Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional.
Recial Vol. XV. N° 25 (Enero- Junio 2024) ISSN 2718-658X. Rafael Arce, El duelo imposible. Terror político y
horror metafísico en El desmadre de Pablo Farrés, pp. 159-177.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v15.n25.45628
El duelo imposible. Terror político y horror metafísico en El desmadre de
Pablo Farrés
Rafael Arce
IECH (UNR-CONICET)
rafael.arce@gmail.com
ORCID: 0000-0003-3117-8816
Recibido 18 /10/2023. Aceptado 12 /02/2024
Resumen
Cuarenta años después del retorno de la democracia en Argentina, el terror de Estado de la
última dictadura continúa siendo motivo de reflexión para el arte y la literatura. De manera
directa o indirecta, la violencia política de aquellos años se convirtió en material tanto de la
ficción como de discursos no ficcionales, ejemplos de los cuales son la crónica y el testimonio.
La historia de la literatura, a su vez, ha cartografiado los modos de representación de la
violencia política y el terrorismo de Estado, lo que señala el predominio de las ficciones
alegóricas en sus primeras obras y la paulatina apertura a nuevas formas de figuración que, sin
renunciar a la ficción, dialogan con la crónica y el testimonio. Este artículo se propone una
lectura de la novela El desmadre (2013) de Pablo Farrés. La hipótesis es que El desmadre se
inscribe en una serie de ficciones escritas por la generación de los hijos de desparecidos. No
obstante, la novela de Farrés, que aprovecha la apertura a formas irreverentes como las de Félix
Bruzzone o Mariana Eva Méndez, retorna a los modos alegóricos de las primeras narraciones
de la dictadura para construir una ficción en la que el horror desborda la coyuntura histórico-
política y explora una dimensión ontológica.
Palabras clave: dictadura; terrorismo de Estado; violencia política; violencia sexual;
melancolía
The impossible duel. Political terror and metaphysical horror in El desmadre by Pablo
Farrés
Abstract
Forty years after the return of democracy in Argentina, the state terror of the last dictatorship
continues to be a subject for thinking in art and literature. Directly or indirectly, the political
violence of those years became material for both fiction and non-fictional discourses, like
chronicle and testimony. The history of literature, in turn, has mapped the modes of
representation of political violence and State terrorism, pointing out the predominance of
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allegorical fictions in his first works and the gradual opening to new forms of figuration that,
without renouncing to fiction, they dialogue with chronicle and testimony. This article proposes
a reading of the novel El desmadre (2013) by Pablo Farrés. The hypothesis is that El desmadre
is part of a series of fictions written by the generation of children of missing persons. However,
Farrés’ novel, which takes advantage of the openness to irreverent forms such as those of Félix
Bruzzone or Mariana Eva Méndez, returns to the allegorical modes of the first narratives of the
dictatorship to construct a fiction in which horror overtakes the sense historical and politics,
and explores an ontological dimension.
Keywords: dictatorship; state terrorism; political violence; sexual violence; melancholia
Introducción
El último volumen de la Historia Crítica de la Literatura Argentina dirigida por Noé Jitrik,
Una literatura en aflicción (coordinado por Jorge Monteleone), publicado en 2018, dedica una
gran parte de sus más de 900 páginas a volver sobre la relación entre literatura e historia
política, más concretamente sobre la violencia de los setenta, la dictadura cívico-militar, y los
avatares de la memoria y el testimonio de la postdictadura. Algunos de sus trabajos retoman
clasificaciones establecidas con anterioridad y ya canónicas, como la de Beatriz Sarlo (1987,
pp. 45-46). La actualización de la problemática, a la luz de obras de los últimos diez o quince
años, no modifica en líneas generales cierto consenso en torno a las periodizaciones de los
modos de narrar el terror estatal del episodio más sangriento de la historia argentina del siglo
XX.
Una primera etapa incluye obras escritas durante e inmediatamente después de la dictadura
(e incluso antes, en modo anticipatorio), que trabajan con formas cifradas, alusivas o alegóricas,
sea como mecanismo para escapar a la censura, sea como tratamiento no realista de un trauma
histórico demasiado reciente: “mecanismos cifrados, referencias sesgadas y diversas formas de
la alegoría o la parábola” (Lespada, 2018, p. 21). Una segunda etapa podría establecerse a partir
del corte que establece Elsa Drucaroff con la publicación en 1991 de Historia argentina de
Rodrigo Fresán, libro de relatos que “se ríe con provocativa y dolorosa irreverencia de la tan
reciente historia de la dictadura militar y la represión” (Drucarofff, 2018, p. 288). Aunque
Gustavo Lespada omite esta referencia a Fresán, señala una suerte de segunda etapa en los años
noventa, signada por un tratamiento más directo, operado por el género policial, la perspectiva
exiliada, la referencia histórica directa y la problemática de la memoria (Lespada, 2018, pp.81-
87). Por último, una tercera etapa, que comenzaría a fines de siglo, estaría signada por nuevas
formas de tratamiento del problema, tanto por la proliferación de ficciones que abrevan en el
periodismo literario, la crónica, la superposición de ficción y testimonio, como por una apertura
a formas inéditas de figuración de la violencia política (Paredes, 2018, pp. 81-85; Avelar, 2018,
pp. 95-106). A caballo entre la segunda y la tercera etapa, podemos situar el auge del testimonio
a mediados de los noventa y con efectos duraderos sobre las ficciones más contemporáneas
(González, 2018, pp. 114-118).
Desde luego, esta esquematización simplifica lo abigarrado de las referencias de los trabajos
de Lespada, Demian Paredes, Idelber Avelar y Cecilia González que se ciñen al problema
específico y tratan de relevar un campo ciertamente complejo. El artículo de Lespada finaliza
con la referencia a La casa de los conejos de Laura Alcoba y Los topos de Félix Bruzzone,
ambas publicadas en 2008. La novela de Bruzzone es analizada por Paredes debido a la
novedad que implica un tratamiento irreverente y liviano de un tema con semejante carga
histórica y simbólica. En este sentido, es significativo el señalamiento de Drucaroff, cuya
apelación a la categoría de generación resulta operativa. Pues los jóvenes de los años noventa
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habrían imprimido a la narrativa una frivolidad y un desencanto característicos de la década
neoliberal
1
. En este sentido, lo políticamente incorrecto de Fresán encontrará recién su
aceptación dos décadas después en la generación de los nacidos en los setenta, “Félix Bruzzone
(1976) o María Eva Pérez (1977) (Drucaroff, 2018, p. 289). Drucaroff, que no se ocupa aquí
específicamente de la literatura de la dictadura, proporciona sin embargo una clave: la mención
de Bruzzone se refiere a la muy analizada Los topos y la de Pérez a Diario de una princesa
montonera.110 % verdad (2012), que ningún trabajo de Una literatura en aflicción aborda ni
menciona.
Pero la desopilante novela de Pérez no es la única omisión. Tampoco se menciona en el
volumen una novela argentina contemporánea de estas dos y que pertenece a un escritor de la
misma generación: El desmadre (2013) de Pablo Farrés (1974), publicada por la editorial
Pánico el pánico en Buenos Aires
2
. La intuición de Drucaroff abre un espacio de reflexión: si
la irreverencia en el tratamiento del tema de Historia argentina tiene más que ver con las
características de esa generación y, puede agregarse, con la poética de Fresán (con lo que el
gesto queda en mera frivolidad), las de Bruzzone y Pérez implican la distancia temporal y la
perspectiva de una generación que nació en los setenta y a la que, en consecuencia, la
experiencia histórica le fue trasmitida. Así, a los hijos biológicos de militantes o desaparecidos
se suman los “hijos simbólicos” (Logie-Willem, 2015) por pertenencia generacional. Es
interesante que esta ampliación de la “apertura de lo decible” (Maldonessi, 2016, p. 124)
llevada adelante por los hijos se haya producido primero en el cine, en la fotografía y en el
teatro, antes que en la literatura (Maldonessi, 2016, p. 124). Para Beatriz Sarlo, Los topos
directamente cierra una etapa comenzada con el retorno de la democracia en la cual el
imperativo moral habría impedido registros “distintos a [la] evocación subjetiva, el non fiction,
la alegoría o el realismo” (Sarlo, 2008, s/n), lo que también omite la incómoda ficcionalización
del libro de Fresán.
