Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIII. 21 (Enero-Julio 2022) ISSN 2718-658X. Mariano Saba, Genealogía del laberinto: Bergamín,
Zambrano y una metáfora anti-erudita, pp. 265-279.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n21.37809
Genealogía del laberinto: Bergamín, Zambrano y una metáfora anti-erudita
Mariano Saba
Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina.
marianosaba@gmail.com
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-3165-5304
marianosaba@gmail.com
Recibido: 12/12 /2021. Aceptado: 23/05/2022.
Resumen
Este trabajo tiene como objetivo indagar en la recurrencia metafórica del laberinto, observable en
la continuidad de una estrategia anti-erudita que vincula a José Bergamín con María Zambrano.
Se apela de este modo a la metaforología de Hans Blumenberg, la cual resulta pertinente como
encuadre metodológico para la reflexión sobre las transformaciones históricas de algunas imágenes
en su utilización dentro del discurso filosófico. Dentro del campo intelectual español de mediados
del siglo XX, el caso particular del laberinto da cohesión a una genealogía anti-erudita de
procedencia unamuniana. Su uso metafórico por parte de autores como José Bergamín y María
Zambrano no solo exhibe la huella irracionalista, sino también ayuda a consolidar una nueva
filosofía basada en los alcances simbólicos de lo literario y en su incidencia en relación con un
nuevo tipo de historia más ligada al sujeto que a los libros.
Palabras clave: Bergamín, erudición, filosofía, Unamuno, Zambrano
Genealogy of the labyrinth: Bergamín, Zambrano and an anti-scholarly metaphor
Abstract
This work aims to investigate the metaphorical recurrence of the labyrinth, present in the continuity
of an anti-erudite strategy that links José Bergamín with María Zambrano. In this way, Hans
Blumenberg's metaphorology is relevant as a methodological framework for investigation about
the historical transformations of some images in their use within philosophical discourse. Within
the Spanish intellectual field of the mid-twentieth century, the particular case of the labyrinth gives
cohesion to an anti-erudite genealogy of Unamuno origin. Its metaphorical use by authors such as
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José Bergamín and María Zambrano not only exhibits the irrationalist trace, but also helps to
consolidate a new philosophy based on the symbolic scope of the literary and its incidence in
relation to a new type of history more linked to the subject than to books.
Key words: Bergamín, erudition, philosophy, Unamuno, Zambrano
1. Por una nueva filosofía: el legado anti-erudito de Unamuno
Desde que Hans Blumenberg (2003) esbozó sus paradigmas para una metaforología, se ha
hecho recurrente la pregunta por cierta legitimidad en el uso de las metáforas dentro del lenguaje
filosófico. A diferencia del programa metódico cartesiano, cuyo “ideal de objetivación total”
(Blumenberg, 2003, p. 41) suponía la captación precisa de lo dado en conceptos definidos,
Blumenberg bregó por todo aquello que quedaba descartado de la relación intelectiva entre el
creador y su obra. Es decir, su propuesta intentó ocuparse del “mundo de sus imágenes y
constructos, de sus conjeturas y proyecciones, de su ‘fantasía’” (2003, p. 42). Esto conlleva
claramente valorar la identificación de los pasajes entre el mito y el lógos, considerando las
“metáforas absolutas” como formas de nombrar aquello que el mundo presenta como indefinible
y que, sin embargo, sigue irradiando “preguntas por la estructura del mundo, por el todo de la
realidad” (Blumenberg, 2003, p. 23). Como intentará demostrarse en este trabajo, el laberinto no
es más que un eslabón privilegiado de esa larga genealogía de metáforas absolutas, siempre
tendientes a funcionar como “reglas de reflexión” (Blumenberg, 2003, p. 46) capaces de aplicarse
en el uso de las ideas de la razón. Observar los avatares históricos de una metáfora, según
Blumenberg, permite captar la cinética cambiante de “las formas de mirar en cuyo interior
experimentan los conceptos sus modificaciones” (2003, p. 47).
Esta intuición sobre cierto tipo de metáforas tuvo que condicionar obligadamente la emergencia
de algunas filosofías irracionalistas. Frente al dogma cartesiano y su ideal de objetivación total,
aparece entonces la legitimidad de otro tipo de filosofía vinculada de manera evidente con cierta
metaforización irracionalista. La fantasía de un lenguaje puramente conceptual eclosiona con
Descartes, se fortalece con el enciclopedismo ilustrado y se radicaliza con el positivismo
decimonónico, pero declina de forma notable hacia los comienzos del siglo XX. En el caso
particular de España, la ilusión de que todo puede definirse se resquebraja con la caída imperial:
mientras proyectos monumentales de bibliotecas “totales” intentan compensar la crisis nacional,
el todo geográfico termina por disgregarse. La erudición con Menéndez y Pelayo como
exponente máximo colisiona con el desgaste del presupuesto cientificista de objetividad. La
conceptualización de un todo que en el caso español remitía a un catálogo literario capaz de
sublimar culturalmente la merma territorial
1
pierde su fundamento de la relación transparente
que habría existido hasta entonces entre las palabras y las cosas. Tal como ha señalado Michel
Foucault (2005), la episteme clásica constituyó un lazo directo entre las palabras y las cosas. A
fines del siglo XVIII, por el contrario, empezó a producirse una retracción del saber y del
pensamiento fuera del espacio de la representación” (Foucault, 2005, p. 238). Posteriormente, el
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siglo XIX depositó cierta confianza en las funciones de describir y clasificar: en el caso español,
basta con pensar en los monumentos bibliográficos que significaron los varios proyectos del lector
pionero Menéndez y Pelayo, desde los catálogos de La ciencia española (publicada en forma de
volumen hacia 1887) a la Historia de las ideas estéticas en España, editada entre 1883 y 1889, y
que fuera extenso prólogo de una historia de la literatura jamás realizada. Se cumple en ellos lo
que Foucault señala en su libro al referir el vínculo entre taxonomía e historia natural:
Las cosas y las palabras se entrecruzan con todo rigor: la naturaleza sólo se ofrece
a través de la reja de las denominaciones y ella que, sin tales nombres, permanecería
muda e invisible, centellea a lo lejos tras ellos, continuamente presente más allá de
esta cuadrícula que la ofrece, sin embargo, al saber y sólo la hace visible atravesada
de una a otra parte por el lenguaje. (2005, p. 160).
