Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional.
Recial Vol. XV. N° 25 (Enero- Junio 2024) ISSN 2718-658X. Sol Tiverovsky Scheines y Jorge mez Izquierdo,
Cuerpo saturado de sexualidad. La mujer en la práctica discursiva médica y novelística del México decimonónico,
pp. 8-23.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v15.n25.45618
Cuerpo saturado de sexualidad
La mujer en la práctica discursiva médica y novelística del México
decimonónico
Sol Tiverovsky Scheines
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México
soltiverovsky@yahoo.com.ar
ORCID: 0000-0003-1584-4663
Jorge Gómez Izquierdo
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México
rocamadour59@yahoo.com.mx
ORCID: 0000-0002-2878-0104
Recibido 12/02/2024. Aceptado 23/04/2024
Resumen
Nos proponemos analizar el discurso de los médicos y de los literatos de México en el siglo
XIX, con el fin de ubicar los enunciados que, en torno a la sexualidad y la moralidad, en ellos
se difunden. Se puede observar en esta discursividad médico-literaria la constitución de un
modo de ser femenino, es decir, imaginamos cómo podrían haber influido en la conformación
de una subjetividad que asume determinados preceptos de comportamiento que, al ser
normalizados, los reproduce. En la época del biopoder, se inventan en las sociedades
occidentales europeas nuevas técnicas de control y vigilancia, entre las que sobresale la política
sexual sobre los individuos y que se transmiten a discursos médicos y literarios. Las élites
mexicanas importaron estas tecnologías para aplicarlas a la población nativa. Se demuestra que
en México se refleja fielmente la discursividad sobre la necesidad de disciplinar y domesticar
a la mujer en aras de consolidar la aparición de un sujeto femenino que, cercenado el goce del
placer sexual, ejerza una función vital como madre responsable y esposa confiable.
El enfoque metodológico nos remite al método foucaultiano de análisis de los discursos desde
una óptica arqueológica (análisis de los enunciados) y genealógica (descripción de las
relaciones de poder).
Palabras clave: sexualidad femenina; moral de la decencia; tecnologías de la dominación;
racismo
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The body saturated with sexuality
Women in nineteenth-century Mexico's medical and novelistic discursive practice
Abstract
We want to analyze the discourse of the lettered class in 19
th
-century Mexico in order to locate
the statements about sexuality and morality that are disseminated in them. In this medical-
literary corpus we notice the constitution of a feminine way of being, that is, we imagine how
they could have influenced the formation of a subjectivity that assumes certain norms of
behavior which, by being normalized, they reproduce said subjectivity. In the historical period
that saw the emergence of biopower, new techniques of control and surveillance were invented
in Western European societies, including sexual politics about individuals which were
transmitted via medical and literary discourses. Mexican elites imported these technologies to
apply them to the native population. We demonstrate that in Mexico the discursivity on the
need to discipline and domesticate women is clearly laid out in order to consolidate the
emergence of a female subject who, cut off from the enjoyment of sexual pleasure, could
exercisefully a vital role as a responsible mother and reliable wife.
The methodological approach is linked to Michel Foucault´s method of analyzing discourses
from an archaeological (analysis of statements) and genealogical (description of power
relations) perspectives.
Keywords: Female sexuality; morality of decency; technologies of domination; racism
Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo.
He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación
infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre
a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al
sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el
que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian.
Rosario Castellanos, “Lección de cocina” en Álbum de familia
Introducción
Durante el siglo XIX encontramos una serie de discursos, en la medicina y en la novelística,
que muestran una preocupación por la sexualidad de la mujer, una preocupación biológica por
el rumbo de la especie, impulsada por la idea de la tan temida degeneración. En dichos
discursos, la mujer ocupaba un lugar central como procreadora, pero también como aquella
persona que debía criar correctamente a los niños para que crecieran sanos y darles las bases
de una educación que impactaría en su vida adulta. La mujer llevaba sobre sus hombros una
responsabilidad biológica y moral. Esto que podría llamarse domesticación de la mujer, se lleva
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a cabo en el marco de un diagrama de relaciones de dominación profundamente patriarcales y
machistas, y tiene como contexto histórico el surgimiento y generalización de un biopoder que
se ejerce desde el Estado y sus instituciones (Foucault, 2006). El disciplinamiento de la mujer,
en vistas de su normalización como mujer decente, forma parte de la expansión de un poder
positivo sobre la vida y el desarrollo sano y vigoroso de la especie, lo cual implica una novedosa
manera de analizar al ser humano. La preocupación por la vida que enarbola el Estado del
biopoder, descubre en la sexualidad la base sobre la cual arraigarse y expandirse por todo el
cuerpo social. De tal manera que la preocupación por los matrimonios y las conductas sexuales
serán objeto de una estrategia política que toma a la mujer como foco de atención principal
(Foucault, 2006).
El biopoder pone en juego dos tipos de tecnologías: por una parte, las disciplinarias, que se
enfocan en el control del cuerpo individual. Por otra parte, las técnicas regularizadoras o
normalizadoras, que se orientan hacia el control de la población como un todo, centrándose en
sus ritmos demográficos y, por tanto, en las prácticas sexuales (Foucault, 2011). Las técnicas
disciplinarias y las regularizadoras permitirán una injerencia en espacios sociales diversos.
Quisiéramos analizar cómo estas técnicas disciplinarias se manifestaron en discursos
tendientes a orientar las conductas de las mujeres para constituir un sujeto/sujetado a estas
normas morales y mostrar asimismo cómo dicho sujeto reproduce y perpetúa esta dominación
que se ejerce contra sí mismo. Es decir que para que funcione, se requiere que la mujer no solo
acepte la dominación, sino que la apoye, que la comparta y la reproduzca.
