Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIII. N° 21 (Enero-Julio 2022) ISSN 2718-658X, María de los Ángeles Montes, Silvina
Argüello, Introducción al Dossier: Géneros y sexualidades en las músicas populares, pp.7-15.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n21.37843
Introducción. Géneros y sexualidades, ¿y músicas populares?
María de los Ángeles Montes
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
montes.m.angeles@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-5917-6428
Silvina Argüello
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
silvinagra.arguello@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-6042-5292
Enviado 12/04/2022 Aceptado 15/05/2022
Hacer música no es una forma de expresar ideas;
es una forma de vivirlas
(Frith, 2003).
Un campo de problemas en perspectiva discursiva
En las últimas décadas, las ciencias sociales han desarrollado un enorme interés por el
modo como se producen los géneros y sexualidades, así como por las relaciones de poder
de las que emergen y que contribuyen a sostener o desafiar.
Y aunque es cierto que los géneros sexuales no son fenómenos meramente discursivos,
también es cierto que los discursos intervienen de manera innegable en la producción de
masculinidades hegemónicas y feminidades enfatizadas (Connell y Messerschmidt,
2021), por ejemplo. Y, también, que las prácticas a través de las cuales se hace género,
con las que se reproducen o se disputan definiciones, tienen una dimensión significante
y, en ese sentido, pueden ser leídas como discursos. Esto es así por la doble determinación
social de la que hablaba Eliseo Verón (1993): todo discurso es un hecho social que
interviene en la realidad y todo hecho social es, en una de sus dimensiones constitutivas,
resultado de un proceso de producción de sentido y, por lo tanto, puede ser analizado en
clave discursiva
1
.
Entendido así, discurso no equivale a texto o palabra. Discurso es una dimensión de
los hechos sociales, su dimensión dialógica y semiótica. Y, como hechos sociales, no
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pueden analizarse por fuera de las condiciones sociales en las que emergen y de las que
toman sentido.
Por su parte, las músicas populares son un tipo muy particular de hecho social, porque
tienen una penetración enorme en la cotidianeidad de las personas. En la actualidad
podemos encontrar miles de personas que no leen diarios, o que no leen libros, pero es
mucho más difícil encontrar personas que no escuchen algún tipo de música. Estas
músicas les ofrecen relatos y sentidos con los que interactuar, con los que narrar(se) su
propia experiencia. Las músicas ingresan a los hogares, a los ordenadores, a los
automóviles, a los smartphones, con mucha más facilidad que otros tipos de paquetes
significantes. A diferencia de los productos culturales creados para las élites intelectuales,
las músicas populares requieren, para su apropiación, de niveles de atención variables y
de competencias al alcance de sus usuarios, lo que las vuelve accesibles y adaptables a
diversos contextos y usos
2
. Así, camufladas de inofensivas, las canciones ingresan a
nuestra cotidianeidad y desde allí interactúan con nosotros de diferentes maneras, desde
que somos tiernos infantes hasta la ancianidad.
Resulta lógico, entonces, preguntarnos por su rol en la producción, reproducción o
transformación de los estereotipos de género, por ejemplo. Pero, ¿cuál sería su rol
exactamente? En principio, y desde un sentido común muy elemental, podemos suponer
que las músicas populares por ser músicas que narran principalmente afectos, músicas
que se bailan y se vivencian en prácticas sociales fuertemente ritualizadas, que se
constituyen como la banda sonora de los vínculos sexoafectivos de las juventudes, son
un hilo constitutivo, y constituyente, de las subjetividades contemporáneas y de las
relaciones afectivas entre los géneros. Partiendo de esa constatación, parece una verdad
de Perogrullo afirmar la existencia de una íntima relación entre géneros, sexualidades y
las músicas populares y, sin embargo, la pregunta esconde una trampa: la relación no
puede ser una sola.
Todavía más cuando advertimos que la canción popular es un objeto semiótico
complejo, porque se trata de un signo con una materialidad múltiple compuesto por
sonidos, palabras, performances escénicas, videoclips, etcétera, y cuyas formas de
apropiación, también, son múltiples desde la escucha en reposo hasta la danza. Y es
en esas formas de apropiación donde el sentido, potencial en la canción, se realiza de
manera única y productiva.
Es por esto que resulta difícil establecer, a priori, los vínculos entre músicas populares
y géneros. Se trata de hechos sociales complejos y situados, en los que intervienen sujetos
con sus prácticas reproductivas o disruptivas, a veces, contradictorias. Porque si algo
caracteriza al enfoque sobre la dimensión discursiva de los hechos sociales es que
restituye el lugar activo, aunque condicionado, a los sujetos.
