Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIV. N° 23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658. Elizabeth Mirabal, Conexiones imaginarias
de La Habana esquiva (1968-2017), pp. 106-130.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41371
Conexiones imaginarias de La Habana esquiva (1968-2017)
Elizabeth Mirabal
Universidad de Virginia, Estados Unidos
adw5eg@virginia.edu
ORCID: 0000-0003-1174-258X
Recibido 06/03/2023 Aceptado 21/05/2023
Resumen
Este estudio analiza el concepto de La Habana esquiva en el imaginario cultural de la segunda
mitad del siglo XX a través de ensayos, documentales, libros y otras producciones culturales
asociadas a María Zambrano, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz, Guillermo Cabrera
Infante y Anna Veltfort. Las preguntas que animan este trabajo son: ¿Por qué La Habana
deviene esquiva para escritores con distintos niveles de proximidad hacia la ciudad? ¿Cómo se
expresan las trazas de esa Habana evasiva? La premisa del presente ensayo es que, junto a la
concepción de la urbe abierta, permisiva, hospitalaria, epítome del espacio turístico e incluso
santuario para personas de disímiles partes del mundo, coexiste otra, no solo entendida como
espacio desdeñoso, áspero y huraño, sino también como un lugar que busca evitarse, que se
retrae, se excusa y se hace inasible o se violenta. Semejante a la representación de la ciudad en
los paisajes del pintor René Portocarrero, en La Habana elusiva la confusión está dada por el
abigarramiento y la superposición de sentidos, colores y texturas. El maremágnum de
experiencias y sensaciones alcanza niveles de sobresaturación que terminan provocando
espejismos: la ciudad simula exhibirse en su totalidad, pero en ese exceso está el disfraz.
Palabras clave: La Habana, ciudad esquiva; María Zambrano, Alejo Carpentier; Dulce María
Loynaz; Guillermo Cabrera Infante; Anna Veltfort
Imaginary Connections of the Elusive Havana (1968-2017)
Abstract
The purpose of this article is to analyze the concept of an elusive Havana in the cultural
imaginary of the second half of the 20th century by focusing on essays, documentaries, books,
and other cultural productions associated with María Zambrano, Alejo Carpentier, Dulce María
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Loynaz, Guillermo Cabrera Infante, and Anna Veltfort. The questions animating this work are:
Why does Havana become elusive for writers with differing levels of proximity to the city?
How do they articulate the traces of that elusive Havana? My essay proposes that beyond the
conception of an open, permissive, hospitable city, the epitome of the tourist space and even a
sanctuary for people from different parts of the world, another city coexists, not only
understood as a disdainful, rough, and sullen space, but also as a space that seeks to avoid itself,
that withdraws, excuses itself and becomes elusive or violent. Like the representation of the
city in the landscapes of the painter René Portocarrero, in the elusive Havana, the confusion
is given by motley and overlapping meanings, colors, and textures. The plethora of experiences
and sensations reaches levels of supersaturation that end up as mirages: The city simulates a
complete transparency, but it is precisely in that excess wherein lies the disguise.
Keywords: Havana, elusive city; María Zambrano; Alejo Carpentier; Dulce María Loynaz;
Guillermo Cabrera Infante; Anna Veltfort
Por un acto de injusto reduccionismo, suele decirse La Habana en alusión a toda la Isla. Se
habla del país en una imperecedera práctica de la metonimia en la que la parte pretende
significar el todo. El resto suele quedar concentrado en la palabra “campo”. La infeliz frase
popular “La Habana es Cuba y lo demás es áreas verdes” trae ecos de asentados actos de
exclusión1. Acaso se traten de los mismos que, con carácter peyorativo y en enlace directo con
los desplazamientos territoriales en el marco del conflicto entre Palestina e Israel, promueven
llamar “palestinos” a los cubanos emigrantes desde otras provincias hacia la capital. En ese
sentido, hoy parece más ilusorio que cierto el cálido recibimiento en la ciudad a quinientos mil
campesinos, documentado en Sexto aniversario (1959) de Julio García Espinosa. Una voz
como aplatanarse, “familiarizarse con las personas, cosas y costumbres cubanas” (Suárez,
1921, p. 29), induce a la concepción de un espacio propenso a la hospitalidad y la asimilación
del otro. Pero ese término se circunscribe a los extranjeros si actúan, piensan y hablan como
cubanos. La Habana suele fijar sus límites.
El estudio de las ciudades en la literatura latinoamericana ha devenido un tema recurrente,
en especial desde la emergencia del “spatial turn” (giro espacial) en la década del 90 y su
decisiva influencia en la crítica generada en el continente (González, 2018). En ese contexto,
acercamientos críticos recientes a La Habana se han concentrado, por ejemplo, en indagaciones
sobre la ciudad global, la representación de la ciudad en obras de los siglos XX y XXI, e
intersecciones cubanas entre espacio urbano y escritura (ver Arriaga, 2019; Birkenmaier y
Whitfield, 2011; Riobó, 2011; Valdez, 2016; entre otros). No obstante, escasa atención se le ha
prestado a lo que llamo La Habana esquiva. En el presente ensayo argumentaré que, junto a la
concepción de La Habana como ciudad abierta, permisiva, hospitalaria, epítome del espacio
turístico ideal e incluso santuario para personas de disímiles partes del mundo (con un énfasis
para aquellos provenientes de Latinoamérica y de los Estados Unidos)2, coexiste una ciudad
esquiva, percibida no solo como espacio desdeñoso, áspero y huraño, sino también como un
lugar que se evita, que se retrae, se excusa y se hace inasible —en el más noble de los casos—
o se violenta —en el peor—. Me interesa interrogar La Habana esquiva partiendo de la
dimensión de un entorno multifacético y simbólico, como el descrito por Christopher Winks:
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“In the literature and history of the Caribbean, Havana has been the prototype of the multiple
city, the locus of both freedom and slavery, exuberance and brutality” (2009, p. 108). Teniendo
en cuenta esa cualidad oscilante entre polarizaciones que ha marcado la subjetivación de la
ciudad, las preguntas que inspiran mi trabajo son: ¿Por qué La Habana deviene esquiva para
autores con distintos niveles de cercanía afectiva hacia este espacio urbano? ¿Cómo expresan
o traducen estos escritores las trazas de esa concepción de La Habana evasiva en su discurso?
No anima este texto pretensiones binarias del tipo Habana pública versus Habana secreta u otro
tipo de antagonismos; al contrario, sugiero que el aura de esta urbe esquiva respira y se sumerge
dentro de otras concepciones macro y contradictorias, en diálogo, mutación y convivencia.
Siguiendo la lógica de la religión yoruba, me inclino a pensar esta variante como uno de los
caminos de materialización de la ciudad, de la misma manera que los orishas se transforman
en disímiles manifestaciones, expresiones y nombres, pero cuya esencia tiende a un tronco
común y discrepante al unísono.
Para este trabajo, parto del análisis de un grupo específico de obras: los ensayos “José
Lezama Lima en La Habana” (1968) y “Calvert Casey, el indefenso, entre el ser y la vida”
(1982) de María Zambrano, los documentales Habla Carpentier… sobre La Habana (1973) de
Héctor Veitía y Havana (1990) de Jana Boková, El libro de las ciudades (1999) de Guillermo
Cabrera Infante, así como de Adiós mi Habana. Las memorias de una gringa y su tiempo en
los años revolucionarios de la década del 60 (2017) de Anna Veltfort. En su variedad
polifónica, me detendré en creadores ligados a la ciudad como topos —Loynaz, Carpentier,
Cabrera Infante— y autoras trasnacionales como Zambrano y Veltfort, quienes vivieron por
largos períodos en La Habana, estableciendo con ella una relación de diasporic intimacy
(intimidad diaspórica), concepto entendido por Svetlana Boym como una estética de
sobrevivencia anclada en el extrañamiento y la añoranza que no asegura una fusión emocional
inmediata, sino un afecto precario consciente de su fugacidad (2001, p. 252). Por su parte, los
documentales de Veitía y Boková resultan de particular interés para explorar La Habana en el
imaginario de Carpentier y Loynaz desde la invención y el efugio, respectivamente. En tanto,
Cabrera Infante se hace pertinente al asumir la ciudad como recurso y artefacto literario en su
posicionamiento como autor exílico. El contraste entre autores que, como Carpentier o Cabrera
Infante, enaltecieron La Habana en conexión con “una grandeza y un glamour neoclásicos que
llegaban a su propio presente” (Birkenmaier y Whitfield, 2011, p. 2), con otras voces como las
de Veltfort me permitirá, además, examinar las estaciones sentimentales que han marcado la
representación de una ciudad con una tendencia a lo inapresable. Semejante a los paisajes del
pintor René Portocarrero, en La Habana elusiva la confusión está dada por el abigarramiento y
la superposición de sentidos, colores y texturas. El maremágnum de experiencias y sensaciones
alcanza unos niveles de sobresaturación que terminan provocando espejismos: la ciudad simula
exhibirse en su totalidad, pero en ese exceso está el disfraz y, por tanto, la capacidad elusiva.
Creo que un acercamiento a los escritores mencionados puede contribuir a entender la
concepción de este espacio desde nuevos entrecruzamientos históricos y subjetivos, mucho más
complejos que las ideas previas de refugio, asimilación y hospitalidad asociados a La Habana.
María Zambrano: de la ciudad pre-natal a la adversa
María Zambrano, muchos años después de haberse marchado de La Habana, todavía era
recordada con reverencia por los escritores cubanos que habían tenido la oportunidad de
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conocerla y escuchar sus múltiples conferencias. La reconocida intelectual y filósofa española
había arribado a capital de la Isla con una estela intelectual y política que la precedía: ya para
entonces había publicado su primer libro Horizonte de liberalismo (1930), era conocida por
haber sido discípula de Ortega y Gasset y, sobre todo, por haberse sumado a la proclamación
de la República en España, elementos todos que aseguraron una rápida y grata acogida en la
ciudad letrada de entonces (Serrano, 2021). Pero la importancia de este encuentro distaba de
ser en un solo sentido. Para Zambrano, el tiempo vivido en La Habana era uno “sin medida por
revelador” (2007a, p. 213). Por su recurrencia en dejar fe de la importancia central que para
ella albergaron las visitas y las estancias en la urbe caribeña, penetrar en la perspectiva de La
Habana elusiva de Zambrano me permitirá rastrear no solo la concepción de una de las más
entrañables relaciones afectivas con ese espacio, sino comenzar a distinguir algunas de las
constantes y las discrepancias que luego marcarían los acercamientos de otros creadores en el
siglo XX.
