Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XV. N° 25 (Enero- Junio 2024) ISSN 2718-658X. Leandro Ezequiel Simari, Narraciones sobre
la frontera atávica: misterios, experimentos y primates en Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, pp.
97-117.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v15.n25.45623
Narraciones sobre la frontera atávica: misterios, experimentos y
primates en Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones
Leandro Ezequiel Simari
Universidad de Buenos Aires
Universidad Nacional de San Martín, Argentina
simarileandro@gmail.com
ORCID: 0000-0002-2987-2043
Recibido: 26/10/2023. Aceptado: 30/03/2024
Resumen
En sus dos primeros poemarios, Las montañas del oro (1897) y Los crepúsculos del jardín
(1905), Leopoldo Lugones apeló a una serie extensa y heterogénea de figuras animales
para abordar diversos tópicos. Al respecto, destacan los cruces entre estas retóricas de lo
animal y las reflexiones en clave poética que motivan en Lugones sus inquietudes
esotéricas y metafísicas. De allí emerge, precisamente, una de las imágenes más
contundentes de Las montañas del oro: la imagen de una “frontera atávica” trazada en el
alma humana, detrás de la cual se recluye un elemento primitivo, animal. El presente
artículo contempla las proyecciones de esa imagen y de las interrogaciones asociadas en
las ficciones narrativas que Lugones escribió durante el mismo período y que compiló en
Las fuerzas extrañas (1906). En particular, la propuesta consiste en analizar los modos en
que dos cuentos, “Un fenómeno inexplicable” e “Yzur”, apelan a un imaginario que
combina las teorías científicas y teosóficas en auge durante el período para diseñar
ficciones en las que la vida humana encuentra identificaciones y discontinuidades frente
a un otro con el que guarda múltiples similitudes: el mono.
Palabras clave: Leopoldo Lugones, literatura argentina del siglo XIX, animalidad,
evolucionismo, teosofía
Narratives about the atavistic frontier: mysteries, experiments and primates in The
Strange Forces of Leopoldo Lugones
Abstract
In his first two collections of poems, The Mountains of Gold (1897) and The Twilights of
the Garden (1905), Leopoldo Lugones appealed to an extensive and heterogeneous series
of animal figures to address various topics. In this regard, the intersections between these
animal rhetorics and the poetic reflections that motivate Lugones' esoteric and
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la frontera atávica: misterios, experimentos y primates en Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, pp.
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metaphysical concerns stand out. From there emerges, precisely, one of the most
compelling images of The Mountains of Gold: the image of an “atavic frontier” drawn in
the human soul, behind which a primitive, animal element is confined. This article
contemplates the projections of that image and the associated questions in the narrative
fictions that Lugones wrote during the same period and that he compiled in The Strange
Forces (1906). In particular, the proposal consists of analyzing the ways in which two
stories, “An inexplicable phenomenon” and “Yzur” appeal to an imaginary that combines
the scientific and theosophical theories that were on the rise during the period to design
fictions in which human life finds identifications and discontinuities compared to another
with which it has multiple similarities: the monkey.
Keywords: Leopoldo Lugones, 19th century argentine literature, animality,
evolutionism, theosophy
Los años que van de 1897 a 1906 marcan el precipitado ascenso de Leopoldo Lugones
dentro de la escena literaria de Buenos Aires, al tiempo que anticipan uno de los atributos
que caracterizarían su trayectoria futura: la “versatilidad camaleónica (Benítez y
Ciancio, 2014, p. 238). En ese período, Lugones pasa por la poesía, el ensayo y la
narrativa, inaugura su faceta de escritor profesional al servicio del Estado, traba relación
con Rubén Darío y comparte con José Ingenieros no solo un credo político del que ambos
acabarían por tomar temprana distancia, sino, además, la dirección de La Montaña,
autoproclamado periódico socialista revolucionario. Seis volúmenes son el saldo de
esos nueve años: Las montañas del oro (1897), La reforma educacional. Un ministro y
doce académicos (1903), El imperio jesuítico: ensayo histórico (1904), Los crepúsculos
del jardín (1905), La guerra gaucha (1905) y Las fuerzas extrañas (1906).
Una bibliografía crítica copiosa ha trazado, de uno a otro, múltiples líneas de lectura,
que recorren constantes, discontinuidades y reformulaciones, y detectan rasgos que
resuenan en obras posteriores: los movimientos de aproximación y distanciamiento de
cara a la poética del modernismo, las relecturas de la tradición y la historia locales, sus
proyecciones hacia el mito y la Antigüedad clásica como fuentes primigenias para toda
expresión de la cultura occidental, recurrencias de un florido repertorio retórico y
morfosintáctico, apelaciones frecuentes y poco sistemáticas a los discursos de las ciencias
y las pseudociencias en boga por aquel entonces. Entreverado con muchos de esos ejes,
es todavía posible postular otro, que se instala en la primera obra de la serie para cobrar
centralidad en la última y va ganando nitidez a partir de una pregunta elemental: la
pregunta por los límites y continuidades entre vida humana y vida animal, entre la
naturaleza biológica, ética, ontológica, que diferencia o emparenta a humanos y
animales.
A lo largo de sus primeros poemarios, Lugones dispersa un denso bestiario poético,
que se asocia, sobre todo, a dos núcleos temáticos salientes. En ese sentido, una primera
serie de retóricas de lo animal se anuda al consabido erotismo lugoniano, que se reviste,
en palabras de Mónica Bernabé, de una “voluptuosidad violenta” (2014, p. 161) en Las
montañas del oro, para virar luego hacia tonos más desenfadados y juguetones en Los
crepúsculos del jardín, acordes al conjunto en que se integran. Así, por caso, la
poetización de lo erótico confiere la forma de una “mariposa negra” (Lugones, 1919, p.
43) al espíritu del yo poético de “Rosas del calvario”, en cuyos versos la intercalación
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continua de “ensueños lascivos” (p. 43) trenza un deseo mortuorio y una lujuria cuasi
necrófila (el “monstruoso idilio” [p. 44] de cuerpos enlazados) frente a la “novia yerta”
(p. 44). En contraposición, de poema en poema, las figuras de la animalidad en Los
crepúsculos del jardín se vuelcan sobre el tratamiento del erotismo bajo la forma de la
metáfora o la comparativa lúdicas, montadas sobre la fragmentación de los cuerpos
femeninos y la superposición simultánea de imágenes animales:
Miro desde los sauces lastimeros
En mi alma un extravío de corderos
Y en tu seno un degüello de palomas (Lugones, 1905, p. 52).
Sonó un beso… Los vahos del rastrojo
Se fatigaban en la ardiente brisa;
Y mientras Clori con fingido enojo
Sonreía, ajustando su camisa,
Brotó un menudo pececito rojo
Del trémulo coral de su sonrisa (Lugones, 1905, p. 56).
Alabadas tu boca que ahogó en besos mi hambre.
Alabado tu seno, doméstica paloma;” (Lugones, 1905, p. 114).
Además de potenciar la peculiar inflexión de sensualismo que emerge del tándem
conformado por la fragmentación y la animalización del cuerpo humano, “Endecha”, en
particular, destaca también por movilizar un embate directo contra las retóricas de la
animalidad características de Rubén Darío, desvirtuando su mayor blasón: el cisne
modernista. Tras una apretada concatenación de figuras zoológicas, que desperdiga
“pulgas” en las medidas de la mujer deseada, “ruiseñores” en su oreja y “gatitos” entre
sus senos (Lugones, 1905, p. 92), el yo poético cede al trance del “Amor que celos
inculca” (p. 96) y encabalga un curioso reproche con dobles e innegables reminiscencias:
¿Te venció en fogoso arranque
El fauno que, temerosa,
Me señalas
O el cisne que en el estanque
Nieva el agua silenciosa
Con sus alas? (Lugones, 1905, p. 97).
De ahí en más, con la figuración entronizada del cisne por principal víctima,
“Endecha” encara una postura burlona y (auto)paródica frente a ciertos desbordes de la
estética modernista, que encuentran ecos claros en la propia retórica esgrimida por
Lugones en Las montañas del oro:
Ya no hay pájaro que luche
Por conquistar mi tesoro
Más secreto.
Clavé en su lírico buche
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Las catorce flechas de oro
De un soneto.
A la orilla del remanso
Vi abatirse su plumaje
Dado al viento;
La muerte lo trocó en ganso…
Con trufas será potaje
Suculento. (Lugones, 1905, p. 98).
