Abordar un texto del siglo XVII, señalado por la crítica como obra inaugural de la historia de la literatura argentina, producido en un período tan ampliamente analizado como el Barroco, no es tarea fácil. Sobre todo si se aspira a proponer, sobre la base de hipótesis de trabajo novedosas, una lectura que aporte interpretaciones originales e integradoras del libro de don Luis de Tejeda y Guzmán, poeta y vecino de la provincia de Córdoba. Sin embargo, ése es el logro fundamental que este trabajo de Olga Beatriz Santiago le ofrece al lector contemporáneo.
El análisis minucioso del texto permite poner de relieve una construcción autobiográfica a través de la cual se proponen distintos simulacros del yo. Resultan fundamentales, desde esta perspectiva, los roles temáticos que se asigna el enunciador. Así, el pecador del pasado se convierte, en el presente de la escritura, en un fraile cuidadoso de la ortodoxia, peregrino en la senda de la perfección que se asemeja a la que recorren los místicos, pero que, a la vez, elude con prudencia el momento de la unión con la divinidad y deja aparentemente inconcluso el recorrido. Asociado con carmelitas y dominicos, el yo se erige en predicador de una ortodoxia y, a la vez, recupera una versión de su propia historia y de la trayectoria familiar notoriamente jerarquizante.
A partir de la propuesta de una hipótesis de trabajo según la cual las características de un discurso serían explicables / comprensibles a la luz del lugar social ocupado por el agente que lo produce, Olga Santiago intenta reconstruir la trayectoria del agente productor del texto y focalizar en el momento preciso de su elaboración. Es así como descubre un sujeto social que, prófugo de la justicia, trata de recuperar la honra perdida a través de la escritura, mostrándose hijo de familia destacada, vecino ilustre y pecador arrepentido. En la época, la honra como valor civil estaba estrechamente vinculada con las cuestiones religiosas y una transgresión en el orden político o económico bien podía ser compensada en el ámbito de las instituciones que administraban lo sagrado: el pecador que es también vecino caído en desgracia, se rescata convirtiéndose en fraile y predicador.
Del mismo modo, la fidelidad a la Iglesia y su ortodoxia y la sumisión a la Corona van de la mano. Si bien la segunda, a grandes distancias de los centros de poder, parece dejar algún espacio para la desobediencia, el Santo Oficio, con sede en Lima, vela con rigor sobre la primera. La ortodoxia condice con la subordinación política que no excluye, de paso y de forma más o menos velada, alguna crítica al poder central. Ocurre que el vecino de la ciudad es también parte de un imperio que, desde el momento mismo del descubrimiento, viene siendo ubicado en un nivel segundo de jerarquía en relación a los peninsulares que se arrogan honores y beneficios. La reivindicación personal se asocia con la del grupo: tan digna es América y sus habitantes que también aquí los santos hacen milagros...
La ortodoxia es afirmada sobre la base de relaciones intertextuales particularmente valoradas y jerarquizantes: Santo Tomás, San Agustín, Santa Teresa, San Juan de la Cruz y, por supuesto, la Biblia leída con la mayor fidelidad a la ortodoxia. Se trata de voces particularmente valoradas en la época, pero sobre todo, voces asociadas al hacer mismo de la familia Tejeda en su condición de introductores del culto o patronos de los conventos que ellos fundaron según las normas establecidas por las principales órdenes religiosas que llegaron a territorio americano.
Al intertexto religioso se le suma un conjunto de obras literarias cuyo valor es reconocido. Son textos cuya imitación es propiciada: quien sigue el ejemplo de Góngora o Lope de Vega puede acceder al reconocimiento en el campo de las letras. Y este mérito es también colectivo: ¿acaso el Barroco no es un arte de ingeniosos para ingeniosos y, quien produce obras que siguen los modelos consagrados no es digno de ser ubicado en la cumbre junto a aquellos que ya han sido reconocidos en la metrópoli? Si hay intervención divina en América, también hay intelectos que valen al menos tanto como los peninsulares.
La escritura se convierte en el espacio de la recuperación y ostentación de los valores que destacan al individuo caído en desgracia y al grupo en el que se integra. Ambos necesitan ser reivindicados. Como letrado criollo, fiel a la ortodoxia religiosa y al poder político metropolitano, el yo construye su historia sobre el modelo de figuras que lo jerarquizan: el rey David, origen de una estirpe de la que nacerá Cristo, ha sido pecador arrepentido al igual que el enunciador; María, cuya vida se relata en paralelo a la del yo, es su referente en el camino de la purificación.
El estudio de la Dra. Santiago enlaza todas estas líneas en una propuesta que tiene en cuenta la complejidad de la obra a la vez que apunta una explicación de sus características fundada en la reconstrucción de la trayectoria del agente y de su posición en la sociedad colonial del siglo XVII. De este modo se articulan los distintos fragmentos de una obra que hasta ahora ha sido leída como fragmentaria, por momentos hasta incoherente: la historia individual se inscribe en la social, la dimensión religiosa y la cívica se vinculan y sostienen recíprocamente, las normas estéticas prestigiosas en la época rigen la producción de un criollo americano que disputa su lugar en el marco del imperio. El discurso adquiere así una dimensión perlocutiva: es el ámbito del trabajo de un agente que busca alcanzar la salvación eterna a la vez que brega por reconstituir un reconocimiento social perdido, ostentando los recursos que lo convierten en digno hijo de la Iglesia y notable vecino de la ciudad y del reino.
Gracias a una cuidadosa organización en capítulos que le van proporcionando al lector el saber necesario para un adecuado abordaje de la obra de Tejeda, Olga B. Santiago ofrece una lectura integradora, coherente y novedosa de una obra fundamental.
D. Teresa Mozejko