Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIII. N° 22 (Julio-Diciembre 2022) ISSN 2718-658X. Emiliano Rodríguez Montiel. Una
novela hecha a lo grande. El impacto, la extensión y el tiempo de El pasado de Alan Pauls. pp. 270-290.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n22.39624
Una novela hecha a lo grande. El impacto, la extensión y el tiempo de
El pasado de Alan Pauls
Emiliano Rodríguez Montiel
Universidad Nacional de Rosario
Universidad Nacional del Litoral
Argentina
emiliano.r@conicet.gov.ar
ORCID: 0000-0002-8050-9151
Recibido 17/03/2022 Aceptado 20/06/2022
Resumen
El presente artículo estudia la constitución del anacronismo como forma del dandismo
contemporáneo en la narrativa de Alan Pauls. En esta instancia exploramos su novela más
conocida y estudiada: El pasado. Con el objeto de dar cuenta el grado de pretensión que, en
términos de política literaria, impulsa la escritura de esta novela, nos centramos en tres niveles
de comprensión y análisis: su impacto, su extensión y la singular temporalidad que se fragua
al interior. Nuestra hipótesis sostiene que a) la demanda editorial de Anagrama respecto del
tamaño se internaliza en el proceso creativo; b) la frase paulsiana, para la crítica, se asume en
simultáneo como el valor y el disvalor de su literatura; y c) el tiempo diegético de la historia
se trastorna mediante una forma propia del régimen temporal del anacronismo: la epifanía.
Palabras claves: anacronismo de la ficción; Alan Pauls; novela total; narrativa argentina
contemporánea
A novel made in a big way. The impact, extension and time of El pasado by Alan Pauls
Abstract
This paper is part of a recently completed and defended doctoral thesis. This thesis studies the
constitution of anachronism as a form of contemporary dandyism in the narrative of Alan Pauls.
In this instance we propose to explore his best known and studied novel: El pasado. For this
we focus on three levels of understanding and analysis: your impact, your extension and the
singular temporality that is composed in your interior. My hypothesis is that: a) the editorial
demand of Anagrama regarding size is internalized in the creative process; b) the phrase of this
narrative, for criticism, is assumed simultaneously as the value and disvalue of his literature;
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and c) narrative time is transformed by epiphany, a form typical of the temporary regime of
anachronism.
Keywords: anachronism of fiction; Alan Pauls; total novel; contemporary argentine narrative
La decisión más importante
Según lo declarado en la tercera página de Cuentos de hoy mismo (1983), una escena de
lectura inaugura la literatura de Alan Pauls: Borges, el escritor que le enseña a leer, que le
proporciona los rudimentos necesarios para profesar una vida de lector argentino si por
argentino entendemos menos el epítome de lo propio que una posición extemporánea y
apátrida, es ahora quien lo lee a él. Un encuentro entre maestro y discípulo en donde el
primero, en calidad de jurado, selecciona especialmente para su publicación el cuento del
segundo, una narración de treinta y tres páginas llamada Amor de apariencia (Pauls,
Cuentos)
1
.
Es cierto, ahora bien, que ni el dictamen de uno ni la mirada retrospectiva del otro
contribuyen a sostener, con la fiabilidad documental que querríamos, este episodio liminar:
Borges, antes de inclinarse por el relato paulsiano para el primer premio, vota por Iniciación
al miedo, de Ángel Bonomini; y Pauls, antes que describir su cuento como borgeano, lo define
como muy onettiano (Erlan). Y, sin embargo, en lo que respecta al marco interpretativo de
esta lectura, a las relaciones singulares que posibilita su imaginación razonada, un encuentro
entrambos se divisa materializado en el interior del texto. Amor de apariencia posee, en
efecto, una simiente borgeana y si hemos decidido comenzar la presente argumentación
subrayándola es porque es justamente allí, en lo que tiene de borgeano este cuento, en donde
podemos entrever el debut del problema central que estructura esta poética: el tiempo.
Es bien sabido que uno de los rasgos que caracterizan a los héroes borgeanos es la
intelección a destiempo: de una u otra forma, siempre llegan tarde a la comprensión de los
hechos que les tocan en suerte. El soñador de Las ruinas circulares no comprende sino hasta
el final, cuando ya arde en el santuario del dios del Fuego, que él también era una apariencia,
que otro estaba soñándolo (Borges, “Las ruinas” 54). Erik Lönnrot ya está a merced de
Scharlach cuando se percata de que todo ha sido una trampa para atraerlo a las soledades de
Triste-le-Roy (La muerte” 137). Juan Dahlmann tiene que caer convaleciente para descubrir
que “morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido la muerte
que hubiera elegido (“El sur” 173). Y Benjamin Otálora recién toma conciencia de que lo
han traicionado cuando ya está en la mira del revólver de Ulpiano Suárez (“El muerto” 203).
Se trata de un síndrome de morosidad intelectual del que adolecerán sin remedio el protagonista
de Amor de apariencia y varios de los héroes que vendrán después.
En efecto, el papel de víctima del tiempo es, sin duda, uno de los papeles que con más
regularidad aparece en las ficciones de Pauls: hay un aquí y ahora que resulta esquivo, que no
se deja aprehender a tiempo, y ocasiona el infortunio de aquellos que intentan sintonizarlo. Una
falta de puntualidad con respecto al propio presente cuya causa, empero, no debe localizarse
únicamente en la ignorancia de los personajes que la hay y mucha en el pornógrafo de El
pudor, en mini de El pasado, en el escritor de Wasabi y en el niño de Historia del
llanto, sino, junto con ello, en la procrastinación que cultivan como hábito. Hay una elección
consciente, dicho de otro modo, de retrasar el tiempo para que este no llegue a la hora
convenida por lo actual. Una política de vida, deseosa de emular el tiempo sin tiempo de la
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literatura. De allí que la historia que narra Amor de apariencia, la historia de un robo hormiga,
sea la primera de una larga serie gestionada por la siguiente fórmula: un delito o agresión se
perpetra alrededor del héroe, y este, luego de enterarse tardíamente del hecho, reacciona como
un lector de ficción. Esto es: en vez de defenderse, denunciar el agravio o pergeñar una
venganza respuestas reflejas o esperables de alguien inscripto en el verosimil realista,
sencillamente se deja hacer por estar demasiado ocupado tratando de descifrar los pormenores
de lo ocurrido. Hay un tipo que me roba. Me afana. Dos veces por semana; ahora día por
medio. Y siempre lo mismo. Lo curioso es que dejo que las cosas sigan así. No le digo nada.
Es más: durante el día no hago otra cosa que pensar en el momento de descubrir qué se ha
llevado esta vez (“Amor” 199).
Eludiendo la máxima del policial negro (la supremacía de la acción) y abrazando con
demasiada fuerza la facultad esencial del policial clásico (la omnipotencia del
pensamiento) (Piglia 60), el héroe paulsiano opta por renunciar a la experiencia, a su épica y
a su eficacia, para entregarse de lleno al momento deductivo. Uno que, de tanto trajinarse, se
vuelve inservible por intempestivo: Garber, el librero local víctima del robo, discurre, reúne
pistas, conjetura móviles y descubre al único responsable, sí, pero cuando ya es demasiado
tarde, cuando esa verdad hartamente discutida solo sirve para satisfacer la imaginación
intelectual. La meditación dilatoria produce, de este modo, una temporalidad que resulta estéril
para enfrentar las urgencias del presente, pero fructífera, en simultáneo, para la reflexión y la
fabulación. Un tiempo, en rigor, que adscribe a las leyes no de la actualidad, sino a las de la
ficción (Rancière). Esto explica por qué sus personajes, antes que adoptar alguna de las
identidades tradicionales del género (investigadores privados, policías corruptos, delincuentes
consagrados a la doble vida, etc.), formen parte de otro folclore, uno menos adrenalínico y más
cerebral: la literatura. La idiosincrasia del discurso literario contamina, en efecto, todo el relato.
Amor de apariencia es un cuento metaliterario en donde sus personajes, un librero obsesivo
y un escritor sarcástico, hablan de literatura (“Amor” 220), tienen conciencia de ella (214), la
leen y la escriben (230), explican el robo según su saber y su lógica (219), convierten los hechos
reales en hechos ficcionales (230). Una serie de indicios que dejan claro que quien está detrás
de todo esto es alguien léido, es decir, alguien que ha leído mucho, un bibliófilo, un enfermo
de los libros (Pauls, Trance 55). ¿No es esto, acaso, lo primero que subraya Josefina Delgado
al presentarlo en la antología? (la madurez de su relato desmiente el valor que a menudo se
confiere a los datos cronológicos) (Delgado 8); ¿y no es esto, acaso, lo que luego se encargará
de refrendar, salvando las modulaciones de cada caso, la crítica especializada?
2
.
La naturaleza metaliteraria del cuento exterioriza, en suma, el carácter ilustrado de su autor,
una insolente reivindicación de lo enciclopédico la expresión es de Julio Premat (20)
que manifiesta la temprana adhesión de Pauls al régimen temporal cuyo máximo exponente
nacional no es otro que su maestro y jurado: Borges. La concepción borgeana [del tiempo]
afirma Premat le atribuye cierta superioridad a la lectura sobre la escritura: es un tipo de
relación temporal en donde el escritor no se sitúa en la novedad (en lo que va a escribir) sino
en la variación de lo leído (en lo ya escrito) (25). Y sigue: “esta posición ante la historia (…)
no es la del historiador ni se piensa desde la posterioridad, sino que es la del que despliega y
convoca en un mismo instante a todos los pasados en su mesa de trabajo (25). Así pues, sin
perder de vista esta preferencia borgeana la primacía de lo leído por sobre lo venidero de la
escritura, podemos afirmar que Pauls, al optar por que su primer cuento esté frecuentado
por cierta literatura (Onetti, Cortázar, el policial de enigma), hace ostensible un deseo: que su
narrativa se componga de la misma concepción temporal que cimenta muchas de las ficciones
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y ensayos de Borges (Pauls, “Amor” 220, 222). Puesto que así, privilegiando el paso en retirada
antes que el salto hacia adelante, su narrativa alcanza la distancia necesaria para poder
relacionarse fecundamente con su tiempo, sin quedar encandilado con las luces del presente
(Agamben 18). En otras palabras: al inocular de clima literario esta historia de robos y
confabulaciones (Pauls, “Amor” 222), lo que Pauls pone de manifiesto es su voluntad de que
la creación que tiene entre manos porte el carácter disruptivo que pregona el tiempo borgeano;
ese que hoy, casi cuarenta años después, luego de una actividad literaria más bien prolífica
(ocho novelas, seis cuentos y seguimos contando), reconocemos como constitutiva de la
narrativa de Pauls: el anacronismo (Rodríguez Montiel).
