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Recial Vol. XIV. N° 23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658X. Jorge Fornet, Llegar a La Habana en el siglo
XXI, pp. 177-191.




https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41701


Llegar a La Habana en el siglo XXI

Jorge Fornet
Doctor en Letras, investigador titular, Casa de las Américas, La Habana, Cuba.

jfornetgil@gmail.com
ORCID: 0000-0003-0697-0756

Recibido 16/03/2023 Aceptado 10/05/2023



Resumen

Dentro del género “literatura de viajes” ocupan un lugar destacado los viajes a las revoluciones
políticas y sociales, como la rusa o la china. Forman parte de esa tradición los viajes a la
Revolución cubana, que se iniciaron antes, incluso, del triunfo de enero de 1959. Muchos de
los más connotados escritores y periodistas latinoamericanos produjeron notables crónicas de
su experiencia cubana; experiencia cuyo efecto, naturalmente, se iría modificando con el paso
del tiempo. Se abordan aquí las nacidas de los viajes a la Cuba del siglo XXI, lejana ya del
entusiasmo de los primeros tiempos revolucionarios. Un recorrido por varias de las crónicas
“cubanas” de este siglo da cuenta de las diversas percepciones que genera este singular país,
tanto como de las particulares miradas de quienes lo escriben. Contar La Habana del siglo XXI
es una experiencia que desborda una ciudad concreta para hablarnos, también, de un proyecto
político y de la postura que se asume con respecto a él.

Palabras clave:
La Habana; Revolución cubana; cronistas; siglo XXI


Getting to Havana in the 21st century


Abstract

Within the genre of "travel literature", journeys to political and social revolutions, such as
Russia or China, hold a prominent position. Trips to the Cuban Revolution, which began even
before the triumph of January 1959, are part of this tradition. Many of the most renowned Latin


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American writers and journalists have produced notable chronicles of their Cuban experiences;
experiences whose effect, naturally, would be modified with the passage of time. This article
focuses on the ones born from the trips to the Cuba of the 21st century, already far from the
enthusiasm of the first revolutionary times. Exploring various “Cuban” chronicles of this
century provides insights into the diverse perceptions generated by this unique country and
sheds light on the distinct perspectives of the writers. Narrating the story of 21st-century
Havana is an experience that extends beyond a specific city; it also speaks to us about a political
project and the stance taken toward it.


Keywords: Havana; Cuban revolution; chroniclers; 21st century



Lejanos los tiempos en que La Habana era asediada no ya por corsarios y piratas, sino por

escritores que llegarían en peregrinación a partir de la década del sesenta del pasado siglo,
ansiosos por conocer de primera mano la experiencia revolucionaria; lejanos esos tiempos,
repito, la ciudad vio llegar en el siglo XXI otros viajeros —otros cronistas— cuyas miradas
diferían ostensiblemente de las de sus antecesores. El mundo había dado un giro radical y la
Cuba de los duros años noventa sufriría una profunda transformación no solo en términos
económicos, aunque este fuera el terreno de cambios más notables y perentorios. Si la
revolución —como nos recuerda Sylvia Saítta— desborda el hecho político, social o cultural,
para convertirse, además, “en un lugar determinado en el mapa”, si a partir de la Revolución
rusa “la noción misma de revolución se espacializa, porque desde entonces delimita un
territorio y funda un escenario que, precisamente por eso, supo convocar a viajeros, cronistas,
intelectuales y políticos de todo el mundo” (2007, p. 11), en el caso de la Revolución cubana
ese espacio estaba cargado, además, de temporalidad. Llegar a la Isla, por consiguiente, era
realizar tanto un viaje en el espacio como en el tiempo. Esa característica se mantendría durante
las décadas siguientes, solo que a partir de los noventa el viaje en el tiempo se haría en sentido
inverso, como veremos en los textos aludidos en este veloz recorrido por algunos cronistas del
siglo XXI

1.
En Cuba el modelo de “turista revolucionario” del que hablaba Hans Magnus Enzensberger

en 1972 era con frecuencia erosionado incluso en la experiencia de quienes viajaban a la Isla
en las primeras décadas de la Revolución. Ni qué decir que para este siglo no se trataba ya de
un sistema erosionado sino prehistórico. En el año 2000 César Aira llega a la ciudad. “En La
Habana” se titula esta crónica que comienza allí donde se detenían las páginas del “Nuevo
itinerario cubano” (1976), de Cortázar: en la casa de José Lezama Lima. La ciudad “está en
ruinas, todo es sucio y sórdido”, cuenta Aira, de manera que uno trata de pasar lo más rápido
que pueda, y fue así, casi por azar, que de pronto se dio cuenta de que no debía de estar lejos
de aquel sitio. El “pasadizo mitológico”, la “vía regia”, era en verdad “una callecita rota, con
charcos y montones de basura y viejos sentados en los umbrales fumando cigarros malolientes.
Un cartel en el 162 indicaba que era la Casa Museo de Lezama Lima” (Aira, 2016, pp. 59-60).

Dentro del pequeño apartamento, Aira se detiene en ciertos objetos, en el vaso danés que
aparece en Paradiso, por ejemplo. Se fija en los detalles:


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[Un] dibujo abigarrado y minucioso … de casas, árboles, calles, autos, all over,
tan detallado que se ve el número de ventanas de cada casa, las hojas de cada
árbol, la marca y el modelo de cada auto, los postes de luz, el empedrado de las
calles piedra por piedra, todo dentro de los milímetros. Una ciudad entera, se
diría, un día de semana. (p. 63).



Se fija también en dos latas de tabaco tubulares con un medallón ilustrado con escenas de
la industria del tabaco en el siglo XIX. Aunque asegura que en todos los museos de todas las
ciudades que visita, por grande que sea el interés en sus tesoros, los cruza “como una flecha”,
ahora se detiene, “minucioso”, en algunas piezas del reducido apartamento de Lezama. Es más,
en el resto de su estadía en La Habana, asegura Aira,


vi muchísimos de estos objetos en todos los museos que visité. Casi podría decir
que no vi otra cosa … Nunca había notado la cantidad de imágenes pintadas que
pueden cubrir la superficie de los objetos. Dadas las circunstancias, decidí que
era una característica cubana. (p. 77).