El proyecto historicista del crítico Menéndez y Pelayo parece recoger, como ejemplo erudito
por excelencia, ese espíritu clasificador, esa esperanza de una taxonomía de la literatura que debía
dar cuenta del pasado aún de forma meramente enumerativa y descriptiva. Porque, ya sea
bibliográfica o pedagógica, la lista jerarquizada, ordenada, clasificada y hasta comentada seguía
siendo el mayor atajo para salvar lo imposible: era, de alguna manera, una sinécdoque de la abismal
totalidad histórica. Ahora bien, prontamente la clasificación cientificista en España sería puesta en
duda como método de condensación de ese todo inabarcable. El fin de la etapa decimonónica hace
emerger la reacción intelectual de autores como Miguel de Unamuno, que ven en el proyecto
erudito una restricción “arqueológica” a la potencia de la literatura española que debía
considerarse, en cambio, como fuente inevitable de la verdadera filosofía nacional, intrahistórica
y vitalista
2
. La crítica simbólica del canon contiende con los presupuestos academicistas de la
historia literaria, algo similar a lo que explica Foucault para el contexto francés:
La Crítica hace resurgir la dimensión metafísica que la filosofía del siglo XVIII había
querido reducir por el solo análisis de la representación. Pero, a la vez, abre la
posibilidad de otra metafísica cuyo propósito sería interrogar, más allá de la
representación, todo lo que es la fuente y el origen de ésta; permite así estas
filosofías de la Vida, de la Voluntad, de la Palabra, que el siglo XIX va a desplegar
en el surco de la crítica. (2005, p. 238).
No se trata aquí de señalar el mero pasaje desde el modelo de la historia natural al de la biología:
se trata de concebir el alcance verdaderamente general del cambio epistemológico operado a fines
del siglo XIX. De hecho, es reconocible en el panorama español el abandono del objetivismo
superficial de la erudita historia literaria y la aparición de una crítica como la unamuniana,
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fundada en el retorno a la exégesis subjetiva y al sentido “profundo”, vital e intrahistórico de los
textos literarios (desde el Quijote a los místicos). Es de notar entonces que así se inicia para España
un disenso entre ciertos intelectuales emergentes y el historicismo romántico-positivista que los
había precedido durante la Restauración. Lo que se pone en jaque a partir de Unamuno es el
anterior afán de querer describir la totalidad de la cultura, cifra del supuesto poder metonímico de
la historia literaria en su compensación del todo perdido de la nación imperial. Lo que se pone en
entredicho es, en definitiva, aquello que Jorge Luis Borges supo tematizar a través de sus ficciones
sobre la Biblioteca Absoluta.
A diferencia de autores como Menéndez y Pelayo, Borges intuyó la cercanía entre la idea de
biblioteca total y la metáfora absoluta del laberinto
3
. Resulta ejemplar, en este sentido, su relato
“La Biblioteca de Babel”, de 1941. En él se alude a una geografía fantástica donde el narrador
experimenta el final de su existencia, describiendo la intuición de que la biblioteca en la que ha
vivido no es s que un laberinto inescrutable. “Yo afirmo que la Biblioteca es interminable”
(Borges 1998, p. 87), dice el narrador y aún define: “La Biblioteca es una esfera cuyo centro es
cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible” (p. 88). La ficción borgeana parece
vehiculizar los sentidos trágicos de la erudición por medio de la metáfora del laberinto. Así, la
misma búsqueda erudita termina referida como método imposible por el cual se intenta reconstituir
el origen metafísico de esa biblioteca inacabable:
En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro
que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás ¿Cómo localizar el
venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método
regresivo: para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el
sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo
infinito… En aventuras de ésas, he prodigado y consumado mis años. (Borges,
1998, p. 96).
La ficción de la Biblioteca Infinita expande de manera fantástica el intento real de la erudición
historicista, empeñada en poder observar y describir el catálogo completo de los libros de la nación.
En ese impulso, alentado por la confianza de la “relación intelectiva” (Blumenberg, 2003, p. 42),
el erudito se pierde. Así, de la ficción borgeana emanan las que Blumenberg denomina
representaciones-modelo elementales, las cuales “se abren paso en figura de metáfora hasta la
esfera de la expresión” (2003, p. 51). Es decir, en toda metáfora absoluta emerge un indicio de ese
“estrato subterráneo del pensamiento” (Blumenberg, 2003, p. 51) en el que se intenta responder de
algún modo a preguntas no resueltas sistemáticamente por la filosofía. En este caso, el interrogante
sería sobre la dialéctica insondable entre el saber y la totalidad. Es ahí donde la obra borgeana
parece remitir de manera fundacional a la superposición entre la imagen de la biblioteca y la
metáfora del laberinto, y es en esa nea que se conecta con los casos españoles abocados a la
impugnación del exceso intelectualista. Al respecto, de hecho, resulta elocuente otro relato
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borgeano que también transcurre en Babilonia. “Los dos reyes y los dos laberintos” narra la historia
de un monarca que construye “un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no
se aventuraban a entrar” (Borges, 1998, p. 157). Luego de burlarse del rey de los árabes,
sometiéndolo a su invento, recibe como venganza de su antagonista ser perdido en el desierto:
¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder
en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el poderoso
ha tenido a bien que te muestre el o, donde no hay escaleras que subir, ni fatigosas
galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso. (Borges, 1998, p. 158).