Una segunda serie, por otra parte, entrelaza las retóricas de lo animal que abundan en
la poesía de Lugones con sus interrogaciones existenciales, características, sobre todo, de
Las montañas del oro, e indisociables de sus incursiones en los terrenos del esoterismo,
la metafísica, la ciencia, la religión, el mito.
Dentro de ese enjambre teórico de procedencia y gravitación dispares, destaca, en
particular, la doctrina teosófica surgida en el tercio final del siglo XIX, a cuyos principios,
en líneas generales, Lugones adscribía. Para la teosofía, la materia no constituye la barrera
última del conocimiento sobre las verdades del universo; al contrario, “la dimensión
espiritual de la vida” (Quereilhac, 2008, p. 68) no solo compondría un objeto de estudio
plausible, sino, además, un instrumento capaz de oficiar de timón para la existencia
material, en tanto y en cuanto “dominar la materia con el espíritu, habitarla
espiritualmente” supo ser “uno de los grandes objetivos de los teósofos” (p. 80).
Siguiendo esa línea, de espaldas al dualismo distintivo del pensamiento occidental,
según el cual espíritu y cuerpo, y humanidad y animalidad componían pares de opuestos
respectivamente homologables, Lugones representó la dimensión animal del humano,
ante todo, como un componente esencial del ser, y no como atributo de la materia. En
otras palabras, para Lugones lo animal del humano no demarcaba su refugio en la
fisicalidad orgánica ni en la maquinaria fisiológica del cuerpo, sino más allá, en el
territorio inefable del alma.
Si Las montañas del oro alcanza el mayor grado de vuelo metafísico en
“Metempsicosis”, con la transmigración del alma del yo poético al cuerpo de un perro
que ruge de cara a “un mar eterno”, oculto en “un país de selva y amargura” (Lugones,
1919, p. 47), en otros poemas, los mismos elementos se reordenan para sintetizar no la
sustitución, sino la convivencia de humanidad y animalidad en una simbiosis espiritual.
Con asiento en los dominios del alma, lo humano y lo animal constituyen dos esencias
discernibles, pero fundidas en una. Las proyecciones poéticas de este credo reinciden en
moldear el alma a partir de figuras geográficas, haciendo de su naturaleza insondable un
país con su trazado de límites, su diversidad de biomas y sus relieves distintivos. En “La
vendimia de Sangre”, por caso, el yo poético ubica su corazón, el “gallardo paladín
herido”, en “la hipnótica selva de mi alma”, la misma región en que “anudan sus cópulas
los lobos” y “teje su red la araña negra” (Lugones, 1919, p. 41). Una espacialización de
características similares encuentra lugar en “La rima de los Ayes”: allí, “un lóbrego paraje
/ en la infinita latitud de mi alma” será el refugio de la musa, y, a la vez, el paisaje que
remata el costado tenebroso de las imágenes concatenadas desde sus primeros versos.
Imbuida en “silenciosas noches de seis meses”, en aquella latitud del alma se yergue “una
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cumbre siempre muerta”, el paraje seco y oscuro en que, precisamente, “brama la fiera
que está oculta / tras el perfil de la frontera atávica” (Lugones, 1919, p. 36).
Desde la década de 1870, el medio cultural local registraba el avance de un
cientificismo biologista, alimentado tanto por la particular versión vernácula de la
filosofía positivista como por la temprana difusión de las teorías transformistas de Charles
Darwin y otros sistemas teóricos más o menos subsidiarios. Al emplazar la interrogación
sobre la animalidad intrínseca de la naturaleza humana en una dimensión espiritual, y no
corporal, la poesía de Lugones se demarcaba de la modulación eminentemente
materialista que problemáticas semejantes adquirían en ese contexto. En efecto, la
presencia del elemento animal en el ser humano, el atavismo, la posibilidad (el temor) de
una regresión atávica más o menos contundente no se juegan en “La rima de los Ayes”
en el territorio del cuerpo y sus fenómenos asociados como proponía, por ejemplo, la
antropología criminal de Cesare Lombroso, sino en la infinita latitud del alma. No
obstante, ese desplazamiento del plano orgánico y material al ontológico y trascendental
no impide que Lugones arrastre consigo algunos de los lugares comunes que a fines del
siglo XIX definían los imaginarios sobre la animalidad y, en especial, sobre lo que podría
definirse como lo animal del humano. Síntesis y símbolo de una visión sobre la
humanidad, la frontera atávica de Lugones figura no un cuerpo, pero un alma
fragmentada, habitada por su propia prehistoria, que ve desdibujarse los límites de su
especificidad al ser tensionada por arrestos elementales, feroces, animales.
Entre 1897, año de publicación de Las montañas del oro, y 1905, año en que fue
publicado Los crepúsculos del jardín, Lugones escribió también los cuentos que luego
compilaría en Las fuerzas extrañas
1
. En esa simultaneidad, la tematización de los vínculos
entre humanidad y animalidad pasaba del verso a la prosa en inflexiones paralelas y, en
buena medida, complementarias, aunque diferenciadas por dos desplazamientos
principales. El primero de ellos, una creciente gravitación de la dimensión sensible y
material de lo viviente en la narrativa, para matizar la hegemonía casi irrestricta de las
regiones metafísicas del alma como ámbito excluyente de problematización en los
poemas. El segundo, de innegable parentesco con el anterior, un reposicionamiento del
discurso cientificista en los cuentos, en un movimiento que, lejos de anular el peso del
ideario teosófico, patentizaba con mayor nitidez la adscripción de Lugones a corrientes
de pensamiento que dilataban los alcances de la ciencia más allá de las circunscripciones
empíricas que le asignaba el positivismo, con la intención de abarcar también bajo su ala
epistémica un conocimiento acerca de la cara espiritual de la existencia.
En cualquier caso, aun en su diversidad, la narrativa lugoniana sostiene y reformula
algunas de las preguntas que ya orientaban su exploración poética de la frontera atávica:
preguntas por la posibilidad de dar con los atributos distintivos de un cuerpo, un ser, un
hacer propiamente humano; preguntas por los territorios y las manifestaciones inherentes
a la animalidad intrínseca del cuerpo (o el espíritu) de la especie; preguntas por las
continuidades, los borramientos, la potencial reversibilidad evolutiva entre unas y otras
formas de vida. Menos exuberante que la que atraviesa sus versos, la colección zoológica
que habita las ficciones de Las fuerzas extrañas otorgará un protagonismo innegable al
orden de los primates. Así, Lugones elabora a través de la ficción una serie de
movimientos de reconocimiento y diferenciación entre el humano y el mono, articulados
sobre los imaginarios de la ciencia, la metafísica y la teosofía.
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Del espíritu atávico al experimento humanizador
La heterogeneidad de tema y tono que exhiben los cuentos con animales reunidos en
Las fuerzas extrañas parece resultar del diálogo alternante con tres antecedentes más o
menos tradicionales y vigentes en la cultura porteña de fin de siglo. Con su retorno al
mito y su tonalidad de relato maravilloso y casi utópico que se tiñe de súbito con tintes
pesadillescos, “Los caballos de Abdera” trasluce reverberaciones de la imaginación
modernista. En cambio, “El escuerzo” no solo da forma a su anécdota con el molde de la
leyenda popular, sino que, además, hace de ella un modo de enunciación que circula, en
clave de advertencia, de un personaje a otro. Finalmente, los cuentos que encaran de
manera más programática la exploración de la frontera atávica entre humanidad y
animalidad son aquellos que tantean los preceptos evolucionistas, ya muy difundidos
aunque no siempre con rigurosidad en la cultura porteña. Para este conjunto de
narraciones de Lugones, compuesto por “Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones”,
“Un fenómeno inexplicable” e “Yzur”, la referencia inmediata radica en las
extrapolaciones de las teorías de Darwin a otros territorios culturales, en especial la
temprana y pionera apropiación por medio de los códigos de la ficción que acometió
Eduardo Holmberg en Dos partidos en lucha.
