Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIV. N° 24 (Julio - Diciembre 2023) ISSN 2718-658X. Franca Maccioni, La imaginación del
signo en la teoría y la crítica contemporánea. Indagaciones en torno al diagnóstico de la post-crítica, pp. 111-
125.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v15.n24.43364
La imaginación del signo en la teoría y la crítica contemporánea.
Indagaciones en torno al diagnóstico de la post-crítica
Franca Maccioni
IDH - CONICET / Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
franca.maccioni@unc.edu.ar
ORCID: 0000-0002-9564-8867
Recibido: 12/07/2023. Aceptado: 23/08/2023
Resumen
El presente trabajo propone explorar el lugar de la imaginación del signo en la teoría
contemporánea para intervenir en el diagnóstico poscrítico que insta a revisar la eficacia de
la crítica a la luz de los desafíos del cambio climático. Para ello, en un primer momento,
proponemos indicar algunas de las insistencias que hacen a dicho diagnóstico vinculadas a
la discusión en torno a los alcances de la hermenéutica de la sospecha; la recusación de la
centralidad del lenguaje, del giro lingüístico y del texto; y la necesidad de ensayar modos de
pensamiento no antropocentrados. Atendiendo a este diagnóstico, pero sin resignar la
pregunta por el lenguaje que resulta central para la crítica literaria, siguiendo a Barthes,
exploramos la emergencia de conciencias semiológicas renovadas que buscan evitar la
clausura de lo simbólico. Con ese objetivo, recuperando principalmente los aportes de
Sauvagnargues y Kohn, buscamos insistir en la pregunta por los signos y el lenguaje desde
una perspectiva “ecológica” que busca repensar su estatuto más allá de la oposición
dicotómica entre constructivismo y realismo.
Palabras claves: post-crítica, signo, imaginación, giro lingüístico, giro ontológico
The Imagination of the Sign in Contemporary Theory and Critique
Inquiries Regarding the Diagnosis of Post-Critique
Abstract
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signo en la teoría y la crítica contemporánea. Indagaciones en torno al diagnóstico de la post-crítica, pp. 111-
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This paper aims to explore the role of the imagination of the sign in contemporary theory to
intervene in the post-critical diagnosis that urges a reevaluation of the effectiveness of
critique in light of the challenges posed by climate change. To do so, at first, we propose to
point out some of the insistences related to this diagnosis, including: the discussion regarding
the scope of the hermeneutics of suspicion; the rejection of the centrality of language,
linguistic turn, and text; and the need to experiment with non-anthropocentric modes of
thought. While addressing this diagnosis but without giving up the question of language
(which remains central to literary critique), following Barthes, we explore the emergence of
renewed semiological consciousness that seeks to avoid the closure of the symbolic. With
this objective, primarily drawing from the contributions of Sauvagnargues and Kohn, we aim
to emphasize the question of signs and language from an 'ecological' perspective that seeks
to rethink their status beyond the dichotomous opposition between constructivism and
realism.
Keywords: post-critique, sign, imagination, linguistic turn, ontological turn
Hace algunos años ya que la noción de poscrítica resuena cada vez con más fuerza en los
estudios culturales y literarios. Tal y como sugieren, por caso, Elizabeth Anker y Rita Felski
en Critique and poscritique (2017, p. 8), en la actualidad proliferan los debates tendientes a
repensar los alcances y potenciales de las humanidades en general, así como también a
interrogar los métodos y eficacias de la labor de interpretación crítica en literatura, en
particular. A pesar de la multiplicidad de posiciones teórico-metodológicas que hacen a este
debate de época, siguiendo a las autoras mencionadas, es posible marcar una suerte de
consenso en la pluralidad de posturas que insisten en la necesidad de repensar los alcances
de la crítica literaria en el presente: “asistimos al florecimiento de alternativas a la
hermenéutica de la sospecha”. Para estas autoras, lo que estaría en cuestión, entonces, es la
eficacia de la crítica como desenmascaramiento, desmitificación y desnaturalización; rasgos
centrales de lo que Paul Ricoeur (1965) supo ver en la “escuela de la sospecha”. El proyecto
intelectual y estilo interpretativo de sus tres maestros” Nietzsche, Marx y Freud,
sugieren las pensadoras norteamericanas, habría dejado una marca indeleble en la producción
y método de la crítica literaria y cultural hasta la actualidad; herencia intensificada, a su vez,
por los aportes e influencias teóricas de la deconstrucción derridiana y del posestructuralismo
francés que hoy aparecen fuertemente cuestionados.
En su conferencia de 2003, “¿Por qué la crítica se ha quedado sin fuerzas?”, Latour
afirmaba que la tarea y eficacia de la crítica precisa ser interrogada frente a lo que señala
como la emergencia de “nuevas amenazas, nuevos peligros, nuevas tareas, nuevos objetivos”
que ya no vendrían de una “confianza excesiva sino de una excesiva desconfianza” (pp.
2-3). Si bien esas nuevas amenazas son múltiples y difícilmente definibles en singular, es
posible sostener que, dentro de ellas, los diversos problemas que se anudan en torno a los
desafíos que presenta el cambio climático y la crisis ambiental ocupan un lugar privilegiado.
Atender y dar respuesta a la insumisión de un sinfín de materialidades activas y con capacidad
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de agencia implica repensar el centralismo de lo humano en las teorías críticas y, con ello, la
eficacia política del desenmascaramiento. Como sugiere Bennett:
Esta tarea, la desmitificación la más generalizada de las prácticas en la
teoría crítica, debería realizarse con precaución y moderación, en la medida
en que supone que en el núcleo de cualquier suceso o proceso yace una
agencia humana que ha sido proyectada ilícitamente en las cosas. (2022, p.