Como si se tratara de la contrapartida de “La Biblioteca de Babel”, la venganza del rey árabe
actualiza curiosamente la idea de que el máximo laberinto es el invisible. Si se pensara este
segundo relato sobre el fondo del caso español, “Los dos reyes y los dos laberintos” parece
coincidir con la hipótesis existencialista de buena parte de la filosofía irracionalista de la posguerra
española. Si la Biblioteca de Babel remitía al proyecto erudito decimonónico, con su intento de
dar cuenta total de la laberíntica cartografía literaria, el laberinto invisible sirve en cambio para
encuadrar la persistencia del legado unamuniano en ciertos usos posteriores de la metáfora. Si se
toma el ejemplo de un heredero explícito como José Bergamín, es acertado entonces lo que Max
Hidalgo Nácher (2013) ha destacado para la recurrencia de tal imagen en su producción poética.
El laberinto en Bergamín ya no propone el dilema de lograr salir de su interior, sino de saber entrar
en él para poder perderse:
La relación con el laberinto no es objetiva ni predicativa, sino práctica: “La
finalidad del laberinto no es la de encontrar su salida, sino, al revés, su entrada.
Salir es renunciar al laberinto. No es perder ni ganar el juego, es no jugar”. El
laberinto es, por lo tanto, un juego al que hay que estar dispuesto a jugar; y para
ello hay que encontrar la entrada. (Nácher, 2013, p. 19).
Suspenderse en lo laberíntico es el aporte trascendente del irracionalismo posunamuniano frente
a las ciencias de la objetividad y de la (¿imposible?) exhaustividad
4
. Cabe afirmar entonces que,
en buena parte del exilio intelectual español, el laberinto deja de ser una cárcel monumental para
transformarse justamente en lo que Blumenberg dio en llamar “metáfora absoluta”. Su recurrencia
como imagen y los matices de su variación histórica vienen a ratificarlo como instrumento de una
filosofía emergente que buscaba lidiar con el declive racionalista. Si los usos variados de una
metáfora absoluta evidencian las modificaciones en los “horizontes históricos de sentido”
(Blumenberg, 2003, p. 47), el laberinto irradia preguntas en torno a un paradigma que pareciera
haberse quebrado en el centro mismo de su saber hegemónico. Es decir, la metáfora del laberinto
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reaparece en autores como José Bergamín y María Zambrano en tanto herramienta de exploración
para la dimensión simbólica de lo histórico y de lo literario, plano que la objetividad racionalista
había descartado previamente. El erudito confiaba en su razón y padecía el afán de no perderse en
el laberinto del saber; la filosofía irracionalista, en cambio, buscará “perderse” para hacer emerger
desde esa circunstancia ya no los libros, sino los sentidos simbólicos de esos libros.
Al respecto, entonces, vale decir que, en la España de mediados del siglo XX, varios exponentes
como Bergamín y Zambrano resultan herederos de un irracionalismo de raigambre claramente
unamuniana. En esta nea algunos de sus usos metafóricos denotan la persistencia del embate
contra la ceguera erudita de la inmersión objetivista en el laberinto-biblioteca
5
. El uso irracionalista
de ciertas metáforas entre las cuales destaca la del laberinto propone claramente un retorno a
lo subjetivo, a “entrañarse” literariamente y ya no a “desentrañar” lo literario. Así, Bergamín y
Zambrano reciben con la instrumentación de algunas imágenes el objetivo mismo de redimir la
subjetivación intrahistórica por encima de la historia superficial objetiva. Y es justamente esa
historia vuelta finalmente hacia el sujeto la que demandaría una nueva filosofía ya no
sistémica ni historicista; una filosofía cuyas múltiples metáforas y entre ellas sin duda la del
laberinto, aún con sus diversos usos iban a emparentar a toda una genealogía anti-erudita que
reuniría en un mismo vector al propio Unamuno y a sucesores como Bergamín y Zambrano.
2. Avatares del laberinto: de Bergamín a Zambrano
Fechada en 1925, Los filólogos es una farsa de Bergamín que deja al descubierto la sostenida
polémica entre la erudición y la filosofía de herencia unamuniana. Si bien no se menciona en la
pieza a Menéndez y Pelayo, el conflicto se ubica nuevamente en la distancia que existiría entre los
filólogos ligados a la biblioteca inerte y una nueva crítica que vendría a ocuparse de los libros
ya no como “fósiles”, sino como emanación de una nueva filosofía subjetivista. En este sentido,
resulta elocuente el primer acto de la pieza de Bergamín: por un lado, aparecen los personajes
paródicos del Doctor Américus, del Profesor Tomás Doble y del Neófito, trabajando inmersos en
una biblioteca de proporciones sobrenaturales, “ridículamente encaramados en sus trípodes, y
ocultas las cabezas entre libros y papeles” (Bergamín, 2004b, p. 269). Hasta ese entorno llegará,
vapuleado por un temporal, el Joven Desconocido, quien será testigo de los ridículos ritos que el
coro de filólogos lleva a cabo. En plena peripecia, los filólogos se entregan a una solemne
ceremonia por medio de la cual abren un cofre, de cuyo interior extraen “una especie de momia”
(Bergamín, 2004b, p. 273), la cual termina por ser el Maestro Inefable Don Ramón Menéndez.