La autoproclamada “fantasía científica” con que Holmberg inauguró su veta literaria
recorta las alternativas ficticias de un debate a gran escala entre partidarios del sistema
evolucionista de Charles Darwin y defensores del inmovilismo de las especies sobre un
telón de fondo conformado por vestigios de acontecimientos históricos recientes: la
revuelta encabezada por Bartolomé Mitre tras reputar de fraudulento el triunfo de la
fórmula Nicolás Avellaneda-Mariano Acosta en las elecciones presidenciales del 14 de
abril de 1874. Publicada en 1875, con la derrota definitiva de la revolución mitrista
todavía fresca, la novela escenifica, en palabras de Adriana Rodríguez Pérsico, “un nudo
crucial de la cultura argentina: la reducción de todas las esferas y la subordinación de
todos los campos a las cuestiones políticas” (2008, p. 335).
No obstante, por encima de esos juegos de superposiciones y simetrías entre
referencias históricas del pasado reciente y vicisitudes ficticias del choque de paradigmas,
Dos partidos en lucha propone otra forma de articulación entre ciencia y política; una
que, en los términos de Sandra Gasparini, aspira a polemizar “acerca de las políticas de
la ciencia” (2005, p. 14). En efecto, mientras avanza hacia un enfrentamiento final, el
contrapunto que protagonizan los darwinistas y sus detractores devela procesos de
institucionalización de la ciencia que ya se habían desencadenado en el país al deslizarse
por una serie de tópicos que los interpelaban:
La necesidad de una nueva educación para los futuros científicos, la
regulación estatal de los espacios públicos que ellos deberían ocupar (a la
vez que fundar), la pertinencia ‘nacional’ de los temas de investigación,
los modos adecuados de circulación de la bibliografía por distintas redes
(academias, conferencias y clubes) y el rol de la prensa. (Gasparini, 2012,
pp. 98-99).
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De esta manera, la novela diseña una ficción doblemente contextualizada: por un lado,
por el acontecimiento histórico inmediato; por otro lado, por los avatares teóricos e
institucionales que convulsionaban el precario campo científico nacional. El énfasis con
que Holmberg repuso y satirizó ese doble marco resulta indisociable de un principio
constructivo elemental para Dos partidos en lucha: concebir a la ficción, sobre todo, como
instrumento de crítica o discusión frente a los debates coyunturales que atraviesan su
trama narrativa. Atadas al propósito polemista, o, más específicamente, al propósito de
compaginar un mundo ficcional que legitimara la postura que el propio Holmberg
adoptaba frente a la polémica en curso, las relaciones entre humanidad y animalidad que
la novela postula cumplen la función narrativa a la vez crucial y limitada de clausurar
el debate y la narración a un tiempo. Es decir, el estatuto ambivalente que Dos partidos
en lucha asigna a la tribu africana de los akkas, en cuyos cuerpos la indistinción
morfológica entre la naturaleza humana y la naturaleza animal vendría a forjar el eslabón
perdido de la cadena evolutiva, equivale a la invención de una evidencia incontrastable
para liquidar las discusiones y respaldar el sistema transformista de Darwin.
Es cierto que la novela articula una puesta en debate acerca de las políticas de la ciencia
y de los alcances, limitaciones materiales y restricciones éticas que determinan
metodologías y objetos de estudio. Pero, incluso con sus matices de sátira y sus acicates
contra las falencias y desbordes del discurso y la praxis científica, no titubea en la
exaltación del dogma al que explícitamente adscribe; de hecho, por el contrario, rellena a
través de la ficción lo que los detractores de Darwin consideraban un vacío de
corroboraciones empíricas. En ese camino, moldea de manera calculada cuerpos que
disipan la línea fronteriza entre especies hasta alumbrar una conveniente forma de vida
intermedia que haga al partido evolucionista imponerse en la lucha en curso.
Si las menciones a Darwin, la apropiación literaria de saberes y moldes enunciativos
recogidos de la ciencia o las figuraciones corporales que sugieren o aseveran
continuidades e indistinciones entre la humanidad y el resto de los primates permitieran
ubicar a las ficciones lugonianas en la estela de la fantasía científica, el tratamiento y
gravitación que estos elementos revisten respectivamente en la novela debut de Holmberg
y en los cuentos de Lugones no favorecen la prolongación de estas sintonías preliminares.
El posicionamiento de estos últimos frente a la doble coyuntura que Dos partidos en lucha
se esmera en recrear traza una primera demarcación de cara al antecedente inmediato. En
líneas generales, en los cuentos de Lugones que traban vínculos con el fervor
evolucionista del período, las coordenadas geográficas y temporales destacan más por su
vaguedad que por su relevancia para el desarrollo de la anécdota que enmarcan. Sin
clausurar potenciales lecturas en clave histórica y contextual, el foco de la narración
nunca enfatiza esas posibilidades.
Tampoco son enfáticos los modos en que Lugones se apropió de saberes y patrones
discursivos que integraban la vulgata científica de la época. Recubiertas por una pátina
de cientificidad que alcanza distintos grados de profundidad en la estructura textual, las
narraciones traslucen mucho más que sus poemas las huellas que en la cultura porteña
plantaron la fascinación y el debate suscitados por el evolucionismo darwiniano. Ahora
bien, más allá de la comparativa interna a la propia obra, los cuentos de Las fuerzas
extrañas están lejos de prodigarse en la recreación ficcional contemplativa, vindicatoria
o polémica de ese marco de referencia: lo utilizan como disparador, dialogan con él,
aluden a él de manera suficiente, pero, sistemáticamente, lo desbordan. Como
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consecuencia, los modos en que asumen la problematización de la frontera entre
humanidad y animalidad agudizan el contraste con la novela de Holmberg, porque
exceden las fórmulas, axiomas y dilemas enmarcados por el transformismo.
Siguiendo las enseñanzas que Annie Besant difundió en Buenos Aires a través de la
revista Philadelphia (con la que, por otro lado, también colaboró Lugones), “Ensayo de
una cosmogonía en diez lecciones” introduce en Las fuerzas extrañas un postulado
teosófico según el cual el ser humano constituye “la fuerza superior en la animalidad”, la
primera de sus manifestaciones en aparecer sobre la Tierra y la fuente primigenia de la
que se derivan las demás especies, en lo que representa una inversión completa de “la
escala darwiniana” (Lugones, 1906, p. 267). Así, en una antítesis perfecta de la fantasía
científica de Holmberg, la más explícita referencia a las teorizaciones de Darwin en Las
fuerzas extrañas adopta la forma de una referencia adversativa. Enunciada ya en esa
lección, la puesta en cuestión de los cruces y límites entre la naturaleza humana y la
animal encuentra un desarrollo narrativo más elaborado en otros dos relatos, que, sin
mencionar abiertamente al naturalista inglés, reenvían de manera suficiente a The Descent
of Man.
Antes de integrarse a Las fuerzas extrañas, el primero de esos cuentos, “Un fenómeno
inexplicable”, fue publicado en la revista Philadelphia, en 1898, bajo el título “La
licantropía”. Así y todo, en desmedro de la tradicional transmutación del humano en lobo
a la que alude el tulo original, el desdoblamiento del protagonista siempre corrió en la
misma dirección, por cierto, más a tono con la época. En viaje entre Córdoba y Santa Fe,
el narrador, pretendiendo esquivar “las horribles posadas de aquellas colonias en
formación” (Lugones, 1906, p. 49), acaba solicitando la hospitalidad de un inglés, con
quien, descubre, comparte el cultivo común de la homeopatía. Esa mínima base de
confianza habilita la confesión, de manera tal que, sin demasiados preámbulos, el inglés
narra su historia. Una temporada en la India, entregado a indagar en las verdades inefables
del espíritu de la mano de los yoguis, sembró en él una perturbadora disociación de la
conciencia, involuntaria y compleja de encausar: “sentía mi personalidad fuera de mí, mi
cuerpo venía á ser algo así como una afirmación del no yo” (Lugones, 1906, p. 58). A
través de la grieta que dibujaba en su ser aquel atisbo de impersonalidad, a través de
aquella fractura que duplicaba la percepción de sí mismo, emergería el doble:
Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez,
resolví una noche ver mi doble. Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo
mismo, durante el sueño extático
Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con
la facilidad acostumbrada. Cuando recóbre la conciencia, ante mí, en un
rincón del aposento, había una forma. ¡Y esta forma era un mono, un
horrible animal que me miraba fijamente! Desde entonces no se aparta de
mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. A donde quiera que él va, voy
conmigo, con él. Está siempre ahí. (Lugones, 1906, p. 59).