En ese universo ruinoso y decadente la historia es reemplazada por la objetualidad y la
microscopía. De hecho, la mayor parte de los relatos que cuenta Aira, al menos los más
interesantes, no son generados por ninguna circunstancia exterior, o por conflictos producidos
por persona alguna, sino por esos objetos que cobran un insólito protagonismo. Es desde el
museo; más aún, desde ciertos objetos del museo; o mejor, desde algunas imágenes concretas
de ciertos objetos del museo, de donde surgen las narraciones que sostienen el conjunto. En
cambio, cuando el narrador aleja la mirada del detalle, encuentra una ciudad de fealdad
ostensible, “desalentadora: ruinosa, gastada, llena de turistas, con esa tristísima música alegre
sonando por todas partes” (p. 81). La visión de Aira es la de un proyecto cancelado; el país que
se propuso forzar la historia, empujarla y ponerse a su vanguardia, había terminado por quedar
anclado en algún sitio impreciso del pasado. “Con un poco de ironía o malevolencia”, dice en
cierto momento, Cuba “podría ser una variante nacional, aplicada a la Guerra Fría, del soldado
japonés” (p. 92) que permaneció oculto en la selva durante veintiocho años, creyendo que la
guerra no había acabado.

Cuatro años después de la experiencia de Aira, regresa a La Habana Sergio Pitol. “¿Cuándo
viniste aquí la primera vez?”, le pregunta su amiga Paz mientras comen en La Zaragozana. Y
es a partir de ese punto que afloran los recuerdos, aquel casi olvidado primer viaje en la década
del cincuenta que Pitol rescatará en su “Diario de La Pradera”: “Durante cincuenta años
mantuve clausurados los días de La Habana; sabía, desde luego, que había estado de paso en
esa ciudad fascinante pero no recordaba qué había hecho o visto en ella, ni siquiera dónde
dormía” (Pitol, 2006, p. 266-267). Aquella fue, por cierto, su primera salida de México, a
finales de febrero o principios de marzo de 1953, en camino a Venezuela. He tratado en otro
lugar (Fornet, 2009) esa experiencia que para Pitol significó el descubrimiento de una
sensualidad urbana que desconocía, un particular disfrute estético y la iniciación política. Por
si fuera poco, “durante esos días de La Habana y los siguientes de la travesía hacia Venezuela


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comencé a escribir” (Pitol, 2006, p. 264). O sea, se suma a las otras, la experiencia de la
iniciación literaria. No podemos pasar por alto un detalle clave: el hecho de que todo ello
hubiera sido borrado de la memoria del escritor. Fue necesario el paso de medio siglo (no un
medio siglo cualquiera, sino uno en el que Cuba estuvo por décadas en el centro del interés
mundial) para que aflorara aquel recuerdo.

Casi coincidiendo con el viaje de Pitol —el 26 de octubre de 2004—, Juan Villoro llega por
segunda vez a Cuba. De esa experiencia quedaría la crónica “Cosas que escuché en La
Habana”. Parafraseando a Carpentier, Villoro advierte al inicio de su texto haber regresado de
Cuba “con la trompa llena de interrogantes” (2005, p. 143). La estancia supuso la visita a los
lugares más disímiles de la geografía urbana, y el diálogo con todo tipo de personajes,
particularmente los pícaros locales, empeñados en sacarle algunos dólares mediante sus
insospechadas artes. A diferencia del corresponsal extranjero que entiende o trata de entender
lo que sucede, apunta Villoro, “el cronista de viajes escribe desde la perplejidad” (p. 144). Es
ella lo que le da un sabor peculiar al recorrido del escritor, menos empeñado en hallar
explicaciones que en trasmitirnos experiencias y sensaciones. En cualquier caso, no es menor
el desconcierto que padecen muchas veces los propios habitantes de la ciudad: “‘Tampoco
nosotros entendemos este enredo del carajo’, me dijo un amigo para apaciguar mi sed de
claridad mientras comíamos en el Barrio Chino” (p. 144). Villoro no evita mostrar los
contrastes con su propio país (“La pobreza cubana no llega a la degradación del mexicano sin
zapatos, con uñas como garras”, p. 147) pero prefiere centrarse en lo que tiene ante sus ojos,
sin ánimo de ofrecer recetas. Le interesan, sí, los detalles de cómo la inventiva cubana ha
debido sortear tantas escaseces, aunque sin sentirse atraído por el morbo ni pontificar desde su
aventajada posición. “La Habana produce una sensación de tiempo detenido aún más radical
para quienes nacimos con la Revolución cubana”, comenta el cronista en cierto momento, en
una idea que se reiterará de un modo u otro en las últimas dos décadas. Solo que en el caso de
Villoro lo vive de un modo entrañable porque siente ese entorno y su metamorfosis como algo
propio: “Imposible caminar por esas calles sin sentir que ese deterioro es el tuyo” (p. 168). El
pintoresco anecdotario del cronista, los curiosos personajes que se le cruzan, la gracia de las
experiencias y de la narración misma no logran acallar, sin embargo, otra historia latente, que
no se ve pero que sostiene todo el edificio que está ante nuestros ojos. La nostalgia que se
asoma lateralmente en la crónica de Villoro nos devuelve, de alguna manera, a cierto inevitable
dolor por lo que debió haber sido y no pudo ser.

Pese a estos contados y algunos otros cronistas de inicios de siglo, la avalancha llegaría dos
lustros después. El 17 de diciembre de 2014, como es de sobra conocido, marcó un punto de
giro no solo al interior de la Isla y de sus tensas relaciones históricas con los Estados Unidos,
sino también en el interés y la percepción que ella generaba. Ese día, los presidentes Raúl
Castro y Barack Obama anunciaron al mundo que —como parte de un largo y paciente
diálogo— ambos países reestablecerían relaciones diplomáticas. Parecía el final de un largo
trayecto iniciado casi cincuenta y cinco años antes. La sensación de que se cerraba un período
histórico, de que la “excepcionalidad” cubana llegaba a su fin, ganaba terreno y aceleró el
interés de viajeros y cronistas. Un título como Cuba en la encrucijada. Doce perspectivas sobre
la continuidad y el cambio en La Habana y en todo el país
(2017), en el que Leila Guerriero
reunió crónicas de autores de Cuba, otros países de la América Latina, España y los Estados
Unidos, es elocuente. Por cierto, el interés en el tema ha dado lugar a libros de dos de los
participantes en ese volumen: Teoría y práctica de La Habana (2017), del mexicano Rubén


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Gallo, y Cuba, viaje al fin de la Revolución (2018), del chileno Patricio Fernández, en los que
valdría la pena detenerse en otro momento.

