https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35977

Modernismo, neobarroco y enfermedad

Ignacio Iriarte

Universidad Nacional de Mar del Plata/Conicet iriartelignacio@gmail.com.

ORCID: 0000-0002-4596-3164 Recibido 10/06/2021. Aceptado 23/09/2021

Resumen

En este trabajo me ocupo de las relaciones entre literatura, enfermedad y sexualidades estableciendo una comparación entre los fines del siglo XIX y XX. En la primera parte, abordo “Psicopatía”, un cuento de Enrique Gómez Carrillo. A partir de él, elaboro una grilla que divide la normalidad y la enfermedad a través de la dupla firme/infirme. Luego describo las trasposiciones metafóricas de esta idea en los campos de la moral, la sociedad y las sexualidades a través de textos de Enrique José Varona, La prostitución en la ciudad de La Habana, de Benjamín de Céspedes, y algunas reseñas sobre la obra de Julián del Casal. Mi primera hipótesis es que la conjunción entre las sexualidades prohibidas, la enfermedad y la ruptura de la representación produce las condiciones de emergencia del neobarroco. Luego, analizo las formas en las que Néstor Perlongher retoma estos temas en La prostitución masculina. Mi segunda hipótesis es que el neobarroco se organiza sobre la grilla normal/anormal, firme/infirme que produce el modernismo. Al final del trabajo abordo el planteo de Perlongher sobre la desaparición de la homosexualidad tras la irrupción del sida y exploro sus consecuencias en la literatura.

Palabras clave: enfermedad, sexualidades, modernismo, neobarroco

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Ignacio Iriarte, Modernismo, neobarroco y enfermedad, pp. 149-167.

Modernism, neo-baroque and disease

Abstract

In this text, I analyze the relationships between literature, disease and sexualities, establishing a comparison between the end of the 19th century and the end of the 20th. In the first part I describe “Psicopatía”, a short story by Enrique Gómez Carrillo and I develope a grid that divides normality and disease through the firm / infirm pair. Then I describe the metaphorical transpositions of this idea of disease in the fields of morality, society and sexualities through the analysis of texts by Enrique José Varona, La prostitución en la ciudad de La Habana, by Benjamin de Céspedes and some reviews on the work of Julián del Casal. My first hypothesis is that the conjunction between forbidden sexualities, disease and the rupture of the representation produces the emergency conditions of the neo-baroque literature. Then I analyze the ways in which Nestor Perlongher takes up these themes in La prostitución masculina. My second hypothesis is that the neo-baroque literature is organized on the normal / abnormal, fime

/unstable grid that modernism produces. At the end of the work, I analyze Perlongher's approach to the disappearance of homosexuality after the outbreak of AIDS and I explore its consequences in modern literature.

Keywords: disease, sexualities, modernism, neo-baroque

1

Enrique Gómez Carrillo le dedicó varios de los textos que compila en Almas y cerebros al tema de la enfermedad. Si fuéramos más amplios, podríamos decir que casi todo el libro trata sobre las relaciones de la literatura con la enfermedad, en la medida en que las crónicas que hace sobre escritores, como Emile Zola, las rozan de una manera clara. Esto acaso se deba a que existe un valor que atraviesa todos los textos, que es el de la rareza. Palabra clave del modernismo puesta en primer plano por Rubén Darío en un libro que a Gómez Carillo no le pareció tan raro; se trata de un concepto que transforma los valores estéticos en algo puramente histórico, desalojándolos del sitial platónico en el que todavía podían llegar a resistir. Lo raro es lo nuevo, lo que rompe la norma, aquello que está más allá, y lo raro es también, muchas veces, la búsqueda por parte de la literatura de la enfermedad.

En “Psicopatía”, uno de los cuentos del libro, Gómez Carrillo expone esto con gran claridad. Contiene un argumento simple, casi diríamos que podría funcionar como un esquema de esa novela mucho más sutil que es De sobremesa. Un escritor se encuentra sentado en el café habitual y no encuentra nada agradable para leer. Los diarios tienen noticias por demás serias y aburridas: ocupan esas páginas informaciones sobre la alianza franco-rusa, el equilibrio europeo y lo que presumimos son las demarcaciones territoriales. Para enojo del narrador, no hay nada liviano que leer, ni siquiera la crónica de un escándalo mundano. Para colmo, tiene enfrente al doctor Lariviere, un hombre viejo y circunspecto que lee el diario El Tiempo con profunda atención. A la pregunta sobre si es muy interesante, Lariviere le contesta lo siguiente:

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Todos los periódicos serios –contestóme- son dignos de ser leídos con interés; y si usted no encuentra nada que le guste ni en La Libertad, ni en La Gaceta, ni en el Diario de los Debates, la culpa no es de los directores de esos diarios, sino de usted mismo, o, mejor dicho, de su enfermedad. (Gómez Carrillo, 1898, p. 34).

No sabemos de qué enfermedad se trata, pero la oposición que hace Lariviere, un émulo satírico de Max Nordau, es de por sí interesante, porque pone de manifiesto una suerte de grilla en la que, de un lado, coloca los asuntos serios que tratan los diarios, asuntos que, como acabo de decir, están referidos a los conflictos territoriales de Europa, mientras que, del otro lado, queda una forma de la enfermedad cuyos síntomas no solamente son el desinterés por esos temas, sino también la inclinación por temáticas livianas como los escándalos mundanos. La normalidad está del lado de las ideas profundas, de las que por lo demás se ocupan los hombres, es decir, los varones. Esta distinción hace juego con otras que aparecen en la reflexión que hace el narrador:

¿Mi enfermedad? La frase me pareció curiosa. ¿De qué enfermedad quería hablarme el doctor? Porque, realmente, yo siempre había sido robusto y a nadie más que a Eliodoro de Cramentino, un escritor italiano discípulo de Lombroso, de Max Nordau y de Pompeyo Gener, habíasele ocurrido llamarme ‘masoquista degenerado en grado máximo’ a causa de mi novela sobre los misterios carnales del ocultismo parisiense. (Gómez Carrillo, 1898, p. 34).

Los nombres exagerados hasta la parodia no invalidan el hecho de que las distribuciones de valores están organizadas de una manera precisa. Si bien despiertan suspicacias en el narrador, no dejan de apuntar a una nomenclatura que se maneja con seriedad. En esta reflexión encontramos, primero, la apreciación de que, a pesar de lo que dice el médico, se siente robusto. La condición robusta de un cuerpo no es un dato menor, ya que nos recuerda el significado etimológico de enfermedad. Un cuerpo enfermo es un cuerpo que es infirmitas, es decir, que no tiene firmeza, algo que refleja ciertas formas de la enfermedad que podemos llamar características, porque alguien enfermo suele estar acostado, siente ciertas debilidades, etcétera. El sentido oculto, la no firmeza, es clave para establecer trasposiciones metafóricas desde el cuerpo a los asuntos morales, las enfermedades psíquicas e incluso las enfermedades sociales. Por ejemplo, “robusto” hace juego con las ideas serias que transmiten los diarios, que contienen noticias sobre el equilibrio europeo, algo importante, decisivo, que está en línea con la nacionalidad y que, por consiguiente, debe apreciarse en toda su firmeza. En cambio, las lecturas placenteras que busca el narrador son más difusas y mundanas, por ejemplo, el relato de algún escándalo, pero también lindan con lo marginal, como la noticia sobre algún crimen. Ese deslizamiento metafórico se encuentra planteado abiertamente en la cita que acabo de reponer, dado que el narrador reconoce que una novela sobre los misterios carnales del ocultismo parisiense llevó a otro médico a calificarlo como masoquista degenerado. La oposición inicial se completa, entonces, con el ocultismo, los misterios carnales, pero también con la sexualidad, de modo que lo

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que tenemos del lado normal es una represión firme de las pulsiones sexuales al mismo tiempo que una voluntad igual de firme por mantener una vida que, en este punto, podemos llamar con el nombre de burguesa.