En “Un fenómeno inexplicable”, un mono se entrecruza en la existencia del
protagonista, surge de sus exploraciones espirituales para atravesarla por completo; el
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humano lo presiente dentro de sí, lo intuye en su sombra y hasta llega a palparlo en un
tacto desconcertante al estrecharse una mano con otra. Fundida con las doctrinas del
ocultismo, la ciencia inflama los itinerarios fantásticos de la narrativa lugoniana, pero no
actúa para ella, como para Holmberg en su primera novela, a la manera de una guía
permanente o principal. Por eso, hay lugar en Las fuerzas extrañas para un cuento como
“Un fenómeno inexplicable”, en el cual el personaje que presiente en su cuerpo y espíritu
la latencia de un mono no aspira a dilatar las verdades aceptadas del saber científico hasta
acuñar una hipótesis de corte cientificista que desentrañe los orígenes de su mal, sino,
más bien, todo lo contrario: antes de entrar en los pormenores del caso, refutará a su
interlocutor al sostener que la fuente potencial de su estado no fue el cólera, como
prejuzgaba este, sino que, en cambio, “fue el misterio” (Lugones, 1906, p. 56). El cóctel
calculado que adereza las derivas del esoterismo con distorsiones de saberes y moldes
discursivos de la ciencia ya se anticipa, de hecho, en el propio título de la narración.
Rodríguez Pérsico (2008, p. 302) ha señalado, en ese sentido, que la yuxtaposición de los
dos términos que lo componen remite, a la par, a ambos marcos de referencia: uno, que
proveería los instrumentos metodológicos y racionales para explorar “el fenómeno”; y el
otro, que viene a tensar “las cuerdas del misterio”, remarcando su condición de
inexplicable.
En lugar de tender un puente de ficción que conecte, a la manera de Dos partidos en
lucha, los terrenos ya conquistados por las ciencias biológicas con las arenas inciertas de
la especulación pseudocientífica, “Un fenómeno inexplicable” toma su raíz teórica de
resonancia darwinista para hundirla en las indagaciones afines al credo de la teosofía y el
espiritismo. Como resultado, el fenómeno inexplicable, el cruce entre el humano y el
mono que el inglés del cuento intuye en su interioridad, vislumbra en su sombra y tantea
al estrechar sus manos adquiere una más densa dimensión fantástica, que lo eleva por
sobre los temores contemporáneos y netamente materialistas de una regresión evolutiva
en términos biológicos. En última instancia, y aunque manifieste huellas perceptibles al
tacto y la vista, la extraña amalgama entre el hombre y el animal que escenifica el cuento
irrumpe bajo la forma de lo que podría consignarse, con Quereilhac, como un “espíritu
atávico” (2016, p. 223), un proceso metafísico que se desprende de la meditación y las
experiencias esotéricas del personaje, para solo después revestir una mínima correlación
corporal. A pesar de dar un rodeo a través de un imaginario estimulado por las versiones
vulgarizadas de las teorías de Darwin, “Un fenómeno inexplicable” acaba, entonces, por
reencontrar los límites y transgresiones de la frontera atávica o, cuando menos, su causa
y origen en un territorio semejante al que Lugones había visitado con “La rima de los
Ayes”: el territorio de la infinita latitud del alma.
Al ficcionalizar los temores contemporáneos de regresión atávica bajo la forma de un
misterio y subsumir un punto de partida narrativo que rondaba lugares comunes del
cientificismo biologista bajo el peso de imaginaciones fantásticas arrancadas a los
dogmas ocultistas, Lugones marcó distancia del Holmberg de Dos partidos en lucha. A
la vez, con su sesgo sobrenatural, derivado de una exploración introspectiva y
trascendental, y no, por ejemplo, de una condición orgánica, psicopatológica, o racial, la
experiencia del inglés de “Un fenómeno inexplicable” no empata los tonos de alarma que
trepidaron en la tematización del atavismo y la animalización individual o colectiva de,
por caso, las ficciones del naturalismo argentino o las caracterizaciones de las multitudes
acometidas por Ramos Mejía. En lugar de un diagnóstico acerca de los peligros biológicos
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que, desde el interior de la propia naturaleza humana, amenazaban las expectativas locales
de modernidad y progreso, el cuento de Lugones ficcionaliza el descubrimiento, entre
decepcionante y atroz, de un individuo que rebusca en mismo los atributos distintivos
de su condición de humano, para encontrarse no con un atisbo de su quintaescencia
trascendental, cuasi divina, sino, por el contrario, ni más ni menos que con un mono. En
todo caso, es ahí donde se lee la mayor gravitación del contexto cultural dentro de la
ficción: en la elección de esa forma de vida en particular para encarnar la fiera “oculta /
tras el perfil de la frontera atávica”, el trasfondo animal indivisible de la humanidad, el
resabio espiritual de los archivos ancestrales de la especie.
Con “Yzur”, Lugones también eludió las problemáticas contingentes que motivaban
el abordaje alarmado de la animalidad en ciertos textos que le eran contemporáneos, en
beneficio de una problematización de más amplio espectro sobre las continuidades y
diferencias con lo humano. En este caso, el desplazamiento se ratifica a través de una
trama narrativa que recorre un sendero inverso al de “Un fenómeno inexplicable”: el
sendero hipotético que conduciría de los monos a los humanos. El punto de partida del
cuento y de las especulaciones que guiarán el accionar de su narrador y protagonista
se cifra en una lectura al paso: en una fuente que dice no recordar, el personaje ha leído
que “los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la
abstención, no a la incapacidad. ‘No hablan, decían, para que no los hagan trabajar
(Lugones, 1906, p. 153). Trabajo y lenguaje se conjugan, así, en la demarcación de las
especies. Una combinatoria que, para 1906, ya contaba con un singular antecedente: “El
papel del trabajo en el proceso de transformación del mono en hombre”, de 1876, un
candoroso intento de Friedrich Engels por procesar el modelo explicativo de la evolución
humana propuesto por Darwin a través del prisma de la filosofía marxista.
Con la intermediación del trabajo entre el humano y el animal previamente instalada
en la mirada antropológica del materialismo histórico, la apuesta de Engels para intervenir
en las polémicas disparadas por The Descent of Man consistió en proyectar la injerencia
que Karl Marx le asignaba en la formación cultural del ser humano o en su franca
regresión a modos de vida animalizados hacia terrenos propios de la constitución
biológica de la especie
2
. Para sostener hipótesis que aspiraban al rigor científico,
compuso, entonces, un repaso por la prehistoria del humano con matices propios de una
ficción especulativa acerca del origen: en tiempos remotos y regiones indeterminadas
quizás en un continente hoy perdido, quizás a fines del período terciario, habitaba el
mundo “un género de monos antropoides muy altamente desarrollado” (Engels, 1961, p.
142). Su principal rasgo distintivo radicaba en cierta preferencia por caminar erguidos, lo
cual contribuía a liberar las extremidades delanteras de la limitante función de ofrecer un
punto de apoyo adicional al andar. Desligadas de esa misión, las manos de esos simios
desarrollados comenzaron a ejecutar “funciones cada vez más amplias” (Engels, 1961, p.
143). De esa aplicación a tareas de diversidad, sutileza y complejidad crecientes, se habría
desprendido, siguiendo la lógica del texto, un proceso de perfeccionamiento de miles de
años, responsable de llevar la extremidad humana hacia su morfología distintiva. En otras
palabras, para Engels “la mano no es solamente el órgano del trabajo, sino que es también
el producto de éste” (1961, p. 144).
Parte de “un organismo armónico, sumamente complicado” (Engels, 1961, p. 144), la
mano habría iniciado la cadena de adaptaciones al trabajo que experimentarían el cuerpo
y la conducta del ser humano en formación, cuyos eslabones siguientes, según Engels,
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treparon desde las extremidades superiores hasta el cerebro, para hacer eco en las cuerdas
vocales. A las tareas conjuntas que realizaban los monos cuasi humanos, en sus precarias
instancias de agrupamiento y sociabilidad, cabría el mérito de haber arrancado a las
necesidades comunicativas de un estado larval. O, en otras palabras: para Engels, fue
debido al trabajo que “los hombres en proceso de formación acabaron comprendiendo
que tenían algo que decirse los unos a los otros” (Engels, 1961, p. 145). En resumen, “la
necesidad creó a su órgano correspondiente” (Engels, 1961, p. 145): el trabajo en
cooperación demandó formas certeras de comunicación y, entonces, impulsó el desarrollo
de la laringe como caja de resonancia y de la boca como herramienta de modulación de
sonidos articulados, mientras estimulaba, con sus exigencias de razonamientos cada vez
más elaborados, el pasaje gradual del “cerebro de mono” al “cerebro humano” (Engels,
1961, p. 146).