Es pertinente comenzar señalando que La Habana de Zambrano se filtra a través de la figura
del escritor cubano José Lezama Lima, como si para ella la ciudad no pudiera entenderse sin
esa presencia mediadora. Esta peculiaridad en torno a su interpretación parte del hecho de que
conociera al poeta a pocas horas de su primera escala en La Habana de 1936 (Zambrano, 2007a,
p. 209). Tan intensa fue la imbricación entre el autor y este espacio urbano percibida por la
filósofa española, que no dudó en sugerir la posibilidad de llamar a José Lezama Lima “de La
Habana”, de la misma manera que se llamaba a Santo Tomás “de Aquino” (p. 209). Al
detenernos en el avistamiento de la capital cubana por parte de Zambrano, percibimos que
conserva los aires del mito, de la aparición de la tierra prometida y utópica. Su Habana emerge
de las profundidades como consumación de una añoranza:
Y en la inmensidad apareció, con la fragancia con que todo lo real debería de
aparecer, naciente de la inmensidad marina, la ciudad de La Habana, como todo
lo verdaderamente real también, al modo de una respuesta, como cumplimiento
que autorizaba una larga expectativa y hasta una esperanza que espera para
actualizarse al verse colmada. Era antigua y de ahora, del instante, había estado
allí siempre y estaba, respiraba gozosa y contenidamente, se derramaba de sus
calles y plazas, de sus avenidas y ascendía por torres y palmares, se
transparentaba en un inasequible misterio por los cristales azules —un azul que
solo en ella existe— de los arcos de medio punto que cerraban sus patios; se
abría en espacios para todos y en espacios de esa intimidad que solo los países
del sur conocen, con la generosidad nacida de un misterio que irradia y que
trasciende en aromas y reverberaciones sin entregarse: el hermetismo de las
culturas del sur que han de ser las más antiguas o las que de lo antiguo más han
conservado el centro culto e irradiante. La generosidad del sur que se da
trascendiendo en olores y reflejos, en ecos, en miradas, en árboles que florecen,
rastros del paraíso; un paraíso encerrado mas no amurallado, pero al que no se
puede entrar porque hay que, desde siempre, estar ya adentro. (Zambrano,
2007a, pp. 209-210).
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En este texto nostálgico escrito en 1968, cuando ya Zambrano había concluido sus
itinerantes exilios caribeños y latinoamericanos, la escritora edificaba una imagen arcana para
cubrir la ciudad. No es suficiente hablar del misterio, sino de un “inasequible misterio”, por
ello, en particular indescifrable. Zambrano percibe su exclusión de una Habana de espacios
íntimos que ya sabe no la acogió del todo. Incluso habitándola, ella permanecerá excluida. La
capacidad irradiante y trascendente, que comprende como derivación de lo que denomina
“hermetismo de las culturas del sur”, se exhibe en un acto performativo ante el visitante y el
admirador. Esta idea la profundiza más adelante al referirse a la “irónica amabilidad” y
“hospitalidad ‘extra domus’” (p. 210), es decir, una bienvenida y una cordialidad que la
mantienen “fuera de la casa”. A pesar de que entre 1940 y 1953 Zambrano residió entre Cuba
y Puerto Rico, desplegando una copiosa actividad académica, cultural y creadora, un repaso
por su cronología deja entrever que pudo establecerse como catedrática de Humanidades de la
Universidad de Río Piedras en San Juan, pero no así en la Universidad de La Habana, aun
cuando impartiera varios cursos bajo el auspicio de esta institución3. Si tenemos en cuenta la
vasta red de amigos cubanos que Zambrano llegó a reunir en la ciudad letrada habanera de la
época, el sinnúmero de publicaciones y conferencias que logró y su identificación personal e
intelectual con el grupo Orígenes —en especial con Lezama Lima—, resulta extraño que no se
haya asentado de forma definitiva en la isla que consideraba su patria pre-natal desde 1948
(Zambrano, 2007a, pp. 92-93). La decisión cobra sentido si se piensa en la dificultad de
encontrar una fuente de sustento del todo estable en Cuba4.
Dos décadas después, el país había menguado hasta quedar contenido en la ciudad: “Y en
aquella Habana donde me sentí enseguida como en ‘una patria pre-natal’ —creo haber escrito
algún día—” (2007b, p. 211). Este concepto de patria pre-natal de Zambrano guarda
correspondencia con la noción de phantom homeland (patria fantasma) de Boym, una
construcción surgida cuando la nostalgia genera una confusión entre el verdadero hogar y el
imaginario (2001, p. XVI). La lejanía de la patria real le devuelve a la Cuba ideada por ella,
como la promesa de un nuevo comienzo, una especie de renacimiento y, en ese espejismo, la
carencia de la llamada patria real florece en una sustituta reinventada. No en balde en una carta
a Lezama Lima de 1956, tras equiparar al destierro con la infancia, refiere su presencia en la
ciudad del trópico como un viaje en el tiempo hasta su niñez de Málaga (Zambrano, en Arcos,
2007, p. LXVII). La necesidad de recuperar una patria ante la pérdida de otra y esta sensación
de desamparo también puede entenderse mejor a través de Edward W. Said cuando asegura:
“No matter how well they may do, exiles are always eccentricts who feel their difference … as
a kind of orphanhood” (2000, p. 182). Aun en pleno auge intelectual y rodeada de una
comunidad que honraba su labor, Zambrano persiste en revivir su experiencia vital habanera
como un viaje de tintes edénicos a la semilla de su infancia española, tendiendo un vínculo
sentimental entre su pasado y su presente en alineación con el sentimiento de orfandad aludido
por Said. Sin embargo, este complejo proceso sobrepasa la mera permuta territorial al generarse
un espacio híbrido que carece de consistencia física y nacional y que es, sobre todo, una
construcción emotiva. Como ha notado Tania Gentic, “Zambrano conceives the notion of patria
as not related to citizenship or geography, but rather as a relationship between the subject and
a knowledge of place transformed through the sensation of affect” (2016, p. 64). El hecho de
que su nexo con el país natal se nutra de una apropiación afectiva del lugar dilucidaría que para
ella la nueva ciudad necesite transpirarse a través de la amistad con Lezama Lima.
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En aras de entender mejor esta homologación, es necesario apuntar que cuando Zambrano
y Lezama Lima se conocen, el poeta, novelista y ensayista cubano no había ni siquiera
publicado su primer libro (Muerte de Narciso, 1937) y faltaba un poco para que impulsara
varias revistas literarias de vida breve como Verbum, Espuela de plata y Nadie parecía. La
identificación por ósmosis entre Lezama Lima y La Habana que sobrevendría tras la aparición
de Tratados en La Habana (1958) y su influyente novela Paradiso (1966), así como por el
simbolismo de que radicara por décadas en un pequeño apartamento en la calle Trocadero en
el corazón de La Habana Vieja, eran acontecimientos pendientes en la cronología del escritor.
En cambio, precisamente por lo temprana de la relación de amistad entre ambos —pudiera
pensarse en un proto-Lezama Lima—, Zambrano se convirtió en testigo de ese acendrado
recorrido intelectual mediante el cual el autor cubano pasaría a ser visto como una figura
alegórica de la ciudad.
No obstante, Lezama no sería el único intermediario entrañable a través del cual La Habana
continuaría regresando a Zambrano. La escritora abriría su círculo de amistades a otro autor
que, en el momento del primer encuentro, ya formaba parte de los primeros escritores cubanos
desencantados del proceso revolucionario triunfante de 19595. Para presentar al narrador y
ensayista cubanoamericano Calvert Casey, prefirió referirse a él como “un escritor salido de
Cuba, llevándola consigo, en sí” (2007b, p. 225). El ensayo de la autora española destaca por
su tono elegíaco y de profundo duelo por el suicidio de Casey, pero en este texto me interesa
examinar los términos en que Zambrano describe la ciudad recuperada a través del amigo:
Llevaba con él una Habana que yo bien me sabía: habría señalado la calle donde
habitaba y lo que es lo más decisivo: el sonido, el río de las conversaciones, la
hondura de los silencios, el vacío que se abría en sus balcones, en sus portales,
el hueco hospitalario que en ciertos momentos alumbra allí repentinamente
caído de un cielo. Allí donde la luz hería por ella misma y, sobre todo, porque
caía rebotando sobre unas criaturas que revelaba llevando como un estigma el
ser heridas por la misma luz; por no estar nunca a salvo de su claridad y aún
más, por estar indefensos del haz de vibraciones que resbala sin penetrar en
tantos cuerpos. Si cuando al fin me di cuenta de la presencia indeleble de Calvert
Casey, vi que arrastraba consigo la herida de la luz aquella del cielo de La
Habana: fuera él donde fuese iría así ardiendo de su invisible fuego como una
llama. (Zambrano, 2007b, pp. 224-225).
Casey había desarrollado una compenetración vivencial con la ciudad, como demuestra en
su primer volumen de cuentos El regreso (1962), y en el hecho de que en correspondencia
privada con el poeta cubano Fernando Palenzuela —entonces exiliado en Alemania— llegara
a citarla como punto de referencia respecto a varias urbes europeas —Roma, Génova y
Nápoles— (Palenzuela, 1970, pp. 24-25). La Habana que años después describía Casey no era
irreconocible para Zambrano. En ese vagabundeo por sitios familiares de un mapa afectivo en
común, debe haberse propiciado un momento para la manifestación de aquellos “diversos
problemas y decepciones” a los que aludiría de forma oblicua Antón Arrufat a una pregunta
directa sobre por qué Casey abandonó Cuba en 1966 (Mirabal, 2011, p. 14). A la remembranza
de calles, barrios y sitios conocidos, podemos especular que Casey pudo agregar sus temores
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ante represalias a raíz de la persecución a los homosexuales en el contexto del auge de las
Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), en realidad, centros de confinación
localizados en zonas rurales del centro del país, donde recluían (entre otros) a personas con
comportamientos sexuales no heteronormativos que eran obligadas a trabajar en labores
agrícolas en contra de su voluntad. Más adelante, Zambrano —aun en medio de su forma de
escribir figurativa— será explícita: “De tan aterida que anda esta criatura y ese, aquel que lleva
su estigma, como Calvert que pedía tan solo no ser interrogado, que lo dejaran quedarse”
(2007b, p. 225). El vuelo simbólico del texto no consigue mitigar la violencia interna que lo
sostiene y la marcada afinidad que las varias veces exiliada profesó hacia Casey, con quien
compartía una descolocación similar. La solidaridad y la empatía expresadas por Zambrano
hacia los homosexuales que sufrían el endurecimiento de las políticas discriminatorias del
proceso revolucionario cubano, serán las mismas que, como se verá más adelante, iba a profesar
Anna Veltfort hacia los amigos removidos de sus carreras universitarias o detenidos por su
orientación sexual en plena calle del escenario habanero.