Definimos el concepto de anacronismo según su carácter reactivo (Didi-Huberman),
literario (Rancière) y contemporáneo (Agamben; Barthes, Cómo vivir juntos). Reactivo,
en primer término, por su doble propiedad de reacción y transformación: de raigambre
benjaminiana, el anacronismo se constituye en la consideración de Didi-Huberman tanto como
una práctica de resistencia al gimen positivista de la modernidad como una fuerza de
mutación epistemológica capaz de posibilitar un nuevo modelo y uso del tiempo en el campo
de las artes y la literatura. Literario, en segundo término, por definir, antes que los deberes
del historiador, los derechos y el estatuto de la ficción. En “Le concept d’anachronisme et la
vérité de l’historien”, Rancière define al anacronismo como un procedimiento una tekhnè
que participa activamente del proceso creativo. Contemporáneo, en último término, por la
paradojal experiencia intempestiva que instaura con el presente: la noción se alza aquí como
una vivencia desfasada, inactual, en el centro del tiempo histórico que permite, por un lado,
forjar una relación esencial, verdadera, entre el hombre y su tiempo (Agamben 18); y por
otro, poner en escena una fantasía de concomitancia, esto es, la convivencia sobre una misma
superficie (la escritura) de dos o más temporalidades literarias, teóricas separadas
cronológicamente (Barthes, Cómo vivir 48).
Elegir el anacronismo entre los demás regímenes temporales disponibles será la primera
decisión de Pauls como escritor, la primera y la más importante: frente a nociones como
progreso, epigonismo, historia literaria, cortoplacismo, tiempo lineal, actualidad,
novedad y espíritu de su tiempo términos todos que comulgan con la concepción
moderna del tiempo (Kosseleck 306), Pauls contrapondrá su creencia en el anacronismo, en
la desnacionalización de estilos que propone, en las insospechadas relaciones que estimula, en
el reúso de materiales pretéritos que posibilita. Una decisión, empero, que no logra
comprenderse del todo si se la traduce únicamente como desmarque del tiempo moderno. En
un contexto en donde dicho régimen temporal, desde 1980 hacia acá, se encuentra en crisis,
otras inflexiones temporales además de la anacrónica participan de este distanciamiento en el
complejo escenario de la contemporaneidad estética nacional. La determinación de estas
narrativas por el anacronismo entendida aquí como una elección por la diseminación
cronológica, la reutilización de materiales en desuso, la mediatez histórica se sitúa, en otras
palabras, dentro de una coyuntura narrativa local compuesta por diferentes versiones del
presente: una preocupada por la conservación, restitución y celebración del pasado (Huyssen),
otra supeditada a las coordenadas de lo inmediato (Hartog), y otra que imagina en clave
posapocalíptica un presente después de la catástrofe (Berger)
3
. Pretéritos presentes, presentes
presentistas, presentes después del final: tal es el contexto estético-temporal con el cual la
modulación anacrónica adoptada por Pauls antagoniza; y tal es, precisamente, en el seno de
este mapa crítico que materializa un uso afirmativo del anacronismo, donde podemos
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discriminar tres zonas generales para explorar y analizar la literatura de Pauls: anacronismo de
la Tradición, anacronismo de la Ficción y anacronismo de la Historia.
Tres dimensiones que dan testimonio, en concreto, de cuán productivo resulta si a esta
categoría, en vez de considerarla un pecado historiográfico (concepción positivista), se la
define según las teorizaciones de Didi-Huberman, Rancière, Agamben y Barthes, esto es:
conforme a su potencia reactiva (lo anacrónico como un modo de entorpecer la marcha
continuista de la tradición), su potencia literaria (el anacronismo como un modo formal una
tekhnè de alterar la disposición cronológica de lo narrado), y su potencia contemporánea (lo
anacrónico como una posición estética desde la cual intervenir en el presente). Se trata de una
tipología que nos permite organizar la novelística de Pauls en tres series específicas: la serie
extranjerizante (El pudor del pornógrafo, 1984; El coloquio, 1990), la serie atópica (Wasabi,
1994; El pasado, 2003; Noche de Opwijk, 2013), y la serie política (Historia del llanto, 2007;
Historia del pelo, 2010; Historia del dinero, 2013).
Circunscribiéndose, por cuestiones de extensión, a una única novela, El pasado, este trabajo
se ocupa de interrogantes vinculados a la segunda serie: se propone explorar y analizar no cómo
la narrativa paulsiana irrumpe en la tradición nacional según un estilo un acento
desembarazado de la inmediatez y la uniformidad que proyecta la idea de escritor argentino
(Anacronismo de la Tradición), tampoco cómo se acerca al pasado reciente sin exhumar,
denunciar y celebrar la memoria histórica (Anacronismo de la Historia); sino, subrayemos,
cómo compone, gracias a una figura propia del gimen temporal del anacronismo (la
epifanía), un universo narrativo exento de los preceptos de la cronología (Anacronismo de la
Ficción). Por lo tanto, con el objeto de dar cuenta el grado de pretensión que, en términos de
política literaria, impulsa la escritura de esta novela, nos centramos en tres niveles de
comprensión y análisis: su impacto, su extensión y la singular temporalidad que se fragua al
interior. Nuestra hipótesis sostiene que a) la demanda editorial de Anagrama respecto del
tamaño se internaliza en el proceso creativo; b) la frase paulsiana, para la crítica, se asume en
simultáneo como el valor y el disvalor de su literatura; y c) el tiempo diegético de la historia
se trastorna mediante una forma propia del régimen temporal del anacronismo: la epifanía.
1. El impacto
Antes de adentrarnos estrictamente en el análisis de lo narrado, atendamos algunas
cuestiones de importancia, referentes a su contexto de producción, estilo y tamaño. Todo en El
pasado (2003), la cuarta novela de la narrativa de Pauls, parece estar hecho a lo grande. Grande
es el alcance obtenido, digamos, en términos de recepción crítica, internacionalización de su
obra, visibilización de su figura, ampliación del público lector, relanzamiento de sus textos
anteriores. Ganadora del XXI Premio Herralde de Novela, premio que dota a su galardonado
de dieciocho mil euros, El pasado es, para su editor Jorge Herralde, “su «do de pecho»
indiscutible” (2006, p. 190). Quiere decir: la obra a través de la cual Pauls pega el salto
necesario para consagrarse no tanto como escritor argentino país donde ya cuenta, aclara,
“con un sólido prestigio” por ser “admirado por lectores tan exigentes” como Ricardo Piglia—
, tampoco como escritor latinoamericano región donde ya es encomiado por su par chileno
Roberto Bolaño, sino como un escritor cautivante para el lector español (pp. 190-192)
4
.
Reeditada casi inmediatamente tanto en España como en Argentina, valorada como “una de las
mejores novelas del año por numerosos suplementos culturales”
5
, hacedora rápidamente de tres
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contratos editoriales para ser traducida al extranjero (Christian Bourgois, de Francia; Harvill,
de Reino Unido; Meulenhoff, de Holanda) y, por último, impulsora de la republicación de dos
títulos anteriores (Wasabi y El factor Borges), con El pasado empieza, dictamina Herralde, la
fiebre Pauls” en Europa (p. 191)
6
. Fiebre que debe entenderse en los términos que Alejandra
Laera precisa al analizar el nuevo rol de los premios literarios a partir de la década de los 90.
En tanto premio literario, el Herralde es, primero que todo, un “ejercicio de evaluación” que, a
raíz del dictamen de un jurado (léase aquí uno compuesto por escritores de renombre: Salvador
Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets, Enrique Vila-Matas), “revaloriza de manera simbólica el
objeto elegido y mide ese valor otorgado en la recompensa económica que lo acompaña”
(Laera, 2014, pp. 252-253). Un valor simbólico adquirido mediante dinero que, aclara Laera,
no solo opera en términos de prestigio, sino que contribuye a potenciar la circulación del libro
premiado y, con ello, la figura y obra entera del escritor en el mercado de bienes culturales.