En este dossier se presentan cinco trabajos que abordan diferentes corpus de análisis,
constituidos por diversas músicas o apropiaciones de esas músicas, para dar cuenta de
estas variadas relaciones. Sin pretender ser una muestra exhaustiva, ni representativa del
total de esas relaciones, ofrecen diferentes puntos de vista que permiten vislumbrar la
complejidad de las muchas interacciones posibles entre esos términos.
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La canción popular como indicio de un estado de sociedad
Por una parte, en la medida en que las canciones populares tienen letra, ofrecen
descripciones y relatos que abordan las relaciones entre los géneros, mediadas por
emociones y afectos. Los afectos, las emociones y los sentimientos son parte fundamental
de las músicas populares (Hesmondhalgh, 2015). De hecho, pocos tipos de discursos
tematizan tan insistentemente la dimensión emocional de la experiencia humana.
Así, inevitablemente, ofrecen ciertas versiones sobre cómo deben encarnar los afectos
los sujetos: cómo se vinculan, por ejemplo, varones con mujeres, varones con varones y
mujeres con mujeres, qué emociones son válidas para cada uno y cómo deben expresarlas.
Aunque lo hacen en términos generalmente descriptivos, esos discursos tienen fuerza
normativa porque son voces que se levantan desde posiciones de poder
3
. Las canciones,
entonces, forman parte de la educación sentimental que ofrece una sociedad (de la Peza,
1999).
Además, en esas apuestas discursivas que son tanto las canciones como las
performances escénicas, los artistas se erigen, muchas veces, como modelos a imitar o a
desear. De modo que resulta pertinente observar qué modelos ofrecen las distintas
músicas populares.
Sin embargo, no podemos asumir, a priori, que esos modelos son aceptados e
incorporados sin resistencias. En cambio, podemos leerlos como la precipitación de
cierto estado de lo decible en una sociedad dada, en un momento determinado. Marc
Angenot (2010) llamaba Discurso Social a todo lo decible en una época y, siguiendo esa
línea de pensamiento, podemos decir que las músicas populares, en su conjunto, son una
muestra muy significativa de lo decible de una sociedad en relación a su cultura afectiva
y a los géneros sexuales. Es así porque son la cristalización de normas y valores, y
producto de relaciones de poder. Por eso, a través de su análisis, podemos reconstruir
buena parte de esas axiologías e inferir las relaciones de poder de las que emergen y a las
que refuerzan o cuestionan.
Esto es algo que podemos hacer desde el trabajo que nos ofrece Sara Arenillas
Meléndez sobre las masculinidades híbridas (Bridges y Pascoe, 2014) presentes en el
glam rock de Måneskin. Analizando dos canciones emblemáticas del grupo italiano, en
el marco de los videoclips oficiales (es decir, tomando como corpus tanto las letras de las
canciones como las imágenes y algunas secuencias narrativas del videoclip), la autora
observa cómo el grupo italiano construye una imagen del cantante, Damiano David, y de
su bajista, Victoria de Angelis, que no se corresponden con los modelos clásicos de
masculinidad hegemónica y su contraparte, la femineidad enfatizada. Pero, advierte la
autora, tampoco se trata de una masculinidad completamente contrapuesta a los valores
hegemónicos. Propone, en cambio, pensar esa apuesta discursiva en los términos de una
masculinidad híbrida. En este caso, una masculinidad que tiende a destacar aquellos
aspectos de la masculinidad hegemónica que están históricamente asociados a la
autenticidad del rock, como es el caso de la transgresión, pero a través de la inclusión de
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rasgos asociados a lo femenino. Es decir, introducen rasgos feminizantes en el cantante
como gesto transgresor y, como tal, consistente con el mandato de transgresión de las
masculinidades hegemónicas del rock. Así, lo femenino y lo homoerótico en Damiano
David no es más que un préstamo estratégico para dotar al varón de autenticidad rockera.
Pero, “la masculinidad híbrida en Måneskin nos dice Sara Arenillas Meléndez
muestra la flexibilidad y las negociaciones en que actualmente está inserta esta identidad
de género”.
El trabajo permite inferir el estado de crisis de hegemonía que viene atravesando la
masculinidad clásica en Occidente aquella que fuera hegemónica hasta finales del siglo
XX. Es una apuesta discursiva impensable en otro tiempo o en otra sociedad. Es
sintomática, podríamos decir, de cierto dislocamiento en proceso, todavía demasiado
incipiente como para para habilitar una opción contrahegemónica contundente. Allí
donde la hegemonía se volvió frágil, allí prosperan nuevas alternativas, hibridaciones y
negociaciones. Y esta particular apuesta discursiva de Måneskin es posible por eso.