Ahora bien, este biopoder que busca orientar las conductas para fabricar un sujeto
normalizado y que es positivo porque al invadir la vida en su totalidad va a producir un saber
que le permitirá perpetuarse, tiene su contracara en el derecho de muerte sobre aquello que no
embona en el esquema. Y ese derecho de muerte lo ejercerá por medio del racismo de Estado
(Foucault, 2006). El Estado, en su preocupación por la vida, tomó a su cargo las políticas
sexuales, y así Foucault explica que “Los racismos de los siglos XIX y XX encontrarán ahí [en
la sexualidad] algunos de sus puntos de anclaje” (Foucault, 2011, p. 27). Si bien Foucault
remarca constantemente que él se concentra en la experiencia de Europa occidental, el biopoder
y el racismo de Estado fueron importados por elites de países como México, que buscaban
afianzar sus proyectos de dominación y sojuzgamiento sobre las poblaciones. Es decir que lo
que Foucault analiza en Europa lo podemos encontrar, casi literalmente, en los discursos de
políticos, intelectuales y médicos mexicanos.
Alcohólicos consumados, prostitutas irredimibles, vagos o individuos que, por su modo de
vida, no se asimilaban al paradigma de productividad nacional, conforman el estigmatizado
grupo de los anormales, que debían ser sometidos a duros procesos de corrección y ortopedia
moral. Dichos personajes resultaron sujetos centrales en estos discursos. Y trataremos de
ejemplificar aludiendo a las prácticas discursivas de médicos y de novelistas mexicanos que
reproducen los saberes racistas elaborados en los países centrales de Europa.
Para iluminar bien el tema de nuestra preocupación, hemos organizado la exposición de la
siguiente manera: el poder disciplinario y sus tecnologías, que se centran en el fenómeno de la
sexualidad, para entender cómo se convirtió la mujer en un punto de ataque estratégico de la
política sexual del Estado del biopoder. A continuación, se aborda cómo se asocia la educación
a la empresa de disciplinar a las mujeres, en lo que se puede denominar la moral de la decencia
y las buenas costumbres, que recoge no solamente las aspiraciones de la burguesía, sino que
también recicla preceptos de la moral cristiana. Todo ello ilustrado con enunciados
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provenientes de las prácticas discursivas que dicos y literatos mexicanos del siglo XIX
reproducen en sus producciones discursivas y las adaptan a la realidad nacional. Queda en
evidencia también que la matriz de estos discursos se encuentra en las sociedades
metropolitanas de Europa.
Tecnologías de poder en la sexualidad e histerización de la mujer
El biopoder, como se ha planteado, es un tipo de ejercicio de poder que surge hacia el siglo
XVIII y cuya principal característica es la de invadir la vida en su totalidad, para garantizar su
sano desarrollo. Y para ello se vale de la invención de tecnologías positivas de poder. Debe
entenderse por tecnología los medios inventados para gobernar al ser humano y configurar su
conducta en la dirección deseada. Foucault los describirá como un montaje estructurado por
una racionalidad práctica, para corregir comportamientos y orientar las conductas. El mismo
autor señala el carácter positivo de estas tecnologías porque no excluyen, sino que incluyen a
todos los individuos en redes de poder. También es positivo porque acumula observaciones
sobre esos individuos, creando, de esa manera, un saber. Es por tanto positivo ese poder en la
medida en que fabrica, observa y se “multiplica a partir de sus propios efectos” (Foucault,
2002, p. 55). En el análisis de Foucault, se trata de técnicas disciplinarias y de sus efectos
normalizadores. En tanto técnica general de ejercicio de poder, la organización disciplinaria,
que termina en la normalización, se aplica en instituciones y aparatos muy diversos: en la
pedagogía en las escuelas, la medicina, los hospitales, la producción industrial, el ejército. “La
norma es portadora de una pretensión de poder” (Foucault, 2002, p. 57) y trae aparejados un
principio de calificación y un principio de corrección. Su función no es excluir o rechazar, sino,
como técnica positiva, intervenir para transformar. Es una especie de proyecto normativo. Lo
característico de este poder disciplinario normalizador es que solo funciona gracias al saber,
saber que es su efecto y condición de su ejercicio. Y a partir de esta concepción, Foucault
analizará la práctica de la normalización en el dominio de la sexualidad.
La sexualidad se convirtió en un asunto de Estado, en el objetivo del biopoder por maximizar
la vida, dotar al cuerpo social de mayor vigor, garantizar su longevidad y una descendencia
sana, cuya contracara fue tratar de evitar la reproducción entre individuos considerados
anormales. Dentro de esta política del sexo, para disciplinar el cuerpo y establecer una serie de
campañas por la salud de la raza, resalta sobre todo el enfoque sobre la mujer, a quien se va a
histerizar, medicalizar y responsabilizar por la salud individual, social y familiar. Ese es el
blanco central del biopoder y constituye el tema central de este artículo.
La sexualidad, de acuerdo a Foucault, fue un ámbito privilegiado de estudio porque permitía
acceder al cuerpo del individuo y a la población. Es decir, al tratarse de una conducta corporal,
se encuentra sujeta a controles disciplinarios, como la confesión y la vigilancia constante. Pero
también se enmarca en los procesos de control poblacional por sus consecuencias procreadoras
que afectarán no solo a la familia, sino a todo el cuerpo social (Foucault, 2006, p. 227). En el
siglo XIX, el sexo es aquello de lo que no se quiere hablar, para evitar suscitar interés, pero al
mismo tiempo, de lo que se habla constantemente, para advertir o prevenir a las familias sobre
los peligros de una sexualidad desenfrenada.
