la codicia y en su hegemonía sobre las provincias. Postuló asimismo un sueño para la Argentina, ‘La Gran Argentina’, que habían impedido realizarse una y otra vez ‘extranjeros y traidores’. […] [Más aún, este] temprano populismo fue el primero en usar las palabras ‘nacionalismo’ y ‘nacionalista’ para identificar una visión política provincialista, antiporteña y antielitista; de modo similar, etiquetó a la riqueza porteña y a los autoproclamados liberales como ‘europeizantes’ y ‘antiargentinos’ (Shumway, 2005: 266).

Pero, sin duda, lo más significativo de esta corriente, estuvo dado por su oposición a las teorías de la exclusión propias de los intelectuales liberales que veían a los mestizos del interior y, por lo mismo, a los gauchos en tanto tipo social, como un impedimento de la idea de progreso. Parafraseando a Shumway, el nacionalismo o populismo argentino ofreció una mitología para el consenso y la inclusión que, si hubiera triunfado, podría haberse traducido en una democracia abarcadora a la cual el liberalismo se oponía, sino en las palabras, sí en los hechos y en las políticas segregacionistas implementadas desde el gobierno. En este sentido, el liberalismo argentino ―heredero de la matriz ideológica del viejo unitarismo porteño― ganó las batallas políticas del siglo XIX y, salvo algunas excepciones, se las ingenió para imponer su punto de vista de la historia nacional. Sin embargo, las ideas del nacionalismo argentino decimonónico subsisten en algunas obras literarias que lo dotan de un rostro humano; rostro que deviene en la imagen inolvidable y en el ícono de un tipo social perseguido por los gobiernos liberales, condenado hasta su desaparición: hacemos referencia a la figura del gaucho, inmortalizado en los versos del Martín Fierro de José Hernández.

IV. El lugar de Hernández y del Martín Fierro en la tradición nacionalista

Como es conocido, Sarmiento sucede en la presidencia a Mitre en 1872 y, pese a que las cargas combinadas de la guerra de la Triple Alianza, la deuda, la depresión y las epidemias le dejaron pocos recursos, sus realizaciones en materia educativa y económica son notables. Sin embargo, en esa coyuntura, sólo quedaba un obstáculo en la perspectiva liberal del progreso: “los indios que seguían atacando a los colonos en las fronteras en expansión” (Shumway, 2005: 273). Con un agregado más: aunque diezmados a lo largo del siglo, los gauchos enfrentaban, en ciertos aspectos, los mismos problemas que los indios habida cuenta de que, más allá de que hablasen castellano y, hasta cierto punto fuesen cristianos, también ellos vivían en los márgenes de la sociedad, a punto tal que eran expulsados de las tierras por las que antes andaban libremente. En otras palabras, los gauchos no tenían lugar en el esquema liberal impuesto en la Argentina tras la caída de Urquiza en Pavón y el golpe dado a las ideas del federalismo con el episodio de Paysandú.

En ese contexto, más precisamente, en el marco del último tramo de la guerra del Paraguay y de la llamada Conquista del Desierto, surge el texto de Hernández tan caro a la ideología nacionalista: la Ida o primera parte, en 1872 y La vuelta o segunda parte, en 1879. ¿Qué decir sobre el poema de Hernández corriendo el riesgo de redundar en lugares comunes ya señalados por la crítica?

A los fines de contextualizar las disputas por la apropiación de la figura del gaucho primero y su posterior resemantización después, basta con señalar los siguientes aspectos del texto hernandiano:

En principio, la diferencia entre el tono de denuncia y polémica de laIda por oposición a una intencionalidad de corte didáctico en La vuelta es explicable si se atiende a las condiciones de producción en las que se formula cada una de las partes que componen el Martín Fierro. En este sentido, en la primera, se advierte una defensa de los gauchos que, de manera arbitraria, son enviados a luchar contra los indios a la frontera junto a una crítica a las políticas segregacionistas y de exclusión implementadas por los gobiernos liberales. En rigor, la Ida está formulada sobre la base del pensamiento político que Hernández ha venido desarrollando desde las editoriales del periódico El Río de la Plata desde 1869 en donde pide más autonomía para el interior, elecciones populares de autoridades locales y una distribución equitativa de tierras para inmigrantes y proletariado rural. En palabras de Shumway, lo más importante de la primera parte del Martín Fierro es “el marco retórico de su escritura, un marco que claramente lo vincula con Alberdi, Andrade y Guido y Spano en la denuncia de la ‘barbarie culta’ de los liberales argentinos, la exclusión del pobre del proceso político y la oligarquía antinacional” (Shumway, 2005: 282). Con lo cual, se entiende el porqué el personaje literario de Fierro deviene, al mismo tiempo, en un individuo singular y en el prototipo de una clase social representada como una víctima del liberalismo argentino. [15] Víctima, que debe “aguantar” ―según se lee en Hernández― “hasta que venga algún criollo / en esta tierra a mandar” (Hernández, 1994: 99). O lo que es igual: el poema señala que se necesita de gobernantes en sintonía con el país auténtico, es decir, de hombres de raigambre criolla que representen los intereses del campo, de las provincias del interior y del gaucho. En una palabra, la Ida se cierra con una reivindicación de la figura del caudillo. Sin embargo, como se sabe, al final de la primera parte se insiste en la condena a la política de exclusión propia del liberalismo ya que cuando no estaba persiguiendo al gaucho, lo condenaba mediante el olvido y la marginación. [16]