Dentro de la burlesca alusión, es factible reconocer la continuidad de la filología con los proyectos
monumentales de la erudición decimonónica. El ámbito ironizado que describe Bergamín, llamado
curiosamente el Centro (en referencia al Centro de Estudios Históricos), recibirá rápidamente la
visita fantástica de un murciélago “que tiene las barbas y las gafas de Valle-Inclán” (Bergamín,
2004b, p. 274), y que declara: “Miguel me envía para protestar. No hay más centro que el de uno
mismo” (p. 274)
6
. El Desconocido, a merced de las sutilezas lingüísticas de los sabios, sufre
hambre y sed sin recibir ayuda; en esa instancia llega, “como un Rey Lear, Don Miguel de
Unamuno” (Bergamín, 2004b, p. 275), que exclama:
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¡Farsantes! ¡Hipócritas! ¡Fariseos! ¿Qué sabéis vosotros de la palabra? De la
palabra viva, sangre y cuerpo de nuestra alma. De la fe, del amor, de la poesía, ¿qué
sabéis vosotros? ¡Id a engañar a los tontos con vuestras mercancías, ya que no
sabéis descubrir la vida, como los auríspices, en las entrañas palpitantes del idioma!
(p. 275).
Más allá de la deriva posterior, el primer acto de la obra termina con un Coro de Fichas que,
huyendo despavoridas por la aparición unamuniana, se queman en la chimenea “formando una
hoguera que se desborda y lo quema todo en un súbito incendio grandioso que ilumina la noche en
medio de la tormenta” (Bergamín, 2004b, p. 276), el cual pone en fuga a los filólogos. Es decir,
en el marco de lo que viene planteándose aquí, la imagen de Bergamín no puede ser más elocuente:
la furibunda intervención de Unamuno contra la superficialidad de la filología termina por
provocar un incendio que pone fin a la biblioteca, entendida en ese contexto como mero depósito
de libros consagrados a retroalimentar la autocomplacencia erudita.
No es azarosa la mención de las entrañas en el parlamento de Unamuno. Frente a “las
estanterías cargadas de libros y ficheros” (Bergamín, 2004b, p. 269), Unamuno evoca las entrañas
de la lengua. El contraste parece remitir a dos sentidos diversos del laberinto que han gravitado
siempre sobre su poder metafórico: por un lado, el laberinto “borgeano” de la Biblioteca Absoluta;
por otro, el laberinto del interior subjetivo. Como se ha mencionado ya, Bergamín parece alinearse
con la postura anti-erudita, por lo cual no es menor que en su farsesca diatriba contra los filólogos
coloque en voz del personaje Unamuno justamente la imagen de las entrañas, ligada tantas veces
a la metáfora del laberinto. De hecho, en su estudio sobre el derrotero histórico del laberinto, Karl
Kerényi (2006) menciona que intrincados dibujos hallados en antiguas tablillas mesopotámicas
representan probablemente vísceras de animales sacrificados que se conservaban como ejemplos
para el futuro. Hay algo que desde tiempos arcaicos parece haber vinculado lo laberíntico y las
entrañas, entendidas incluso a veces en relación con el inframundo. No parece errado, entonces,
reconocer en las entrañas de la pieza bergaminiana una alusión al “laberinto interior de la lengua
como contraste asiduo del laberinto superficial de la biblioteca. Y así, una vez más, conviene
recuperar la apuesta de Blumenberg por reconocer en los sucesivos avatares de las metáforas
absolutas la matización histórica que van sufriendo ciertos conceptos y reglas del pensar. El
laberinto, en esta línea, no sería una imagen más: en la dinámica que sus usos van exhibiendo, se
aprecia el pasaje entre un saber legitimado y otro más bien emergente, entre la “palabra muerta”
capaz de perder en su intrincada biblioteca al erudito que la custodia y una interioridad cuyo valor
reside en la “palabra viva”, entrañada en el alma.
En esta dirección, cabe mencionar que imágenes semejantes resuenan con familiar función en
“La importancia del demonio”, artículo publicado en Cruz y Raya, en 1933. La relación del
demonio con la erudición es explícita en el encuadre de Bergamín: recuerda a tal efecto la
definición que del diablo da Calderón cuando lo llama “angélica criatura capaz de todas las
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ciencias” (2005, p. 33). Con su muerte inmortal, consumida en un afán siempre renovado y siempre
perecedero, el demonio tentaría al hombre para hacerlo como él hubiera querido: como Dios
mismo o, en su defecto, como nada. Así, Bergamín afirma: “nos trae y nos lleva, herméticamente,
guiándonos, para perdernos mejor, por el laberinto espiritual de las sombras: para hacernos perder,
para quitarnos el sentido divino de la vida” (2005, p. 34). Bergamín explica que en esta empresa
el demonio busca arrebatar la fe del hombre inmiscuyéndose en sus entrañas, lo cual vuelve a
actualizar la imagen del laberinto interior como contracara de la vasta Biblioteca científica de la
cual el diablo sería nada menos que su emisario:
La palabra de Dios, que es la vida, la luz y la verdad, es la que, por el oído, viene a
robarnos el Demonio. Por el laberinto del oído, que es como el laberinto del vientre,
un entrañable laberinto de asimilación espiritual. El laberinto del oído son las
entrañas del aire en las que se hace sangre espiritual nuestra fe como quería el
apóstol. Por eso tenemos los creyentes el alma en un hilo: de aire o de sangre;
porque en el fondo de ese sutilísimo laberinto vivo radica, como todos sabemos, no
solamente el sentido del oír, que es lo más profundo del hombre, sino ese otro
sentido por el que se sostiene y se mantiene en pie. (2005, p. 35).