Se puede incluir El desmadre en esta posibilidad histórica de una irreverencia en el
tratamiento de un tema no solo serio, sino además institucionalizado en lo que ha sido
considerado un proceso de “estatización de la memoria” (Catela Da Silva, 2014, p. 32). La
novela de Farrés se suma así a una serie de obras aparecidas durante el clímax del kirchnerismo,
momento en el que cierta cristalización de la retórica discursiva sobre los derechos humanos,
consecuencia de un necesario sostenimiento de esas políticas por parte del Estado, permitió o
favoreció la aparición de formas heterodoxas de tratamiento del tema que, de algún modo, las
descoagularan
3
. En este sentido, el uso de la primera persona en Los topos y en Diario de una
princesa montonera implican una reapropiación ficcional del mecanismo de la búsqueda
identitaria: el estatuto de hijos, biológicos o simbólicos, explica que muchos trabajos aborden
estas novelas desde la categoría de posmemoria (Logie-Willen, 2015; Gaszynka-Magiera,
2019). No obstante, ahí donde Los topos y Diario de una princesa montonera comparten el
humor y lo lúdico, El desmadre recupera, de manera inquietante, aquellos otros modos “serios”
a los que se refiere Sarlo, pero desbaratando ese imperativo moral que pesaba sobre las
ficciones. Con un rasgo suplementario de no poca importancia: mientras Bruzzone y Pérez son
hijos de desaparecidos, motivo por el cual la irreverencia queda autorizada o legitimada, Farrés
no lo es, pero participa de su pertenencia generacional, con lo cual podría incluirse en esa
categoría de hijo simbólico
4
.
Ahora bien, el trabajo de Avelar en la Historia constituye una reelaboración de una
problemática minuciosamente desarrollada en su libro Alegorías de la derrota. La ficción
postdictatorial y el trabajo de duelo. En este, la reapropiación teórica de Walter Benjamin para
intervenir en un corpus ya no argentino, sino latinoamericano, de novelas sobre los terrorismos
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de Estado, resulta clave para nuestro trabajo. Avelar discute una noción de alegoría de sentido
común que la crítica argentina, desde Respiración artificial de Ricardo Piglia, no cesó de
utilizar de manera acrítica. Para ello, Avelar realiza un agudo análisis del modo en el que la
alegoría, desde el romanticismo hasta la estética de Crocce, fue evaluada negativamente en
detrimento del símbolo. Para Avelar, las explicaciones de la proliferación de novelas
latinoamericanas que comercian con la alegoría son simplistas y, por añadidura, suscriben esa
noción no benjaminiana, es decir, una concepción que la considera un recurso siempre
degradado en comparación con el símbolo:
La explicación más común para la proliferación de textos alegóricos durante
dictaduras es conocida: bajo condiciones de miedo y censura, los escritores se
verían forzados a usar “metáforas”, “formas indirectas”, “alegorías” (entendida
ahora en el sentido clásicorromántico aludido arriba, de una imagen ilustrativa
recubriendo, como un velo, una abstracción semántica). (Avelar, 2000, p. 21)
Para esta alegoría que condenaban, entre otros, Hegel y Goethe, la imagen concreta ilustra
convencionalmente una idea abstracta. El rescate de Benjamin, vía su relectura del drama
barroco alemán, introduce una perspectiva materialista que devuelve a la alegoría su dimensión
material, criptográfica y escritural, contra la concepción idealista de Hegel y de Goethe. La
“explicación más común” de la que habla Avelar corrobora un consenso tácito respecto de
cierta caducidad de la alegoría en la narrativa más contemporánea, vuelta innecesaria por la
distancia temporal respecto del acontecimiento histórico. En contraste, Avelar introduce,
reformulándolo, un concepto benjaminiano de alegoría, al que agrega el de “cripta” de Nicolas
Abraham y Maria Torok, quienes, desde el psicoanálisis, lo propusieron para pensar ese duelo
que no puede hacerse y que implica una posición del sujeto en estado de perpetua melancolía.
En efecto, en la lectura de Avelar, lo alegórico de la novela de la dictadura conlleva una
incompletitud, o suspensión, del duelo, que tiene como consecuencia un trabajo del recuerdo
interminable y abierto, en el que es imposible pensar la alegoría de modo clásico-romántico,
como lo habría hecho la crítica literaria argentina al utilizar la categoría para estos textos, es
decir, como un sencillo reemplazo de un sentido literal por el alegórico, sin restos.
Los conceptos de alegoría y de cripta de Avelar nos resultan operativos para abordar la
peculiaridad de la relectura que realiza El desmadre no solo de la violencia política de los años
setenta y de la dictadura, sino especialmente del modo en el que se relaciona el presente con la
persistencia melancólica de un objeto que se niega a la integración normal que implicaría el
trabajo de duelo.
Inverosimilitud, interrupción y transformación.
El desmadre puede ser comparada con Los topos en cuanto a la paulatina ruptura de un
verosímil. Ambas comienzan en una modalidad realista que con el correr de las páginas se va
corroyendo. No es el único punto de comparación. Las dos novelas trabajan la sexualidad y el
problema del género, y en ambas la violencia es sexual y hay una transformación que implica
un cambio de género. Pero allí donde Los topos es la historia de una dessubjetivación que
invierte la historia de la búsqueda identitaria que implica el trabajo de la memoria, El desmadre
destruye todas las categorías que vertebran la novela de la dictadura. Esta destrucción implica
una imposibilidad de la novela misma en cuanto a su identidad genérica (en un doble sentido,
como veremos, textual y sexual): los elementos que solicitan ligarla a cierta tradición son,
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también, en su trasmutación, aquellos cuya aniquilación tiene como consecuencia un
desbordamiento del género narrativas de la dictadura.
Este desborde tiene en la novela la forma de una especulación filosófica, o seudo filosófica,
sobre la imposibilidad de un duelo individual o colectivo, y la afirmación de una persistencia
del objeto perdido en el modo de la cripta: “El rechazo incorporativo al duelo se manifestaría
a través de una subsunción de toda metaforicidad bajo la bruta literalidad identificada con la
palabra traumática” (Avelar, 2000, p. 21). Esta “bruta literalidad”, relacionada con las ruinas
benjaminianas, restos materiales que escapan a la simbolización y a la espiritualización,
acentúa su figuración por las hipérboles características de la obra de Farrés, y evoca un trauma
colectivo irresoluble que no solo plantea la imposibilidad de simbolización, sino la afirmación
de un recuerdo traumatizante que, desbordando la noción de memoria como garantía de
identidad, opera impidiendo el duelo y dejando abierta la herida subjetiva y colectiva. El
desmadre realiza un quiasmo inquietante: mientras la memoria como recurso de la identidad
es negada, el recuerdo del horror conlleva la persistencia de los restos inasimilables en el duelo,
con lo que persiste la afirmación melancólica de un presente en el que los efectos de la violencia
persisten.
La novela de Farrés está narrada en primera persona y comienza como la voz de una madre
a la que se le solicita desde el gobierno un informe sobre la desaparición de su hijo, adoptando
con giros, lexemas, y sintaxis la verosimilitud realista de una novela acorde a su tema:
Por medio de la Asociación de Madres de la Memoria había recibido una carta
en la que me pedían que escribiera un informe sobre la desaparición de mi hijo.