Al retomar el análisis del texto de Zambrano, resulta claro la existencia de una luz que hiere
y que parece emanar desde un poder omnipotente. Su potencia y ubicuidad son tales que no
puede escaparse de la claridad persecutoria. Los cuerpos “indefensos” son “penetrados” con
una intensidad que los marca para siempre: un “estigma” que Zambrano llama “la herida de la
luz aquella del cielo de La Habana”. Aun colocándose fuera de ese cielo del que se disparan
haces luminosos castigadores, el herido continúa siendo víctima de una perenne combustión
interna, es decir, de una condena ineludible. A pesar de los referentes sagrados, se imponen
insinuaciones que se trastocan infernales. Hacia el final de su ensayo, Zambrano se referirá de
forma abierta a La Habana recontada por Casey como “adversa” e “inhospitalaria” (2007b, p.
231). Prevalece el reconocimiento de un espacio urbano transformado en contrario o enemigo
para aquellos que pretenden habitarlo en plena expresión de su individualidad, una realidad con
manifestaciones de recrudecimiento abordadas de forma más abierta en las memorias gráficas
de Veltfort, en las cuales me detendré con posterioridad. Aunque La Habana de Casey dista de
la de ambages e “irónicas amabilidades” de la primera etapa, Zambrano registra en su discurso
su exacerbada capacidad elusiva.
Alejo Carpentier y su procurada ciudad natal
Por distintas razones a las de Casey, pero no tan ajenas a las de Zambrano, Alejo Carpentier
padeció su propia interacción con La Habana esquiva. Nacido en Lausana, Suiza, en 1904,
durante toda su trayectoria como uno de los escritores latinoamericanos más destacados e
innovadores de su tiempo, perpetuó la creencia de haber nacido en la capital de la Isla. Su ardua
batalla por ser considerado cubano y habanero quizás represente una de las más discordantes,
controversiales y todavía vigentes de la historia intelectual en el siglo XX. Lo que comenzó
como una estrategia legal de Carpentier, su madre y algunos amigos cercanos a finales de los
años 20, para evitar una potencial deportación amparada en el Decreto número 1601 del
presidente Gerardo Machado —en el contexto de su lucha contra la propagación del
comunismo en Cuba—6 (Raggi, 2018, p. 43-44), terminaría convirtiéndose en una de las tantas
ficciones carpenterianas, solo que en esta aparecía el propio escritor como sujeto protagonista
de la mitologización. Como ha señalado Roberto González Echevarría, Carpentier había
declarado que “su padre desapareció súbitamente de su casa para nunca jamás regresar ni tener
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contacto con él o su madre” (2004b, p. 74). Un acontecimiento de tales proporciones provocó
un trauma en el escritor del que todavía era posible distinguir las huellas en las cartas que desde
Francia le escribiera a su madre tras 19287. Mientras Zambrano padeció una sensación de
orfandad provocada por el país perdido, Carpentier sufrió un desamparo doble: radicaba en una
nación ajena con una madre tan extranjera como él, donde ambos habían sido abandonados a
su suerte.
Si repasamos algunos de los pasajes de Habla Carpentier… sobre La Habana (1973), de
Hector Veitía, donde el escritor habla desde un butacón de cara a la cámara en un plano medio,
vemos que Carpentier, a más de cuarenta años de la necesidad de falsear y asentar un
nacimiento habanero, proseguía fiel a aquella fabulación. A pesar de que existen numerosas
entrevistas y registros escriturales de Carpentier afirmando sus orígenes cubanos, me detengo
en este archivo visual porque su concepción como obra cinematográfica nos permite observarlo
como un actor en medio de una puesta en escena. Me refiero a que en el documental Carpentier
aparece con unas páginas en su regazo que consulta de forma velada y esporádica mientras
diserta, pero que refuerzan la idea de la existencia de un guion —el suyo— que se ha
autoimpuesto y por el cual desea reorientarse.
Antes de iniciar el que va a ser un largo monólogo de casi dos horas sobre la ciudad entre
1912 y 1930 —interrumpido de forma ocasional por la inserción de algunas imágenes en
función ilustrativa—, Carpentier espera la señal de “acción” del director, que reconoce con un
ligero asentamiento de cabeza, y se lanza a hablar. A veces, las anécdotas narradas se tornan
hilarantes, y se escuchan las risas de un público que nunca se visibiliza y del que, por lo tanto,
el espectador del documental forma parte. Cuando han transcurrido casi cuarenta minutos de
su presentación, Carpentier remueve su reloj de muñeca y consulta la hora. Al concluir su
charla, el escritor recibe los aplausos, se pone de pie y vaga solitario por la sala hasta que
aparece el letrero indicando el fin. El espectáculo ha terminado. En sus grandes esfuerzos por
desterrar cualquier duda respecto a sus orígenes, Carpentier demuestra un profundo
conocimiento espacial, histórico, arquitectónico y hasta costumbrista de la ciudad8. El énfasis
en su pertenencia queda patentizado mediante cuidadosas descripciones del entorno que decía
recordar:
También había opeles de cabra en La Habana, sobre todo en la zona que va de
Galiano a Belascoaín, por todas las calles, la calle Maloja, donde yo nací,
etcétera, todas aquellas calles que eran ajenas al verdadero casco de la ciudad,
porque el centro del comercio, el centro de los negocios, estaba ubicado en todo
el Parque Central, y muy especialmente, en O’Reilly, Obispo, San Rafael, un
poco en Prado y en algunas de las calles que desembocaban allí, hasta la calle
de La Muralla. (Veitía, 1973).
La calle que Carpentier señala como la de su nacimiento, debe su nombre a un antiguo
negocio de venta de maloja9 que se situaba en la esquina con la calle Águila y que servía como
centro de abastecimiento de la caballería que llegaba de las zonas campestres de La Habana del
siglo XIX. Se trata de una calle que todavía conserva el mismo nombre y que se encuentra en
el municipio Centro Habana, en las proximidades a uno de los primeros epicentros de la ciudad.
No puede considerarse una calle céntrica, por lo que retiene la dosis justa de dos componentes
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básicos: su pertenencia a La Habana es innegable, y goza de la suficiente discreción para situar
allí un falso origen10. Aunque Carpentier declara haber cobrado conciencia de lo que era La
Habana cuando cumplió 7 años, como si su condición de hijo de la ciudad no pudiera
cuestionarse, sus memorias resaltan por la aparente exactitud, la prolijidad de pormenores, el
desbordamiento narrativo y el humor, expresado este último en anécdotas jocosas:
Recuerdo La Habana del año 1912 mediante algunas imágenes muy precisas.
Era una ciudad todavía sin asfalto. Las únicas calles que estaban asfaltadas eran
el Paseo del Prado, como una gran novedad; Obispo, O’Reilly … Todavía no
sabían manejar muy bien el asfalto en el trópico, de tal manera que, en verano
en Obispo, uno dejaba literalmente el tacón del zapato. De repente, se veía uno
de calcetines al cruzar la calle porque el zapato había quedado completamente
encajado dentro del asfalto húmedo. (Veitía, 1973).
Va a referirse a la ciudad como “La Habana de los días de mi infancia”, al tiempo que su
evocación partirá de una viva sinestesia sonora. Describe un espacio urbano aún con marcas de
ruralidad, caracterizado por el énfasis musical que le concede a su relato un trasfondo acústico.
Con la apoteosis del bullicio habanero, Carpentier parece demarcar un espacio doméstico tan
familiar que contradice cualquier descrédito de la verosimilitud de su recuerdo:
Y por las mañanas y por las tardes eran las calles de La Habana un estrépito de
carreras de mulas y caballos, de cencerros y esquilas de vacas y de chivos a lo
que venía a unirse el incesante grito de los pregoneros que eran muy
característicos y sumamente ruidosos en sus pregones. (Veitía, 1973).
La polémica acerca de la extranjería de Carpentier tiene larga data. Mientras su viuda, Lilia
Esteban Hierro, estuvo al frente del manejo de su obra, las investigaciones desde Cuba que
aludían a su nacimiento en Lausana, Suiza, no pudieron conocer letra de imprenta. Después de
la muerte de Esteban en 2008, la Fundación Alejo Carpentier hizo público en la cronología del
autor, en su sitio web, un dato que era ya vox populi en los círculos culturales cubanos y hasta
extranjeros. A inicios de la década del 90, Cabrera Infante había divulgado a los medios
internacionales su acta de nacimiento gracias a la colaboración de Eva Fréjaville, exesposa de
Carpentier11. Luego, retomaría el tema al recoger en su libro Mea Cuba (1992) el texto
“Carpentier, cubano a la cañona”12. En la Isla, el Epistolario Carpentier-Fernández de Castro
(2009), prologado y compilado por Sergio Chaple, dio a conocer en el ámbito nacional el
verdadero lugar de nacimiento de Carpentier disimulado en una nota al pie, a pesar de que este
investigador había localizado la información con anterioridad en la planilla de ingreso del
escritor a la Universidad de La Habana. Como es posible distinguir del breve recuento de
puntos tensión y ambivalencias que han signado el recuento de la vida carpenteriana, se le ha
concedido una extrema importancia al lugar de nacimiento desde una perspectiva limitada por
la interdependencia entre país y nacionalidad. Al respecto, debo confesar que me atrae pensar
en otros términos el absorbente aspecto biográfico.