Hasta aquí el Herralde no se diferenciaría de otros premios literarios fomentados desde décadas
anteriores, como el Cervantes, el Rómulo Gallegos o el Juan Rulfo. Pues, bien mirado, estamos
subrayando la ambigüedad simbólico-material que atraviesa inherentemente a todo premio
literario desde el Nobel en 1901; esta es: la estrecha correspondencia entre reputación o
legitimidad ganada y “el alto monto de dinero que le corresponde a quien lo obtiene” (una
bivalencia, observa Laera, que no siempre ha sido leída como tal, puesto que, al haber
funcionado hasta bien entrado el siglo XX como instrumento moderno de evaluación”, la
discusión en torno al premio literario se ha centrado casi exclusivamente en la cuestión del
valor literario) (p. 255). Ahora bien, sucede que, con la transnacionalización de los mercados
editoriales en los años 90 (y el Herralde es, remarquemos, un premio otorgado por una empresa
editorial de alcance transnacional: Anagrama), dos lógicas se modifican: la del mercado y la
de los premios mismos. El mercado, en primer lugar, se espectaculariza: de ahí que Pauls haya
logrado, en tren de promocionar sus libros, un máximo grado de visibilidad a partir de 2003,
concediendo entrevistas, presentándose regularmente a programas de TV, a Ferias
Internacionales del Libro (Miami, en 2011; Buenos Aires, en 2013; Turín, en 2019), incluso
llegando a ser tapa de algunas revistas como Los Inrockuptibles (marzo de 2010), G7 (agosto
de 2011) y La Nación (febrero de 2017). Los premios literarios, en segundo lugar, comienzan
a galardonar no ya trayectorias u obras publicadas, sino textos inéditos, por escribirse o escritos
especialmente para el certamen. De allí que Laera señale un riesgo: la posibilidad de que estos
premios modelen los procesos de escritura. “¿En qué medida —se pregunta esos premios no
comprometen al individuo que escribe, a su cuerpo y a su escritura? ¿Podría decirse que se
escriben novelas para los premios literarios? O, todavía más: ¿podría decirse que, aún sin
saberlo, las demandas del mercado están internalizadas en el novelista, en la mano que
escribe?” (Laera, 2010, p. 43). Wasabi es el resultado de una beca de escritura (la del MEET);
ahora, el premio Herralde, su “doble lógica del obsequio y el intercambio”, ¿tiene injerencia
en la escritura de El pasado? (Laera, 2014, p. 252)
7
. Difícil saberlo. En todo caso, lo que
sabemos es que el editor Jorge Herralde (quien ya conoce a Pauls desde 1988, cuando se lo
presenta Juan Forn en Buenos Aires, encuentro del que nace la antología Buenos Aires, donde
Pauls publica, en 1992, su cuento “El caso Berciani”) tiene conocimiento de la escritura de la
novela. Y no solo eso: tiene acceso a un primer borrador, cuando la novela aún no está
terminada. Así lo cuenta el propio Herralde en la rueda de prensa destinada a presentar
oficialmente el libro:
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El Congreso Internacional de Editores que se celebra cada cuatro años, en 2000
tuvo lugar en Buenos Aires. En aquel tiempo había convenido con Marisa
Avigliano, excelente jefa de prensa de nuestra distribuidora argentina,
Riverside, que también fue periodista y era buena conocedora del ambiente
literario, que me hiciera de ojeadora de talentos para nuestro catálogo. Entre
otros textos, me pasó los primeros cinco capítulos de El pasado, que aún no se
llamaba así; me parecieron extraordinarios y así empezó la conexión Alan &
Anagrama. En la Feria del año siguiente, en abril de 2001, en Buenos Aires, me
cité con Alan Pauls en el bar del Hotel Alvear y seguimos hablando de su work
in progress. Y a finales de noviembre de 2002 aterrizó en Anagrama la primera
versión de la novela, que me pareció deslumbrante, aunque Alan no la dio por
definitiva. Después de ciertos retoques menores y del título, que pasó de
llamarse Ex a El pasado, recibimos la versión definitiva con la que concursó al
premio, que ganó por unanimidad. Elaboración lenta, resultado final, un
novelón de 560 páginas, al contrario que sus breves novelas anteriores.
(Herralde, 2006, p. 192).
No es menor lo confesado por Herralde. No lo es porque, si no podemos afirmar a ciencia
cierta que El pasado haya sido escrito, sin más, para ser presentado al Herralde, gracias a este
relato podemos al menos constatar la participación del editor de Anagrama en el proceso
creativo. Una intromisión que, si tenemos en cuenta la longitud de las novelas premiadas desde
que empieza hasta que se termina de escribir El pasado (1998-2003), podemos traducirla en
una demanda editorial específica: el tamaño. Todos los textos galardonados en el arco temporal
mencionado superan las trecientas páginas, número excepcional, hasta entonces jamás
alcanzado, por las novelas anteriores de Pauls
8
. Como si este haciendo nuestro uno de los
interrogantes de Laera, luego de tener aquella reunión con Herralde en abril de 2001,
internalizara la inclinación de Anagrama por el objeto “novela larga” y, acto seguido, la pusiera
en marcha en el sentido más experimental en el borrador que luego se convertiría en El
pasado. Si no, ¿cómo explicar que Pauls, un escritor más bien habituado a la extensión y al
tiempo de la nouvelle, que ha declarado en varias ocasiones que la longitud de El pasado nunca
formó parte de ningún proyecto inicial (“es algo con lo que me encontré escribiendo”), se lance
a una empresa de larga duración? (Pauls en Guebel, 2018). De tomar fuerza esta conjetura,
podríamos arribar a la siguiente comprobación (una que se afianza con el antecedente de
Wasabi): sin contrato (sin la promesa u horizonte de este), no hay experimentación en la
narrativa paulsiana. El volumen de El pasado nacería, en tal sentido, no de una vocación o
voluntad original, sino de un criterio valorativo externo
9
.
2. La extensión
Lo que nos lleva a la segunda cuestión en la que, a nuestro criterio, El pasado parece estar
hecha a lo grande: su extensión. Un término que debe entenderse en sentido triple: es extenso,
como vimos, su proceso de producción (entre cinco y seis años), es extenso su volumen (560
páginas), y es extensa, por último, su forma (es decir, su frase). Lo fundamental que habría que
señalar con respecto a lo primero un tópico que críticamente podríamos denominar como el
problema de la novela total, es la discriminación valorativa que Pauls hace entre proceso y
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resultado, entre experiencia de largo aliento y el objeto acabado. En 2018, al ser interrogado
por Daniel Guebel si El pasado es o no, a su entender, una “novela total” (léase una obra
“colosal”, “ambiciosa”, al punto de querer “atrapar el mundo” en una novela), Pauls se cuida
mucho de emparentar su deseo novelesco el anhelo, de corte alto-modernista, de entrar en
trance con el lenguaje con la búsqueda de totalidad que él reconoce, precisa, en la tradición
de la gran novela latinoamericana del Boom (tradición que reúne todos los requisitos de lo que
este escritor concibe como literatura mala, profesional, didactista) (Pauls en Guebel, 2018)
10
.
Y, asimismo, en 2005, trece años antes de la anterior entrevista, Pauls, al ser consultado
también por Guebel por el proceso de escritura de El pasado, inmediatamente se declara
seducido por la experiencia de escribir una novela larga. Y explica por qué: porque le interesaba
replicar “el concepto ambiental de la literatura” que él pudo identificar y experimentar leyendo
En busca del tiempo perdido, texto que había devorado, tomo por tomo, tiempo atrás (Pauls en
Montes-Bradley, 2005). Es ahí, sostiene, “en el escándalo existencial” que supone escribir
linealmente una novela desde que se tiene 40 años hasta que se llega a los 45 años, donde él
reconoce la impronta proustiana de El pasado: en esa “tenacidad”, “perseverancia”, “confianza
en lo mismo”, en ese estado donde “el estar escribiendo se vuelve más atractivo incluso que
el objeto, ahora “prescindible” (Pauls en Montes-Bradley, 2005). Inclusive, añade, en este
punto se identificaba “más kafkiano que proustiano”, por verse a mismo como “el tipo
sentado en su silla durante cinco años, como un artista del hambre, encadenado en su mesa
escribiendo una novela” (Pauls en Montes-Bradley, 2005). Y sigue:
En un momento, incluso, yo tuve una impresión que para fue increíble,
una de las mejores cosas que me deparó la novela, de que la novela era
infinita. Me di cuenta que el momento de terminar la novela iba ser un momento
muy complicado para mí. Entonces, me dije, bueno: por ahí no hay que
terminarla. Por ahí, se me ocurrió pensar, qué pasaría si yo cobraba entrada para
que me vieran escribir la novela que nunca iba a terminar ¡Porque no la iba a
terminar! El momento en que la terminase iba ser el momento en que yo cayera
colapsado, después de 25 años escribiéndola. (Pauls, en Montes-Bradley, 2005).
Es interesante subrayar lo que aquí entendemos como una estrategia discursiva para
justificar el tamaño de El pasado y, con ello, disipar toda sospecha de injerencia editorial en el
proceso creativo. La extensión de dicha novela nacería, en boca de su autor, como resultado de
una pretensión; una que, en el fondo, trata de poner discursivamente en valor un modo de hacer
literatura (el de la novela moderna, ese arte sacrificial, “de toda una vida”, que César Aira
describiría muy bien al hablar de Proust, Flaubert, Joyce), en desmedro de otro savoir faire, el
del novelista profesional, ese que, vinculado por seguir empleando las palabras de Aira
“al pasatismo, la ideología, el entretenimiento, la commercial fiction, Pauls localiza en los
autores del Boom (Aira, 1998, p. 166). Pero también, desprendido de esto, se trata de
experimentar compositivamente con lo viejo, de traer al presente una política literaria pretérita
y dejarla actuar en el corazón del siglo XXI, sobre una forma novelesca ajena a las leyes que
supieron animarla originariamente. Una apuesta literaria por el anacronismo que no busca,
aclaremos, componer “viejas novelas en escenarios actualizados” (Aira, 1998, p. 66); consiste,
en cambio, en hacer del encuentro extemporáneo entre lo viejo y lo nuevo un escenario fértil
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novela hecha a lo grande. El impacto, la extensión y el tiempo de El pasado de Alan Pauls. pp. 270-290.
para la experimentación. En Pauls no hay melancolía, sino usufructo temporal. Nora Avaro
llamará a este movimiento anacronismo atrevido:
Es de considerar la longitud de El pasado. En la literatura argentina de las
últimas décadas casi no conozco libros necesariamente largos e
indiscutiblemente grandes, El traductor de Salvador Benesdra es uno, La
grande de Saer es otro. Hay una tendencia a la brevedad narrativa muy evidente
y el modelo supremo de esa brevedad son las “novelitas” de César Aira El
pasado es una novela larga en esa dirección bien decimonónica, que es la de
Benesdra y que es la de Saer, y que avanza hacia las grandes novelas del siglo
XX Entonces, incluso en la exaltación experimental, cierto anacronismo
bastante atrevido le es propicio, no sólo por recibir con buen talante, y aun a
riesgo de ser aplastado, la ascendencia enorme de la novela realista romántica
sino también por optar, frente al fragmentarismo, la incorrección, y la parquedad
circundante, por la continuidad novelesca. (Avaro, 2008, p. 77).