La explicación de Lariviere no se demora. Le comenta los avances que la medicina ha hecho sobre las “enfermedades ideológicas y sensitivas” y le dice que “los medicamentos son tan agradables, casi sólo lecturas sanas, reacciones estéticas y morales, aventuras que obran de una manera refleja en el sistema nervioso” (p. 36). Tanto argumenta el médico que el narrador termina por ir al consultorio para inquirir más de cerca las prácticas que realiza. En ella descubre que asisten como pacientes artistas de los más variados, entre los que se encuentra un pintor al que admira profundamente. Entonces el médico le explica que padece de “titlación cerebral”, lo que “le obliga a buscar matices que no existen en la naturaleza, a tratar de descubrir detalles invisibles, a combinar sus colores de manera que produzcan reflejos inverosímiles” (p. 40). Luego le habla de un lienzo de 1897 en el que se ven “prismas de luz filtrada y esas gamas complicadas de tonos fuertes sobre tonos pálidos [que] bastarían para asegurar que el autor está gravemente enfermo de titilación, de ´vicio supremo´ como diría ese grafómano de Peladán” (p. 40), en alusión a la novela de este autor. Robustez, ideas serias, lecturas sanas y, ahora, realismo se enfrentan al desenfreno sexual, el ocultismo, los chismes y una desvinculación del producto artístico de la realidad, lo que supone, en otras palabras, una ruptura de la representación. Todo puede pensarse como organizado por un cuadro metafórico presidido por los semas firme/infirme, como si la robustez pasara a la cuestión ideológica y esta estuviera presidida por la representación clara y distinta de la realidad y el control sobre las pulsiones sexuales.

Tras escuchar algunos casos más, el narrador se despide del médico y concluye el cuento con una interesante reflexión:

—Hasta mañana, —le dije.

Pero, naturalmente, no volví nunca. ¿A qué había de volver? ¿A que me curase, convirtiendo mi locura en idiotez? No; yo he tomado ya mi determinación definitiva; y puesto que en el mundo de las letras es necesario escoger entre la Burguesía y la Enfermedad, me quedo con la Enfermedad. (Gómez Carrillo, 1898, p. 44).

El argumento es simple, no así las relaciones que se plantean acá entre la normalidad, el arte y la enfermedad. Por una parte, hay una superposición, aunque no una confusión, entre el valor estético de lo raro y la enfermedad. Esa superposición obedece a que lo enfermo, en términos de lo no firme, pero también bajo la forma del irrealismo, la mundanidad, los devaneos por los márgenes, constituye en el arte una forma de la rareza. Al romper con las orientaciones universales a la manera del clasicismo, el valor estético se transforma, como dije antes, en algo puramente histórico, de modo que no hay ideas puras sobre lo bello, sino una constante subversión de lo que ya está aceptado y vulgarizado.

Gómez Carrillo lo muestra en otro texto de Almas y cerebros, una crónica sobre Jean Lorrain. En ella escribe lo siguiente:

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De 1860 a 1896, en efecto, el gusto ha cambiado casi radialmente. Cuando los precursores del naturalismo artístico comenzaron a escribir, lo ‘raro’ era el japinismo, el prerrafaelismo y el wagnerismo. Hoy las estampas de Outamaró, los lienzos de Boticelli y las épocas de Wagner, sin tan conocidas como las cabezas de Rafael y las sinfonías de Rossini, por lo cual Lorrain ha tenido necesidad de buscar sus extraños ideales en fuentes menos popularizadas y más capaces de producir sorpresas estéticas.

Una de esas fuentes ha sido el éter. (Gómez Carrillo, 1898, p. 127).

A menudo indistinguibles, la droga y la enfermedad aparecen en el modernismo como aquello que promete salir del ámbito garantizado de lo burgués. Pero si la apuesta es más compleja de lo que parece es porque, al tratarse de una dialéctica histórica entre lo normalizado y lo nuevo, el arte y la literatura necesitan de las definiciones de la medicina y sus prescripciones sobre la normalidad. Sin el psiquiatra no hay cuento (lo mismo podríamos decir de la novela De sobremesa) porque se necesita la norma para transgredirla. En El triunfo de la religión, Jacques Lacan señala algo que podemos trasponer en este terreno al hablar sobre la ley y el pecado en San Pablo: para el autor de la epístola a los Corintios alguien solo conoce el pecado cuando se ha impuesto la ley, de modo que el deseo es el reverso de la ley, de la misma manera que la enfermedad y la rareza, en la literatura modernista, son los reversos de la robustez ideológica y corporal del buen burgués.

2

Con textos como el que acabo de comentar, el modernismo inauguró una relación del arte con la enfermedad que se mantendrá durante todo el siglo XX. Como dice el narrador al final de “Psicopatía”, esa relación consiste en llevar la literatura fuera de la normalidad, hacer hablar la sexualidad y el crimen. Por enfermedad me refiero a todo el espectro que acabamos de ver con el cuento de Gómez Carrillo, lo que significa que se trata también de los erotismos que rompen con la lógica heteronormativa o que coquetean con esa ruptura. En este trabajo me interesa ver cómo funciona esta relación a fines del siglo XX, pero antes me parece importante profundizar en un aspecto del siglo XIX que está relacionado con la sexualidad.

Buena parte de la crítica ha resaltado este tema luego de los trabajos pioneros de Silvia Molloy, recopilados en Poses de fin de siglo, y Erotismo y representación en Julián del Casal, de Oscar Montero. Me interesa este último libro sobre todo porque ilumina una zona muy interesante del escritor cubano, especialmente cuando se detiene en algunas reseñas de época y en un trabajo que toma como matriz de metáforas médico-críticas: La prostitución en la ciudad de La Habana, de Benjamín de Céspedes.