Es indisociable, entonces, desde la mirada bergaminiana, la capacidad del demonio para todas
las ciencias y su habilidad de asediar por el oído la laberíntica entraña del hombre, es decir, su
interior. La imagen del laberinto actualiza así su capacidad como metáfora absoluta, resultando
ahora criterio de reflexión sobre la contienda inefable entre la fe y la razón. Porque el Demonio
constituye por fuera de la fe entrañada del sujeto un laberinto de perdición: “aunque no lo
queramos”, señala Bergamín, “aún por la puerta misma de la ciencia, o de las ciencias positivas,
entraremos en el laberinto de sus redes” (Bergamín, 2005, p. 42). Y es en el marco de estos
postulados que llega a sostener que “todas las metafísicas intelectuales o racionales que se han
inventado, todos los sistemas metafísicos, desde el Aristóteles hasta el de Hegel, no son otra cosa,
en definitiva, más que unas lógicas del Demonio” (Bergamín, 2005, p. 36).
Su consolidación de un pensamiento filosófico irracionalista, cimentado en la fe cristiana y por
fuera de las “lógicas del Demonio”, lo lleva a apelar otra vez a la imagen del laberinto en su
volumen España en su laberinto teatral del siglo XVII. Mangas y capirotes, también de 1933. Allí
insiste:
Y ojos que no ven, corazón que no siente: que no siente porque presiente. Los ojos
cegados por la fe ahondan por su misma oscuridad la percepción auditiva,
afinándola, agudizándola. Se hace todo oídos el cristiano: como San Pablo al caer
herido por la luz divina… porque la fe es por el oído y el oído es por la palabra de
Dios, según el apóstol. Se hace todo oídos, por la fe, que le entraña y le desentraña,
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laberínticamente, de ese modo, por el oído, la palabra divina… (Bergamín, 1950,
p. 40).
En la misma línea, este libro le permite a Bergamín describir al teatro español del siglo XVII
como vehículo privilegiado de la fe y de la identidad hispana. La idea de que Lope de Vega hizo
a España y no al revés le permite a Bergamín retornar a la metáfora del laberinto y situar en su
centro mismo el sentido de la nación. Lo mismo que ha indicado Nácher con respecto a la poesía
bergaminiana, se señala aquí en relación con el teatro áureo:
Nos encontramos hoy, ante el conjunto arquitectónico de ese teatro, como ante un
laberinto cerrado del que no podemos salir porque no hemos podido entrar; ante el
cual lo primero que necesitamos es conocer la entrada para poder saber, después, si
de lo que se trata es de que encontremos la salida. (Bergamín, 1950, p. 48).
Otra vez la persistencia de lo laberíntico evoca la función de las metáforas absolutas según
Blumenberg: dar estructura al mundo, ya que representan el siempre inexperimentable, siempre
inabarcable todo de la realidad” (2003, p. 63). Si a juicio de Bergamín España se cifra en su teatro
áureo, y si este teatro es a su vez un laberinto, entonces España no podría ser otra cosa que un
laberinto. Este recorrido, en la obra del autor, consolida a la metáfora en cuestión como capaz de
abordar la definición tentativa de un todo esquivo.
Por otra parte, la invitación de Bergamín es similar al mandato unamuniano de retorno al yo.
Es decir, el laberinto sea lengua, sea España, sea pura interioridad no es un espacio del cual
deba salirse, sino una excusa para aprender a perderse. “Porque un laberinto no es un lío: es
precisamente lo contrario; es muy fácil hacerse un lío: lo difícil es hacerse un laberinto. Lo difícil
es intrincarse”, señala Bergamín (1950, p. 49), y agrega: “Si España se intrinca en su laberinto
teatral, en el XVII, lo hace para enterarse de misma, y para enterarse de misma y para
entenderse” (p. 49). La crítica bergaminiana se torna filosófica y aquel teatro que la erudición había
ubicado científicamente en el centro del canon nacional (baste recordar los Estudios sobre el teatro
de Lope de Vega de Menéndez y Pelayo) pasa ahora a constituir para España un simbólico
“laberinto poético en el que la intrinca su pensamiento” (Bergamín, 1950, p. 49).
Bergamín concluye que, por medio del teatro de Lope de Vega y de Calderón, España no solo
“se entera de su ser, naciendo” (p. 77), y así se nacionaliza, sino que finalmente se “nocionoliza”
(p. 77). Es decir, se torna noción refleja en ese laberinto de espejos que sería el teatro áureo. Vale
recuperar aquí, entonces, la pregunta que desvelaba a Blumenberg: “¿bajo qué presupuestos
pueden tener legitimidad las metáforas en el lenguaje filosófico?” (Blumenberg, 2003, p. 22). La
respuesta es clara para ciertos casos del campo irracionalista español de mediados del siglo XX: lo
metafórico habilita un espacio de reflexión sobre la contienda entre fe y razón, redimiendo así el
declive histórico nacional por medio de una crítica simbólica capaz de revalorizar el sustrato
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simbólico de su capital literario. Incluso en un artículo tardío como “Cervantes” (en Fronteras
infernales de la poesía, de 1959), Bergamín insistirá en que la clave significativa del autor del
Quijote, como también la de Shakespeare, es esa
afirmación de la locura, de una razón que tan expresamente se quiere perder en esos
infernales laberintos, para salvar la verdad humana de misma; como si en el
mundo que les rodeaba, como en el Infierno dantesco, los hombres hubiesen
perdido, no solamente la razón, sino el entendimiento. (2008, p. 162).
