https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35968

2020, año cero. Narrativas íntimas o la vulnerabilidad como potencia

durante la pandemia del COVID-19

Laura Gutiérrez

CONICET, Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina. mlgutierrezpica@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-1197-5204

Rodrigo Montenegro

CONICET, Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina rdmontenegro@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-3727-6401

Recibido: 12/06/2021. Aceptado: 30/08/2021.

Resumen

Este ensayo recupera crónicas y ensayos que atravesaron las escrituras de diferentes filósofxs, críticxs y activistas durante los primeros meses del año 2020, a partir de las experiencias surgidas durante las cuarentenas dispuestas en diversas ciudades como consecuencia de la pandemia del virus COVID-19. A partir de lo que hemos dado en llamar las narrativas íntimas, emergen las voces de Nelly Richard, Paul Preciado, Ana Longoni, val flores, Franco “Bifo” Berardi y Osvaldo Baigorria. Recuperamos algunas de sus interrogaciones como escrituras que evitaron las alegorías futuristas que pretendían dar respuestas o imaginar futuros preconcebidos (ya sean catastróficos o revolucionarios). En la tensa calma de un tiempo suspendido, estxs autorxs enfocaron sus preguntas desde una crucial dimensión corporal, tramando de este modo estrategias micropolíticas. En sus textos, las resistencias toman la forma de una escritura-pensamiento elaborada desde el aislamiento obligatorio, aunque proyectada hacia la vida en común, en las capacidades de los cuidados afectivos y en la memoria las revueltas colectivas.

Palabras clave: narrativas, intimidad, pandemia, cuerpos, resistencias

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Gutiérrez y Montenegro, 2020, año cero. Narrativas íntimas o la vulnerabilidad como potencia durante la pandemia del Covid-19, pp. 10-34.

2020, year zero. Intimate narratives or vulnerability as a power during the COVID-19

pandemic

Abstract

This essay recovers chronicles and essays of philosophers, critics and activists during the first months of 2020, when these texts emerged from the experiences during the quarantines in various cities, as a consequence of the Covid-19 pandemic. We focus on the voices of Nelly Richard, Paul Preciado, Ana Longoni, val flores, Franco Bifo Berardi and Osvaldo Baigorria from what we´ve come to call intimate narratives. These writings avoided futuristic allegories which tried to give answers or imagine preconceived futures (whether catastrophic or revolutionary). On the contrary, in the tense calm of suspended time, these authors approached their questions from a crucial bodily dimension, thus plotting micropolitical strategies. In these texts, the resistances take form as a writing-thought elaborated from the circumstance of the obligatory isolation, although projected towards the life in common, the capabilities of affective care and the memory of collective revolts.

Keywords: narratives, intimacy, pandemic, bodies, resistance

Apertura. Sobre las formas de capturar el presente: narrativas íntimas

“porque siempre que hubo Superpoderes hubo resistencia e invención, afecto y humor. Pero siempre con el cuerpo, nunca sin el cuerpo” (María Moreno).

Una de las más crudas evidencias que arrojó el año 2020 se encuentra en la comprobación, en pleno siglo XXI, de la hechura precaria de muchas vidas identificadas como humanas; precariedad que, correlativamente, dio cuenta del estado actual de las ilusiones globalizadoras reinantes algunas décadas atrás: la pandemia ha demostrado que la enfermedad actúa, quizá, como el único y verdadero acto igualador de los cuerpos, a diferencia de las supuestas virtudes de la economía del libre mercado desregulado y transnacional.

Durante largos meses, el planeta entero corroboró una circunstancia de excepción en la cual la mutación de un virus condicionó el desarrollo de la especie humana; por supuesto, esto no impidió que otras formas de vida continuaran sus ciclos naturales e incluso recuperaran sus fronteras territoriales ante el silencio de las ciudades y las rutas. El año 2020 marca un hito, quizás un límite (¿un reinicio?), punto cero desde el cual se reorganiza la memoria y se proyecta un incierto porvenir para los cuerpos, la sociabilidad, sus modos de conexión y agenciamientos. Por esto, el problema de los cuerpos enfermos y la propagación de un virus (llámese influenza, VIH o COVID-19, aun con sus radicales diferencias) se aparece, ante todo, como una interdicción en las escalas y las temporalidades.

Más allá de una ancestral arquitectura filosófico-teológica que ha colocado a los seres parlantes como parámetro de toda razón, el comportamiento del virus y las estrategias para combatirlo permiten corroborar que la vida desborda las formas biopolíticas, aunque estos dispositivos insistan en demarcar fronteras, cuerpos, identidades, formas de la salud y preservación de la vida a través de sutiles (o, en ocasiones, violentas) tecnologías del control.

Durante el año 2020, efecto de las cuarentenas que se desplegaron alrededor del globo como única alternativa para retrasar la propagación del virus, numerosas intervenciones de intelectuales, activistas y artistas intentaron esbozar algunas explicaciones y conjeturas sobre el estado excepcional que nos encerraba. Estos textos, elaborados al calor de los hechos,

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pueden ser leídos menos como iluminaciones singulares de la inteligencia que como partes de un mosaico coral de voces ancladas en el presente. Sin dudas, existen formas de escritura que codifican a partir de estrategias particulares la captura del acontecer; y, si bien la masificación de dispositivos audiovisuales parece monopolizar el acceso a la inmediatez de una experiencia, el detenimiento de la escritura, en apariencia minoritario, continúa desplegando un modo particular de observar del mundo.

En efecto, la escritura no solo se encuentra imantada con la temporalidad del instante, sino que impone una distancia, un detenimiento, frente a lo que Saer nombrara como “la espesa selva virgen de lo real” (1997, p. 271). Entonces, ya se trate de la brevedad de un ensayo de ocasión, una crónica o el ejercicio del diario personal, estas formas de la escritura disponen modulaciones conceptuales y estilísticas para dejar registro de las derivas de una subjetividad y su tiempo, para proponerse, también, como un acto de autorreflexión colectiva.

Apelando a diversos regímenes y procedimientos de escritura, estos textos construyen narrativas en las que se ejecuta una inmersión en la turbulencia de la actualidad, a fin de consignar el trance ocurrido entre la experiencia y su relato, entre la vida y su materialización literaria.

En este contexto, la crónica configura un modo de articulación narrativa de la experiencia con una especial relevancia en la tradición cultural de América Latina. Estos textos generalmente construyen un registro discursivo heterogéneo y dinámico, cuyos rasgos distintivos son, paradójicamente, su hibridez e indeterminación formal. En tensión constante e irresuelta entre el periodismo y la literatura, entre la literatura y la historia, las crónicas se caracterizan por su brevedad y su temporalidad discontinua, ligadas tanto al vértigo de la actualidad como a su observación reflexiva. Esta afinidad de la crónica con el acontecimiento inmediato y el análisis crítico la vinculan a otros géneros discursivos, como el ensayo y el artículo de costumbres; y, de hecho, la multiplicidad de registros que la transitan y ponen en tensión resulta ser la clave de su dinamismo formal, y ha llevado a Juan Villoro a definirla como “ornitorrinco de la prosa” (2006).

Este carácter huidizo de la crónica marca su condición irreverente, nunca completamente encasillada entre las formas cristalizadas de narración y, sobre todo, del discurrir de la novedad que acecha en las redacciones de diarios y revistas (tanto en la era digital como en los tiempos de la letra impresa). Esta condición de la crónica da forma a lo que Martín Caparrós denomina como “su política del mundo” (2015, p. 250), enfrentada negativamente contra las condiciones dominantes de los discursos en los que se mercantiliza la novedad; tal como sostiene Caparrós, “la crónica es una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir el mundo también puede ser otro” (2015, p. 250).

Por supuesto, además de esta condición inmanente, la crónica latinoamericana contemporánea se encuentra estrechamente ligada a la exploración de comunidades disidentes, marcadas por la alteridad frente a dominantes culturales. Esta condición singular se encuentra, entonces, al conjugar una potencia política que emerge tanto desde sus posicionamientos inmanentes contrarios a la lógica de la información como a las identidades y voces que reverberan en sus escrituras, dando como consecuencia una proliferación multiforme de alternativas escriturarias. De ahí que, como señala Moure, “la crónica se presenta como un tipo de enunciado especialmente dispuesto para lo fragmentario, lo discontinuo, lo cortado, y también, lo casual o azaroso, me atrevería a decir, lo arbitrario, y desde luego: lo particular y subjetivo” (2013, p. 164). Esta yuxtaposición entre la voz narrativa y la composición de textualidades que intentan asir la experiencia marca la tensión entre la pregnancia de la primera persona y lo que Caparrós nombra como “situación de una mirada” (2015, p. 251). Es en ese límite donde se produce el salto hacia otra forma de escritura enfocada hacia acontecimientos, en apariencia, personales, aunque con una decidida mirada sobre el transcurrir y la temporalidad.

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Con el diario irrumpe decididamente la primera persona como resto material de una vida que impregna la escritura. A diferencia de la autobiografía, los diarios se presentan como formas narrativas menos programadas, decididamente atravesadas por las circunstancias, y, aun cuando se conciban desde la más absoluta privacidad, en el acto de su escritura parece corroborar aquella vieja consideración foucaultiana según la cual la función-autor (Foucault, 1999) rodea todo aquello que parece adoptar la fisonomía de una obra.

Más allá de las imposiciones de la institucionalidad discursiva, la escritura del diario alberga el impulso de quien se arroja a la documentación de sus vivencias, por lo que, tal como advierte Alberto Giordano, “la decisión de llevar un diario para que sirva como técnica de autoexamen, tiene un primer e inmediato efecto disciplinario: la transformación de cada día en algo de lo que habrá que dar cuenta” (2011, p. 15).