Si nos detenemos ahora en la segunda parte del poema hernandiano, la visión que se formula del gaucho es muy distinta a la que acabamos de comentar y, en parte, esto se explica habida cuenta de los cambios que se han operado en las condiciones de producción de la obra, principalmente, en lo que hace a contexto histórico ―con la llegada de Avellaneda a la presidencia― y a la posición política de Hernández ―como agente responsable de la puesta en discurso― quien pasa de rebelde periodista con raíces en el federalismo a ser un funcionario público respetado, un“próspero hombre de negocios y [un] preceptor moral de los gauchos abandonados” (Shumway, 2005: 301). En este sentido, si la Ida de 1872 era primordialmente un poema de protesta, La vuelta de 1879 está dirigida de manera exclusiva a los gauchos y cobra la forma de un manual práctico sobre cómo volverse buenos ciudadanos, productivos y dóciles al sistema de corte liberal ya instalado de manera inexorable en la Argentina. [17] De ahí entonces, su tono didáctico ―puesto de manifiesto en los consejos presentes en el poema sobre virtudes cívicas y morales―; de ahí también, la intencionalidad subyacente de trasmitir a “las masas primitivas virtudes loables como el respeto por los padres, la debida reverencia al matrimonio y la familia, la caridad para con los desposeídos y el amor a la verdad” (Shumway, 2005: 303). En palabras de Shumway, en esa coyuntura de fines de la década de 1870 y frente a la instalación inevitable y efectiva de un modelo país sostenido en políticas de exclusión, La vuelta parece evidenciar que lo único que puede salvar al gaucho de su aniquilación como tipo social es la instrucción para que pueda “encontrar un lugar en, y ya no contra, el sistema” (Shumway, 2005: 302). [18] Aunque, sin duda, esta lectura choca con una de las interpretaciones de la crítica especializada sobre la separación final de los personajes al cierre de la segunda parte del Martín Fierro. Esto es: el hecho de separarse cada uno por su lado ―dado que cada personaje se dirige hacia uno de los cuatro puntos cardinales― y de cambiarse los nombres puede leerse como una negación de su pasado y sus orígenes. Hecho que, en rigor, es el costo necesario que deben pagar los personajes para insertarse en esa nueva Argentina que sistemáticamente los ha excluido y marginado. Con lo cual, si bien La vuelta constituye un manual para ingresar al sistema, esa inscripción señala al mismo tiempo la disolución del gaucho como tipo social, sobre todo, si se tienen en cuenta los desplazamientos de estos grupos desde las campañas hacia los conglomerados urbanos.

Como sea, e independientemente de las interpretaciones efectuadas sobre la obra de Hernández en su conjunto, lo cierto es que la misma constituye uno de los últimos intentos por inscribir al gaucho en ese conjunto de discursos que forman parte de las ficciones orientadoras de la Argentina.

Ahora bien, al concentrar la mirada en las últimas décadas de siglo XIX y comienzos de XX encontramos dos corrientes literarias en pugna entre sí ―una heredera del liberalismo, otra del nacionalismo― que concentran el debate sobre las posibilidades de definir una identidad argentina y un arte nacional habida cuenta de que, en ese escenario marcado por la presencia masiva y, por lo mismo, amenazadora del aluvión inmigrante, el gaucho deviene en la única figura que podía reivindicarse legítimamente como fuente autóctona de identidad (Díaz, 2009). [19]

V. Hacia la construcción de lo propio: sobre la resignificación del gaucho y del Martín Fierro de José Hernández

Mucha es la bibliografía que existe acerca de la disputa por la apropiación del gaucho en el marco de la definición de una cultura y de una identidad nacional en nuestro país. Por está razón, sólo vamos a limitarnos a ofrecer un breve repaso sobre las ideas rectoras presentes en algunos de estos trabajos que se concentran en dicho tema. [20] Tal como sostiene Díaz (2009), este proceso se caracterizó por la disputa simbólica entre diferentes sectores por la apropiación y consecuente resignificación de la figura del gaucho. En este sentido, como advierte tempranamente Ludmer, desde el comienzo lo que define al género gauchesco es la relación entre la cultura popular y la cultura letrada habida cuenta de que hay “un uso” de la primera en la medida en que se trata de “una voz […] que no es la del que escribe” (Ludmer, 1988: 11). Con lo cual, desde el inicio aquello que hoy leemos como literatura gauchesca no es más que una apropiación del universo cultural de gaucho que, como sostiene Díaz, se vuelve necesario para un proyecto político que no es otro que aquel que da origen a la nación. Con un agregado más: esta apropiación de la voz del gaucho se traduce en una “voz otra” que, lejos de representarlo, canaliza el punto de vista de los sectores dominantes. [21]

