https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35957

Presentación del Dossier

Ignacio Iriarte

Universidad Nacional de Mar del Plata

CONICET/INHUS

iriartelignacio@gmail.com ORCID: 0000-0002-4596-3164.

Candelaria Barbeira

Universidad Nacional de Mar del Plata

CELEHIS

candelariabarbeira@gmail.com ORCID: 0000-0001-5177-7707.

El año 2020 va a quedar en la memoria de todos nosotros: fue el momento en el que sufrimos lo peor de la pandemia provocada por el coronavirus. La sufrimos y nos preguntamos por ella, no solo por las razones biológicas de su existencia o las posibilidades de cura, sino también por la experiencia que entraña esa enfermedad y el drástico cambio de vida que impuso. Muchos respondieron esa pregunta echando una mirada a algunas de las epidemias del pasado, como la peste que inmortalizó Giovanni Boccaccio en El Decamerón o la menos aurática influenza española de 1918. En Argentina muchos buscaron un parámetro de comparación en la crisis provocada por la poliomielitis en los años 50. Antes de que supiéramos de la existencia del coronavirus, quienes vivieron esa época ya se habían encargado de contarnos los estragos que causó y el miedo que provocó entre una población que, como la nuestra, se vio invadida por algo invisible y mortífero. La polio dejó un imaginario, es decir, no solamente una serie de impresiones, sino también imágenes y heridas que se podía y todavía se pueden ver en lo real. Los que tiene cierta edad conocen personas que se mueven con muletas y los curiosos pueden asombrarse de los enormes pulmotores que se empleaban en los hospitales. Estas últimas son, además, imágenes que se ajustan a la época: hacen juego con los aparatos de la guerra fría, las máscaras de gas y las bombas nucleares.

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RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Ignacio Iriarte y Candelaria Barbeira, Literaturas de la enfermedad. Presentación del dossier “Literaturas enfermas”, pp. 6-9.

El coronavirus también nos llevó a buscar ejemplos más cercanos, como el sida. No faltaban motivos tampoco para esa comparación. Tal vez el más azaroso pueda tomarse como punta del iceberg de las razones que generan esta asociación: en Argentina, Pedro Cahn fue el infectólogo más visible que asesoró al presidente de la nación para que tomara las medidas preventivas contra el virus, y resulta que es el mismo que preside la fundación Huésped desde 1989, dedicada a la prevención del sida. También se podría mencionar la proliferación de teorías conspirativas que produjeron ambas epidemias. Del sida se llegó a decir con toda seriedad que se trataba de una conspiración comunista para terminar con Estados Unidos, mientras que del coronavirus se dijo que era una invención para que grandes magnates del mundo instalaran chips en los cuerpos por medio de la inoculación de vacunas tan falsas como el virus contra el que vendrían a inocularnos.

En estas evocaciones hay varias lecciones que sacar. La primera es que las grandes epidemias generan un ejercicio memorialístico que tiene como propósito la búsqueda en el pasado de episodios comparables al que actualmente atravesamos. El coronavirus activó una pasión historiográfica de esas características. La segunda lección es que las enfermedades desempeñan un papel destacado en las sociedades en las que se alojan. Hace ya varios años Jochen Hörisch acuñó el feliz concepto de “enfermedad de época” para referirse a esta cuestión; la idea ya estaba en ciernes en el trabajo sobre las metáforas del famoso libro de Susan Sontag y las formas de abordaje que estudia Michel Foucault sobre la locura, la lepra y la peste, en libros como Historia de la locura en la época clásica y la parte dedicada al tratamiento de las epidemias de Vigilar y castigar. Quisiéramos, sin embargo, precisar el concepto de una manera algo diferente de la de Hörisch: entendemos “enfermedad de época” en el sentido de que todas las enfermedades producen relatos, imaginarios, miedos, representaciones del cuerpo, textos, lenguajes, afecciones en la lengua, automatismos narrativos, formas retóricas que permiten que las enfermedades salten del cuerpo a la moral y de la moral a los discursos, como sucede con la crítica literaria a fines del siglo XIX. Las enfermedades provocan ocultamientos (el cáncer no se nombra) o determinadas formas de la designación que, por ejemplo, son peyorativas (la peste rosa) y buscan conjurar o segregar a quien las padece por cuestiones que son tan biológicas como morales. Extendiendo el concepto, podríamos decir que existe una literatura de la enfermedad, tomando la palabra literatura en un sentido amplio, convirtiéndolo en un nombre que designa formas del decir en las que se encuentran las observaciones científicas o los diagnósticos de la medicina con los prejuicios, las frases hechas y las habladurías, mucho más permanentes y repetidas de lo que podría esperarse. La gente habla de las enfermedades: fija una retórica, un puñado de metáforas, una serie de personajes, una determinada articulación y un imaginario de representaciones. Produce literatura y esa literatura es inseparable de la enfermedad con la que articula.