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Cabría preguntarse por qué Carpentier escogió ser cubano y situarse en esta tradición, a qué
obedeció su insistencia en ser visto, entendido y comprendido desde esa plataforma y no, por
ejemplo, desde la cosmovisión nómada y trasnacional que marcó toda su vida, comenzando en
Lausana y pasando por Cuba, Francia y Venezuela. Para González Echevarría, además de
especular por qué Carpentier mintió, lo más interesante se hallaba en identificar si había huellas
de las mentiras y sus motivos en su obra narrativa, y si estas revelaban algo sobre sus posibles
significados (2004a, p. 21). Desde ese prisma, repensó Los pasos perdidos y El siglo de las
luces, aunque las tres obras que propuso como cardinales para estudiar el tema de lo que llama
“el origen, la nacionalidad y la mentira” son Viaje a la semilla, El derecho de asilo y El arpa
y la sombra (pp. 31-32). Victor Wahlström entró en conversación con las interpretaciones y
especulaciones aportadas por Gustavo Pérez Firmat, el propio González Echevarría y Graziella
Pogolotti alrededor de los variados y potenciales motivos de Carpentier para ocultar su
nacionalidad, aunque complejizó desde una interpretación psicológica las posibles razones que
le hicieron perpetuar esta postura (2018, p. 133). A su juicio, las causas trascienden una
alineación con una tradición latinoamericana, y se extienden a las raíces de sus traumas
afectivos tras los sucesivos abandonos de su padre, Georges Carpentier, y de su esposa, Eva
Fréjaville, ambos franceses (p. 135). No obstante, Wahlström señala que la principal fuerza
que lo mantuvo aseverando su ciudadanía cubana responde a la necesidad de encontrar “una
solución al problema de estar ligado a un origen familiar y a una identidad nacional que solo
parecían causarle dificultades” (p. 136), teniendo en cuenta los reiterados riesgos migratorios
y de detención que corrió por sus orígenes.
Coincido con que, más allá del peligro de deportación inicial que lo obligó a hilvanar esta
ficción, y aun cuando ya no era indispensable continuar con el cambio de identidad, una serie
de ventajas prácticas, junto al deseo de distanciarse de una herencia francesa asociada al
rechazo, parecen haber pesado en la incesante práctica carpenteriana. Mas, propongo que el
interés de Carpentier de ser asumido como cubano se mantuvo, además, porque resultaba afín
con un proyecto autoral y humano que había ido cincelado para sí, mientras que, por otra parte,
aseguraba una entrada natural en una tradición literaria —y sobre todo narrativa— en principio
joven y a su criterio deprimida como la cubana, lo cual le permitiría ser asumido como uno de
sus novelistas más descollantes. Tanto en su propia geopolítica como en el entramado que había
tejido como parte de su educación sentimental en tanto sujeto escritor y teórico del Caribe y
América Latina, era coherente concebirse, presentarse y ser visto como cubano y, por ende,
habanero, aun cuando su forma de hablar con deje francés y su apariencia física europea
desafiaran esas condiciones de manera incesante. Incorporarse a una genealogía narrativa
nacional donde distinguía aislados ejemplos de valor literario en la primera mitad del siglo XX
lo catapultaba a liderear su generación (ya de por sí diezmada: recordemos que se habían
autonombrado, no en balde, Grupo Minorista) e incluso a todo el resto de la intelectualidad de
la Isla en términos de prominencia literaria. Carpentier se erige de este modo en un ejemplo
notable de la tradición del passing a la inversa. Este fenómeno, estudiado y definido por el
sociólogo canadiense Erving Goffman, consiste en que, para resistir, manejar y evitar el
estigma y sus consecuencias asociadas, la persona elige pretender formar parte de una identidad
—ya sea racial, étnica, de clase, sexual o religiosa, entre otras—, por lo general, no
estigmatizada que implica una serie de beneficios. En este caso, Carpentier decide ocultar su
origen europeo para pasar por cubano por los bienes sociales y simbólicos que venían
asociados con ser un nativo en el contexto nacionalista de la Isla en esa época13.
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Cuando triunfó la Revolución cubana en 1959, Carpentier gozaba de un prestigio literario
que no necesitaba de manera umbilical la adscripción al proyecto revolucionario para ser tenido
en cuenta o celebrado en el resto del mundo. No hay duda de que su vínculo con el proceso
cubano le concedió un nuevo espacio de reposicionamiento y alcance a su obra bajo el amparo
de una sombrilla política, pero ese nexo estaba lejos de erigirse como indispensable para la
vitalidad de su proyecto literario. Sugiero entender su elección por la cubanidad por encima de
una simple inversión oportunista de afiliaciones en complicidad maniquea con la izquierda.
Su deje francés, su fenotipo europeo, sus vaivenes políticos, las infinitas capas ficcionales
que tendió acerca de sus orígenes, pudieran haber hecho La Habana definitivamente esquiva
para Carpentier, pues en su caso, la ciudad le elude desde la aparente imposibilidad de la
pertenencia idiosincrática definitiva. Mas, sus sucesivos homenajes a la capital cubana en una
novela como El siglo de las luces (1962) y el ensayo La ciudad de las columnas (1970), por
solo citar dos ejemplos, disminuyen la relevancia de si su nacimiento habanero fue o no real,
al punto de disipar el hecho a la categoría de curiosidad literaria. Quizás el que todavía este
tema se abra paso como un tópico candente y de moda en los debates culturales y académicos
alrededor de su figura sea consecuencia de varios motivos: el aire de farsa conspirativa que
alcanzó en Cuba durante mucho tiempo, el campo de batalla cultural que inauguró entre
escritores cubanos en Cuba y el exilio, la relevancia desmedida que le concedió el mismo
Carpentier y sus herederos y, sobre todo, el que constituya un fenómeno en apariencia
inagotable porque no es posible obtener una respuesta rotunda debido a sus amalgamadas
imbricaciones sociales, políticas, afectivas e íntimas. Todo ello, además, en combinación con
los tintes detectivescos de la cuestión, que transitan por archivos en dos continentes y una isla,
asentamientos legales y pistas engañosas. Nos quedan las consecuencias literarias de que
Carpentier basara parte de su visión de La Habana en ocurrencias librescas que nunca tuvo en
carne propia: la edificación de una ciudad fabulada, con ribetes fantásticos, a veces rayanos en
lo carnavalesco, lo desconcertante y lo excepcional. Se trata de una construcción barroca, cual
una mise en scène que nos entrega un espacio deseado por el escritor más que el real.
La ciudad eludida de Dulce María Loynaz
A diferencia de Carpentier, la escritora cubana Dulce María Loynaz no necesitó tejer la
ficción de un origen habanero: del grupo de escritores que examino aquí, ella figura como la
única que, sin sombra de traumas familiares o desplazamientos, registra en su biografía un
verídico nacimiento en La Habana en 1902. Ello explica que su crecimiento marche paralelo a
la expansión urbana a lo largo del siglo XX, aunque este desarrollo sería percibido con cierto
temor, recelo y sospecha, tanto por la protagonista de su novela Jardín (1951) como por el
sujeto lírico de su poema Últimos días de una casa (1958). Para la década del 90, habían
quedado atrás sus tiempos de anfitriona de los poetas Federico García Lorca y Gabriela Mistral,
así como su antigua condición de viajera incansable a Estados Unidos, España, gran parte de
América del Sur y destinos tan exóticos en los años 20 como Turquía, Siria, Libia, Palestina y
Egipto. Loynaz llevaba una existencia en gran parte adherida a su espacio doméstico y los
visitantes que la frecuentaban lo hacían con discreción. Por ello, para continuar con el análisis
de lo que denomino La Habana esquiva, he querido detenerme en el documental Havana
(1990), de la directora checa Jana Boková. La cineasta había encontrado un espejismo familiar
de su propia ciudad tras la invasión soviética de 1968, al punto de evocar la capital cubana
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como una Praga del trópico en la época dura del estalinismo (Ferrer, 2009). Acaso debido a
esta impronta latente en la obra, Havana no tardaría en convertirse en un hito para la comunidad
intelectual de los cubanos fuera de la Isla. Me arriesgo a especular que su legado se debe a que
aparecían representados, y en igualdad de condiciones, escritores exiliados, como Reinaldo
Arenas y Carlos Victoria, junto a otros de renombre que vivían en Cuba. Sin intermediarios,
describían sus posiciones, sus ideas, los deseos creadores, la censura que habían padecido,
evitando edulcoramientos sobre la dureza de sus nuevas existencias en los Estados Unidos. Por
otra parte, en Havana se intercalaban fragmentos de obras de escritores cubanos de diferentes
destinos políticos y proximidades con la Revolución cubana como José Lezama Lima, Virgilio
Piñera, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, el propio Reinaldo Arenas y Guillermo Cabrera
Infante, mediante la lectura en off del dramaturgo José Triana.
Si escritores como Pablo Armando Fernández y Dulce María Loynaz —ambos residentes
en Cuba— concedían sus entrevistas desde sus casas habaneras, sus salas y portales, Victoria
hablaba desde una playa de Miami, y Arenas lo hacía desde un hotel en Miami Beach. El
espacio doméstico habanero confortable de Fernández y decadente de Loynaz se contraponía
con la apertura, la provisionalidad y la improvisación del ambiente marino de Victoria y
Arenas. Si Fernández acentuaba su estabilidad familiar hablando de sus varios hijos y nietos
fruto de un sólido y largo matrimonio, Loynaz daba cuenta de todo lo contrario: su carencia de
hijos y la pérdida de su esposo y hermanos. Estas dicotomías en la representación de los
escritores cubanos en el documental develaban por ósmosis las contradicciones que signaban
sus disímiles sentidos de pertenencia respecto a La Habana como sinécdoque nacional.
