Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIV. 23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658X. Ignacio Iriarte, La Habana múltiple.
Imaginarios históricos y experiencias urbanas en la literatura cubana, pp. 59-71.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41369
La Habana múltiple. Imaginarios históricos y experiencias urbanas en la
literatura cubana
Ignacio Iriarte
Universidad Nacional de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina
iriartelignacio@gmail.com
ORCID: 0000-0002-4596-3164
Recibido 10/03/2023 Aceptado 22/05/2023
Resumen
En este trabajo analizo algunos imaginarios urbanos de la literatura cubana que se producen
entre mediados del siglo XX y el siglo XXI. En el primer apartado describo la ciudad que
Antonio José Ponte construye en “Un arte de hacer ruinas” y comparo esa ciudad fragmentada
con los imaginarios orgánicos de José Lezama Lima y Alejo Carpentier. Propongo como
hipótesis que los cambios en la forma de comprender La Habana están vinculados con la
disolución del Bloque Socialista. En el segundo apartado examino la importancia de las
relaciones ruso-cubanas para comprender la ciudad y para esto me detengo en una película de
Mijail Kalatózov (Soy Cuba) y La mala memoria, de Padilla. En el tercer apartado abordo la
película La obra del siglo (2015) para pensar la fractura de esa relación y el impacto que ésta
tiene sobre la ciudad. En el siguiente contrasto las experiencias urbanas distintas que se
registran, por un lado, en los libros de Ponte e Iván de la Nuez y, por el otro, en la novela más
reciente 9550: una posible interpretación del azul (2014), de Abel Arcos. En las conclusiones
reflexiono sobre la experiencia actual de la ciudad a partir del imaginario que construye este
último escritor.
Palabras clave: ciudad, La Habana, Moscú, narrativa
Multiple Havana. Historical imaginaries and urban experiences in Cuban literature
Abstract
In this paper I analyze some urban imaginaries of Cuban literature that are produced between
the mid-20th century and the 21st century. In the first section I describe the city that Antonio
José Ponte builds in “Un arte de hacer ruinas” and I compare that fragmented city with the
organic imaginaries of José Lezama Lima and Alejo Carpentier. I propose as a hypothesis that
the changes in the way of understanding Havana are linked to the dissolution of the Socialist
Bloc. In the second section I examine the importance of Russian-Cuban relations to
understand the city and for this I analyze the film Soy Cuba, by Mikhail Kalatózov, and La
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mala memoria de Padilla. In the third section I describe the film The Work of the Century
(2015) to think about the fracture of that relationship and the impact that this fracture has on
the city. In the following section I contrast the different urban experiences that are appear, on
one hand, in the books by Ponte and Iván de la Nuez and, on the other, in the most recent
novel 9550: una posible interpretación del azul (2014), by Abel Arcos. In the conclusions I
reflect on the current experience of the city from the imaginary that this last writer proposes.
Keywords: city, Havana, Moscow, narrative
Ciudad orgánica, ciudad fragmentada
En “Un arte de hacer ruinas”, Antonio José Ponte describe La Habana que se mantiene en
pie por lo que llama “estática milagrosa”. Se trata de un tema que Ponte ha recorrido y pensado
en otros textos (La fiesta vigilada es central en este sentido) así como también han transitado
otros escritores cubanos y no cubanos, como revela César Aira cuando va a La Habana:
básicamente descubre ruinas. Ahora bien, detrás de este tema que se ha vuelto evidente se
revela en los textos de Ponte que la ciudad está constituida por tiempos, objetos y fragmentos
culturales que no terminan de soldarse del todo. Uno de los personajes de aquel cuento tiene
monedas de diferentes países y de tiempos distintos y le dice al narrador que cualquier mañana
uno sale a la calle y descubre “que el cólera recorre la ciudad. Saliste a mil ochocientos treinta
y dos, sin tiempo para asombrarte. De momento necesitas una moneda, porque sabes que en
la bodega de Rincón, en Cuba y Lamparilla, te la cambian por un plano que va a guiarte en
ese laberinto” (Ponte, 2005, p. 61). Aparte de los tiempos diferentes, el texto trabaja con una
intriga policial o de espionaje: el tutor del narrador actúa de manera sospechosa, se entrevista
con un hombre que luego cree descubrir en un cuarto contiguo, pero tales intrigas no terminan
de resolverse; de la misma manera, quedamos sorprendidos cuando el narrador baja por un
túnel y descubre una ciudad que se levanta con los edificios que se derrumban arriba, en La
Habana. En “Un arte de hacer ruinas” hay muchas historias, encastradas una dentro de la otra,
como sucede con las viviendas de los cubanos, que las van subdividiendo, pero ese encastre
(esa arquitectura) es lo único que las mantiene cerca porque cada vez que Ponte busca una
causa, lo que descubre es un vacío, como si todo resultara a la postre fortuito, como si las
vidas estuvieran reunidas por aire y nada más. La ciudad de La Habana, parece decirnos Ponte,
es algo más que un montón de ruinas: es una ciudad fracturada. Tal vez algún día fue un
mosaico de culturas, tiempos y razas, o tal vez eso creyeron los que la pensaron en el pasado,
pero en cualquier caso ahora descubrimos una serie de signos y lenguas de procedencias
diversas que no terminan de conformar un todo común. Para decirlo con cierta filosofía (Jean-
Luc Nancy (2000), Maurice Blanchot (2002)), lo común es lo imposible, lo que une es lo que
no es.