19).
Allí donde “la desmitificación tiende a pasar por alto la vitalidad de la materia y a reducir la
agencia política a agencia humana”, Bennett también buscará “tácticas” para desarrollar otras
actitudes críticas, sino de la confianza, al menos de la afirmación “de alternativas positivas,
incluso utópicas” (2022, p. 20).
Pese a las diferencias que hacen a cada uno de estos proyectos teóricos, lo que nos interesa
señalar es aquello que insiste como blanco de disputa en las diversas modulaciones de esta
crítica a la “hermenéutica de la sospecha”: el antropocentrismo, la centralidad del lenguaje,
el “constructivismo” y la ineficacia política de la desconfianza en el contexto presente
emergen como rasgos centrales. Volviendo a Latour, podríamos condensar el problema
afirmando con él que hemos aprendido a repetir demasiado acríticamente “que los hechos
son inventados, que no existe el acceso natural, no mediado, imparcial a la verdad, que
siempre somos prisioneros del lenguaje, que siempre hablamos desde un punto de vista
particular, etc.” (2003, p. 3)
En consonancia con estas intervenciones, en un trabajo local y de reciente publicación,
Biset (2022), siguiendo a Colebrook, mapea lo que propone pensar como una “dirección
postextual de la teoría hacia el materialismo o la vida” (p. 126), indicando con ello lo que
despunta como un desvío o alternativa a la primacía de la teoría francesa y posestructuralista
en general, y derridiana, en particular. A los fines de este trabajo, interesa recuperar de esta
nueva orientación teórica el modo como se insiste, allí también, en discutir la centralidad de
la mediación lingüística (y del texto) a la hora de pensar los procesos de significación en un
intento, en cambio, por “dar lugar a modos de pensamiento que no estén circunscriptos por
el lenguaje, lo simbólico o lo humano” (Biset y Naranjo, 2022, p. 5) y que desplacen las
indagaciones desde la epistemología o la pregunta por el acceso a las cosas hacia la ontología
o la pregunta por los existentes más allá de nuestra mirada teórica.
Cabe aclarar que la mayoría de las teorías aquí convocadas no provienen de (ni tienen por
objetivo problematizar) la crítica literaria. Y, sin embargo, el desafío de indagar qué de estas
reflexiones pueden ser recuperadas para pensar problemas de la interpretación de textos y
cómo dialogar con estos diagnósticos sin resignar la reflexión sobre el lenguaje y la
textualidad, es decir, sin desoír la materia de la literatura, hace también a la centralidad del
debate crítico del presente. Allí donde lo que insiste es, ante todo, una crítica a la herencia
moderna del pensamiento (y con ella, centralmente, al modo como concibió, en líneas
generales, la naturaleza, la materia, el conocimiento y el sujeto), la compartimentación de
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saberes en esferas de diferenciación no podía quedar intocada: parte de la tarea de renovar
los vocabularios de la crítica supone la necesidad de producir desplazamientos entre
disciplinas diversas, con todas las dificultades que eso conlleva.
De ahí que la pregunta que quisiéramos sostener en este trabajo no pueda hacerse sino
desde un lugar incómodo o cuanto menos tangencial. Esto es: cómo repensar el trabajo de la
crítica literaria en la actualidad sin ignorar esto que se anuncia como la necesidad de postular
alternativas a la hermenéutica de la sospecha y al constructivismo; y sin resignar la pregunta
por el lenguaje, por la mediación y por la materia de la escritura. En esta escena, entonces,
entendemos que abrir la pregunta por cómo se imaginan los signos en ciertas zonas de la
teoría contemporánea y por cómo despuntan conciencias semiológicas alternativas a las
postuladas por el posestructuralismo para pensar, desde allí, la relación entre los signos
lingüísticos y materiales, podría ofrecer una vía de indagación productiva para atender a este
diagnóstico sin abandonar problemáticas cruciales para el estudio en literatura.
Estas preguntas se desprenden, en primera instancia, de la conferencia que diera Foucault
en 1964 a propósito del pensamiento de “Freud, Nietzsche, Marx”. Foucault sugería allí que
el surgimiento de la “hermenéutica de la sospecha” supuso una mutación radical respecto del
estatuto de los signos y de la tarea de la interpretación; mutación que, al tiempo que implicó
una ruptura respecto del régimen de la semejanza que funcionó como fundamento del signo
hasta comienzos de la modernidad, produjo una serie de consecuencias irreversibles en la
tarea de la interpretación. En adelante, afirma, “los signos pierden su ser simple de
significante para devenir máscaras encubridoras de otras interpretaciones” (Foucault, 1999,
p. 46) y, a partir de entonces, ya “no se interpretan signos sino interpretaciones” (p. 46).
Esta “primacía de la interpretación en relación con los signos” supuso, a su vez, al menos
dos consecuencias centrales para el hacer crítico interpretativo: desde entonces, la
interpretación se convierte en una tarea inagotable e infinita y, al mismo tiempo, “la
interpretación será siempre de ahora en adelante la interpretación por el quién ha planteado
la interpretación” (Foucault, 1999, p. 47). De allí que Foucault pueda afirmar que “la muerte
de la interpretación consiste en creer que hay signos, signos que existen originariamente,
primariamente, realmente, como señales coherentes, pertinentes y sistemáticas” (1999, p.