Parecería que los novelistas mexicanos son muy cuidadosos al hablar del sexo y, sin
embargo, estos discursos, más o menos sutiles, subyacen en una gran cantidad de textos
literarios. El sexo era un elemento que merecía atención por las graves consecuencias que, se
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pensaba, podía acarrear su ejercicio descontrolado. En cuanto a los médicos mexicanos,
siguiendo la pauta de sus colegas europeos, se concentraron en el onanismo en tanto fenómeno
central de la sexualidad anómala y, por tanto, fuente de todas las enfermedades posibles. El
doctor García Figueroa (1847-1919), médico y escritor que ocupó diversos cargos públicos
hasta el período del presidente Carranza, en 1918, explicaba en su tesis sobre Higiene Militar
(1874) que “los excesos del onanismo causan enfermedades determinadas, siempre difíciles de
curar y frecuentemente incurables. Tales son la especie de locura llamada demencia, la
epilepsía [sic], la hipocondría y la histeria” (p.18). Este médico tomaba literalmente de su
colega francés, el pionero de la psiquiatría forense Étienne-Jean Georget, su cuadro
caracterológico del onanista para denostar la práctica de la masturbación. El masturbador sería
fácilmente reconocible por una serie de características visibles: “Languidez general,
inteligencia debilitada, momentos de ausencia, memoria infiel, vértigos, ojos rodeados con un
círculo lívido, pupilas habitualmente dilatadas” (García Figueroa, 1874, p. 18).
El masturbador, o para ser más específicos, el niño masturbador, es una figura que aparece
apenas en el siglo XIX en el ámbito de la familia, específicamente en el dormitorio, y los
médicos de ese momento exigían a los padres ejercer una supervisión detallada sobre sus hijos
y su cuerpo. El pensamiento, saber y técnicas pedagógicas de fines del siglo XVIII, nos explica
Foucault, lo presentan como un individuo casi universal. La masturbación es el secreto
universal que está en la raíz de todas las enfermedades posibles. En la patología de los siglos
XVIII y XIX, todas las enfermedades pueden ser causadas por esta práctica sexual. La
masturbación causa las peores enfermedades, deforma el cuerpo y ocasiona las peores
monstruosidades del comportamiento (Foucault, 2002, pp. 64-65). Una vez más, los médicos
mexicanos se hacen eco de esta concepción, como queda ilustrado en la siguiente cita:
La frecuencia con que se presentan casos de soldados jóvenes y epilépticos en
el Hospital Militar, hace pensar en la masturbación como causa de esta
enfermedad, y aún recuerdo haber podido arrancar a dos soldados epilépticos
una confesión plena de vicios inveterados. (García Figueroa, 1847, p. 20).
También la novelística, en tanto aglutinadora del lenguaje en el siglo XIX, expresa la misma
convicción sobre el peligro latente del onanismo. Un claro ejemplo de ello lo encontramos en
Un adulterio (1903), de Ciro Ceballos. El autor describe al personaje principal en una etapa
difícil de su vida:
Su carácter se agrió a la hora de la transformación sexual … Un pie, una mano
enguantada, una garganta desnuda, tenían el privilegio de llenarle siempre el
encéfalo de pensamientos obscenos y de alucinaciones nocturnas y de lujurias
desconocidas Tuvo la suerte de que una piadosa camarera lo salvase de las
atrocidades del onanismo dándole, con rara sabiduría, la primera lección… La
joven sirvienta allanó intrépidamente la alcoba de su amo. Era una ninfómana.
(Ceballos, 1903, pp. 11-14).
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Aquí vemos dos ejemplos de una sexualidad peligrosa y anormal: el onanista y la ninfómana,
aunque en este caso la ninfómana tiene el mérito de haber salvado al personaje principal del
vicio del onanismo.
El siglo XIX se caracterizó por una patologización de las conductas sexuales, por una
implantación de las perversiones (Foucault, 2011, p. 37). La medicina, en esta etapa, cuestiona
a personajes que antes no merecían su atención, como los niños, los criminales, los locos o las
histéricas (Foucault, 2011, p. 39). La sexualidad fue el elemento que permitió que el saber-
poder del médico accediera al cuerpo del individuo. Un cuerpo que había que cuidar para evitar
no solo enfermedades y la muerte del propio sujeto, sino también la degeneración de la especie,
con la transmisión de diversos padecimientos o vicios a las generaciones siguientes (Foucault,
2006). Este poder que actúa sobre los procesos biológicos de la especie, el biopoder, se
caracteriza por ser positivo, porque más que prohibir, organiza, caracteriza, reticula y ubica a
cada quien en un lugar determinado de acuerdo a sus conductas sexuales.
Esta clasificación, que distingue conductas normales y anormales, permite la aparición, en
el discurso, de ciertos personajes que, por su peligrosidad social, debían ser focos de ataque.
Para ello se desplegó toda una política del sexo en torno a cuatro figuras que se convirtieron en
blanco de las prácticas disciplinarias y regularizadoras: la mujer histérica, el niño masturbador,
la pareja malthusiana y el adulto perverso (Foucault, 2011). En este artículo, nuestra atención
se enfoca en la mujer histérica.
Alrededor de la mujer se desplegó todo un dispositivo de saber-poder en términos de
prevención de las anormalidades sociales. Se analiel cuerpo femenino como un espacio
saturado de sexualidad. La intervención del médico se justificaba por los peligros que
representaba para todo el cuerpo social, dado que la mujer debía ser el eje de la vida familiar.
La mujer nerviosa representaba la contracara de la “buena mujer” (Foucault, 2011, p. 98). Si a
través de la herencia se transmite, a causa de las malas conductas sexuales, un sinnúmero de
enfermedades, vicios y taras genéticas, entonces se comprende la preocupación de médicos y
novelistas por establecer pautas de conducta normal a la sexualidad de la mujer. En el siglo
XIX se consideraba que existían razas más propensas al vicio y, por lo tanto, a la degeneración
de la especie, razas incapaces de controlar sus impulsos sexuales (Mosse, 1978/2005; Foucault,
2011).