Partiendo de estas consideraciones de Avaro, señalemos lo significativo que resulta que
Pauls, en su afán por desmarcarse de la tendencia ambiciosa y agotadora de la novela del Boom,
le quite interés y valor a la extensión de su novela. Puesto que será justamente este rasgo,
el de su apreciable envergadura, aquel que congregue a sus más fervientes detractores. Ignacio
Echevarría, columnista de El país (España), la tildará de “excesiva” e “hipertrofiada”; Andrés
Rivera, reclamándole más empatía con la crisis económica del país, proclamará: “¿Cómo se
puede escribir un libro de 500 páginas en un momento como éste, en que el lector no tiene para
comer?”; Patricio Zunini, fastidiado por una digresión en el capítulo cuatro de la tercera parte,
cuestionará: “¿era necesario que se extendiera tanto? Uno, dos, cinco, diez páginas. Pero,
¿cincuenta y cinco?”; y Rodolfo Fogwill, de quien Pauls extraerá varios rasgos de su persona
para edificar el personaje de Rímini, liquidará: El pasado es mala. Es un despropósito llenar
600/500 páginas con nada. Él no vino a mi taller literario, yo le hubiera enseñado” (Echevarría,
2003; Rivera, 2005, p. 23; Zunini en Gaspar, 2014; Fogwill en Quiroga, 2009). Con todo, como
bien señala Martín Gaspar, la cantidad de páginas no puede ser la única razón que explique, y
justifique, estas exacerbaciones. Debe de haber algo más que el mero acopio de palabras la
experiencia inacabable de lectura que promueve para que esta clase de antipatías se
desencadenen. Pues, alega, el género novela larga no es extraño en la tradición novelística
latinoamericana. Además de las ya apuntadas novelas del Boom, y de las novelas históricas de
los 70 y 80, otras más recientes, incluso contemporáneas a la de Pauls, reúnen las proporciones
necesarias para constituirse, según este parámetro, como objeto de encono. Novelas
críticamente celebradas, donde la extensión, antes que erigirse como el foco del incordio,
parece tornarse un rasgo más según el cual legitimar dicha producción
11
. En tal sentido,
reflexiona, “la discusión por lo cuantitativo” es, en realidad, una discusión solapada por lo
valorativo de la escritura paulsiana. Dicho de otro modo: lo que molesta es la frase, esa pulsión
por escribir estéticamente bien acumulando sinónimos, multiplicando adjetivos, despistando al
lector de la senda limpia del argumento con digresiones, comparaciones, historias paralelas,
licencias imaginativas. Incluso al propio Martín Gaspar, al intentar enarbolar una explicación
del estilo paulsiano como ejercicio de traducción, parece disgustarle tanta “facundia narrativa”
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(2014, p. 84). Comprendiéndola como una búsqueda de agotar, en todos los niveles de sentido
posibles, lo que se quiere decir (“¿por qué esa obsesión narrativa por el detalle?”), la frase
paulsiana es para Gaspar una modalidad narrativa “paradójica”: “la minuciosidad causa, más
que precisión, confusión, como si la red que van tejiendo los rminos no hiciera más que
destacar que lo que se quiere decir no ha sido capturado” (2014, p. 84).
Ahora bien, junto a este sector airado, convive otro, menos temperamental y más perspicaz
que el primero, que convierte las acusaciones antes apuntadas Nora Avaro las sintetiza muy
bien: fraseología, preciosismo, abusos adjetivos, ambigüedad simbolista, devoción
sintáctica, raptos culteranos, manía estilista, y hasta de torres de marfil” (2008, p. 75) en el
verdadero valor de la literatura de Pauls. Beatriz Sarlo, en primer término, sostiene que la
extensión de El pasado es necesaria, ante todo, porque se trata de un folletín sentimental, y
como tal “necesita extensión”: las tres relaciones amorosas que se desprenden de la principal
son narradas de “modo microscópico”, como si se trataran siempre de un episodio principal y
no de uno accesorio (2007, p. 445). Esto ocurre, aduce Sarlo, porque la perspectiva compositiva
que se adopta en El pasado es la del “hiperrealismo”, esto es, una que entiende que todo es
relevante y nada intrascendente: “[En El pasado] no hay ni planos lejanos y planos cercanos,
ni esbozos ni desarrollos: todo está contado con el efecto de la miniatura” (2007, p. 446). La
extensión de El pasado, concluye Sarlo, “es su presupuesto: la novela ‘no salió’ larga, como
resultado de una impericia, sino que, para ser lo que es [“una summa de la literatura argentina
de los últimos cincuenta años”], necesitó ser larga” (2007, p. 448). Para Daniel Link, por su
parte, la frase es “la unidad de investigación y de escritura” de esta literatura (2006). Llevándola
“a niveles desconocidos de elegancia, musicalidad y proliferación narrativa”, al punto de
hacerla cuajar con “unidades mayores de escritura (el párrafo, la página)”, Pauls, afirma Link,
“siempre fue uno de esos escritores a los que envidiamos antes que nada por sus frases: si se
tratara de un poeta, la equivalencia sería el verso” (2006). Nora Avaro, por último, en un ensayo
al que ya hemos venido refiriendo y que sin duda se asume como un imprescindible en esta
materia, sostiene que Pauls, “como si fuera en principios del siglo XXI, un dandy de principios
del XX, y como si atrasara un siglo pero, a la vez, resultara capaz de sostener con inusitada
elegancia un anacronismo tal, es un escritor de frases, un gran escritor de frases” (2008, p. 75).
Para graficar mejor esta idea, Avaro se vale de un comentario de Aira, de la diferencia entre
narrador y estilista que este hilvana a propósito de algo que le escucha decir a Pauls en una
entrevista. Dice Aira: “[Escuché decir a Pauls que] nunca ve las escenas de lo que escribe, que
trabaja solamente con el sonido de las palabras … No sé si lo dirá por provocación, pero si es
cierto, resulta mi contracara, porque yo veo todo, y todo mi esfuerzo de trabajo artesanal es
para que se vea lo que yo vi” (Aira en Avaro, 2008, pp. 81-82). Al contrario de un narrador,
que dispone el artesanado de su sintaxis al servicio de la invención (“el narrador ve todo lo que
inventa e inventa todo lo que ve, su obsesión radica en preservar en sus detalles la iconografía
de su inventiva”), el estilista, distingue Avaro, trabaja solo con el sonido de las palabras como
un poeta, como uno modernista, dandy y anacrónico como lo es Pauls (p. 82).
Dicho esto, preguntemos: ¿en qué radica o de qué modo se compone, concretamente, esta
forma novelesca? La frase paulsiana es una complejidad sintáctica que se despliega en una
extensión espiralada y condensa, bajo un procedimiento por incruste, una multiplicidad de
imágenes, enumeraciones, comparaciones y minirrelatos, todos subordinados al enunciado
original. Es una forma concéntrica que inicia supongamos en A y termina en C, pero que
entre medio se implanta B, un B que comienza a ramificarse en B1, B2, B3 y así sucesivamente
hasta que todos los niveles argumentativos hayan sido exprimidos y puedan volver después
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de hacer tiempo(Avaro, 2008, p. 77) a C. Veamos, como ejemplo, un fragmento del inicio
de El pasado:
(A) Diez minutos más tarde, en el colmo del malhumor ([B] Rímini pidió
prestada una birome en el kiosco, [B1] el kiosquero sólo aceptó vendérsela, [B2]
Rímini [B3] cuyo vestuario de emergencia no incluía billetera prometió
pagársela después y reclamó la carta, [B4] el cartero-faquir la retuvo a modo de
rehén, comprometiéndolo, para obtenerla, a comprarle una rifa de Navidad, [B5]
Rímini alegó que no tenía dinero encima, [B6] el cartero [B7] guiñando un ojo
cómplice hacia el kiosco sugirió que usara el crédito con el que acababa de
comprar la birome), (C) Rímini se dejó caer en un sillón contempló la carta por
primera vez. (2003, p. 15).
Esta condición parentética, que hace que la frase crezca por el medio por inserción de
cláusulas subordinadas, se construye sobre la base de una convivencia extemporánea: la de
Juan José Saer y Marcel Proust, una sonoridad pensativa de la que tanto Link como Avaro se
hacen eco para encomiar este estilo
12
. Hay en esta forma, ciertamente, una voluntad de
embellecer o estetizar la prosa: nada en ella queda al arbitrio del azar, del impulso o de la
improvisación, sino que todo lo que recae sobre su gobierno se somete a evaluación, a la praxis
del borramiento y la reescritura. Un ejemplo de esto es el modo escrupuloso borgeano con
el que se acoplan ciertos sustantivos y adjetivos foráneos entre sí: “gotas obedientes” (2003, p.
13); “celeste anémico” (p. 15); “gemas domésticas” (p. 22); “montañas encapuchadas” (p. 30).
Otro ejemplo es el uso sostenido de la metáfora como recurso para potenciar la imagen de lo
narrado: “El puño de Víctor se abrió: una flor delicada, carnívora, de pétalos largos y uñas
esmaltadas” (p. 19). Otro es la abundante utilización de la comparación —“un tropo muy
privilegiado en el fraseo de Pauls” (Avaro, 2008, p.78) como forma digresiva,
complementaria, de lo que se narra
13
.
Asimismo, sobre esta naturaleza formal, además de los elementos estilísticos recién
nombrados, se cuelan no pocas referencias librescas y cinematográficas explícitas. De narrativa
se mencionan, entre otros títulos, Ada o el ardor, de Nabokov (2003, p. 76), Las once mil
vergas, de Apollinaire (p. 105), “Ante la ley” y Las preocupaciones de un padre de familia”,
de Kafka (p. 236; p. 391). En cuanto al cine moderno, su presencia es mucho más fuerte:
funcionando del mismo modo que Hollywood para Puig, como “una gigantesca usina de
ficciones” la expresión es del propio Pauls (1986, p. 30), en El pasado aparecen citadas
L'Histoire d'Adèle H. (Truffaut, 1975), Love Streams (Cassavetes, 1984), Rocco e i suoi fratelli
(Visconti, 1960), Naked Lunch (Cronenberg, 1991) y Le locataire (Polanski, 1976), entre otros.