La carta, que ahora no encuentro, estaba sellada por la Fiscalía de Menores del
Distrito de no sé dónde. (2013, p. 7)
Para quien no conozca la obra de Farrés
5
, ya las siguientes páginas a este comienzo tópico,
plenamente reconocible en su retórica (la mención de las políticas de la memoria, la alusión a
otras madres, el sentido de la lucha), resultan disonantes. Para quien conozca su obra, está
advertido de que la violencia sexual y política la caracteriza de un modo constitutivo. La
narradora dice haber escrito, en ese informe, que a los trece o catorce años se puso de novia
con un tal Evo, aunque le pone ese nombre porque no lo recuerda (arbitrariedad que resultará
clave en el desenlace). Con Evo emprenden la aventura de la juventud (pero ya la edad de la
narradora la hace más una niña que una adolescente) que implica el imaginario setentista de la
revolución:
Eso era lo que decía Evo, que todas las mujeres que luchaban por la patria debían
hacerse embarazar por el maestro Gelman y parir entonces toda una generación
destinada a la gloria de la guerra y la poesía. Al menos para las mujeres de la
agrupación, hacerse coger por Gelman debía ser una directriz del movimiento,
un imperativo moral y una obligación para con la especie humana. (2013, p. 8)
El lenguaje soez, la ironía, la irrisión de la retórica revolucionaria descolocan ese comienzo
verosímil. Más todavía, el relato no tardará en utilizar un lenguaje brutal del todo coherente
con el programa narrativo del texto y con la poética del autor: “Las discusiones (…) giraban
en torno a si la leche de Gelman era más conveniente que la de Urondo, la de Walsh o la de
Conti” (2013, p. 9). La maternidad se plantea en términos genéticos e incluso eugenésicos: se
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trata del proyecto de una estirpe de guerreros-poetas aptos para la lucha armada. El imaginario
setentista abarca entonces la tentativa militante de unir poesía y revolución.
En pocas páginas el género insinuado en la retórica sufre una alteración. La madre que debe
testimoniar pertenece a una vaga agrupación. No es una joven, sino una niña, y más que ingenua
por adolescente, es inocente, sometida desde el comienzo. El presunto secretario de Urondo,
porque ningún escritor acepta la misión, que viola a la protagonista, es un tal Antonio Artowicz,
pero se hace llamar el Marqués, como el Marqués de Sebregondi de Osvaldo Lamborghini,
alusión a Wiltod Gombrowicz y a Sade; Antonio Artowicz mezcla en su nombre a Antonin
Artaud y a Gombrowicz (y su título alude a Sade). El sacrificio en aras de la revolución es el
sometimiento pasivo a la violencia del Marqués, que además practica el sadismo en la niña y
en otras quince compañeras de militancia.
La referencia a Sebregondi retrocede (1973) no es accidental. La obra de Farrés trabaja en
la vía abierta por Lamborghini en la conexión directa, y también brutal, entre violencia política
y violencia sexual. Por otro lado, el imaginario setentista permite conjeturar que El desmadre
se remonta a los antecedentes de la dictadura: su operación con la alegoría podría venir de El
fiord (1969) (Aira, 1988
6
), texto crucial en la figuración literaria de la violencia previa al golpe
de Estado (Paredes, p. 66).
En el imaginario de la militancia de los años setenta la figura del sacrificio implicaba la
entrega de la propia vida a la causa de la lucha contra el terrorismo de Estado. Dice Silvia
Schwarzböck en Los espantos. Estética y postdictadura: “El pacto que instituye al grupo
guerrillero, por estar basado en la donación del cuerpo, conecta la vida militante con una vida
por venir, que la vive el Pueblo” (Schwarzböck, 2015, p. 40). Esta retórica sacrificial (en la
selva boliviana, el Che les dice a sus subordinados que consideren que ya están muertos
[Schwarzböck, 2015, pp. 39-41]) sugiere una entrega del cuerpo biológico en aras de una causa
trascedente, sea la Revolución en nombre del Pueblo, sea el Progreso de la Historia en nombre
del Espíritu Absoluto: la vida individual, en cualquier sentido, no cuenta.
La mística guerrillera es, además, masculina: convoca la virtud viril de la lucha física, el
cuerpo que soporta el dolor y se dispone a la muerte. El desmadre superpone esta retórica
sacrificial a la violencia corporal y sexual ejercida sobre las mujeres militantes: en este sentido,
la “donación del cuerpo” se amplía de connotaciones que convocan la violación, la maternidad
forzada, la apropiación de bebés. Recordemos que El fiord comienza con una mujer dando a
luz castigada físicamente por un amo perverso y que esa escena ha sido leída alegóricamente
(en el sentido de alegoría clásico-romántica que Avelar critica). El desmadre hace pasar el
imaginario falocéntrico de la revolución por la imaginación transexual de Lamborghini.
La protagonista llama a su hijo “el Marquesito”, omitiendo el nombre verdadero hasta el
desenlace, y sufre el abandono de su compañero, que emprende el viaje tópico de iniciación
revolucionaria hacia el interior del país, incluida la selva tucumana. La joven queda a la deriva
en ese pueblo llamado Mailán, sin ninguna actividad política y más bien llevando una
existencia de paria, expulsada de su hogar y teniendo una vida nómade en casa de otras
militantes. No solamente la geografía es vaga (el nombre del lugar es ficticio): el tiempo
también lo es. El niño desaparece y la protagonista pide ayuda a la policía, lo que la lleva a
conocer al comisario Reynoso.
Desde el segundo capítulo se alternarán dos neas argumentales que hacia el desenlace
volverán a juntarse. Esta segunda línea argumental introducirá un elemento inquietante que
terminará de demoler el verosímil sugerido en el inicio. El último capítulo retornará de alguna
manera a los protocolos del primero e incluso permitirá postular una conjetura verosimilizadora
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que recuperaría el malogrado realismo de la novela, aunque los cabos sueltos impidan un cierre
definitivo de esa clave y permitan, en consecuencia, hablar de una alegoría benjaminiana.
Esta segunda línea es llevada adelante por otro narrador. El título del segundo capítulo es
“Primera escena para una ontología deforme” y los restantes continuarán la serie ordinal. En
estas escenas, el narrador reflexiona sobre su experiencia con la visión de películas
pornográficas interpretadas por actores Down: “De tanto mirar películas porno con actores
mogólicos terminé aprendiendo todo sobre mi propia muerte” (2013, p. 23). La única conexión
entre el primer y segundo capítulo es un nombre: el comisario se llama Juan Reynoso y la
directora de estas películas se llama María Reynoso. Estos filmes no parecen pertenecer
meramente a un subgénero degradante o perverso del cine pornográfico:
En cambio, las películas filmadas con mogólicos, superan en general las cuatro
horas de filmación. Siempre el mismo plano secuencia, siempre el mismo
regodeo en el primer plano de los rostros y en la dilatación del ano. Tanto en un
sentido moral como estético, el realismo se vuelve crudo pero no tiene nada que
ver con ninguna pretensión vanguardista. (2013, p. 24)
Para el narrador, la reflexión sobre el porno, en tanto dispositivo de literalidad corporal y
sexual, permite plantear problemas antropológicos, morales, estéticos y metafísicos (de ahí que
la palabra ontología no sea una mera licencia). Si el porno clásico podía tener cierta pretensión
vanguardista (su hora y media, dos horas, de duración, se destinaban a un efecto sobre el
espectador, un shock), la misma se ha diluido en la multiplicación de videos breves que circulan
en Internet. En contraste, el cine de María Reynoso puede ser considerado como arte
contemporáneo y no es difícil clasificarlo como postporno (categoría que la novela no utiliza).