¿Cuándo fue que la ciudad de La Habana, construida por la literatura, se transformó de esa
manera? Algunos de los nombres más importantes de la literatura del siglo XX (corto, al decir
de Eric Hobsbawm (1997)) tenían una mirada distinta de la ciudad: construían una ciudad
literaria marcada por la confluencia cultural. Alejo Carpentier, que habla de la ciudad de las
columnas, pensaba que toda ciudad latinoamericana tiene un estilo barroco a causa del
amontonamiento de estilos.1 Contemporáneo de Fernando Ortiz, la ciudad se revela un
mosaico de tiempos, razas y culturas que producen un nuevo estilo y una nueva forma de
existir. Por su parte, José Lezama Lima imagina una ciudad incluso más orgánica: celebra que
La Habana es una capital chica, una ciudad-estado, sobre la que vuela una cultura
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trascendental y utópica, que le otorga entonces una existencia religiosa.2 La del autor de
Paradiso es una Habana articulada por el “sentimiento de lontananza” que aguarda, como
dice en “Noche insular: jardines invisibles”, el nacimiento de los dioses, porque “nacer aquí
es una fiesta innombrable”.
El imaginario de la ciudad empieza a cambiar con el ingreso del estructuralismo y el
posestructuralismo al pensamiento cubano. En las novelas de Severo Sarduy se anuncia el
vacío que va a estar en la narrativa de Ponte y los que vinieron detrás de él. Pero, aun así, el
vacío de Sarduy reúne y articula la ciudad. Pensemos en La Habana de Gestos: como dice
Roberto González Echevarría (1987, pp. 89-97), todas las redes infrasestructuales conducen
a la central eléctrica. Allí no hay nada, no hay un ser que se revela, y sin embargo la ciudad
(las culturas de la ciudad) están sostenidas por ella. Aunque Sarduy ya no imagina La Habana
a partir de la transculturación o el modelo utópico que flota sobre ella, el vacío logra organizar
un mosaico cultural (lo dice constantemente con la fórmula barroca del horror al vacío: el
vacío atrae los fragmentos y los mantiene unidos uno al lado del otro, componiendo, de esa
forma, un cuadro, un texto o una ciudad).
¿Cómo podemos explicar la transformación que se produce entre los imaginarios de la
ciudad del siglo XX y los que surgen a partir de los años 90? Una posible respuesta se
encuentra en el fin del Bloque Socialista, que comienza en noviembre de 1989 con la caída
del muro de Berlín y concluye en diciembre de 1991 cuando Rusia, Ucrania y Bielorrusia
declaran que la Unión ya no existe. Se trata de un acontecimiento que repercute en todos los
ámbitos de la vida y a lo largo y ancho del globo, pero podemos identificar tres efectos
principales que afectan de una manera especial a la ciudad de La Habana y las estructuras
imaginarias que la piensan y la sostienen.
En primer lugar, la ciudad sufre una crisis económica larga y sin precedentes. Combinada
con la permanencia del gobierno en el poder y el estrangulamiento del bloqueo
norteamericano, llevó a una parálisis que fue arruinando año tras año la trama urbana. En La
fiesta vigilada Ponte dice que las ruina son “Accidentes en cámara lenta”. Pues bien, el primer
efecto es ese accidente lento, casi imperceptible, que termina por devorarlo todo.
En segundo lugar, la crisis del socialismo afecta uno de los principales soportes
intelectuales que pensaron la ciudad durante casi medio siglo. Desde un punto de vista
general, aplicado a la narrativa histórica y no puntualmente a la ciudad, Nicolás Casullo
(2008) analiza esa crisis argumentando que pasamos de la idea de la revolución como futuro
a la idea de la revolución como algo que pertenece al pasado. No se termina simplemente un
proyecto x para pensar la realidad, no envejece tan solo una cantidad enorme de libros o se
destiñen fotos o se aletargan películas: sucede algo más fuerte y es que el tiempo, la conexión
entre pasado, presente y futuro se fractura. En la ciudad de La Habana, esa consecuencia se
registra menos en los libros, los imaginarios y la trama misma de la ciudad. Los edificios a
medio realizar (pienso en la central atómica que se inicia en los años 80), los edificios
corroídos, pero también lo que se mueve o aquello más pequeño, como los autos soviéticos o
la revista Sputnik, expresan lo que dice Casullo: son elementos que proyectan un futuro que
se ha vuelto pasado.
El tercero de los efectos que quiero mencionar es una transformación visible en gran
cantidad de relatos. No quiero decir en todos, porque hay escritores como Leonardo Padura
que se proponen reconstruir los fragmentos, es decir, buscan rearticular, repensar, rearmar un
orden o una ciudad, aunque sea desde el sentimiento luctuoso y la conciencia de la crisis. Pero
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si pensamos en escritores como Ponte, Iván de la Nuez, Carlos Aguilera, o más recientes,
como Legna Rodríguez Iglesias y Abel Arcos, por poner dos ejemplos, lo que encontramos
es una profunda transformación en las formas de narrar que tiene como ejes el rechazo de una
mirada que englobe la historia en su conjunto y la apuesta (¿inevitable?) por la fragmentación
y la pérdida de un foco central. Si la cultura soviética se desploma, lo que aparece es una
forma “posmoderna” de narrar que está marcada por una sintaxis de la yuxtaposición que se
maneja con independencia de los enlaces evidentes entre fragmento y fragmento. De este
modo, la narración representa en la forma, más que en el contenido, una ciudad de fragmentos
que ya no parecen evidente que se puedan soldar.