El diario despliega un texto en principio reservado para los propios, quizás para nadie, un juego de autoanálisis, que, sin embargo, se combina con diversas “autofiguraciones públicas” (Giordano, 2011, p. 32), demostrando la porosidad entre lo público y lo reservado a la privacidad. Esta valencia encuentra en la intimidad “un suplemento de lo privado” (2008, p. 8), tal como lo describe César Aira. Por ello, el punto crucial para indagar en la pulsión de quien escribe un diario, que, además, escribe con relativa asiduidad ensayos, notas, ficciones, se encuentra en la pregunta de Elías Canetti, retomada y reformulada por Giordano: “¿Qué acciones y qué pasiones despierta la práctica del diario cuando la sostiene alguien que ‘escribe muchísimo’”? (2011, p. 49). Las respuestas, por supuesto, son variadas, y quizás la fuerza de la pregunta se encuentra en sostener la imposibilidad de su clausura. Sin embargo, es frecuente asociar al espacio del diario con el “cuaderno de trabajo”, el lugar donde se “realiza prácticas de estilo” (2011, p. 63). Las consideraciones de Giordano a partir de la lectura del diario inédito de su amigo Juan B. Ritvo plantea respuestas que, si bien no pueden ser generalizables a todx diarista, sí ofrecen una aproximación a los avatares de una escritura íntima y su fantaseo exhibicionista, en vida, o fatalmente cuando esta termine.

Sin dudas, la práctica del diario no puede interpretarse como un acto de escritura ajeno a las tecnologías de la fabulación. Al momento de procurar una síntesis, un recorte, una revisión o el ensayo de algunas ideas descuidadas, el diario se abre sin reparos al tono especulativo, ya sea como mirada retrospectiva o como proyección (de un estilo, de un argumento, de los días por venir). Con todo, existe en su escritura un parentesco con la escena del análisis y, por lo tanto, con la confesión; de ahí que el problema que rodea su palabra no pueda ser otro que el de la verdad. En la lectura que Giordano realiza de los intentos de Roland Barthes en esta práctica, el valor de un “momento de verdad” (2011, p.

104)replica ese instante en el cual la vida se materializa en escritura. En efecto, esa palabra revelada no como iluminación de la complejidad del mundo, sino como austero acto de una ética no solicitada por nadie, pone en acto el gesto de lo verdadero y lo sutura en la escena del diario y la escritura íntima. “¿Para qué sirve la intimidad”, se pregunta Aira, “¿Quién la necesita?”; la respuesta del escritor no es otra cosa que una comprobación de la supremacía del acto de narrar sobre la anodina trivialidad cotidiana: “Yo diría que su utilidad está en la inversión de la función de la verdad en el lenguaje. La intimidad es algo así como el laboratorio de la verdad” (2008, p. 10).

Ahora bien, estas formas íntimas, fragmentarias, por momentos inclasificables, para narrar vivencias personales y proyectarlas hacia el espacio público proliferaron durante el 2020. Las vidas solitarias, aisladas, durante las cuarentenas dispuestas durante la dispersión mundial del COVID-19, sumado a la conectividad digital, dio como resultado un nutrido cuerpo de textos que se apresuró a dejar registro escrito de una circunstancia de excepción. Estas narrativas íntimas dieron cuenta en tiempo real de cómo la propagación de un virus modificó los hábitos de sociabilidad y control biopolítico de modo radical, como nunca había ocurrido para nuestra generación. Fruto de esta experiencia, se materializaron diversos textos que

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intentaron componer sentidos ante la velocidad de los acontecimientos. Así, distintos activistas e intelectuales intentaron trazar pensamientos sobre la pandemia, en un abanico de argumentaciones que fueron desde la predicción del fin de la educación, de la crítica a las tecnologías de gobierno sobre los cuerpos, hasta llegar al fin del capitalismo; se abrieron también algunas voces y escrituras feministas, lésbicas y queer, intermitentes, pausadas, amenazadas por el riesgo real del contagio, que daban cuenta de un registro más íntimo, personal y político del colapso.

Ana Longoni, val flores, Nelly Richard, Paul Preciado, Osvaldo Baigorria y Franco “Bifo” Berardi, de distintos modos, a contracorriente de este tono proyectivo de “los teóricos de la pandemia”, ensayaron otras formas de escritura y reflexión. Apoyadxs en las históricas relecturas y apuestas feministas sobre las formas y modos de los cuidados, realizando la potencia rizomática del pensamiento, explorando la vulnerabilidad del cuerpo colectivo como formas del reconocimiento, o la politicidad implicada en las formas de estar juntxs en diferentes contextos de crisis, dieron forma a textos que no temieron demostrar su carácter vulnerable e intempestivo, e hicieron de esta condición su singularidad y potencia de afección para componer narrativas íntimas de la pandemia.

Estas escrituras también estuvieron atravesadas por los legados de los diferentes colectivos feministas y LGBTIQ (con sus distintas tensiones y disputas) que se instituyeron como una de las voces más multitudinarias en las calles de distintas ciudades y países antes de los confinamientos. Solo por enunciar algunas, podemos mencionar las enormes huelgas trasnacionales organizadas en los denominados Paros Internacionales Feministas de los años 2018 y 2019; los pañuelazos en multitudinarios puntos de la Argentina —con sus apoyos internacionales— a lo largo del 2019 y 2020; o las revueltas feministas en las calles chilenas que acompañaron el estallido del 19 de octubre de 2019 en adelante.

Así, estxs teóricxs y activistas ensayaron pensamientos y escrituras de baja intensidad.

Nelly Richard desde Santiago de Chile y Paul Preciado desde París. Revuelta, virus y feminismos

En un tiempo marcado entre el suspenso y la espera del no saber, se sitúa la conversación entre la teórica y ensayista chilena Nelly Richard y Marcelo Expósito de mayo de 2020. Allí, en un reconocimiento explícito a las indagaciones de Franco “Bifo” Berardi, pero también señalando una distancia, la autora sostiene:

Estoy viviendo todo esto con relativa calma, sin dramatismo, pero sin la excitación del suspenso ligado a algún presagio de lo nuevo. En ese sentido no alcanzo a compartir la sensación de Bifo, tu primer invitado a esta serie de conversaciones, que decía estar experimentando la “alegría de lo impredecible”. Pienso que quizá tenga razón en que la crisis de la pandemia abra la posibilidad de un futuro en el que, como él dice, el capitalismo ya no será inevitable. Pero confieso que para mí estas señales son demasiado remotas, difusas o equívocas. Así que en mi caso prevalece no el entusiasmo sino la tensa calma. (Richard, en Expósito, 2020).

El carácter paradójico de esa calma aparece en la conversación a partir de la indagación de una dimensión temporal que los primeros meses de la pandemia dejó al descubierto: ¿qué tiempo habitamos? Y, sobre todo, qué imágenes de futuro nos sobrevivirán ante esta detención. Richard ubica este detenimiento en un contexto particular y específico: el estallido

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de las ciudades chilenas durante octubre de 2019 y marzo de 2020. Surge, entonces, una interrogación sobre la supervivencia de las imágenes colectivas de la revuelta y su imaginación de lo posible, luego del “despertar” de Chile.

Richard sostiene que ese “golpe seco” (en Expósito, 2020) a la temporalidad, al flujo temporal, no podría haber ocurrido de modo más imprevisto y devastador, “tan fulminante como ha acontecido con esta paralización a escala planetaria de las distintas fábricas de presente. Pero es una detención que viene también a dislocar los imaginarios de futuro que estábamos acostumbrados a forjar históricamente” (en Expósito, 2020); una detención que, en el caso chileno, se aunó con una experiencia histórica singular y fue utilizada como estrategia de vaciamiento e higienización de las calles en plena ebullición de la revuelta popular.

La cuarentena funcionó como pretexto higienista de las políticas del presidente Piñera, y las fuerzas de seguridad, otrora acusadas de innumerables violaciones a los derechos humanos, fueron las encargadas de ordenar, distribuir modos de organización y elementos básicos para la supervivencia y limpiar las calles atiborradas de los recuerdos del disturbio y la insubordinación popular. ¿Qué huellas narrará el cuerpo de ese cambio radical?

Richard indaga las imágenes visuales que van del descontrol popular al control militar, de la capucha como estrategia de resistencia en la primera línea durante las revueltas a la máscara individual y protectora, simbolizada en el barbijo, del tumulto de la organización social a la reorganización médica. Imágenes que construyen recorridos en espacios públicos completamente trastocados, incertidumbre que, antes que una alegre incertidumbre, la pone en suspenso.

La autora escribe antes de que pudiera imaginarse el proceso constituyente posterior de la que, a pesar de todo, logró llevarse adelante en mayo de 2021. Es por eso que le preocupan, todavía, los modos en que la fragilidad atravesará los cuerpos, su ánimo colectivo, su voluntad, las modulaciones que hacen del deseo una fuerza para reconstruir la supervivencia diaria. Ese debate sobre la humanidad e inhumanidad de la vida ya estaba presente en las consignas callejeras el 19 de octubre de 2019: “No era depresión, era Capitalismo”, señalaban desde un Santiago que fue laboratorio explosivo y expansivo de las políticas neoliberales en el Cono Sur. El tiempo detenido y controlado de las cuarentenas poco tiene que ver con la espera que señalaba la autora unas líneas antes; más bien es un “colapso vital del tiempo y de los tiempos en acción” (Richard, en Expósito, 2020). Estas temporalidades se traspasaron súbitamente en apenas cinco meses: de la movilización de deseos colectivos a la inmovilización individual forzada. O, en sus palabras:

Pasamos dramáticamente de la expectación despertada por un futuro a construir entre todos a la resignación del estar cada uno preso de un tiempo detenido. Pasamos de ese tiempo hiperactivo, deseante, voluntarioso, el tiempo de la insubordinación política, a este otro tiempo de la cuarentena que es un tiempo resignado, estacionario. Esa es la paradoja, efectivamente, y es el choque vital entre experiencias del tiempo disociadas. (Richard, en Expósito, 2020).