48), y más adelante que
la hermenéutica y la semiología son dos enemigos bravíos. Una hermenéutica
que se repliega sobre una semiología cree en la existencia absoluta de los
signos: abandona la violencia, lo inacabado, lo infinito de las interpretaciones,
para hacer reinar el terror del indicio, y recelar el lenguaje. (Foucault, 1999,
p. 48).
Dejando de lado, al menos por el momento, las múltiples y contradictorias interpretaciones
que supuso la recepción de este texto, nos preguntamos: ¿estamos acaso frente a un retorno
de los signos o, mejor, frente a la emergencia de nuevas conciencias semiológicas que buscan
revisar su estatuto recuperando ciertos rasgos de una semiología premoderna?; ¿es posible
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encontrar en estas nuevas “direcciones de la teoría” una vía para repensar la relación entre
los signos lingüísticos y materiales más allá del viejo problema de la oposición entre
realismo/constructivismo?; ¿podemos leer en esta insistencia en la pregunta por los signos
una modulación más de la búsqueda por recelar el lenguaje humano?, ¿o se trata, en cambio,
de una apuesta por ampliar, a partir de los signos, el estatuto de la expresión (y con ella, del
lenguaje, de lo decible, de lo representable, de lo escribible y de lo legible) y del “quién” de
la interpretación hacia un más allá de lo humano?
*
Para insistir en estas preguntas, quisiéramos comenzar recuperando una suerte de fábula
con la que Barthes culmina, en 1963, su ensayo titulado “La actividad estructuralista”. Allí,
escribe:
Según decía Hegel, el antiguo griego se asombraba de lo natural de la
naturaleza; le prestaba incesantemente oído, interrogaba el sentido de las
fuentes, de las montañas, de los bosques, de las tempestades; sin saber lo que
todos estos objetos le decían de un modo concreto, advertía en el orden vegetal
o cósmico un inmenso temblor del sentido, al que dio el nombre de un dios:
Pan. Desde entonces a hoy, la naturaleza ha cambiado, se ha convertido en
social: todo lo que se ha dado al hombre es ya humano, hasta el bosque y el
río que cruzamos cuando viajamos. Pero ante esta naturaleza social que es
sencillamente la cultura, el hombre estructural no es distinto del antiguo
griego: también él presta oído a lo natural de la cultura, y percibe sin cesar en
ella, más que sentidos estables, terminados, «verdaderos», el temblor de una
máquina inmensa que es la humanidad procediendo incansablemente a una
creación del sentido, sin la cual ya no sería humana
Precisamente porque todo pensamiento sobre lo inteligible histórico es
también participación en este inteligible, sin duda al hombre estructural le
importa poco el durar: sabe que el estructuralismo es también una determinada
forma del mundo, que cambiará con el mundo; y del mismo modo que prueba
su validez (pero no su verdad) en su capacidad para hablar los antiguos
lenguajes del mundo de una manera nueva, sabe que bastará que surja de la
historia un nuevo lenguaje que le hable a su vez, para que su tarea haya
terminado. (Barthes, 2003, pp. 300-302).
De algún modo, Barthes parece anticipar intempestivamente en esta cita algo de la
novedad que hace a nuestro tiempo presente y de la cual la crisis de las epistemologías
modernas, así como los diversos giros (el giro material, el ontológico, entre otros) que se
anudan a los grandes problemas que mienta el cambio climático, anuncian. Esto es, que
estamos ante la emergencia de un nuevo lenguaje del mundo que fuerza acaso a imaginar a
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la vez modos renovados de comprender la historia natural de nuestro tiempo, así como a
inventar otros modos de oír ese temblor del sentido de una naturaleza que hoy ya no se nos
da más que como póstuma y sin dioses. Pero, sobre todo, nos interesa volver a este texto para
insistir, desde él, en la pregunta que atraviesa este trabajo: ¿no es acaso esa una de las tareas
cruciales de la crítica contemporánea, la de re-trazar la relación con ese sentido que se
anuncia hoy en un millar de signos desconocidos y para la cual la actividad estructuralista y
posestructuralista parece haber llegado a su límite? O, dicho de otro modo, ¿no es ese uno de
los retos imaginativos centrales a los que nos exponen los lenguajes del presente, esto es, el
de ficcionar otra actividad para hablar de esos signos, para volverlos legibles, escribibles y
continuables en suma en esta, la lengua que tenemos?
Para abrir estas preguntas, no hace falta volver a Barthes, aunque tampoco parece
necesario abandonarlo. Porque es también él quien, en 1962, es decir, un año antes de este
texto, insistía en reponer eso que ya sabemos, pero que casi siempre olvidamos y que hoy
adquiere una importancia teórica renovada; esto es, que el signo, todo signo, es un constructo
de la imaginación que presupone siempre un modo de “visión” a partir del cual desarrollar,
a su vez, un dispositivo de resonancias que permita hacer oír ese temblor del sentido que de
otro modo nos sería indiferente (Barthes, 2003, p. 285).
Entonces, antes de abandonar a Barthes para pasar a pensar en los términos de una nueva
agenda teórica que se asuma como relevo del llamado “pensamiento francés de la sospecha”,
quisiéramos detenernos en estos puntos que, creemos, aun resultan potentes para abrir desde
allí las preguntas que nos interesan.