Una mirada a los 60
Ningún elemento parece más claro para examinar este cambio en la forma de pensar la ciudad
que la presencia de los elementos ruso-soviéticos en la narrativa cubana. En lo que respecta a
la literatura, el vínculo de La Habana con Rusia se remonta a por lo menos a principios del
siglo XX. En este sentido, es importante reparar en el puñado de crónicas (siete en total) de
Alejo Carpentier sobre la ciudad que firma con el nombre de su madre, Lina Valmont,
aparecidas en la revista Chic entre marzo de 1923 y enero de 1924.3 Se trata de una mirada
ficticia, claro está, mezclado con cierto gesto travesti, pero no deja de ser un gesto interesante
porque Rusia aparece para definir una mirada extrañada sobre la ciudad. Podríamos ver en
esas crónicas los primeros fundamentos de lo real maravilloso.4
Sin embargo, la relación de La Habana con Mosse altera después de 1959, o, mejor
dicho, después de 1961, cuando Fidel Castro instaura una schmitteana dictadura constituyente
y declara que la revolución se inscribe en el socialismo. En este caso no interesa tanto las
transformaciones políticas o los impactos culturales directos que genera esa definición;
importa más bien el modo en que esto afecta a la ciudad. ¿Cómo se inserta lo soviético en La
Habana? Podemos pensar en cosas tan disímiles como la ropa, los autos Lada, las
construcciones prefabricadas, los barrios, aun el frustrado proyecto de la construcción de la
central atómica en la Ciudad Electro Nuclear, pero de esa primera época quisiera mencionar
un texto menos directo (en él no se describe la ciudad), aunque revelador del modo en que
ingresa lo soviético. Me refiero a La mala memoria, o más bien a unas ginas muy puntuales
de ese libro.
En ellas, Heberto Padilla relata las jornadas de los días 16, 23 y 30 de junio de 1961, en
los que Castro pronuncia el discurso “Palabras a los intelectuales”. Nos encontramos en la
Biblioteca Nacional. El relato de Padilla es tan sólido que casi se escucha el bullicio, las
corridas, el calor, el entusiasmo de muchos y el temor de otros. Captura en su escritura la
aceleración de la política y la vida diaria. De un golpe cubre la prohibición de PM y el cierre
de Lunes de revolución, pero palpita en su texto la experiencia todavía cercana de la
insurrección armada junto con la voladura del barco La Coubre, la famosísima foto que
consigue Alberto Korda en las ceremonias fúnebres, la declaración socialista, etc. En ese
pasaje de La mala memoria la Rusia soviética se introduce por medio de un poeta que está de
visita en La Habana, Eugenio Evtushenko, y su traductor, Vitali Borovski, corresponsal del
diario Pravda. El escritor le dice a un grupo de personas, entre los que se encuentra Padilla,
lo siguiente: “Con menos años que muchos de ustedes soy su abuelo. He nacido dos veces.
En Zima, Siberia, en 1933, y hace nueve, después de la muerte de Stalin. Esta revolución es
como la infancia de la nuestra” (Padilla, 1989, p. 65). Moscú está en el mismo planeta, pero
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se encuentra en tiempo futuro, tal como ratifica el propio Padilla cuando explica por qué se
fue a pasar unos años a Rusia: “Moscú fue una experiencia diferente [de la de Londres]. La
elegí a sabiendas. Tenía la certeza de que en aquella tierra distante, yo tocaba la forma del
porvenir cubano, entonces vago e indefinido” (Padilla, 1989, p. 70).
Aunque lo he mencionado este episodio en otros textos, creo que sigue teniendo un valor
simbólico muy fuerte para pensar la literatura tanto de la primera época de la revolución como
la actual. Rusia se inserta en La Habana como un tiempo distinto: como la marca del futuro.
Pero ese futuro no es simplemente el futuro de Cuba, no es algo que encastre del todo al punto
de la fusión. Hay algo tenso en esa relación porque se trata de dos culturas, dos lenguas, dos
paisajes y dos climas demasiado distantes como para que eso suceda. Por eso me parece
interesante que poner en paralelo Soy Cuba, la película que filma Mijaíl Kalatózov y se estrena
en 1964. En ella se narran cuatro historias sobre el sufrimiento del pueblo cubano y la decisión
de éste de apoyar la revolución. Entre las historias, Kalatózov representó la muerte de Rafael
Trejo, el dirigente estudiantil asesinado durante las protestas contra Machado del 30 de
septiembre de 1930, que retomaron Lezama Lima en “Lectura” y varios textos testimoniales
publicados en Lunes de revolución. Sin embargo, como recuerdan los que participan del
documental Soy Cuba, O mamute siberiano, la película no logró convencer ni a los cubanos
ni a los rusos, que la encontraron demasiado sensual, y fue olvidada hasta que la rescataran,
entre otros, Martin Scorsese, que reconoció indudables deudas con los despliegues técnicos
de Kalatózov. La mirada y el equipo técnico de Kalatózov recorren La Habana y le imprimen
futuridad. Podríamos decir que viene a representar el futuro posible del ICAIC: muestra una
serie de proezas técnicas e incluso en algunas tomas utilizan una película que los rusos
empleaban para filmar la luna, nota futurista si las hay. Pero a la vez es un lenguaje extraño,
demasiado lejano. ¿Cómo se conjugan estas dos condiciones, la de la lejanía y extrañeza y la
de la cercanía? ¿Cómo se inserta en la ciudad algo que a la vez es lejano? Lo soviético en La
Habana se parece al concepto de extimio del que habla Jacques Alain Miller (2010): algo que
es ajeno pero que al mismo tiempo mantiene con nosotros una relación de intimidad. Es lo
otro que nos recorre.