La ciudad retratada por Boková debió haber sido de las primeras visiones fílmicas habaneras
a las que se tuvo acceso tras la caída del campo socialista. Las imágenes presentaban
edificaciones grises y aquejadas por filtraciones y amenazas de derrumbe. Se veían escombros
y salideros de agua. Con un distingo: esos sitios precarios y empobrecidos permanecían
habitados por niños, ancianos, en ocasiones, familias enteras y varias mascotas. Boková
mostraba un vasto sector de la población que había quedado marginado: se observaban jóvenes
y adultos mayores, blancos y afrocubanos, enfrentando las mismas dificultades. Todos trataban
de sobrevivir en las nuevas condiciones y se expresaban con cautela, en algunos casos y a pesar
de las precariedades, afirmando a veces un compromiso con el proceso revolucionario. La
dramaturgia de este documental, la confluencia de voces populares y artísticas, su espíritu de
inclusividad en busca del contraste tendría una larga incidencia en piezas audiovisuales sobre
la ciudad en las décadas posteriores14.
Mi propósito al incorporar este documental al examen de La Habana esquiva parte de la
breve, pero memorable aparición que en él hace Loynaz. Vale destacar que aquí ella no encarna
únicamente la poeta o la intelectual per se, sino que simboliza la Cuba patricia y fundacional,
lo cual quedará enfatizado cuando declare el nombre y las credenciales independentistas de su
padre, el general Enrique Loynaz del Castillo. La casa de Loynaz que Boková recorre
comenzando por la fachada y extendiéndose por las terrazas con sus esculturas descabezadas y
paredes despintadas, el jardín exuberante y salvaje, hasta llegar a los interiores abarrotados de
distinguidos óleos, bustos y abanicos, son una metáfora de la ciudad decadente y melancólica
que hemos estado advirtiendo antes. Si la mansión de Fernández fulgura iluminada y bien
puesta, la de Loynaz ostenta su elegante pobreza en armonía con el espíritu urbano de la ciudad
venida a menos que exhibe el documental. Loynaz pasea dentro de su casa, incluyendo el portal
y el patio, pero sin traspasar sus límites, acaso como guiño a la posición de insilio —entendido
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como la permanencia casi siempre silenciosa en un mundo que ha comenzado a resultar ajeno
y excluyente— que mantenía la escritora, y desde una perspectiva literaria, al personaje de
ficción de Bárbara en Jardín. El mostrarla rodeada de su jauría pareciera aludir a la conocida
simbología de San Lázaro y sus perros, identificado como patrón de los leprosos. La imagen
de Loynaz acompañada por estos animales insiste en su condición de marginada. También la
presencia de los perros se erige como alegoría de la fidelidad de la poeta hacia su linaje y su
postura de resistencia individual. El acento en que se trata de una figura tutelar a pesar de su
aislamiento se acrecienta cuando Boková la filma descendiendo en un pequeño elevador, como
si en realidad bajara desde una suerte de parnaso15.
Tras la confesión de que vive sola, Boková le pregunta a Loynaz si no tiene miedo. La
respuesta de la escritora no se hace esperar. Loynaz contesta extendiéndose mucho más allá del
simple temor de una anciana que deambula en una gran casa de El Vedado: “No, yo no tengo
miedo a nada. Imagínese, yo soy hija de un soldado. Las hijas de soldado no tienen miedo, ni
deben tenerlo. Yo no tengo miedo a nada” (Boková, 1990). Aunque Boková no le ha
preguntado por este miedo existencial, Loynaz recurre a una clave alegórica para dejar
constancia de una contundente y reiterativa declaración de su actitud ante la vida política y
social del país. Sin embargo, cuando la documentalista la interroga de manera abierta sobre qué
piensa respecto a La Habana de su presente, Loynaz declina a ser tan frontal como minutos
antes: “Bueno, [de] La Habana [de] hoy más vale que no hable de ella. Excúseme” (1990). Al
decir estas palabras, la escritora sonríe y se abanica hasta dejar suspendido en el aire un cerrado
silencio. Loynaz emplea así la conocida figura retórica de la reticencia o aposiopesis; decide
callar para agudizar su crítica. Prefiere optar por enmudecer para no exaltarse sobre lo que, sin
duda para ella, constituía un tema preocupante y de vital importancia: su ciudad. En otras
palabras, suprime lo que se ha hecho explícito. Su actitud pareciera responder a su concepción
personal del silencio como estrategia protectora y de sobrevivencia. En Jardín, su peculiar
“novela lírica” como ella misma la llamara, se asegura: “Pero su vida ha sido una lección de
silencio. Y tan bien enseñada, que la Niña ha aprendido a callar, la cosa más difícil que pudiera
aprender un niño” (1993, p. 60). La escena en la cual Loynaz rehúsa hablar sobre La Habana,
acaso sea una de las más recordadas y citadas del documental de Boková y, en gran medida,
funciona como centro de significado medular. Vale mencionar que en Habla Carpentier…
sobre La Habana, el escritor describía en tono sarcástico y delirante la excentricidad de la
familia Loynaz sin identificarlos nunca por su nombre (aludía a varias pistas inconfundibles
como la casa del jardín desbordado, y aclaraba que eran dos hermanas y dos hermanos). Loynaz
pareciera contestarle años después con su apreciación omisa de La Habana, desde la saturada
significación de su silencio. Ante la catarata a veces fantasiosa y humorística de Carpentier
sobre la ciudad en 1973 —a la que podría agregarse un tercer calificativo: fabulada—, se
contrapone el laconismo férreo de Loynaz en la década de 1990. Ella forja su Habana esquiva
y podemos intuir cuánto tendría que decir por lo que elige ocultar16.
Guillermo Cabrera Infante o la ciudad como reverberación
Las propuestas literarias de Loynaz y Guillermo Cabrera Infante, así como sus relaciones
con La Habana, no podrían ser más opuestas. Aunque ella lo haría desde la familiaridad de El
Vedado y él desde su absoluto exilio londinense, algo unía a ambos escritores: la preferencia
por el silencio ante la ciudad en los años 90. Me refiero a que del mismo modo que la escritora
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se excusaba de no revelar su Habana en el documental de Boková, Cabrera Infante no le
dedicaba ninguno de los capítulos en El libro de las ciudades. A pesar de haberla empleado
como personaje y escenario hasta la extenuación en sus cuentos y novelas, en especial, en Tres
tristes tigres (1967) y La Habana para un infante difunto (1979), resulta llamativo que en un
volumen donde reunía sus crónicas sobre urbes variopintas como Londres, Bruselas, París, San
Sebastián, Madrid, Peñíscola, Venecia, Torcello, varias ciudades de Australia, Nueva York,
Las Vegas, Miami, Río de Janeiro y Bahía, mantenga a La Habana casi invisibilizada. ¿Qué
podría explicar esta elección por omitir un topos tan omnipresente antes en su literatura? Las
razones se dilucidan al final del breve prólogo titulado “Elogio de la ciudad”:
Otras ciudades como Berlín y La Habana han sido destruidas por la guerra o por
la desidia de sus gobernantes. De hecho, La Habana hoy parece una ciudad
derruida, no desde el aire como Berlín, sino desde dentro. Pero Berlín, como la
Roma antigua después del incendio, ha sido reconstruida, y La Habana guarda
una extraña belleza entre las ruinas. Aunque, como Horacio, digo que las ruinas
me encontrarán impávido.
Es así que he buscado en otras ciudades el esplendor que fue La Habana.
(Cabrera Infante, 1999, pp. 13-14).
Aun cuando el silencio de Loynaz resalta por evidente, a Cabrera Infante también le sucede
como a la poeta: la entrañable implicación emocional y afectiva con La Habana le impide
acercarse a ella y sumarla como otro espacio urbano más a su periplo citadino. No solo porque
la lejanía y la destrucción le devuelven un sitio que le resulta irreconocible, sino porque La
Habana que él ha vivido perdura exclusivamente en su memoria, cual denota un título como
La Habana para un infante difunto17. En otras palabras, predomina una distorsión entre su
construcción imaginaria de la ciudad y la nueva realidad ostensible. La comparación con Berlín
de Cabrera Infante surge del motivo de la ciudad devastada, pero también de la ciudad dividida.
Cuando se reapropia de la frase de Horacio sobre Roma, alude a La Habana como su propia
Ciudad Eterna, mientras que acentúa su paradójica indiferencia ante esa “extraña belleza entre
las ruinas”. El cierto encanto no lo conmueve ni lo convoca a una identificación. Estos
escombros constituyen sus propios despojos afectivos de un espacio revisitable a través de
breves o sostenidos espejismos en metrópolis extrañas. De manera que, para descubrir los
vestigios de La Habana de Cabrera Infante, se impone participar en su peregrinaje mundial.
Fiel al carácter lúdico de su obra, El libro de las ciudades se abre como un juego de espejos.
En “Brubru”, Cabrera Infante menciona a La Habana como una de las tres ciudades en las
que ha vivido (1999, p. 147). Su aparición en esta tríada recalca su ausencia, pues Londres y
Bruselas cuentan con sus textos autónomos en el libro —en el caso de la capital inglesa, con
más de uno—, y La Habana se introduce aquí de forma tangencial. La capital cubana se asocia
de forma raigal a sus continuas experiencias como espectador en las salas oscuras (afianzadas
luego por su oficio de crítico de cine), por lo cual, adquiere coherencia que al ir a la
Cinemathèque de Belgique evoque la asiduidad juvenil al cine Esmeralda (pp. 152-153).
Ya en “Metrópolis revisitada. Prosista en Nueva York”, quizás el texto más revelador acerca
del significado de la ciudad para él, dirá de manera abierta: “No para vivir (nunca se me ocurrió
que había otra ciudad donde vivir que no fuera La Habana: ésa era mi ciudad, mucho más
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propia que para los que habían nacido en ella: yo la había adoptado)” (pp. 212-213) [el
subrayado es del original]. Si el espacio vivencial por excelencia era La Habana, cabe
preguntarse entonces si este periplo multicitadino no debe asumirse como una Odisea sin fin.
La profundidad del duelo por la ciudad perdida —se trata, después de todo, del título de la
película The Lost City (2005), dirigida por Andy García, a la cual Cabrera Infante contribuiría
como guionista— se duplica porque la declaración está hecha en pasado. Al resaltar el
pronombre posesivo de la primera persona del singular, busca despejar cualquier incertidumbre
acerca de su sentido de pertenencia. La ciudad es más suya porque su identificación no parte
de un nacimiento azaroso en ella, sino de una selección consciente. Por otra parte, en su
cronología íntima, el momento de la llegada se erige en valor de criterio temporal: “Ocurrió en
julio y lo recuerdo porque en ese mismo mes, catorce años antes, había descubierto La Habana”
(p. 213). A diferencia de una evocación como la de María Luisa Lobo Montalvo en Havana.