En primera instancia, insistir con él en la relación del signo con la imaginación, con la
producción de imágenes, con la “visión”. Es con base en ese presupuesto que Barthes (2003,
pp. 287-292) repone una suerte de historia de las conciencias semiológicas distinguiendo, por
un lado, la conciencia simbólica que produce una imaginación geológica del signo que lo
percibe en su profundidad; por el otro, la paradigmática que despliega una imaginación
formal, homológica, que ve el signo en su perspectiva; y, por último, la sintagmática, que lo
prevé en su extensión desplegando una imaginación fabricativa que opera por ensamblaje de
funciones.
Entonces, hoy, cuando lo que importa ya no parece ser tanto el modo como lxs humanxs
damos sentido a la materia, sino la producción de sentido de la materia en sí; es decir, hoy,
cuando lo que urge es prestar atención a los signos no humanos y a su producción de sentido,
nos preguntamos: ¿cómo imaginamos, cómo vemos hoy esos signos de un lenguaje distinto?,
¿los prevemos en su plasticidad, en su rastro, como fósiles, jeroglíficos? ¿Y cómo pensamos
modos de hacerlos resonar en nuestra lengua, de entrar en relación con ellos? ¿Dejamos de
interpretarlos en sus funciones para pasar a experimentarlos en sus efectos y afectos? ¿Los
volvemos inteligibles en su diferencia o los desarrollamos en su semejanza? ¿Sigue siendo
acaso lo inteligible nuestro norte? Y más aún: ¿vale todavía que nos preguntemos por cómo
leer, escribir o traducir esos signos materiales sin sacrificar por completo su otredad respecto
del lenguaje que hablamos y sin renunciar, tampoco, a la especificidad de los signos con los
que podríamos hacerlos resonar?
No quisiéramos resignar lo obtuso de estas preguntas que podrían disolverse plegándonos
a dos gestos que insisten en la nueva escena de la teoría y que podríamos resumir, como
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decíamos al comienzo, bajo el llamado a “abandonar el giro lingüístico” sin más, por un lado,
y al de “disolver el dualismo ontológico humano-no humano”, por el otro (Biset y Naranjo,
2022). También en este último caso, la apuesta por un pensar más allá del dualismo
ontológico que se condensa en nociones centrales como las de “vitalidad”, “ensamblaje”,
“agencia”, “red” o “actantes”, por nombrar solo algunas, diluye cualquier diferencia
inequívoca entre lo material, lo humano, lo animal y lo vegetal y, con ello, la posibilidad de
interrogar la relación entre signos que podemos suponer heterogéneos.
Subrayemos, una vez más, que los aportes que se derivan de ambos enfoques resultan
insoslayables e incluso necesarios para repensar el estatuto de los signos en el presente. Y
quizás, a su modo y en la mayoría de las teorías que aquí nos proponemos revisar, marquen
también el punto de llegada de estas reflexiones. Si proponemos partir de la pregunta por las
diferencias y no de sus resoluciones posibles, es porque solo así entendemos que puede seguir
dando que pensar la vieja pregunta de Foucault (2010) por la relación de las palabras y las
cosas, esa que Holbraad (2022) reformula recientemente en su artículo titulado “¿Puede
hablar la cosa? y que nosotros podríamos continuar interrogando desplazando los términos
de las palabras a los signos y de la cosa a la materia.
Allí donde lo que importa es, creemos, hacer lugar a las preguntas y custodiar lo que ellas
abren como desconocido, deberemos evitar un riesgo, al menos, doble: por un lado, el del
constatativo un poco ingenuo que, sin embargo, insiste en una cantidad no menor de
producciones académicas y teóricas recientes en donde se afirma sin más que esto sucede (es
decir, que la materia escribe y que las cosas hablan, aunque no esté del todo claro cómo); y,
por el otro, el riesgo ante lo que Holbraad (2022, p. 9) denomina la “censura analítica por
simetría”, que anularía la posibilidad de acercarse a algo de la materia que aún percibimos
como heterogéneo y a algo de sus signos específicos allí donde estos no coinciden sin más
con los de nuestro lenguaje. Para una teoría que parta de la disolución del dualismo
ontológico humano-no humano, dirá Holbraad:
No hay “cosa”, salvo en la quimera modernista. Plantear la pregunta ¿Puede
hablar la cosa? es participar de un acto de purificación. Más bien habría que
morderse la lengua y preguntar: ¿Puede la cosa quiero decir ¡la red de
actores! hablar? (Respuesta: sí). (2022, p. 9).
Intentar, en cambio, sostener la pregunta por ese extraño tipo de seres que son los signos,
lingüísticos y materiales, y por esa singular actividad a la que nos abocamos quienes
trabajamos con la lectura y con la escritura literaria en el actual contexto de emergencia de
un “nuevo lenguaje del mundo”, implica siguiendo el gesto barthesiano indagar en los
modos como se actualiza su imaginación. El desafío principal parece ser el de imaginar
operadores teórico-críticos que permitan atender a materialidades con capacidad de agencia,
trazando desplazamientos entre disciplinas y asumiendo un compromiso metodológico que
evite el antropocentrismo. Frente a los múltiples diagnósticos que señalan los límites del
lenguaje y de la actividad (post)estructuralista para hacer resonar esos signos materiales,
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pareciera ser que la tarea que nos toca es la de imaginar otro trabajo con los signos más allá
de esa visión de extensión y perspectiva (cfr. Foucault, 1999) que supo pensar su producción
de sentido centrándose en la relación paradigmática signo-signo que trama una superficie de
interpretancia infinita y sin afuera (del texto); y más allá, también, de la barra que lo pliega,
en su interior, al mundo de la pura convención arbitraria de lo humano. Quizás estemos frente
al desafío de una semiología material por inventar, es decir, frente a la necesidad de imaginar
nuevas conciencias semiológicas para nuestro tiempo.