Como práctica artístico cultural y reflexión teórica, el postporno es, sugestivamente,
contemporáneo de la postdictadura argentina, porque surge en Estados Unidos a mediados de
los años ochenta
7
. El núcleo del postporno es una reflexión social sobre el deseo heterosexual
masculino: una crítica de la imaginación pornográfica, en donde la homosexualidad queda
atrapada por ese deseo (las mujeres lesbianas que tienen relaciones para beneplácito del varón
heterosexual) y de la imaginación falocéntrica del cuerpo de la mujer. La crítica a los cuerpos
hegemónicos del porno clásico incluyó su variante crip o de diversidad funcional (Santesmases
Fernández, 2020, p. 2), con lo cual los mogólicos de esta novela, que pueden resultar chocantes
en la lectura, poseen no obstante un correlato teórico: el capacitismo es solidario de la norma
heteromasculina.
El desmadre hace de la crítica cultural del postporno una reflexión filosófica que apunta a
la ontología: lo que se revela en la experiencia de las películas de María Reynoso es ese núcleo
obsceno de la realidad bajo material desprovisto de los artificios civilizatorios. Mientras el
porno clásico humaniza la sexualidad aunque su artificialidad convencional siempre lo haga
bordear el fracaso, el postporno de María Reynoso des-humaniza, en el sentido de que
desmonta el artificio.
Con el correr de la novela, se irán revelando las conexiones entre las dos líneas
argumentales. Anticipemos que los mogólicos de las películas son, además, niños. Tienen
mucho en común con los niños-perros de otra novela de Farrés, Literatura argentina. En esta
novela, los niños son adiestrados para impedirles la adquisición de una humanidad que se
piensa como no natural, es decir, como construcción técnica, como antropotecnia. En El
desmadre, los niños Downs parecen solicitar, y al mismo tiempo decepcionar, una clave
alegórica (en sentido clásico-romántico): son, y no son, los hijos, tanto los desaparecidos como
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los apropiados. Trataremos de ceñir esta alegoría en términos benjaminianos tal como lo
propone Avelar.
La segunda línea argumental constituye entonces una interrupción de la diégesis. Se postula,
además, como especulación filosófica: el dolor, la carne, la corporalidad, los fluidos sexuales,
los órganos sexuales masculinos y femeninos, se vuelven motivos de reflexión, suspendiendo
cualquier trama. De este modo, la novela desborda el sentido de la violencia política como
ámbito de reflexión reducido a las “narrativas”, ficcionales o no, oficiales o no, literarias o
históricas, introduciendo la ontología como dimensión ineludible de interrogación: el trauma
interrumpe la trama.
Como veremos más abajo, la novela sugiere que lo humano es lo más monstruoso, porque
es lo que se ha fabricado con la más extrema crueldad. Aunque es atroz el tormento al que se
someten a niños, mujeres y minusválidos en esta obra, el horror siempre será menor en
comparación con el que volvió Homo Sapiens al animal pre-humano. El Hombre es el Espíritu
hegeliano, el mundo humano de la Idea. Se hizo a sangre y fuego. Por el contrario, lo inhumano,
aunque también terrible, es valorado, porque restituye algo que el hombre ha perdido, algo que
podríamos llamar, con Deleuze, inmanencia (Deleuze, 2004, p.67, p. 71 y pp. 108-109): una
afirmación de lo doloroso y de lo placentero, de la muerte y de la vida, tal como se dan, sin
promesa de trascendencia, contra la negación en que, para Hegel, consiste lo propiamente
humano.
Con la promesa de recuperar a su hijo, la protagonista se entrega sacrificialmente a Juan
Reynoso, que no tarda en someterla a castigos físicos que incluyen los golpes, la picana y la
asfixia, a pesar de que ella misma se muestra, de entrada, dispuesta a utilizar el sexo como
moneda de cambio para obtener ayuda. Ese sometimiento, lejos de rebelarla, la hace sentir
protegida. La joven resalta las cualidades masculinas, es decir violentas, de su comisario. No
solamente el sometimiento que sufre a manos de Reynoso es acompañado de una naturalización
y un acostumbramiento, sino que el comisario no necesariamente disfruta de los vejámenes. La
aceptación pasiva de las víctimas no es menos chocante que la discusión de un tópico de los
relatos del horror del terrorismo de Estado, esto es, el carácter sádico del opresor:
que si había crueldad no necesariamente estaba ahí para ser gozada, que si había
perversión y horror no necesariamente había alguien que actuara lo que hacía
como perversión u horror. Eso seguro lo dejaba para sus amigotes y camaradas
de servicio donde el deber era mostrarles a todos, más que la crueldad, el goce
de la crueldad. (2013, p. 29)
En efecto, el sádico, el Marqués, tiene algo de artificial, de impostor, de máscara (su
presunto tulo nobiliario, la posibilidad de que haya sido un estafador). El sadismo del opresor
dota de sentido al horror. No es solo un componente de agravamiento del crimen. Cuando el
segundo narrador compara el hardcore con el porno Down, subraya la indiferencia apática con
la que se someten los cuerpos al dolor y al placer sádico-masoquista en las películas de María
Reynoso (2013, pp. 25-26). El sadismo es también, aunque resulte abyecto, una
racionalización, ya que explica la crueldad, la reduce a la psicología individual: “En ese sentido
el goce del sádico es también una forma de esperanza” (2013, p. 57). Si hay goce, ese goce
termina y, con él, la tortura. En cambio, si el torturador no goza, puede ejercer el tormento de
manera indefinida, lo que es peor para la víctima.
Un día Juan Reynoso organiza lo que llama “la fiesta del fin de los buenos tiempos” (2013,
p. 32) en esa casa apartada en la que la protagonista es a medias huésped, a medias prisionera,
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sin ser ni una cosa ni la otra. Llegan policías de diferentes rangos (cabos, sargentos, tenientes)
de la mano de los antiguos compañeros de lucha de la joven: urondistas, los de la Wash, los de
la Conti. Estos aparecen vestidos de mujer y se operaron los senos. Ninguno le dirige la palabra,
haciendo de cuenta que no la reconocen o que la olvidaron. Pasó mucho tiempo, pero no
sabemos cuánto. Lo que nos devuelve a la alegoría, porque esos “viejos tiempos”, que tocan a
su fin, pueden evocar una época determinada de la historia argentina, o de la historia de
Occidente (la clausura de las utopías revolucionarias), pero también aludir al fin de la Historia
de Hegel.
La llegada del Marqués Antonio Artowicz provoca un giro abrupto. La protagonista, que no
participaba de la fiesta, lo interpela por su hijo y, al no recibir respuesta, lo insulta a él y a los
travestis:
¿Qué miran putos reventados? ¿Qué miran? ¿Esto también es la dialéctica de
la historia?, ¿terminar como putas del opresor es otra de las astucias de la
razón?, ¿toda esta mierda también es un paso para la unidad superadora de la
revolución?, ¿dónde están mis hermanas compañeras?, ¿dónde quedaron las
hijas de Hegel? (2013, p. 34)
Las hijas de Hegel es un relato póstumo de Osvaldo Lamborghini escrito a comienzos de
los años ochenta (Strafacce, 2008, pp. 723-732). ¿Qué sentido tiene esta alusión a la progenie
múltiple y femenina? ¿Quiénes son las hijas en un contexto en el que se habla, por retórica de
las políticas de la memoria, siempre de hijos? Las hijas de Hegel son las que no participan de
la dialéctica masculina de la Historia Universal. La oposición masculino/femenino se piensa
en términos de activo/pasivo: los antiguos compañeros de militancia, o bien se entregan en la
derrota, o bien se dan vuelta en la traición. La novela vuelve brutalmente literal el sentido
metafórico de la derrota o de la traición, dándole una connotación sexual y operando con
oposiciones del imaginario heteromasculino. Al mismo tiempo, las hermanas compañeras son,
literalmente, las otras chicas y niñas violadas, torturadas y asesinadas, a las cuales se les pidió
su cuerpo en sacrificio. Doble juego que hace de la escena una alusión al pasado histórico y
una figuración del presente en el que las contradicciones de la militancia insisten como restos
que impiden el cierre simbólico propio de la memoria.