Una condición enciclopédica, ahora bien, que, lejos de proclamarse como resultado de un gesto
inmotivado de erudición, halla su razón de ser en el conglomerado de saber que constituye.
Uno que sirve no para ornamentar lo narrado, sino para sustentar, en tanto capital de sapiencia,
la totalidad novelesca de El pasado. Las muchas ideas que se diseminan allí no son sembradas
sin más, sino que son trabajadas explicadas a través de un fuerte cruce entre ensayo y
ficción. Y es en este interín diegético entre narración y explicación donde se cuelan los
intertextos, a modo de recurso pedagógico, para iluminar aquello de lo que se habla. Y es,
también, en esta demora que sufre la narración en pos de la reflexión y el ensayo, donde el
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argumento gana en volumen: de lo que se trata, en suma, es de dilatar la senda limpia de lo que
se cuenta (con digresiones, paréntesis y contramarchas), en provecho de una prórroga que
posibilite la cavilación, la “investigación” del problema particular que se ensaya (Link, 2006).
3. La historia
Lo que nos lleva a la tercera y última cuestión en la que El pasado, a nuestro entender,
parece estar hecha a lo grande: su historia. O, valdría mejor decir: la concepción de un tiempo
y un amor inconmensurable que trama su argumento. En palabras de Julio Ariza: “en la novela
de Pauls no hay terminación, no hay límite ni fin, todo es pasado [y, agregamos aquí: todo es
amor]” (2018, p. 63). Si su proyecto narrativo, por no querer estar nunca escindido de la
reflexión crítica, se centra en al menos una problemática teórica por novela (léase el nexo entre
cuerpo, amor y lenguaje”, en El pudor del pornógrafo, la relación entre lengua, literatura y
verdad”, en El coloquio, la correspondencia entre deuda y creación literaria”, en Wasabi, la
tensión literatura-política”, en el tríptico de las Historias), en El pasado, la íntima solidaridad
entre amor y tiempo que cimenta la historia de Rímini y Sofía se constituye como la
dimensión conceptual que hace girar toda la novela. Dicho de otro modo: en cada uno de estos
personajes, se hace carne lo que El pasado entiende por amor (Sofía y la idea del amor como
una religión) y por tiempo (Rímini y la experiencia epifánica del presente). En cada una de
estas nociones, habita, en tanto sonoridad pensativa, un texto tutor: En busca del tiempo
perdido, de Proust, y Fragmentos de un discurso amoroso (1977), de Barthes, respectivamente.
La presencia de Proust y de Barthes en El pasado resulta, en efecto, fundamental, no solo,
como acabamos de observar, en lo concerniente a ciertas decisiones formales que toma la
novela (la frase), sino, sobre todo, en materia de lo narrado: en el modo en que se problematiza
y tematiza el topos amoroso, la condición epifánica del tiempo y la configuración de sus
personajes alrededor de los modelos de En busca del tiempo perdido. Analizar dichas
correspondencias es el propósito del siguiente apartado.
a. Barthes, Sofía y el amor
Escritos deliberadamente por fuera del tiempo el aire epocal que les tocó en suerte,
tanto El pasado como los Fragmentos serían acusados de ahistoricismo. Lo que para uno y otro
supondría un principio compositivo (lo inactual como el único lugar enunciativo desde cual
poder decir); para cierto sector de la crítica interesado, en el caso de Barthes, en las modas
teóricas, y ocupado, en el caso de Pauls, en explorar la solidaridad de la literatura para con la
Historia, entrañaría un disvalor. Publicado en 1977, el libro de Barthes es un libro solitario,
demodé: cuando la época llama a liberar y hacer proliferar las sexualidades”, “cuando la época
sólo tiene oídos para las voces de lo simbólico”, Barthes se pone a hablar del amor (Pauls,
2018, p. 16). Revisitando una biblioteca extemporánea, decididamente ajena a las lecturas en
boga (Dante, Goethe, Platón, el Zen, Nietzsche, Diderot, Víctor Hugo, etc.), Barthes recupera
un pasado lejano para situar el problema de lo sentimental en el centro de su reflexión teórica.
Inversamente proporcional a la acogida que le daría el público masivo (Fragmentos es el gran
best-seller de Barthes), “la inteligentsia narra Éric Marty, uno de sus discípulos no le dio
cabida, ni lo leyó, ni lo comentó, de modo que su léxico y sus fórmulas no se incorporaron a la
vulgata intelectual de la época” (2007, p. 172). Publicado en la poscrisis del 2001, pero también
en el auge de una coyuntura política que hizo del memorialismo una política discursiva de
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Estado, la novela de Pauls se vuelve el foco de indignación de un grupo de lectores que ven en
su indiferencia historicista una tomadura de pelo. Andrés Rivera, el escritor, dice: “Alan Pauls
no está obligado a hablar, a escribir de la violencia ni de este momento, pero 500 páginas para
contarme historias de amor, para reflexionar sobre el amor No sé, es como un toque de
campana, como una advertencia: algo nos está pasando. Me pregunto a qué le estamos
escapando” (Rivera en Ariza, 2018, p. 73). Elsa Drucaroff, por su parte, se ocupa de enumerar
las incongruencias ideológicas de Pauls. Si al interior se proclama como una literatura
obsesionada por la autorreferencialidad y la autonomía, que “habla de cualquier cosa lejana e
ingeniosa con tal de eludir conflictos”; al exterior, alega, el pensamiento paulsiano “se
manifiesta implícitamente partidario del historicismo social”, “«corre por izquierda» a los más
jóvenes”, “apela a la revuelta y a su supuesto pasado setentista para excluirlos del juego” (2011,
pp. 71-72)
14
. De este modo, sentencia, Pauls busca adaptarse “al nuevo clima que impera
después de diciembre de 2001, uno mucho más volcado a la acción política” (Drucaroff, 2011,
p. 72).
Con todo, si bien es cierto que, mediante un esmerado close-reading, se pueden localizar
ciertos guiños subrepticios hacia la década de los 70
15
, bien mirada, en El pasado al igual
que en Fragmentos no hay afuera del amor. Así lo entienden Nora Avaro y Beatriz Sarlo,
para quienes la omisión política no es una falencia, sino el resultado de un programa estético
(Avaro, 2008, p. 79; Sarlo, 2007, p. 447). Si, tal y como sostuvimos en la Introducción, de lo
que se trata en Pauls gracias a las enseñanzas de Barthes es de la invención de una
temporalidad propia, una contemporaneidad ajena a los preceptos de lo histórico y lo público
(sus alegorías, sus representaciones, “su obligación de recordar”, en palabras de Pauls)
16
; la
extensión de El pasado, así lo creemos, no es otra cosa que la ejecución, al extremo, de esto:
sus 560 páginas buscan fundar un territorio independiente, anacrónico, exento de las demandas
memorialistas. No porque se intente ejercitar frívolamente un negacionismo o porque se abrace
trivialmente la idea de que, como todo es político, la narración noventosa de un amor
monogámico y heterosexual también lo es. Más bien, y aquí subrayamos una idea de Sarlo, El
pasado prescinde de la coyuntura reciente “porque no encuentra en lo político algo que le
resulte narrativamente interesante: no hay afinidad intelectual entre este narrador y lo político”
(2007, p. 447). Lejos aún estamos, en términos de política literaria, de la vuelta estratégica que
Pauls le dará a este problema apenas cuatro años más tarde, en 2007, cuando componga su
trilogía alrededor de los 70. En 1998, cuando comienza a escribir esta novela, sus principios
compositivos se encuentran aún ligados a la moral creativa metaliteraria de sus primeras
novelas. Salvo que, si en El pudor y en El coloquio son necesarias menos de doscientas páginas
para experimentar con literatura desde la literatura, en El pasado de ahí su valor y su
escándalo la máquina narrativa de Pauls parece insaciable: su lógica es la del delimitar un
territorio, una mínima parcela de mundo, para decirlo todo sobre este, no para agotarlo (versión
Boom de la novela total), sino para ver hasta qué punto una sola materia, a priori angosta,
puede convertirse en un vasto espacio para la experimentación si se la dispone bajo la voracidad
de la microscopía. El amor, en tal sentido, es aquí menos un tópico universal cristalizado que
una condición de posibilidad para ensayar con el lenguaje, los propios saberes, la biblioteca
personal (aquí la biblioteca de Pauls es más borgeana que nunca: infinita). Junto con Proust,
Saer y los modernos del cine, Barthes participa de esta composición proveyendo sus figuras,
ese tipo singular de escenas que, concebidas en el sentido “gimnástico” o “coreográfico” que
el propio Barthes le da al concepto, lo auxilian a Pauls en su tarea de darle cuerpo” a la historia
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de Rímini y Sofía (como un “atleta” o un “orador”, la figura, afirma Barthes, es “el enamorado
haciendo su trabajo”) (1977, p. 18).
No hay afuera del amor. ¿Qué tienen en común Humbert Humbert (Nabokov, Lolita, 1955),
Charles Swann (Proust, Por el camino de Swann, 1913), Adèle H. (Truffaut, L'Histoire d'Adèle
H., 1975), el joven Werther (Goethe, Werther, 1774), el mismo Marcel (Proust, 1925) y Sofía
de El pasado? Todos, sorda y obstinadamente, aman demasiado. El amor es su religión, el otro,
el Todo (Barthes, 1977, p. 21). Pauls se suministra de las figuras de los Fragmentos Lo
Intratable, Ascesis, Domnei, Lo adorable, La Dedicatoria, El Ausente, La espera, Dolido, etc.
para centrifugar los envíos recién señalados en Sofía, la mujer-monstruo de la novela, la cual
resiste tenazmente los embates de los mil discursos que intentan decretararle al amor un
desenlace
17
. Tal persistencia o boicot ante la Doxa amorosa se funda en un principio, en una
creencia intransigente: el amor es un torrente continuo, es decir, no para, está exento de toda
finalidad. Esta máxima, extraída del filme Love Streams (1984), de John Cassavetes, es
pronunciada una y otra vez por Sofía, como si El pasado, además de ser la historia de una
pérdida temporal, fuera también el largo soliloquio de un enamorado. Un enamorado según
Barthes, es decir: alguien que ama pero está solo, sin el objeto de su amor, y puede por lo tanto
abandonarse al ejercicio híbrido, mitad mental, mitad verbal, de ‘maquinar’ sobre la relación
que lo ata al objeto de amor (Pauls, 2012a, p. 72).