Ante este temor, médicos como Gustavo Ruiz Sandoval (1852-?) ven un grave problema en
dejar en libertad a los individuos en la elección de las parejas matrimoniales. Por eso, este
facultativo reproduce la solución ideada en Europa de instalar una comisión de expertos que
determine la idoneidad de los individuos para el matrimonio, en términos de garantizar la salud
reproductiva de la especie. En palabras de Ruiz Sandoval: "debe sentirse el que tan poco severa
se muestre la legislación actual, porque debe existir grande peligro en dejar a la iniciativa
individual la vigilancia de los defectos que se pueden transmitir" (Ruiz Sandoval, 1877, p. 17).
En la novela Santa (1903), Federico Gamboa se hace eco de estas preocupaciones racistas
sobre la herencia como elemento determinante en las conductas sexuales y comparte la
inquietud por indagar cuáles son las motivaciones que empujan a determinados individuos a
ejercer una sexualidad anómala. Es el caso de Santa, una joven que, por diversas circunstancias,
se vuelve prostituta y disfruta con placer de su trabajo. En un enunciado típicamente racista,
Gamboa expresa lo siguiente: “es de presumir que en la sangre llevara gérmenes de muy vieja
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lascivia de algún tatarabuelo que en ella resucitaba con vicios y todo” (Gamboa, 1903/1927, p.
51).
Junto al problema de la transmisión de taras congénitas, juega un rol importante la
histerización de la mujer dentro de las estrategias para disciplinar la sexualidad. Foucault
entiende que la histerización del cuerpo de la mujer responde a un proceso de calificación y
descalificación como cuerpo saturado de sexualidad. De esta manera, la ciencia médica logra
incluir este cuerpo sexual femenino como objeto de sus prácticas médicas. Y a partir de esta
inclusión del cuerpo, se le vincula a una triple responsabilidad: con el cuerpo social, para
asegurar la fecundidad, con el espacio familiar porque se convierte en el pilar de su
funcionalidad y con la vida de los niños, se la hace responsable de la vida biológica de estos
últimos y de su educación moral. El resultado de esta triple responsabilidad es la producción
de la “mujer nerviosa”, que es la expresión prototípica de la mujer histérica (Foucault, 2011, p.
98).
En esta conversión del cuerpo sexual de la mujer en la histérica, juega un papel importante
la etapa crítica de la pubertad, pues es ahí cuando la mujer pierde el control de misma y
puede caer en el vicio de una sexualidad descontrolada. José Joaquín Fernández de Lizardi
(1776-1827), en su novela La quijotita y su prima (1831-1832), transmite los saberes médicos
a manera de advertencia sobre los potenciales peligros de las mujeres durante la etapa de la
pubertad:
Todos los médicos saben que las mujeres en el tiempo de la pubertad están
sujetas a padecer una enfermedad terrible que se conoce con el nombre de furor
uterino, el cual es un delirio o frenesí que las hace cometer, por obra o por
palabra, mil excesos vergonzosos y repugnantes a toda persona honesta y
recatada. (Fernández de Lizardi, 1831-1832/2009, p. 41).
Esta sexualidad descontrolada, atribuida a la mujer, es lo que en el discurso de los médicos
se explica como el fenómeno de la histerización, que requiere por lo tanto cercar el cuerpo
femenino y medicalizarlo. La histerización de la mujer ocupó un lugar fundamental por el rol
y la responsabilidad que se le otorgaron en términos biológicos y morales. Sus enfermedades
nerviosas, una vez detectadas, eran tratadas con cuidados muy específicos prescritos en el
discurso de los médicos y reproducidos en el discurso novelístico. En Carmen. Memorias de
un corazón (1882), novela del escritor Pedro Castera (1846-1906), el personaje que da título a
la historia experimenta una serie de afecciones nerviosas. Aunque el autor de la novela no lo
explicita, sabemos que en esa época todas las enfermedades se remitían a una etiología sexual.
Entonces se entiende que Carmen tomara todas las mañanas un baño de agua fría en un
estanque, para aplacar esos malestares nerviosos, acción que indica la puesta en marcha de lo
que prescribe el saber médico de la época.
Entre otras prescripciones dadas por la medicina para corregir las enfermedades nerviosas,
resalta la terapia con música. Es lo que Juan Díaz Covarrubias (1837-1859) narra en su novela
La clase media (1859). Mediante la voz en primera persona de un joven médico llamado
Román, se explican los beneficios de esta terapia musical:
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he visto en Alemania emplear por sabios médicos de la escuela de Hufeland
1
,
contra las afecciones nerviosas, el agente que ahora voy a usar he visto en un
hospital de mujeres dementes en la Suiza, hacer volver la razón á una
desdichada tocándole en el clavicordio los aires de su país natal (Díaz
Covarrubias, 1859, p. 28).
La histerización de la mujer logró legitimación discursiva a partir del argumento de que esta
tenía una responsabilidad con su familia, con los hijos y con toda la sociedad (Foucault, 2011,
p. 137). Así se justificaba el control y la vigilancia constantes sobre el cuerpo femenino.
Durante el siglo XIX, centrándose en el problema de la mujer que se masturbaba, algunos
médicos renombrados prescribieron la ablación del clítoris. De acuerdo con Foucault, en 1835,
el gran teórico de la masturbación, Léopold Deslandes, ante los cuestionamientos de esa
cuasicastración, se preguntaba cuál sería el inconveniente de quitarle el clítoris a las mujeres,
y respondía que el mayor problema sería dejarlas insensibles a los placeres del amor, pero la
ganancia sería extraordinaria porque eso no les impediría ser “buenas madres y esposas
modelo” (Deslandes, en Foucault, 2002, p. 239).
El doctor Mariano Mendizábal y Vázquez, en su tesis para obtener el grado de médico,
titulada Breves consideraciones sobre predisposicin inmunidad (1899), señalaba que: El
abuso precoz de las funciones genésicas predispone a las afecciones nerviosas. A pesar de esto,
la vida genital del hombre goza de la influencia mínima. No pasa lo mismo en la mujer, cuya
vida genital presenta gran importancia, por la predisposición que crean sus diferentes actos a
enfermedades diversas” (p. 13).