Para Guerriero, “de todas las preguntas que debe hacerse el periodismo (qué, quién, dónde,
cuándo por qué y cómo), solo hay una que, si hablamos de Cuba, puede responderse fácilmente:
dónde; todo el mundo sabe –más o menos– dónde queda Cuba”. Sin embargo, añade,


para las demás (qué es Cuba, quiénes son los cubanos, cómo es Cuba, cuándo
comenzó Cuba a ser lo que es, por qué Cuba es como es, y diversas variaciones
y combinaciones de lo mismo), no solo no hay respuestas fáciles sino que
además cada quien parece tener las suyas. (2017, p. 9).



Según Guerriero, “contar Cuba —como contar el desembarco en Normandía o la caída del
Muro de Berlín— es contar la Historia con mayúsculas: una tarea ambiciosa. Pero, en el
tartamudeo ametrallado de los tiempos presentes, estos son algunos intentos” (p. 12).

Un volumen anterior organizado por la propia Guerriero —Cuba Stone. Tres historias
incluye crónicas solicitadas al periodista argentino Javier Sinay, el músico mexicano Joselo
Rangel y el escritor peruano Jeremías Gamboa, a propósito del concierto de los Rolling Stones
en La Habana el 25 de marzo de 2016, como cierre de su gira “América Latina Olé Tour”. Lo
primero que llama la atención es que —para estos nuevos cronistas— Cuba parece existir en el
momento en que la visitan personajes famosos, trátese de un papa, de un presidente de los
Estados Unidos o de estrellas de rock. Ahora el pueblo con el que estos cronistas ciertamente
se encuentran existe en contraste con tan ilustres visitantes. Pero, en general, más que como
protagonista parece existir como telonero de un drama que se teje al margen suyo. Y no queda
claro si es excluido de la historia o si él mismo se desentiende en no poca medida de esa historia
que convoca a los cronistas.

De manera que, si bien la visita de los Rolling Stones (como las de los papas) convocó
multitudes, estas parecen difuminarse. En consecuencia, por ejemplo, uno de los autores no ve
cubanos entre los asistentes al concierto (aunque se calcula que asistieron centenares de miles),
otro entiende que se trata de curiosos más que de fans o conocedores, pues la Isla se mueve a
ritmos ajenos al rock. En “El último desafío de la banda más grande del mundo (y un viaje a lo
profundo del rock cubano)”, Javier Sinay comienza afirmando lo que todos repetirán de un
modo u otro: “esta semana Cuba va a convertirse en otra Cuba”, con “el último desafío que le
quedaba a la banda de rock más grande del mundo” (Sinay, en Guerriero, 2016, p. 18).
Territorio de paradojas —término que también aparecerá una y otra vez en las crónicas del
momento—, para Sinay, Cuba es, al mismo tiempo, cercana y lejana, rebelde, quijotesca,
ejemplar y digna, tanto como aislada, severa y atrasada, y por ello mismo, un territorio
largamente deseado. Ya los Stones habían advertido que, si bien habían llevado su música a
muchos lugares especiales, “este show en La Habana va a ser un hito para nosotros, y
esperamos que también para todos nuestros amigos en Cuba” (Sinay, en Guerriero, 2016, p.
18). El concierto mismo estuvo precedido por un video en que los Rolling Stones volvían sobre
la idea:


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Cuba es un sitio de paradojas. Una de ellas es que parece un destino de turismo
hedonista, playero, fiestero. Y, aunque puede ser todo eso, más que nada es un
destino de turismo político. Su complejidad y su experiencia histórica, que
asoman bajo cada baldosa, sirven como testimonio para el mundo entero. (p.
18).



Es reiterada esa noción de que el concierto era un momento bisagra que marcaría un antes
y un después. La dramaturgia de nuestra época rechaza la simple evolución y recurre, para
narrar la historia, e incluso el presente, a epifanías, giros bruscos, revelaciones. Necesita, por
ello, entender el minuto en que todo cambia. Y si antes, al menos en el caso cubano, ese minuto
estaba asociado a coyunturas históricas y políticas (el triunfo de la Revolución, la crisis de los
misiles, la caída del Muro de Berlín, etcétera), ahora lo está a eventos de mayor levedad. No es
raro, entonces, que las narrativas del cambio en Cuba se afinquen en visitantes ilustres; no es
raro que, para el cronista, cuando Keith Richards “le dio dos sacudones a la guitarra e hizo
sonar la intro de ‘Jumpin’ Jack Flash’, Cuba fue otra Cuba” (Sinay, en Guerriero, 2016, p. 20).

Sinay considera que el único instante en el que la condición política del show se puso de
manifiesto fue aquel en que Jagger dijo: “Sabemos que años atrás era difícil escuchar nuestra
música acá. Pero acá estamos, tocando para ustedes en su linda tierra… Pienso que finalmente
los tiempos están cambiando… ¡Es verdad, ¿no?!” (p. 21). Es graciosa esa idea de Jagger de
asumirse como la medida del cambio. Como si durante décadas Cuba hubiera estado
suspendida del mundo. Uno de los mitos más reiterados que acompañaron el concierto fue el
de la prohibición que rodeó a los Rolling Stones tanto como al rock en la Isla. Verdad a medias,
la sensación que dejan las crónicas y buena parte de sus entrevistados cubanos es que escuchar
rock en Cuba era un desafío mayúsculo. En verdad, para las generaciones crecidas en los 70 y
80, escuchar a los clásicos del rock o los cultores del género a través de estaciones de radio de
los Estados Unidos o de discos o casetes que circulaban de mano en mano, y seguir los vaivenes
del hit parade, era tan natural como respirar. Seguramente hay relatos de oyentes menos
afortunados o de épocas menos permisivas, pero la reescritura de una historia de persecución
que felizmente estaba llegando a su fin con gestos como el develamiento de una estatua a John
Lennon en un parque habanero en el año 2000, o con este concierto, suena a la vez falsa y
patética.

“Rock and roll al ritmo de (las piedras rodantes y) los hijos del ‘período especial’”, de
Jeremías Gamboa, se inicia con un epígrafe de la canción de los Rolling Stones “Indian Girl”:
“Little Indian girl, where is your father? // Little Indian girl, where is your momma? // They’re
fighting for Mr. Castro in the streets of Angola”. Repitiendo el mito de la fruta prohibida,
Gamboa ve alrededor suyo en la Ciudad Deportiva miles de cubanos


expuestos como auditores vírgenes a esta música prohibida por el régimen de
Fidel Castro durante años, y que se acercan a ella para saber qué cosa ha
sucedido más allá del mar que los rodea, … extraño encuentro de dos mundos
que apenas se han tocado. (Gamboa, en Guerriero, 2016, pp. 144-145).