Fractura: el futuro del pasado
Como sabemos, a partir de los años 90 la relación entre Cuba y Moscú se fractura, como
se puede ver en el film La obra del siglo, dirigida por Carlos Machado Quintela, con guion
de Abel Arcos y el propio director. Aunque no está situada en La Habana, la traigo a colación
porque permite pensar varios de los efectos que el desmontaje del socialismo en Europa
produce en las ciudades cubanas.
La obra del siglo es una mezcla de película de ficción y documental que cuenta la historia
de un padre, un abuelo y un hijo que viven en la Ciudad Eléctrica Nuclear, un poblado que el
gobierno decidió crear en los años 80 para albergar una de las centrales nucleares que se
construirían con apoyo de la URSS para abastecer de electricidad a la Isla. Los fragmentos de
noticieros revelan la magnitud de lo planificado: el gobierno no solo pensó la central, sino
también toda una ciudad planificada al estilo soviético, de modo que construyeron espacios
habitacionales, recreativos, de salud y educativos. La película muestra, en este sentido, un
ordenamiento prolijo y racional de la ciudad, con asfalto y veredas, a la manera de ciudades
como Chernóbil.
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Pero al disolverse la URSS la obra no llegó a completarse, de modo que la central se
convirtió en una ruina a medio terminar. Su cúpula le da un interesante parecido a una gran
mezquita abandonada. Por eso, la película trabaja con el contraste entre los sueños de futuro
que quedaron enterrados en el pasado y la desencantada realidad actual. Machado Quintela y
Arcos oponen las esperanzas de las personas que se mudaron ahí, entre los que se destaca un
ingeniero nuclear que estudió en Moscú, y aquello en lo que se han convertido, básicamente
sombras casi grotescas que parecieran surgidas de El lugar sin límites, de José Donoso, o de
la Santa María de Juan Carlos Onetti.
Detrás de esta temática, la película muestra algo que me interesa destacar. En un momento
utiliza imágenes de noticieros de época en los que muestran la llegada de la campana del
reactor. Se trata de una pieza fundamental porque es el lugar en donde se colocan las barras
de uranio para generar el proceso de fisión nuclear que calienta el agua para mover las turbinas
que generarán la electricidad. Es un gran cilindro de alguna aleación de metal que pareciera
tener un diámetro de al menos tres metros y una profundidad tal que el padre y el hijo de la
película pueden fingir que juegan al béisbol. Pues bien, los films de época muestran a
operarios que revelan que el reactor lledañado y hubo que hacer reparaciones a algunas
partes sensibles de la maquinaria. Ya en los años 80 la relación de Cuba con la URSS, que era
lejana y cercana, íntima y extraña a la vez, se revela fallida, como si se anticipara un desastre.
A diferencia de Chernóbil, no ocurrió ningún accidente, porque el reactor nunca se
puso en marcha. Pero la película muestra otro tipo de desastre, que es el de la caída de la
URSS y la cancelación del proyecto a medio terminar. Un accidente en cámara lenta, al decir
de Ponte. Y la ciudad de La obra del siglo revela sus consecuencias: se torna una ciudad
fantasma, en ruinas, habitada por espectros que no pueden salir. La campana del reactor es
una metonimia de esa trama urbana: dañada, nunca puesta en marcha, vestigio de un sueño
que quedó como posibilidad, es ahora un tubo en el que los personajes han quedado
encerrados, sin poder salir.
Dos antropologías urbanas
El tema que abordan Machado Quintela y Arcos es una de las constantes de la antropología
de la ciudad que ponen en práctica los escritores cubanos a partir de los 90, pero creo que
habría que hacer una diferencia entre la sensibilidad urbana de autores como Ponte y de la
Nuez, que comienzan a escribir a fines de los 80, y la que despliegan aquellos escritores que
comienzan su carrera en los 2000. De ambos lados se encuentran una serie de temas
recurrentes: la ciudad en ruinas y los vestigios de la cultura soviética. Pero hay, creo yo, una
diferencia de forma, o si se quiere una diferencia en el modo de tratar esas cuestiones.
Ponte y de la Nuez trabajan de una manera que podemos pensar a partir de dos ideas que
se encuentran en El origen del drama barroco alemán. En primer lugar, en ese libro Walter
Benjamin se refiere a la retirada de la explicación trascendental del mundo. En el siglo XVII,
argumenta el filósofo alemán, comienza el proceso de secularización, lo que deja a las
personas a la intemperie, sin cobertura simbólica, arrojados a un mundo que se ha vuelto mudo
y ruinoso porque carece del sentido que antes poseía. El interés que despiertan las ruinas en
Ponte y de la Nuez se puede buscar en ese efecto de pérdida, esa retirada de la ideología que
cubría y animaba la ciudad, lo que supone el descubrimiento de esa forma de la desprolijidad
y el sin sentido que llamamos lo real. Por eso se puede decir que, más allá de las críticas
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manifiestas que hagan en sus textos, son escritores que tienen una relación melancólica con
La Habana.
