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Recial Vol. XIII. N° 22 (Julio-Diciembre 2022) ISSN 2718-658X. Domingo Ighina, Reseña. Improlijas
memorias de Carmen Perilli, pp. 369-371.
nombre de los sentenciados ni se transcriben las consignas –legítimas por cierto- con que
denunciamos a los genocidas. Nos abrimos en cambio al estupor de la negación del
nombre de Ángel Mario que un error del juzgado provoca. Estamos, de entrada, ante lo
irreparable, ante el vacío que son los cuerpos y los recuerdos de los “desaparecidos” y
que la banalidad perpetúa. Se hablará de Ángel Mario Garmendia, se nos informa de
alguna manera, pero también de quienes son vacío aún de quienes han sido vaciados,
Porque la ausencia es el signo que queda.
Reconstruir con el lenguaje los matices, las flexiones, los meandros y cauces de
un mundo que ya no está y que estalló en pedazos es la decisión de la narradora, aún a
costa de saber que no puede haber registro de lo que “nunca se recuperará”. Los pedazos
de las palabras, los miedos, los gestos y la gesta de gentes concretas no regresan. La
literatura en clave de testimonio improlijo es un conjuro mágico de lo que ha sido. Como
un discurrir por el tiempo sin otro sentido que luchar, como se pueda, contra el olvido de
eso múltiple que se fue y hemos sido. Como dijo Manuel Castilla, traído precisamente
por Carmen Perilli a las memorias, “de solo estar nomás uno cuenta sus cosas”. Y
recuerda. Recuerda la desolación de la cesantía como docente de Ángel, su condición de
sujeto a disposición de la Ley de Seguridad 21.260 –un eufemismo de los violentos para
amenazar-, en una cruel provincia donde todo era una alucinación: los combates, -
“noticias lejanas de una guerra que sucedía en nuestro patio”-, la amoralidad perversa del
sanguinario Bussi, gobernador de facto y principal perro de presa de la dictadura en
Tucumán; la represión sucia de los matones de la policía y de la SIDE en el monte; la
apostasía de los sacerdotes que no solo no intercedían por el prójimo sino que incluso
negaban el consuelo a los que quedaban desamparados.
También dice de los amigos, de aquellos que no imaginaron que la violencia sin
sentido irrumpiría de forma solapada primero y luego ferozmente, aniquilando aquello
que parecía inconmovible. La amistad, cuyo símbolo es una mesa en el bar La Cosechera,
acaba siendo una incertidumbre más, algo vacío dentro del vacío: quienes tuvieron miedo
y se fueron conviven en esta memoria con quienes tuvieron miedo y se quedaron y además
con quienes no tuvieron miedo. Otro signo de ausencia es ese desarraigo de la amistad,
librada a una suerte de silencio o velo sobre la alegría que la había constituido y que era
el sentido último de una generación cuya complejidad vertiginosa tampoco se puede
reconstruir. Y dice, finalmente, de la sutileza vil de los miserables, de la sinrazón de
cesantear a algunos, y luego secuestrarlos, torturarlos y asesinarlos, y a otros no hacerles
nada. Y ese no hacerles daño constituye un daño mayúsculo. La pregunto ¿y por qué no
a mí? desata la desconfianza, la creencia en alguna racionalidad del mal e incluso la
angustia insoportable de encontrar una respuesta que sea la de la mirada inmisericorde de
otros. Es magistral el relato de Improlijas memorias al respecto. Porque parece decir poco
de tal modo que recobra un hilo que poco seguimos quienes estuvimos ahí. Las mentiras
del mal incluso actuaron por omisión. Y ese pus así inoculado es algo que sigue
secretando la lengua de los genocidas.
Carmen debe volver al pasado para salvar la vida. Y el pasado es un
desplazamiento espacial. El terror y el desamparo la lleva con sus hijitos a volver a
Aguilares, el pueblo donde la familia vive. Ya sin el padre, sin una memoria que surja
límpida, los desplazados –porque la dictadura provocó desplazados que muchas veces no
sabían que lo eran- requerían que “el cosmos debía detenerse” mientras la ausencia
estuviera presente. Y ese hiato, entre un tiempo que vuelve y la exigencia de no
transcurrir, provocaba una alienación fecunda. Alienación, porque exigía no convivir con