En contraposición a este punto de vista, los sectores populares propios de la campaña otorgan a la figura del gaucho otros sentidos, a través de un fenómeno de identificación o empatía con el personaje y sus desdichas. Fenómeno que, en el cambio de siglo, da cuenta de la emergencia de un nuevo tipo de lector ―que coincide con la llegada de grandes aluviones de inmigrantes― quien, pese a compartir la misma lengua escrita, no comparte la axiología propia de la cultura de la clase dominante. [22] En ese contexto de las primeras décadas del siglo XX, es decir, en ese clima que mixturaba nativos, extranjeros y cosmopolitismo, el tono predominante fue, como sostiene Adolfo Prieto, el

[…] de la expresión criolla o acriollada; […] [en consecuencia,] el plasma que pareció destinado a unir a los diversos fragmentos del mosaico racial y cultural se constituyó sobre una singular imagen del campesino y de su lengua; la pantalla proyectiva en que uno y otro de los componentes buscaba simbolizar su inserción social fue intensamente coloreada con todos los signos y la parafernalia atribuibles al estilo de vida criollo, a despecho de las circunstancias de que ese estilo perdía por entonces sus bases de sustentación específicas: el gaucho, la ganadería más o menos mostrenca, el misterio de las insondables llanuras (Prieto, 1988: 18).

Como se desprende de la cita de Prieto, al margen de la disputa por la apropiación del gaucho, lo cierto es que, ya para comienzos de siglo XX, y por lo mismo, en el marco del Centenario de la revolución de mayo, las bases ―si se quiere materiales― que sustentaban la “expresión criolla” prácticamente no existen. En este sentido, Díaz señala que la promesa de la modernidad para el gaucho sólo se limitó a la asignación de un lugar subordinado y disciplinado en el proceso productivo aunque, claro está, a cambio de perder su condición de gaucho. En rigor, se trata del mismo lugar diseñado para todos aquellos, incluso los inmigrantes, que por una u otra razón pudieran sentirse identificados con él y que, por lo tanto, quisieran insertarse en el modelo de país impulsado por las políticas liberales. [23] Como refiere Romano, ese lugar implicaba la ausencia de conflictos: por ejemplo, la relación del gaucho con el patrón es de subordinación total y, por lo mismo, ya no hay posibilidades de un enfrentamiento entre clases. Pero además, el gaucho encarna un reservorio de virtudes ―ligado con el trabajo, la familia, lo tradicional, lo propio y los momentos fundacionales del país― que en esa coyuntura se convierte en signo de lo nacional (Romano, 1981). [24]

Ahora bien, como señaláramos, este debate en torno a las posibilidades de definir una identidad argentina y un arte nacional que viene desarrollándose desde las últimas décadas de siglo XIX y las primeras XX, recibe un atención especial en el marco del Centenario de la revolución de mayo, fundamentalmente, como consecuencia de que ese escenario está marcado, entre otros factores, por la presencia masiva y, por lo mismo, amenazadora del aluvión inmigrante. Con un agregado más: este debate encuentra, al decir de Díaz, un eco especial en un conjunto de escritores quienes no sólo forman parte del incipiente campo intelectual de ese momento ―aglutinado alrededor de la heteróclita revista Nosotros― sino que también comparten un elemento en común habida cuenta de que todos ellos pertenecen a familias oligárquicas del interior que, al margen de sus diferencias, proponen una serie de valores diferentes a los que predominan en la dirigencia de Buenos Aires. Clase política a quien, estos escritores de provincia, ven asediada ―entre otros factores― tanto por el advenimiento inminente de un sistema decadente y demagógico como por el reposicionamiento social ―en la esfera pública― de las clases populares y medias como consecuencia de la sanción, en 1912, de la ley electoral Sáenz Peña. Entre estos escritores que pertenecen a las clases acomodadas del interior encontramos a Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas y Manuel Gálvez, por mencionar algunos nombres (Díaz, 2009). [25]

Como sea, el debate instalado por la revista Nosotros a lo largo de 1913, apenas conmemorado el Centenario de la Revolución de mayo, sobre el valor literario del Martín Fierro de José Hernández señala entonces una problemática intelectual que excede el ámbito de las letras y que, con el tiempo, termina por “construir” una identidad nacional cuya legitimidad, en palabras de Altamirano (1997), se encontraba en el pasado pero que, al mismo tiempo, proyectaba su significado sobre ese presente de comienzos de siglo XX. Sin embargo, pese a los rigurosos ensayos críticos e investigaciones que dan cuenta de esta operación institucional que acabamos de señalar, [26] esta ficción orientadora que le otorga un papel esencial al criollo ―en tanto habitante típico de la campaña durante el siglo XIX―, a sus usos y costumbres se proyecta hacia el futuro y, aún hoy en el marco del Bicentenario, sigue resultando efectiva para identificarnos como país.