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Reconoce haber llegado cargado de prejuicios que la realidad fue desmoronando; una
caminata “me basta para darme cuenta de que esta ciudad no es exactamente lo que esperaba”
(p. 161), asegura, y añade que nadie que fuera depositado en FAC (el centro cultural Fábrica
de Arte Cubano) sin previo aviso, podría creer que esto es Cuba, pensaría estar en Frankfurt o
Múnich.


Hace tiempo dejé atrás la película que había imaginado en Lima cuando supe
de este concierto: los Stones tocando en un escenario impresionante dentro de
un estadio que se cae a pedazos frente a un mar de cubanos que los miran con
estupor vigilados por cientos de guardias y la custodia de carros militares. (p.
182).



Sin embargo, cuando se abre la puerta de entrada “no vemos un solo hombre uniformado ni
puestos de vigías: nadie que supervise qué llevamos, qué tenemos en los bolsillos” (p. 184).
Pronto se aclimata al entorno:


Ya me acostumbré a esa manera de caminar algo despreocupada de los cubanos
y, sobre todo, a andar relajado, sin temor a que me asalten, incluso de noche y
con poca luz en las calles … Un ambiente de calma parece impregnar las calles,
una sensación algo nostálgica, como de fin de carnaval. (p. 215).



Gamboa retoma un asunto abordado una y otra vez por quienes llegan a la Cuba del siglo
XXI. “Es un lugar común decir que visitar Cuba no consiste sólo en un desplazamiento físico.
Se trata, sobre todo, de un viaje en el tiempo: este país parece haber estado detenido durante
muchos años” (p. 145). Confiesa el temor que le provocaba la idea de venir a un país que le
recordara su infancia, “a los años duros que fraguaron mi sensibilidad y las de miles de personas
de mi generación” (p. 158). Ya un amigo le había advertido que “Cuba es el Perú de hace dos
décadas, … recordando las rutinas que vivimos durante aquellos años de gran dificultad” (p.
158). Una vez más, viajar a Cuba es hacerlo a un pasado de la propia biografía.

El viaje de Joselo Rangel, integrante del grupo Café Tacvba, lo remite —también a él— a
una visita precedente; en su caso, la realizada con el grupo en 1997. Aquella vez, según cuenta
en “Cambia, todo cambia”, llegaron con el entusiasmo de la primera vez, lo que no les impidió
chocar con las limitaciones de la economía de escasez. Sin embargo, “estábamos felices, ¡era
nuestra primera vez en Cuba!” (Rangel, en Guerriero, 2016, p. 72). Por toda La Habana Rangel
descubre conciertos de trova, de rock y de música tropical. “Parecía haber miles de eventos en
un lugar donde, a simple vista, no pasa nada”; mientras, los jóvenes cubanos daban la sensación
de vivir en la felicidad plena, a la vez que lamentaban no tener discos ni un aparato donde
escuchar música, compartían una guitarra entre varios, los instrumentos pasaban de una banda
a la otra y no les llegaba la música que estaba sonando afuera. “Qué importa, pensaba yo, es
sólo rock and roll. Pero para ellos parecía ser lo más importante: estaban ávidos de
información” (p. 73). Y aquí Rangel toca la paradoja mayor:


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Hasta antes de pisar la isla, veía de manera romántica a los cubanos, a los hijos
de la Revolución: ellos eran los verdaderos contestatarios, no yo. Habían
resistido todo ataque cultural. No importaba que no supieran nada del grunge,
ni de los grupos de rock clásico. Nosotros admirábamos a sus héroes, a Fidel.
Teníamos camisetas con la imagen del Che Guevara, una figura mucho más
importante que Kurt Cobain, que John Lennon. // Pero entonces ahí, en Cuba,
la sensación cambiaba. Resultó que esos cubanos, a los que pretendíamos
admirar, querían fervientemente lo que teníamos nosotros. Los cubanos
deseaban “cosas”. No hablaban de ideología. Querían cuerdas para su guitarra.
(p. 73).


Hay en el texto de Rangel una postura que contrasta con la de la mayor parte de los cronistas,

y que se hace explícita en su renuencia a mirar a los cubanos “desde arriba”. A propósito del
concierto de los Rolling Stones como un ajuste de cuentas que enmendara lo pasado por el rock
en Cuba, comenta: “Es una actitud paternalista, pero yo mismo la tuve. Y no me gustó. ‘¿En
realidad necesitan los cubanos un concierto de los Rolling Stones? ¿Cambiará eso las cosas?’,
pensé. ‘No creo, pero ¿quién soy yo para decidir eso?’” (p. 76). Confiesa que, incluso, cuando
lo invitaron a escribir esa crónica, su primer pensamiento fue: “¿soy digno de ir a ver a los
Rolling Stones a Cuba?” (p. 77). Y ya en medio del concierto, y ante los empujones que
padecía, sostiene:


Me ayudó pensar que los cubanos podían hacer lo que quisieran —llegar tarde,
empujar, buscar un mejor lugar, ponerse enfrente y taparte— porque ésta es su
tierra, su isla, su concierto … Así que podían hacer lo que les viniera en gana.
(p. 114).



Rangel es tal vez, de todos los cronistas “habaneros” de esta hora, quien se siente menos
cómodo en su papel; no le interesa dar lecciones y hasta le cuesta sacar conclusiones de una
realidad que solo conoce como visitante. Cuando al final del trayecto (y de la crónica) el chofer
que lo lleva al aeropuerto le pregunta a Rangel si le gusta el paisaje, y este le responde de forma
afirmativa, aquel añade: “Aquí se vive muy tranquilo. Cuba es hermosa”. “Sí”, fue la respuesta
de Rangel, aunque no le dijo lo que en verdad pensaba: “Pero va a cambiar, ya está cambiando”
(p. 134).