El libro de Céspedes es un ejemplo extraordinario de la forma en la que se produce lo que llamé la trasposición metafórica de la enfermedad biológica a la moral y a la sociedad en general. Esto se advierte desde el prólogo de Enrique José Varona, quien en el primer párrafo presenta la decadencia de la sociedad por medio de metáforas tomadas de la corrupción de los cuerpos:

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No hay espectáculo más triste en la historia, que el de los periodos en que las creencias entran en descomposición. La lenta agonía de lo que se ha llamado civilización cristiana, va acompañada de fenómenos idénticos a los que marcaron tan profundamente la disolución del mundo greco- romano. La corrupción más grosera se extiende como inmensa mancha oleaginosa por todo el cuerpo social, hipócrita, afeitada, dorada, en las clases que disfrutan del poder y la riqueza, impúdica, naturalmente cínica, bestial a veces, en las clases condenadas a la miseria y la ignorancia. (Varona, en Céspedes, 1888, p. 7).

Pocos párrafos dejan ver de manera tan clara la transferencia metafórica del cuerpo a la sociedad que se produce por medio de la posibilidad que abre el tema de la putrefacción, la decadencia y, nuevamente, la falta de firmeza. Todo eso lleva a que tenga una revelación de su carácter metafórico el empleo del concepto cuerpo social, porque para pensar la enfermedad social es necesario reducir a la sociedad a una imaginería corporal. Varona afirma enseguida que se trata de un problema que afecta a la civilización cristiana, causado por la represión con que enfrentó los impulsos sociales, lo que provocó una explosión por otro lado de libertinaje.

En la misma línea, para comprender el crecimiento de la prostitución Céspedes toma como elementos clave la trasposición metafórica de los síntomas somáticos. Desde su punto de vista, uno de los factores que acrecientan este mal es el calor de los trópicos: “En nuestro medio social contemporáneo, reina hoy esa calma ecuatorial, bochornosa que deprime las fuerzas, relaja las fibras y provoca el malestar de la vida” (Céspedes, 1888, pp. 95-96). Pero ese bochorno no afloja los cuerpos, es decir, no los enferma solo a ellos, sino que debilita los ideales, dando como resultado el panorama de corrupción que acaba de describir Varona: “Una generación enervada camina a tientas, sin guía ni ideales, como un rebaño de bestias cansadas” (Céspedes, 1888, p. 96). Los valores se tornan in-firmes, de la misma manera que ese debilitamiento afecta los lazos sociales:

Reina, entre nosotros, esa disgregación de la muerte en todas las voluntades, la flojedad y el desmayo de los débiles o fatigados, para recabar cualquiera obra salvadora. Este enervamiento y postración del cuerpo social, nos dispone a transigir, hasta en el trato privado con la inmoralidad el vicio y la prostitución. (Céspedes, 1888, p. 96).

Para Céspedes, semejantes males se agravan cuando se trata de la prostitución masculina. En su libro describe “las actitudes grotescamente afeminadas de estos tipos que van señalando cínicamente las posaderas erguidas, arqueados y ceñidos los talles” (Céspedes, 1888, p. 191). Pero lo más notables es que reaparece la idea de lo ablandado al señalar que el semblante de estas personas, cubierto de carmín y polvos de arroz, es “ignoble y fatigado” (Céspedes, 1888, p. 191). Esa flojedad se transmite a lo moral, de modo que los prostitutos se abandonan a todo tipo de vicios: “Son desaseados y alcoholistas… han nacido sin instinto moral” (Céspedes, 1888, p. 191) y propagan las enfermedades venéreas.

Como demuestra Oscar Montero, este sistema conceptual se traslada a la crítica literaria. Ya en el prólogo de Varona se puede ver esta trasposición: en un momento

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retoma los comentarios de Alejandro Dumas (hijo) sobre la importancia que adquiere la cortesana en la literatura y luego concluye que “el arte mismo, invocando hipócritamente una teoría de oposición, se ha puesto sin rubor al servicio de los apetitos más sensuales, y los Petronios del siglo XIX toman el primer puesto en la literatura europea” (Varona, en Céspedes, 1888, p. 8). Pero como indica Montero, esa transferencia tiene una importante visibilidad en algunas de las reseñas de Hojas al viento y Nieve, de Julián del Casal.

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Voy a tomar tres reseñas de época de los libros de Julián del Casal. La primera la firma Nicolás Heredia, se publica en Puntos de vista, La Habana, en 1892, y está referida a Hojas al viento, el primer libro del escritor cubano. En ese texto, el crítico rechaza con duros términos las innovaciones que propone Casal y para eso utiliza un sistema conceptual que se ve con claridad que está tomado del campo de la medicina. Conecta con la terminología de Céspedes, pero también con la concepción que utiliza Gómez Carrillo en “Psicopatía”, lo que recuerda que esos usos están muy extendidos en la época, constituyen una koiné, es decir, una lengua común, como podemos ver en la importancia que adquieren las figuras de Max Nordau y Pompeyo Gener, o en un texto anterior como La novela experimental, de Emile Zola.

En su reseña, Heredia comienza haciendo un diagnóstico general sobre la situación actual de la literatura. Desde su punto de vista, esta se encuentra dividida entre aquella que se inclina por la celebración de ideales robustos y aquella otra que se vuelca del lado de la infirmitas. Al principio de su texto se pronuncia de manera normativa en ese sentido y señala todo un ámbito viril en el que viven o vivieron a los que llama los “poetas ilustres”: “aún viviendo entre las dificultades y violencias del antiguo régimen y aún siendo víctimas de la preponderancia absoluta de los intereses materiales, nunca perdieron la fe en su noble empresa” (Heredia, 1978, p. 416). Se trata de ideales robustos que están destinados al servicio de una visión de futuro que podemos considerar como una de las claves del fortalecimiento de la nación, pues se trata de escritores que por ese medio hicieron “una revelación anticipada de futuras transformaciones” (Heredia, 1978, p. 416).

En contraste con esto se encuentra el decadentismo1. Para Heredia, esa cuestión está clara en relación con Casal:

En Casal, si juzgamos por sus Hojas al viento, no vibra la cuerda sonora de la esperanza. Es un caos exótico, una manifestación extraña, entre nosotros, de esa enfermedad que hace estragos por el mundo con el nombre de decadentismo o modernismo decadente. (Heredia, 1978, p. 416).

La decadencia como enfermedad, como infirmitas, como lo infirme, se abre paso a lo largo del texto. Heredia (1978) considera que el decadentismo es “una escuela sin ideales definidos y, por lo tanto, propia de “espíritus gastados y de una sociedad envejecida” (p. 416). En ese marco, en el que la infirmitas se opone a la robustez de los ideales, reaparece otro de los elementos que se encontraba dentro de la grilla de Gómez Carrillo, que es la pérdida de relación entre las palabras y sus referentes o las ideas

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significadas. Así, el decadentismo se abandona a un “trabajo exquisito de la forma que viene a sustituir la falta de savia ideológica y la ausencia de un propósito fecundo” (Heredia, 1978, p. 416), y estas características se revelan como “síntomas de disolución moral que pululan como gusanos en las sociedades europeas… debilitadas por exceso de placeres [a causa de que] el hombre es allí víctima de sus goces” (Heredia, 1978, p. 416). Para Heredia (1978), en esa situación los escritores apelan “a lo exótico, a lo inusitado, a lo extravagante” (p. 417), es decir, a lo raro que señala Gómez Carrillo. Por esa razón, espera que Casal “se enamore de un ideal robusto, dejando a un lado ese decadentismo malsano” (Heredia, 1978, p. 418).