Ahora bien, cómo habitar y pensar este tiempo es, para Richard, uno de los grandes legados de los feminismos, una configuración teórica y activista que desde hace décadas enuncia la precarización (a través de los cuerpos feminizados, pero no solo); la invisibilización o, directamente, la omisión de los trabajos de cuidados y de los cuerpos domésticos (esos que sostuvieron y sostienen la pandemia). Allí el feminismo emerge como

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el aparato conceptual y vital que ha desarrollado distintas estrategias para la reorganización de otros modos de coexistencia. Como señala, el feminismo nos enseñó:

No hay manera de salir del capitalismo sin una reorganización del trabajo que tome en cuenta todo lo que el feminismo ha teorizado en torno a la división público-privado, producción-reproducción, el asunto de los cuidados, etc. … Es ahí donde, efectivamente, yo contrasto esas voces con aquellas otras de escritoras, ensayistas, críticas feministas que me parece que, en torno a la palabra precariedad, en toda su multivalencia semántica y conceptual, son capaces de articular hablas que registran las texturas de lo precario, de lo frágil y tenue, de lo desintegrado, de lo residual, etc. Y desde ya formulan las dudas y las vacilaciones de subjetividades en desarme, en pequeñas narrativas (Richard, en Expósito, 2020).

Los ya clásicos conceptos de “vida precaria”, “vidas lloradas” y “vulnerabilidad”, acuñados por Judith Butler (2006; 2010), le sirven apenas como excusa para señalar los matices históricos en los análisis de aquellas vidas que merecen ser vividas, lloradas y con derecho al duelo público, y que en ocasiones se presuponen como desechables, hecho que la pandemia no ha hecho más que acentuar. Es allí donde toma lugar aquello que nos acecha desde el inicio: indagar los modos en que se piensa no solo el cuerpo y el tiempo individual, sino los legados de esas corporalidades como parte y sustento del cuerpo social. La individualización de esas experiencias no está solo en testimonios de una vida atravesada por la incertidumbre, sino en estrategias que se reavivan en nuestra memoria colectiva del hacer con otrxs.

En este sentido, una referencia insistente durante la pandemia del COVID-19 ha sido el recuerdo de la pandemia del sida, que tuvo lugar durante el final de la década de 1980 y los primeros años de 1990. Sin embargo, una y otra se distancian radicalmente no solo por los cuerpos afectados, sino por las estrategias de cuidados estatales y colectivos gestados en una y otra. La primera fue una crisis donde no solo no se decretó ninguna forma de cuidado estatal, sino que, por el contrario, se transformó en un laboratorio del dejar-morir, de establecer políticas específicas de estigmatización, aislamiento y opresión hacia los cuerpos juzgados como descartables. La memoria colectiva de las 4 H (homosexuales, haitianos, heroinómanos y trabajadorxs del sexo) fue conservada por los activismos LGBTIQ, quienes se encargaron de preservarla. Mientras que durante el 2020 un arsenal de cuidados estatales, bajo una lógica securitista, desplegó dispositivos de una racionalidad ensayada hace años para el control —claramente diferencial, pero enunciativamente total— de la población.

Retomando a María Galindo, en su pequeño texto Estábamos al borde de una revolución feminista… y llegó el virus, aparecido el 4 de mayo de 2020, Paul Preciado señala la especificidad de esta pandemia:

No es su alta tasa de mortalidad, sino el hecho de que amenaza a los cuerpos soberanos del norte capitalista global: los hombres blancos europeos y norteamericanos … A la precariedad de la clase, la raza, el sexo y la sexualidad ahora se agregan otras segmentaciones de poder: los expuestos y los protegidos, los que limpian y los que se limpian, los que están expuestos al contagio y los que pueden mantener su inmunidad, las personas sin hogar y los

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que pueden aislarse en sus hogares, los que se preocupan y los que son atendidos. (2020a).

Desde este presupuesto, lo que emparenta la crisis del sida con la del COVID-19 es simplemente pensar que las luchas transversales solo serán posibles una vez que hayamos compartido “las experiencias de despojo, opresión y muerte que genera el capitalismo” (Preciado, 2020a). Porque, si bien el virus “nos afecta a todxs”, sería ingenuo pensar que no lo hace de maneras estratificadas, profundizando las diferencias racistas, clasistas, heterosexistas y coloniales, tal como vienen señalando los movimientos feministas, LGBTIQ, antirracistas y anticoloniales. Recordando a Butler en El capitalismo tiene sus límites (2020), el virus puede “no discriminar”, pero sí lo hace el capitalismo y las políticas estatales, afectando a poblaciones previamente vulnerables, donde se decide quién puede y debe ser protegido, diferenciando quién se contará entre las vidas prescindibles.

De algún modo, es el legado de las luchas LGBTIQ ante la crisis del VIH-sida a las que Preciado vuelve en un texto previo, La conspiración de lxs perdedorxs, el cual fue publicado el 27 de marzo de 2020, aunque escrito unos días después al momento en que contrajo COVID-19, entre el 11 y el 19 de marzo, los mismos días que en Francia se decretó el confinamiento total. “Cuando me acosté, el mundo era cercano, colectivo, viscoso y sucio. Cuando me levanté, se había vuelto distante, individual, seco e higiénico” (2020b), señala Preciado.

En un registro mucho menos programático y heroico que Estábamos haciendo la revolución..., Preciado escribe articulando su propio nombre en una genealogía, la de lxs perdedorxs, y en esa narrativa aparece un elemento esencial, la soledad y el aislamiento de los cuerpos, así como sus consecuencias sobre el erotismo y el deseo de estar con otrxs. Pero también, en el mismo movimiento, Preciado nos hace preguntarnos sobre las condiciones de los vínculos eróticos y emocionales: ¿qué pasaría con aquellxs que no están ni estaban “en relaciones estables o reconocibles por el Estado” (2020) al encerrarse durante meses?

No tuve dificultades respiratorias, pero me resultaba difícil creer que continuaría respirando. No tenía miedo a morir. Tenía miedo a morir solo …

Nuestros cuerpos, nuestros organismos físicos, serían privados de todo contacto y vitalidad. La mutación se manifestaría como una cristalización de la vida orgánica, como digitalización del trabajo y el consumo, y desmaterialización del deseo …

Aquellxs de nosotrxs que hubiéramos perdido el amor o no hubiéramos podido encontrarlo a tiempo —esto es, antes de la gran mutación de COVID- 19— estábamos condenadxs a pasar el resto de nuestras vidas absolutamente solxs. Sobreviviríamos, sí, pero sin roce, sin piel … Esta era la nueva realidad. Esta era la vida después de la gran mutación. Por eso me pregunté si una vida así valía la pena ser vivida. ¿Bajo qué condiciones y de qué forma podría la vida valer la pena ser vivida? (Preciado, 2020b).

A partir de allí, aparece en primer plano la excompañera del autor. El amor del pasado actúa como síntoma de la soledad, pero también como recuerdo vivo de la potencia que ese afecto deja en los recuerdos sensoriales, del modo en que la experiencia erótica y amorosa resultan vitales para nuestras existencias. Pero aquí aparece un desplazamiento fundamental, dado que esta vivencia del amor no se ajusta necesariamente a los lineamientos que

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propagaron los Estados sobre los modos vinculares, sanguíneos y legalizados, necesarios para el reconocimiento del vínculo amoroso. La genealogía de lxs perdedorxs se remonta, más bien, a otras estrategias de amor, a los afectos y cuidados que quedaron rápidamente sesgados, anulados o silenciados en el accionar estatal de la gestión privada del hogar y, sobre todo, de la activación política del miedo al otrx, del contagio a través de y con el otrx.

La tríada que construyen miedo-seguridad-control, y de la que hace décadas nos advirtió Foucault (2006) al estudiar el traspaso de la sociedad de control a las de seguridad, tomó cauces radicalmente diferenciales para las experiencias afectivas queer. El “cultivo de sí” (Foucault, 2014) se transformó, de repente, en una de las formas de la gestión del cuerpo bajo el sentimiento del miedo al contagio. Distanciamiento, barbijo, sanitización, higiene absoluta e imposibilidad del tacto construyeron rápidamente el eslogan mundial del “QuedateEnCasa”, que articuló, sin fisuras, un discurso nacional, fronterizo y hogareño que funcionó no solo como estrategia posible para distinguir cuál era la población capaz de quedarse en casa (disfrazando de cuidado diferencias estructurales de supervivencia), sino que se fomentó sobre el trasfondo de un imaginario familiar heteronormado. Detrás de todo ello, como señala Camila Arbuet:

La noción de que todas las personas necesitamos cuidados y también poder cuidar —inscripto ya sea como un acto afirmativo de la autonomía o como un modo de vincularse con el mundo— es a estas alturas una obviedad. Otro tanto sucede con la idea de que necesitamos y demandamos cuidados diferenciales, es decir, que no hay un cuidado genérico. Sin embargo, este carácter diferencial, situado, personal e íntimo del cuidado, lleva consigo un conjunto de presuposiciones que no son tan ampliamente aceptadas. Por ejemplo, cuidar puede ser discutir, puede ser ayudar a morir, puede ser olvidar y también, han discutido algunas lecturas feministas, cuidar puede ser contagiarse. En el contexto pandémico, esa diferenciación ha tocado fondo en varios momentos, estallando la noción gubernamental de cuidado entendido como distancia con las formas particulares de experimentar y pensar el cuidado en comunidades, en relaciones intersubjetivas o en soledad. (2020, p. 31).

Las disputas sobre qué es cuidar y cómo nos cuidamos incluye también una dinámica afectiva que hace al encuentro con otrxs, un desacuerdo ya planteado por los feminismos “antirrománticos” de la década de 1970, pero, particularmente, desde las críticas feministas, LGBTIQ y queer recientes. Las prerrogativas concedidas a los vínculos familiares sanguíneos y conyugales, tanto hetero- como homosexuales, parecen ganar terreno como aquellos únicos factibles de ser reconocidos cuando se ajustan a estructuras familiares tradicionales, avaladas y con reconocimiento tanto legal como social. ¿Qué sucede cuando nuestros vínculos de amistad, nuestras familias elegidas, son más importantes que nuestros vínculos familiares sanguíneos y, a veces, conyugales? ¿Cómo sostener (una) comunidad en el contexto de un llamado a la reconstrucción del hogar como supuesto espacio “seguro y confortable” que, sabemos, no necesariamente lo es?