Las músicas como apuestas discursivas en la gestión de la propia identidad
Las músicas pueden ser vistas, también, como apuestas discursivas, producto de
opciones que realizan los agentes en el marco de ciertas condiciones sociales de
producción (Díaz, 2013). Opciones que podrán ser más o menos eficientes, pues el éxito
nunca está asegurado, pero que de ninguna manera pueden pensarse como un reflejo
mecánico de las relaciones de poder, aunque estas condicionen fuertemente lo decible y
la posibilidad de decir de los diferentes y diferenciados sujetos.
Allí hay un margen de agencia, de imprevisibilidad, en el que los sujetos generizados,
en el marco de lo normalizado, pueden negociar, aceptar o rechazar, el lugar que el
discurso hegemónico les asigna. Y eso también ocurre en las músicas populares. Un caso
paradigmático es el de Joaquín Sabina en Lo niego todo, que analiza María Julia Ruiz en
este dossier.
Las miradas simplistas sobre las masculinidades tienden a ver en los varones blancos,
europeos y heterosexuales a los sujetos automáticamente dominantes, sin advertir que el
género no es ni la única configuración de poder, ni es la masculinidad hegemónica una
posición permanente. Un mismo varón puede encontrarse en una posición dominante
frente a las mujeres de su misma raza o clase social, y en una posición subalterna en
relación a otros varones o mujeres con mayor capital económico o simbólico
dependiendo del contexto. Y, para hacer las cosas más complejas, un mismo sujeto
puede atravesar diferentes posiciones en las relaciones de poder a lo largo de su vida,
como es el caso de aquellos que caen en desgracia económica, por ejemplo, o aquellos a
los que la vejez les llega para recordarles que los atributos de autosuficiencia y juventud
son efímeros ante la fragilidad de la vida, varones incluidos.
Este es el caso de Joaquín Sabina, quien se ve forzado a reelaborar su masculinidad en
Lo niego todo, porque se ve imposibilitado de encarnar las características valoradas de la
masculinidad hegemónica que, no obstante, supo arrogarse en su juventud. María Julia
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Ruiz nos invita a observar cómo Sabina se revela, ahora, ante el mandato de fuerza,
juventud y autosuficiencia, reivindicando el envejecer “sin dignidad”. En definitiva, el
derecho a la fragilidad. Y lo hace asociando esa vejez a la infancia, otra etapa de la vida
infravalorada en la versión hegemónica de lo masculino. Incluso el erotismo es
reelaborado reemplazando al joven calavera, donjuán con las mujeres, que rehúye al
compromiso y que solo se enamora de la que lo ha dejado, para ser reemplazado por la
figura del “viejo verde”.
La apuesta de Sabina no es común en las músicas populares porque, claro está, los
sujetos que la industria musical prefiere para subir a los escenarios no son los ancianos.
Pero Joaquín Sabina supo construir un público fiel a su personaje, en su etapa de varón
joven, blanco y heterosexual, y eso le permite, hoy, conservar su posición enunciativa a
pesar de no encarnar ya, por completo, la masculinidad hegemónica.
Es interesante reparar en lo que esto ilustra de las relaciones que se establecen entre
géneros, sexualidades y músicas populares. No debemos asumir que los sentidos que se
ponen a andar en las canciones responden de manera homogénea a la norma. Existen
fisuras por donde el sentido discurre, dislocamientos en las identidades,
reposicionamientos y negociaciones. Y, a veces, cuando las condiciones están dadas, un
anciano copa un escenario, toma la palabra y canta su versión de lo que es bello, bueno y
valioso en esa particular etapa de la vida.
Al igual que en el caso de Måneskin, la apuesta de Sabina no es completamente
disruptiva. Recupera, al mismo tiempo, algunos elementos de continuidad con esa
masculinidad transgresora de su juventud. Se trata de apuestas negociadas, y sería un error
pensarlas como unidades del todo coherentes.
Las músicas como herramientas de transformación social
Lo anterior nos lleva a una constatación: no hay un más allá con músicas
irremediablemente reproductivas y un más acá con músicas plenamente emancipatorias.
Lo que hay son apuestas discursivas en un contexto de posibles, atravesadas por las
mismas contradicciones que atraviesan a los sujetos
4
.