En estas apreciaciones, juega un rol importante la desarticulación de la palabra respecto de las ideas. Se trata de un juego ornamental que ya habíamos visto en “Psicopatía”, pero que con Casal empieza a afirmarse también alrededor de la literatura. Esto mismo se encuentra en la segunda reseña a la que me voy a referir. Se trata de un texto también muy negativo que Wen Gálvez publica sobre Nieve en El Fígaro, La Habana, en 1892. En él encontramos muchas ideas que ya se encuentran en Heredia. Para Gálvez (1978), el decadentismo “no es otra cosa más que la exageración o descomposición del idealismo” (p. 431). Pero si repite lo ya dicho, reprocha especialmente el exceso de adornos, utilizando como elemento estigmatizador el nombre de Góngora:

Algunos disculpan su escuela, admitiéndola como género literario, y se fundan en que todos los géneros bien cultivados son buenos, pero olvidan que no se trata de un género sino de una moda que, moda al fin, tiene que pasar. Durará más o menos tiempo, y cuando se opere la reacción, que ya se está operando en Francia, caerá en el mayor de los descréditos, como producto gastado, como un gongorismo insufrible. Ya es rechazado por el público que no se deja alucinar por los oropeles de que está revestido. (Gálvez, 1978, p. 431)2.

En su reseña de Nieve, Varona habla de Góngora, el gongorismo y Polifemo, reprocha que algunos conceptos nuevos del libro “no logran añadir ni fuerza, ni claridad, ni elegancia a la expresión” (Varona, 1978, p. 437). Luego hace un reproche a las lecturas y modelos de Casal y añade un concepto clave:

Todavía Casal puede hojear menos a Verlaine, Aicard, Moréas y demás poetas menores de las escuelas decadente y simbolista, y consultar más su corazón y su oído. Todavía puede evitar el terrible escollo hacia el cual parece desviarse, el amaneramiento. (Varona, 1978, p. 437).

Varona no emplea la palabra en el sentido de la gestualidad corporal. No está diciendo que es amanerado porque linda con ciertas inclinaciones sexuales que todavía no tienen nombre, porque el concepto de homosexual aún no circula en español. Pero para el análisis, de todos modos, se puede presentir algo que se va a articular en torno de esa palabra. Como señala Montero a lo largo de su texto, lo no dicho y lo que, sin embargo, está presente en toda la obra de Casal es “el amor que no osa decir su

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nombre”. Se trata de una inclinación prohibida, marcada por la enfermedad, como acabamos de ver en Céspedes, que tiene como característica la falta de robustez y a la que empieza a asociarse el amaneramiento formal, que lleva a Góngora como nombre principal. De esa forma se comprueba lo que acabo de señalar con Gómez Carrillo: la literatura es el discurso que va, hasta donde puede, hacia lo prohibido, hacia lo maldito. Eso va a recorrer el siglo XX bajo diferentes formas. Una de ellas es la asociación que se va a establecer entre la homosexualidad y el exceso formal. Se trata, sin más, del caldo de cultivo de donde va a surgir el neobarroco.

4

Los nombres de la actualización del Barroco son conocidos. El primero de ellos es José Lezama Lima. En él se conjugan demasiadas cosas, pero quisiera mencionar tres líneas principales: 1) una firme convicción católica que lo lleva a leer el simbolismo como una poética que está orientada hacia un absoluto que solo puede comprender en términos religiosos; 2) una lectura constante y admirativa de la obra de Julián del Casal, que tiene como centro su ensayo “Julián del Casal”; 3) una estética del secreto que María Zambrano (1948) amplificó en un célebre ensayo, “La Cuba secreta”, donde señala que el origenismo representa el secreto del nacimiento de Cuba3.

Aunque la cuestión del secreto se expande a toda la nación, también funciona como una cuestión ligada a la sexualidad. Pocas cosas son tan reveladoras en relación con esto como su correspondencia con José Rodríguez Feo, no porque en ellas ambos se confiesen, sino porque mantienen un juego de seducción homoerótica ocultando el nombre y la revelación. Las formas en las que se llaman, en los encabezados, son elocuentes en este sentido: “Mi envidiable prestidigitador de adorables sonoridades” (Rodríguez Feo, 1991, p. 48), “Inestimable cherubini” (Rodríguez Feo, 1991, p. 51), “Querido Bubú” (Rodríguez Feo, 1991, p. 59), “Mi querida almeja” (Rodríguez Feo, 1991, p. 63), “Mi querida abejita” (Rodríguez Feo, 1991, p. 67) son algunos de esos apelativos. Podríamos decir que Lezama se preocupó por borrar toda mención explícita a la homosexualidad para guardar las apariencias, acercándose a la ambivalente sociedad victoriana de Oscar Wilde. Pero a la luz de Casal, Lezama parece haberse apropiado de ese juego ambivalente por medio del cual se dice a la vez que se calla, convirtiendo la sexualidad en un juego secreto que se hace en silencio y, por lo tanto, se representa en esa forma del velo que son las alusiones.

Estas formas de la alusión desaparecen en Severo Sarduy. El escritor que le puso a esta línea el nombre definitivo de neobarroco asumió de manera explícita la producción de un estilo voluntariamente sobrecargado con una corrosiva reivindicación de la homosexualidad, dos líneas que, en su caso, se conjugan en la figura del travesti, que reivindicó muy tempranamente en la novela Cobra y, luego, en el ensayo La simulación. Desde una mirada distante, Sarduy debería comprenderse como un escritor que inscribe su obra en la oleada de la revolución sexual que acompañó y, muchas veces, chocó con la revolución política de los años 60 y 70, acompañada tanto por la estética pop como por la transformación teórica que va del estructuralismo al posestructuralismo y tiene como eje lo que Lacan designó, en un artículo por demás complejo, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”. En Argentina, esa propuesta se definió como una alternativa a la politización de los años 70, como se puede ver en la ruptura de Germán García con la dirección de Los libros, ocasionada por el giro político que había tomado la publicación, lo que derivó en la creación de Literal y la conformación de un espacio no del todo solidificado, pero en el que se integraron

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blanchotianos y batailleanos como Oscar del Barco, lacanianos como García y esa forma extrema de la conexión de la literatura con la sexualidad que está representada por la obra clandestina (el concepto es de Nicolás Rosa) de Osvaldo Lamborghini (Rosa, 1997, p. 125)4.