Surgido de los miedos, la tristeza y los encierros que nos mantuvieron en vilo durante 2020, este dossier se propone ser un reflejo de las observaciones anteriores. Los doce textos que lo conforman se ocupan de lo que designamos como la literatura de la enfermedad y buscan presentar, cada uno a su modo, las operatorias por medio de las cuales los escritores hablan del dolor a la vez que retoman y niegan, asumen y critican las lenguas que se producen alrededor de la enfermedad como otra de sus manifestaciones sintomáticas. Decidimos ordenarlo cronológicamente, pero de adelante para atrás, con el propósito de representar la pasión historiográfica que provoca una

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epidémica como la que vivimos, esa búsqueda retrospectiva de modelos del pasado que permitan explicar y explicarnos la pandemia de la COVID-19. De este modo, el dossier está conformado por un texto de Rodrigo Montenegro y Laura Gutiérrez sobre la pandemia actual del coronavirus, un análisis de los virus del lenguaje que realiza Fernanda Mugica a través de la poesía digital y la obra de William Burroughs; un trabajo de Matías di Benedetto sobre la representación e instrumentalización artística de lo chamánico; un artículo de Isabel Aráoz sobre Diario del dolor, de María Luisa Puga; un abordaje de Julieta Vanney de Fruta podrida, de Lina Meruane; un recorrido sobre los archivos seropositivos que realiza Javier Gasparri; dos textos —uno de Ana Carolina Macena Francini y otro de Leonel Cherri— sobre Salón de belleza, de Mario Bellatin; un análisis de Denise León sobre la enfermedad y el misticismo de Severo Sarduy; un trabajo de comparación de Ignacio Iriarte entre enfermedad psiquiátrica y homosexualidad a fines del siglo XIX y fines del XX; un texto de Nancy Fernández sobre Horacio Quiroga; y un trabajo de Rocío Fernández sobre la decadencia en Julián del Casal. De 2020 a 1890, el dossier rastrea las esquirlas literarias de una serie de enfermedades que se despliegan durante casi ciento cincuenta años.

¿Se puede seguir la pasión historiográfica al punto de concluir que todas las enfermedades se vuelven equivalentes? Basta con volver al comienzo de este texto para convencerse de lo contrario. La poliomielitis es una enfermedad de la infancia que dejó marcas todavía visibles en la sociedad. Inicialmente, el sida hizo estragos en ciertos grupos de la población y se asoció a una persistencia de disciplinamientos morales como el rechazo de la homosexualidad y la criminalización de las drogas. Si retrocedemos aún más, la tuberculosis fue una enfermedad de moda o, mejor dicho, ciertos síntomas (la palidez, la languidez, la debilidad en las mujeres) se volvieron una especie de guardarropía que era de tono lucir en los salones. Todas estas son enfermedades específicas que generan literaturas también particulares. Son enfermedades de época y en este sentido no se pueden comparar con lo que vivimos en 2020 y que todavía no sabemos si estamos en condiciones de superar. No sabemos qué nos va a deparar el futuro, por eso todavía no podemos entender el sentido de esta enfermedad, porque más allá de que se entiendan los síntomas y la comunidad científica haya llegado a un consenso acerca de las formas de contagio y los métodos de precaución e inmunización, no sabemos si es la primera de una serie de epidemias que van a barrer con toda o una buena parte de la población o si se convertirá en un mal recuerdo que contaremos a futuras generaciones. A diferencia de las otras enfermedades (tuberculosis, sida, poliomielitis) el coronavirus es poco visible en los cuerpos: los que enferman se recuperan o mueren en soledad. Por eso, en este dossier se exploran las formas específicas que adoptaron las literaturas de la enfermedad en los períodos en los que aparecieron.

Quienes esto escribimos creemos que el tema de la enfermedad es apasionante en sí mismo. La exploración de los trabajos presentados permite ver que se trata, además, de una cuestión en la que la crítica literaria tiene mucho para aportar, porque la enfermedad es también la literatura que fluye a su alrededor. En todos los artículos que conforman el dossier la crítica se convierte en un método para comprender esa parte de las enfermedades que es el aura imaginaria y simbólica que la acompaña y le da inteligibilidad.

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Referencias

Foucault, M. (1992). Historia de la locura en la época clásica. México: Fondo de Cultura Económica.

Foucault, M. (2000). Vigilar y castigar. Madrid: Siglo XXI.

Hörisch, J. (2006). “Las épocas y sus enfermedades. El saber patognóstico de la literatura”. En W. Bongers y T. Olbrich (Comps.). Literatura, cultura, enfermedad (pp. 47-72). Buenos Aires: Paidós.

Sontag, S. (2005). Las enfermedades y sus metáforas – El sida y sus metáforas. Buenos Aires: Taurus.

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