Atar, sujetar: en efecto, Fragmentos es ante todo una reflexión teórica sobre la voz excretada
de un sujetado: el sujeto amoroso barthesiano no es una persona corriente, es un sujeto, alguien
que se aparta del modo ordinario de ser en el mundo por un saber que lo distingue y que lo
aprehende. Su existencia y su experiencia vuelven a él bajo la forma de una reflexión: “El
individuo cualquiera es el hombre sin atributos, el hombre de todos los días, el hombre de la
masa; sin embargo, en virtud de un suceso, de una aventura (en este caso el amor), puede llegar
a ser sujeto durante un breve lapso del acontecimiento amoroso: sujeto de ese acontecimiento”
(Marty, 2007, p. 168). Y es esta sujeción patológica ante el objeto amado (La Domnei, Barthes,
1977, p. 69) la condición que mejor define a Sofía, una categoría que comparte con grandes
vasallos de la literatura, como Adéle H, quien cruza el Atlántico en busca del Teniente Pinson;
como Humbert Humbert, que no conoce otra realidad que aquella a la cual queda prendado
luego de ver a Lolita tomar sol en el jardín; como el pobre Señor Swann, que pasa días infelices
verdaderos tormentos de amor culpa de la frivolidad de Odette; como el agónico Werther,
que se suicida por no poder poseer a Carlota; o como el mismo Marcel, ante Gilberta y
Albertina: “Sucede con las mujeres que no nos quieren como con los seres ‘desaparecidos’:
que aunque se sepa que no queda ninguna esperanza, siempre se sigue esperando” (Proust,
1919, p. 373).
Ahora bien, tal dependencia refugia una paradoja: además de convertir a Sofía en una reclusa
condenada a reproducir sin cesar el discurso de la ausencia amorosa, la erige como
usufructuaria del objeto amado. Así como Marcel, bajo la tutela malsana de los celos (Proust,
1925, p. 21), es a la vez “esclavo de Albertina” (p. 184) y propietario de su vida (p. 30; p. 378),
Sofía deviene prisionera y al mismo tiempo dueña, señora, de la existencia de Rímini. Señorío
y servidumbre conviven en una misma condición amorosa. Llanto, sufrimiento y espera
cohabitan con un patronato exhaustivo, celoso, del objeto amado. Sofía escribe, llama, regala,
roba, mata: como un virus, un cáncer inextirpable, infecta todos los órganos de la nueva vida
de Rímini, lo toma como rehén, lo vuelve prisionero:
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¿Queríamos que cambiáramos? ¿Pedías eso: un amor maleable, que supiera
pasar a otro estado? (Venimos de tan lejos, Rímini. Tenemos millones de
años. El nuestro es un amor geológico. Las separaciones, los encuentros, las
peleas, todo lo que pasa y lo que se ve, lo que tiene fecha, 1976, todo eso tiene
tanto sentido como una baldosa quebrada comparada con el temblor que lleva
milenios haciendo vibrar el centro de la tierra.) ¿Estás acá? ¿Sos vos,
realmente, el que protesta en sueños en esa cama? Adiós, mi bello durmiente.
Adiós, mi Prisionero. (p. 508).
El amor en El pasado no se centra en el éxtasis del encuentro (concepción romántica: el
amor en tanto historia se detiene no en su etapa agónica, sino en el destello inicial), tampoco
se resuelve como un mero acuerdo legal (concepción comercial y jurídica: el amor, devenido
matrimonio, se asegura contra todo riesgo), ni se propone como una ilusión (concepción
escéptica: “Entiendo por ello la concepción que enuncia que el amor no es más que el semblante
ornamental por donde pasa lo real del sexo. O que deseo y celo sexual son en el fondo el amor”)
(Badiou, 2009, p. 244). El amor en El pasado es, ante todo, una religión. La figura central, la
que se persigue y que contamina todo el soliloquio de Sofía, es la figura de la Unión total:
“Sueño de la unión total: todo el mundo dice que ese sueño es imposible y sin embargo insiste.
No renuncio a él: Ya no soy yo sin ti” (Barthes, 1977, p. 282). Entre Sofía y Rímini el todo está
en el dos, es decir, en la condición andrógina del amor.
b. Proust, Rímini y el tiempo
Marcel y Rímini tienen algo en común: ambos son personajes temporales. El núcleo que
establece sus caracteres, la naturaleza que constituye sus problemas, gira en torno al factor
tiempo. Si Marcel es un aprendiz del tiempo, Rímini es un fugitivo de este. El primero desea
quedarse, instalarse en sus dominios y aprender la verdad que hay en él. El segundo es un
desertor, su impulso es el de la huida y el olvido. Si La Recherche es como afirma Deleuze
(1964, p. 12) la narración de un aprendizaje, El pasado es el relato de una fuga. Rímini,
recién extirpado de una relación de doce años, entra en un estado de inmersión e inmanencia
absoluta con el presente. La sincronía pasa a ser su único valor. La contemporaneidad, su único
refugio. Marcel, el moderno, culmina el aprendizaje y alcanza la experiencia de lo verdadero;
el otro, el fugitivo, termina derribado y apresado en la página final. La razón del éxito y el
fracaso en cada caso radica en el modo en que cada personaje se vincula con lo epifánico.
La novela proustiana es, en esencia, el emprendimiento titánico por parte de un hombre de
recuperar su propio pasado. Y lo primero que se nos señala es que este no se recupera por
medio del intelecto: “es trabajo perdido el querer evocarlo e inútiles todos los afanes de nuestra
inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material … que no
sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue
la muerte” (Proust, 1913, p. 57). Para recobrar el pasado, debe tener lugar algo distinto que la
operación del simple recuerdo como acto deliberado: tiene que acontecer un encuentro fortuito
entre una sensación actual (sabor, olor, tacto o sonido) y un recuerdo, una evocación del pasado
sensorial: “la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una brisa húmeda de
lluvia, en el olor a cerrado de un cuarto o en el perfume de una primera llamarada” (Proust,
1919, p. 403). El líquido caliente mezclado con el bollo de la magdalena, los campanarios, las
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baldosas irregulares, el tintineo de una cuchara o la rigidez de una servilleta, son materias,
signos del mundo que remiten a un pasado presuntamente olvidado. El meollo del asunto está
en saber cómo leer o apresar, con los sentidos, dicho fenómeno (“¿De dónde podría venirme
aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le
excedía en mucho, y no debía de ser la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba?
¿Cómo llegar a aprehenderlo?”) (Proust, 1913, p. 57)
18
.
Aprender, sentencia Deleuze, concierne esencialmente a los signos. Supone un trabajo del
pensamiento en la que el narrador proustiano, frente a la epifanía, debe buscar —“¿Buscar? No
sólo buscar, crear” (1913, p. 57) el sentido de esa impresión, ya que aquello que se le aparece
azarosamente comporta una esencia, una cualidad última que aloja en el interior de cada sujeto.
La verdad, aquello que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad,
es, sí, reconocida en la violencia de los signos materiales pertenecientes al mundo sensible
(signos mundanos, amorosos, cognoscibles ante la mirada observadora). Gracias a estos signos
involuntarios, exteriores, es que ella se nos manifiesta; pero su domicilio es interno, se halla en
la diferencia cualitativa que existe en la manera en que se nos aparece el mundo” (Deleuze,
1964, p. 53). Y los únicos signos viables para recorrer este camino son los signos del arte. El
tiempo recobrado es eso: un tiempo que se encuentra en el seno del tiempo perdido y que nos
proporciona una imagen de lo trascendental: “un tiempo original absoluto, verdadera eternidad
que se afirma en el arte” (Deleuze, 1964, p. 27). Esto es lo que al final de su recorrido, con su
cuerpo ya desgastado, Marcel aprende: el saber que el tiempo, lejos de ser un continuum
inalterable y plano que se desarrolla en línea recta, “está hecho más bien de pliegues y
repliegues” (Pauls, 2000, p. 13); que el presente es el aquí y ahora de un bombardeo epifánico
por parte del pasado una dimensión que jamás muere, sino que solo cambia de forma y
que la única manera de capturar esa eternidad encapsulada es por medio del arte
19
.
Ahora bien, La Recherche es la narración de cómo Marcel aprende a recobrar el tiempo,
El pasado es el relato de cómo Rímini fracasa al querer cerrarlo. Al huir del reparto de las
fotos, al renunciar a aquella tarea pensando que tal procedimiento apuraría el trámite de la
extensión del amor y su consecuente entrada a una nueva vida, Rímini comete un error y deja
abierto el pasado con Sofía (p. 65). Prisionero de la mujer-monstruo, el héroe de El pasado es
bombardeado intermitentemente por revelaciones epifánicas, las cuales, a contracorriente de lo
que significan para Marcel de La Recherche verdaderos bálsamos vitales que hacen que deje
de sentirse “mediocre, contingente, mortal” (Proust, 1913, p. 57), aquellos destellos del
pasado amoroso son para Rímini cuchillas, infalibles lanzas incisivas que penetran por entero
todo su ser:
A veces, mientras caminaba por la calle, le pasaba que alzaba de pronto los ojos
y descubría o se llevaba por delante, literalmente, un cartel con el nombre de un
bar, el afiche de una marca de ropa, la boca de una estación de subte, la portada
de un libro exhibido en una mesa en la vereda, una revista colgando de un
kiosco, una raza de perro, una playa promovida en la vidriera de una agencia de
viajes, y sentía que de la mano de uno de esos signos banales un bloque entero
de pasado, surgiendo de la noche sin aviso, hacía crujir su alma con una
violencia brutal, como si fuera a partirla en dos. (p. 128).
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La novela narra en total cinco episodios epifánicos y solo uno, el último —“la única
verdadera epifanía erótica que Rímini había reconocido tener en su infancia” (Pauls, 2003, p.