De las doce crónicas reunidas en Cuba en la encrucijada… me interesa mencionar aquí las
de autores latinoamericanos (con exclusión de los cubanos): la colombiana Patricia Engel, el
chileno Patricio Fernández, el guatemalteco Francisco Goldman y el mexicano Rubén Gallo.
“Mi amigo Manuel”, de Patricia Engel, arranca una madrugada de septiembre de 2015 cuando
la narradora y su amigo Manuel se dirigen a la plaza de la Revolución para ver al papa
Francisco. Manuel —nos enteraremos pronto— no cree en Dios ni en deseos imposibles. A sus
cuarenta y seis años solo cree en el trabajo, al que dedica quince horas diarias. También


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sabemos que nunca ha montado avión, tren, no ha salido más allá del occidente de Cuba ni se
ha planteado irse del país, no por amor a la patria (dado que no sentía pizca de patriotismo o
de nostalgia), sino porque no se veía capaz de abandonar a su madre, y esta no podría vivir en
otro sitio. Manuel padece cierta paranoia que proyecta sobre todo lo que le rodea: el retorcido
camino hacia la Plaza es una “manipulación gubernamental, un ardid para debilitar a la masa
de creyentes, para demostrar que este Papa … no es capaz de congregar a tanto público como
Fidel en cualquiera de sus mítines” (Engel, en Guerriero, 2017, p. 41), los camiones de la Cruz
Roja son en verdad policías de incógnito, etcétera. Si bien Manuel es el coprotagonista de esta
historia, la narradora se mueve, además, de manera paralela, en otro espacio. Al caer la tarde y
despedirse de él, sale con otros amigos, en su mayoría no cubanos, que la invitan a tomar algo
en sus casas, la llevan a fiestas, restaurantes y bares “llenos de extranjeros y de cubanos
adinerados con contactos en el Gobierno” (p. 46). “Es como si, al despedirme de ti”, le dice
Manuel, “fueses a otra Cuba” (p. 46). Pero no es esa Cuba —que aparece solo por contraste—
la que le interesa a la cronista, sino aquella donde dos hombres despellejan a un perro para
quedarse con la piel; otros se llevan un pelícano medio aturdido tal vez para comérselo,
venderlo como brujería o como mascota a un extranjero. Una Cuba tan chocante que algunos
amigos le recomiendan “aprender a desviar la mirada”: “Es imposible sobrevivir en Cuba si
uno es un sentimental” (p. 55). No deja de resultar irónico escuchar eso de un latinoamericano,
de una colombiana, que uno supondría endurecida por realidades lacerantes difíciles de
encontrar en la Isla. Sin embargo, ha debido llegar a Cuba para ver escenas hirientes. Por otra
parte, si con frecuencia los cronistas apelan al lenguaje oral para otorgar verosimilitud a su
historia, la Cuba de Engel está habitada por gentes de habla extraña e irreconocible que
conducen birrias de coches, o que insultan a alguien llamándolo capullo, palabras que los
locales de carne y hueso no pronunciarían jamás.

Engel parece reproducir el pacto entre conquistadores y aborígenes. En cada uno de sus
muchos viajes a la Isla les regala a Manuel y a su madre chocolaticos de supermercado, que
ellos parecen “valorar más que el oro”. Él “parecía profundamente conmovido por la
experiencia”, de recibirlos y comerlos; la madre, en su vida “había probado algo así”; “siempre
se zambullen entre los envoltorios con el mismo placer que un niño”. Una vez, a cambio de los
dulces, cosméticos, muestras de perfume y cremas, la madre intentó regalarle “su mejor pieza
antigua de porcelana y marfil”, que la narradora rechazó porque “lo más probable era que me
la confiscaran en la aduana” (pp. 46-47). En su rusticidad, Manuel se queda desconcertado el
día en que ella le ofrece un “bocadillo”:


Lo miró con curiosidad y le dio vueltas en las manos. Me di cuenta de que no
sabía qué hacer con el papel de aluminio en el que lo había envuelto, así que le
mostré como retirarlo. Lo observó fascinado. Nunca había visto papel de
aluminio. (p. 48).



Engel parece cómoda en su papel de civilizada que deja boquiabiertos, mostrándoles cuentas
de vidrio, a los nativos. Meses después de esa visita, La Habana se prepara para la visita del
presidente de los Estados Unidos. Para Manuel, ello no significa gran cosa: los papas y los
presidentes “vienen a ver Cuba y luego se marchan y se olvidan de nosotros —me dice—. Pero


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para nosotros no cambia nada. Aquí estamos. Aquí estaremos siempre. En la misma Cuba, la
misma ruta, la misma lucha de siempre” (p. 57).

“Aunque esté muerto”, de Patricio Fernández, comienza con la declaración de los
presidentes Obama y Raúl Castro el 17 de diciembre de 2014. Terminaba una guerra, dice
Fernández,


una época que anunciaba su fin. El imperio renunciaba infligirle una derrota
política a los Castro (en este ámbito Cuba venció) para dejar la subversión en
manos del mercado que, como la experiencia indica, corroe convicciones con
una eficacia muy difícil de contrarrestar.



Convencido, como muchos, de que esto “no tiene vuelta atrás”, Fernández decidió “que
quería ser testigo de ese final de historia” (Fernández en Guerriero, 2017, p.74). Llegó a La
Habana en 2015 y con Gerardo como cicerone recorrió casi toda la isla persiguiendo al papa
Francisco. Fernández confiesa que su


secreta esperanza era que juntándose mucha gente para oírlo estallaran
manifestaciones espontáneas, protestas, gritos de malestar. Pero nada de eso
sucedió acá, donde no se vive ninguna tensión insostenible ni hay calderas a
punto de explotar. Ni siquiera despertó el más mínimo fervor religioso.



De hecho, Gerardo, de manera similar a Manuel, el amigo de Patricia Engel, “prefería
quedarse esperándome en el auto o tomándose una cerveza mientras yo asistía a las homilías.
No le generaba ninguna curiosidad” (p. 79). Es llamativa la frecuencia con la que estos viajeros
recurren a un “amigo”, ese nativo que les sirve de guía e interlocutor para introducirse en un
mundo que les parece inaccesible. Irónicamente, esos mismos viajeros reproducen
características del turista revolucionario al que aludía Enzensberger, pues necesitan de ese guía
que los conduzca y les traduzca la realidad. El hecho de que vivan al margen de (o incluso
contra) las instituciones oficiales, no modifica sustancialmente la relación de dependencia del
visitante con respecto a aquel. Para el otro mundo, el de la jet set —que también Fernández
frecuenta–—, ese nativo resulta prescindible.

En la mencionada élite con la que se reúne Fernández, conformada fundamentalmente por
artistas, “todos critican al gobierno, unos más y otros menos, pero de un modo que denota
proximidad, algo parecido a las quejas con un pariente al interior de una familia”. Cree que no
hay nadie de derecha en ese mundo, ni nadie de esta élite cultural “querría que Cuba se
convirtiera en un paraíso de los negocios, porque hay un ritmo, una convivencia, una
cotidianidad en este país que no encuentran en otros sitios, cuando viajan”. Cada uno de ellos
tiene un momento escogido para explicar


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cuándo se pudrió este cuento: si con la sovietización, si en el quinquenio gris,
si con el fusilamiento del general Ochoa, si con el Período Especial, si con la
crisis de los balseros, con Raúl … Pero no hay disidentes entre ellos, solo
críticos y muy críticos. (pp. 77-78).