Como el ejercicio de evolucionismo marxista de Engels, las creencias que “Yzur”
localiza en Java cruzan el trabajo y el lenguaje con la demarcación de las especies. Sin
embargo, en la ficción lugoniana los mismos elementos se relacionan en un ordenamiento
que difiere doblemente de las especulaciones del alemán. En primer lugar, el hipotético
precepto asiático que funciona como disparador deniega al trabajo un rol de instigador
del lenguaje articulado, para asignarle más bien el inverso: el mutismo selectivo atribuido
a los monos provendría de un abandono de la palabra que habría tenido lugar en el
momento preciso en que los ejemplares de incipiente vida humana comenzaban a producir
a través del trabajo sus medios de subsistencia. En segundo lugar, y en correlación directa
con lo anterior, la injerencia del trabajo como tabique o tamiz entre vidas humanas y
animales se torna doble, u opera en un doble sentido; es decir, en este caso, el trabajo no
solo habría actuado como el instrumento a través del cual la humanidad consolidó su
estatuto, sino, sobre todo, como el causante de que los monos renegaran de las facultades
que podían emparejarlos a sus hermanos primates en la senda de la evolución. De esta
manera, en reemplazo de la exaltación del trabajo que exuda el ensayo de Engels, la
articulación entre trabajo, lenguaje y evolución de las especies confecciona en el texto de
Lugones una matriz ideológica predispuesta a imaginar formas de vidas infrahumanas,
vidas inferiores y holgazanas, negadas a soportar el yugo del trabajar para subsistir, aun
cuando esa opción involucre el abandono de la palabra
3
.
La sentencia recogida de las tradiciones de Java supone, en cualquier caso, apenas el
disparador para la trama de “Yzur”. Más orientado a problematizar los mites entre
humanidad y animalidad que a discurrir sobre las potencialidades de la ciencia, o a agitar
los fantasmas teóricos del atavismo y la regresión de la especie, Lugones no encontró
impedimento para apoyar su ficción sobre las bases de la creencia y arrancar de allí un
“postulado antropológico” (Lugones, 1906, p. 153), primero, y el relato de un largo
experimento de humanización del animal maquillado de terminologías y procedimientos
pseudocientíficos, después. Con apenas ese material lábil, el protagonista acuñará una
hipótesis que, acto seguido, se propondrá demostrar:
Los monos fueron hombres que por una ú otra razón dejaron de hablar. El
hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros
cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos
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y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano
primitivo descendió á ser animal. (Lugones, 1906, pp. 153-154).
Sin buscar asidero en un referente teórico o empírico que la verosimilizara ante los
ojos de la ciencia o la pseudociencia de la época, Lugones tachonó la hipótesis de su
protagonista de nociones que le otorgaran una cierta pátina cientificista, a pesar de que
encerraba en sus comienzos un relato sobre los albores de la humanidad no menos
conjetural que aquel otro bosquejado por Engels. De esas formulaciones iniciales, tan
vagas de contenido como eficaces en cuanto a jerga y tono, emerge el propósito que
sellará el éxito o el fracaso para el experimento que abarca todo el resto de la narración:
“volver el mono al lenguaje” (Lugones, 1906, p. 154). Yzur, un chimpancé adquirido en
el remate de un circo en bancarrota, será el objeto de estudio, el sujeto de pruebas, una
vez que cinco fatigosos años de meditaciones y acopio de bibliografía no dejen en el
personaje principal más que una única certeza: no hay ninguna razón científica para que
el mono no hable” (Lugones, 1906, p. 154). De ahí en más, y hasta que se aproxima a su
desenlace, el cuento recupera las peripecias del experimento a través de los años,
salpicadas por una madeja de prejuicios que Lugones entretejió en su trama.
“Yzur”, o el quiebre de la animalidad protectora
En la comparativa con aquellos a los que, como al mono, juzga “inferiores desde el
punto de vista racial o intelectual” (Rodríguez Pérsico, 2008, p. 309), el narrador de
“Yzur” refuerza las convicciones que lo alientan: el cerebro del chimpancé no es más
rudimentario que “el del idiota” (Lugones, 1906, p. 155), la juventud es el momento
adecuado para someterlo a instrucción, siendo “parecido en esto al negro” (p. 156); su
“movilidad mímica” (p. 156) característica subraya la existencia de cierta facultad de
raciocinio, como en el sordomudo; se encuentra, respecto al lenguaje, “en la misma
situación del niño” antes de empezar a hablar, dado que “entiende ya muchas palabras”
(p. 158). El repaso comparativo otorga un orden de prioridades a la experimentación y
contribuye a definir una estrategia pedagógica ajustada a las limitaciones anatómicas e
intelectuales de Yzur. El plan, entonces, consiste en “desarrollar el aparato de fonación
del mono” antes de estimular en él el uso de “la palabra mecánica”, para introducirlo, por
último, “progresivamente a la palabra sensata” (Lugones, 1906, p. 159). Pero, si al
discurrir acerca de los pormenores del adiestramiento la narración estrecha la distancia
entre la fantasía y un registro enunciativo de corte cientificista, montado sobre la
solemnidad y el rigor metodológico que el propio experimentador desea atribuirles, la
inspección de la boca del simio, la observación de los movimientos de deglución, la
evaluación de la posición de su lengua y los ejercicios de “educación fonética” (Lugones,
1906, p. 159) van acompañados de prácticas más extremas:
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas;
pero apreciaba quizás por mi expresión- la importancia de aquella tarea
anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los
movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la
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grupa con su brazo vuelto hacia atrás Al fin aprendió a mover los labios.
(Lugones, 1906, p. 164).
Entre la imitación y la tortura, el Yzur de Lugones repite un lugar común de las
inscripciones culturales de los simios, fomentado por las experiencias disponibles en
zoológicos y espectáculos de variedades: el parecido anatómico que guardan con el
humano se refuerza a través de juegos simpáticos y caricaturescos de mímica y
gesticulación, manifestaciones tan evidentes como ignoradas de los procesos de
desnaturalización del animal que dispara el cautiverio. En ese sentido, Yzur asoma como
un ejemplar ideal para los propósitos de narrador, en tanto y en cuanto se encontraba
entrenado de antemano por “la educación del circo reducida casi enteramente al
mimetismo” (Lugones, 1906, p. 154). Ahora, bien, que el protagonista no titubee en
martirizar al chimpancé en nombre de su experimento conduce al relato hacia una serie
interrogantes nodales ya planteados en Dos partidos en lucha: cuáles son los límites éticos
de la praxis científica, hasta dónde la búsqueda de la corroboración empírica habilita a
invadir cuerpos sensibles, cómo discernir las atribuciones tolerables e intolerables en el
estudio biológico de animales y humanos.
Si inicialmente el tormento de Yzur asoma como un elemento programático en la
metodología dispuesta por el experimentador que lo somete, la consecución de fracasos,
sumada a la sospecha de que el animal “no hablaba porque no quería” (Lugones, 1906, p.
162), dispara sobre sí una violencia inmoderada. La frustración excita en el protagonista
“una sorda animosidad” (Lugones, 1906, p. 161) contra el mono, que se exterioriza sin
miramientos cuando el cocinero de la casa asegura haber sorprendido a Yzur
pronunciando a escondidas “verdaderas palabras” (Lugones, 1906, p. 161). Entonces, la
paciencia y meticulosidad que habían acompañado al experimento, aun en sus matices
más despiadados, se ven sustituidas por una explosión de ira:
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del
lenguaje, llamélo al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di azotes. Lo único que
logré fue su llanto y su silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días caenfermo, en una especie de sombría demencia
complicada con síntomas de meningitis. (Lugones, 1906, pp. 162-163).
Rota la progresión frustrante de la investigación científica, el último acto del cuento
se desliza entre los desesperados arrestos del protagonista por reencausar sus planes y la
agonía de Yzur, que va desfalleciendo hasta morir. Y en la antesala de la muerte,
precisamente, pronuncia el desesperado ruego por agua, a la vez ratificación de las
presunciones que surcan la narración desde un principio, éxito inasible y amargo para el
experimentador y confirmación de que el mutismo del animal era un medio de resistencia
a los embates pedagógicos y torturantes de su captor. Con las pocas palabras que suelta,
el chimpancé en agonía arroja sobre el final de la narración un matiz de ambivalencia: las
hipótesis del protagonista se confirman casi al mismo tiempo que la experiencia científica
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colapsa sin remedio, al extraviarse toda evidencia y desbaratarse todo progreso con la
extinción del sujeto de pruebas.