Ni son tan coherentes, ni su objetivo es necesariamente político, aunque lo sea su
efecto. Con esto queremos señalar que el hecho de que unas músicas propongan modelos
de masculinidad o femineidad más o menos disruptivos o negociados no significa que el
objetivo de quienes producen esas músicas sea modificar las relaciones de poder que
habitan. En muchos casos se trata, simplemente, de estrategias para construir una imagen
valorada de sí. El efecto político es, en muchos casos, un efecto colateral de la propia
apuesta significante, pero no necesariamente un objetivo de sus productores
5
.
En otros casos, en cambio, las canciones son concebidas como armas de intervención
política contra la dominación patriarcal. Por ejemplo, en las canciones que se vuelven hits
de manifestaciones, marchas o revueltas, como las que se escuchan en cada marcha de Ni
una menos. María Soledad Funes y Muriel Troncoso nos invitan a reflexionar, en este
dossier, sobre el uso del lenguaje en un cántico que se entona con frecuencia en las
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manifestaciones para reclamar justicia por la violencia de género en Argentina. Y analizan
cómo la elección de determinados pronombres constituye una estrategia discursiva para
interpelar a la sociedad en su conjunto y no únicamente a las mujeres.
También es revelador, en este sentido, el trabajo de Sebastián Wanumen Jiménez sobre
la producción del músico bogotano César López, quien tiene una vasta producción
musical en la que memorializa a las ctimas del conflicto armado en Colombia y
denuncia las violaciones de los derechos humanos. Lo hace desde sus canciones, pero
también lo hace desde sus intervenciones en la vida pública y en la creación de
instrumentos musicales. Tal es el caso de la escopetarra, un híbrido entre fusil y guitarra
que busca poner en evidencia la disimulada relación entre violencia y cultura. Un
instrumento que propone transformar la guerra en música. Su apuesta discursiva tiene una
intención política evidente en relación con la situación colombiana, pero tiene, también,
una dimensión política subyacente en relación con la cuestión de género. Las canciones
de López buscan ayudar a las víctimas y familiares a atravesar el trauma y, en ese gesto,
se instituyen como tecnologías del cuidado. Se trata, como sostiene el autor, de
un hombre de clase media, educado en una sociedad machista, que a través
de intervenciones artísticas ha desvirtuado y repensado la ausencia del
cuidado en la masculinidad. Sus obras musicales y proyectos sociales son
una invitación a cuidar de las demás personas a través de remembrar las
víctimas del conflicto armado y evitar la violación de los derechos
humanos en un futuro.
El enunciador asume una posición de cuidado y reparación en relación a familiares y
víctimas, y se construye, tal vez sin proponérselo, desde una masculinidad que rechaza la
violencia y niega la relación naturalizada entre las tareas de cuidado y el género femenino.
Las músicas populares hechas cuerpo
Pero los vínculos entre músicas, géneros y sexualidades no terminan allí, porque el
sentido de los signos se realiza en las prácticas de apropiación de sus usuarios. La
recepción, lejos de ser una mera decodificación, es un proceso de producción de sentidos
que involucra apuestas por parte de los públicos, que también pueden ser leídas en clave
discursiva. En el caso de las músicas populares, además, es así en al menos dos niveles.
Por una parte, brindan a los públicos relatos que estos pueden utilizar para dar sentido
a la propia experiencia afectiva (Spartaro, 2016); y, por la otra en un nivel más macro
, las músicas se organizan en géneros o campos que son percibidos por los usuarios de
esas músicas como grandes configuraciones de sentido a las que se asocian ciertas
cualidades y valores (Díaz, 2013), y cuyo consumo permite adherir esas cualidades y
valores a sus propias narrativas identitarias (Vila, 1996)
6
. El consumo de determinadas
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músicas es, entonces, una forma de producir la propia identidad social y, en ese gesto,
también alteridades.
Y aquí hay que tener precaución, nuevamente, de no simplificar las relaciones.
Determinados géneros musicales no se conectan, de manera mecánica, con determinados
públicos. Porque los públicos son agentes activos en la producción de sentido.
Esto lo ilustra claramente Natalia Díaz en su trabajo, incluido en este dossier, sobre las
estrategias de visibilización de alteridades sexogenéricas en el campo del folklore
argentino. Históricamente, el folklore se ha asociado a la conformación del ser nacional,
el cual, diseñado desde las élites de poder económico y cultural, se identificó con el
ruralismo, la masculinidad, la heterosexualidad y los valores religiosos del catolicismo.
Esto determinó los tópicos de las canciones folklóricas, su tratamiento lingüístico, los
géneros musicales que incorporó (Díaz, 2009), los enunciadores prototípicos varones
criollos heterosexuales, la vestimenta y la danza.