474) no ingresa en la lista de motivos por los cuales el héroe de El pasado alcanza su
destrucción. Mencionémoslos: (a) El vómito: Vera y Rímini acaban de decidir irse a vivir juntos
y debutan emborrachándose. Al salir del bar este, con Vera a punto de vomitar, recuerda una
expresión que le solía repetir Sofía cada vez que este flaqueaba: Algo crujió en la memoria de
Rímini uno de esos recuerdos mecánicos, laterales, que de pronto se desperezan, remueven
los escombros y emiten una chispa (p. 157); (b) El café: Sofía y Rímini están en un bar frente
al hospital en el que se encuentra internado Víctor. Es la escena de la madeleine proustiana:
“Algo en el aire, de golpe, lo conmovió, inundándolo de una congoja antiquísima Esa mezcla
de olores café recién molido, desodorantes de ambientes, perfume. ¿Dónde había olido antes
ese olor?” (175); (c) La Reform: figura barthesiana de La dedicatoria (1977, p. 63), Sofía le
regala a Rímini una lapicera, la misma que le había regalado en Viena tiempo atrás, cuando
todavía estaban juntos: como si una ventana se abriera por un golpe de viento, Rímini volvió
a ver la escena original en la que esa R y esa marca, Reform, habían interrumpido en su vida y
tuvo una noción de la magnitud del error en el que había caído esa tarde al pensar que,
pasara lo que pasara … nunca en su vida se olvidaría de ese momento(p. 181); y, por último,
la ya mencionada (d) foto de Caique: Rímini encuentra en la Feria del libro de San Pablo una
contratapa cuya foto es la de Caique de Sousa Dantas, actor portugués, amigo y sospechado
amante de Sofía:
Rímini soltó un gemido de dolor, cerró el libro, hundió la cara entre las manos.
Se sentía arrasado, y la desproporción que notaba entre la causa y el efecto no
hacía más que ahondar su desconsuelo lloró, lloró, lloró, hasta que los ojos
le ardieron tanto que no tuvo más remedio que dormirse. (pp. 251-254).
Sumido en el impasse de un presente infectado por el desentierro involuntario del pasado,
Rímini lo pierde todo, poco a poco, como un rehén endeudado al que se le van quitando sus
miembros como forma de pago: “El amor no abraza, pensaba Rímini: hiere. No inunda, se
clava. ¿Cómo era posible que Sofía siguiera acertando?” (Pauls, 2003, p. 178). Pierde a Vera,
a Carmen, a Lucio, su capacidad para traducir (Lo perdía todo. Iba perdiéndolo por partes, sin
orden y sin lógica. Una tarde podía perder toda la conjugación del francés, y a los dos o tres
días el sistema de acentos, y una semana más tarde el significado de la palabra blotti Era
como un cáncer”) (p. 234). Se convierte en una obra maestra de la inercia, sin dirección ni
propósito: vida inmanente, vida en caída libre. Marcel termina queriendo escribir, aspirando a
ser un gran artista; Rímini concluye su fuga balbuceando y siendo prisionero de la mujer-
monstruo
20
.
Entre paréntesis, y a modo de cierre, podríamos agregar que la ausencia amorosa en tanto
topos que desencadena un desbarajuste espaciotemporal en el héroe, aparece, además de en El
pasado, en El aire, de Sergio Chefjec. Julio Ariza (2018) es quien se ocupa detenidamente de
esta correspondencia haciendo foco en los límites que ambas narraciones tensionan
21
.
Asimismo, en otras novelas de la narrativa argentina contemporánea, como Opendoor (2006),
de Iosi Havilio, Agosto (2009), de Romina Paula, Bahía Blanca (2012), de Martín Kohan, y
Los llanos (2020), de Federico Falco, puede rastrearse un movimiento similar. Más allá de las
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diferencias de estilo y tono, de las discrepancias estéticas que separan y al mismo tiempo
singularizan a cada uno de estos proyectos estéticos, un factor logra que puedan congregarse
sin homogeneizarse en una misma hipótesis de lectura: el factor tiempo y espacio. O,
mejor dicho, la relación que el héroe de cada una de estas ficciones establece con su presente
gracias a un desplazamiento terrenal. Teniendo como factor desencadenante un tópico amoroso
(duelo, separación, ausencia, reencuentro), los personajes abandonan su ciudad de origen para
autorrecluirse en otro páramo del suelo argentino, uno siempre desurbanizado, ajeno a la lógica
24/7 descripta por Jonathan Crary (2013). Allí habitan no solo el lugar, sino un tiempo que se
asume como propio. Un presente que no es el presentista de Hartog (2003) ni el tiempo cero
de Ludmer (2010). Su lógica corresponde, más bien, a la de lo intempestivo.
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Notas
1
Cuentos de hoy mismo (1983) es una antología de cuentos fruto del Primer Concurso de Cuento Argentino
Círculo de Lectores 1982. El jurado, además de Borges, estuvo integrado por Josefina Delgado, José Donoso,
Jorge Lafforgue y Enrique Pezzoni.
2
Son ejemplares al respecto: María Teresa Gramuglio (“[Pauls] es alguien que se pasea con la facilidad de un
gato por varias literaturas”), Beatriz Sarlo (“el narrador de El pasado posee un extenso repertorio de saberes,
teorías, hipótesis, ocurrencias, y no duda en exponerlos. [Allí] se encuentran los abstracts de múltiples proyectos
ensayísticos”), Alberto Giordano (“Pauls es quizá el escritor más dotado de su generación, dueño de una prosa
elegante que refleja la fuerza de una inteligencia superior”), Nora Avaro (“La frase larga de Pauls revela en su
límite cierta cualidad sabihonda Pauls sabe siempre bien de qué habla y hasta dónde se puede llegar con su
habla”), y Hernán Vanoli (“Alan piensa mientras escribe y leerlo puede ser una experiencia sensible del
pensamiento”) (Gramuglio, “Genealogía” 8; Sarlo “La extensión” 446; Giordano, El giro 31; Avaro 78; Vanoli
13).
3
La primera línea se caracteriza por el auge de la novela histórica, la proliferación de narraciones no ficcionales
(testimonios, memorias, autobiografías, etc.) y un conjunto de políticas narrativas contrapuestas en torno al horror
del pasado reciente (Dalmaroni; Sarlo, Tiempo pasado; entre otros). La segunda línea se identifica por las
escrituras que Sarlo leyó como etnográficas, preocupadas por documentar los temas del presente (Sarlo, “Sujetos
y tecnologías”; “¿Pornografía o fashion?”), y que Ludmer en Aquí América Latina postuló como literaturas
posautónomas, encargadas de fabricar el presente global, televisivo, indiferenciado del mundo actual
(Ludmer). La tercera, por último, se centra, antes que en el fin (del mundo, de la literatura, del tiempo), en qué es
lo que ocurre después de ese final catastrófico (bélica, medioambiental, nuclear) (Catalin).
4
Herralde hace referencia a dos sendas declaraciones hechas por los escritores arriba mencionados, declaraciones
que en lo sucesivo acompañarán la promoción de sus novelas, sea en la contratapa o mediante una faja roja
envolvente, típica de Anagrama. Dice Piglia: “El surgimiento de Alan Pauls es lo mejor que podía haberle pasado
a la literatura argentina desde la estrella de Manuel Puig”; y Bolaño: señor Pauls, es usted uno de los mejores
escritores latinoamericanos vivos”. La afirmación de Piglia es, bibliográficamente, inhallable; la de Bolaño, por
el contrario, forma parte de una breve columna publicada en enero de 2003 en el diario chileno Las Últimas
Noticias. Dicha entrada, titulada “Ese extraño señor Alan Pauls”, sería recogida un año después por Ignacio
Echevarría en Entre paréntesis, libro stumo de Bolaño que recoge sus ensayos, discursos y artículos (Anagrama,
2004).
5
Por mencionar dos ejemplos de la repercusión que El pasado tendría al interior de los medios españoles, en el
diario El País, Ignacio Echevarría diría: “el Premio Herralde ha sacado esta vez un escritor auténtico, un pez
gordo, reluciente y plateado” (2003). A su vez, en el suplemento de ABC Cultura, Juan Pedro Yániz la definiría
como un “moderno tratado de educación sentimental”, en el que “el novelista, derrochando oficio y experiencia,
nos pone frente a una meditación sobre las metamorfosis que sufren las pasiones que entran en el agujero negro
de su posteridad” (2003).
6
Podríamos agregar aquí, como una marca más de su alcance, la película que filmaría Héctor Babenco basándose
en el libro, film que tendría como figura estelar a Gael García Bernal (ver: El pasado, 2007, Dr. Héctor Babenco,
1h 54 m). Que Héctor Babenco, director de El beso de la mujer araña (1985), película que obtendría cuatro
nominaciones a los Premios Óscar incluido el de mejor guión adaptado, película, por lo demás, cuyo proceso
de producción sería comentado exhaustivamente por el propio Pauls (ver: “Bésame mucho”, en Temas Lentos,
2012); que este director, decíamos, fuera el encargado de llevar al cine a la novela de un cinéfilo como lo es Pauls,
despertó, desde luego, cierta expectativa. El resultado, para quien escribe y para la crítica especializada en sentido
amplio, fue decepcionante: película previsible, demasiado atada a la historia, sin arrestos de experimentación. Una
película fallida que, en su afán de labrarse como una transposición fiel, queda atrapada al argumento amoroso.
7
Para una lectura detenida en Wasabi, ver: Rodríguez Montiel (2022).
8
Enumerémoslas: Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño (1998, 630 páginas); París, de Marcos Giralt
Torrente (1999, 304 páginas); Los dos Luises, de Luis Magrinyà (2000, 352 páginas); Últimas noticias de nuestro
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mundo, de Alejandro Gándara (2001, 376 páginas); El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas (2002, 320
páginas).
9
Esta pauta se sostendría, si bien más espaciadamente, a posteriori de la premiación de El pasado. Por mencionar
dos novelas argentinas galardonadas: Los living (2011), de Martín Caparrós (318 páginas); Nuestra parte de noche
(2019), de Mariana Enríquez (439 páginas).