A la luz de la articulación que el modernismo propone entre barroquismo y una sexualidad apenas atisbada y silenciada, podemos decir que parte de esta literatura puede comprenderse como una intensificación de la transformación de la palabra literaria en una forma de hacer hablar los márgenes de la vida burguesa. En este sentido, la literatura moderna está definida por la búsqueda de lo raro y, por consiguiente, por una dirección que la lleva hacia lo extraño y lo que está más allá de la normalidad. O bien, la literatura que se tiende en la línea modernismo-neobarroco es un discurso que está orientado hacia la infirmitas, la reivindicación de lo infirme, lo que supone tanto la articulación con las sexualidades disidentes como con las drogas y el exceso formal, entre otras características nodales. Pero, a la vez, si miramos a la distancia la línea modernismo-neobarroco, podemos decir que esa literatura fue, durante el siglo XX, un campo de experimentación que tensionó las normas haciendo hablar lo prohibido, de modo que incorporó lo que antes estaba del lado de la infirmitas dentro de un campo respetable como el del arte y la literatura. En ese sentido, la literatura estuvo a la vanguardia de nuevas producciones identitarias que tarde o temprano se fueron aceptando dentro de la normalidad. Este juego doble es consecuencia de la dialéctica entre la norma y lo raro instaurada por el modernismo a fines del siglo XIX. Para enfocarnos en la homosexualidad, podemos decir que la literatura se vinculó de manera transgresiva con ella, pero al mismo tiempo eso fue despojando a la homosexualidad de su condición marginal y, por lo tanto, fue borroneando el concepto de enfermedad que pesaba sobre ella.

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Voy a explorar este tema con la tesis La prostitución masculina. Perlongher defendió el texto en 1986, en el marco de una maestría en antropología social que cursó en la Universidad de Campinas. Se basó en un trabajo de campo que realizó entre 1982 y 1985 bajo la modalidad de observador participante en las zonas de prostitución de San Pablo. Al año siguiente publicó el libro en portugués original y, de acuerdo con lo que dice en una carta a Daniel Molina, se vendió muy bien: la primera edición, de 3000 ejemplares, se agotó en tres meses (Perlongher, 2016, p. 101). Me interesa el texto por tres razones iniciales: en primer lugar, porque muestra un nítido contraste con el libro de Céspedes sobre la prostitución en La Habana; en segundo lugar, porque ese contraste se apoya en el mismo esquema estructural de hegemonía/periferia que se traduce en marginalidad, criminalidad y enfermedad; y, en tercer lugar, porque Perlongher le da una inflexión literaria a su investigación, de modo que continúa la línea modernista a la que me acabo de referir en la medida en que la literatura aparece en la tesis como un discurso que puede hacer hablar a la marginalidad.

Reflejo de esto último es el rol que tienen los epígrafes a lo largo de su exposición. La tesis está encabezada por un fragmento de Animalaccio, de Roberto Echavarren, y casi todos los capítulos cuentan con un epígrafe literario: un poema de un autor que identifica como F., un fragmento de Roberto Piva, titulado “Visión de San Pablo a la noche. Poema antropófago con narcóticos”, una letra de Johnny Alf y un fragmento de “El niño proletario”, de Lamborghini.

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Me interesa el primero de esos textos. Se trata de un poema que aparece en O Corpo, que Perlongher (1993) describe como “un boletín gay de circulación restringida y aperiódica” (p. 25). En la tesis cumple un rol importante porque se trata del comienzo, después de hacer la presentación metodológica de rigor, mediante el cual se introduce en la zona de la prostitución y establece una primera mirada del campo en donde va a desarrollar su trabajo. Perlongher (1993) destaca que “se trata de una crónica poética de las circulaciones homosexuales en el ‘mundo de la noche’ paulista, escrita desde dentro de ese mundo” (p. 25). Entonces lo describe con cierta detención, señalando que el narrador y el colega del poema son identificados veladamente como prostitutos que recorren una avenida importante para la tesis. “Todo el conjunto —definido como un ‘supermarketing de pupilas frenéticas’— tiene un dejo entre sórdido y sombrío, denotado por alusiones al alcohol y a las drogas” (Perlongher, 1993, p. 26). ¿Por qué empieza con esta descripción? Perlongher (1993) contesta de inmediato: “La visión de F. hace las veces de una condensación abrupta, que nos introduce de lleno al ambiente donde las prácticas de prostitución que pretendemos estudiar se consuman” (p. 26).

Aunque se trata de una apuesta, digamos, instrumental (Perlongher describe el poema para introducir el tema del que va a tratar), hay algo que se mantiene desde el siglo XIX, pues lo que está en la base de ese texto es que articula la palabra con el deseo, es decir, con las sexualidades prohibidas y las drogas. De una manera explícita, el comentario del poema presenta el tema (la zona de prostitución y los comportamientos que ahí se registran), pero de manera secundaria presenta otra cuestión: la relación de la palabra con el deseo. Si bien la tesis de maestría se ocupa de la primera de estas cuestiones, lo hace pensando en que las sexualidades que pululan en las calles de San Pablo se apoyan en esa articulación tensa y por demás compleja.

Confirma esto de inmediato cuando hace una observación libre de la esquina de Ipiranga y San Juan (Ipiranga, San Juan y San Luis conforman la zona de la que habla en su tesis). Perlongher aparece como un flâneur benjaminiano, referencia que repone varias veces en su texto, y describe una masa de jóvenes de entre 15 y 25 años que se mueven por ahí. Se trata de prostitutos, prostitutas, clientes, entendidos, toda una masa que por ahora se revela caótica. Entonces, Perlongher reflexiona:

El acercamiento entre unos y otros, en aquello que parece inicialmente una gran confusión, no es generalmente directo: se entabla a partir de un juego de desplazamientos, guiños, miradas, pequeños gestos casi imperceptibles para un extraño, a través de los cuales se intercambian sutiles señales de peligrosidad, de riqueza y poder, de entendimientos. No mencionamos estos preámbulos barrocos sino para detenernos en un aspecto: en un locus de contornos aparentemente difusos y huidizos, toda una serie de demandas y ofertas sexuales se articulan. Esas articulaciones aparecen como casuales, libres o arbitrarias. Al conocerlas más de cerca se ve que, sin perder la calidad del azar, esas interacciones estaban recorridas por redes, más o menos implícitas, de signos. (Perlongher, 1993, p. 27).

Tanto el poema como la descripción libre que propone aparecen marcados como “preámbulos barrocos”. Me interesa el concepto por lo que acabo de señalar en relación con el siglo XIX, pero también porque en este caso remite a todo un sistema de veladuras

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y juegos de seducción solo reconocible por los entendidos. Perlongher señala una tensión ahí entre un deseo que no termina de decirse de manera directa y un juego de máscaras y gestos, palabras indirectas y miradas de soslayo, formas de entendimiento que permiten entrar en ese lugar y que demuestran la existencia de redes y signos, de un azar organizado. Uno de los temas de la tesis es ese deslizamiento entre el lenguaje y un deseo que no se deja capturar en la medida en que solo se puede entredecir. El foco de la tesis es ese. En otro momento se refiere a las nomenclaturas que se han creado en la zona de la prostitución para clasificar a todo aquel que participa de ella como cliente o prostituto. Se trata de un sistema muy sofisticado que Perlongher caracteriza como barroco:

El fenómeno se presenta, literalmente, como barroco: por un lado, una proliferación de significantes que capturan el movimiento pulsional, bajo una multiplicidad de perspectivas, sofisticando las codificaciones y haciendo cada vez más oscuro, hermético, obsesivo, el sistema. Simultáneamente, la proliferación en el nivel de los códigos posibilita, en indecible superposición, la emergencia de múltiples puntos de fuga libidinales, ‘hiancia’ de los significantes que se entrechocan. (Perlongher, 1993, p. 72).