En el año y medio que lleva entrando y saliendo de la Isla, afirma, nadie le ha hablado de
democracia ni de derechos humanos. A pesar de cierta frustración de lo que pudo ser y no fue
o una sensación de fracaso, “son las dificultades domésticas, la luz, el agua, la baja frecuencia
de almendrones, el precio de la cebolla, la desaparición de la cerveza los temas que de verdad
llenan las conversaciones” (p. 79). Es recurrente en estos cronistas la tentación de la metáfora,
de una idea, de un personaje que sintetiza todo un proceso. Al final del relato de Fernández,
Gerardo lleva a embalsamar un gallo que le han matado en una pelea, y su explicación de por
qué le sirve al cronista para proponer una moraleja:


Me pareció que decía mucho respecto de lo que se vive en esta isla tan difícil
de explicar, tan contradictoria, tan liberadora y tan asfixiante: “Bueno, porque
las cosas que uno ama quisiera que estuvieran para siempre, y yo llegué a
estimar de verdad a este gallo, y por eso lo quiero conmigo, aunque esté
muerto”. (p. 93).



Francisco Goldman es, de estos nuevos cronistas, el de mirada más amable. También para
él este viaje remite a uno realizado veinticinco años antes. “El Tropicana. Los pasos en las
huellas”, se llama su crónica en la que vuelve a entrar “tras un cuarto de siglo en los dominios
del cabaret Tropicana de Marianao”. Había estado en 1993 para escribir un artículo para
Harper’s Bazaar, y de Tropicana solo conocía hasta entonces el inicio de Tres tristes tigres.
“Lo que siguió a esa decisión fue una de las experiencias más extrañas, más divertidas y desde
luego más inesperadas de mi vida” (Goldman, en Guerriero, 2017, p. 192). Cuba estaba
experimentando entonces las peores estrecheces del Período Especial, recuerda. “Ahora quería
escribir otro artículo acerca del Tropicana en la actualidad, en estos tiempos de cambios” (p.
186). Muestra las antiguas fotos a varios trabajadores del lugar que quedan impresionados.
Alguien le habla de su época como bailarina, de las personalidades famosas que visitaran
Tropicana, de que había actuado delante de Allende y hasta de Pinochet, de Brézhnev y para
Fidel cuando hizo subir al escenario con él a los ganadores de Mundial de Boxeo de 1974.
Goldman logra contactar por Facebook a Lupe, una de las bailarinas que conoció en su viaje
de 1993, quien vive en la Ciudad de México. Pero Tropicana era su vida. “Si pudiera morir y
volver a nacer —dijo Lupe—, querría volver a repetirlo todo. No cambiaría nada” (p. 206). Le
habla de la noche en que Fidel fue a ver un espectáculo, y ella le tocó la barba y le dio la mano.


Me mostró una foto extraordinaria que aún guarda en el móvil, en la que se ve
a las bailarinas del Tropicana con sus vestidos de lamé, con tocados brillantes
que parecen gorros de baño en la cabeza, todas arracimadas alrededor de Fidel.


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Lupe es la que está más cerca y sus grandes ojos negros lo miran radiantes. (pp.
206-207).



Extrañamente en las crónicas de los viajeros del siglo XXI se habla de Fidel con admiración;
la crónica de Goldman es atípica además en ese sentido.

También para hablar de la Cuba de hoy Rubén Gallo viaja al pasado, a la primera vez que
llegó, en 2002, y a sus sucesivas visitas. Con frecuencia estos cronistas, como he repetido, han
visitado antes la Isla, pero solo ahora, ante la solicitud editorial y ante el previsible cambio, la
escriben. “La librería de Sodoma”, junto con Teoría y práctica de La Habana (2017) y Muerte
en
La Habana (2021), son tres textos que podrían leerse como parte de un mismo universo. El
personaje que ocupa el centro de “La librería de Sodoma” es Eliezer, quien vive de vender
libros. Es él quien pone al cronista en contacto con los personajes más extravagantes o
inesperados. Muchos de ellos acuden a las variantes de esa picaresca criolla presente en buena
parte de los textos ya mencionados. El hecho es que los sucesivos viajes del autor a La Habana
y sus reiterados encuentros con Eliezer van dando fe de los cambios al interior del país, vistos
siempre desde los márgenes.

En ninguno de los textos mencionados hay tanto humor como en la crónica de Gallo, quien
se ríe tanto del visitante, que pretende amoldar la realidad a sus prejuicios o a su manera de
entender el mundo, como del rebelde y el excéntrico que sobredimensiona su entorno, que
observa tras los cristales de la paranoia. El propio Gallo, profesor de una prestigiosa
universidad estadounidense y buen conocedor de los entresijos de la realidad cubana, funciona
como traductor cultural. Y da cuenta de los choques frontales que se producen entre ambos
polos. El caso más pintoresco de disfunción comunicativa se da cuando los estudiantes que lo
acompañan se encuentran con Eliezer. Para cada una de las preguntas “políticamente correctas”
de los estudiantes, el librero tiene las más inesperadas respuestas, que incluyen perlas
misóginas, racistas o del más puro absurdo.

Como Aira, Gallo realiza una visita obligada, la que lo lleva a “Trocadero 162, una de esas
direcciones míticas en la historia de la literatura”. Y contrasta el Trocadero cubano con el
parisino para dejar claro que aquel es una calle polvorienta, llena de edificios en ruinas,
montañas de basura y niños sin camisa sentados en los umbrales de las casas. “Parecía más
África que París”, apunta. Tras lo cual expresa: “¡Qué pobre era el Museo Lezama!”, sobre
todo si se le compara con el Louvre o el Metropolitan, “esas transnacionales de la cultura
primermundista con sus lujosísimas instalaciones, ejércitos de empleados y presupuestos
millonarios”. Sin embargo, Gallo no duda en señalar que “este museo diminuto y solo, con sus
tres empleados de uniforme caqui y gatos contoneándose por el patio, era más auténtico. Aquí
se sentía el espíritu de Lezama” (Gallo, en Guerriero, 2017, p. 230).

Esa idea, que atraviesa los textos de Gallo sobre La Habana, lo llevó a convocar a un grupo
de escritores mexicanos. Así, en diciembre de 2017 y abril de 2018, Juan Carlos Bautista, Luis
Felipe Fabre, Daniel Saldaña y Pablo Soler Frost pasaron unos días en la ciudad (Oswaldo
Gallo los imitó en mayo de 2019), con una sola condición: la de escribir un texto sobre la
experiencia. Fruto de ese ejercicio es el volumen Crónicas de una pequeña ciudad mexicana
en La Habana
(2020), en el que de momento no voy a detenerme, aunque quiero rescatar algo
de la introducción del propio Rubén Gallo. “¿Por qué te gusta tanto La Habana?”, es la pregunta
que se reitera entre cubanos y extranjeros que lo escuchan hablar con entusiasmo de esta ciudad.