10
La pregunta de Guebel se formula en el marco de un programa de TV por cable conducido por él (Batalla
Cultural, Canal de la Ciudad, 10 de septiembre de 2018), programa al que, además de Pauls, asiste en calidad de
invitado Juan José Becerra, escritor también de una “novela total” (El artista más grande del mundo, 2017, 296
páginas).
11
Martín Gaspar recopila algunos ejemplos: Grande sertão: Veredas (1956) de Guimarães Rosa tiene 570
páginas; Rayuela (1963) se extiende por 570; La casa verde (1966) de Vargas Llosa, 440; El obsceno pájaro de
la noche (1970) de Donoso también 440; Tres tristes tigres (1967) de Cabrera Infante tiene 650 páginas. Entre las
novelas históricas importantes, debemos destacar Terra Nostra de Carlos Fuentes (780 páginas), y la trilogía de
Augusto Roa Bastos: Yo el supremo, Hijo del hombre y El fiscal (467, 280, y 352 respectivamente). [La ya
mencionada] Los detectives salvajes (1998) de Roberto Bolaño tiene 630 páginas y 2666, su célebre novela
póstuma en cinco partes, 1150” (2014, p. 82). Podríamos agregar, en tanto ejemplos locales, Los Sorias (1998),
de Alberto Laiseca (1344 páginas), El traductor (1998), de Salvador Benesdra (672 páginas), o La grande (2005),
de Juan José Saer (460 páginas).
12
Daniel Link: “[La escritura de El pasado] ¿Una imitación de Proust? Es posible, por la imaginación que
convoca, por los temas que trabaja, por el ritornello de las frases. Pero como Proust es, en última instancia,
inimitable, de lo que se trata más bien es de una recuperación de su espíritu, como si nada hubiera sucedido. Y
está bien que así sea, porque ésa es precisamente la más sorprendente constatación que realizamos cada vez que
releemos a Proust: es como si nada hubiera sucedido y pudiéramos, con sólo proponérnoslo, revisitar Balbec, las
catedrales normandas, vivir el mundo según el carrousel hiperestésico del insomne” (2006). Y Nora Avaro: “Pauls
escribe frases y lo hace de modo avasallante, al modo en que puede decirse que Juan José Saer, uno de sus maestros
confeso, escribe frases magistrales y avasallantes. (Presumo entre paréntesis que la deriva saeriana ha decantado
en la literatura de Pauls no sólo en la constancia fraseológica sino también en la motivación-Proust). La frase de
Saer soporta, en su prosodia, un universo completo, y la posibilidad misma y cercera de que se universo compita
palmo a palmo con el real. No se trata en esta obra de un módulo virtuoso que se mantiene en funciones gracias a
su soltura sintáctica, sino de una máquina de producir mundo: nada de preciosismo, pura necesidad. De estas
enseñanzas, El pasado parece haber extraído un propósito, un norte para la deriva de la frase brillante” (2008, pp.
76-77).
13
Transcribimos un ejemplo: “Rímini vio que los abrigos empezaban a temblar, resbalaban y caían, arrastrando a
su paso a los de más abajo, y que un chico de cuatro o cinco años con una mancha de nacimiento en el cuello se
ponía de pie en la cama, muy tieso sobre sus piernas chuecas, y lo miraba con una soñolienta contrariedad, como
el déspota que se pregunta qué nimiedad del mundo de los mortales pudo atreverse a arrancarlo de la esfera
perfecta del sueño [itálicas añadidas]” (p. 151).
14
Drucaroff se refiere, en primer término, a la crítica que Pauls le haría a Los lemmings de Fabián Casas. Dice:
“Apelando al lugar común de correr por izquierda a una obra para descalificarla, [Pauls] asume, contra Casas, la
ideología materialista del revolucionario que confía en la Historia y rechaza las posiciones y las obras que
mitifican el pasado, por reaccionarias. Este cambio puede mostrar una legítima evolución ideológica de Pauls, que
sin duda no tiene por qué pensar lo mismo toda su vida. Lo llamativo es que nunca leí que se hiciera cargo de esa
transformación de sus ideas. En este artículo, condena Los Lemmings por «básicamente conservador» y
«refractario a la historia», habla contra «el neoliberalismo» y retoma sin citar los antiguos argumentos del clásico
historiador marxista de la literatura y el arte, Arnold Hauser, contra la nostalgia y la melancolía, por reaccionarias.
Pauls se manifiesta implícitamente partidario del historicismo social, algo bastante incongruente con su obra
literaria y su ideología crítica anterior” (2011, p. 70). Y en segundo término, Drucaroff alude a un panel en el que
Pauls, invitado por la propia Drucaroff en carácter de escritor ahistoricista, lejos de polemizar con los otros dos
escritores “más sensibles a los hechos históricos recientes”, los “corre por izquierda”, descalificándolos y
reivindicando con nostalgia su pertenencia a una generación pasada” (p. 71).
15
Así lo demuestran los trabajos de Ben Bollig (2007), Carolina Vittor (2016), Álvaro Fernández (2017) y Julio
Ariza (2018, pp. 72-79), los cuales, mediante la identificación temática de ciertos íconos, nombres, fechas y
símbolos (entre otros: la mención a un Falcon verde, el secuestro del hijo de Rímini, la datación de la Revolución
cubana, la Caída del Muro de Berlín, el año 1976), proponen una lectura alegórica, cifrada, del horror. Quien va
más allá es, sin duda, Fernández, quien lee a Rímini y Sofía como “sobrevivientes”, “como miembros de un grupo
Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIII. N° 22 (Julio-Diciembre 2022) ISSN 2718-658X. Emiliano Rodríguez Montiel. Una
novela hecha a lo grande. El impacto, la extensión y el tiempo de El pasado de Alan Pauls. pp. 270-290.
de estudios marxistas en los setenta [que] podrían haber terminado también en un centro clandestino de detención”
(2017, p. 112).
16
“Argentina es un país muy necrófilo, en el que lamentablemente hubo tragedias políticas atroces como las
dictaduras militares que produjeron una inflación de la memoria Cuando se pasa de la tarea de recordar a la
obligación de recordar estamos en problemas. Es una discusión pendiente en la Argentina” (Pauls, en Romero y
Molina, 2005, p. 113).
17
Ariel Schettini (2003), para el suplemento Radar (Página/12), entrevista a Pauls al salir publicada la novela.
Estos dicen: “¿En qué medida relaciona este amor con el Barthes de Fragmentos..., uno de cuyos cursos, por otro
lado, acaba de prologar? Tiendo a usar las excepciones para establecer las normas, así que me cuesta pensar en
amores que no tengan la estructura o la forma de enfermedades, o en enfermedades que no tengan la estructura o
la forma de amores. Si los celos son la maqueta del amor, no veo cómo el amor podría librarse de la patología o,
al menos, de cierta compulsión a multiplicar enloquecidamente los síntomas y los efectos. Proust lo sabía bien: la
enfermedad y el amor son máquinas de producir signos y sentidos. De ahí los verdaderos delirios de interpretación
en los que acostumbran chapotear los enfermos y los enamorados. Tal vez ahí, en esa condición semiótica de la
experiencia amorosa, haya una relación con el Barthes de Fragmentos de un discurso amoroso (Pauls, en
Schettini, 2003).
18
La cursiva es nuestra.
19
Adorno, a propósito de esto, sentencia: “Es preferible sacrificar toda la vida a la felicidad total que aceptar un
trozo de ella Ésta es la historia íntima de En busca del tiempo perdido. El recuerdo total responde a la
transitoriedad total, y la esperanza únicamente reside en la fuerza para interiorizar esta transitoriedad y fijarla en
la escritura. Proust es un mártir de la felicidad” (1974).
20
Elena Donato, en su artículo “Marcel Proust y Alan Pauls: correspondencias en El pasado(2009) texto
cuyas premisas generales colocan a este apartado en una posición deudora resume excelentemente las
correspondencias temáticas entre la novela del argentino y la obra del francés: “Eltsir, quien según el doctor
Cottard tenía cierta vocación celestina, aparece en El pasado bajo el anagrama Riltse, artista plástico cuya
devoción compartida es origen del amor entre Sofía y Rímini El salón de Mme. Verdurin encuentra su
equivalencia igualmente déspota en las reuniones de Frida Breitenbach, y la pandilla de Balbec tiene su
correspondencia envejecida en las mujeres del Adèle H, bar en el que Sofía organiza un grupo de autoayuda (o
agrupación militante) para las mujeres que aman demasiado. La doble pérdida de Marcel (abuela y madre) y
Lucio, su pequeño hijo” (2009, p. 38).
21
Dice: “El aire y El pasado reflexionan sobre el amor, la memoria y la noción de límite de un modo radical: en
la novela de Pauls no hay terminación, no hay límite ni fin: todo es pasado; en cambio, en la novela de Chefjec
todo ha terminado ya (de ahí su ambientación levemente futurista): el pasado no existe, ni siquiera como ruina, y
no hay vinculación necesaria, ni viciosa ni virtuosa, entre presente y pasado. En El pasado, lo contrario al amor
no es el odio, sino el olvido; el amor (el pasado) lo absolutiza todo, es la hiper memoria, la Memoria Total. En El
aire, en cambio, el amor no es adición delirante, sino resta, pérdida, una falta que chupa la memoria y el sentido
de la vida. El pasado llena; El aire vacía. Todo en El pasado es agotadora presencia; todo en El aire es inquietante
ausencia. En ambas, la imposibilidad de volver al pasado y la imposibilidad de salir de él, debido a su misma
imposibilidad, al menos formal, conforman provocativos experimentos del pensamiento que transforman la
polaridad del binomio memoria-olvido, en tanto recurrencia al evento traumático, en una serie de preguntas sobre
los procedimientos básicos de inclusión y exclusión que implican las operaciones de recordar y olvidar,
operaciones que son constitutivas del imaginario amoroso que es, cultural e históricamente en la modernidad
occidental, topológico” (Ariza, 2018, pp. 63-64).