Literalidad y pornografía: los restos alegóricos
La inverosimilitud temporal de la novela se vuelve hiperbólica cuando la protagonista es
encerrada en el lavadero después de la fiesta durante lo que ella calcula que son veinte años.
En ese lapso es violada por Juan Reynoso (aunque ella nunca use la palabra “violación”
8
) y por
otros amigos suyos, fruto de lo cual nacen entre veinte y treinta hijos. De las numerosas
concepciones, hay algunas que terminan en el nacimiento del bebé muerto y otras del bebé
vivo. Como la protagonista considera que la concepción es fruto del amor, conjetura que los
bebés muertos son los que engendran los amigos de Juan y que los vivos son los hijos de su
comisario. Sea como fuere, los hijos le son arrebatados inmediatamente sin que ella pueda
conocerlos. El desmadre entonces incluye también el sentido de la apropiación, del robo de
bebés, pero lo desborda con la negatividad que implica la madre misma; parir sería desde el
origen la paradoja de des-madrarse, de abrirse, de romperse en el otro:
Pero aunque hubiese sido uno solo, el problema nunca fue ni la memoria ni la
aritmética sino el desastre ontológico de la imposibilidad de ser madre. El parto
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es el acontecimiento en el que nunca podemos estar completamente. Ser madre
es una decisión que se basa únicamente en la creencia ciega. La idea de partirse,
de engendrar lo otro de nosotras mismas, ya de por sí, hace que el parto sea un
evento siempre ajeno. (2013, p. 43)
Resulta significativo que el problema no sea ni la memoria ni la aritmética, dos de los tópicos
que recorren tanto la lucha discursiva de las políticas de la memoria como su elaboración
narrativa, tanto de la ficción como de la no ficción testimonial. Si parir implica un no estar
presente, un acontecimiento, en el sentido en que no se puede ser contemporáneo de lo que
acontece, entonces la maternidad es siempre una apropiación a posteriori. En este sentido, la
lucha histórica por la identidad de los hijos y nietos es, ontológicamente, la lucha por cualquier
genealogía, por cualquier maternidad individual o colectiva, biológica o simbólica. De esta
manera, el “desastre histórico” del terrorismo de Estado, de las dictaduras latinoamericanas y
de la masacre perpetrada por las fuerzas militares y para-policiales, ilumina, de un modo
tenebroso, el “desastre ontológico” que conlleva la imposibilidad no solo de la paternidad
(como dice el sentido común), sino sobre todo de la maternidad: la protagonista no pod
testimoniar no por tal o cual circunstancia histórica, no por lo inenarrable del terror, sino porque
el testimonio de esa experiencia que conmueve la subjetividad es retrospectivo y basado en “la
creencia ciega”.
Un día Reynoso lleva al lavadero una bolsa de arpillera donde se mueve algo vivo. La
protagonista, aturdida, tarda en darse cuenta de que es un pequeño cuerpo, aunque sus rasgos
poco humanos la confunden. Reynoso lo saca de la bolsa, lo cuelga desnudo de una viga y lo
picanea. Después lo descuelga: Le dije a Reynoso pero queriendo preguntarle: es un chico.
Juan me dijo que sí, me dijo sí pelotuda, es un chico, pero es mogólico” (2013, p. 49).
Reynoso saca al chico atado como un perro y a la mujer, y los lleva a campo abierto hasta
un corral, donde hay veinte o treinta chicos desnudos atados. Ella avanza hacia el corral y
quiere identificar al que fue torturado, que no respondió a las preguntas que ella le hizo ni dijo
palabra, y descubre que no puede saber quién es porque todos son mogólicos. La protagonista
comprende de modo súbito:
El rostro desdibujado por el avance de la carne animal borraba los restos
humanos que pudiesen funcionar como marca de que ese rostro era una
identidad. Eran todos iguales, la misma desfiguración y borramiento, el mismo
repliegue de la carne y avance de la frente haciendo sombra sobre los ojos. Fue
un momento de revelación. Los hijos que durante veinte años fueron
apareciendo en mi panza y que Juan tomaba de entre mis piernas sobrevivían
ahora en el corral como la negación de la Historia. Sin embargo me sentía
sensibilizada, con ganas de llorar lo que habiendo perdido entonces se me
revelaba. Nunca me había sentido tan madre como en ese centelleante y largo
instante de desmadre. (2013, pp. 50-51)
Volveremos sobre esta interpolación metafórica sobre “la negación de la Historia”. La
revelación de la escena muestra una segunda conexión entre las dos líneas argumentales. La
reflexión sobre la “carne animal” y el borramiento de la humanidad recuerda la ontología
deforme. Después de que la protagonista asesine a Juan, encontrará en la casa videos
pornográficos en los que los chicos participaban como actores y que eran seguramente vendidos
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a compradores perversos: las películas, dirigidas por Juan Reynoso, tienen títulos de novelas
de Lamborghini.
Con los hijos pasa lo mismo que con la protagonista. Si la madre subordinaba el maltrato a
la protección masculina, la crueldad de Juan Reynoso para con sus chicos también aparece
como menos importante que su potestad paterna. Los niños Down viven encadenados,
alimentados como bestias en el corral, sometidos a la vejación que implica la filmación de esas
películas, cuyo móvil tampoco parece ser sádico, sino económico. Pero la liberación que
pretende asesinando a Juan fracasa, porque las cadenas materiales parecen ser vividas como
protección:
Rápidamente me daba cuenta que soltarlos de las cadenas no era más que un
símbolo innecesario y mal leído. Más una necesidad engendrada en el seno de
mi tragedia, más una cuestión de representación generacional, de imposición
del marco general que a todas las Madres se nos fue dando como suelo e historia,
habituadas a dualidades del tipo libertad-esclavitud. (2013, p. 63)
Como en los militantes travestidos, en esta escena se vuelve literal el sentido metafórico de
“romper las cadenas”. Ni prisioneros ni libres, los hijos son la negación de la Historia porque
no han salido del estadio de indiferenciación en el que animalidad e infancia se confunden pero,
también, porque permanecen en la paradoja de la cripta que los retiene como vivos-muertos:
encarcelados pero libres, los hijos asesinados o desaparecidos por el terror de Estado insisten
como un anacronismo que vuelve imposible tanto el olvido total del negacionismo cínico como
la memoria completa de la institucionalización de las políticas del Estado democrático. Los
chicos resisten a la dialéctica histórica que implica oposiciones como libertad-esclavitud: no
pueden experimentarse como libres porque no se experimentan como esclavos y viceversa. Por
el contrario, “los chicos parecían adecuarse a cierta continuidad e inmanencia contenta con el
barro para revolcarse y con el sol para entibiarse” (2013, p. 63). La continuidad e inmanencia
se oponen a la trascendencia tanto de la lucha revolucionaria como del terror estatal: la
“superación” dialéctica de la Historia.
¿Debemos leer entonces una simple doble crítica que coloca en el mismo plano el terror
estatal y la lucha revolucionaria? Tal vez hablar de “crítica” sea excesivo. El desmadre es una
novela difícil de leer porque no presupone ninguna mala o buena consciencia. Más bien
examina el presupuesto falocéntrico común al terror estatal y a la lucha armada revolucionaria.
La confusión temporal de la novela impide situar el momento de la transición democrática: la
infancia de la protagonista parece vivirse en los setenta y en el desenlace nos encontramos con
la institucionalización de las políticas de la memoria. El tiempo de la novela es imposible de
verosimilizar en una temporalidad realista que se asimile a la histórica.