Resulta evidente que la mujer joven se encontró en el centro de las miradas vigilantes. Los
novelistas reprodujeron el discurso médico dominante de la época, asegurando que las mujeres,
seres intemperantes, incapaces de controlar sus pasiones, necesitaban de un guía firme para
cuidarse de los peligros en los que podían caer a causa de sus impulsos sexuales y su
inexperiencia. Se consideraba que una mujer sola estaba expuesta a un sinnúmero de peligros.
De ahí que estos intelectuales no escatimaran esfuerzos por mostrar, con lujo de detalles, las
consecuencias funestas para ellas. Tres ejemplos nos servirán para comprender la relación entre
sexualidad, enfermedad y culpabilización moral.
En la ya mencionada novela Santa, el personaje principal, luego de un tiempo de ejercer la
prostitución, contrae una enfermedad, a raíz de la cual observa “llagas hediondas en su
interior… ¿Por qué tan pronto estar tan pervertida…?” (Gamboa, 1903/1927, p.146). A pesar
de los esfuerzos, “su mal persistía, inatajable, insidioso, progresando como castigo venido de
lo alto por culpas endurecidas y que mina un organismo sometiéndolo a padecimientos crueles
y sin cura” (p. 199). La enfermedad sería la consecuencia evidente de las prácticas sexuales de
Santa, y también su castigo, porque en la novela, la joven, angustiada, va a la iglesia buscando
redimirse y es expulsada por un grupo de mujeres que se encuentran allí. Se ve, aquí, un doble
castigo: el físico y el moral.
Hallamos otro ejemplo en la novela Culpa (1854), de Florencio María del Castillo (1828-
1863). Se cuenta la historia de una joven excesivamente mimada por su a. A los 15 años, la
edad del “furor uterino”, la tía, incapaz de controlarla, le permite interactuar con los hombres
dándole cierta libertad, lo que, de acuerdo a la narración, tiene consecuencias terribles: “Y
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Magdalena, la linda Magdalena, de escalón en escalón cayó hasta las últimas gradas de la
sociedad. ¡Pobre muchacha! ¿Quién le hubiera dicho al verla en sus días de gozo, que iría á
morir al hospital?” (Del Castillo, 1854/1902, p. 463). Con esta frase, el autor hace alusión a las
terribles consecuencias de una sexualidad desenfrenada.
Finalmente, en La mestiza (1891), el escritor Eligio Ancona (1835-1893), benemérito de
Yucatán, nos habla del caso de una mujer que tuvo un hijo con un hombre del pueblo, quien al
poco tiempo la dejó abandonada. Para ganar dinero, la joven comenzó a trabajar en un lupanar:
Algunos meses después, la joven empezó a advertir sobre su cuerpo una de esas
asquerosas enfermedades que tarde o temprano debía acarrearle la mala vida
que llevaba … Una inmunda lepra que había ido invadiendo insensiblemente su
piel, no tardó en postrarla en una mala cama. (p. 95).
El ejemplo es interesante porque el autor se esfuerza por remarcar que la mujer se dejó llevar
por sus impulsos sexuales con aquel hombre que la dejó embarazada sin haberse casado con
ella. La sociedad no le perdonará su falta y se la reprochará hasta su muerte. Ante esta terrible
situación, no recibía ayuda de nadie: “¿Quién querrá llevarte al hospital que está tan distante?
¿Quién puede sufrir el mal olor que exhala tu cuerpo?” (p. 96). Pero no solo eso, sino que
pierde a sus hijos (a estas alturas, ya había tenido un segundo niño con otro hombre), a los que
cuidaba la vecina mientras ella debía trabajar:
¿Tus hijos?… ¡Desgraciada! La madre que abandona a sus hijos días y noches
enteras, y sin acordarse de que puedan tener hambre y sed, no es madre… ¡es
indigna de sus hijos! No volverás a ver a los tuyos mientras yo viva. (Ancona,
1891, p. 96).
Nuevamente, el castigo no solo será físico, sino también moral. El poder disciplinario actúa
por relevos. En este caso, es la vecina, una mujer, quien reproduce el modelo de
disciplinamiento y castiga moralmente a quien se sale de la norma.
Estos ejemplos médicos y literarios nos permiten ver que se trata de un discurso que
trasciende las fronteras disciplinarias y que forma parte del saber de esta formación histórica.
En cada formación histórica el lenguaje se agrupa de una manera determinada, y según
Foucault, a partir del siglo XIX la literatura cumple con la función de agrupar el lenguaje
(Foucault, 2001). Es por eso que se explica que los enunciados de diversas disciplinas
aparezcan en relatos literarios. En ese sentido, la literatura, al aglutinar el lenguaje de su época,
incorpora también saberes producidos en otros ámbitos. Pero, además, los ejemplos tocan un
tema fundamental para la biopolítica: la noción de peligro social que se hace evidente frente a
una sexualidad mal conducida. La mujer, como cuerpo que exuda sexualidad, se encuentra en
la encrucijada entre la responsabilidad individual y colectiva. El juicio moral sobreviene de
todas partes. Viene de las vecinas, las amigas y la familia, quienes asumen la tarea de exigir
una confesión sobre los actos cometidos y buscar normalizar las conductas de los demás. Pero
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fundamentalmente proviene del propio sujeto, que ha asumido como verdad incuestionable
ciertos preceptos de conducta, y se los ha apropiado creando una subjetividad que lo constriñe
y de la que pareciera no poder escapar.
La mujer debe ser lo que el hombre quiere que sea. Enunciados moral-preventivos
El cuerpo de la mujer, como hemos visto, ocupó una enorme atención en el siglo XIX. La
preocupación por el cuerpo femenino estaba encaminada a garantizar una reproducción sana,
que debía estar sustentada en una estructura familiar sólida, heterosexual. Todo esto,
evidentemente, significó para la mujer una gran carga de responsabilidad, no solo con su
familia sino con todo el cuerpo social (Foucault, 2011, p. 98).