History and Architecture of a Romantic City, determinada por lo que la autora reconoce como
una visión romántica “marked by memory, by the distance that separated us for many years,
by the yearning for childhood and youth and, of course, the nostalgia that clings to any world
so abruptly abolished” (2000, p. 31), el proceso de reminiscencia al que Cabrera Infante se
somete envuelve una clara conciencia social que toma distancia de simular o suavizar los
aspectos ingratos de la ciudad y, por ello, al referirse a las categorías clasistas de Nueva York,
admite que “también las había en La Habana y no solo el nombre del barrio importaba sino
hasta la letra sufija al número de teléfono marcaba las diferencias” (p. 214). Pero la
incorporación del reconocimiento de estas desigualdades y estratos no evade el hecho de que
sus recuerdos, como en el caso de Lobo Montalvo, deban comprenderse desde el influjo de la
memoria, la distancia y la nostalgia.
En ocasiones, Cabrera Infante deja huella intencional de supuestas confusiones, como
cuando en “La cuna del requiebro y del chotis” dice: “Madrid había sido (o sería) la capital del
mundo, pero cuando la conocí, no esa noche sino más tarde, cuando viví en Batalla de Salado
o en la orilla del Almendares, quiero decir del Manzanares …” (p. 162). La similitud entre los
nombres de los ríos (uno cubano, otro español) provocan un aparente lapsus linguae, en
realidad intencional. La irrupción del habanero Almendares en un texto sobre el paisaje
madrileño estimula una llamada de atención e incorpora a la ciudad del trópico como una
reverberación. Mientras tanto, en “Viva Las Vegas”, al homónimo Tropicana (hotel y casino
en la ciudad estadounidense) lo entiende cual plagio del cabaré nocturno de La Habana (p.
230), como si la ciudad conservara el privilegio de lo prístino.
Cabrera Infante prolongará su juego adueñándose y enmascarando frases ajenas dedicadas
a La Habana para reutilizarlas en función de espacios urbanos foráneos. En una nota al pie a la
primera oración de “La roca y el Papa Luna”, dirá: “Este comienzo se lo debo a Joseph
Hergesheimer cuando entraba a La Habana por mar” (p. 167). El principio al que alude es:
“Hay ciertos lugares que, por su mera existencia, permanecen en el alma como ningún otro
lugar antes o después” (p. 167). Este texto en particular fue escrito en inglés y leemos una
traducción18. Al consultar el libro de viajes San Cristóbal de la Habana (1920) del escritor
norteamericano, se revela que la versión en español ha alterado la oración inaugural: “There
are certain cities, strange to the first view, nearer the heart than home” (Hergesheimer, 1920,
p. 9). Cabrera Infante había nacido en Gibara, una ciudad costera en el oriente de Cuba y como
narraría muchas veces, llegó a La Habana siendo un niño. Parte de su deslumbramiento con la
ciudad queda registrado en “La casa de las transfiguraciones”, primer capítulo de La Habana
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para un infante difunto. Su identificación con la frase de Hergesheimer, como viajero que
arriba, resulta clara. La Habana parece extraña al inicio (trasfigurada), si bien terminará más
cerca del corazón que la propia ciudad natal. Su operación de camuflaje literario maniobra al
retomar una expresión del libro de viajes de un extranjero (norteamericano por más señas),
hacerla suya y, por último, recuperarla para dedicársela a Peñíscola como su genius loci (p.
167). Su verdadero espíritu protector del lugar permanece lejos de todo recobro y ha tenido que
permutarlo a otro espacio sustituto.
En “El muchacho de Torcello”, la ciudad resurge en calidad de vestigio, como ya ha ocurrido
en “Brubru”. Al referirse al olvido por parte de su esposa Miriam Gómez de la canción Nel blu
dipinto di blu, interpretada por Domenico Modungo, asegura: “La muchacha de La Habana
adoraba esa canción, pero ahora que es una dama de Londres no la recuerda” (Cabrera Infante,
1999, p. 178). Cabrera Infante reclamó para sí el nombre de Mr. Memory —personaje de la
película de Alfred Hitchcock, The 39 Steps (1935), condenando a recordar cada elemento
conocido y a responder toda pregunta que se le formule—, en cambio, las memorias afectivas
de la vida habanera desaparecían para los otros por su capacidad de deshacerse de viejas
identidades y asumir otras nuevas. Él, sin embargo, continuaba asaltado por fugaces imágenes
de cenas en La Habana Vieja.
Mientras que en el caso de Bahía la similitud con La Habana le parece improbable, en “Sol
sobre Miami” el escritor cubano asume una narrativa que contradice la primera oración con la
cual Joan Didion abrió su conocido reportaje Miami: “Havana vanities come tu dust in Miami”
(1998, p. 11). Para Cabrera Infante, se trataba de una prolongación. Puede entenderse con
mayor claridad su reacción en 1994 si recordamos que, tal como han señalado Birkenmaier y
Whitfield, el movimiento entre Cuba y los Estados Unidos —y en especial, el sur de la
Florida— durante el período postsoviético había sido constante y en ambos sentidos, a pesar
de las severas políticas migratorias, dando como resultado una tensa proximidad entre La
Habana y Miami (2011, p. 10). De manera que era de esperar que los actos de espejismo se
multiplicasen en comparación con otras urbes: Cabrera Infante afirma categórico que la
avenida Ocean Drive es una versión de La Habana nocturna y registra que la zona de la calle
Ocho ha devenido Little Havana (1999, pp. 247-248). En su descripción de estos actos de
fantasmagoría, percibimos la comodidad ante la ilusión de un oasis que genera la sed por una
ciudad que vuelve recreada a través de otras miradas: “Las hermanas Scull, pintoras de un raro
talento entre naïf y astuto, pintan por todo Miami sus visiones, versiones de La Habana” (1999,
p. 249). Las obras de las artistas Haydée y Sahara Scull reproducen en tres dimensiones escenas
habaneras en las plazas de la Catedral o del Ángel, y cristalizan un espacio que no ha de
inventarse porque se torna ubicuo. La Habana de Cabrera Infante puede que se le haga esquiva,
pero su vicio memorioso la convoca, presiente y descubre ante el menor atisbo. No está
dispuesto a regresar a las ruinas reales, pero no guarda reparos en recorrer las afectivas.
Anna Veltfort en la ciudad violenta
Si Zambrano decía haberse sentido en La Habana como en una patria pre-natal y Carpentier
se esforzó hasta lo indecible por ser asumido como habanero, Anna Veltfort afirma su distancia
y su nacionalidad otra desde el título de sus memorias gráficas: Adiós mi Habana. Las
memorias de una gringa y su tiempo en los años revolucionarios de la década del 6019. Veltfort
había quedado enlazada a la ciudad desde el ya antológico poema de la escritora y activista
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de La Habana esquiva (1968-2017), pp. 106-130.
Lourdes Casal, publicado en la revista Areíto en 1976 y luego recogido en Palabras juntan
revolución (1981): “Cargo esta marginalidad inmune a todos los retornos,/demasiado habanera
para ser neoyorkina,/demasiado neoyorkina para ser,/—aun volver a ser—/cualquier otra cosa”
(1976, p. 52). Como título Casal había escogido una dedicatoria: “Para Ana Veltfort”, en velado
reconocimiento de su propia condición queer/cuir, pero como homenaje a una circunstancia de
desplazamiento compartida (Negrón-Muntaner, Martínez-San Miguel, 2007, p. 57-62).
En contraposición a Casal, que aun desde “la marginalidad inmune a todos los retornos”
concibe el regreso a la que llama “la ciudad de su infancia” (1976, p. 52), la despedida del título
de las memorias de Veltfort implica que la ciudad ya está lejos para ella y que su ejercicio de
memoria acontece desde una distancia física, temporal e identitaria. Al incluir la palabra
“gringa” —en Cuba, como en otros países de Latinoamérica, se entiende como estadounidense
con cierta connotación despectiva, pero en un sentido más amplio significa extranjera,
especialmente de habla inglesa—, Veltfort acentúa su sustracción de ese espacio al tiempo que
se apropia de un calificativo en parte negativo para acentuar su singularidad. Por otro lado, este
libro responde a una misión de vida, una respuesta a un llamado que la trasciende como ente
individual y que responde al compromiso con una comunidad sentimental unida por el
sufrimiento colectivo: “Desde que me despedí de Cuba en 1972, amistades y conocidos me han
sugerido escribir lo que viví en la Cuba revolucionaria de los años 60. Por fin, en el año 2008
me lancé. Con el apoyo de familia y amigos, dediqué casi diez años al proyecto” (Veltfort,
2017)20.
A pesar de esa lejanía desde la cual se coloca, Veltfort forma parte de la tradición de mujeres
viajeras que visitaron La Habana desde el siglo XIX, y otras escritoras como María Teresa
León, Concha Méndez y la propia Zambrano que ya en la siguiente centuria no fueron meras
aves de paso, sino que vivieron largas temporadas en la ciudad estableciendo íntimos nexos
diaspóricos. Tal como había hecho con su conocido blog El Archivo de Connie desde 2007, las
memorias de Veltfort obedecen además a la voluntad de democratizar los archivos cubanos y
dinamitar su estatismo, ocultamiento y fragmentación, esfuerzo que queda refrendado desde el
cuerpo de “Notas” que acompañan al volumen, donde la autora da fe de las fuentes y referencias
en las que ha basado sus dibujos21.
Las primeras escenas de Veltfort funcionan como una prolepsis de los acontecimientos que
se nos revelarán: se describe una entrada mágica y silenciosa del barco a la bahía de La Habana,
que de inmediato contrasta con los hombres cubanos del puerto que la reciben con actos
verbales y físicos de acoso sexual. Con esta bifurcación pareciera que la autora busca separar
la belleza del paisaje físico del envés social violento de la ciudad. Junto con el propósito de
recorrer lo antiutópico, queda establecida la llegada a un lugar donde se prolongan la hostilidad
y la violencia ya experimentadas por Veltfort, quien recordaba haber visto a hombres borrachos
y groseros en actos de exhibicionismo en un bosque alemán de su infancia (Mirabal, 2022).