En la “Tercera escena para una ontología deforme” el lector descubre que este segundo
narrador es uno de esos chicos:
Ni siquiera puedo decir cuánto tiempo viví en el corral ni cuántos éramos los
que ahí vivíamos, sí me acuerdo de las cadenas, del sol reventándonos el cuero,
del frío y las heladas, del chaperío de la casa de María que -como puntitos
luminosos- brillaba a lo lejos, de la sombra de María que acercándose al corral
iba creciendo despacito entre los pastizales, de la fiesta que armábamos cuando
aquella mujer llegaba para darnos de comer y cada tanto manguerearnos. (2013,
p. 56)
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En la historia de la vida en el corral, este narrador no hablará nunca de Juan Reynoso.
También oscilará entre el género femenino y el masculino. Más todavía: la reflexión sobre la
propia muerte con la que se abre la ontología deforme terminará de explicarse al final de la
novela, cuando se revele como sobreviviente de una masacre perpetrada por María Reynoso.
La misma vida en el corral solo puede ser contada una vez que esta subjetividad se diferencia
del resto de los hermanos a causa de esa misma conciencia de la finitud:
En todo caso, nuestra vida se reducía a esperar a que María nos elija para ir a la
casa. No ocurría con frecuencia, pero a veces venía acompañada de algunos de
sus chicos y mirándonos con algún detenimiento, de pronto, levantaba el brazo
y señalaba quién era el elegido. La vez que me tocó a mí, tranquila, dejé que
aquella mujer me inspeccionara de arriba abajo, y quietita me quedé cuando me
pusieron la bolsa de plástico en la cabeza y me arrastraron hasta uno de los
cuartos de la casa donde me colgaron de la viga atando mis manos con una soga.
(2013, p. 56)
El o la protagonista de esta segunda línea argumental es sometido/a a la picana
eléctrica, a continuación de lo cual María Reynoso le abre el ano para hacerlo/a sodomizar por
sus hermanos. ¿Cuál es, entonces, su sexo biológico? ¿De dónde viene la oscilación?: “Me
hacía duro y elástico a la vez” (2013, p. 57). En efecto, cuando se describen las películas
pornográficas, solo se habla de penetración anal. Incluso la cuestión anal es una especie de
fantasma masculino para el revolucionario que la abandona y que le escribe cartas en su
peripecia guerrillera:
No dejo de escuchar la voz de Gelman que me llama, sin embargo, desde cierta
distancia intento buscarlo, al final de todas las calles. Nunca alcanzo a
comprender, cómo, desde dónde, por qué el maestro me llama, no con el tono
sobador del ruego sino bajo la forma dura del imperativo inclemente,
pidiéndome la cola en sacrificio, prometiéndome con ello la magia del hijo que
soñamos. (2013, p. 14)
Para el tal Evo, “la revolución es siempre una cuestión anal” (2013, p. 14). En la indistinción
en la que ha vivido el individuo de la ontología deforme, la oscilación genérica constituye un
neutro originario: “El ano no tiene sexo, ni género, como la mano, escapa a la retórica de la
diferencia sexual”, dice Paul B. Preciado (2009, p. 171). Y agrega:
Rechazando la diferencia sexual y la gica antropomórfica del rostro y el
genital, el ano (y su extremo opuesto, la boca) sienta las bases para una
inalienable igualdad sexual: todo cuerpo (humano o animal) es primero y sobre
todo ano. Ni pene ni vagina, sino tubo oral-anal. (2009, p. 171)
Los chicos, o más bien “chiques”, de María Reynoso, no son ni humanos ni animales, ni
hombres ni mujeres. Para el punto de vista de la víctima, no solamente los hermanos son todos
iguales entre ellos, sino que tampoco puede distinguir su -mismo del de los otros: “Pero lo
raro era confundirlos conmigo mismo” (2013, p. 58)
9
. El cambio en la autopercepción del
género implica, a la vez, esta anterioridad del ano en relación con la distinción
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masculino/femenino y la asunción retrospectiva de ser-en-común que esa voz, individualizada
con posterioridad, enuncia como imposibilidad de individuación:
Humano o no humano, humano o casi humano, ya no importaba, mis hermanos
hacían lo que querían conmigo y yo me dejaba hundir en la oscilación de ser ese
otro que siempre está antes que nosotros. (2013, p. 59)
El mogólico de El desmadre carece de “ego” y, en consecuencia, es todo alteridad, es cada
vez otro: la imposibilidad de individuación es la posibilidad del sentimiento de la especie, la
vida como continuo colectivo que traspasa el organismo discontinuo, esto es, la propia
corporalidad. La inmanencia de Deleuze implica precisamente que no hay sujeto, sino tan solo
estados afectivos individuales de la fuerza anónima” (Deleuze, 2004, p.156).
Si la madre experimenta la imposibilidad de la maternidad como desmadre, siendo la
maternidad una apropiación simbólica retrospectiva, el hijo mogólico, ni biológico ni
simbólico, se experimenta a mismo como no habiendo nacido nunca, como alienado de la
posibilidad de haber sido engendrado por un vientre: “Supe entonces lo que tarde o temprano
todo mogólico comprende: que es inengendrado y que la vida que siempre ha llevado es la vida
que no ha nacido” (2013, p. 79). Retomemos el concepto de cripta de Avelar:
En la incorporación, por otro lado [contra la introyección del duelo], el objeto
traumático permanecería alojado dentro del yo como un cuerpo forastero,
invisible pero omnipresente, innombrable excepto a través de sinónimos
parciales. En la medida en que ese objeto resista la introyección, él no se
manifestará sino de forma críptica y distorsionada. (Avelar, 2000, pp. 19-20)
La figura del chico mogólico es la que nombra, de manera parcial y distorsionada, lo que
del trauma histórico permanece como resistente al duelo, como una entidad ausente
(desaparecida) pero presente (porque insiste), como algo que no requiere la “superación”, pues
de lo contrario el duelo freudiano (que permite dejar atrás y continuar con la vida normal) sería
asimilable a la superación hegeliana (que permite que la Historia siga adelante y que, en la
Argentina, se imponga la “reconciliación nacional”).
Esta vacilación genérica afectará también la primera nea argumental y, en consecuencia,
la totalidad de la novela. María Reynoso encuentra, después de liberar infructuosamente a sus
hijos, el equipo de filmación y las películas pornográficas. El shock de verlas vuelve sobre la
cuestión de la antropotecnia. De manera paradójica, no es lo sexual y lo brutal, lo bajo y lo
abyecto, lo que en ella produce espanto: porque lo porno de la película es, al fin de cuentas, lo
mismo que ella ve en el corral, sus hijos en estado de naturaleza. Por el contrario, verlos
vestidos, entablando una conversación mundana, disfrazados de humanos, es lo que le resulta
chocante:
Sería semejante a lo que ocurre con los animales del circo para cualquier
conciencia bien pensante. Termina siendo más prolijo y racional que los monos
se cojan entre los piojos y la mierda acumulada en la jaula, que verlos vestidos
de frac para tomar el y fumar cigarrillos en el centro de la pista. (…) Como
la ballena que en el estanque del acuario hace un par de piruetas en el aire por
un poco de comida, como el elefante que en el zoológico levanta la pata
recordando los kilowatts de los electroshocks en su cerebro, más que hacer gala
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de una habilidad, mis hijos dejaban ver la imposición de lo humano como una
ortopedia cruel, el horror detrás del artificio, las huellas del reviente por el que
el animal de pronto hace de humano. (2013, p. 67)
Los hijos constituyen, como se ve en el punto de vista del segundo narrador, una especie
que preside cada individuo: de ahí la posibilidad de identificarse con el otro o, mejor dicho,
porque esa identificación presupondría un individuo previo separado, de des-identificarse en
el otro, de no poder nunca decir yo; pero esa imposibilidad es una potencia, porque los hijos no
necesitan ni de la solidaridad ni de la empatía, nociones que implican la separación (y por eso
son virtudes democráticas), sino que cada uno es respecto del otro o cada uno no es más que la
diferencia con el otro. En este sentido, constituyen una comunidad: “Nunca hay una voz en
nuestro cerebro sino millones de voces un pueblo, una raza, una tribu siempre nómade, todas
aquellas que conforman la especie” (2013, p.98). La casi cita a Deleuze
10
, como las alusiones
a Hegel, no es arbitraria: les hijes
11
de El desmadre, ni biológicos ni simbólicos, son
“mogólicos”
12
porque se resisten a la ontología (o figuran una ontología deforme, materialista),
deviniendo sin ser, permaneciendo como línea de fuga: otro modo de expresar, en términos de
devenir, el estatuto presente-ausente, más allá del ser y de la nada, de los hijos (muertos,
desparecidos, apropiados). Entonces pueden pensarse como alegoría, tal como Benjamin lo
analiza en el drama barroco: Lo que está en juego en el drama barroco es una emblematización
del cadáver: paralización del tiempo, suspensión de la dialéctica diegética, resistencia a una
resolución reconfortante” (Avelar, 2000, p.18). La ontología deforme impide la concepción de
la Historia como un pasado que se “supera” en el presente y propone un presente hecho de
anacronismos y de supervivencias que insisten y persisten en el modo de la ruina melancólica
13
.