¿Dónde encontrar las bases de esta operación llevada a cabo en el marco del Centenario? En principio, como refiere Altamirano, entre las motivaciones inmediatas que se encuentran de fondo en la encuesta formulada por Nosotros en sintonía con el debate acerca de la definición de una cultura e identidad nacional se pueden mencionar las siguientes: en primer lugar, las conferencias sobre el Martín Fierro que Leopoldo Lugones dictó en el teatro Odeón en 1913 ―publicadas más tarde, en 1916, con modificaciones y agregados bajo del título de El payador― en donde el autor cordobés define la obra de Hernández como “el poema épico de la Argentina” (Altamirano, 1997: 202). En segundo orden, la creación de la cátedra de literatura argentina en la Facultad de Filosofía y Letras porteña que va a quedar en manos de Ricardo Rojas; autor que ―en su discurso inaugural― proclama que el Martín Fierro es “ para los argentinos lo que la Chanson de Roland para los franceses y el Cantar de Mio Cid para los españoles, es decir el poema épico nacional” (Altamirano, 1997: 202). [27] Por último, en contraposición de estas lecturas, encontramos la conferencia pronunciada en agosto de 1913 por Carlos O. Bunge en la cual impugna la atribución del carácter épico al poema de Hernández.

Como señala Altamirano, lo que estaba en juego aquí va más allá del carácter épico o no del poema hernandiano y se conecta directamente con el problema de la identidad nacional habida cuenta de que conforme con los mismos principios filológicos con los que se discurría sobre elMartín Fierro, la épica revelaba a “una comunidad los signos de su esencia histórica” (Altamirano, 1997: 203-204). Con lo cual, definir al texto de Hernández como obra épica no significaba sólo una atribución de género con arreglo a ciertas convenciones sino más bien “afirmar una identidad nacional” (Altamirano, 1997: 204) para contrarrestar, la amenaza de aquél que se presentaba como nuestro nuevo bárbaro: el inmigrante. [28] Así, frente a la certidumbre de que el nuevo bárbaro o gringo constituía un factor anárquico y disolvente para la convivencia social ―ya sea por las ideologías en clave marxistas, socialistas o anarquistas importadas con ellos, ya sea por el temor frente a una supuesta contaminación lingüística dada su relación exterior con nuestra lengua― lo cierto es que de los miembros de la elite de viejos criollos ―caso Lugones o Rojas, por mencionar algunos― “surgió […] el movimiento dirigido a dotar a la figura del gaucho de una nueva función cultural. Es decir, no ya tema de evocación nostálgico, sino elemento activo de identificación” (Altamirano, 1997: 205) y, por lo mismo, de cohesión como miembros de una nación.

Curiosamente, estas ideas de nacionalidad, espíritu nacional, tradición también estaban en las bases del pensamiento liberal. En palabras de Altamirano,

también para ellos la nación era el sujeto histórico por excelencia y cuando hicieron historiografía fue la formación de la nacionalidad lo que se propusieron evocar […] [Más aún, para] los miembros de esa elite [Sarmiento, Mitre, Vicente Fidel López], liberalismo y nación eran dos términos de una ecuación cuya verdad estaba presente en los mismos ‘orígenes’, es decir antes de la independencia, y, precisamente, era la búsqueda de esa ecuación lo que daba sentido al proceso que había desembocado en la constitución de un estado nacional (Altamirano, 1997: 205-206).

Sin embargo, los presupuestos que habían servido de fundamento para las ficciones orientadoras del liberalismo durante el siglo XIX parecen estar amenazados a principios del XX. Incluso, en expresión de Altamirano, hay quienes hablan de “crisis moral” precisamente cuando se están por conmemorar los primeros cien años de la revolución de mayo. En este sentido, la referencia a Rodolfo Rivarola, introducida por Altamirano, resulta capital para ilustrar este fenómeno:

El año del Centenario [sostiene Rivarola] mostrará a nuestro país tal como es: con vicios, con groserías, con perversiones morales, con delitos; pero lo hará también con la fuerza de reacción, con la conciencia de que todo debe terminar, junto con la embriaguez de la inmoralidad política y de los delitos administrativos (Rivarola: En: Altamirano, 1997: 206-207). [29]

En este contexto, es en donde la tradición es “construida” e invocada como reserva frente a la amenaza de disolución tanto moral como nacional. Y si bien es cierto, que existen dificultades a la hora de definir cuál es esa tradición que se invoca no lo es menos que en el marco de ese debate el personaje de Fierro deviene en el “héroe épico edificante” (Altamirano, 1997: 207). Operación que coincide, como sabemos, con la tarea llevada adelante por Rojas desde la cátedra de literatura argentina en donde, lo que está en juego, no pasa únicamente por una práctica académica sino también por “afirmar y probar ante todo el país, la idea de que tenemos una historia literaria” (Rojas. En: Altamirano, 1997: 208) y, por lo mismo, una identidad nacional.


VI. Consideraciones finales

Como se desprende del recorrido hecho hasta aquí, las posibilidades de formular una cultura y una identidad nacional en el marco de Centenario, se dan a partir de la apropiación del universo socio-cultural del gaucho quien, previa resemantización y por cuestiones que exceden la discusión académica sobre lo literario, deviene en símbolo de lo propio, de aquello que nos identifica como país. Construcción que, paradójicamente, reinscribe la figura del gaucho ―segregado y eliminado del colectivo social― dentro de las ficciones orientadoras aunque, como señaláramos, ahora se le asigne una función cultural distinta. En rigor, se trata de una operación típicamente institucional que naturaliza una representación de lo propio por oposición de lo ajeno que se proyecta no sólo en esa coyuntura de principios de siglo XX sino que continúa siendo efectiva aún en la actualidad en el marco del Bicentenario de la revolución de mayo. Hecho que explica también, el porqué el poema de Hernández constituye la obra más importante de la literatura argentina y, por consiguiente, deviene en lectura obligatoria dentro de nuestra cultura.