María Galindo escribía tempranamente en este sentido, haciendo un revulsivo llamamiento masivo al contagio, “el coronavirus es un arma de destrucción y prohibición, aparentemente legítima, de la protesta social, donde nos dicen que lo más peligroso es juntarnos y reunirnos” (2020). Esta reunión necesaria se asociaba, fundamentalmente, a las estrategias colectivas de resistencia de las comunidades bolivianas. Aunque al inicio semejante convocatoria pareció cuanto menos imprudente, a la luz de los meses subsiguientes, con comunidades estalladas de

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muertxs, personas aisladxs y enterradxs en soledad, quizá el acto irreverente de Galindo no estaba tan errado. Dejar de pensar los cuidados a través de formas pasivas de la acción, del resguardo, de la única y pretendida acción estatal o familiar, quizá, no resuene hoy tan descabellado.

La acción colectiva contra el hambre o la vivienda bien pueden ser ejemplos específicos, pero también el reclamo de esos otros vínculos que, diariamente, nos sostienen y quedan desdibujados en los diagramas eróticos del vínculo sexual. Es sobre esa pregunta insistente sobre los cuerpos y cómo habitar la soledad donde también se articulan otras dos crónicas aparecidas durante los primeros días de la pandemia.

Ana Longoni desde Madrid y val flores desde La Plata. Cuerpo, virus y escrituras íntimas de la piel

Como venimos señalando, durante los primeros meses del confinamiento existieron escrituras que pusieron en suspenso la proyección de cualquier final preanunciado y trabajaron desde un tiempo otro, desde la soledad íntima del no saber.

Uno de esos escritos fue el de la teórica y ensayista argentina Ana Longoni, quien, en una crónica aparecida el 17 de abril del 2020, titulada No tener olfato, reponía, a partir de su experiencia íntima de cuerpo infectado con el virus del COVID-19, algunos modos de la interrogación que nos interesa recuperar. Escrito, como describe, en una pérdida del tiempo que implica cualquier confinamiento —en este caso en la rápida cuarentena decretada por el Estado español en la ciudad de Madrid durante marzo de 2020, ciudad en la cual reside la autora—, Longoni recupera una visión de la corporalidad a partir de la ausencia de un sentido esencial: el olfato. Su pérdida la lleva a repensar ese tiempo otro y ese modo de cuidado que, rápidamente, arroja interrogantes sobre la supuesta soberanía del yo. ¿Cómo cuidarnos en el confinamiento, en la soledad y sin la red de sostén que acompaña ese (su) cuerpo? A contracorriente de otras escrituras, en primer lugar, Longoni escribía:

He leído a muchxs pensadores en estos días. Ensayos, diarios, crónicas, incluso manifiestos, sosteniendo posiciones, tonos y lugares de enunciación contrapuestos. No quiero sumar nada a ese coro, no tengo nada que decir — ninguna certidumbre, ninguna convicción— ni siento que mi percepción pueda resultar una experiencia ejemplar, aleccionadora. Siento más bien consternación ante el presente y el futuro. Y sobre todo una sensación pantanosa de confusión, que asocio a la fiebre prolongada y a la falta de olfato. Y al encierro. El presentimiento ante un mundo que está cambiando vertiginosa y definitivamente mientras no nos enteramos de (casi) nada, aunque estemos hiperconectadxs e bombardeados de información día y noche. (Longoni, 2020).

De modo que el cuerpo, su propia piel, le hace sentir el repliegue y la clausura sobre sí:

Hoy me desperté pensando en que perder el olfato era otro modo de encierro. Ya perdimos la posibilidad de tocarnos la piel y hundir los dedos, de hablarnos y escucharnos en vivo, de rozarnos, de mirarnos a la cara. Y ahora no puedo oler al otrx ni a mí misma, ni saber si me merezco una ducha o si estoy

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Gutiérrez y Montenegro, 2020, año cero. Narrativas íntimas o la vulnerabilidad como potencia durante la pandemia del Covid-19, pp. 10-34.

desatando un incendio. El cuerpo ensimismado, aletargado, reducido. Sin papilas dispuestas al deleite o al peligro. Sin afuera. Capturada. (Longoni, 2020).

De este modo, su crónica, va narrando distintas formas de acompañamiento de amigxs mientras espera el viaje al IFEMA (Institución Ferial de Madrid), el centro que es el símbolo de una de las ferias de fotografía y arte más grande del Estado español, predio ferial que ha devenido gigantesco hospital de campaña, dando lugar a camas con tubos de oxígeno, a gente sola y enferma. Esas imágenes aterradoras contrarrestan “el temblor de todos los pequeños gestos que hacen mundos” (Bardet, en Longoni, 2020), tal como le escribe su amiga Maire Bardet en una carta virtual, recibida durante esos días. Aparecen, entonces, pequeños gestos que hacen de la amistad formas de habitar y acompañar el dolor y el miedo: una planta de magnolia que, tal como la carta enviada le hacía recordar, “significa hacer mundo/hacer mucho” (con errata incluida de quien escribió la esquela enviada por sus amigas Vic y Guille), a través de gestos y presencias mínimas:

Estar conmigo como las plantas: presentes aunque silenciosas, calladas, apenas el rumor de las hojas cuando pasa el viento, apenas el crujir de las hojas secas cuando alguien las pisa. Aprenderé mucho de ese modo de la presencia. La cuidaré y conviviré con ella … esta magnolia, con su sabio silencio, sea una metáfora precisa y preciosa de lo no dicho. Así la recibo, así la leo. (Longoni, 2020).

Desde allí, Longoni (2020) se desliza para recuperar trazos de la memoria colectiva, recobrando la escritura de la rusa Svetlana Alexiévich y su relato ante la imposibilidad de escribir frente a la catástrofe de Chernóbil, ciudad en la cual residía en 1986. Retoma, entonces, la escena en la cual una mujer desoye la obligación del aislamiento y, por lo tanto, la indicación de no cuidar ni despedir a su marido, un cuerpo agonizante y radioactivo. Desobedecer a costa del propio cuerpo, quizá de la propia muerte, cifra un gesto que descarta el miedo sobre el otrx y presagia la elección de cómo acompañar en el trance del morir, anulando el miedo al contagio para sobreponer el deseo de la despedida por la vida compartida. Desde allí narra Ana, recuperando a Svetlana: “«¡No se acerque a él! ¡No puede besarlo! ¡Prohibido acariciarlo! Su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar». … Acercarse o no, esta es la cuestión. Besar o no besar. Pero ¿cómo elegir entre el amor y la muerte? ¿Entre el pasado y el ignorado presente?” (Longoni, 2020).

Longoni no romantiza esa elección, como si fuera la indefectible decisión de la heroicidad romántica de morir por otrx, sino que la pone a jugar ante el deseo de la vida que deseamos vivir, a contracorriente de la distancia aséptica, aun a riesgo del peligro para nuestra propia existencia. Entonces, una pregunta se alza desde las sombras con un ritmo suave pero punzante: ¿hasta dónde podremos sostener el cuidado higiénico y la distancia de nuestros afectos?, ¿hasta dónde protocolizaremos nuestros duelos, nuestros contactos de despedida y también de nuestra vida cotidiana? Antes de que las imágenes de los ataúdes en las calles y de las fosas comunes en diversas ciudades del mundo ganara la imaginación visual de la pandemia, Ana se preguntaba: “¿De qué cuerpos estará atravesada esta, nuestra pandemia?, de cuerpos que nadie cuenta ni reconoce. ¿Adónde quedarán esos muertxs, nuestros muertxs? ¿Adónde quedaremos los vivxs? ¿Adónde?” (Longoni, 2020).

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El contacto, la piel, los sentidos toman la escritura de Longoni para recordarnos la radical importancia de los cuidados, su carácter social, es decir, político. Entonces, la intimidad de la piel se presenta como una superficie íntima y pública del debate sobre cómo queremos morir y cómo seremos capaces de vivir luego del miedo al contagio; cómo vivenciaremos “El exilio de la piel”, tal como escribió val flores, algunos meses después desde la ciudad de La Plata, en un texto aparecido en junio de 2020:

En las tormentas de mi soledad siento que este distanciamiento social obligatorio me despelleja lentamente. Una poética de la piel despedazada, azotada por permisos, barbijos, controles policiales, distancias, pánicos mediáticos, alcohol en gel, curvas de infectadxs, estadísticas de muertxs.

Y hoy padezco la peor pesadilla. No la de una pandemia vírica o la del control social, sino la de la imposibilidad de escribir.

En la escritura de flores, las letras se vuelven una extensión del cuerpo y, más específicamente, de la piel: “Se ha retorcido mi lengua porque ha perdido la compañía de la piel, no de la mía, sino de la piel pública como contaminación capilar de la rabia, como relación con el (no) saber como efervescencia teórica” (flores, 2020). En su narración, la imposibilidad de escribir en el contexto de aislamiento —práctica que en su biografía no solo ha sido asidua, sino una estrategia estética y política, activista y teórica— resulta para flores un modo de no plegarse a la hiperproductividad en tiempos de pantallas virales. La falta de certeza, la falta de presagios o los vaticinios certeros y las explicaciones posibles sobre futuros (pretendidamente) asegurados se contradicen con el silencio de la piel. Porque la piel no solo es un modo de pensar, sino:

una zona de interrogación de lo que hay dentro y fuera. ¿Dentro es seguridad? ¿Fuera es contagio? ¿Será un privilegio poder decir adentro y afuera? La piel también es el punto álgido de ebullición de lo que resta por pensar, de lo que clama por desear …

La piel como borde y desborde de los afectos … La piel puede ser un muro, una cárcel, un infierno, una quemazón descontrolada, pero también puede ser una huerta para sembrar nuevos nombres. (flores, 2020).

Entonces, al igual que en la crónica de Longoni, el cuerpo íntimo aparece como pregunta política sobre el (no) hacer, enfrentado a las marcas del aislamiento que provocan el desgrane de nuestro cuerpo colectivo, de nuestras estrategias históricas de acción y sostenimiento mutuo fundadas en vínculos afectivos que se resienten ante la parálisis de la distancia y la higienización. Ante los presagios de catástrofes sanitarias y sus efectos en la sociabilidad, la imaginación política está llamada a pensar estrategias que aún no conocemos. ¿Acaso tendremos la imaginación íntima y política para reencontrarnos?