También a través del Quijote Bergamín recoge la posibilidad de diseñar una metafísica
renovada, opuesta a las “lógicas del Demonio” que había señalado dos décadas antes. Apoyándose
en Vida de don Quijote y Sancho de Unamuno, vuelve a encontrar en un hito del canon nacional
la expresión de una filosofía que revierta los excesos racionales de la historia; es decir, una filosofía
“que no es otra que la del cristianismo, la de su fe cristiana” (Bergamín, 2008, p. 174).
Ahora bien, con respecto a María Zambrano llama la atención el detalle de que el propio
Bergamín le envíe en carta desde París, el 30 de junio de 1969, uno de sus poemas más elocuentes
a partir del sentido metafórico del laberinto. “Beatrice” se llama la composición donde el yo rico
recuerda la escena infantil en que una niña le cubría los ojos con sus manos para recorrer los
pasillos de la casa: “Ponme tus manos en los ojos / para guiarme como a un ciego / por el fantasmal
laberinto / de mi oscuridad y mi silencio” (Bergamín, 2004a, p. 130). Insertarse a ciegas en el
laberinto propio se torna aquí propuesta explícita. Desde luego que el contexto del exilio potencia
los significados comunes de ese laberinto tanto en Bergamín como en Zambrano. De hecho, puede
afirmarse que con distintos presupuestos el sentido metafórico del laberinto resuena de
manera semejante en la obra de esta autora, quien también parece alinearse con la emergencia de
una filosofía irracionalista de raigambre unamuniana. Si bien su categoría de razón poética se
relaciona además con la valoración de una razón íntegra propugnada por José Ortega y Gasset,
Zambrano consolida, en palabras de José Luis Abellán:
la necesidad de un saber del alma y de un orden interior que resulta inapresable por
la filosofía racionalista y la razón científica, nos remite a un saber más amplio y
radical dentro del cual pueda florecer este delicado saber de las cosas del alma.
(1998, p. 261).
Al respecto, en su libro sobre Unamuno publicado tardíamente, pero escrito hacia 1940
Zambrano analiza Vida de don Quijote y Sancho como guía espiritual, género acorde a una idea
muy propia de su autor: “forma del pensamiento paternal en que alguien, acuciado por la pasión,
quiere conducir a un pueblo a través del laberinto de su destino” (2017). Esta idea de que España
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se encuentra inmersa en el propio laberinto de su historia emerge entonces nuevamente en el uso
zambraniano de la metáfora tal como aparece en El sueño creador, volumen de 1966. Allí, en su
sección “La novela: Don Quijote. La obra de Proust”, la autora insiste:
El tiempo es laberíntico, porque posee plurales dimensiones, y no sólo las del
tiempo sucesivo, que no son sino una de las modalidades del tiempo. El tiempo, si
cabe la expresión, es esencialmente múltiple. Y por ello puede ser camino del
humano trascender que ha de cumplirse en la realidad. Revelar la realidad, salvarla,
exige un tiempo múltiple. (Zambrano, 1986, p. 86).
Tal como puede notarse, la metáfora del laberinto resulta fundamental para el concepto del
tiempo zambraniano. Y el tiempo, en este sentido, se torna pilar necesario de su aspiración a otro
tipo de historia, ya no trágica. Tal como había dejado claro en 1958 dentro de Persona y
democracia: la historia sacrificial, Zambrano considera que el tiempo histórico depende de la
tensión que provoca el futuro. Como si se tratara de un hilo de Ariadna, el porvenir tensa cierta
dirección provisoria que mitiga el natural padecer del laberinto del tiempo. “No podríamos vivir
sin esta presión del futuro que viene a nuestro encuentro”, afirma Zambrano (1988, p. 18). Ahora
bien, a partir de esta idea la autora consigue pensar el tiempo histórico desde un retorno a la
conciencia subjetiva. A su juicio, “individuo humano lo ha habido siempre, mas no ha existido, no
ha vivido, ni actuado como tal hasta que haya gozado de un tiempo suyo, de un tiempo propio”
(Zambrano, 1988, p. 20). ¿Pero qué entiende Zambrano como tiempo propio del individuo?
Aparentemente, su planteo contiene la necesidad de una nueva percepción del “laberíntico” tiempo
histórico o, mejor aún, de una nueva conciencia subjetiva frente al enigma de la historia.
Nuevamente, en términos de Blumenberg, si la metáfora absoluta contiene una verdad pragmática
capaz de orientar la reflexión según los intereses de una época (2003, p. 63), puede opinarse que
el laberinto habilita en Zambrano como antes en Bergamín la apertura hacia una nueva
filosofía capaz de evitar la historia cristalizada (¿erudita?) y de reorientar al sujeto hacia su propia
interioridad.
En este sentido, como forma de salir de la “estructura sacrificial de la historia humana” (p. 7),
Zambrano propone entrever “la realidad que acecha y gime dentro de la Esfinge” (p. 13), monstruo
mítico que en su planteo representa a la propia historia. La autora piensa la imagen del monstruo
como metáfora de lo histórico y a la vez como reflejo del propio individuo. Y es ese individuo
quien solo podrá adquirir renovada conciencia enfrentándose con el enigma que late dentro de la
Esfinge y que no es otro que el del hombre atrapado entre el pasado y el porvenir.