En La Habana de Veltfort, escuelas —preuniversitario y universidad—, plazas y parques,
ómnibus, casas familiares, incluso su propio cuarto, sufren repetidas intrusiones invasivas,
tanto reales como simbólicas, por parte de extraños, profesores, otros alumnos, padres, vecinos
y autoridades. Prevalece un ambiente de vigilancia y hostigamiento que parte desde el espacio
público —plazas, asambleas colectivas— hasta el último rincón de la privacidad. En este mapa
habanero dibujado en el contexto de las purgas contra los homosexuales de 1965 y la llamada
Ofensiva Revolucionaria de 1968, los cines, las playas y los dormitorios (siempre y cuando la
familia se ausenta o, luego, cuando ella logra mudarse sola a un pequeño apartamento)22 figuran
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como breves santuarios para la expresión libre de la sexualidad no heteronormativa, junto a
criterios políticos, sociales e intelectuales divergentes. Las zonas rurales del país apartadas por
completo de La Habana, como la Sierra Maestra o Banao, aparecen cuales sitios de refugio
respecto a la opresiva y sofocante atmósfera de la capital. A raíz de una pregunta sobre este
tema, Veltfort ha comentado:
Lejos de los ojos hostiles de la UJC [Unión de Jóvenes Comunistas] o la FEU
[Federación Estudiantil Universitaria] podíamos relajar en paz, envueltas en los
sueños idealistas de ser parte del proyecto revolucionario, convencidas de que
se trataba de crear una sociedad de justicia, con bienestar para todos.
Agradecimos la oportunidad de poder participar y ser aceptadas o aceptados.
Todo esto mientras, efectivamente, crecía un clima de mayor intolerancia y
persecución en La Habana. (Mirabal, 2022).
Asimismo, el personaje autobiográfico de Connie (nombre apocopado proveniente del
alemán Cornelia, cambiado por la niña para evitar el bullying en los Estados Unidos) describe
una trayectoria vital en La Habana en la cual, si se aleja de los espacios privilegiados y asépticos
reservados a los técnicos extranjeros simpatizantes del nuevo proceso sociopolítico cubano —
grupo al cual ella pertenece—, más riesgos corre de comenzar a sufrir los mismos problemas
de sus colegas y amigos cubanos. La peculiaridad en este caso radica en que, amén de reconocer
las graves incomodidades domésticas y las injusticias que soportan sus compañeros, el
personaje de Connie, la gringa, no evita compartir sus destinos. En el plano afectivo de la
ciudad propuesto por Veltfort surgen, por lo tanto, recodos seguros o de complicidad en
contraste con los oposicionales.
La distancia, debido a su condición de extranjera delatada por su tez blanca, el pelo rubio,
la inicial falta de dominio del idioma —quizás algunos de los mismos estereotipos que
atormentaron a Carpentier en su momento—, no resulta tan brutal como las consecuencias que
va a sufrir tras el descubrimiento de su lesbianismo. Mientras había un clima de tolerancia y
normalización del tipo de prácticas de acoso y ataques de los cuales Veltfort es víctima en los
espacios públicos habaneros de los 60 —al punto de que en un momento su amigo chileno
Guillermo, Willy, le prepara un arma con una jeringuilla dentro de una pluma de fuente para
que se defienda por sí misma (2007, p. 63)—, la persecución, el confinamiento, el aislamiento
social, el secuestro y el escarnio público en reuniones colectivas y medios de prensa contra
homosexuales, lesbianas y cualquier otro con un comportamiento fuera de una restringida idea
del llamado hombre nuevo, se toleraba, se permitía y se promovía23. Veltfort ha confesado que
en aquella época no se le hubiese ocurrido tener el más mínimo derecho a cuestionar las normas
impuestas por la sociedad de entonces en La Habana en relación con la vida sexual no
heteronormativa, aunque sí cuestionaba el acoso callejero y se sentía agudamente insultada
cada vez que ocurría (Mirabal, 2022).
Sin duda, la golpiza y el asalto verbal que Veltfort y su pareja Martugenia sufren en el
Malecón constituye el momento climático, el cisma sentimental alrededor del cual se vertebran
las memorias. Tras este ataque homofóbico, el ambiente generalizado de vigilancia de la ciudad
representado en el libro se acrecienta con consecuencias que traspasan el marco familiar y
escolar, hasta alcanzar el legal. El profundo germen traumático de este evento queda ilustrado
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a través del uso sostenido de un intenso color rojo en veinte cuadros24. Aunque el empleo del
rojo aparece antes en las memorias asociado a situaciones de represión y violencia, esta
secuencia será la primera en la que lo emplee de manera continua. Una vez concluido el asalto,
el rojo persistirá en las escenas de los interrogatorios por parte de autoridades legales y médicas.
A pesar de esto, Veltfort, tal y como ocurre al inicio de Adiós mi Habana, alterna la ciudad
hostil con la amable, filtrada a través de la amistad y el amor, en una operación familiar a la de
Zambrano asociando de forma indisoluble la ciudad con su querido amigo Lezama Lima. El
hecho de que use el posesivo de la primera persona del singular se conecta con la estrategia
textual de Cabrera Infante para enfatizar que la ciudad que le atañe es personal e íntima. Veltfort
no está interesada en la silenciosa omisión de Loynaz. Si la poeta decide callar para significar,
Veltfort opta por la reconstrucción del detalle, la exposición visual y dialógica minuciosa en
aras de esclarecer su vivencia con y en la ciudad. La reconstrucción gráfica de La Habana
pareciera un esfuerzo por recuperarla de su deterioro físico.
Imaginar los devenires de la ciudad esquiva
Zambrano moriría en España. Carpentier, en París. Cabrera Infante, en Londres. Loynaz
pudo permanecer hasta el final en su casa habanera, como si en lugar de la ciudad esquivarla a
ella, fuese ella quien escapara de su capacidad elusiva. Veltfort vive en Nueva York. La Habana
que colocó “fuera de la casa” a Zambrano se hostilizó para Veltfort, hasta dejarla partir
displicente por la misma bahía por la que había arribado diez años antes. Tras vencer en su
fabulación de orígenes habaneros, Carpentier regresó embalsamado y por avión para ser
enterrado en ella. Junto a Cabrera Infante, La Habana es la idea consuetudinaria. La primera
ciudad filtrada a través de la amistad con Lezama de Zambrano no será la misma que distingue
al conocer a Casey, como La Habana por omisión de Loynaz en los albores de la crisis
económica de los 90 en Cuba no era aquella desde la cual la simbólica casa familiar se
lamentaba del abandono progresivo en su antológico poema de 1958. De manera póstuma,
Cabrera Infante recuperaría el encuentro literario con Carpentier alrededor del grabado de un
mapa de La Habana por un espía inglés25. ¿Por qué Carpentier conservaría en su despacho de
la Imprenta Nacional la ciudad caída dibujada por un intruso? ¿No indica una inadvertida
relación compartida con La Habana esquiva el que Cabrera Infante fije su atención evocadora
en el mapa que admira durante su paso por la oficina del autor de El siglo de las luces? De
ninguna manera podría pensarse en un proceso cronológico de carácter evolutivo y tampoco
intento sugerir que el examen de estos autores en sus expresiones sobre la ciudad completa una
historia de La Habana esquiva en el siglo XX. Más bien cada uno de ellos percibió y dejó
registro discursivo de una variante particular de la ciudad inasible en un período particular de
sus vidas atravesado por exilios, necesidades de pertenencia, ostracismos, insilios y
desplazamientos. Considero que la aproximación a estos creadores en especial devela La
Habana como una sofisticada madeja cuyo trazado histórico e íntimo trasciende nociones
anteriores conectadas a este espacio, como el santuario, la aceptación y la seguridad.
Por supuesto, no son los únicos autores, tan solo aquellos con los cuales he querido
conversar a través de una reducida muestra, provocadora, nunca total. Sería interesante analizar
las manifestaciones de esta noción extendiéndola a una lectura exhaustiva de otras de sus obras;
estudiar cuánto de ella se mantiene o varía, o incluso cuestionar el concepto desde su raíz, y
discutir si se ha metamorfoseado en una expresión que amerita ser repensada o si, en cambio,
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se ha entrado al limbo de una urbe tan esquiva que termina siendo no la ciudad real, sino la que
se idealiza aun sabiéndose inexistente. Como habrán sospechado quienes han leído este ensayo
hasta aquí, La Habana, que fue y es mi ciudad, también se me presenta como ese espacio
elusivo, no ahora porque estoy lejos: ya era así desde que la recorría en largas caminatas. En
contraste con mis mayores, que tenían elementos de referencia para comparaciones, yo acepté
las ruinas con la naturalidad de quien ha nacido y crecido entre ellas. La Habana me elude no
por la distancia, sino por el tiempo: la dimensión en que la habité es ya inalcanzable. El
arquitecto Mario Coyula se sometió a una reflexión especulativa tras preguntarse cómo sería
La Habana del futuro, y al final de su ensayo escribió que imaginar las posibles propuestas era
un ejercicio que podía pasar de lo divertido a lo aterrador (2014, p. 33). La ciudad se cierra
sobre sí misma, se multiplica, se hace contradictoria e indiferente mientras traspasa nociones
en crisis como la nacionalidad o la identidad. Me pregunto si, además de imaginar sus ficticios
escenarios arquitectónicos, escribir sobre ella también terminó infundiendo cierto pavor en sus
admiradores.
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Notas
1 En otros países del Caribe, existen expresiones análogas como, por ejemplo, “Ponce es Ponce y lo demás es
parking” en Puerto Rico, y “Capital es capital, lo demás es monte y culebra” en República Dominicana.