Osvaldo Baigorria desde Buenos Aires. Ensayo breve y memoria viral

Durante los primeros días de abril de 2020, Osvaldo Baigorria diagramó en dos breves textos prácticamente homónimos —“Un nuevo orden en los cuerpos”, publicado en el blog de la editorial Caja Negra, y “El nuevo orden de los cuerpos”, integrado en su página personal—

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algunas consideraciones sobre las pervivencias y actualizaciones que los dispositivos biopolíticos ejecutan al establecer parámetros de orden y normalidad, enfocándose en los cuerpos, esa zona frecuentemente conceptualizada como receptáculo de la individualidad y, por lo tanto, de la vida privada, incluso íntima y erótica. Su breve texto, “El nuevo orden de los cuerpos”, es, ante todo, un acto de relectura en vistas a la reedición de Un barroco de trinchera; entonces, con Perlongher como interlocutor, Baigorria recuerda que, así como la epidemia del VIH, la pandemia del COVID-19 ha desplegado un arsenal de condicionamientos (burocráticos, estatales, farmacológicos, socio-libidinales) que trascienden con creces las limitaciones de esa entelequia creada a partir de los solidarios préstamos entre las filosofías de la propiedad y el individuo. El comportamiento del virus, su velocidad de propagación y la escala impersonal y comunitaria de sus agenciamientos revelan que las condiciones deseables para la vida humana se ejecutan al interior de rígidos protocolos, cuyo objetivo es ordenar la proliferación de agentes biológicamente destructivos. La pregunta, incómoda y paradojal, es hasta dónde la regulación de la vida es una condición necesaria para la pervivencia de una especie sobre otras.

A la luz del colapso sanitario y las predicciones ecológicas sobre el agotamiento del planeta, comienza a plantearse con toda seriedad una revisión de los efectos colaterales de la vida humana en la biósfera, observación que parece estremecer algunos parámetros y presupuestos que el pensamiento humanista ha construido desde hace, al menos, quinientos años. La interrupción forzosa impuesta por el COVID-19 al proceso expansivo de la modernidad ha contribuido a poner en jaque, una vez más, las condiciones (y límites) del ideologema del desarrollo y el crecimiento ilimitados.

Las breves e intensas intervenciones de Baigorria ejecutan un balance del presente a la luz de otra escena y otra enfermedad, y, por lo tanto, contribuyen a calibrar las incidencias de un virus en la disposición del entramado social. Entonces, el contagio, la enfermedad y, en última instancia, la letalidad deben leerse como algo más que meros datos estadísticos para la confección de vacunas, tratamientos retrovirales o políticas estatales orientadas a la salvaguarda de la vida (humana), conforman el nombre mismo de una sociabilidad en riesgo, la puesta a prueba de los lazos que conforman una comunidad o, en su flexión íntima, una amistad; demuestran hasta dónde las políticas sobre la vida encuentran atolladeros en ocasiones incompatibles con las tramas del afecto, y por lo tanto no pueden resolverse desde una lógica de la propiedad individual o la indiferencia; dado que, cuando la enfermedad prevalece, se abre la pregunta por lo esencial, haciendo tangible los límites que hacen posible y justifican la vida. La amistad como potencia y agenciamiento de corporalidades que deciden un destino común es, entre otras cosas, un rasgo resistente a toda biopolítica y, de hecho, esa reverberación se escucha en el texto de Baigorria:

“Con el episodio del sida se estaría dando una expansión sin precedentes de la influencia y del poder médicos, gracias a la caja de resonancia de los medios de comunicación”. Me encuentro con esta frase de Perlongher mientras sigo en cuarentena tipeando antiguas cartas de aquel barroco de trinchera. Intento reemplazar sida por coronavirus en el nuevo orden de los cuerpos, y tropiezo con las obvias diferencias y las no tan obvias semejanzas: ya no se trata de prohibir el contacto entre ciertos órganos sino todo contacto físico; ya no es el semen y la sangre sino hasta la saliva y la piel lo que cae bajo la prohibición; ya no son algunas prácticas y ciertas minorías sino la población entera la que cae bajo control. (2020a).

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El contraste que auspiciosamente realiza Baigorria a través de Perlongher da cuenta de los avatares que los cuerpos y sus deseos han sobrellevado durante décadas. El fantasma del sida, publicado por Puntosur en 1988, señalaba un límite infranqueable a la revolución sexual, también proponía una visión de conjunto sobre la nueva hegemonía de las telecomunicaciones y, junto a ella, la imposición de una vida medicalizada como comprobación de una “obsesión por la salud” (Baigorria, 2020a). Y, si bien el ensayo de Perlongher fue escrito antes de producirse el contagio del poeta y su consiguiente muerte, Baigorria insiste en recuperar el tono de su palabra: “resuena su protesta como una voz extraña desde la ultratumba: algo en común tienen los virus y las reacciones sociales frente a ellos” (2020a).

Al realizar esta rememoración, el texto de Baigorria restablece simultáneamente una amistad y un modo de pensamiento alejado de toda solemnidad teórica; así, el ensayo ofrece hipótesis absolutamente vigentes sobre las formas de control: “No dejo de recordarlo en estos días en los que un nuevo fantasma recorre ya no Europa ni la China sino el mundo entero: un fantasma compuesto por la plaga del Covid-19 y por un nuevo régimen de disciplinamiento corporal” (Baigorria, 2020a).

Este nuevo orden no puede ser sino descripto con el tono de una teoría conjetural, en la que a la voz de Perlongher se integran las elaboraciones de Foucault y Deleuze. En el inminente fin del siglo XX, Postdata sobre las sociedades de control (2005) lanzaba sus conjeturas con la brevedad y concisión de lo urgente; en la misma genealogía y con la libertad enigmática del ensayo, Baigorria recupera el tono de una reflexión asumida en la inmediatez de una experiencia. Esta palabra de ocasión proyecta su potencia contra las certezas del saber (que disciplina y ordena), para reclamar una lectura transversal sobre los agenciamientos que durante los años de contracultura, la revolución sexual y la recuperación de las democracias en el cono sur se ha enfrentado a bloqueos que no pueden reducirse a una mera clausura conservadora, sino que requieren actos de imaginación crítica capaces de conceptualizar, para luego desandar, las interdicciones que la lógica biopolítica impone sobre los cuerpos.

A la luz y en el recuerdo de las proposiciones de Perlongher en torno al sida, Baigorria lanza una evaluación comparativa que es, al mismo tiempo, una advertencia en torno al carácter efímero de los acontecimientos políticos y los actos de resistencia irreverente:

Coincidencias significativas: si el sida vino a coronar el reflujo de la revolución sexual, el coronavirus —que no es solo un virus sino un discurso, un dispositivo, una orden médica y un orden social— llegó para poner un punto final (por ahora -nada sé del futuro) a las manifestaciones, revueltas y fiestas callejeras de los últimos años, y en especial del 2019, cuando en tantos lugares del mundo los cuerpos se encontraban, se mezclaban, se abrazaban y se deseaban en público. (2020a).

En el texto algo más extenso publicado en el blog de la editorial Caja Negra, Baigorria señala que, aun cuando se encuentra muy lejos de abonar cualquier teoría conspirativa, no deja de resultar significativo que las medidas de aislamiento desplegadas a escala global se impusieran “a fines de un año récord en la expresión del descontento social en las calles” (Baigorria, 2020b). La multiplicidad heterogénea de estas manifestaciones, sin embargo, no impide corroborar que los estallidos del hartazgo en ocasiones solo encuentran en la protesta callejera la forma para materializarse como síntoma. Bajo la mirada de Baigorria, estos actos de insumisión —de Hong Kong a Santiago de Chile— comprueban un rechazo generalizado

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al “autoritarismo, la violencia represiva y las condiciones de vida global bajo el capitalismo, sea en su versión más neoliberal o estatizada” (2020b). Frente a este panorama, se interpusieron las necesarias medidas de cuidado durante la pandemia y su consiguiente prohibición médica del contacto físico.

La sensata reflexión de Baigorria no incita a una rebelión suicida contra la imposición del aislamiento, aunque llama la atención frente a la capacidad de los “medios paranoicos de difusión” (2020b) para conseguir una casi inmediata aceptación del orden social y sus dispositivos de control, dando forma a una nueva imagen de la “vida social normalizada” (2020b), otorgando concesiones a las múltiples formas de un poder omnipresente y tecnificado. De ahí el recelo, presente en Deleuze, Agamben o Byung-Chul Han, que Baigorria esgrime contra la vigilancia digital. Sin embargo, lejos de la pesadez apocalíptica de los teorizadores del fin de los tiempos, la prosa de Baigorria corre liviana para apuntar hacia las condiciones materiales de quienes encarnan la nuda vita del presente:

Las pandemias tienen el paradójico efecto de desnudar —al mismo tiempo que pueden cubrir bajo un manto de olvido— nuestras miserias cotidianas. No solo la desigualdad entre quienes pasan la cuarentena a lo grande en casas solariegas con amplios jardines y quienes se hacinan entre oscuras paredes o aun sin techo; también las tensiones entre seguridad y libertad, entre la demanda de protección estatal y el deseo de fuga. Quizá las poblaciones precarizadas no saben autoprotegerse lo suficiente como para evitar la captura dentro de regímenes autoritarios que ordenan y aíslan a las personas, y que las vuelven más individualistas y recelosas del cuerpo del prójimo. Quizá esta sea una oportunidad para inventar formas de perforar el encierro y el telecontrol, como propone el precioso Preciado, apagando los móviles, desconectando internet, haciendo un gran blackout. (2020b).