El shock de la película parece provocar la transformación subsiguiente: la vagina de María
se convierte en un miembro masculino. Este cambio se describe en términos genético-médicos,
pues es un fragmento de útero lo que se desprende, se llena de sangre y adquiere la forma del
pene. Es otro sentido de la palabra “desmadre”: María establece una relación simbólica entre
la pérdida del hijo y la de la vagina, una literalidad corporal. Es como una inversión de la
lógica de la castración: lo que se arranca de este cuerpo es el órgano fértil, la pérdida de lo
materno implica una mutilación del sexo anatómico femenino. El hijo muerto, en cuanto que
sigue siendo hijo pero ya no está, constituye el estatuto ontológico de la desmadre:
Pero claro está que ese problema ya no es mío, porque ¿de qué otro modo hay
memoria de un hijo muerto y de mil hijos muertos sino como imposibilidad?,
¿qué hace un hijo muerto sino desmadrarnos?, ¿cómo sobrevive un hijo muerto
sino es por el desmadre? (2013, p. 84)
La posibilidad de restituir la verosimilitud realista la sugiere la misma María. Pues a la
hipótesis metamórfica de una transexualidad desde la mujer hacia el hombre se le agrega la
conjetura de que siempre se trató de un hombre o, con más precisión, de un travesti. Cuando
María se refería a las torturas que ejercía Juan, y se mostraba sumisa, afirmaba: “No necesitaba
mucho de mi parte, necesitaba que esté, que exista, facilitarle su fuga psicótica” (2013, p. 29).
Como sucede en otras novelas de Farrés, la identidad del protagonista es reversible: no es
posible establecer si María y Juan son una sola o dos personas. La psicosis, por otro lado,
siempre es ambigua, nombrando la fuga esquizofrénica de Deleuze, o la duplicidad que impide
la unidad de una identidad personal. El segundo narrador, o narradora, cuenta cómo es María
la que filma a sus hijos y, finalmente, los asesina, excepto al que sobrevive para contarlo. El
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testigo es, desde luego, el sobreviviente de una masacre, lo que hace del segundo narrador un
resto material alegórico.
En el último capítulo, María-Juan viaja a Buenos Aires y encuentra el Museo de la Memoria.
Llega justo en la inauguración y escucha a Gelman leyendo un poema ante la solemne presencia
de una Madre: Todavía estaba lejos y no llegaba a verla bien. El locutor dijo un nombre: Eve,
Eva, no sé, no terminé de escuchar porque empezaron los aplausos(2013, p. 105). La escucha
del nombre remite, desde luego, a Hebe (de Bonafini): pero la Madre es Evo, travestido. La
revelación es desastrosa: un travesti descubre otro travesti
14
. Ese compañero que la abandonó
encontró, al parecer, a Gelman en su aventura viajera:
Tenía que subir al escenario y contarles a todos cómo se hace el desmadre,
decirles que la pija que Evo oculta es lo único que nos queda de la narración de
mil hijos desaparecidos, que ya nadie puede seguir siendo madre sino en el
modo de la imposibilidad, pero ¿quién iba a querer escuchar al testigo
imposible?, ¿quién comprendería la farsa de un travesti psicótico como el
desmadre de la misma historia? (2013, p. 107)
A las Madres de Plaza de Mayo, a Hebe de Bonafini la primera, se las lla“locas”. Volver
literal esa denominación peyorativa es en El desmadre, al mismo tiempo, transvalorarla: a la
razón hegeliana del Espíritu que se encarna en la Historia solo puede oponérsele esa “fuga
psicótica” que es la revolución anal. Ese testigo imposible es, además, el que persiste,
melancólicamente, negándose a la sustitución sin resto de la metáfora y a la identificación que
supone la unión entre un cuerpo reaparecido (los restos óseos) y un nombre: en la última página
de la novela, las películas de los chicos de María Reynoso preceden la letanía de los nombres,
ritual de la memoria institucionalizada. También los no nacidos:
En el segundo piso se proyectan las películas que protagonizaran sus hijos, en
el tercer piso yacen los fetos que ha parido ya muertos y una muestra fotográfica
de lo que fuera el corral y el lavadero donde tanto tiempo ha vivido. (2013, p.
130)
Lo alegórico conlleva estas ruinas materiales superpuestas a los entramados simbólicos que
memoran y significan: De ahí el vínculo, no simplemente accidental, sino constitutivo, entre
lo alegórico y las ruinas y destrozos: la alegoría vive siempre en un tiempo póstumo” (Avelar,
2000, pp. 18-19). A la totalidad metafórica de sentido que presuponen las narrativas de la
memoria, El desmadre opone la supervivencia de lo que se resiste al duelo y la persistencia de
la herida abierta que afirma la validez de permanecer sin “superar” el trauma (individual,
colectivo), tal como lo dice otra expresión de la militancia: Ni olvido ni perdón.
El/la protagonista sube al escenario, desenmascara a Evo, le arranca la peluca y el vestido.
Evo la reconoce y, mientras la policía sube al escenario, Evo le grita un nombre, “Electro”, en
el que se reconoce el del hijo, el Marquesito, que recién en el desenlace se nos revela, aunque
se supone siempre hubo un nombre detrás del apodo. El nombre remite a la electricidad y, en
consecuencia, a la tortura mediante picana, pero también puede ser una alusión a la contrafigura
de Edipo, Electra, masculinizada. El/la protagonista dispara a Evo en la cabeza y la policía lo/la
arresta. Saliendo de la sala hace un descubrimiento:
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Junto a la puerta descubrí el cartel que le daba nombre a la sala Magna: “Señora
de Artowicz” y debajo “madre de Electro Artowicz, esposa de Antonio
Artowicz, se desconoce su nombre de soltera, se desconoce el lugar de
nacimiento, se desconoce su paradero” (2013, p. 109).
El inicio del capítulo final restituye cierta ambigüedad, porque vuelve a abrir la posibilidad
de una lectura realista que haga del personaje un travesti psicótico de personalidad desdoblada:
reitera el léxico y la retórica verosímiles del primero, pero el desenlace responde más bien al
juego de máscaras y transformaciones de género que trasmuta toda la novela. Los restos
alegóricos se destacan como fragmentos sueltos yuxtapuestos a la linealidad de la intriga: el
travestismo de la Madre podría señalar la institucionalización de las políticas de la memoria.