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Las respuestas varían, según ha dicho. A veces cuenta la versión de que todo empezó el 17 de
diciembre de 2014, cuando vio en un televisor desvencijado en un lugar populoso las
intervenciones de Raúl y de Obama anunciando el restablecimiento de relaciones diplomáticas
entre sus países, “mientras cientos de cubanos a mi alrededor aplaudían y se abrazaban” (Gallo,
2020, p. 11). Otras veces explica esa atracción —más allá de su confesa fascinación por el
lenguaje habanero— con un argumento que es posible encontrar en otros cronistas: la Cuba de
hoy les recuerda su pasado, incluso su infancia. En sus carencias, en ciertos tics, en la
tranquilidad de las calles, se emparentaban este presente y aquel pasado. Gallo se arriesga a
más, incluso, al recordar que si “Proust aseguraba que los únicos paraísos son los paraísos que
hemos perdido, [q]uizá por eso el día en que aterricé en La Habana sentí que había llegado a
un paraíso que tenía algo de recobrado” (Gallo, 2020, p. 20). Asimismo, para Gallo, parte del
atractivo de Cuba es que se trata del “único país que ha sabido mantenerse al margen de una
globalización perniciosa”, cuyos ciudadanos no viven conectados a Internet o pegados a una
pantalla, sino que se miran a los ojos, se hablan y se tocan, y cuyas conversaciones, no viciadas
por la corrección política, “tienen una espontaneidad y una libertad que se ha perdido en otros
lugares” (p. 12). Algunas de estas “virtudes”, que supondrían el anclaje en una utopía arcaica,
van atenuándose a medida que Cuba y sus ciudadanos se van pareciendo cada vez más a su
entorno. No por ello, sin embargo, pierde interés o deja de tener sentido ese rescate de un
tiempo que solo en la Isla parece encarnarse.

Un curioso giro se produce en “Sin embargo, Cuba”, de Andrea Jeftanovic. “A Cuba entré
por medio de las fotos de Isidora Aguirre en su viaje de 1967”, afirma Jeftanovic en la crónica
de su viaje (Jeftanovic, 2018, p. 191). Esa entrada fotográfico-literaria (pues ambas llegaron
invitadas como jurados del Premio Literario convocado por la Casa de las Américas) parece
marcar un derrotero. Jeftanovic se sabe, desde luego, ubicada en un tiempo distinto, pero, en
lugar de lamentar lo que pudo haber sido y no fue, marca su punto de partida: “No llego durante
la efervescencia de la revolución, sino cuarenta años después, en medio del Periodo Especial”,
dice en las primeras páginas de su texto (p. 198); “yo no llego durante la efervescencia de la
Revolución, sino cuarenta años después, en medio del Período Especial”, repetirá al final (p.
215). Esa mirada la lleva a leer la realidad de un modo a la vez similar y distinto al de sus
colegas: Cuba como un país archivo —pues un archivo es un ejercicio de “ausencia y presencia”
— en el que los edificios y las cosas se conservan detenidos en el tiempo.

Pese a su llegada “a una escena tardía de la Revolución”, la historia se le hizo presente en
la habitación del hotel Jagua, en Cienfuegos, la misma donde había pernoctado Fidel Castro el
18 de agosto de 1960. “La Revolución de 1959 se traspapelaba con la de 2011” (p. 196),
comenta. Jeftanovic regresará a la Isla en un segundo viaje en febrero de 2016 a explorar el
archivo de Isidora, las varias versiones de su novela Carta a Roque Dalton. Y luego una última
vez ese propio año, entre las visitas del papa Francisco, Obama y los Rolling Stones. La cronista
habla de la “curiosidad casi morbosa” que despierta este país cuya infraestructura está en ruinas
y cuya visita es casi una experiencia arqueológica, un viaje “contra un plazo, contra un país en
extinción, contra un modelo que tiene los días contados” (p. 209). Eso explica la avalancha de
turistas, sobre todo, estadounidenses que la arrojan a ella y a su familia fuera del sistema
hotelero y los obligan a ir a una casa particular. No falta en su experiencia la road movie por la
Isla en un Chevrolet de los cincuenta y mucho menos la conclusión que tanto se reitera: “Viajar
a Cuba tiene algo de viajar contra el tiempo” (p. 209). Sin embargo, el pacto realista se rompe
—y es aquí donde se produce el curioso giro al que me referí antes— con la (re)aparición de


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Fidel. No ya aquel que la puso frente a la historia, sino otro de ficción. Este se aleja de los
reflectores durante la visita de Obama a la Isla, precisamente en la habitación del hotel Jagua
en la que había dormido cuarenta y seis años antes. Y mientras afuera va transcurriendo la
nueva historia, la narradora le cuenta a través de la puerta del cuarto lo que está ocurriendo.
Cinco días después de la partida del visitante, el Fidel real escribió “Hermano Obama”, su
discrepante posición. Jeftanovic lo recuerda pero cierra con otro relato: “Fidel camina hacia el
muelle y sube a una embarcación, quita el ancla, suelta amarras y navega por la bahía de
Cienfuegos” (p. 214).

En 2019, cuando Martín Caparrós regresó a La Habana, las expectativas despertadas por
aquellos ilustres visitantes sonaban lejanas. Si más de diez años antes, a raíz de otro de sus
viajes, había escrito “Cuba fidelísima” (1997), ahora nos habla de la “ciudad detenida”, uno de
los lugares comunes al hablar de la urbe. Para este momento, la pax obamiana había quedado
atrás y Donald Trump había entrado en nuestra historia para cortar de modo brusco aquel breve
idilio.

“La Habana debe ser la capital más bonita del idioma”, apunta Caparrós, antes de seguir el
razonamiento:


Y también la más rota y también la más triste. La Habana me entristece. Camino,
miro, pregunto, escucho y me entristece. Para mi generación y alguna más, para
los que creímos en todas estas cosas, La Habana es el resumen del fracaso, el
lugar donde todo iba a ser y no fue nada” (Caparrós, 2019).



Hay una cierta reiterada satisfacción en atribuirle a la ciudad (es decir, al país y a su
sociedad) esa potencia de ser el lugar que confirma la derrota, el desencanto y la amargura.