En segundo lugar, quisiera retomar otra idea que Benjamin presenta en el prólogo de El
origen del drama barroco alemán: allí compara el trabajo del crítico con el artesano que
produce figuras religiosas con mosaicos.5 Desde su punto de vista, el valor de ambos trabajos
se encuentra en que “yuxtaponen elementos aislados y heterogéneos” (Benjamin, 1990, p. 11)
sin que estos elementos tengan una relación inmediata y evidente con la imagen que resultara.
La relación entre el trabajo microscópico y la magnitud del todo plástico e intelectual
demuestra cómo el contenido de verdad se deja aprehender sólo mediante la absorción más
minuciosa en los pormenores de un contenido fáctico” (Benjamin, 1990, p. 11). Ponte y de la
Nuez están cerca de esa forma de trabajo: estudian una a una las ruinas, los restos, incluso la
basura que desborda la ciudad, y alcanzan, sin embargo, una mirada global de La Habana. De
hecho, y en esto se revela la ajustada maestría con la que manejan la forma del ensayo, el
trabajo de ambos está dirigido hacia esa búsqueda de lo pequeño y material, sugiriendo que
el desarme del socialismo solo podría comprenderse de esa manera, levantando ruinas que
son fragmentos de un edificio mayor, pues cada ruina que levantan permite ver la
obsolescencia del sistema.
Quisiera poner un ejemplo de cada uno para asentar esta idea y compararla con el trabajo
para mí distinto que realiza un escritor más reciente como Abel Arcos. En un momento de La
fiesta vigilada, Ponte recuerda que alrededor del año 2000 el gobierno ordenó a los habaneros
que tiraran los desperdicios que habían acumulado en sus hogares. De modo que a pocos
metros de su casa se alzaba una montaña de basura y un día descubrió que dos vecinos
escarbaban para ver si encontraban algo de utilidad. Parecían, dice Ponte, figuras de Brueghel:
quien los viera podría sospechar “que algo mucho más importante sucedía en un plano final
del paisaje, hacia el horizonte. La caída de un Ícaro, disimulada por patinadores de hielo,
cazadores, hogueras de San Juan o el bochinche que el vino avivaba” (Ponte, 2007, p. 146).
La escena lo lleva mentalmente a otro lugar:
Pensé en la base soviética de Lourdes, en el campo de radares que durante
décadas brindara información sobre objetivos estadounidenses a los servicios
cubanos de inteligencia. Enclavada a no muchos kilómetros de la ciudad (sin
que yo supiese en cuál dirección), empezaba a convertirse en un paisaje de
chatarras desde que el gobierno ruso desistiera de espiar a su antiguo enemigo.
(Primero recogida de los misiles y luego recogida de los radares. Y pensar que
durante décadas uno de los primeros artículos de la Constitución de la
República Socialista de Cuba juró por la eterna e indestructible amistad
cubano-soviética). (Ponte, 2007, p. 146).
Los radares reenvían al cuadro de Brueghel: La base de Lourdes desmantelada y el
amontonamiento de desperdicios en las calles de La Habana cumplían una simultaneidad
estricta. Como en un cuadro de Brueghel, concurrían el tiempo mítico y una temporalidad
más común” (Ponte, 2007, p. 146). Notemos, sin embargo, que son cosas separadas, que Ponte
trabaja por yuxtaposición. Están la basura, los radares, agrega entre paréntesis los misiles.
Pero ese trabajo intenso con los objetos materiales le permite sacar un sentido alegórico a
través de la comparación con la caída de Ícaro. De este modo, Ponte alude al derrumbe de la
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Unión Soviética, de la misma manera que la obsolescencia de los radares es una metonimia
de la retirada de la cultura soviética y la crisis económica e ideológica que atraviesa la Isla
durante los años 90. Asimismo, el cuadro de Brueghel comporta una segunda interpretación.
La escena de la pintura es un atentado contra la mitología. Tal es así, que Ícaro se pierde de
vista: en el cuadro sólo se ven tres granjeros en sus actividades cotidianas. Uno pesca, el otro
cuida un rebaño y el otro maneja un arado. Ninguno de ellos ve las dos piernas que asoman
de la superficie del agua, pequeñas, disimuladas, que muestran que el torso y la cabeza de
Ícaro, porque se trata de Ícaro, permanecen hundidas. Brueghel pinta la muerte de Ícaro y
también la muerte de la mitología, porque ya nadie le presta atención a un relato tan alejado
de la realidad. Al reponer el cuadro, Ponte parece decirnos que el tiempo eterno que había
prometido el socialismo, ese tiempo que se alzaba al cielo gracias a Yuri Gagarin, se derrumba
y se ahoga en el mar. De ese modo muere la concepción misma de que en el tiempo puede
plantearse algún tipo de eternidad.