Porque las músicas populares son músicas que tienen prácticas de apropiación
específicas que también tienen sus normas la danza, el pogo, etcétera, formas de
vivenciar la experiencia musical. Al respecto, señala la autora que las imágenes de género
dominantes en las danzas folklóricas son el gaucho viril, fuerte y galante, y la china
sumisa, delicada y donosa.
A pesar de esto, Natalia Díaz observa que
en los últimos años han surgido en el campo del folklore agentes que
proponen otras vidas para ser narradas por las músicas y las danzas
foolklóricas. Existencias que se corren del sujeto blanco, heterosexual,
cisgénero y predominantemente varón, que ha sido sostenido por el
discurso del folklore desde su conformación.
Profesores de danza transgénero, organizaciones para la visibilización del folklore no
binarie, gauchos drag, etcétera, comienzan a habitar esos roles y espacios tradicionales
para romperlos y reescribirlos. Algo de ese ser nacional les interpela, todavía, y algo les
genera contradicción. Y es allí donde deciden cuestionar la tradición e intervenir, con sus
maneras de ser, de bailar y estar en el mundo por fuera de la norma, pero dentro del
folklore. Hacen discurso en sus prácticas, en sus cuerpos, y hacen política, también.
Las músicas populares son, entonces, objetos complejos en su composición, en los que
resuenan complejas relaciones de poder y que involucran complejas prácticas de
apropiación donde los sujetos se juegan, caso a caso, canción a canción, buena parte de
su construcción identitaria. Los géneros y sexualidades son apenas parte de ellas.
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Notas
1
Sin ser esta la única, ni la mejor. La lectura en clave discursiva es, apenas, una de tantas posibles.
2
Podemos decir, siguiendo a Bourdieu (2011), que las músicas populares son bienes simbólicos
generalmente más cercanos al campo de la gran producción que al campo de producción restringida, aunque
esto varía de unas músicas a otras.
3
El mismo escenario otorga una posición de superioridad simbólica en relación con el público, al igual
que la exposición mediática. No en vano es una industria fuertemente habitada por varones. Aunque el
marketing se ha ocupado de que la industria musical produzca una sica para cada tipo de público, no
necesariamente esos públicos participan en la producción de esos discursos. Paradigmático es el caso de las
baladas románticas pensadas para las mujeres, que son escritas, cantadas, producidas y comercializadas por
varones, desde su perspectiva masculina (Madrid, 2016).
4
Liska (2014) llama la atención sobre esta tendencia al reduccionismo analítico, que concibe a las
músicas populares en clave dicotómica en su relación con las formas de dominación, especialmente, las
ligadas al género. Desde esta mirada dicotómica habría músicas reproductivas del orden patriarcal, por una
parte, y músicas emancipadoras, sin percibir que la cuestión es más compleja, que las prácticas sociales
están plagadas de contradicciones, y que los sujetos están atravesados por estas.
5
Es usual observar en los medios de comunicación masivos o en redes sociales, por ejemplo, los
reclamos hacia los artistas relativamente críticos, o críticos en relación con algunos aspectos de las formas
de dominación, por no ser lo suficientemente subversivos. En especial, en la cuestión de género. En los
últimos meses hemos observado ese reclamo a Residente (Puerto Rico), en su disputa con J Balvin, a quien
acusó de racista. Ante esto, algunos detractores acusaron a Residente de vivir lujosamente no ser crítico
del capitalismo y de utilizar metáforas denigrantes hacia las mujeres. Lo cierto es que Residente
construyó una imagen de sí como un artista políticamente comprometido con causas tercermundistas frente
al poder norteamericano, pero nunca prometió combatir el orden patriarcal, ni desclasarse. Lo mismo ocurre
frecuentemente con La Mona Jiménez, referente del cuarteto cordobés (Argentina), a quien se lo juzga
ferozmente desde los sectores intelectuales por ser un artista que denuncia la exclusión de los sectores
populares, pero que vive lujosamente. También se le ha cuestionado el tratamiento cosificante hacia las
fans en sus bailes, como si el hecho de ser empático con la situación de exclusión, principalmente
económica, de los jóvenes de sectores subalternos, lo obligara a él a vivir en la pobreza o a luchar contra el
patriarcado. Pero la realidad es que las resistencias, los cuestionamientos al orden social que se producen
en gran parte de las músicas populares no forman parte, necesariamente, de un programa político
amalgamado y todo coherente. Y esto vale también para los públicos de esas músicas.
6
Por ejemplo, entre los milongueros cordobeses, el tango se asocia a la argentinidad, a la nostalgia, al
romanticismo y a cierta calidad poética que opera como mecanismo de distinción social en las
apropiaciones de su público frente a otros (Montes, 2016).