Siguiendo a Foucault, por moral entendemos: “un conjunto de valores y de reglas de acción
que se proponen a los individuos y a los grupos por medio de aparatos prescriptivos diversos,
como pueden serlo la familia, las instituciones educativas, las iglesias, etc.” (Foucault, 2013,
p. 29). Esta moral de la decencia o moral burguesa se define, sobre todo, por plantear la
sexualidad legítima únicamente en el ámbito de la pareja heterosexual, monogámica y con fines
reproductivos. Los preceptos morales que allí se encuentran, no buscan, únicamente, incidir en
una manera concreta de actuar conforme a esa moral, sino, y fundamentalmente, se orientan al
trabajo con la subjetividad propia, es decir, “no es simplemente ‘conciencia de sí’, sino
constitución de como ‘sujeto moral’” (Foucault, 2013, p. 29). Es decir que, guiado por un
código de conducta, el individuo se constituiría a mismo en un sujeto que no solo buscaría
cumplir con un determinado código de conducta, sino que su objetivo sería transformarse a
partir de una reorientación de la relación consigo mismo.
Un ejemplo de dichos códigos, en México, fue el Catecismo de Moral (1868), redactado por
el novelista Nicolás Pizarro Suárez (1830-1895). Se trataba de un manual que pretendía guiar
a los lectores sobre la manera correcta de comportarse. En él, la mujer ocupa un lugar muy
importante debido al rol social que se le ha adjudicado:
[La mujer] tiene encomendadas funciones muy importantes para la
conservación de nuestra especie, y es además como la depositaria del
sentimiento y de las tradiciones de la sociedad La mujer es la más fiel
representación de su época; su esfera de acción es la que le marca estrictamente
la sociedad; sus ideas son las que le comunica el hombre; sus sentimientos los
que éste le sobreexcita; sus aspiraciones las que éste le fomenta; es en fin, lo
que la sociedad quiere que sea. (Pizarro, 1868, p. 61).
Se consideraba que la mujer era incapaz de guiarse por misma y que, por tanto, necesitaba
del tutelaje masculino para llevar a cabo las funciones que la sociedad le imponía. Esto ya había
sido vislumbrado por el filósofo John Stuart Mill, en su visionario ensayo crítico El
sometimiento de las mujeres (1869). Se trataba de domesticar a la mujer y atarla a determinadas
funciones sociales, es decir, de someterla. La mujer, como dice Pizarro Suárez, debe ser lo que
la sociedad quiere que sea.
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El poder disciplinario funcionó encauzando las conductas a partir de una norma, de un modo
correcto de conducirse en sociedad. La mujer fue, en ese sentido, un foco de reflexión muy
importante por la responsabilidad biológica y moral que se le había asignado en la sociedad. El
carácter heteropatriarcal de esta formación histórica concede una especial atención a la
educación moral que recibía la mujer. Pizarro formula dicha educación de la siguiente manera:
debe tener por objeto esencial, que las niñas adquieran gracia, robustez y
conocimientos exactos respecto de sus deberes especiales, para que puedan
desempeñar dignamente su noble misión de esposas y madres de familia; sin
que por esto se les prive bárbaramente, de que su alma se perfeccione en todo
lo que pueda contribuir, a mejor y más justo desarrollo del sentimiento y de la
inteligencia. (Pizarro, 1868, p. 57).
Este posicionamiento respecto del tipo de educación que debían recibir las mujeres está en
consonancia con los que encontramos en la novela La Rumba (1891), de Ángel de Campo
(1868-1908). Remedios, una joven bonita y extrovertida, decide fugarse con un joven del
pueblo que le promete una vida de opulencia y felicidad. El cura del pueblo culpa a la madre
de Remedios, quien asume su responsabilidad. Si su hija se fue es porque su progenitora no la
cuidó bien y no la orientó correctamente para hacer de ella una buena esposa y madre. El
enunciado del cura dice así:
[Remedios] quería aprender física y aritmética, y qué sé yo, cosas que de nada
les sirven a las mujeres, cuyo porvenir está encerrado en el hogar, y para saber
lo que en él se debe hacer, no se necesita geometría, sino buena educación. No
me hicieron caso y allí tiene usted el fruto. (de Campo, 1891/2013, p. 49).
Esto muestra la importancia otorgada a la vigilancia y el cuidado de los hijos desde
pequeños, y la responsabilidad de la madre en este sentido. El escritor Juan Díaz Covarrubias,
en La clase media, hace decir a uno de sus personajes: “Yo había llegado á la época más
peligrosa de la juventud, en que solo el dulce cuidado de una madre puede guiarnos por la senda
de la vida que cubre de flores envenenadas el placer” (Díaz Covarrubias, 1859, p. 53). La mujer
es responsable no solo de la salud y buena educación de sus hijos, sino también del éxito o
fracaso de su matrimonio, si seguimos el argumento del médico García Figueroa, quien afirma
que: “la esposa, torpe para mantener la llama sagrada del amor en el corazón de su marido, es
la causa del desprestigio del matrimonio” (García Figueroa, 1874, p. 50).
Se trataría, entonces, de disciplinar a la mujer, en primer lugar, imponiendo ciertas reglas
de conducta. De acuerdo al discurso de estos novelistas y médicos mexicanos, para que la
sociedad mantenga su rumbo normal y sano, la mujer debe quedarse atada al lugar que le
pertenece, esto es, a su casa, cuidando de ella, de su marido y de sus hijos. El escritor Rafael
Delgado (1853-1914), en La Calandria (1890), expresa, en una fórmula contundente, la
división de roles al interior de lo que sería un matrimonio normal. En uno de los diálogos,
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Gabriel le dice a Carmen: “Tú, en tu casita, cuidándolo todo; yo, en el taller, trabajando recio
para que nada te falte” (Delgado, 1890/1988, p. 29).