Del mismo modo, dicha operación institucional se conecta, a su vez, con las tensiones que intervienen en los procesos de producción, recepción y legitimación de la literatura, principalmente, en lo que hace a la conformación de las “tradiciones selectivas” y genealogías literarias, más aún cuando se trata de autores difíciles de incorporar a un canon como consecuencia de la relación de extrañeza que guardan con la cultura y la lengua nacional en cuyo sistema de lecturas se pretenden inscribir. En este sentido, si como señala Williams, en el conjunto de una sociedad la tradición cultural puede ser pensada en los términos de una selección y reselección continua de ancestros y, en tanto selección, la misma supone una interpretación constante del pasado, no cabe duda de que toda tradición selectiva resulta funcional a la cultura que la construye o define. O lo que es igual: toda interpretación del pasado tiende a corresponder a un sistema de intereses y valores en el marco del cual es llevada a cabo por ciertos sectores de la sociedad (Williams, 1980). Con lo cual, queda claro cómo esa operación institucional formulada en el marco del Centenario en torno a la figura del gaucho no es más que una reinterpretación de las ficciones orientadoras del nacionalismo decimonónico. Reinterpretación que se corresponde, claro está, con los intereses de los dirigentes e intelectuales de esa coyuntura histórica quienes se ven amenazados tanto por el proceso de modernización como por la presencia del aluvión inmigratorio que invade Buenos Aires. [30] Con un agregado más: lo que acabamos de señalar, también resulta pertinente entonces a la hora de reflexionar y problematizar sobre la inclusión o no de determinados autores que, como dijimos, resultan difíciles de incorporar a un canon como consecuencia de su relación de exterioridad con respecto a la cultura y la lengua nacional en donde se pretenden inscribir. Esto, habida cuenta de que, tal como sostiene Williams, dicha inclusión/exclusión se vincula más con cuestiones que exceden la esfera de lo literario que con propiedades que podrían predicarse de cada una de las obras en discusión. O lo que es igual: habida cuenta de que toda tradición selectiva formulada conforme a una determinada (re)interpretación del pasado, y por extensión de la literatura, se corresponde más bien a un sistema de intereses y valores que resultan funcionales en el marco de la cultura en la cual se lleva adelante esta operación institucional. [31]




[*] Profesor y licenciado en Letras Modernas, Investigador en el Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades, UNCba. cristcardozo75@hotmail.com . Recibido 05/2010. Aceptado 08/ 2010.



[1] Nosotros. Revista mensual de letras, arte, historia, filosofía y ciencias sociales dirigida por Alfredo Bianchi y Roberto Giusti. Número 1, aparecido el 1º de agosto de 1907; Número 299-300, abril-diciembre de 1934. Publicación cerrada (Lafleur, Provenzano y Alonso, 2006: 70). Entre los intelectuales que responden la encuesta hecha por Nosotros se destacan Martiniano Leguizamón, Alejandro Korn, Carlos O. Bunge, Manuel Gálvez, Rodolfo Rivarola y Manuel Ugarte, entre otros (Altamirano, 1997: 201).

[2] Con respecto al proceso de resemantización operado sobre la figura del gaucho y sobre el criollismo en general, véanse las siguientes fuentes: Altamirano (1997); Ludmer (1988); Prieto (1988), Shumway (2005) y Díaz (2009).

[3] En palabras de Shumway, las “colonias españolas fueron ordenadas con vistas a la expansión del Imperio español, de modo que fueran cultural, económica y políticamente dependientes de la Madre Patria. No se buscó en ningún momento que desarrollaran un sentimiento de nacionalidad propio e independiente, sino que fueran extensiones de España, dóciles en lealtad política, fe religiosa y pago de impuestos” (Shumway, 2005: 20).

[4] Más aún, la imposibilidad de un mito previo de identidad nacional importado de España durante la época colonial ―entendido como réplica de la Madre Patria― se explica también como consecuencia de la mezcla cultural que se da entre conquistadores y nativos americanos. Mixturación que no tardó en crear “identidades culturales regionales” distintas entre sí y, por lo mismo, en conflicto.

[5] A propósito del caudillo, Shumway sostiene que, en el marco de los gobiernos personalistas como los que se dan en nuestro país durante el siglo XIX, dicha figura se vuelve símbolo visible de autoridad y protección. Hecho que a su vez ―aunque en escala menor― repite el caso de los símbolos patriarcales del rey y del sacerdote, con los que las masas populares ya estaban familiarizadas (Shumway, 2005: 23).

