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Recial Vol. XIV. N° 23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658X. Laura Maccioni, Un recorrido por la ciudad
negada: revistas digitales y nuevos sujetos en La Habana de principios del nuevo siglo, pp. 19-
33.
central de La Habana no solo es hoy un espacio vacío, sino que ella demarca, sobre todo, una
zona por la que los cubanos evitan pasar. Si el cuadro de Rodríguez mostraba una tradición
invisibilizada pero potente, activa, en tanto, como las calles de una ciudad, esa tradición sigue
orientando los pasos de los nuevos escritores, la Plaza de la Revolución solo funciona como
espacio público cuando el Estado moviliza a las masas. En ese sentido, este lugar de La Habana
es el reverso de la ciudad negada: ella representa la ciudad institucionalmente “afirmada” de
los actos oficiales y de las manifestaciones. Nadie la usa para pasear, para llevar a sus hijos a
jugar o para dar un beso, dice el texto que lee la voz en off, mientras muestra las imágenes de
una explanada totalmente desolada. La plaza está siempre vacía: solo se llena cuando las
autoridades dan la orden. O cuando llegan los autobuses de turistas, que se sacan fotos en ella
para mostrar, ya de regreso en sus países, que estuvieron en “el mismísimo punto rojo de la
Cuba roja”. La plaza, dice la voz, se ha convertido en una mercancía que se compra con moneda
convertible, en una postal que se vende en los locales turísticos del centro o que decora los
lobbys de los hoteles. No tiene ni un solo árbol; es una enorme explanada rodeada de edificios
ministeriales que imponen temor y respeto, y la calle que la rodea, “la más cuidada y limpia de
toda la ciudad”, expone los cuerpos a un calor insoportable. La Plaza de la Revolución,
concluye el texto en off, “es uno de esos lugares de los que se quiere salir rápido”. Al cotejar
imágenes de archivo que muestran a multitudes desbordantes en desfiles militares, homenajes
a la estatua de Martí o manifestaciones populares, con las que muestran el predio habitualmente
despoblado de la Plaza de la Revolución, el video ofrece un contrapunto entre los momentos
en que el Estado conmina a la ciudadanía a llenar el relato de la Historia con mayúsculas y el
vacío espontáneo que caracteriza este lugar. En esta dimensión cotidiana, ordinaria, pero
común en todos los sentidos de la palabra, la gente de a pie, los paseantes o los deportistas que
salen a correr desisten de atravesar ese sitio en “donde tantas veces se gritó paredón”. Las auras
tiñosas que sobrevuelan sobre la estatua de Martí —aves que en el imaginario popular están
asociadas a la muerte— han hecho de este espacio su sitio predilecto; los guardias vestidos de
uniforme verde olivo, se nos dice, resguardan la plaza de cualquier muestra de frivolidad o
irreverencia, y el vacío, que es su signo característico, no hace más que acrecentar la sensación
de vigilancia permanente. Sin embargo, advierte la narradora en off, muy cerca de ahí, desde
el barrio popular de la Timba, llegan los sonidos de “tambores y risas”, el bullicio de la vida
real de la gente. “A menos que haya una convocatoria anunciada durante semanas en los medios
oficiales, nadie hará estancia en aquél (sic) terreno castigado por el sol … el sitio solo cobrará
vida cuando se organice algún acto”, concluye la relatora.
A diferencia de la ciudad negada que saca a luz la pintura de Rodríguez, la plaza es un lugar
de visibilidad máxima, transparente. Y, sin embargo, dice Fusco, no es ahí en donde está el
pulso de la ciudad. Porque este lugar, uno de los símbolos más importantes en la vida política
de La Habana, no es ni foro de expresión de las diferentes expresiones que dinamizan la
sociedad cubana, ni solar propicio al encuentro o al intercambio. Este espacio ha sido diseñado
para que la palabra que el líder le dirige al pueblo —enunciatario indiferenciado y
homogéneo— sea escuchada y asentida, afirmada. El reverso de esa imagen afirmativa hay que
buscarlo en otro lugar: en esas experiencias que, como las revistas digitales que hemos
examinado aquí, montaron a principios de siglo otra escena, hicieron lugar a otros sujetos y
pusieron a circular otros sentidos que se desviaban de los defendidos por las instituciones
culturales oficiales. Como los tambores y la risa que vienen desde ese barrio marginal de La
Habana, introdujeron un ruido que, a través de una movida editorial independiente que crece