En efecto, vida precaria y asimetrías socioeconómicas configuran la condición de quienes no pueden escabullirse al control o, incluso, lo reclaman como posibilidad para garantizarse una mínima supervivencia. Cómo interrumpir ese ciclo de capturas, que hacen de la fragilidad de los cuerpos el plafón para un individualismo radicalizado, parece convertirse en el desafío del presente. Por ello, el llamado al apagón digital que Baigorria recupera de Preciado no puede sino mostrar una forma singular de rebelión contra el avance desmedido de las high tech, operando desde el orden macroeconómico hasta los secretos más recónditos de la vida íntima. En este punto, el texto demuestra y combina su potencia imaginativa con una pragmática territorializada en la vida latinoamericana. Por esto se impone la necesidad de no olvidar los fulgores de las protestas e insumisiones disgregadas durante el 2019, de insistir en la capacidad de los cuerpos para crear condiciones de transformación más allá de los automatismos tecnocráticos o las ficciones de la acumulación financiera. Escribe Baigorria:

La protesta sorda contra las condiciones de vida debería hacerse oír: todas — algunas más que otras— somos víctimas fatales de un nuevo orden de los cuerpos que nos vigila, nos acecha y nos disciplina, más allá, antes y después de la aparición del coronavirus. Un nuevo orden al que hemos consentido y acatado sin chistar —o con chistidos no lo bastante fuertes y audibles— en la ilusión de mantenernos hiperconectados a distancia. Una distancia no menor a dos metros, de preferencia entre cuatro paredes, ya no del trabajo a casa y de

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casa al trabajo, sino con el trabajo, el desempleo, el ocio forzado y la psicosis en casa. (Baigorria, 2020b).

El breve ensayo resulta contundente en sus consideraciones y perspectivas; lanza una mirada sobre un proceso de mutaciones de vigilancia y telecontrol que bien puede situarse en el final del siglo pasado y condiciona el “nuevo orden de los cuerpos”. El 2020, entonces, no ha hecho más que explicitar y agudizar con toda violencia el estado precario de la vida común, de esas corporalidades que, en ocasiones, estallan en ebullición insumisa.

La mirada de Baigorria apunta a describir la actualidad del entramado resultante de ese circuito de imposiciones y regulaciones, ahora involucrado en las diversas formas del aislamiento, el trabajo, el tiempo libre y las patologías mentales resultantes de un extremo agotamiento, tanto de los cuerpos humanos como del cuerpo planetario.

En este contexto, Baigorria rescata la potencia de la insumisión, y lo hace restaurando la experiencia histórica y la voz de un viejo amigo. No es casual, entonces, que sea durante la proliferación mundial de un virus que la palabra y la militancia de Perlongher se recuperen como gestos fundamentales no solo de la disidencia contra la domesticación del deseo y las nuevas formas de vida, sino como genealogía del afecto y la amistad.

Las breves notas de Baigorria actúan como memoria de paso sobre esa otra epidemia, sobre ese otro virus que puso un fin a la revolución sexual, retomando el hilo de la conversación con el amigo ausente. La conjetura, entonces, es hasta qué punto el “apuntalamiento técnico del mundo” (2011), tal como lo ha descripto Christian Ferrer, realiza un pacto solidario y funcional con las enfermedades de un mundo interconectado y, quizás, con las pandemias por venir. Por supuesto, Baigorria no se lanza a la aventura de la predicción distópica; sin embargo, sus breves ensayos dan cuenta de los lazos que unen el presente pandémico con una historia reciente, con experiencias de vida que permiten corporizar el espesor de las mutaciones del capitalismo durante las últimas décadas.

Franco “Bifo” Berardi desde Bolonia. Un diario al filo de la extinción, o cómo imaginar el fin del capitalismo

En una sintonía afín con estas intervenciones, no solo en sus conceptualizaciones, sino en la forma intempestiva de reflexión crítica, se encuentran los textos que, entre febrero y agosto del 2020, Franco “Bifo” Berardi produjo con la regularidad del diario. Sin embargo, lejos de fingir el secretismo de la intimidad y postergar su publicación hacia un futuro incierto, sus textos fueron inmediatamente enviados al sitio web Not, de Nero Editions, luego traducidos y replicados en la página web argentina Lobo suelto, para finalmente adoptar la forma del libro en la edición de Tinta Limón, con el título de El umbral, el cual reúne las “siete crónicas de la psicodeflación” —“psicodeflación”, “RESET”, “Valter”, “torcidos”, “el horizonte”, “ajedrez”, “¡Repartir!”— y un “post scriptum”.

Existen dos crónicas que, si bien han sido publicadas en el sitio Not, no fueron traducidas; se trata de L'isola: la sospensione del tempo [La isla: la suspensión del tiempo], del 16 de julio de 2020, y La ragnatela: un’altra fine del mondo è possibile [La telaraña: otro fin del mundo es posible], del 5 de agosto de 2020. Todas estas crónicas han sido escritas con la forma del diario, y permiten comprobar de modo ejemplar la celeridad de circulación de la palabra. Así como los bienes, mercancías y virus viajan a una velocidad inusitada, también la

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experiencia y la difusión de la escritura del filósofo se encuentra signada por la misma temporalidad acelerada.

Resulta evidente que los textos de Berardi son un modo para sobrellevar el trance de la pandemia y el aislamiento, anotaciones que pueden considerarse como registros de la experiencia de un asmático septuagenario lanzado a la lectura y la especulación teórica sobre su presente. El tono heterodoxo de “Siete crónicas de la psicodeflación” consigue cristalizar un diario que, lejos de presentarse como laboratorio de estilo, describe la vivencia de un tiempo excepcional, en el cual el encierro forzoso de las cuarentenas ha impuesto un detenimiento generalizado y, por lo tanto, condicionado la escritura.

Si, en efecto, el diario del escritor generalmente se rodea de la mitología autoral, trazando un aura de indistinción artística entre la banalidad cotidiana y La Obra, en este caso la anotación cotidiana de Berardi consigue el gesto contrario; el valor de la singularidad personal se relega para dar lugar al bosquejo de notas, conceptos, meditaciones, citas, reflexiones propias y ajenas en torno a las causas y efectos del coronavirus, también de los cuerpos que continuaron sufriendo y muriendo en guerras civiles, hambrunas o migraciones cuando las agencias de información decidieron enfocar su atención en la pandemia. Así, el transcurso de la primavera boreal del 2020 fue el momento histórico en el cual Berardi puso a prueba toda la potencia de un pensamiento sobre lo que ha denominado en otros ensayos como “semiocapitalismo”.

La introducción que en la edición de Tinta Limón antecede a las crónicas, fechada el 17 de julio de 2020, actúa como balance retrospectivo; dado su tenor y estilo, puede leerse como una suerte de proclama que, partiendo de la incertidumbre generalizada cernida sobre el “cadáver del capitalismo” (Berardi, 2020, p. 12), se sintetiza en una consigna clara y contundente: “O el comunismo o la extinción” (p. 13). Esta poderosa sentencia intenta conciliar las dos líneas de análisis que obsesionan a Berardi durante el transcurso de su diario, esto es, la certeza de que el colapso sanitario se encuentra estrechamente ligado con las condiciones de extremo estrés que el capitalismo neoliberal ha sometido desde, por lo menos, la década de 1980 a la totalidad del planeta y a la especie humana que lo habita.

En este sentido, las tesis del italiano, ya presentes en Generación Post-Alfa (2016), extienden sus observaciones en torno a las tensiones y patologías que se explican a raíz de la vida hiperconectada en el tiempo del capital recombinante. De esto se desprende el perfil de sus evaluaciones en torno a la circunstancia histórica del virus como un hecho biológico- semiótico, y la imagen conceptual del umbral como recurso que se ofrece para imaginar el posible tránsito hacia un nuevo estado de organización de la economía y la coexistencia. El coronavirus, sostiene Berardi, ha materializado “una alternativa esperada y prometida durante dos siglos… puesto al alcance de una humanidad que, paradójicamente, se encuentra al borde de un precipicio, pero también en el umbral de una emancipación” (2020, p. 12).

Por su lado, el dinero y el trabajo asalariado han encontrado la más profunda crisis durante el detenimiento de la máquina capitalista. En el cierre de esta introducción, su escritura se alza como manifiesto lanzado contra el agotamiento neoliberal y el ascetismo tecno- financiero: “Necesitamos investigación científica, satisfacción ociosa de las necesidades esenciales y placer de los sentidos y las mentes. Qué lo erótico ahuyente el triste recuerdo de lo económico. Que la poesía cosmopolita disuelva el mal olor de la partencia nacional” (2020, p. 14).

La primera de las siete crónicas, “psicodeflación”, resulta a todas luces la de mayor significación, no solo por modular el tono de la escritura, sino por bosquejar su propuesta teórica e interpretativa durante las primeras semanas de una realidad enrarecida. En su inicio, fragmentos de la canción “Crown of creation” (1968), de Jefferson Airplane, y la novela experimental El boleto que explotó (1962), de William Burroughs, ofician como apertura y resto identitario. Tanto la canción de la banda californiana como el texto de Burroughs

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pertenecen a la contracultura de la década de 1960, al clima de revuelta en que se inscriben genealógicamente las indagaciones filosófico-políticas de Berardi.

Por su parte, la referencia a Burroughs marca explícitamente la yuxtaposición que caracteriza todo su andamiaje conceptual, esto es, establecer conexiones entre creaciones semióticas y corporalidades, entre la información lingüística y la enfermedad. De ahí que en la definición del lenguaje recogida por el italiano abra un sugerente campo de indagación retrospectivo y, ante todo, proyectivo durante el silencioso tiempo de la cuarentena. “La palabra es un virus” (2020, p. 17), cita Berardi el texto de Burroughs, reconfirmando la imposibilidad del silencio y el enlace entre la proliferación de los sistemas semióticos y su comportamiento viral.

Por otro lado, en la canción de Jefferson Airplane despliega una mirada crítica contra un statu quo que el rock y la psicodelia alteraron radicalmente hace cincuenta años; asimismo, conceptualmente el texto de la canción recupera la novela de ciencia ficción Las crisálidas (1955), de John Wyndham, relato que recrea una sociedad posapocalíptica en la que los individuos con mutaciones son perseguidos por ser considerados creaciones del demonio. A partir de estas dos puertas de acceso, Berardi inicia su diario, cuya primera entrada corresponde al 21 de febrero:

Al regresar de Lisboa, una escena inesperada en el aeropuerto de Bolonia. En la entrada hay dos humanos completamente cubiertos con un traje blanco, con un casco luminiscente y un aparato extraño en sus manos. El aparato es una pistola termómetro de altísima precisión que emite luces violetas por todas partes. Se acercan a cada pasajero, lo detienen, apuntan la luz violeta a su frente, controlan la temperatura y luego lo dejan ir. Un presentimiento: ¿estamos atravesando un nuevo umbral en el proceso de mutación tecnopsicótica? (2020, p. 17).