Aunque Iván de la Nuez no se mueve estrictamente en el mismo campo de Ponte, en
muchos sentidos trabaja de manera similar: mira uno tras otro los objetos de La Habana y,
como el alegorista de Benjamin, descubre un sentido global. Podemos verlo en “El banquete
de las consecuencias”, uno de los ensayos que recopila en Cubantropía. En ese texto se ocupa
de varios temas que se yuxtaponen uno al lado del otro: se refiere a las visitas a La Habana de
Barack Obama, Frank Stella, los Rolling Stones y Karl Lagerfeld, reflexiona sobre la
diferencia entre la utopía revolucionaria del pasado y el actual negocio del entretenimiento,
relata el cumpleaños de un viejo diplomático en el que descubre que la vieja guardia discute
sobre política mientras sus hijos hablan sobre negocios, y cuenta que unas semanas después
de ese cumpleaños su madre se asoma por la ventana y se asombra porque la calle se ha
convertido en un set de filmación: están rodando Rápido y furioso. No hay una interpretación
global de La Habana; no sigue, digámoslo así, un procedimiento deductivo, sino que es una
reflexión tras otra sobre lo singular y contingente. El momento central del texto es la
descripción de unas limusinas soviéticas llamadas Chaika, que fueron la flota de Castro y
ahora se han convertido en taxis:
En realidad, son diez los Chaikas que hoy se alquilan en La Habana. Esta flota
fue, en su momento, un regalo de la alta jerarquía soviética para garantizar el
desplazamiento y seguridad de Fidel Castro. (De semejante pedigrí no puede
presumir ningún otro taxi.) Siempre que lo alquiles, el chófer está dispuesto a
explicar el funcionamiento de este limo del comunismo, que aún mantiene a la
vista los espacios habilitados para las plantas de radio, los asientos de los
escoltas, los compartimentos para armas auxiliares. En cuanto al negocio, este
no cambia demasiado comparado con otros taxis del nuevo régimen económico
cubano. Cada día debo pagar 30 cuc (30 dólares más o menos) a la empresa ,
nos dice. Veintisiete, para ser exactos. ¿Puede haber una muestra mejor del
reciclaje de los restos del socialismo en los nuevos tiempos? ¿Algún ejemplo
más diáfano de un comunismo que, para hacerse rentable bajo los imperativos
de la reforma económica, es capaz de echar mano del parque automotriz del
Comandante? [p. 6].
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Todos los fragmentos de los que se ocupa el ensayo deparan una conclusión semejante,
pero en todos lo hace de una manera puntual, como si las partes, en lugar de revelar el todo,
tuvieran una coincidencia formal. El socialismo se transforma en ruina y entonces es reciclado
como mercancía.
Pasemos ahora a un escritor más reciente, como es el caso de Abel Arcos. En su novela
9550: una posible interpretación del azul, mantiene muchos de los intereses de Ponte y de la
Nuez. En el texto el narrador busca reconstruir la identidad de su tío abuelo, un hombre que,
antiguo partisano de la revolución contra Batista, es encerrado por la Seguridad de Estado a
principios de los 90 bajo la acusación de realizar actividades de propaganda
antirrevolucionaria. Sabemos, sin embargo, que la identidad del otro mantiene siempre una
relación con la propia identidad. Por eso, como gran parte de la literatura, Arcos se acerca al
tema del doble: conocer a Severo, como se llama el tío abuelo, es conocer quién es él. El
mismo narrador explicita ese juego en las primeras páginas: “La condena del tío Seve, de casi
tres años, coincide con parte de mi infancia, él un convicto y yo un pionerito a principios de
los noventa, su sombra achicándose contra los muros y la mía alargándose en la escuela”
(Arcos, 2014, p. 12). En esta búsqueda de la identidad recorre La Habana y el poblado de La
Sal, en donde lo soviético aparece como una pieza cercana y distante a la vez.
Al igual que Ponte y de la Nuez, Arcos propone en algunos tramos un registro etnográfico
de la ciudad. En un momento el narrador cuenta que el padre lo iba a buscar al colegio y lo
llevaba en bicicleta. Hacía paradas obligadas para tomar aire y de paso sacaba alguna foto:
si no hubiera preñado a mamá me habría ahorrado estos safaris ciclísticos. Tan
sólo campos de tiro y entrenamiento, bases militares medio abandonadas con
el mar de fondo a las que el salitre y los años han vuelto remotos campos de
batalla. Allá lejos se divisan, como espectros, los blancos: figuras de metal que
simulan ser el enemigo o por qué no, que lo son. A veces nos cruzamos con
pelotones de soldaditos corriendo, marchando hacia ninguna parte que es a
donde van los soldados en tiempos de paz (Arcos, 2014, p. 41).
Me interesa esta mención de los safaris ciclísticos y el paisaje que describe. Es un paisaje
en ruinas, como los que acostumbra la literatura cubana, que responde a una pérdida de sentido
del ejército. Este registro etnográfico se combina con una relación sentimental con la ciudad,
como si los espacios, barrios y casas fueran lugares que se iluminan porque alojan una
memoria personal. La fotografía y la búsqueda de la identidad se combinan en un capítulo en
el que padre e hijo van a visitar las ruinas de la casa del abuelo. Allí, en un rincón de la casa,
se aloja el tiempo soviético. Cito primero la descripción inicial:
Como nos habían contado, la calle va a morir justo a los pies de la mansión,
aunque también nos contaron que la mansión era como un palacio y es mentira,
hoy la mansión es como un barco hundido. Nada muy malo puede pasar si
cruzamos el muro e invadimos esas ruinas, después de todo somos herederos
directos.