Zambrano considera que la historia verdadera solo puede nacer a través de la conciencia
perpleja frente a ese enigma. La clave para sortear el laberinto del tiempo será, entonces, poder
habitarlo desde un encuadre contencioso. Enfrentar la historia sacrificial cuestionando su ciclo
trágico implica experimentar el tiempo laberíntico (es decir, salir de su perímetro) y evidenciar su
mascarada impuesta. “La historia trágica se mueve a través de personajes que son máscaras, que
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han de aceptar la máscara para actuar en ella como hacían los actores en la tragedia poética” (1988,
p. 44), señala Zambrano. Para hacer nacer una nueva conciencia, se necesita, entonces,
desenmascarar el aspecto trágico de lo histórico y constituir una nueva filosofía cuya función
movilizadora resulte contraria a la erudición. Comenta Zambrano: Es extraño y creo que poco
observado, el que las personas que gozan de eso que se llama sabiduría’, reducen la historia, la
disuelven, y en ocasiones, hasta llegan a anularla” (1988, p. 48). Y añade:
Esa parece haber sido siempre su función en las comunidades donde habitan; se va
a ellos con el cuento de aquello que pasa para que lo reduzcan a razón, para que
hagan que no siga pasando, o que sea como si hubiera pasado. El sabio a estilo
antiguo, ha tenido la función no declarada de neutralizar las historias. (Zambrano,
1988, p. 48).
Si la erudición es entonces un saber que ha servido para “neutralizar” la historia, la filosofía
emergente implicará otro tipo de saber, uno capaz de despertar la conciencia histórica de forma
renovada. En otra sección de El sueño creador, Zambrano analiza la idea de personaje-autor desde
la propia Antígona, y allí sostiene:
El despertar, cada despertar, es un sacrificio a la luz, del que nace, ante todo, un
tiempo; un presente en que la realidad entra en orden. El fruto de la tragedia no es
un conocimiento, tal como el conocimiento es entendido, un saber adquirido. Se
aparece más bien como el medio que se necesita para que el hombre siga naciendo.
(1986, p. 69).
Si la erudición neutralizadora de la historia sacrificial había normalizado lo trágico en el
cauce de lo real, según Zambrano la tragedia poética podía permitir ahora la emergencia de un
saber nuevo. Presenta a Antígona, en este sentido, como ejemplo primario de una función
liberadora. Al respecto, explica:
Toda tragedia poética lleva en su centro un sueño que viene arrastrando desde lejos,
desde la noche de los tiempos y que al fin se hace visible. La visibilidad es la acción
propia del autor trágico y del sueño mismo trágico. Todo en principio está ahí, entre
el abismo infernal del ser humano, donde yace aprisionado, en sus propias entrañas.
El primer conato del ser, dentro del laberinto de las entrañas. (Zambrano, 1986, p.
60).
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Así, en Zambrano el tiempo laberíntico se vuelve múltiple. Al tiempo “naturalizado” de la
historia sacrificial se suma el del individuo cuya tragedia poética puede permitirle finalmente
sondear el instante desplegado por el cual haga nacer la conciencia de otra historia posible. Una
historia factible de ser encontrada, ahora sí, en el laberinto interior de sus entrañas. Porque, si la
tragedia poética muestra al hombre aprisionado en el laberinto de sus entrañas, desentrañarlo
dependerá de un nacimiento nuevo, de un despertar a la historia ya no cíclica ni sacrificial. Y esta
postulación compleja, fundamental en la cosmovisión zambraniana, debe mucho a la articulación
de lo laberíntico como metáfora absoluta, como índice de una nueva certeza sobre las aspiraciones
de la filosofía hispánica de posguerra, entre la tragedia y el retorno al yo.
Para concluir, conviene enfatizar que el nexo comparativo entre Zambrano y Bergamín reside
exactamente en ese núcleo de anti-erudición que porta la metáfora del laberinto y en cuyos diversos
usos ha podido señalarse la resistencia contra el saber libresco y superficial. Muchas fueron las
divergencias entre ambos autores, pero el laberinto los aúna en su recurrencia metafórica,
mostrando siempre la primacía de lo subjetivo. Como se ha demostrado ya, el laberinto aparece en
estos autores según la definición de metáfora absoluta que dio Blumenberg: es decir, como una
imagen capaz de sustentar ciertas certezas de su contexto, que en el caso de Bergamín y de
Zambrano pasaban en buena parte por la posibilidad múltiple del irracionalismo. De la ironía
bergaminiana contra los filólogos a su expresión de España como laberinto que se “entraña” a
mismo para comprenderse; así como también de la expresión de un tiempo “laberíntico” en
Zambrano hasta su evasión de la historia sacrificial, el laberinto asiste con sus expresiones a una
renovación del pensamiento filosófico de la modernidad hispánica. La borgeana melancolía de una
totalidad imposible quedaba relegada a la erudición decimonónica: reorientarse al laberinto
personal de la propia interioridad emergía como alternativa.
Tal como ha señalado Sánchez-Gey Venegas (1999), estas ideas contienen resonancias claras
del sentimiento trágico unamuniano. Y es desde el encuadre aglutinante que provee una metáfora
tan recurrente como la del laberinto que puede reconstruirse, entonces de forma cada vez más
detallada, la cohesión de un pensamiento irracionalista originado en Unamuno y presente luego
en las obras de Bergamín y de Zambrano. Pensamiento que acerca sus intentos en torno a una
filosofía “que se aventura por temas fronterizos” (Sánchez-Gey Venegas, 1999, p. 882) y que
busca incansablemente fundar un nuevo saber, un saber replegado sobre lo subjetivo y capaz de
imaginar una nueva historia para España, liberada ya de los laberínticos condicionamientos de la
erudición científica.