A contramano de la amenaza de animalización del humano que ficcionalizaban las
novelas naturalistas de entresiglos, “Yzur” es, en sentido estricto, un relato centrado en
las tentativas de humanización de un animal que, de manera gradual, van extinguiendo en
su obcecado impulsor el sentimiento de piedad y el prurito de infligir dolor en otro cuerpo
sensible. A pesar de esa progresión, el destino fallido del proyecto no parece sellarse de
manera exclusiva en el momento en que el rigor metodológico colapsa ante la ira, sino
mucho antes, en el estadio inicial, cuando se perfilan propósitos e hipótesis.
Como queda dicho, el postulado antropológico que guía la conducta del protagonista
conjetura que los monos descenderían de humanos que renunciaron a expresarse con
palabras, una elección que acabó por atrofiar tanto los órganos de fonación de sus
descendientes como las facultades cerebrales vinculadas con las competencias
lingüísticas. De ahí en más, el experimento traba una equivalencia directa entre humanizar
a un simio y corroborar en este un retorno al lenguaje. Para el protagonista del cuento, la
palabra sería, por definición, una entre múltiples “figuras de ‘lo propio del hombre’”
(Derrida, 2008, p. 19), y su abandono, el origen de la animalización para una estirpe de
primates que optó por prescindir de ella. Pero la investigación que impulsa acaba
decantándose hacia una convicción aún más restrictiva: como si la facultad lingüística
quedara únicamente reducida a la articulación de palabras en la oralidad, su creciente
obsesión radica en hacer que el chimpancé hable.
En paralelo, es él mismo quien, conforme avanza la narración, tantea posiciones menos
concluyentes, sin extraer de ellas impresiones que corrijan los fundamentos de su
proyecto: el loro no piensa, pero “habla” (Lugones, 1906, p. 155); el sordomudo
demuestra que “no por dejar de hablar se deja de pensar” (p. 156); el cretino pronuncia
unas pocas palabras, sin por ello abandonar la condición de ser humano (inferior, diría el
narrador, pero humano al fin). Así, como consecuencia directa de restringir la
humanización del animal al lenguaje, y el lenguaje al habla, el protagonista extravía la
posibilidad de identificar hitos parciales en su exploración, que presiente y enuncia, pero
no sopesa en justa medida. Ante sus ojos, conforme se aproxima el desenlace del cuento,
las pruebas de la humanización del chimpancé se multiplican y su propio captor, sin saber
apreciarlos, toma nota de los atisbos de una interioridad cada vez más compleja, más
humana, que empieza a desbordarse en gestos y actitudes:
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter.
Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y
adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la
costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba
igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. (Lugones,
1906, p. 161).
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que
no podía moverse de la cama. La proximidad de la muerte habíalo
ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de
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mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque
estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de
convalecencia. (Lugones, 1906, p. 163).
El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez,
y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus
ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme
inmediato á su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro
que coronaba y desvanecía á la vez mi esperanza, brotaronestoy seguro
brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha
permanecido sin hablar diez mil siglos!) estas palabras cuya humanidad
reconciliaba las especies:
AMO, AGUA. AMO, MI AMO (Lugones, 1906, p. 167).
Mientras la experiencia didáctica para reintroducirlo en el lenguaje avanza sin frutos
evidentes, Yzur va cultivando un carácter contemplativo y sensible que el protagonista
advierte, pero no valora, porque no culmina en la expresión a través de signos verbales.
Más tarde, ya enfermo, el mono aparece francamente humanizado a los ojos de su
explotador, sin que esa adjetivación incontestable corrija las prisas y las violencias
invertidas en la búsqueda del único objetivo que podría considerar una confirmación de
sus hipótesis iniciales: escucharle hablar.
Finalmente, la agonía apura la humanización definitiva del animal, y lo hace, con
horror para el humano que la contempla, antes incluso de que se escuchen las pocas y
suplicantes palabras que emite. Con vistas al desarrollo de esa transfiguración, no hay
motivos para no tomar al pie de la letra la aseveración que el narrador suelta al paso: la
proximidad de la muerte es el principal factor que desnuda en Yzur la irrupción de
cualidades habitualmente entendidas como humanas. El resultado de los experimentos
planeados por el humano captor debe, entonces, medirse a la luz de esta constatación:
involuntariamente movilizado en su interioridad por estímulos intelectuales a los que
intentó resistir, la humanización parcial del mono puede no haberse expresado en palabras
articuladas hasta el último instante, pero se traduce, conforme se aproxima la muerte,
en síntomas que delatan un abandono de la inconciencia animal sobre la propia
mortalidad, un ingreso forzado y tortuoso a la angustia existencial que asalta al humano
por enfrentarse con lucidez a la finitud que define su naturaleza. Por eso, apremiado por
la sed, Yzur solamente se entrega al lenguaje y, por lo tanto, a la irrevocable aceptación
de su condición de animal humanizado cuando la muerte implica un destino tan próximo
como irrebatible. Hasta entonces, en los términos que propone el cuento, evitar que se
rasgue la cortina de silencio detrás de la cual se ocultó durante años parece operar más
que un desafío dirigido contra la especie que lo convirtió en objeto de experimentos y
destinatario de torturas: parece constituir, por añadidura, una forma de negación, un
intento desesperado de reafirmarse en una interioridad ignorante y muda respecto al
inapelable final de su vida.
Por voluntad o instinto, Yzur libra una batalla por persistir en el presente puro, en “la
pura actualidad corporal” que Jorge Luis Borges (1974, p. 357), referencias a Arthur
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Schopenhauer mediante, concibió como una forma de inmortalidad reservada a todas las
criaturas, pero negada a la humanidad
4
. Contemplada a la luz de los cambios que se
operan en el simio conforme se aproxima a la muerte, la idea de una “animalidad
protectora” (Lugones, 1906, p. 166), refugio o muralla de irracionalidad que lo cobija y
resguarda de los peligros que suponen, a la vez, el humano, como enemigo externo, y su
propia potencial humanización, adquiere un significado distinto al que inicialmente le
atribuye el narrador, al momento de arriesgar explicaciones para la inflexible persistencia
del mono en el silencio. En primera instancia, que Yzur, a pesar de todo esfuerzo y todo
castigo, no hable se le antoja un reflejo arrojado desde “un oscuro fondo de tradición
petrificada en instinto”, una reacción primitiva, ancestral, fortalecida a impulsos de
“voluntad atávica”, que se anudaban en “las raíces mismas de su ser” (Lugones, 1906, p.
165). Sin embargo, en la propia experiencia del chimpancé, el resquebrajamiento de la
animalidad protectora no revela las huellas de una claudicación del instinto, o de la
superación de los resortes de atavismo por medio de un pasado de pseudohumanidad
todavía más ancestral. En cambio, sugiere un gradual despertar de la conciencia sobre
la propia mortalidad, que se acelera a la par de la enfermedad que lo va consumiendo.
Negarse al humano, negarse a ser humano, negarse al lenguaje y a la muerte se entrelazan
en un mismo gesto de resistencia, desarticulado sobre el final del relato, cuando lo que se
articula es, por fin, la palabra del mono, porque, al borde de caer en la nada, de nada sirve
la obstinación del mutismo.
Los monos de Lugones: entre el reconocimiento y la alteridad radical
Para dos cuentos que, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, tramaron su eje
narrativo en torno a continuidades, rupturas e hibridaciones entre lo humano y lo animal,
el modelo transformista de Darwin supone un marco de referencia casi ineludible. Ahora
bien, sin desactivar los filones de sentido recogidos del contexto, la ficción lugoniana
expandió sus miras más allá del imaginario cientificista que resonaba en la escena cultural
porteña. El trabajo, el lenguaje, la esencia espiritual de la especie, la introspección, la
palabra articulada, la muerte y la conciencia de la propia mortalidad son, en ese sentido,
algunas de las temáticas que ponen a “Un fenómeno inexplicable” e “Yzur” en diálogo
con una tradición cultural de versiones y exploraciones sobre las fronteras entre
humanidad y animalidad que no surgió con los postulados de Darwin ni fue a morir en
ellos. Siquiera la contrastación específica del tipo humano con el resto de los primates
reclamaba ser leída de manera exclusiva dentro de los parámetros de los nuevos saberes
científicos. Al respecto, casi podría esgrimirse una socarronería que Eduardo Wilde
apuntó al paso en un texto de 1874, que Marcelo Montserrat consigna entre las tempranas
repercusiones del evolucionismo darwiniano en Argentina: “los hombres tienen mucho
de monos, verdad que se ha reconocido aun antes que Darwin demostrara nuestro
parentesco con estos animales” (1993, p. 43)
5
.