*
A partir de lo dicho, quisiéramos indicar algunos lugares en donde despunta una
imaginación renovada del signo y otro modo posible de trabajar con ellos; es decir, en donde
emergen, en suma, y aunque solo sea de modo muy incipiente, otras conciencias
semiológicas, otras imaginaciones del signo. Decimos renovadas y no nuevas o, peor,
originales, ya que se trata, en todo caso, de relecturas de tradiciones semióticas cuyos
elementos aún resultan potentes para pensar los signos y nuestro trabajo con ellos a la luz de
los desafíos del presente.
En primera instancia, quisiéramos destacar el trabajo que realiza Anne Sauvagnargues
(2006; 2015; 2022) a partir del pensamiento de Deleuze y Guattari en un intento por proponer
lo que podríamos denominar, siguiendo el gesto barthesiano, una conciencia ecológica de los
signos que los percibe en su etología y los experimenta en sus afectos y efectos.
Del sostenido trabajo de esta autora en su lectura del pensamiento deleuziano en relación
con la literatura y las artes, nos interesa destacar su apuesta por dejar de percibir los signos
en su estructura para hacerlos valer, en cambio, por sus efectos pragmáticos. Esta la lleva a
desplazar la imaginación formal o funcional de los signos hacia una etología en donde los
diversos regímenes de signos valen ya no por lo que simbolizan, sino por el modo singular
en que se comportan en un medio o territorio específico. Contra los abordajes “aislacionistas”
del lenguaje, su lectura propone pensar, en cambio, que “la lingüística jamás puede ser
separada de una pragmática que requiere la consideración de factores no lingüísticos”
(Sauvagnargues, 2015, p. 196) y que los elementos del lenguaje dependen de arreglos en los
que se combinan segmentos de códigos dispares.
Siguiendo, entonces, el rastro de la filosofía deleuziana que busca articular el pensamiento
con la vida a partir de una semiótica ecológica singular signada por las lógicas del encuentro,
de la creación y de los efectos materiales, la autora mapea las modulaciones y variaciones de
un pensamiento estético que ensaya modos de retorcer “la clausura simbólica de los signos
entendida como un sistema cerrado sobre sí” (Sauvagnargues, 2022, p. 150). En este sentido,
afirma, tanto su discusión con el formalismo cuanto con la lingüística (cuya pretensión de
cientificidad la lleva a postular una gramaticalidad invariable y trascendental) lo llevan a
postular “los principios positivos de una semiótica que rechaza la separación artificial que
escinde los signos lingüísticos de los otros regímenes de signos” (Sauvagnargues, 2015, p.
196).
Dicha apertura, a su vez, produce un desplazamiento crítico que va del trabajo
interpretativo hacia un modelo que busca experimentar los signos por sus efectos y en su
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transversalidad, según una perspectiva no jerárquica, sino pensada desde una lógica vegetal
o rizomática. Como sugiriera en Deleuze et l’art:
Deleuze y Guattari solo conciben sistemas abiertos, conectados, no
homogéneos, y llaman rizoma a tal disposición de conexiones transversales,
siguiendo el modelo de la mala hierba, cuyas raíces itinerantes y brotes
proliferan sin una raíz dominante. El rizoma toma prestado de la biología este
modelo de crecimiento no arborescente o centrado, que favorece la unión de
regímenes heterogéneos, el cruce y la iteración sin una unidad dada. En otras
palabras, los signos no forman sistemas lingüísticos autónomos y cerrados,
sino que todos los sistemas de signos, incluidos los lingüísticos, están abiertos
a otras semióticas vitales o políticas, significativas o subjetivas. Deleuze y
Guattari, en Mil Mesetas, los denominan regímenes de signos para evitar
precisamente el cierre del sistema de signos: el régimen es un sistema abierto,
rizomático, que procede mediante conexiones y asume la heterogeneidad
pragmática de una apertura a otras semióticas. El signo se define entonces
como un complejo de fuerzas necesariamente híbrido, que organiza códigos
diversos, mentales y sociales, lingüísticos y pragmáticos. (Sauvagnargues,
2015, p. 26).
Allí donde los signos dejan de ser concebidos como algo puramente mental (siendo, en
cambio, a la vez biológicos y materiales tanto como sociales), sus conexiones cesan también
de ser pensadas en términos de transporte de un sentido propio a uno figurado para
considerarse desde sus agenciamientos. Los signos pensados como individuaciones
singulares emergen de modos que son simbióticos antes que semánticos, según una lógica
que no responde a la reproducción como imitación, sino a la del devenir:
Deleuze, a partir de su trabajo en común con Guattari, sustituye la teoría de la
semejanza imaginaria y la analogía estructural por una teoría del devenir,
devenir-animal, devenir-menor, que permite pensar la expresión en el arte sin
abandonar su carga mimética, pero pasando de una imitación centrada en la
semejanza a una simbiosis de tipo vital, a una coevolución, o a un devenir no
paralelo, expuesto en la captura de la avispa y la orquídea, lo que convierte al
arte en una operación vital. Con el concepto de captura, Deleuze pretende
liberar tanto al arte como a las ciencias humanas de la teoría de la semejanza
imaginaria o de la homología estructural: la semejanza [imaginaria] y el
código [simbólico estructural] tienen al menos en común ser moldes, uno por
forma sensible, el otro por estructura inteligible. Molde debe ser entendido
aquí en el sentido de representación hilemórfica y abstracta de la forma.