Quisiera señalar las continuidades que estas apreciaciones mantienen con la literatura del siglo XIX. En primer lugar, por supuesto, se encuentra la colocación de la literatura en las zonas de la marginalidad. No es la tesis, sino los poemas, los epígrafes, como si Perlongher los colocara en la zona poemas-cartel. En este sentido, mantiene la idea de que la literatura se relaciona con lo prohibido, que, en este caso, está ligado a la sexualidad. En segundo lugar, Perlongher retoma algo que se encuentra en Casal y en Lezama Lima. Cuando en una de las citas anteriores describe el juego de disfraces y veladuras que articulan la seducción, dice que se trata de un lenguaje secreto, hecho para entendidos. Se trata de un juego carnavalizado (repite varias veces ese concepto bajtiniano), barroco, pero lo que lo caracteriza es que nunca se mencionan las intenciones de manera directa. Al igual que en Casal y Lezama, cuyas lenguas amaneradas dicen sin decir, la lengua alude, refiere a un silencio, señala lo no dicho. Pero, a la vez, Perlongher le da, con las nomenclaturas de la prostitución, una precisión nueva a estas dos cuestiones porque muestra que esa forma del decir es la forma con la que se señala el deseo. El deseo es lo que está más allá del lenguaje, pero, a la vez, es el lenguaje el que lo puede recortar. Algo semejante se encontraba en Gómez Carrillo, cuando mostraba que la literatura es interesante si articula con el más allá del deseo. Perlongher ha tomado esta idea y la ha capilarizado: en cada palabra, que impone su ley, se encuentra el más allá del deseo.

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La tesis de Perlongher tiene un componente político evidente. Podemos identificarlo comparando su texto con La prostitución en la ciudad de La Habana. En ese libro, Céspedes se sitúa del lado de la normalidad burguesa y estudia el flagelo de la prostitución como un intento de establecer un diagnóstico y proponer algunas intervenciones a fin de mantener bajo control ese mal que corrompe la sociedad. En

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Céspedes hay un diagnóstico constante que se basa en juicios morales. Por el contrario, Perlongher ni diagnostica ni enjuicia la prostitución. Pero esto no significa que proponga una mirada objetiva o imparcial. Describir sin valoraciones, como lo hace varias veces, el ejercicio de la prostitución por parte de casi niños de quince años es todo menos imparcialidad. Hay algo de provocación en esas descripciones, pero en relación con la mirada de Perlongher debemos decir que está articulada a partir de una celebración de lo que Céspedes o Varona llamarían la descomposición social. Si la medicina rechazaba la destrucción social, Perlongher la celebra, exacerbando la fuga literaria hacia los márgenes, de escritores como Casal y Gómez Carrillo.

Bajo esa mirada política, la tesis de maestría busca estudiar los cambios que se están produciendo en la sociedad por medio de la transformación de los valores y a través del foco que pone en la prostitución. Podemos verlo en las elecciones metodológicas que realiza Perlongher. En el primer capítulo, propone una serie de consideraciones acerca de cómo designar la zona de la prostitución que son mucho más que una elección terminológica. Primero, retoma el concepto de “región moral” de Robert Park. La propuesta “reposa en una concepción que divide el espacio urbano en círculos concéntricos: un cinturón residencial. Otro industrial y el centro” (Perlongher, 1993, p. 28). Ahora bien, el centro de una ciudad de ciertas dimensiones se transforma en una “región moral” porque “sirve al mismo tiempo como punto de concentración administrativa y comercial, y como lugar de reunión de las poblaciones ambulantes que ‘sueltan’, allí, sus impulsos reprimidos por la civilización” (p. 28). De esa forma, el centro de la ciudad “es también el lugar de la aventura, del acaso, de la extravagancia, de las fugas. Flujos de poblaciones, flujos de deseo” (Perlongher, 1993, p. 29).

Perlongher contrapone esta categoría a la “gueto gay” de Martin Levine, que se adapta a los barrios de predominio homosexual que ya existen en ciudades como Boston, Chicago, San Francisco y Los Ángeles. En ellas se puede ver una cierta concentración institucional, con la presencia de bancos y agencias de turismo, una cierta concentración de rasgos culturales que le dan identidad a la comunidad, como la predominancia de algunas modas y la presencia de una jerga, y una cierta concentración residencial.

Perlongher descarta esta idea de gueto gay para hablar de San Pablo. Se trata de una discusión interesante, pero en este contexto importa porque utiliza estos conceptos para formular una hipótesis histórica. Así, establece una periodización que, en el caso de Brasil o Argentina, habría que considerar como proyectada a futuro:

Habría, entonces, un doble movimiento. Por un lado, la predilección de los homosexuales por deambular en la ‘región moral’ habría sido históricamente la respuesta a la marginación a que la sociedad global los condena: ellos habrían encontrado allí un ‘punto de fuga’ para sus deseos ‘reprimidos’ por la moral social. Para decirlo en términos de Deleuze y Guattari, las poblaciones homosexuales se habrían ‘desterritorializado’ sobre la ‘región moral’, para ‘reterritorializarse’ en una ‘territorialidad perversa’, caracterizada por la adhesión a lugares de encuentro, hablar y códigos comunes. Pero el surgimiento de guetos gays a la moda norteamericana —con su concentración territorial y su identidad totalizadora— expresaría un refuerzo (y una mutación de sentido) de ese proceso de reterritorialización: las masas fluctuantes son sustituidas por poblaciones localmente fijas. Concomitantemente, las poblaciones de los

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guetos gays dejan de ser marginales y rompen sus vínculos de contigüidad con los restantes frecuentadores de la ‘región moral’. (Perlongher, 1993, p. 32).

El proceso implica una transformación de la hegemonía en el sentido de que anticipa una progresiva aceptación de la homosexualidad. Podemos ahora mirarlo desde el siglo XIX. En los textos de Gómez Carrillo vimos la inauguración de una relación de la literatura con lo raro que está planteada en torno de la enfermedad. Se trata del más allá de la normalidad burguesa. En el lado opuesto, Céspedes ataca la prostitución como una enfermedad que es necesario extirpar del “cuerpo social”. A través de una serie de trasposiciones metafóricas, él y Varona juzgan que la sociedad está enferma. A su vez, la crítica traslada esto al campo de la literatura. Más que un nombre preciso de una escuela, el decadentismo aparece casi como una categoría médica mediante la cual comprender que los escritores conectan con los deseos prohibidos y, a través de una exacerbación de la retórica, pierden la conexión de la palabra con la realidad inmediata. Todo esto se ordena alrededor de la dupla firme/infirme que permite juzgar como infirmitas el cuerpo, la moral, la literatura o la sociedad. Perlongher continúa en esa división, pero acentúa la forma en que los modernistas reivindicaban el campo de lo raro en términos de lo no burgués. A juzgar por lo que dice en la presentación histórica que acabo de citar, también acepta que la prostitución constituye un foco de transformaciones sociales. No habla de decadentismo o corrupción —palabras que emplean Varona y Céspedes—, pero coincide con ellos en que la sociedad burguesa está colapsando tal como se la comprendía.