En Dos lecciones sobre el animal y el hombre, Gilbert Simondon segmenta las
alternancias históricas que la problematización de los vínculos entre animalidad y
humanidad conoció en la filosofía en tres instancias. La primera de ellas, coincidente con
la filosofía de la Grecia clásica y, en particular, con la obra de Aristóteles, comprendería
la formulación de una tesis continuista que buscaba equivalencias de algún tipo entre lo
propio del hombre y la “realidad animal”, jerarquizando el primero de los términos de
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comparación por sobre el segundo, pero sin oposición rigurosa ni pasión dicotómica”
(Simondon, 2008, p. 50). La segunda, en cambio, supondría la emergencia de la antítesis:
moldeada en los parámetros del racionalismo de Descartes, según el cual el animal estaba
regido por automatismos físicos, fracturaba todo posible encadenamiento que conectara
la vida animal con la humana. La tercera, finalmente, confeccionaba una síntesis, al
retomar las búsquedas de continuidad entre humanidad y animalidad, pero invirtiendo la
orientación seguida por los antiguos: por influencia del desarrollo de las ciencias de la
vida, los siglos XIX y XX contemplaron al ser humano, en múltiples sentidos, como una
manifestación específica de la vida animal, y no como su superior absoluto o su opuesto
ontológico.
Más allá de que las coordenadas temporales de su escritura y publicación subrayen las
sintonías con la última de estas tres etapas, indudablemente signada por los trabajos de
Darwin, los cuentos de Lugones sobre la frontera atávica convocan resonancias de
tradiciones diversas. Además de dar título a un poema de Las montañas del oro, la noción
pitagórica de metempsicosis también se deja intuir detrás de la conexión metafísica y
trascendental entre distintas especies que configura el espíritu atávico del homeópata
inglés en “Un fenómeno inexplicable”.
Por otra parte, la primera formulación de una teoría de la evolución a la inversa como
la que Lugones, por inspiración de la teosofía, consignó en “Ensayo de una cosmogonía
en diez lecciones”, se inscribe en el Timeo. Ese mismo diálogo platónico no solo
“desarrolla una teoría de la creación de las especies animales a partir del hombre”, el
primero de los seres vivos, y el más perfecto, sino que, además, arriesga una concepción
de los animales “como subhombres, degradaciones del hombre” (Simondon, 2008, p. 34),
en una tónica no demasiado distante de la que aplica el protagonista de “Yzur” para
moldear su postulado antropológico. Asimismo, aunque heterodoxos, los rumbos
intelectuales que Lugones imaginó para su personaje humano acaban por asemejarlo a un
cultor extremo del racionalismo cartesiano. Después de todo, el protagonista lugoniano,
igual que Descartes, impugnaba la hipótesis de un cogito propio de los animales por
carecer estos de un lenguaje asimilable al humano, “el único signo y la única marca segura
del pensamiento oculto y encerrado en el cuerpo” (p. 79).
Incluso el proyecto de someter a un simio a un ejercicio pedagógico que lo introdujera
en los usos lingüísticos de la humanidad cuenta con antecedentes previos a la publicación
de The Descent of Man. Quizás el más singular sea el de Julien Offray de La Mettrie,
materialista extremo del siglo XVIII, partidario de la física de Descartes y severo crítico
de sus meditaciones metafísicas. Convencido de que el mecanicismo cartesiano debía
comprender por igual a animales y humanos, De La Mettrie descartó la posición dualista
que asignaba un alma o espíritu a estos últimos: todo cuerpo viviente conformaba, bajo
esta perspectiva, “una máquina que pone en marcha sus propios mecanismos” (De La
Mettrie, 2014, p. 44), sin que ninguna de sus facultades, funciones o aptitudes (ni siquiera
el pensamiento, ni siquiera el lenguaje) ameritara la postulación de una sustancia
inmaterial para ser explicada. Para De La Mettrie, entonces, “los prodigios de la
educación” delimitaban “la única cosa que nos saca del nivel y nos eleva finalmente”
(2014, pp. 73-74) por encima de la animalidad constitutiva de la naturaleza humana. La
posibilidad de educar a ciertos animales superiores para equiparar esas facultades
compuso un desprendimiento lógico de la misma hipótesis: si la máquina corporal de los
simios guarda tantas simetrías con la máquina humana, ¿por qué no suponer que, también
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en ese caso, una educación bien impartida lograría elevar al animal por encima de su
estado salvaje? Concebido el proyecto, De La Mettrie acabaría por anticiparse al
protagonista de Yzur” en muchos de sus argumentos y especulaciones. Al igual que
aquel, demostró escepticismo frente al hecho de que animales tan disímiles del humano
como ciertas aves pudieran aprender “a hablar y a cantar” (De La Mettrie, 2014, p. 54),
mientras esas aptitudes se negaban a los simios, y sostuvo la existencia de una edad del
animal adecuada para dar por comenzado el aprendizaje: este no debería ser “ni
demasiado joven ni demasiado viejo” (De La Mettrie, 2014, p. 55). Por otra parte,
concibió una analogía entre la condición de los simios y los sordos frente al lenguaje, al
punto de buscar en “los prodigios que ha sabido obrar en los sordos de nacimiento” (De
La Mettrie, 2014, p. 55) el trabajo de Johann Conrad Amman una inspiración para su
excéntrica misión pedagógica
6
.
También en la narrativa literaria el contrapunto entre el humano y el simio cuenta con
su propia tradición predarwiniana. El ejemplo más célebre del siglo XIX, de hecho,
antecedió en tres décadas a la publicación de The Descent of Man y contribuyó a cimentar
las bases de un género. Se trata de “Los crímenes de la calle Morgue”, el cuento en el que
Edgar Allan Poe perfiló, con su Auguste Dupin, la figura luego emblemática del detective,
personaje asocial, extravagante y razonador en torno a la cual habría de erigirse la
estructura típica del policial clásico. En esa arquitectura textual fundacional, la función
narrativa que recayó sobre el animal se corresponde con la del autor material de los
crímenes aludidos en el título: como Dupin consigue demostrar, un orangután fugado de
su dueño penetró en el caserón de Madame L’Espanaye, ubicado en la rue Morgue, y
dispensó a esta y a su hija un ataque brutal que acabó con la vida de ambas.
Sobrecargado de violencia, despojado de motivaciones evidentes y emplazado en un
cuarto cerrado inaccesible para cualquier humano, el caso que marca el debut del
detective en la historia de la literatura diseña un enigma perfecto para poner a prueba los
presupuestos de su modelo analítico, en un sentido que, por añadidura, acentúa las
discrepancias frente a las pesquisas oficiadas por las fuerzas estatales del orden. En otras
palabras, al decidir que el perpetrador fuera un orangután, y que sus actos respondieran,
en consecuencia, a una combinatoria entre el azar y la pulsión puramente instintiva, Poe
dispuso las condiciones ideales para que Dupin demostrara la infalibilidad de su método,
que consiste en sopesar los hechos sin conjeturar su causa, descifrar los medios que
posibilitaron el crimen y no las motivaciones del criminal y contemplar lo inusual sin
confundirlo con lo abstruso. Todos principios que, por otra parte, son practicados a la
inversa por la policía de París, paralizada ante el doble asesinato por la aparente falta de
móvil.
Lejos de la figura del delincuente intelectual, perfecto contrapeso del protagonista,
que, desde el ministro D. de “La carta robada” en adelante, sellaría otro de los lugares
comunes de la narrativa policial, el primer asesino del género se mueve a impulsos de
irracionalidad animal. Según Ricardo Piglia, apostar por esa construcción singular
permitió a Poe encabalgar sobre el simio las inscripciones iniciales de dos roles
fundamentales para este tipo de relatos. Por empezar, las contradictorias declaraciones de
testigos que dicen haber oído la voz áspera de un intruso en la casa de las L’Espanaye la
noche de los asesinatos modelan la figura del sospechoso “como el otro que llega y habla
una lengua que ninguno reconoce pero que para todos es extranjera” (Piglia, 2005, p. 85).