La maleza ha ocupado el jardín con tal fuerza que un niño podría perderse
de vista, a nosotros nos llega a la cintura y en vez de tragarnos sólo nos salpica
de rocío y guizazos los bajos del pantalón. Mi padre hace una fotografía desde
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el portal, de ser a colores saldría una imagen partida al medio: verde hacia
abajo y azul arriba. Pero será en blanco y negro para que el pasado respire,
hace tiempo me enseñó que a color se pierde la nostalgia. (Arcos, 2014, p. 109-
110).
La descripción de las ruinas se combina con la elección de la película. Hay una búsqueda de
nostalgia que a pesar de las críticas tajantes se mantiene incluso en los textos de Ponte y de la
Nuez. En este sentido, se perpetúa el tono melancólico, si recordamos que el melancólico,
para Benjamin, es aquel que contempla las ruinas que deja la retirada, en este caso, del
socialismo como ideología de la ciudad. Y ese tono se combina con la forma en la que Arcos
comprende las ruinas: son interesantes porque revelan un sueño truncado. Cuando entran a la
casa, ese sueño se plasma en un número de la revista soviética Sputnik:
Mi padre guillotina con su flash incansablemente, como si se tratara de una
escena del crimen que después fuera a contemplar durante largas noches
seguidas en busca de alguna anomalía. Periódicos, cuadernos escolares,
revistas, libros, ¿tenemos esa Sptunik? Me siento sobre el escritorio a hojear
con calma la Sputnik, mi padre no deja de fotografiarme. Debe parecerle, y con
razón, que la madera, cuando está largamente en agua, se hincha al igual que
los cuerpos.
La Sputnik está dedicada al cincuenta aniversario de la publicación de Tío
Stiopa, para celebrarlo el autor del poema ha lanzado las siguientes preguntas
a los niños de la Unión Soviética:
1. ¿Qué piensas ser en el año 2001?
2. ¿Cómo será la vida en la Tierra?
3. ¿Qué deseas llevar contigo al futuro? (Arcos, 2014, pp. 110-111).
Esta escena de lectura es un espejo concentrado de la novela. En primer lugar, revela una
búsqueda arqueológica sobre la identidad del o abuelo, quién fue, cómo era, por qué terminó
encerrado. En segundo lugar, repone la cuestión soviética, lejana y cercana a la vez, inserta
como un extranjero en la trama urbana, por medio del tío Stiopa. Se trata de alguien central
en la novela: el tío Stiopa es un personaje creado por Serguei Mijalkov en un poema infantil.
Luego se transformó en dibujito animado: un partisano enorme de traje azul, sonriente, que
va ayudando a los niños y haciendo buenas acciones. Como descubre el tío abuelo del narrador
en un momento, el tío Stiopa es la representación infantil del hombre nuevo soviético y, por
extensión, del cubano. En esto sigue la línea de todo superhéroe, ya que se trata de un
dispositivo de ideologización. Pero volviendo a la cita, lo soviético aparece también como un
futuro trunco que se ha vuelto pasado, pieza que no termina de convertirse en arqueología,
porque es un signo que, en su negatividad, le da sentido al presente. En este sentido importan
las preguntas que realiza Mijalkov a sus jóvenes lectores: cómo va a ser el año 2000. En otro
capítulo, el narrador repone algunas respuestas de los lectores, en las que se registra una
coincidencia interesante, pues la imagen del futuro es la hermandad de los pueblos, de acuerdo
con una visión ajustada al comunismo. El socialismo es una afirmación del futuro, por eso es
más dramático su transformación en pasado.
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Por todo esto, la novela de Arcos transita una ciudad que se parece a la de Ponte y de la
Nuez. Comparte la experiencia cercana y lejana de Rusia, comparte parte de la nostalgia por
las ruinas, comparte la idea de lo soviético como un futuro que quedó en el pasado, pero hay
algo en la forma de la narrativa que lo distancia de ellos. Ponte y de la Nuez trabajan como el
alegorista de Benjamin; describen las ruinas y van componiendo una mirada sobre La Habana;
en igual sentido, son sujetos melancólicos y ocupan siempre el centro de las reflexiones. En
donde ellos están se encuentra el eje de la ciudad, porque así sea el último de los márgenes de
La Habana, por medio de sus miradas potentes ese margen se convierte en símbolo de la
ciudad. Llamativamente, logran esto sin adelantar un hilo conductor evidente. Al contrario,
Abel Arcos toma hilos fuertes para componer la novela: la figura alegórica del tío Stiopa y la
búsqueda de la identidad del tío abuelo. Y, sin embargo, los fragmentos narrativos aparecen
más separados, marcando que no son las piezas de un todo, sino eso, flashes, fotos sueltas,
como las que saca el padre, fogonazos que están uno al lado del otro, pero entre ellos hay
vacíos, huecos e indeterminaciones.
La ciudad
La ciudad de Ponte, la ciudad de Iván de la Nuez, son ciudades en ruinas. Por ellas se
pasea el alegorista buscando un sentido. Son ciudades elaboradas por escritores que fueron
testigos de la retirada del socialismo y de la tenaz resistencia del gobierno a convertirse de
lleno al capitalismo. Las ciudades de Arcos (La Habana y La Sal de 9550 y la Ciudad Eléctrica
Nuclear de La obra del siglo) también son ciudades en ruinas, pero están deshilvanadas. En
ellas la experiencia se fragmenta a tal punto que nos preguntamos si el narrador sigue
participando de algún tipo de relato global.
Ponte sugiere en “Un arte de hacer ruinas” que la ciudad tiene tiempos múltiples.
