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Recial Vol. XIII. N° 22 (Julio-Diciembre, 2022) ISSN 2718-658X. Raúl Bueno, Para una teoría general
de la heterogeneidad cultural. A partir de los aportes de A. Cornejo Polar, pp. 69-79.
la traducción cultural. Quizá habría llegado a ellos de haber tenido los años suficientes para
ahondar en las tribulaciones de su sujeto migrante, y de haber podido completar el libro
que se propuso sobre estos debates de la interioridad heterogénea. Su sola intuición, sin
embargo, lo devuelve a la palestra de nuestros héroes culturales y hace que su categoría de
base y su versión internalizada recuperen la vigencia que el tiempo, las agendas laterales y
alguna poca —y en algún caso tal vez mala— voluntad le escatimaron.
Podemos colegir aquí que la heterogeneidad de mundo es condición previa y punto de
partida de no solo las dinámicas de la heterogeneidad, sino también de las dinámicas de la
traducción, en general, y de la traducción cultural, en particular. Colegir también que el
sujeto migrante en su traslado mueve y pone en situación de contacto culturas, experiencias
y lenguas, de modo que tiene que ser, y de hecho es, un traductor cultural. Las
heterogeneidades de base no son estados quietos de sociedad y de cultura, sino sistemas en
movimiento, en situación de tensión y cambio internos. Ni F. Ortiz ni J. M. Arguedas ni A.
Rama pensaron nunca en las culturas como unidades monolíticas, férreamente atenazadas
a categorías como las de etnicidad o raza, sino como flujos en constante dinamismo y aun
evolución. De modo que las traducciones de las que ellos hablaban, esto es las
transculturaciones que postularon —socio-económica, antropológica y narrativa,
respectivamente— no se resuelven en traducciones de previsibles binarismos o mecánicas
horizontales, relativamente homogéneas. Tampoco las culturas, para ellos y para Cornejo
Polar, fueron puros constructos mentales, aunque algo de ello tengan, reducibles a
discursos que se desentienden de la realidad-real, permítaseme el término, pues están
trabadas indesligablemente con la historia material de sus pueblos. Entonces, no se les
puede adosar un esencialismo identitario que, a mi entender, hace fantasmáticos los
intercambios e imposibles las traducciones —por infinitas—, como postularía Derrida en
su Diseminación. Para nuestros autores, insisto, las culturas son flujos interpretativos de
situaciones concretas; o, en nuestras palabras, momentos de un vasto proceso de traducción
cultural sobre la vida material de los pueblos. Flujos que, a diferencia de la hibridez de H.
Bhabha, no se ven enquistados en los intersticios de la diferencia cultural colonial, sin
posibilidades de salida o retorno; o que, a diferencia de la hibridación de N. García Canclini,
no se entienden empeñados en la intencionalidad combinatoria de distintos procedimientos
y aun epistemes culturales, sino en los procesos que los constituyen. Son además flujos
interpretativos —o traducciones de lo real— de situaciones concretas que también fluyen,
como lo demuestra Arguedas cuando habla de un indio andino “moderno”,
irremediablemente cambiado, no como un quiste subcultural entre culturas, sino como una
reformulación de la cultura indígena entera, que ya no tiene posibilidades de retorno a un
pasado prehispánico. Y, además, flujos intraculturales que revuelven los espacios de
realidad y conforman convivencias de estabilidad relativa, mejor dicho, engañosas y a
punto de estallido, como las que representa Arguedas en el colegio de Abancay en Los ríos
profundos, o en la ciudad de Chimbote en El zorro de arriba y el zorro de abajo. En tal
sentido, el sujeto migrante, este traductor cultural por necesidad, se enfrenta a una tarea de
algún modo titánica, pues tiene que ajustarse a realidades cambiantes, las mismas que
hacen oscilantes y descentradas sus deliberaciones de subsistencia y vida, y, en el proceso,