Un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés solo podrán aseverar con total
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certeza que la voz que oyeron hablaba una lengua distinta de la propia, una lengua otra,
la lengua del otro, finalmente identificada, a instancias de Dupin, como los alaridos
guturales del simio. Por otra parte, si el paradigma del sospechoso nace al género en una
analogía directa con el “otro social” (Piglia, 2005, p. 85), elaborada desde el prejuicio y
la paranoia propios de los estratos sociales dominantes del período, la comprobación
irrefutable de que el asesino fue un orangután anticipa en versión extrema la condición
de “monstruo” (p. 85) que calificaría, con pertinencia, a toda una galería ficcional de
criminales futuros. El rasgo distintivo de este primer ejemplar, en todo caso, radica en no
revelarse como un monstruo humano, un monstruo moral, sino como la encarnación de
una otredad más acentuada, de una naturaleza todavía más externa y ajena al entramado
social que la violencia lesiona. En ese sentido, en tanto que animal, el monstruo de “Los
crímenes de la calle Morgue” representaría para Piglia un “otro puro” (Piglia, 2005, p.
85).
En otra clave, el chimpancé de “Yzur” también ha sido leído como transposición
literaria de cierto tipo de alteridad. Miguel Dalmaroni, por caso, sugiere que, al articular
el mutismo de los monos con una suerte de escapatoria del mundo del trabajo, Lugones
habría arrastrado al terreno de la ficción una preocupación vigente en las élites liberales
sobre al papel que las clases subalternas debían desempeñar en el ingreso de Argentina a
la modernidad capitalista. A propósito, Dalmaroni (2006, p. 82) recuerda que la fecha de
publicación del cuento es apenas posterior a la participación de su autor en la redacción
del proyecto de Ley Nacional de Trabajo, que el ministro Joaquín V. González envió al
Congreso en 1904. Julio Ramos, por su parte, concibe a “Yzur” como “una exploración
irónica” a propósito de “las condiciones para la incorporación de otro marcado
étnicamente al espacio racionalizado de la lengua nacional” (en Rodríguez Pérsico, 2008,
p. 308). En una línea afín, Michel Nievas (2018) conecta la subordinación de Yzur ante
su amo, la imposición de una lengua del captor al sometido y la caracterización de los
simios como subhumanos que se resisten a trabajar con la animalización práctica y
discursiva que padecieron los indios sobrevivientes a la Conquista del Desierto a manos
de la ciencia, la prensa, la literatura y las estructuras de poder estatal.
Atada a las contingencias políticas de su tiempo, los párrafos iniciales de “Yzur”
parecen replicar la fórmula que Piglia decodifica en Poe, es decir, de un lado quedan el
humano y el lenguaje; del otro, el otro: inferior, menos que humano, privado de lenguaje,
animal. Sin embargo, antes que a explotar las posibilidades ideológicas y semánticas de
la figura del animal como un otro puro, los derroteros del cuento de Lugones al igual
que la premisa que dispara las indagaciones de su protagonista contribuyen a configurar
al chimpancé como la variante de vida animal que más adelgaza la cesura biológica,
ontológica, cultural entre humanidad y animalidad, la forma de vida no humana en la cual
el humano consigue, con menor esfuerzo y mayor asiduidad, reconocerse, espejarse.
En la senda de De La Mettrie, que, dentro de la inconmensurable diversidad zoológica,
escogía al simio para ser introducido en el lenguaje humano, y, desde luego, en la senda
de Darwin, que emparentó a los humanos con el resto de los primates a través de la
postulación de un ancestro en común, Lugones trabajó la figura del mono como la del
menos otro de los otros, un viviente que invitaba al humano a advertir, a través de la
identificación con otras especies, su propia naturaleza animal y, al mismo tiempo,
alentaba con sus simetrías morfológicas y su conducta mimética proyectos más o menos
insensatos de humanización del animal. Embarcado en un plan de esa índole, el
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protagonista de Yzur” piensa al simio en los términos de una otredad no radical, una
vida habitada por una diferencia frente al humano que puede ser salvada a través de
operaciones violentas de sometimiento y educación.
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Rodríguez Pérsico, A. (2008). Relatos de época. Rosario: Beatriz Viterbo.
Simondon, G. (2008). Dos lecciones sobre El Animal y El Hombre. Buenos Aires: La
Cebra.
1
Aunque 1906 marcó la primera edición de Las fuerzas extrañas como antología, ocho de los cuentos que
componen el volumen habían circulado con anterioridad a través de la prensa periódica. Para un repaso por
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esas publicaciones individuales y un estudio de las variantes que Lugones introdujo al momento de
compilarlas, ver “Sobre las variantes textuales de Las fuerzas extrañas y la intertextualidad de ‘Un
fenómeno inexplicable’” (Martínez, Godínez y Vargas, 2019).
2
Para ese entonces, Marx había sostenido que el trabajo constituía la actividad vital propia del humano,
aquello que lo diferenciaba del animal, “un proceso entre el hombre y la naturaleza” (Marx, 2012, p. 215)
responsable de motorizar el abandono de las “formas instintivas” (p. 216) de satisfacer necesidades vitales
a través de su reemplazo por una actividad libre, voluntaria y consciente. No obstante, al definir la forma
específica que el trabajo adoptó con la irrupción del sistema de producción capitalista, Marx invirtió las
cargas de aquel potencial transformador: devenido en “trabajo enajenado (1960, p. 67), en lugar de
contribuir a delinear la condición humana, pasaría a fomentar un resurgimiento parcial de atributos propios
de la animalidad ancestral. Es que, según Marx, una vez que el ser humano abandonó la condición de
libremente activo para ser introducido en modalidades alienantes de trabajo, su única libertad volvió a
depositarse en las “funciones animales: comer, beber, procrear, a lo más construir su habitación, buscarse
vestuario, etc.(1960, p. 71). Así las cosas, las distorsiones del capitalismo habrían convertido a la actividad
humanizadora por excelencia en responsable de operar un efecto de re-animalización: “Lo que es animal se
hace humano y lo que es humano se hace animal” (Marx, 1960, p. 71).
3
Desde luego, la crítica literaria circundó este nudo de significaciones en torno al trabajo para proponer
lecturas de “Yzur” en claves ideológicas y coyunturales.
4
Esta idea, acuñada en Historia de la eternidad y recuperada en “El Sur”, cuando el contacto de la mano
de Dahlmann con el pelaje de un gato se revele ilusorio y lejano, “porque el hombre vive en el tiempo, en
la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante” (p. 527), encuentra en “El
inmortal” una expresión rotunda, que remite de manera directa a uno de los basamentos filosóficos del
cuento: “ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo
divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal” (p. 540). Si puede pensarse, en efecto, que la
primera proposición de esta doble sentencia explicita uno de los temas centrales de “Yzur”, entonces las
reminiscencias lugonianas de “El inmortal” serían por lo menos dos, y se presentarían anudadas entre sí.
Poco antes de soltar aquella reflexión sobre la inmortalidad baladí de los vivientes no humanos, el narrador
borgeano refiere su llegada a la Ciudad de los Inmortales, donde se produce el encuentro con un troglodita
ajeno al lenguaje, al que bautiza Argos. Tras esfuerzos infructíferos en la tarea de enseñarle el nombre que
le había otorgado, el narrador recupera las evocaciones que esta experiencia trajo consigo: “recordé que es
fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí
a suspicacia o a temor el silencio de Argos” (p. 539).
5
No deja de ser sintomático de un clima de época que Wilde utilice la alusión por superficial y fugaz
que sea a Darwin y su evolucionismo para ironizar sobre las disputas electorales que derivarían en la
Revolución de 1874, es decir, en el acontecimiento histórico que funciona de referencia contextual para la
primera fantasía científica a través de la cual Holmberg desliza su alegato transformista.
6
Este personaje, reivindicado por De La Mettrie como potencial inspirador de una pedagogía para hacer
ingresar a los animales superiores en el lenguaje articulado, fue un médico suizo que adquirió celebridad
hacia fines del siglo XVII por su método de instrucción para sordomudos.