Vimos que eso se revela especialmente con la presencia de lo ruso en la trama. Desde
Carpentier a la revolución, de la revolución a los años 80, lo soviético se instala a partir de
elementos culturales que revelan una temporalidad marcada por la utopía del futuro. Disuelta
la URSS, ese tiempo se desploma y queda desacoplado del cubano, pero el alegorista (Ponte,
de la Nuez) logra pensar lo uno en la multiplicidad, estableciendo un sentido. En 9550 (tal
vez en buena parte de los escritores cubanos recientes) la ciudad se vuelve en cambio una
multiplicidad sin centro, algo que en el caso de Arcos se subraya porque ocupa los lugares de
una manera subjetiva sin importarle la trama objetivada de la ciudad. Como dice Aguilera (un
escritor del rizoma), más que prosas o relatos la novela de Arcos “mueve afectos, intensidades
relacionadas a la infancia, de ahí el juego con Stiopa, aquel Hombre Nuevo soviético ideado
por Serguei Mijalkov que se proyectaba en la isla en forma de dibujos animados, y con la
historia de una familia que nunca llegará a ocupar el centro de nada” (Aguilera, en Arcos,
2014, contratapa).
La literatura siempre cuenta el espacio en donde aparece. Escriba sobre el campo o sobre
Rusia, la literatura es una escritura de la ciudad, en este caso una escritura de La Habana. La
ciudad de Arcos es una ciudad en ruinas, sentimental, sin centro alguno. Tal vez ésa sea una
nueva experiencia de La Habana. Y me atrevería a decir que se trata de la construcción de un
nuevo imaginario sobre la ciudad en general. Para marcarlo, deberíamos tachar el artículo:
componen un imaginario sobre la ciudad.
Jacques Lacan (2001) utilizaba la tachadura para hablar de la mujer. Decía que la mujer no
existe, fórmula polémica que no lo es: en lugar del universal (el hombre), que es una veleidad
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masculina, la mujer impone lo singular, de modo que el avance de la mujer, que Lacan intuía
con toda claridad, transforma las sociedades en el sentido de que dejan de ser conjuntos
organizados por un marcador de certeza para convertirse en tramas abiertas que fluctúan, se
intersectan y nunca llegan a completarse del todo.
La ciudad que imagina Arcos coincide con esa predicción. En ella no hay centro, como
dice Aguilera, y ni siquiera el narrador logra convertirse en eje. Esa forma narrativa, firme y
difusa, fragmentaria, abierta, sin conclusiones, produce un nuevo imaginario sobre La
Habana. Y tal vez ése sea el aporte de su generación.
Referencias bibliográficas
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XX/Sudamericana.
Notas
1. Me refiero a los ensayos clave La ciudad de las columnas y “Lo barroco y lo real maravilloso americano”
Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIV. 23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658X. Ignacio Iriarte, La Habana múltiple.
Imaginarios históricos y experiencias urbanas en la literatura cubana, pp. 59-71.
2. Lezama aborda esta idea de La Habana en entrega XXII de “Sucesiva o las coordenadas habaneras”,
recopilado en Tratados en La Habana. El sentimiento de lontananza aparece por primera vez en “Coloquio con
Juan Ramón Jiménez” y, sin repetir explícitamente el concepto, se encuentra a lo largo de la obra de Lezama
como una sensibilidad central para pensar lo cubano.
3. Sergio Chaple es quien descubrió estas crónicas y las atribuyó a Carpentier, y no a la madre. Lina Valmon
había nacido en Nijni-Nogorov. Se traslada a Lausana para estudiar medicina, donde conoce al que sería el padre
de Carpentier. En 1902 se instalan en La Habana. Tras el abandono del hogar por parte del padre (1921), Lina
Valmont se sostiene dando clases de idiomas y llega a dar clases de Rus en la Universidad de La Habana. “Nos
relata Lilia Esteban que el lanzamiento del primer sputnik por la Unión Soviética llenó de orgullo a Lina Valmont
y fue el comienzo de una nueva actitud hacia su patria que culminó al regresar a Cuba tras el triunfo
revolucionario, donde impartió de nuevo clases de ruso hasta su muerte, ocurrida en 1965” (Chaple, 1996, p.
146). La hipótesis de Chaple es que todos los textos firmados por Valmon son de Carpentier, que comprueba a
través de un exhaustivo e interesante análisis filológico.
4. Sugestivamente, algo parecido sucede con Gabriel García Márquez y el realismo mágico. En 1957 se
encontraba de viaje por la Unión Soviética como corresponsal de las revistas Cromos y Momento. Moscú estaba
realizando unas celebraciones internacionales y las calles estaban llenas de gente. A menudo lo paraban los
transeúntes a preguntarle noticias sobre el exterior y cuando había algún traductor podía contar varias cosas.
Escribe García Márquez: “A veces aparecía un intérprete providencial. Entonces se iniciaba un diálogo de
muchas horas con una multitud ansiosa de que le contáramos el mundo. Yo refería historias sencillas de la vida
colombiana y la perplejidad del auditorio me hacía creer que eran historias maravillosas” (García Márquez, 1979,
p. 142). Lo real maravilloso y el realismo mágico pueden tomarse como lo real americano explicado a los rusos.
5. En rigor habla del filósofo y la contemplación filosófica, pero podemos darle esa inflexión de acuerdo con la
trayectoria posterior de Benjamin.