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Recial Vol. XV. N° 25 (Enero- Junio 2024) ISSN 2718-658X. Rafael Arce, El duelo imposible. Terror político y
horror metafísico en El desmadre de Pablo Farrés, pp. 159-177.
los apropiados. Trataremos de ceñir esta alegoría en términos benjaminianos tal como lo
propone Avelar.
La segunda línea argumental constituye entonces una interrupción de la diégesis. Se postula,
además, como especulación filosófica: el dolor, la carne, la corporalidad, los fluidos sexuales,
los órganos sexuales masculinos y femeninos, se vuelven motivos de reflexión, suspendiendo
cualquier trama. De este modo, la novela desborda el sentido de la violencia política como
ámbito de reflexión reducido a las “narrativas”, ficcionales o no, oficiales o no, literarias o
históricas, introduciendo la ontología como dimensión ineludible de interrogación: el trauma
interrumpe la trama.
Como veremos más abajo, la novela sugiere que lo humano es lo más monstruoso, porque
es lo que se ha fabricado con la más extrema crueldad. Aunque es atroz el tormento al que se
someten a niños, mujeres y minusválidos en esta obra, el horror siempre será menor en
comparación con el que volvió Homo Sapiens al animal pre-humano. El Hombre es el Espíritu
hegeliano, el mundo humano de la Idea. Se hizo a sangre y fuego. Por el contrario, lo inhumano,
aunque también terrible, es valorado, porque restituye algo que el hombre ha perdido, algo que
podríamos llamar, con Deleuze, inmanencia (Deleuze, 2004, p.67, p. 71 y pp. 108-109): una
afirmación de lo doloroso y de lo placentero, de la muerte y de la vida, tal como se dan, sin
promesa de trascendencia, contra la negación en que, para Hegel, consiste lo propiamente
humano.
Con la promesa de recuperar a su hijo, la protagonista se entrega sacrificialmente a Juan
Reynoso, que no tarda en someterla a castigos físicos que incluyen los golpes, la picana y la
asfixia, a pesar de que ella misma se muestra, de entrada, dispuesta a utilizar el sexo como
moneda de cambio para obtener ayuda. Ese sometimiento, lejos de rebelarla, la hace sentir
protegida. La joven resalta las cualidades masculinas, es decir violentas, de su comisario. No
solamente el sometimiento que sufre a manos de Reynoso es acompañado de una naturalización
y un acostumbramiento, sino que el comisario no necesariamente disfruta de los vejámenes. La
aceptación pasiva de las víctimas no es menos chocante que la discusión de un tópico de los
relatos del horror del terrorismo de Estado, esto es, el carácter sádico del opresor:
que si había crueldad no necesariamente estaba ahí para ser gozada, que si había
perversión y horror no necesariamente había alguien que actuara lo que hacía
como perversión u horror. Eso seguro lo dejaba para sus amigotes y camaradas
de servicio donde el deber era mostrarles a todos, más que la crueldad, el goce
de la crueldad. (2013, p. 29)
En efecto, el sádico, el Marqués, tiene algo de artificial, de impostor, de máscara (su
presunto título nobiliario, la posibilidad de que haya sido un estafador). El sadismo del opresor
dota de sentido al horror. No es solo un componente de agravamiento del crimen. Cuando el
segundo narrador compara el hardcore con el porno Down, subraya la indiferencia apática con
la que se someten los cuerpos al dolor y al placer sádico-masoquista en las películas de María
Reynoso (2013, pp. 25-26). El sadismo es también, aunque resulte abyecto, una
racionalización, ya que explica la crueldad, la reduce a la psicología individual: “En ese sentido
el goce del sádico es también una forma de esperanza” (2013, p. 57). Si hay goce, ese goce
termina y, con él, la tortura. En cambio, si el torturador no goza, puede ejercer el tormento de
manera indefinida, lo que es peor para la víctima.
Un día Juan Reynoso organiza lo que llama “la fiesta del fin de los buenos tiempos” (2013,
p. 32) en esa casa apartada en la que la protagonista es a medias huésped, a medias prisionera,