2 En octubre de 2016, la Universidad Lumière Lyon 2 acogió el coloquio internacional Cuba, terre d’ asile (Cuba,
tierra de asilo). En su convocatoria, declaraban que la meta del evento era considerar, en el marco de una
perspectiva histórica, a Cuba como una tierra de asilo en tres etapas cronológicas: 1802-1898, 1902-1959 y 1959-
2016. El evento tomaba distancia de la Isla como una tierra desde la que se salía, y trazaba una continuidad de
acogida que iba desde los inicios del siglo XIX con la llegada de los colonos franceses huyendo de la Revolución
de Saint-Domingue hasta los entonces 57 años de la Revolución cubana, con el recibimiento a combatientes
independentistas argelinos y africanos subsaharianos, las relaciones con luchadores afroamericanos como los
Black Panthers, el refugio de los Draft-dodgers estadounidenses que huían del reclutamiento obligatorio para
Vietnam, así como la recepción de exiliados provenientes de diversos países de Latinoamérica: quienes escapaban
de la dictadura brasileña entre 1965 y 1968, de Uruguay en marzo de 1973, de Chile desde septiembre de 1973, y
luego de Argentina en marzo de 1976. Ver Cuba, tierra de asilo. (1 de junio de 2016). [Convocatoria de ponencias].
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3 Véase de Arcos, J. L. (2007). María Zambrano, la Cuba secreta y la Isla Verde. Cronología: 1936-1959. En M.
Zambrano, Islas (pp. XLIV-LXIX). Madrid: Verbum; y Moreno Sanz, J. (2014). Cronología de María Zambrano.
En M. Zambrano, Obras Completas (Vol. VI, pp. 47-126). Barcelona: Galaxia Gutenberg.
4 Según Moreno Sanz, entre las posibles causas de la imposibilidad de su permanencia en la Isla para 1953, se
encontraban la situación política del país, la añoranza de Araceli Zambrano (hermana de María) por su esposo en
Venezuela, y el propio deseo de Zambrano por concluir su relación amorosa con el doctor Gustavo Pittaluga,
entonces radicado en La Habana (2014, p. 95).
5 Zambrano no coincidió con Calvert Casey en La Habana, pues cuando el escritor regresa a la ciudad, ya ella se
había marchado desde hacía algunos años. La autora española lo conoció en su casa del Jura francés y luego lo
reencontró en Ginebra, probablemente alrededor de 1968, cuando Casey viajó a Madrid, Barcelona, Ginebra y
Roma, preparando la edición de Notas de un simulador, publicada por la editorial Seix Barral un año después. Ver
Anejos y notas. En M. Zambrano, Obras Completas (Vol. VI, p. 1333). Barcelona: Galaxia Gutenberg.
6 Este decreto machadista, firmado el 27 de junio de 1925, establecía que las estadísticas y antecedentes estudiados
por el Gobierno demostraban que “la delincuencia, las transgresiones de la moral pública y las propagandas de
índole subversiva, […] han tenido un aumento en estos últimos tiempos, debido a ser elementos extranjeros en su
mayoría culpables de estos actos ilícitos…”. Para más información sobre este tema, consultar Pichardo, H. (1974).
Documentos para la Historia de Cuba (Vol. III, pp. 280-283). La Habana: Ciencias Sociales.
7 Esta correspondencia puede consultarse en Carpentier, A., Pogolotti, G. y Rodríguez Beltrán, R. (2010). Cartas
a Toutuche. La Habana: Letras Cubanas.
8 En 1970, Alejo Carpentier publicó La ciudad de las columnas. El volumen lo ilustraban 75 fotografías de la
ciudad tomadas por Paolo Gasparini. En este ensayo, el escritor se refería a “la superposición de estilos” que daría
lugar a lo que él consideraba “un barroquismo peculiar”. Para una lectura íntegra, ver Carpentier, A. (1970). La
ciudad de las columnas. Barcelona: Lumen.
9 De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, “maloja” en Cuba significa:
“Conjunto de plantas de maíz que nacen muy próximas entre sí y que se cortan verdes para ser usadas como
alimento para el ganado”.
10 Ni siquiera en un texto de memorias como Recuento de moradas, inédito en vida del autor, Carpentier se
permitió un momento de sinceridad confesional. Tras indicar que su padre vendió su biblioteca, su violonchelo,
algunos cuadros y objetos de arte heredados para tomar el camino de Cuba, indicó: “Así fue por qué nací, en
alguna casa de la Calle Maloja, de La Habana, el día 26 de diciembre del año 1904, a las nueve de la noche”
(Carpentier, 2018, p. 54).
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de La Habana esquiva (1968-2017), pp. 106-130.
11 Para mayores profundizaciones sobre el debate acerca de los orígenes de Carpentier, sus construcciones
identitarias políticas y familiares, recomiendo dos investigaciones recientes: Wahlström, V. (2018). Los enigmas
de Alejo Carpentier: La presencia oculta de un trauma familiar (Tesis doctoral). University of Lund, Lund; y
Llaca Buznego, J. (2020). Ficción e historia en Alejo Carpentier: entre la desfiguración autobiográfica y las
derivas de la crítica (Tesis doctoral). University of Ottawa, Ottawa.
12 Me refiero a la primera edición de Mea Cuba (Plaza y Janés, 1992). La segunda sección de este tomo, titulada
“Vidas para leerlas”, que incluye el ensayo “Carpentier, cubano a la cañona”, aparecería en un volumen
independiente por Alfaguara en 1998.
13 Otros ejemplos notables de esta práctica en los Estados Unidos son casos recientes como los de la historiadora
Jessica Krug, la profesora y activista Rachel Dolezal, y la abogada de derechos civiles Natasha Lycia Ora Bannan.
Agradezco a la profesora Charlotte Rogers por haber llamado mi atención sobre este aspecto.
14 Entre las películas y documentales en los que puede reconocerse una influencia del documental de Boková, se
encuentran Fresa y chocolate (1993) de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, Reina y Rey (1994) de Julio
García Espinosa, Madagascar (1994) de Fernando Pérez, Before Night Falls (2000) de Julian Schnabel, Seres
extravagantes (2004) de Manuel Zayas, Dos patrias. Cuba y la noche (2006) de Christian Liffers, y Habana: El
arte nuevo de hacer ruinas (2007) de Florian Borchmeyer y Matthias Hentschler.
15 Vale recordar que Dulce María y su hermana, Flor Loynaz, habían fungido en los años 20 como modelos de
Musas, uno de los frescos que todavía hoy puede admirarse en el aula magna de la Universidad de La Habana.
16 Algunos ecos de la visión de Loynaz sobre La Habana pueden encontrarse en el capítulo VI, “La ciudad”, de la
segunda parte de la novela Jardín (pp. 103-107). Aunque no la menciona nunca por su nombre y no interesaba a
la autora dar una locación particular a la obra, es posible sospechar que estamos en presencia de La Habana cuando
dice: “Por la noche, los habitantes de la ciudad van a pasear a la alameda del Puerto, a respirar la brisa marina y a
ver los barcos que llegaron por la mañana …” (p. 106). Podría tratarse de la conocida Alameda de Paula ubicada
en La Habana Vieja. Sin embargo, en el capítulo V, “The day is done”, de la quinta y última parte del libro, entre
las ciudades visitadas por el personaje de Bárbara aparece La Habana como otro destino más junto a París,
Londres, Brujas, Burgos, Nápoles, Nueva York, Buenos Aires y Constantinopla. Creo que esta inclusión de su
ciudad en una serie mayor obedece a un artilugio de Loynaz para alejar una mera interpretación autobiográfica.
17 Winks señala que el proyecto artístico de Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto, “…involves
an act of self-resurrection—of the remembered splendor he once encountered in Havana and which, by his own
account, he tried to recapture in other cities around the world—and of resurrecting the city from its actual ruined
condition” (2009, p. 140).
18 La traductora del texto fue Mercedes García Lenberg y este dato aparece aclarado en una nota del editor.
19 Una presentación sintética de la obra de Veltfort la encontramos en la viñeta aparecida en El País de España el
8 de septiembre de 2017. Recuperado de https://elpais.com/elpais/2017/09/09/eps/1504908353_150490.html
20 En este sentido, no es casual que Veltfort mencione en sus agradecimientos a los muchos amigos dispersos que,
desde La Habana, México, España, Estados Unidos y otros países, colaboraron con ella de algún u otro modo.
21 En “‘Can We Still Be Revolutionaries?’ Anna Veltfort interviewed by Ted A. Henken”, la autora ha explicado:
“Most likely no one else had these materials outside of Cuba and in Cuba, copies had probably rotted long ago
because of the humidity, or were hidden in the basement of La Biblioteca Nacional for no one to see”. Recuperado
de https://nocountrymagazine.com/can-we-still-be-revolutionaries-anna-veltfort-interviewed-by-ted-a-henken/
Gran parte de este archivo material se encuentra en la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami bajo
el nombre de Anna Veltfort Collection. Una descripción de su contenido permanece accesible a través del enlace
https://atom.library.miami.edu/chc5524
22 Evidencia de la importancia que, para Veltfort, representó comenzar a vivir sola en La Habana la encontramos
en el hecho de que dibujara en detalle cuatro bocetos en acuarela de su habitación para enviárselos a su hermana
Nikki por correo postal, tras el regreso de esta a los Estados Unidos en 1968. Ver Henken, T. A. (26 de febrero de
2021). “Can We Still Be Revolutionaries?” Anna Veltfort interviewed by Ted A. Henken. No Country Magazine.
Recuperado de https://nocountrymagazine.com/can-we-still-be-revolutionaries-anna-veltfort-interviewed-by-ted-
a-henken/
23 Ernesto Che Guevara, en su conocido ensayo “El socialismo y el hombre en Cuba” —carta publicada en un
inicio bajo el título “Desde Argel para Marcha. La Revolución cubana hoy”, en el semanario uruguayo Marcha
en marzo de 1965—, se refería al concepto de hombre nuevo. A su juicio, la construcción del comunismo dependía
de esta “base material”, y una de las tareas de los revolucionarios consistía “en impedir que la generación actual,
dislocada por sus conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas” (2011, p. 17). Este ser humano ideal debía
forjarse en la acción cotidiana “con una nueva técnica” (p. 22).
Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIV. N° 23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658. Elizabeth Mirabal, Conexiones imaginarias
de La Habana esquiva (1968-2017), pp. 106-130.
24 Ver Veltfort, A. (2017). Adiós mi Habana. Las memorias de una gringa y su tiempo en los años revolucionarios
de la década del 60 [pp. 142-146]. Madrid: Verbum.
25 Me refiero al pasaje incluido en las memorias noveladas de Cabrera Infante, Mapa dibujado por un espía,
publicadas por la casa editora Galaxia Gutenberg en 2013 (pp. 227-228).