Caparrós camina, habla con mucha gente, llega a conclusiones, pero no puede evitar volver
una y otra vez al punto de partida: “Una ciudad detenida en el tiempo. Una ciudad —que
parece— detenida en el tiempo. Una ciudad donde aquellos que prometieron un gran cambio
detienen todo cambio en nombre de aquellos cambios que siguen prometiendo”. Ese tiempo,
sin embargo, está preñado de sentidos. “Lo más difícil, para contar La Habana, es que todo
parece siempre atravesado por la historia: que hay que hablar siempre de la historia, que
siempre hay una que contar”. La historia está por todos lados, dice, en la persistencia de
edificios de siglos o de décadas, en la de carros antiguos, en carteles “que hablan de una
revolución que ya no revoluciona, en los restos de un movimiento que llegó para cambiarlo
todo y ahora se dedica a conservarlo sin piedad”.

Si algo sorprende a Caparrós —y con él a los lectores, sorprendidos a su vez por la
simplificación— es cómo se produjo en Cuba “la invención de una época, una épica”. Él lo
resume así: “Se precisaba un relato muy potente para mantener a millones de personas viviendo
más o menos mal, sufriendo privaciones, aceptando mandos y controles, esperando un futuro
que no llegaba nunca. Sorprende que algo así haya durado décadas”. No es ya que tal resumen
pase por alto las historias de sacrificio colectivo en aras de ciertos ideales (en Cuba misma
basta pensar en una desgastante guerra de diez años, en sucesivas derrotas y vueltas a empezar,
por decir algo), sino que da por hecho que el proceso revolucionario no mejoró la vida de nadie
ni nadie lo vivió con pasión. Supone, únicamente, a millones de gentes viviendo mal (se


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sobrentiende que peor que cómo vivían antes) y padeciendo la humillación de órdenes y
controles. Cabe imaginar que la gente lo apoyaría, simplemente, como parte de un delirio
masivo.

Es verdad que la desgastada y desgastante realidad nacional no deja de darle cierta razón a
Caparrós (“tanto sacrificio para muy poca recompensa”); es verdad también que la extraña
temporalidad cubana responde en parte a una paradoja señalada por el cronista: “creer en el
futuro es ser antiguo”, dice, fascinados como vivimos por el presente y el consumo. Pero nada
de ello impide percibir el escamoteo de una realidad que de repente se convierte en superchería
y sinsentido, una suerte de accidente histórico que va quedando atrás.

Caparrós —dato curioso— muerde uno de los anzuelos clásicos a propósito de la ciudad:
“La Habana son columnas. Las ciudades, como el resto de los seres, suelen tener su esqueleto
por adentro, tapado por sus carnes. La Habana lo tiene afuera, derritiéndose al sol: no hay
ciudad que muestre más columnas”. Sabemos bien de dónde viene esa certeza, de aquella
mitificación de Alejo Carpentier en La ciudad de las columnas donde no dudó en afirmar que
La Habana “posee columnas en número tal que ninguna ciudad del continente, en eso, podría
aventajarla”. El barroquismo cubano, según tal propuesta, se dio a la tarea de acumular,
coleccionar y multiplicar columnas y columnatas a un punto


que acabó el transeúnte por olvidar que vivía entre columnas, que era
acompañado por columnas, que era vigilado por columnas que le medían el
tronco y lo protegían del sol y de la lluvia, y hasta que era velado por columnas
en las noches de sus sueños.



Emma Álvarez-Tabío considera que, en verdad, Carpentier


colocó una a una las columnas de La Habana, que no existían antes de que él las
enumerara, como no existía la niebla del dark London antes de que Dickens la
describiera, ni los boulevards de la Cité Lumière antes de que Baudelaire los
celebrara” (2000, p. 71).



Siguiendo un razonamiento muy similar, Alicia Llarena se pregunta si había columnas en
La Habana antes de Carpentier, como el mismo Oscar Wilde postulaba que debíamos a los
impresionistas la bruma de Londres, dado que, en verdad, “la gente ve nieblas no porque haya
tales nieblas, sino porque los poetas y los pintores le han enseñado la misteriosa belleza de sus
efectos” (2002, pp. 49-50).

El razonamiento es válido también, en no poca medida, para estos cronistas del siglo XXI.
La Habana que nos cuentan, en efecto, existe, como existen columnas por centenares en toda
la ciudad. Pero ella misma es, a la vez, una mitificación, la urbe inventada como modo de
explicar una historia que con frecuencia resulta inasible. Esa realidad escurridiza y
contradictoria se intenta comprender apelando, a la vez, al naturalismo y a la metáfora, o sea,


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a la minuciosa representación de ciertos personajes y paisajes tanto como a la condensación,
en unos y otros, de interpretaciones de más amplio alcance.

Referencias bibliográficas

Aira, C. (2016). En La Habana. En Autor, Sobre el arte contemporáneo. Buenos Aires: Penguin

Random House.
Álvarez-Tabío, E. (2000). Invención de La Habana. Barcelona: Casiopea.
Caparrós, M. (1999). La guerra moderna: nuevas crónicas de larga distancia. Barcelona:

Grupo Editorial Norma.
Caparrós, M. (27 de abril de 2019). La Habana: la ciudad detenida. El País. Recuperado de

https://elpais.com/elpais/2019/04/16/eps/1555404606_521370.html
Fornet, J. (2009). Un escritor cubano llamado Pitol. Casa de las Américas, (255), 119-124.
Gallo, R. (2020). Crónicas de una pequeña ciudad mexicana en La Habana. Editorial

Hypermedia.
Guerriero, L. (2016). Cuba Stone. Tres historias. Lima: Tusquets Editores.
Guerriero, L. (2017). Cuba en la encrucijada. Doce perspectivas sobre la continuidad y el

cambio en La Habana y en todo el país. Barcelona: Debate.
Jeftanovic, A. (2018). Sin embargo, Cuba. En Autor, Destinos errantes. Santiago: Tajamar

Editores.
Llarena, A. (2002). Espacio y literatura en Hispanoamérica. En J. de Navascués (Coord.), De

Arcadia a Babel. Naturaleza y ciudad en la literatura hispanoamericana (pp. 49-50).
Madrid: Iberoamericana.

Pitol, S. (2006). El mago de Viena. Bogotá: Fondo de Cultura Económica.
Saítta, S. (2007). Hacia la revolución. En Autor, Hacia la revolución. Viajeros argentinos de

izquierda. Buenos Aires: FCE.
Villoro, J. (2005). Safari accidental. México: Joaquín Mortiz.


Notas

1 Cada uno de los autores abordados aquí ameritaría un acercamiento más sosegado, que he intentado en otras
páginas. Baste ahora este panorama a vuelo de pájaro como invitación a futuros análisis.