Deleuze se despide así al mismo tiempo lo imaginario (y con él, cualquier
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teoría psicoanalítica que reduzca la obra a la interpretación de su autor o
receptor) y lo estructural (y con él, cualquier teoría formalista que reduzca el
efecto del arte a su estructura interna). (Sauvagnargues, 2015, p. 136).
Más allá, entonces, de la oposición entre constructivismo o realismo, lo que esta filosofía
hace ver es a una “percolación sensorial” en la que se filtran mundos de signos heterogéneos,
signos que se detectan (se vuelven perceptibles) por sus efectos sensibles y por las reacciones
metabólicas que generan en los cuerpos. Su existencia depende, entonces, de su extrañeza
(de su indigeribilidad), ya que el signo es una efracción violenta, una heterogeneidad que nos
afecta corporalmente y que nos fuerza a pensar: hace que su inteligibilidad deba construirse:
Con Spinoza, Deleuze desarrolla una nueva concepción del signo como fuerza
que afecta, no como significación. El signo ya no es un rasgo psíquico humano
ni una configuración inadecuada de la imaginación: es un afecto, el resultado
de un encuentro o captura, una composición de relaciones y variaciones de
potencia. Esta nueva etología del signo permite una filosofía del arte como
señalética material y semiótica. Se trata de transformar el estatuto del signo,
pasando de un signo interpretado, imperativo, a un afecto, un signo-imagen,
clínico y crítico. El estatuto del signo debe librarse de la interpretación y ser
pensado como un encuentro real, como composición de relaciones: la
interpretación debe ceder su lugar a la experimentación. Esta es la
contribución de Spinoza a la estética de Deleuze. (Sauvagnargues, 2015, p.
71).
Allí, entonces, pensar los signos, responder a su oscura emergencia que nos fuerza a
construir una inteligibilidad ante lo desconocido, ya no demandará la tarea de interpretarlos,
sino de experimentarlos en su transversalidad, de responder con la lectura a sus efectos y de
hacer del pensamiento un acto clínico. De la semántica a la simbiótica, la lectura de
Sauvagnargues nos recuerda que no es posible recelar el lenguaje por la vía del referente,
sino asumiendo que no hay más que un enjambre de signos que deben ser abordados
etológicamente según una ecología semiótica ampliada.
En esta línea ecológica, podríamos situar también algunos momentos del libro de Eduardo
Kohn, Cómo piensan los bosques (2021). Una vez más, siguiendo el gesto barthesiano,
podríamos pensar que despunta allí una conciencia ecológica de los signos que los percibe
como vivientes, los desarrolla en sus lógicas emergentes y los interpreta en su confusión.
El estudio etnográfico realizado por Kohn en la comunidad de Ávila, Ecuador, lo lleva a
discutir los presupuestos ontológicos y epistemológicos de la antropología para abrirla hacia
un más allá de lo humano. Para hacerlo, la reflexión en torno a los signos y a la representación
ocupa un lugar privilegiado. Con el objetivo, menos de reposicionar lo humano (o de
excluirlo) que de abrirlo, su trabajo parte de la hipótesis según la cual “la significación no es
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territorio exclusivo de los humanos porque nosotros no somos los únicos que interpretamos
signos” ni los únicos que representamos. Por el contrario, sugiere, la vida en su totalidad es
constitutivamente semiótica, y es este el rasgo que compartimos con el amplio espectro de lo
viviente: “Toda vida es semiótica y toda semiosis está viva. De maneras importantes,
entonces, la vida y el pensamiento son uno y lo mismo: la vida piensa; los pensamientos están
vivos” (Kohn, 2021, p. 23). Esta suerte de pansemiótica ecológica, al tiempo que supone un
rasgo central de continuidad entre humanos y no-humanos (todo lo vivo piensa, representa,
interpreta y hace, usa y es constituido por signos), supone también una diferencia: no todos
los signos son símbolos, ni las representaciones son sinónimo del lenguaje.
Discutiendo otros enfoques que intentaron disolver el dualismo humano/no-humano desde
marcos “analíticos de la mezcla” (Kohn, 2021, p. 57) que niegan la pertinencia de pensar las
relaciones entre ambos desde la noción de representación por vincularla de manera directa al
lenguaje simbólico (es el caso, sugiere, de Deleuze, Bennett, Latour, entre otrxs), afirma:
Borrar la división entre la mente humana y el resto del mundo o,
alternativamente, esmerarse por conseguir alguna combinación simétrica de
mente y materia, solo motiva a que esta brecha surja de nuevo en otra parte
… un fundamento primordial para los argumentos que serán desarrollados en
este libro, es que la manera más productiva de superar este dualismo no
consiste en deshacerse de la representación (y por extensión del telos, la
intencionalidad, el sobre-qué y la mismidad), ni simplemente en proyectar
formas humanas de representación en otra parte, sino en repensar
radicalmente qué es lo que entendemos por representación. Para hacer esto,
primero necesitamos provincializar el lenguaje. Necesitamos, en palabras de
Viveiros de Castro, descolonizar el pensamiento para poder ver que el
pensamiento no está necesariamente circunscrito por el lenguaje, lo simbólico
o lo humano. (Kohn, 2021, p. 57).