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Ante un planteo como el que acabo de hacer surgen dos preguntas. Primero: ¿se logró una transformación como la que proyectaba Perlongher en relación con la aceptación de las sexualidades disidentes? Y, en segundo lugar, si se logró o si empezó a lograrse, ¿significa eso que se pierde la oposición firme/infirme que parece presidir (una parte de) la literatura moderna?

Perlongher contestó afirmativamente la primera de esas preguntas al señalar que la sociedad está en trance de aceptar la homosexualidad como una elección entre otras. Pero lo que descubre es más complejo. Si la homosexualidad deja de estar del lado de la infirmitas, es porque aparece otra enfermedad: el sida. Perlongher produce varios textos potentes en los que analiza esa cuestión. Me voy a detener en dos.

El primero es el post scriptum que coloca en la traducción al castellano de La prostitución masculina. En ese texto hay un párrafo central:

¿Asistimos a una muerte de la homosexualidad? La criatura médica creada en el siglo XIX, con su subcultura y sus pretensiones de identidad específica, parecería zozobrar. Tan apocalíptica predicción cabe compensarla llevando en consideración en qué medida las asociaciones de ayuda a las víctimas del flagelo no estarían mostrando, bajo una forma totalmente distinta, algún eco o persistencia de cierta solidaridad ‘neotribal’ propia de las redes homosexuales. Podría, sin embargo, pensarse que la homosexualidad como fenómeno de masas y

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particularmente sus aspectos más ofensivos y agresivos —como el sexo anónimo y promiscuo, propio, por añadidura, de la prostitución— estaría desapareciendo. Una mutación radical del paisaje sexual parece avecinarse a una velocidad tal que hace cambiar rápidamente todos los esquemas de análisis. Como hipótesis, podría sugerirse cierta tendencia a la disolución de la homosexualidad en el cuerpo social, la cual pasaría a ser vista como una condición erótica posible y no necesariamente como un modus operandi sexual y existencial totalmente diferenciado. (Perlongher, 1993, pp. 136-137).

El segundo texto que quisiera mencionar es El fantasma del sida. El libro salió originalmente en portugués con el nombre de O que é AIDS en 1987. Al año siguiente, Perlongher logró publicarlo en la editorial argentina Puntosur5. El pequeño libro tiene dos partes. La primera, conformada por los capítulos “La enfermedad” y “La fábula de los orígenes”, se acerca al folleto informativo de difusión. En ella repone los posibles orígenes de la enfermedad y se refiere a las formas de contagio y prevención difundidas en la época. La segunda, que contiene los capítulos “El sida en Brasil”, “Homosexualidad y poder médico” y “El orden de la muerte en el desorden de los cuerpos”, es un ensayo de interpretación política sobre la enfermedad y el biopoder en Brasil, aunque extensible más allá de esas fronteras. En ese marco, Perlongher se refiere al fin de la dupla homosexualidad como anormalidad precisamente a causa del golpe que significa la enfermedad del sida: “Antes los anormales estaban afuera: afuera de la familia y afuera del consultorio. Ahora ya pueden entrar, sacar número y recibir el consuelo de un consejo” (Perlongher, 1988, p. 79). Se trata de una paradoja: si la homosexualidad era parte de la enfermedad, de lo no firme, condición que se opone a lo robusto, desde el cuerpo a las ideologías y las formas de la moral, es normalizada gracias a la aparición de una nueva enfermedad.

Para Perlongher, el sida se transforma en un dispositivo (el escritor usa explícitamente ese concepto foucaultiano) porque significa la distribución de un peligro entre los cuerpos de los homosexuales que produce dos consecuencias: en primer lugar, se vuelve imperioso sacar a la homosexualidad de la oscuridad a la que la había arrojado la prohibición, y, en segundo lugar, controlar los comportamientos que la caracterizan para, de esa forma, terminar con la promiscuidad y buscar alguna forma de monogamia. Esto implica también que la sociedad empieza a transformar sus sistemas de exclusiones de manera tal que comienza a incorporar esa práctica sexual como una posibilidad más. Escribe Perlongher:

Una vez que la medicina deja de considerar a la homosexualidad como una enfermedad, se aboca, entonces, a curarla, o, mejor dicho, a administrarla. Tanto la reducción del número de partenaires cuanto el abandono de las libidinosidades extraviadas tenderían a impulsar (por lo menos es lo que parece), más que la represión de los encuentros homoeróticos en bloque, su puesta bajo control médico-institucional, en el sentido de una ‘medicalización’ del sexo. (Perlongher, 1988, p. 79).

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Estas ideas recuerdan un concepto feliz que propuso Jochen Hörisch (2006): “enfermedad de época”, concepto que hace referencia a la forma en que las épocas asumen sus enfermedades como marcas que las caracterizan. En este contexto, interesa destacar que, para Hörisch, el sida es la enfermedad de la revolución sexual. Podemos extender la idea a partir de lo que vengo señalando para decir que el sida es la enfermedad que establece uno de los fines de la modernidad. En efecto, hasta ese momento la homosexualidad funcionaba como la infirmitas por excelencia en la medida en que se configuraba como lo prohibido del orden burgués. Con la irrupción del sida, las miradas sobre la homosexualidad cambian y esto hace que esta sufra cambios también significativos que implican el fin del carácter contestario y revulsivo de esa práctica y el comienzo de una normalización.

En otro momento de El fantasma del sida va más allá: agrega que el sida transforma al homosexual de tal modo que lo convierte en modelo de nuevas identidades:

Si los homosexuales son, en algún sentido, ‘criaturas’ médicas, ¿no podría el episodio del SIDA servir para reintegrar a los díscolos al rebaño? Más acá de esa especulación, se sugiere que el ‘modo de vida gay’ podría constituir una experimentación de vanguardia en la creación de modelos cada vez más individualistas de subjetivación. Esto es, ciertas características de la vivencia gay —soledad, desarraigo, desgajamiento de las redes familiares, etc.— se transformarían en funcionales y pasarían a ser imitadas por sectores de la población no necesariamente homosexuales. Si así fuera, sería entonces preciso ‘desinfectar’ al homosexual para que encarnase, sin peligros ni fugas, ese ‘estilo de vida’ disociado de la práctica de la promiscuidad socialmente indeseable. (Perlongher, 1988, p. 81).