La apertura del diario se confecciona desde una experiencia afín a la distopía; el viaje y el espacio del aeropuerto dejan de ser percibidos como actividades triviales para convertirse en el escenario de una puesta en acto del control biológico. Sin dudas, en la descripción se filtra el imaginario de la ciencia ficción, percepción que parece haber condicionado el tránsito durante la pandemia y la vida en cuarentena. Es decir, ¿hasta dónde la nueva realidad se asemeja a, o incluso realiza, las visiones de la imaginación literaria? La escena actúa como condensación de la hipótesis central que Berardi despliega en sus crónicas, esto es, el intento por elaborar un pensamiento de la mutación del presente, en una temporalidad percibida desde la lógica del umbral, es decir, del pasaje.

Una consideración cautelosa podría advertir que la narrativa simultáneamente personal y teórica de Berardi toma el riesgo de esbozar futuros inciertos. En lugar de una mirada que se remonte a la larga duración de los sistemas disciplinarios, su intervención parte de una vivencia absolutamente actual, tanto personal como comunitaria, para conjeturar la fisonomía de esta mutación, que Bifo encuentra al yuxtaponer el pensamiento sobre la técnica junto a las patologías del cuerpo, en una imbricación nombrada como “tecnopsicótica”.

La entrada del 2 de marzo, se orienta hacia ese mismo sentido, interpretando el coronavirus como algo más complejo que un mero agente biológico. “Un virus semiótico en la psicósfera bloquea el funcionamiento abstracto de la máquina, porque los cuerpos ralentizan sus movimientos, renuncian finalmente a la acción, interrumpen la pretensión de gobierno sobre el mundo” (2020, p. 19), escribe Berardi.

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La gran paradoja que introduce el COVID-19 es la parálisis de los dispositivos maquínicos y de sus agencias corporales como resultado de la introducción de un organismo microscópico que, sin embargo, opera a escala global. De ahí que el comportamiento del agente infeccioso (biológico) forme parte de un entramado técnico, de sus enlaces económicos y, por lo tanto, del continuum de agenciamientos que alteran la vida de las comunidades. De modo que, más allá de los cuadros clínicos y las lamentables muertes, el efecto más concreto del virus se encuentra en “la parálisis relacional que propaga” (2020, p. 19).

Al componer acciones de pensamiento involucradas en una perspectiva guattariana, para Berardi no hay forma de escindir la circunstancia generalizada del estancamiento social y económico de sus ramificaciones biológicas. Los intentos por explicar las dinámicas del virus no pueden cristalizar respuestas aisladas, construidas desde un régimen clausurado en los nombres clásicos con los que se ha organizado la sociedad disciplinar, diríamos: “la medicina”, “la geopolítica”, “la economía”.

Por el contrario, la complejidad del problema que ha visibilizado la pandemia del COVID- 19 demuestra la necesidad de enlazar regímenes de significación diversos; así, cadenas biológicas se unen a cadenas semióticas, cadenas políticas con dimensiones epidemiológicas, cuadros virales con efectos sociológicos. En este contexto, la hipótesis de Berardi sobre una “parálisis relacional” modula una perspectiva pesimista sobre la mutación del nuevo siglo ; así, el 3 de marzo se pregunta:

Cómo reacciona el organismo colectivo, el cuerpo planetario, la mente hiperconectada sometida durante tres décadas a la tensión ininterrumpida de la competencia y de la hiperestimulación nerviosa, a la guerra por la supervivencia, a la soledad metropolitana y a la tristeza, incapaz de liberarse de la resaca que roba la vida y la transforma en estrés permanente, como un drogadicto que nunca consigue alcanzar a la heroína que sin embargo baila ante sus ojos, sometido a la humillación de la desigualdad y de la impotencia? (2020, p. 19).

Por lo tanto, la pregunta crucial que, a tientas, esboza el diario es cómo salir de la axiomática del capitalismo, cómo pensar el estancamiento, cómo organizar la vida por fuera de las ideas de acumulación, desarrollo y crecimiento ilimitado. En estos pasajes el texto demuestra su carácter explícitamente crítico y propositivo, en cuanto se entienda a estas intervenciones en el apremio del presente, como formas coyunturales (situacionales) en las que se construye una práctica de escritura y pensamiento. Resulta evidente que esta caracterización del capitalismo como “axiomática” no es una invención de Berardi, sino una referencia a la obra de Guattari junto a Deleuze.

Las tesis que los filósofos franceses esbozaran entre las décadas de 1970 y 1980 se refuerzan y expanden. Para Berardi la experiencia de la pandemia actúa como una disrupción ante el “cadáver del Capital” (2020, p. 21), y el coronavirus ejecuta un “shock” que es interpretado como “preludio de la deflación psíquica definitiva” (2020, p. 21). La aparición de un virus global sería, entonces, la consecuencia lógica del funcionamiento de esa misma maquinaria, y la “psicodeflación”, el concepto con el cual Berardi señala un cambio operado al nivel de las temporalidades y las escalas, de la interacción entre el caos del mundo y el cerebro.

El virus desinfla la burbuja de aceleración continua, interviene los flujos de personas, de bienes y capital, pero también provoca un impasse en la exasperación de la vida nerviosa, en

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el consumo de imágenes y experiencias mediatizadas, agudizando patologías vinculadas a la ansiedad, la depresión y las fobias que paralizan el deseo. La crítica de Berardi no es inocente y no se apresura a sacar conclusiones. Sin embargo, podría conjeturarse que la crisis actual (con independencia de sus resoluciones) conmociona las nociones heredadas de un voluntarismo político que ha intentado la transformación del capitalismo durante la larga experiencia del siglo XX. Entonces, de producirse una mutación de la máquina, esto pareciera derivarse menos de una acción consciente que de automatismos inscriptos en su propio funcionamiento, en este caso, con la forma de un virus respiratorio.

“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” (2016, p. 22), escribió Mark Fisher glosando una frase atribuida tanto a Fredric Jameson como a Slavoj Žižek. Sobre ese diagnóstico se hace necesario reconsiderar cómo puede efectuarse la mutación de la axiomática, hacia qué zonas de la vida, del trabajo y la sociabilidad. Las intervenciones de Berardi parecen inscribirse en esa genealogía crítica, cuando el 5 de marzo daba cuenta de ese cúmulo de transformaciones:

Por primera vez, la crisis no proviene de factores financieros y ni siquiera de factores estrictamente económicos, del juego de la oferta y la demanda. La crisis proviene del cuerpo. … Es el cuerpo el que ha decidido bajar el ritmo. La desmovilización general del coronavirus es un síntoma del estancamiento, incluso antes de ser una causa del mismo … Cuando hablo de cuerpo me refiero a la función biológica en su conjunto, me refiero al cuerpo físico que se enferma, aunque de una manera bastante leve –pero también y sobre todo me refiero a la mente, que por razones que no tienen nada que ver con el razonamiento, con la crítica, con la voluntad, con la decisión política, ha entrado en una fase de pasivización profunda. … Cansada de procesar señales demasiado complejas, deprimida después de la excesiva sobreexcitación, humillada por la impotencia de sus decisiones frente a la omnipotencia del autómata tecnofinanciero, la mente ha disminuido la tensión. No es que la mente haya decidido algo: es la caída repentina de la tensión que decide por todos. Psicodeflación. (Berardi, 2020, pp. 22-23).

En la óptica de Berardi, la dimensión original que afecta a la máquina capitalista en el presente ofrece una particular originalidad, esta vez su causa no se encuentra en un factor especulativo e inmaterial, tal como ha sucedido en innumerables ocasiones en el pasado; en esta oportunidad, el origen se encuentra en los cuerpos y en la dimensión específicamente cognitiva que los conecta al mundo. Por supuesto, pueden citarse diversos episodios en los cuales las enfermedades han afectado el desarrollo de la historia; la conquista y expoliación del continente americano no se explica sin la articulación entre la máquina del Estado y la propagación de sus efectos colaterales (enfermedades como la viruela o la fiebre amarilla han provocado la muerte de poblaciones completas o la transformación radical de las ciudades americanas). La singularidad del actual proceso viral/global radica en la velocidad de su mutación; de ahí que la alianza entre tecnología y capital en escala planetaria afecte simultáneamente cuerpos y mentes, provocando una caída de la tensión, de la excitación, de la estimulación nerviosa, que se imponen como un paradójico automatismo de la máquina capitalista.

Por esto, el “Post scriptum” que cierra las crónicas con anotaciones fechadas en junio de 2020 da cuenta del estado general de una “convulsión global” (Berardi, 2020, p. 131), y a la pandemia del coronavirus se suma una visión descarnada del destino de las democracias

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occidentales, en especial enfocada en los Estados Unidos del supremacismo blanco y la irracionalidad trumpista. Pero quizás la propuesta más contundente de Berardi sea la de observar los efectos de la pandemia en la “generación conectiva” (2020, p. 132) y “omnidigital”, que nace como resultado de la postergación del cuerpo como territorio político y afectivo. De ahí que el texto finalice con una exhortación a la “internacional cognitaria” (Berardi, 2020, p. 147), es decir, a las subjetividades que componen (y en ocasiones resisten) el entramado del capital en el siglo XXI: “Para ganar la guerra que nos ha sido impuesta por los nazi-liberales debemos volvernos conscientes de nuestra potencia. Que no es potencia de fuego, sino potencia de creación, que cuando es preciso también puede ser potencia de fuego” (p. 147).

Coda, algunas conclusiones precarias

Aun en la singularidad de sus tonalidades, perfiles y lugares de enunciación, las intervenciones aquí cartografiadas ofrecen en su conjunto una interrogación que atraviesa el tiempo transcurrido desde marzo del 2020. Ninguno de estos textos intenta clausurar las preguntas abiertas durante el trance de una enfermedad y su propagación; y, de hecho, esta inconclusividad se encuentra estrechamente ligada a la incertidumbre general que caracterizó a la primera pandemia del siglo XXI. De ahí que el carácter común de estas voces se encuentre en su resistencia al rigor asertivo para, en cambio, dar espacio y palabra a la consternación ante el tiempo actual y futuro, a la percepción de una tensa calma desde la cual se evalúan las condiciones esenciales no solo para la supervivencia, sino para el disfrute de la vida. Entonces, si el problema de la enfermedad global hace tangible la conexión entre las necesidades relacionales de los cuerpos individuales (y del cuerpo planetario), el “nuevo orden” que parece emerger materializa la yuxtaposición fármaco-digital-financiera, corroborando algunos de los temores esbozados por el pensamiento crítico hace décadas.