Este discurso sobre la mujer, su carácter y sus funciones, amparado en los discursos
médicos, se plasmará en las historias noveladas y servirá para clasificar tanto a las mujeres
como a sus posibles vicios. Así, sería posible distinguir a la buena mujer de la mujer indócil,
tal como aseguraban algunos doctores del siglo XIX: La mujer prostituta es camorrista y
pendenciera” (Martínez Baca, 1899, p. 162). “Su aspecto es repugnante: ningún vestigio de
belleza puede encontrarse en su fisonomía” (García Figueroa, 1874, p. 26). Por otro lado, una
buena mujer tiene ciertas características que permiten reconocerla fácilmente: "La timidez, el
recato y la suavidad en el carácter, son los primeros resplandores que se perciben de esa virtud
latente” (García Figueroa, 1874, p. 58).
Ahora bien, esta moral actúa en un sistema de relevos, característica que Foucault adscribe
al poder disciplinario, para comprometer a las mismas mujeres como copartícipes en su
educación. Se trata de un poder continuo, que genera una red de vigilancia física y moral tan
apretada que la mujer indócil no tiene escapatoria.
En ese sentido, se entienden las admoniciones que una madre da a su hija para que se
constituya en buena esposa, en la novela de Manuel Payno (1820-1894), La víspera y el día de
una boda (1901):
Se habría usted encantado al oír cómo esa noche amonestaba a Paula para que
amara mucho a su marido, para que fuese una mujer trabajadora, para que en
fin llegara a ser una madre amante de su casa y de su familia, como lo había
sido mi comadre Jacinta. (Payno, 1901/2004, p. 29).
Y en la novela La calandria, ya mencionada, tenemos otra madre que funge como pieza
esencial del ejercicio del poder sobre la joven Carmen. En este caso, la madre de Gabriel
termina por aceptar que su hijo mantenga una relación con una muchacha humilde y huérfana,
como garantía de estabilidad conyugal. El autor describe al prototipo de la buena mujer:
[Carmen] Siempre estaba lista para lavar, cocinar y arreglar la casa; para servir
al mancebo por demás oficiosa… Carmen atendía todo: botones caídos,
deterioros inesperados, manchas, descosedurasCuando a la una llegaba el
mozo, ya estaba servida la mesa... ¡Qué buen apetito tiene el hombre trabajador
cuando al volver a su casa se encuentra todo en regla, y hay en la mesa dos ojos
negros que le miran cariñosos y amantes! (Delgado, 1890/1988, pp. 16-17).
Esta clase de argumentos terminan por convencer a la madre del muchacho, quien afirma:
“Puede que a Gabriel le convenga la muchacha. Es limpia, trabajadora, vamos, muy mujer” (p.
27).
Esto no es casual. La mujer se ha convertido en engranaje de este sistema que la constriñe,
que la somete al marido, en una célula familiar que la mantiene sojuzgada, cargándola de
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responsabilidades biológico-morales. Cuando las hijas mujeres se escapan de este modelo de
conducta, se culpabilizará no solo a la joven sino a su madre, por no inculcar suficientemente
los valores morales. En consecuencia, se trata de una campaña moral dirigida a la familia, a los
padres, pero fundamentalmente a la madre como responsable de la educación y el desarrollo
sano de los niños, y de inocular en ellos los valores morales.
Vemos, entonces, cómo los discursos prescriptivos se articulan con una práctica de la
sujeción femenina. Estas formas de saber permitirán el despliegue de tecnologías de poder
disciplinarias que se orientan a encauzar las conductas de las mujeres, con el argumento de que
no solo está en juego la salud individual sino la de toda la sociedad, a la que se pone en riesgo
con conductas desordenadas. De esta manera, se va constituyendo una subjetividad atada a
estos mecanismos de saber-poder.
Si el modelo de mujer al que se debía aspirar era el de la sumisión, la obediencia al marido
y el servicio a los hijos, la joven coqueta y egoísta, que solo pensaba en ella, no podía
considerarse más que como un vicio de la moral. Se hablará de mujeres exageradamente
consentidas, demasiado extrovertidas, y que se salen del paradigma de la buena mujer. Para
entender los comportamientos desviados, los autores los definieron como vicios de la moral,
resultados de una educación deficiente. Así, se esforzaron por mostrarlos en toda su crudeza,
con el objetivo de que dichas conductas fueran enmendadas. Un vicio, nos dice Pizarro Suarez,
es: “El hábito de ceder a los impulsos del cuerpo dirigidos al mal” (Pizarro Suárez, 1868, p.
73), y frente a esa inclinación peligrosa, la mujer debe oponerse con todas sus fuerzas desde el
momento en que logra detectarlo. La mujer coqueta fue uno de estos ejemplos en donde se
visualiza un vicio moral que debe ser erradicado de la sociedad porque pone en peligro su
desarrollo sano. El escritor Pedro Castera, marcando una distinción entre coquetería y
coquetismo, explicaba que: “La coquetería es una gracia en la mujer, que denuncia sus
aspiraciones artísticas y un arte que anhela el mayor embellecimiento de su hermosura. El
coquetismo es un defecto moral que indica un alma grosera" (Castera, 1882/2013, p. 241).
Semejante afirmación no aclara la diferencia entre una y otra, y da la impresión de que la
etiqueta depende del particular modo de percepción de cada hombre al momento de clasificar
a una mujer. El hombre podría decir, por ejemplo, que si le coquetea a él, es aceptable. En
cambio, si les coquetea a otros, es coquetismo y, por tanto, reprobable.