[6] Esto último se explica, si se tiene en cuenta el fracaso de los primeros gobiernos independientes que surgen en la región. Circunstancia que mueve a los intelectuales de mediados de siglo XIX a buscar las causas de dichas frustraciones o lo que es igual: “después del caos sangriento que siguió a las Guerras de Independencia, los intelectuales del continente [entre ellos, los de Argentina] abordaron la tarea crucial de crear ficciones orientadoras, mitos de identidad nacional, que pudieran reunificar países quebrados y quizás reducir la tendencia a una fragmentación mayor” (Shumway, 2005: 24).

[7] En lo que sigue, volveremos sobre esta corriente que hemos dado en llamar “liberal”.

[8] Al respecto de esta configuración del gaucho en los términos de bárbaro, violento y pendenciero, véase tanto El matadero de Echeverría como el Facundo de Sarmiento.

[9] Entre estos valores se destacan, sobre todo, la valentía, el patriotismo y las distintas formas de sabiduría ligadas a la cultura popular.

[10] En palabras de Shumway, esta “oposición al elitismo liberal no está unificada en una sola idea […] De todos modos, esta indefinida, variable e inconsistente oposición al liberalismo argentino ha tomado a través de los años una forma visible aunque no siempre fácil de definir” (Shumway, 2005: 233). Forma que, como acabamos de señalar, dicho investigador termina por designar con el nombre de “nacionalismo”.

[11] Dado que el ejemplar más antiguo que aún se conserva de Las dos políticas carece de autor y de fecha, hay consideraciones enfrentadas sobre los orígenes del panfleto. Con todo, la mayoría coincide en atribuírselo a Olegario V. Andrade. En cuanto a la fecha de aparición, varios historiadores sostienen que no apareció hasta 1866,“que es de hecho, la fecha en que comenzó a circular ampliamente” (Shumway, 2005: 237). De todos modos, se presume que gran parte del panfleto se habría escrito hacia 1857 durante la presidencia de Urquiza.

[12] Al respecto, se lee: […] “las cuestiones de organización, de forma de gobierno, de instituciones liberales, eran los diferentes disfraces de la cuestión económica […] [Buenos Aires] ha monopolizado el comercio, el transporte de bienes y el gobierno en general… Derrocado en 1810 el régimen metropolitano y devuelta la soberanía política del país al pueblo de sus provincias, Buenos Aires se erigió de hecho en Metrópoli territorial, […] empleando el mismo método que había empleado España. En vez de Madrid, se llamaba Buenos Aires… En vez del coloniaje extranjero y monárquico, tuvimos desde 1810 el coloniaje doméstico y republicano” (Andrade, O. En: Shumway, 2005: 237).

[13] En sintonía con esta imagen dicotómica de la Argentina formulada por Alberdi, quien distingue entre un país vacío o mero simulacro de lo europeo con sede en Buenos Aires y otro país auténtico, ligado al interior y a las clases populares, encontramos otras representaciones eufóricas acuñadas dentro del nacionalismo que reivindican esa sociedad e historia profunda, pero subyugada, propia de las provincias. Hablamos aquí de la idea de una Argentina espiritual o la “Gran Argentina” que sería el destino auténtico del país y que está en el centro del poema “El porvenir” (del año 1867), de Olegario Víctor Andrade (Shumway, 2005: 261). En el poema, su autor profetiza que la Argentina“volverá a guiar a todo el continente, que su bandera […] marcará el camino al altar de la libertad. Entonces, [continúa Shumway] como guía del continente, la patria alcanzará su destino como La Gran Argentina. [Con un agregado más:]Este destino vive en embrión en el pueblo, que sigue esperando la liberación, las masas sin conductor, traicionadas una y otra vez pero siempre dignas de esfuerzo” (Shumway, 2005: 261). Asimismo, si reparamos ahora en los dos países de los que habla Mallea en su novela-ensayo del año 1937, esto es, uno visible por oposición a otro invisible y auténtico ligado al interior, queda claro el porqué hablamos de la persistencia de ecos de esta representación nacionalista en Historia de una pasión argentina. Al respecto, leemos en Martín Prieto: “La primera [es decir, la visible] es la de quienes actúan ‘en la superficie de la Argentina’ y que han sustituido ‘un vivir por un representar’ […] La segunda, [o la invisible] no la habitan los hombres de la ciudad, sino los del interior” (Prieto, 2006: 290). En este punto, se pone de manifiesto cómo Mallea invierte la valoración de la dicotomía civilización/barbarie formulada por Sarmiento desde una ideología liberal ya que, para el autor de Historia de una pasión argentina, el polo positivo de esta representación antitética se ubica en el interior, allí donde la mirada sarmientina ubicaba la barbarie.

[14] En sus críticas a la política inmigratoria liberal, y por medio de la parodia, Carlos Guido y Spano va a decir: “La barbarie está entre nosotros; es preciso extirpar la barbarie; y esto no se puede conseguir sin regenerar nuestra raza. ¿ACASO NO TENEMOS MÁS VÍNCULOS CON LA EUROPA QUE CON LA AMÉRICA? (sic.) ¿No somos europeos? ¿Qué tenemos nosotros que ver con esa pampa salvaje ni con sus agrestes moradores, enemigos de todo progreso, y sobre todo refractarios a la obediencia pasiva y al acatamiento que nos deben?... ¿No somos los apóstoles de las luces del siglo? ¿Nuestra ilustración, nuestro lujo, nuestros adelantos, nuestra prensa, nuestros placeres, no lo están atestiguando?” (Guido y Spano. En: Shumway, 2005: 253). Como se desprende de la cita, el pasaje pone en evidencia los matices racistas que subyacen a la política inmigratoria liberal al tiempo que las referencias a la “pampa salvaje y a sus moradores” dejan traslucir el contenido elitista y la percepción de estas masas populares en los términos de seres inferiores, enemigos de la idea de progreso.