A contracorriente de la asepsia cientificista, el análisis estadístico y cuantificado, los textos que abordamos en este ensayo despliegan experiencias íntimas durante el tiempo de la pandemia, apelando menos a la certeza positiva que a estrategias para construir interrogaciones a través de unas vidas esbozadas en la escritura. Tal como señala María Moreno en su segunda aguafuerte de cuarentena, al recuperar el enfoque sobre los cuerpos que realizan tanto Berardi como Preciado, es posible corroborar el horror ante lo incierto:

La incertidumbre, como irrupción inédita, se llena de palabras. La mayoría de los textos insisten en las causas, la teoría se muerde la cola, rebusca en archivos seguros, de por lo menos tres décadas atrás, los análisis buscan evidencias, es decir, huyen hacia el futuro pasando por sobre los cuerpos. (Moreno, 2020).

Por ello, Moreno insiste en visualizar (en no olvidar) las corporalidades, es decir, el lugar de los cuerpos durante el (aparente) detenimiento de los modos conocidos de pensamiento, producción y reproducción de la vida dentro del sistema cada vez más autonomizado del capitalismo neoliberal contemporáneo. Pero, más que las hipótesis de las transformaciones estructurales sobre una axiomática que una y otra vez parece transformarse y revitalizarse, hemos regresado sobre las resonancias mínimas de la acción y la reflexión conjunta, ya sea a través de las imágenes de archivo de acciones colectivas que todavía reverberan en la piel o recuperando los gestos de la amistad, el erotismo y el amor aun en la distancia corporal, a fin de insistir en la potencia de distintos gestos micropolíticos. Porque la biopolítica del control y

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la higienización fue interrumpida (al menos fugazmente) por experiencias que, todavía, justifican la (propia) vida, en especial cuando se jaquea la herencia inmunitaria para dar paso a la co-existencia y la composición de una comunidad de afectos.

Por ello, como advertimos, si la amistad emerge en cada una de esas escrituras como una de las posibles vías de resistencia, este ensayo también pretende colocarse en esa genealogía. Porque, además de los estragos sanitarios, la pandemia del COVID-19 nos ha impuesto la necesidad de explorar formas de vida que salteen las visiones inmunitarias e individualistas; nos ha obligado imaginar comunidades fundamentadas en experiencias y memorias comunes; nos ha instado a revitalizar la indagación crítica por fuera del ascetismo que imponen los protocolos del pensamiento y, por lo tanto, interpela a reactivar la imaginación sobre las potencias de la política y la estética en un mundo mediatizado bajo la estandarización de la palabra, de las imágenes y de las formas de creación.

En efecto, además de las narrativas íntimas que esquivaron la pesada carga del saber disciplinado, durante 2020 emergieron prácticas artísticas que intentaron contribuir a la activación de pensamientos y sensibilidades alternativas al colapso sistémico. El propio “Bifo” Berardi participó con textos y poemas en el disco de Marco Bertoni, Wrong Ninna Nanna, que además cuenta con las voces de Lydia Lunch y Bobby Gillespie, descrito por Berardi en su diario como “la banda sonora del apocalipsis” (2020, p. 118).

Por su parte, la banda inglesa Massive Attack dio difusión a un singular EP, el cual consiste en tres piezas audiovisuales reunidas bajo el título de Eutopia. Al retomar y reescribir la Utopía de Thomas More, el proyecto hace explícita la necesidad de construir efectivamente una transformación en las condiciones de vida a escala planetaria. Los videos, además de contar con la música de Massive Attack en unión con la banda norteamericana Algiers, el músico y escritor Saul Williams y el grupo escocés Young Fathers, se componen con la voz de teóricos, académicos y activistas que exponen contra el sistema de los paraísos fiscales (Gabriel Zucman), la necesidad de afrontar de modo diligente la crisis climática (Christiana Figueres) y la situación de una nueva clase social, el “precariado”, a fin de abogar por un renta básica global (Guy Standing).

Rápidamente, también en nuestro país emergieron formas y estrategias estético-políticas para dar cuenta de la experiencia pandémica e imaginar formas del contacto. Solo por citar algunas, en abril de 2020 el Museo del Libro y de la Lengua (dependiente de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno) publicó una serie de videos en su canal de YouTube, de la mano de su directora María Moreno. ¡Adentro! (aguafuertes de cuarentena) fue imaginada como una columna semanal de composiciones audiovisuales que se extendió hasta marzo de 2021. Allí la pluma de Moreno nos recuerda semana a semana cómo la ironía y el humor pueden ayudarnos a crear otro lenguaje ante el encierro obligado, demostrando que la invención de los cuidados y la resistencia afectiva construyen formas de narrar otras historias frente a los embates del “bichito” que alteró nuestras existencias.

Otro experimento estético-afectivo ocurrido durante 2020 se encuentra en las cartas audiovisuales que intercambiaron los cineastas Mariano Llinás y Matías Piñeiro, bajo el proyecto de Sergi Álvarez Riosalido para La Casa Encendida de Madrid, titulado Hay cartas que detienen un instante más la noche. De Buenos Aires a Nueva York (y viceversa), Llinás y Piñeiro realizan grabaciones, pequeños cortometrajes que adoptan la función de las tarjetas postales; estas cartas, leídas por sus remitentes, se acompañan por planos y recorridos (en ocasiones muy íntimos) de las megaciudades cuando el tiempo ha sido pausado y el espacio, vaciado. Entonces, frente a la distancia infranqueable, ¿qué lugares construyen nuestra imaginación?, ¿cómo viajar a través de las imágenes del otro? La respuesta será una “búsqueda del tesoro”, como expresa Llinás, que sostenga el epistolario conjunto a partir de las emociones compartidas por la música, los libros, los grandes edificios y monumentos

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históricos, la revisión del pasado y sus huellas en el presente, pequeños instantes narrativos que componen el diálogo tramitando formas de la distancia y la amistad.

El 4 de marzo de 2021, también se lanzó en la plataforma ContAR —con la producción integral de Haddock Films— el proyecto Bitácora, que consta de cinco cortos de entre 13 y 17 minutos cada uno, narrados en primera persona por directoras argentinas. En algunos de los cortos, la voz en off intenta representar lo que aún no tiene respuesta; en otros, se recrea la ciencia ficción, las imágenes de la naturaleza y las constelaciones para dar lugar al silencio que se interroga con imágenes; en otros, las voces dicen aquello que las directoras aún no encuentran en las suyas. Así, las experiencias de la pandemia atraviesan los modos de creación en La delgada capa de la tierra, de Albertina Carri; Hecho a mano, de Julia Solomonoff; Diario rural, de Laura Citarella; Después del silencio, de María Alché, y Los cuadernos de Maschwitz, de Natalia Smirnoff. Además, las realizaciones fueron enmarcadas en el ciclo Nosotras movemos el mundo y lo transformamos, realizado en el Centro Cultural Kirchner en conmemoración del Día de la Mujer Trabajadora, que contó con una entrevista colectiva sobre los procesos de creación durante ese tiempo convulsionado.

Por último, desde la ciudad de Rosario se construyó Bitácora Museo, organizado por el Museo Castagnino Macro y articulado en una publicación de libre circulación entre diferentes artistas, gestores, pensadores y teóricxs de las artes visuales, como Leticia Obeid, Pablo Makovsky, la Asociación de Artistas de Rosario, Ezequiel Gatto, Pauline Fondevila, Claudia del Río, Rafael Cippolini, Beatriz Vignoli, Daniel García, Nancy Rojas, Javier Gasparri, Ticio Escobar, Hernán Camoletto, Clarisa Appendino, Carlos Herrera, Clara Esborraz, Mariana Telleria, Andrea Ostera, Homs, Topacio Fresh, Andrés Yeah, Cintia Clara Romero y Maximiliano Peralta Rodríguez, Leticia Kabusacki y Carlos Stia, María Paula Zacharías, Leo Estol y Gerardo Caballero, Raúl D’Amelio, Andrés Duprat, Norma Rojas, Fede Baeza, Nicolás Testoni.

El libro se creó a partir de algunos interrogantes que proponían activar la escritura: ¿cómo se transforman las experiencias estéticas en un mundo en suspenso?; ¿qué sentido adquieren nuestros proyectos en ese mundo?; ¿cuál es el presente de los espacios de encuentro, los museos, galerías, bibliotecas, centros culturales? Así se construyó una escritura coral que indaga, una y otra vez, sobre las distintas formas del hacer en este tiempo suspendido, como señala Leticia Obeid, en el texto que inaugura el conjunto de escrituras:

¿Qué le pasará a nuestros cuerpos cuando se acostumbren a la bidimensión imperante? ¿Quiénes o qué van a pelear por nuestra atención? ¿Cómo vamos a hacer para interrumpir el tiempo de pantalla? ¿Cuál será la forma de instalar nuevos rituales en la vida cotidiana, tiempos modificados, diferentes del tiempo ordinario para compartir con otros? ... Veremos el final, cuando sea el final pero, a diferencia de un video o una performance ya grabados, la duración es impredecible: el final de esta historia no está contado. (2020, p. 10).

Lejos de intentar una clausura a las narrativas íntimas que han proliferado durante el extrañado 2020, también estas consideraciones se escriben como un intento de composición en el riesgo y cercanía de una experiencia. Intermediado por las pantallas y la distancia, este ensayo entre dos ciudades se sostiene en lecturas y afectos compartidos, en la amistad que cruza de Mar del Plata al litoral entrerriano, procurando que las interrogaciones continúen en una latente incertidumbre, flotando en el aire de la suspensión pandémica, como potencia e imaginación en germen del tiempo por venir.

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