Para Perlongher, entonces, el sida es la enfermedad que termina con uno de los grandes polos de la cultura moderna, que consiste en el rechazo del homosexual como enfermo. Se trata de una paradoja: cuando el sida se convierte en un peligro real, la medida más eficiente consiste en integrar al homosexual a fin de normalizarlo y detener los contagios. ¿Qué sucede, entonces, con la literatura? Hago esta pregunta en relación con Perlongher, porque la homosexualidad no fue un tema más en su obra, sino, como acabamos de ver en La prostitución masculina, un asunto central; pero también la hago pensando en algo más general, porque la línea que va del modernismo al neobarroco está organizada en torno de esa cuestión. Como vimos en este trabajo, la homosexualidad es una problemática que fluye desde la medicina a la literatura. Pero a la vez, lejos de rechazar terminantemente el peligro de esa enfermedad, el modernismo se mantiene cerca de esa “región moral”, articulando su discurso cerca de ese margen por excelencia de la vida burguesa.

El neobarroco retomó esta cuestión poniéndola como una sus preocupaciones principales. Aunque a lo largo de su obra Lezama mantuvo las formas de lo velado que se encuentran en Casal, tramando su poética alrededor del secreto; en cambio, Sarduy y Perlongher no disimularon en ningún momento sus preferencias sexuales. Pero ya sea abierta o velada, en el neobarroco la articulación de escritura y deseo se plantea en la grilla y las paradojas del siglo XIX: la homosexualidad (y lo mismo podríamos decir de la droga o de otras sexualidades disidentes) no es estéticamente interesante de manera

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intrínseca, sino que lo es porque está prohibida y su reivindicación entraña algo del orden de lo revulsivo.

Cuando se normaliza la homosexualidad, ¿se termina esta línea de la literatura moderna? Reconozco que se trata de una pregunta que no se puede responder de manera satisfactoria con los datos con los que he trabajado en este texto. Por otra parte, sabemos que la literatura mantiene toda una línea de exploración de las sexualidades disidentes que no concluyó de ninguna manera con el sida. Pero hay algo que sí se puede pensar a partir del análisis que he realizado. Los proyectos literarios de Lezama, Sarduy y Perlongher estaban motorizados por una voluntad de transformación que involucra mucho más que una búsqueda estética, porque los tres intentaban una conmoción del pensamiento y las cosmovisiones sociales. La obra de Lezama es una apuesta que desde lo literario aspira a pensar lo religioso y lo político. En Sarduy y Perlongher eso conecta de manera directa con la sexualidad, pues ambos aspiran a pensar y a contribuir con una transformación global de la sociedad. El ejemplo característico es Barroco, libro en el que Sarduy analiza las transformaciones en las concepciones del universo, desde Ptolomeo hasta la teoría de la relatividad, conectándolas con la subversión del sujeto y el descentramiento de los poderes y las formas de identidad clásicas. Con esa forma de pensar las cuestiones, el escritor cubano vuelve ecuménicas y, más que ecuménicas, universales las transformaciones culturales e identitarias de las que es testigo y principal portavoz. Perlongher es más restringido, pero su mirada sobre la desterritorialización que motoriza la prostitución mantiene una voluntad similar de pensar e intensificar los cambios sociales. En este sentido, el neobarroco estuvo marcado en el siglo XX por lo que podemos llamar la era extensa de la revolución, que concluye poco después de la aparición del sida y la disolución de la URSS.

Vuelvo a repetirlo: el sida no termina con la idea de que la literatura explora los deseos y los márgenes de lo social. Pero sí parece terminar con esta impronta moderna de la subversión. No desaparece la escritura del deseo; sí la convicción de que la palabra que persigue el deseo esté en condiciones de provocar un sacudimiento generalizado de la sociedad. En el campo de la literatura y sus relaciones con la enfermedad, el sida funciona como punto de ruptura de la literatura moderna: pulveriza las intenciones revolucionarias que esta todavía abrigaba.

Referencias

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Notas

1 Quisiera destacar que ese es un concepto empleado sin mucho rigor por la crítica y los escritores hispanoamericanos de la época. Tanto Heredia como Wen Gálvez y Varona, los otros reseñistas a los que me voy a referir, consideran que Casal es un decadentista. Sin embargo, Paul Verlaine manda una carta a La Habana Elegante señalando que Nieve es un libro cercano a sus “amigos” parnasianos: “El talento de Julián del Casal … es un talento sólido y fresco, pero mal educado. Sí, le diré a usted: yo no sé quiénes fueron sus maestros ni cuáles sus aficiones pero estoy seguro que los poetas que más han influido en él son mis viejos amigos los parnasianos” (Verlaine, en Glicksman, 1978, p. 144). Una lectura medianamente atenta del libro confirma esa opinión: la importancia de la representación, el lugar que ocupa el arte y la erudición, son elementos que lo incluyen de manera inequívoca dentro de la poesía parnasiana, con la cual rompieron los decadentistas. Para tener un panorama claro de las diferencias entre parnasianos, decadentes y simbolistas, se hace imperioso recurrir a los excelentes trabajos de Miguel Ángel Feria Vázquez (2014). A pesar de todas estas observaciones, queda en pie que en las reseñas sobre Casal (y tal vez entre los hispanoamericanos de la época) el concepto de decadentismo se emplea como una forma estética que está cerca de la novedad y de lo malsano.

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2Vale la pena recordar que Góngora ocupa un lugar particular a fines del siglo XIX. Sus poemas extensos fueron rechazados durante el siglo XVIII y el XIX y pesaba sobre ellos el estigma de la irracionalidad y la incomprensión. A fines del XIX comenzó su rescate, inicialmente como un maldito. Primero, Paul Verlaine y, luego, Rubén Darío, quien descubrió el interés del primero en su viaje a París de 1893. Darío (1976) lo cuenta en su autobiografía (pp. 84-97).

3Me he referido a estas cuestiones en la parte dedicada a Lezama Lima que se encuentra en Del Concilio de Trento al sida. Trabajé la cuestión del secreto y la sexualidad en “El secreto de La Habana”. Existe una abundantísima bibliografía sobre cada uno de estos puntos. Cabría citar tres libros fundamentales: sobre las relaciones del origenismo con los escritores anteriores a las vanguardias y sus relaciones con Góngora, es indispensable el capítulo que Cintio Vitier le dedica a Lezama en Lo cubano en la poesía; sobre las duplicidades y las celebraciones actuadas, que abren la posibilidad de pensar la sexualidad velada, es central Los años de Orígenes, libro de Lorenzo García Vega que abre todo un campo de reflexiones que sigue hasta la actualidad; por último, las relaciones de los origenistas con Julián del Casal se pueden seguir en El libro perdido de los origenistas, de Antonio José Ponte.

4Existe una bibliografía abundante sobre el tema. Un panorama de conjunto, con entrevistas a Héctor Schmucler, Nicolás Rosa y Germán García, y con comparaciones con Brasil, se encuentra en el libro de Jorge H. Wolff, Telquelismos latino-americanos.

5Se sintió disconforme con la traducción de Osvaldo Pedroso, que tuvo que revisar completamente, y sobre todo con el ensayo que le añadieron al final, firmado por Leonardo Morelo. Para estos datos, ver las cartas del 19 de febrero de 1988 y del 10 de agosto del mismo año (Perlongher, 2016, pp. 104-108).

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