Con el objetivo, entonces, de “desfamiliarizar el signo arbitrario” y de desacoplar la
relación pensamiento-significación-lenguaje, Kohn recupera una teoría de los signos de
raigambre peirciana y no saussureana por ser aquella, según sus términos, “menos
humanista” y más “agnóstica” respecto de qué son los signos y de qué tipo de seres los usan
(cfr. Kohn, 2021, p. 40). Dicha teoría le permite postular que la diferencia entre los modos
de pensamiento y uso de signos entre humanos y no-humanos no supone, sin embargo, una
separación radical. Por el contrario, el lenguaje participa de un todo semiótico abierto en el
que las diversas modalidades de signos (icónicas, indexicales, simbólicas) se encuentran
unidas y responden a una gica emergente que es jerárquica (no en términos morales, sino
formales) y se mueve en una sola dirección. Esto es:
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Así como los índices son el producto de relaciones entre íconos y exhiben
propiedades únicas con respecto a estos signos más fundamentales, los
símbolos son el producto de relaciones entre índices y tienen sus propiedades
únicas. Esta relación también es unidireccional. Los símbolos están
construidos a partir de interacciones complejas y estratificadas entre índices,
pero los índices no requieren símbolos
La semiosis de la vida es icónica e indexical. La referencia simbólica,
aquella que hace únicos a los humanos, es una dinámica emergente que está
anidada dentro de esta más amplia semiosis de la vida de la que brota y de la
que depende. (Kohn, 2021, pp. 73-77).
Si bien, como decíamos, su trabajo se ancla en la disciplina antropológica, para las
preguntas en torno al signo que aquí nos interesan y a su potencia para pensar alternativas a
la hermenéutica de la sospecha para la crítica literaria, importa destacar el lugar de la
imaginación que se pondera en sus páginas como un modo de entrar en sintonía con
modalidades semióticas no humanas (que no por eso se conciben como incognoscibles o
absolutamente inconmensurables para nosotros). “Adivinar” cómo piensa lo viviente y
probar la validez de nuestras suposiciones en los efectos que estos producen en una ecología
semiótica más amplia supone, para Kohn, ponderar ya no el valor paradigmático de la
diferencia, sino imaginar los signos en su semejanza e indistinción.
No hay aquí, entendemos, una renuncia a la interpretación (palabra que, por lo demás,
insiste numerosamente en el texto), sino, quizás, una apuesta por una suerte de hermenéutica
de la confusión que parte del presupuesto ya no de la diferencia irreductible, sino de la
similitud, de la productividad de una indistinción restringida para pensar los signos no
lingüísticos y nuestro modo de entrar en sintonía con ellos.
La semiosis no empieza con el reconocimiento de cualquier similitud o
diferencia intrínsecas. Más bien, empieza con no notar la diferencia. Empieza
con la indistinción. Por esta razón la iconicidad ocupa un espacio bien al
margen de la semiosis (pues no hay nada semiótico en jamás notar ninguna
cosa). Marca el comienzo y el final del pensamiento. Con los íconos ya no se
producen nuevos interpretantes con los íconos el pensamiento descansa.
Entender algo, por más provisoria que sea esa comprensión, implica un ícono.
Implica un pensamiento que es como su objeto. Implica una imagen que es
una semejanza de ese objeto. Por esta razón toda semiosis se apoya finalmente
en la transformación de signos más complejos en íconos. (Kohn, 2021, pp. 71-
72).
La productividad de los aportes de una teoría como la de Kohn para repensar los modos y
eficacia de la crítica literaria se exhibe, entre otras cosas, en la pluralidad de preguntas y vías
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de indagación que podrían derivarse de ella. En un artículo de reciente publicación, titulado
“Volver a signos y formas: de ficción, antropología y literatura”, Andrea Torres Perdigón
recupera su propuesta para pensar, por caso, “en qué medida las ficciones literarias
producidas a través del lenguaje simbólico podrían tener una dimensión icónica o indicial” y
sopesar hasta qué punto “la ficción literaria podría ser también una herramienta para ampliar
nuestra idea de representación (humana y no humana)” (2022, pp. 24-25). A los fines de este
trabajo, quisiéramos quedarnos, en cambio, con la potencia que tiene la semejanza para con-
mover la imaginación del signo ante los desafíos del presente. Si, como sugería Barthes, no
hay signos sin imaginación y repensar la tarea con ellos supone siempre relanzar el reto
imaginativo, podemos pensar que quizás un modo de hacerlo hoy sea invirtiendo los términos
con que el propio Barthes supo ponderar la importancia del paradigma en la actividad
estructuralista, para decir, en cambio, que es necesario que los signos se distingan un poco
para que la semejanza que los acerca tenga la evidencia de un resplandor.
*
Abríamos este trabajo intentando dar cuenta de la insistencia de un diagnóstico en torno a
la crítica y su potencia, anudado a los desafíos políticos y epistemológicos que mienta
dicho rápidamente el cambio climático. La puesta en cuestión de la eficacia de la
hermenéutica de la sospecha fue el tópico que elegimos para pensar el lugar de la crítica
literaria al interior de un debate en donde los alcances del “giro lingüístico” aparecían
cuestionados por diversas producciones provenientes del lo que también rápidamente
podríamos llamar giro material u ontológico, que veían en él rasgos insalvables de
antropocentrismo, subjetivismo, textualismo y constructivismo.