Referencias bibliográficas
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Notas
1
En carta a Francisco Rodríguez Marín el 6 de noviembre de 1900, Menéndez y Pelayo se queja de manera ferviente
contra el intento del Marqués de Jerez de deshacerse de su biblioteca: Y para colmo de aflicción, llegan a mi oído
rumores, que no creo y que enérgicamente he desmentido, de que nuestro amigo el Marqués de Jerez trata de enajenar
o ha enajenado ya su singular y maravillosa colección de libros de literatura española. Mayor desastre y más
irremediable sería éste que los de Cavite y Santiago de Cuba, y pido a Dios que no se confirme; aunque voy pensando
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Zambrano y una metáfora anti-erudita, pp. 265-279.
que Dios nos ha dejado de su mano” (Menéndez y Pelayo, 1982-1991). Es sorprendente en este marco la identificación
entre ambas “tragedias”: perder Cuba y “enajenar” una importante colección de libros de literatura española se
plantean como desastres paralelos.
2
En su ensayo “Sobre la erudición y la crítica” (de 1905), Unamuno arremete contra lo erudito, distanciándose de su
preferencia por lo muerto. Señala que “es Don Quijote mismo, el hombre, el que me atrae, y no el Quijote, no el libro”
(Unamuno, 1951, pp. 720-721). Desde esta frase que parece cifrar toda una reformulación de la crítica literaria
ortodoxa, golpea nuevamente la cercanía entre historia literaria y ciencias naturales: “Todo ello, como se ve, está a la
mayor distancia posible de los trabajos de erudición, para los que me siento con poca aptitud y menor deseo. Teniendo
como tengo seres vivos en torno mío, me interesan poco los fósiles y me noto con poquísimas aficiones a la
paleontología” (Unamuno, 1951, p. 721).
3
De hecho, este grado de conciencia queda claro en la intimidad de sus ironías sobre la propia erudición del
santanderino: la figura de Menéndez y Pelayo no quedó fuera de ese obsesivo registro que Adolfo Bioy Casares llevó
durante casi cuarenta años de las conversaciones que solía mantener con Borges en cenas, sobremesas e incluso en
charlas telefónicas. Ese es el caso de la anotación del martes 12 de junio de 1956, cuando Bioy le comenta a su amigo
que el tema de la Historia de las ideas estéticas en España le parece interesante: “un inventario de ideas estéticas”,
dice, “aunque a veces el tratamiento es superficial” (Bioy Casares, 2006, p. 168). Borges, con una ironía devastadora,
duda de los mitos hiperbólicos que corrieron sobre el santanderino y relativiza los dichos de Miguel Artigas en la
edición del programa de cátedra menéndezpelayano. Ante la fama de que recordaba todo lo que había leído, de que
sabía dónde estaba cada uno de los libros de la Biblioteca Nacional de Madrid, de que leía una página con cada ojo,
Borges se pregunta: “¿Tenía también dos mentes? ¿Sugiere, acaso, que era esquizofrénico? Parece que no tuvo vida
privada. Mucha salud, mucha facilidad para trabajar, para escribir, para leer. Emprendía sin pereza obras en varios
tomos. Murió por agotamiento y falta de ejercicio, a los cincuenta y tantos años, lamentando no poder seguir con sus
libros” (p. 169).
4
Tal como lo han explicado Manuel Suances Marcos y Alicia Villar Ezcurra en su detallado trabajo al respecto, el
irracionalismo ha sido equiparado muchas veces con el antirracionalismo. Y, sin embargo, ambas serían opciones
radicalmente distintas: “los irracionalistas abogan por la lucidez y se enfrentan no tanto a la razón, como a un modo
de entenderla, a una razón abstracta, intelectualista y ajena a la vida” (Suances Marcos y Villar Ezcurra, 1999, p. 14).
En este sentido es indudable que en España la línea de pensamiento irracionalista cohesionó buena parte de la
genealogía anti-erudita.
5
Con respecto a esta contienda, la detracción unamuniana de Menéndez y Pelayo fue recurrente. Incluso mucho
después de la muerte del santanderino, el 10 de mayo de 1932 publica Don Marcelino y la Esfinge”, en El Sol de
Madrid. Alude allí al antiguo maestro definiendo su obra de erudición histórica como superficie carente de filosofía
(en las antípodas de su propuesta personal de una crítica intrahistórica, escudriñadora de la verdad “profunda” de los
textos): Y yo, que fui su discípulo directo y hasta oficial, que le quería y le admiraba, tengo motivos para creer
que la honda filosofía, la contemplación del misterio del destino humano, le amedrentó y que buscó en la erudita
investigación, un anestésico, un nepente, que le distrajera. No se atrevió a mirarle ojos a ojos humanos a la Esfinge, y
se puso a examinarle las garras leoninas y las alas aguileñas, hasta contarle las cerdas de la cola bovina con que se
sacude las moscas de Belzebú. Le aterraba el misterio” (Unamuno, 1952, p. 403).
6
María Teresa Santa María Fernández opina acertadamente que la caracterización de Valle resulta positiva “en esta
obra que satiriza de todas las formas posibles la labor filológica de intentar medir, explicar y constreñir las palabras a
meros sonidos sin significado real alguno” (2016, p. 30).