[15] Al margen de las distintas interpretaciones que se hacen de la Ida, no cabe duda que la misma constituye una defensa del sustrato populista y de los habitantes de la campaña, es decir, del gaucho. Del mismo modo, en el texto hernandiano se instala el tema del paraíso perdido que funciona como un contrapunto para la puesta en valor del presente lamentable que vive el gaucho y por lo mismo, profundiza la condena a la política oficial del liberalismo. Por último, el texto sugiere que “la Argentina en su enceguecimiento con modelos extranjeros perdió el rumbo, y que un retorno al pasado podría ser la mejor esperanza para el país. Esta nostalgia [agrega Shumway] es una constante del populismo argentino, y se da en el folklore rural, en las letras de tango, en las historias revisionistas y en las ideologías antiliberales” (Shumway, 2005: 286-287).

[16] Dicho de otro modo: “Los gauchos no figuran en el sueño liberal de europeización y progreso. Fueron ignorados, descastados, marginales: necesarios sólo para ganar las elecciones y pelear en las guerras” (Shumway, 2005: 295).

[17] En efecto, el cambio operado en Hernández en cuanto sujeto social, fundamentalmente en lo que hace a su posición política, se pone de manifiesto, entre otros aspectos de La vuelta, en su visión del indio ―representado en los términos de salvaje, sanguinario, cruel con las cautivas― que coincide con la postura liberal. En consecuencia, como se desprende de la segunda parte del Martín Fierro, su autor parece adherir a la política de exterminio/exclusión y, por lo mismo, a la llamada Campaña del Desierto llevada a cabo, principalmente, durante el gobierno de Avellaneda.

[18] Asimismo, Shumway sostiene que Hernández llegó a la conclusión de que, al ser la Argentina una nación agrícola, “los gauchos y su conocimiento de la tierra constituían un recurso natural que debía ser protegido, incluido y desarrollado, para bien de todo el país” (Shumway, 2005: 302). Aunque, lo que no advierte dicho ensayista es que, si bien el gaucho estaba ligado al ámbito rural, las tareas que éste desarrollaba en él no tenían nada que ver con la agricultura.

[19] Según se lee en Díaz (2009), las novelas de Eduardo Gutiérrez ―Juan Moreira (1879-1880); Hormiga Negra (1881) y Santos Vega (1880), por mencionar algunas― se producen en el marco de fuertes peleas acerca de las formas consideradas legítimas e ilegítimas del elemento gauchesco como fundamento de un arte de corte nacional. Disputa que tiene su punto máximo de visibilidad en las intervenciones públicas de dos figuras importantísimas del llamado sistema del Centenario de la revolución de mayo: Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas (Altamirano, 1997).

[20] Nuevamente, remitimos entre otros a los trabajos de Altamirano (1997); Ludmer (1988); Prieto (1988), Shumway (2005) y Díaz (2009).

[21] Parafraseando a Díaz, podría decirse que para la cultura letrada es posible pensar al gaucho en tanto tipo social formando parte de la civilización siempre y cuando el mismo representara valores como la sabiduría, la generosidad, la religiosidad o el patriotismo. En otras palabras, tanto en Hidalgo como en Hernández, a la par del contenido político de sus representaciones del gaucho, también habría una intencionalidad reformadora en sintonía con el proyecto modernizador del país llevado a cabo por los sectores dominantes (Díaz, 2009).

[22] Según refiere Díaz, este nuevo tipo de lector, numéricamente importante ―aunque no por eso fuente de legitimidad cultural― deviene en el motor de un importante desarrollo de la prensa periódica y de toda una literatura destinada a su consumo (folletines, novelas de aventuras, revistas periódicas, cancioneros, etc.). Con un agregado más: todo este proceso que da cuenta de un nuevo público lector se desarrolla en el cambio de siglo, cuando el impacto de la inmigración resultaba más pronunciado y Buenos Aires adquiría su aspecto más cosmopolita (Díaz, 2009).

[23] Lo que podía recuperarse del gaucho, agrega Díaz, era el “alma” del payador, la nostalgia por un pasado y por un mundo que debía idealizarse, separado de todos aquellos elementos propios de la barbarie: la rebeldía, la bebida, la violencia, las costumbres “moralmente censurables” (Díaz, 2009). Más aún, esta recuperación de algunos aspectos del gaucho deviene en un imperativo para las clases dominantes ya que, esa literatura emparentada con los sectores populares ―el Martín Fierro o las novelas de Eduardo Gutiérrez o Rafael Obligado, por caso―, podía servir no sólo como un mecanismo de disciplinamiento de los sectores populares nativos, sino también de argentinización de aquellos sujetos de origen inmigrante (Prieto, 1988: 175). Pensemos como caso paradigmático, ya en siglo XX, en Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes.