La coqueta, sin ser prostituta, es todo lo opuesto a lo que se espera de una mujer, es decir,
abnegación, servicio a los demás y buena disposición. Esta es vanidosa, egoísta, superficial y
no tiene interés en formalizar una relación porque se siente cómoda siendo halagada y admirada
por los hombres. El escritor Nicolás Pizarro, en su novela La coqueta (1861), argumenta que
la coquetería es aceptable si va encaminada a atraer a un hombre hacia ella con la finalidad de
establecerse en un matrimonio y procrear; pero si su modo de comportarse se sostiene en el
gusto de ser halagada por los hombres sin más objetivo que este, entonces: “la mujer coqueta
aparecerá como la flor seca que perdió todos sus colores, y en lugar de haber alimentado
gérmenes de vida y copiosa semilla, solo mostrará gusanos asquerosos, vicios secretos”
(1861/1982, p. 103). Su vida, en síntesis, se convertiría en un infierno.
La problematización de estas mujeres, que, en buena medida a causa del ocio, ocupaban su
tiempo en actividades que las perjudicaban tanto a ellas como a su entorno, fue el primer
elemento en el cual se apoyaron los médicos para delimitar la categoría de la mujer nerviosa
(Foucault, 2011, p. 115).
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Magdalena, la joven coqueta de la novela de Pizarro Suárez, después de una serie de
diálogos en los que justifica su modo de comportarse frente a los hombres, casi al final de la
historia, se siente culpable. Ha asumido un modo de subjetividad normalizada y moralmente
aceptable y se lamenta de su comportamiento: “Porque soy débil… Voy, pues, a castigarme
por una imperfección que debo al cielo, a mi educación o al demonio… yo no quiero, no puedo
volver a esa vida de disipación moral… ¡Qué horrible figura la de una vieja coqueta!” (Pizarro
Suárez, 1861/1982, p. 178-179). Y con el fin de reforzar los argumentos morales y alejar a las
mujeres de estos vicios, Pizarro Suárez remata la historia contando que finalmente, Magdalena
se casó, pero “el cielo no le ha permitido tener hijos” (p. 185). La moraleja es clara y la
comparten los autores que hemos revisado: las conductas disipadas proveerán a la mujer,
inevitablemente, del castigo de la infertilidad. El médico Lara y Pardo sanciona desde su
ciencia este enunciado tan repetido por los literatos: Es bien conocida la esterilidad de las
prostitutas, que, si tienen hijos, es generalmente porque los han concebido antes de haberse
prostituido” (Lara y Pardo, 1908, p. 109).
Si bien los autores se enfocaban en la educación, como elemento que permitiría encauzar y
normalizar las conductas de las jóvenes, no dejaban de resaltar la herencia como un factor
importante para explicar los modos de comportamiento y las dificultades al momento de
intentar subsanarlos. En La coqueta, el autor explicaba de la siguiente manera la debilidad de
Magdalena:
si después de una energía varonil y a prueba, dejaba que se apoderase de ella
esa languidez tan seductora de las cuarteronas, toda la culpa era del ardiente
cielo de la costa, y tal vez de una amorosa intriguilla de su cuarta abuela, doña
Beatriz del Real, que le había legado aquel poder fascinador, acaso por haberse
abandonado en cuerpo y alma a algún hermoso africano. (P. 36).
2
La debilidad de Magdalena sería una tara racista que se encuentra en su herencia: la sangre
africana que corre por sus venas justificaría su poca capacidad de autocontrol. El autor no hace
más que reproducir un modo de percepción racista, propio de esta formación histórica. Pizarro
Suárez, retomando el discurso médico, plantea la existencia de razas humanas menos racionales
que otras, y que, por lo tanto, se muestran incapaces de controlar sus impulsos sexuales. La
defensa de la sociedad frente a las amenazas biológicas fue lo que permitió el despliegue de un
control sobre el cuerpo mismo. Y permitió, a su vez, el despliegue de un racismo biológico
(Mosse, 1978/2005). La herencia africana de Magdalena, la mujer coqueta, la predispone a una
falta de control de su naturaleza pasional.
Estos ejemplos muestran el vínculo causal entre sexualidad, moralidad y racismo, en los
discursos que hemos analizado. Así lo confirma el médico Lara y Pardo, al asegurar que:
Lo que se hereda, lo que es congénito, es la inferioridad psicológica, moral y
social, que es condición indispensable para llegar á cualquiera de las formas de
degeneración, una de las cuales, la más frecuente en la mujer, es la prostitución.
(Lara y Pardo, 1908, p. 109).
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Se tratar, entonces, de enunciados que circulan de la medicina a la literatura para ubicar a la
prostitución como uno de los focos que la higiene pública debe atacar para evitar la temida
degeneración de la especie.
Conclusiones
Los ejemplos que hemos analizado en este trabajo permiten mostrar que hay una
congruencia entre los discursos médicos y literarios del siglo XIX mexicano en torno a las
cuestiones de la sexualidad, la moralidad y el racismo. El análisis de estos discursos, en gran
medida copiados o imitados de su matriz europea, muestra que estas prácticas discursivas
coadyuvan en alto grado a la normalización de la mujer en el dominio de la sexualidad.
Se pone en evidencia que estos discursos buscaban, desde su particular ámbito de injerencia,
impactar en las conductas de los individuos, creando un sujeto normalizado de acuerdo a los
preceptos raciales y morales de esta formación histórica. El rastreo en estos documentos nos
permite entender las condiciones que hicieron posible el desarrollo del racismo, su articulación
con la sexualidad y la moralidad, su impacto y su trascendencia.
En síntesis, se puede establecer, a partir del análisis de estas prácticas discursivas, una red
de saber y poder, cuyo objetivo es cercar al cuerpo femenino e inundarlo con las prescripciones
propias de la moral de la decencia.
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Notas
1
Se refiere a la escuela fundada a partir de los estudios sobre medicina natural que elaboró el médico alemán
Christopher W. Hufeland (1762-1836).
2
Cuarterona hace referencia a aquella persona nacida de mestizo y española o de español y mestiza, es decir, que
tiene una cuarta parte de sangre blanca.