En términos de Deleuze, el devenir-mujer, como el devenir animal de los chicos, es cortado y
cooptado por la unidad molar del Estado, que es el correlato de la unidad molar familiar. En
efecto, si el terrorismo de Estado tomó el cuerpo de las mujeres, en parte, apoyado en una
retórica hegeliana de reivindicación de lo familiar como unidad social (lo que se tradujo en el
robo y apropiación de bebés), las políticas de la memoria, al institucionalizarse, y reclamar
legítimamente el conocimiento de la propia genealogía familiar, corren no obstante el riesgo
de toda estatización: que el Estado hable en lugar de las madres y abuelas de la memoria, que
su lucha sea cooptada por el carácter cefálico de la autoridad (Derrida, 2010, pp. 48-50 y p.
264) de cualquier Estado, aunque fuere democrático.
No obstante, El desmadre, en su alegorismo de ruinas, figura la incompletitud abierta del
trauma, que ninguna política de Estado puede colmar, impidiendo que el duelo restablezca la
normalidad social, la reconciliación con el pasado. La “ontología deforme” rechaza la
ontología de la forma acabada a la que responde el símbolo: la sustitución metafórica sin restos.
Por el contrario, la insistencia en el presente de un pasado traumático conlleva la afirmación
de una posición melancólica que rechace la reconciliación (hegeliana) tanto psíquico-
individual como colectiva.
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Recial Vol. XV. N° 25 (Enero- Junio 2024) ISSN 2718-658X. Rafael Arce, El duelo imposible. Terror político y
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Notas
1
Pensando desde el ámbito de la estética, dice Silvia Schwarzböck: “Lo que la dictadura depara con su victoria
económica (…) no se hace explícito, como objeto estético, ni bien los represores dejan el gobierno: recién entra
en el régimen de apariencia pura, convirtiéndose en un objeto explícito, en la década del noventa” (Schwarzböck,
2015, p. 25).
2
Otra omisión es Las varonesas de Carlos Catania, publicada en 1978 en Seix Barral y prohibida por la dictadura
militar argentina. Aunque poco conocida, la novela fue reeditada en 2016 por Las Cuarenta en Buenos Aires.
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Recial Vol. XV. N° 25 (Enero- Junio 2024) ISSN 2718-658X. Rafael Arce, El duelo imposible. Terror político y
horror metafísico en El desmadre de Pablo Farrés, pp. 159-177.
3
“La reivindicación de la memoria setentista durante el periodo kirchnerista habilitó la circulación de discursos
en relación a la temática en el campo de las artes, con un particular modo de tratamiento ligado a la ironía y el
humor. Su particularidad es que se trata de formas de evocación en donde el pasado traumático es rescatado pero
alejándose, de forma manifiesta, de la política reivindicativa oficial sobre ese período. Así, hijos de desaparecidos
dedicados a la escritura de ficción se corren de los lugares comunes de este boom de la memoria kirchnerista
para permitirse hacer chistes sobre sus padres, sobre ellos mismos, sobre su dolor” (Adamini-Casali, 2018, p. 3).
4
Los trabajos de Lespada y Paredes dan la incómoda impresión de haber quedado interrumpidos o, tal vez, se
echa en falta, habiéndose publicado el volumen en 2018, una ampliación del corpus que incluyera estas ficciones,
literarias o no. Se objetará que el recorte es válido en el contexto de su argumentación. No obstante, ¿por qué los
dos trabajos, en sus conclusiones, se ven obligados a incluir una cita al pie, en las cuales se esboza justamente las
problemáticas que estos corpus más contemporáneos demandan? Lespada comienza su pie de página, que es una
extensa cita de un artículo de Monteleone, coordinador del volumen, obligado por la novedad que implica la
novela de Bruzzone, como si esta terminara una época y no abriera, justamente, una década novedosa. Paredes se
limita a señalar esta nueva época con otra cita ajena, sin integrarla en su trabajo.
5
Farrés ha publicado hasta el momento diez novelas: El punto idiota (2010), Literatura argentina (2012), El
reglamento (2013), El desmadre (2013), Mi pequeña guerra inútil (2017), Las pasiones alegres (2020), El libro
del buen olvido (2021), Las series infinitas (2022), El país de los sueños (2023) y El país de los sueños (2023)
(esta última con el nombre de Pablo Ferrarese). Desde 2017, Farrés viene publicando cada novela en la editorial
Nudista de Río Tercero (Córdoba) que también ha empezado a reeditar sus novelas anteriores, lo que muestra que,
aunque poco conocido para la crítica académica, esta obra ya cuenta con un público lector.
6
Dice César Aira en el célebre Prólogo a Novelas y cuentos de Lamborghini: El fiord es una alegoría, pero mucho
más que eso es una solución al enigma literario de la alegoría, que intrigó a Borges. La solución que propone
Osvaldo, tan sutil que, al menos a mí, me resulta casi inaprensible, consiste en sacar el sentido alegórico de su
posición vertical, paradigmática, y extenderlo en un continuo en el que deja de ser él mismo (de eso se trata el
sentido, todo sentido, de un abandono de un término por otro) y después vuelve a serlo, indefinidamente” (1988,
p. 11). Veremos que esta ingeniosa conjetura no es ajena a la alegoría benjaminiana.
7
“Cuando en 1990, Annie Sprinkle utiliza por primera vez la expresión del artista holandés Wink van Kempen
«postpornografía» para presentar su espectáculo The Public Cervix Announcement, en el que invita al público a
explorar el interior de su vagina con la ayuda de un espéculo, nace un nuevo género de representación del sexo,
crítico al mismo tiempo de la visibilidad que la medicina y los códigos de la pornografía tradicional producen”
(Preciado, 2008, p. 187)
8
Las violaciones que sufre la protagonista en su encierro constituyen un resto alegórico literal del plan sistemático
de violencia sexual contra las militantes mujeres, doblemente humilladas por ser militantes y por no ser “buenas
mujeres”, es decir, señoras de su casa, lo que legitimaba la apropiación de sus bebés (Di Meglio, 2023).
9
El Literatura argentina, el niño-perro, cuando cuenta sus memorias, también debe arrancar su -mismo del
colectivo que constituye la jauría: “Encontrarnos en un espacio externo al del parque fue tomar conciencia de la
propia comunidad, descubrirnos como una multitud con tareas específicas y conductas autónomas. Formábamos
un pueblo” (Farrés, 2020, p. 35).
10
“Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La
literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padremadre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las
razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal” (Deleuze, 1996, p. 10).
11
Diario de una princesa montonera acuña la expresión “hijis”, jugando con la frivolidad de las retóricas de redes
sociales y blogs.
12
La incorrección política de Farrés, que podía ser chocante hace solo unos años, puede resultar anacrónica en
nuestra actual coyuntura política, en un país que ha cerrado el Instituto Nacional contra la Discriminación, la
Xenofobia y el Racismo, y el mismísimo presidente de la nación utiliza la expresión para insultar a sus opositores
políticos. Más allá de eso, tanto esta novela como otras de Farrés parecen anticipar, o presentir, la escalada
autoritaria de nuestro tiempo.
13
La crítica de Sarlo no solo del testimonio sino de la narrativa histórica no académica posee innegables matices
benjaminianos. En este sentido, el discurso histórico no académico “no sólo recurre al relato sino que no puede
prescindir de él (a diferencia del abandono frecuente y deliberado del relato en la historia académica); por lo tanto,
impone unidad sobre las discontinuidades, ofreciendo una nea de tiempo consolidada en sus nudos y
desenlaces” (2004, p. 14).
14
Dijimos al comienzo que, a diferencia de Bruzzone y de Pérez, Farrés no es hijo de desaparecidos. Aunque la
autonomía de su obra no necesite relacionar texto y autor, la transexualidad de la novela también sugiere un
Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional.
Recial Vol. XV. N° 25 (Enero- Junio 2024) ISSN 2718-658X. Rafael Arce, El duelo imposible. Terror político y
horror metafísico en El desmadre de Pablo Farrés, pp. 159-177.
rechazo a la impostación de la voz del otro, en este caso la mujer: al fin de cuentas, los travestis de El desmadre
afirman que un escritor no puede dar voz a las madres ni a las militantes.