[24] En palabras de Prieto, en ese proceso de apropiación de la figura del gaucho, éste cumplió diversas funciones de acuerdo con los intereses de cada sector que intervino en dicha disputa. Así, para los grupos dirigentes de la población nativa, “ese criollismo pudo significar el modo de afirmación de su propia legitimidad y el modo de rechazo de la presencia inquietante del extranjero. Para los sectores populares de esa misma población nativa […] ese mismo criollismo pudo ser una expresión de nostalgia o una forma sustitutiva de rebelión contra la extrañeza y las imposiciones del escenario urbano. Y para muchos extranjeros pudo significar la forma inmediata y visible de asimilación, la credencial de ciudadanía de que podían munirse para integrarse con derechos plenos en el creciente torrente de la vida social” (Prieto, 1988: 18).

[25] Según se lee en Díaz, estos intelectuales ponen el acento en un conjunto de valores enfrentados a los que percibían en Buenos Aires como los dominantes. Así, al materialismo vinculado con el progreso económico oponen un espiritualismo de corte arielista; al cosmopolitismo, la reivindicación del carácter nacional y la tradición; frente a las influencias de Francia e Inglaterra, la reivindicación del pasado hispánico (Díaz, 2009).

[26] Operación según la cual el gaucho, una vez excluido y eliminado del cuerpo social, paradójicamente deviene en símbolo de lo nacional y, por lo mismo, en el fundamento de los discursos que hablan de la identidad argentina.

[27] En palabras de Díaz, El payador de Lugones puede entenderse como el final del proceso de legitimación y apropiación oligárquica de la figura del gaucho literario (Díaz, 2009). Del mismo modo, en el caso de Ricardo Rojas y su Historia de la Literatura Argentina ―publicada entre 1917 y 1922―, la misma no sólo constituye el texto fundacional de la crítica literaria argentina sino que también legitima el componente criollo en la medida en que en ella “los gauchos son la roca sobre la que se funda el desarrollo de ese documento de la conciencia colectiva: la literatura argentina” (Altamirano, 1997: 208).

[28] En este punto, resulta significativo incorporar un pasaje de Lugones extraído por Altamirano de su Historia de Sarmiento, del año 1911. Allí, refiriéndose a Sarmiento y a Hernández, el autor de Lunario Sentimental sostiene: “El país ha empezado a ser espiritualmente con esos dos hombres. Ellos presentan el proceso fundamental de las civilizaciones, que semejantes a la Tebas de Anfión, están cimentadas en cantos épicos. Así es una verdad histórica que los poemas homéricos formaron el núcleo de la nacionalidad helénica. Saber decirlos bien era el rasgo característico del griego. Bárbaro significaba revesado, tartamudo: nuestro gringo(Lugones: En: Altamirano, 1997: 204).

[29] Véase al respecto, los valores ya mencionados más arriba que los escritores que pertenecen a la oligarquía del interior oponen frente a los anti-valores que perciben como predominantes en ese Buenos Aires atravesado por la “crisis moral”.

[30] Parafraseando a Díaz, esos intereses contemporáneos a la celebración del Centenario, es decir, aquellos correspondientes a la posición relativa de los intelectuales, entre ellos, los hidalgos provincianos de un campo cultural en formación como Lugones, Rojas y Gálvez, por mencionar algunos, son los que orientan por medio de esta operación institucional la definición de un origen nacional, vía el poema de Hernández, vinculado a una “raza” y una literatura (Díaz, 2009).

[31] En cuanto a esto último que acabamos de señalar, puede pensarse en la inclusión reciente, aunque no menos discutida, de algunos autores al sistema de lecturas de la literatura argentina: por ejemplo, el polaco Witold Gombrowicz o bien, la producción de Copi, Rodolfo Wilcock y Héctor Bianciotti, escritores en donde el exilio es con respecto a la propia lengua materna. Asimismo, en relación con la (re)interpretación del pasado operado en la definición de toda tradición selectiva, leemos en Shumway:“Pese a la popularidad del poema, […] los críticos cultos en la Argentina [contemporáneos, incluso, a la publicación del Martín Fierro en 1872 y 1879, respectivamente] virtualmente lo ignoraron […] Obras claves en la revisión crítica en la Argentina son El payador de Leopoldo Lugones (1916) y La literatura argentina de Ricardo Rojas, […]publicada entre 1917 y 1922 […] Autores peronistas como Pedro de Paoli en Los motivos del Martín Fierro en la vida de José Hernández (1947) y Fermín Chávez en José Hernández (1973) siguen usando a Martín Fierro como bandera nacionalista y símbolo de protesta populista. Como podía esperarse en un país tan dividido, los críticos liberales han producido visiones alternativas de Martín Fierro . Autores como Ezequiel Martínez Estrada en Muerte y transfiguración de Martín Fierro (1948) y Jorge Luis Borges en Aspectos de la literatura gauchesca (1950) prefieren elogiar el ‘universalismo de la obra, descartando así el obvio énfasis político del poema” (Shumway, 2005: 295-296).

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