A partir de la pregunta por el signo, buscamos sondear una vía de indagación desde donde
sortear la oposición dicotómica que obliga a, o bien optar por una pregunta por lo existente,
o bien a indagar en los modos en que hablamos de ello. Tanto con Kohn como con
Sauvagnargues intentamos mostrar cómo la relación entre existencia y semiótica es
inseparable y cómo el lenguaje, desde viejas tradiciones ahora actualizadas por lecturas
renovadas, aún permite pensar en términos de una percolación de regímenes de signos
diversos que objetan la idea de clausura simbólica.
No quisiéramos cerrar estas páginas sin recuperar algunas de las importantes ideas en
torno a estos problemas que aporta el trabajo de Patrice Maniglier, “L’ambassade des signes.
Essai de métaphysique diplomatique” (2017). En primera instancia, nos interesa destacar su
gesto de lectura; gesto que se pretende menos conservador que crítico o, en todo caso, que se
niega a plegarse sin más a la novedad de una agenda teórica que buscaría hacer tabula rasa
con las tradiciones precedentes para revisar y revisitar textos que aún resultan potentes para
pensar el presente. Al hacerlo, lo primero que señala es que lo que aprendimos por la tradición
estructuralista inspirada en Saussure es, justamente, que no hay una tal división entre ser y
decir, que el signo es una singularidad ontológica y que existir es hacer signos.
Sin embargo, a la luz de los giros que marcan los “desvíos” de la teoría contemporánea
“hacia el materialismo o la vida”, esta evidencia se nos ha vuelto cada vez más opaca:
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Del signo al ser, sin embargo, el camino no es evidente. Este giro, de hecho,
a menudo se justifica en contraposición al giro lingüístico (esto es
especialmente claro en las orientaciones que he llamado, en otros lugares,
neodogmáticas, como las de Alain Badiou o Quentin Meillassoux): mientras
que este último se propuso dejar de intentar decir lo que es para reflexionar
sobre las formas en que hablamos de ello (prolongando el gesto kantiano al
lenguaje), el giro ontológico hará más bien lo contrario, descalificando
nociones como las de representación, lenguaje, cultura y, por supuesto,
signo. Su lema sería: ¡Ya basta de hablar de las maneras de hablar,
hablemos de las cosas mismas!”. (Maniglier, 2017, p. 7).
De algún modo, este trabajo buscó sostener que partir de una ecología de los signos podría
ayudarnos a salir de este dilema que parece reenviarnos a la obsesión por la referencia, como
si la materia o la vida estuvieran fuera del signo y debiéramos buscarla en una dirección
postsemiótica. Decir que ser y signo coinciden quizás otorgue otro punto de partida sin que
esto implique reducir todo al lenguaje:
Sostener que el Ser se dice no es sostener que el Ser es solo lo que decimos
de él. Es rechazar la disyunción que postula, de un lado, un ser mudo,
absolutamente retirado e indiferente, y del otro, un sujeto charlatán que no
deja de proyectar significados sobre un mundo con los ojos vaciados. El
fantasma del Ser mudo es el fantasma modernista por excelencia, ese que el
existencialismo no hará más que popularizar y llevar al extremo, haciendo
recaer en el sujeto toda la inmensa responsabilidad del sentido. ¡Como si el
sentido fuera necesariamente un efecto subjetivo! ¡Como si no fuera el efecto
de un juego de signos que nos atraviesa y nos constituye! (Maniglier, 2017, p.
24).
Proponer una continuidad semiótica (como desvío al dualismo ontológico) tampoco
supondría dejar de concebir la singularidad del lenguaje humano en su diferencia. Siguiendo
a Barthes, podríamos decir que es nuestro medio específico para imaginar modos de visión
de los signos y de responder a su temblor del sentido. Maniglier lo dice también, a su manera,
cuando afirma que el lenguaje es una de las dimensiones de la figuración en general:
Aprender una lengua siempre es adquirir la capacidad de captar formas emergentes. Hablar
no es calcular, como quieren los cognitivistas de inspiración chomskyana; tampoco es
comprender, como quiere la tradición hermenéutica; hablar es percibir” (2017, p. 5).
Esta cita nos renvía una vez más a la pregunta por la hermenéutica y por la interpretación.
Así como Maniglier comenzaba su texto diciendo que considera que el signo ha sido objeto
de toda suerte de olvidos, desconocimientos y desprecios en la teoría contemporánea, otro
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tanto podríamos decir de estas dos nociones. Sin entrar en consideraciones que ameritarían
un estudio aparte, digamos al menos que no es tan simple asociar, por caso, el desplazamiento
de la interpretación a la experimentación por la vía de Deleuze y Sauvagnargues, o el de la
sospecha a la confusión por vía de Kohn, con una crítica a la “hermenéutica a la sospecha”
en su totalidad. Y esto no solo porque la influencia de Nietzsche, por ejemplo, en Deleuze
sería innegable, sino sobre todo porque ya en el pensador alemán se iniciaba la tradición de
un pensamiento ontológico no idealista que se negó a separar ser de significar y de la cual al
menos cierto estructuralismo y posestructuralismo francés también fueron herederos:
La misma se niega a ver el ser como algo que el pensamiento debe representar
(y esta es la suposición que se encuentra en las corrientes contemporáneas de
regreso al realismo), y propone, a la vez, reintroducir los dispositivos de
representación en el ser mismo tanto como redefinirlos como
extensiones del propio ser que por lo tanto se expresa a través de ellos
Cuando Nietzsche decía solo hay interpretaciones, no quería decir que nada
existe, ¡sino que existir es interpretar! (Maniglier, 2017, p. 24).
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