https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35741

De puercoespines a mónadas: estructura, temáticas integrativas y

cultura de masas en Los lemmings y otros, de Fabián Casas

Felipe Adrián Ríos Baeza

Universidad Autónoma de Barcelona. Universidad Anáhuac Querétaro, México. feliperios.ffyl@gmail.com ORCID: 0000-0001-9449-4651.

Recibido 30/04/2021 Aceptado 05/07/2021

Resumen

Este trabajo propone un análisis del libro Los lemmings y otros (2005), del escritor Fabián Casas, tanto de su estructura —empleando la teoría de los “relatos integrados”, del crítico José Sánchez Carbó (2012)— como de las temáticas del volumen —que van desde la utilización de específicos motivos literarios hasta una personal mixtura entre la alta cultura y la cultura de masas—. Como se verá, dichos elementos resultan funcionales en tanto hilos conductores de las diez piezas que componen la obra. Una colección de relatos abiertos y la inserción de referentes de la cultura popular son ya recurrentes en la obra de Casas, pero, como se argumentará, en este volumen no solo estarán al servicio de un “retorno a la infancia”, como otros críticos aseguran, sino que serán muestra distintiva de un proyecto literario mayor, donde las fronteras genéricas de poesía, ensayo y narrativa se volverán cada vez más difusas por razones que responden a su expansiva forma de creación.

Palabras clave: Fabián Casas, Los lemmings y otros, relatos integrados, cultura de masas, literatura argentina

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Ríos Baeza De puercoespines a mónadas: estructura y temáticas integrativas en Los lemmings y otros, de Fabián Casas. pp. 276-295.

From Porcupines to Monades: Integrative Structure and Themes in Los lemmings

y otros from Fabián Casas

Abstract

This work proposes an analysis of the book Los lemmings y otros (2005), from writer Fabián Casas, considering its structure —using the theory of “integrated stories” by the critic José Sánchez Carbó (2012)— as well as the topics covered in the volumen —that range from the use of specific literary motives to a personal mixture from high culture and low culture— As it will be appreciated, such elements work as connecting threads within the ten pieces that are part of this literary work. A collection of “open” stories and the inclusion of pop culture references are already recurring in Fabián Casas’ work, but, as it will be underscored, in this particular volume they are not only at the service of a “return to childhood”, as some critics state, but they will also be a distinctive sample of a major literary project, where the generic boundaries from poetry, essay and narrative will be more and more diffuse for reasons that are particular to his expansive way of creation.

Keywords: Fabián Casas, Los lemmings y otros, integrated stories, low culture, Argentinian literature

Editado, primero, por Santiago Arcos (2005), y, luego, por Alpha Decay (2011) y Emecé (2017), Los lemmings y otros es el primero de los tres libros de relatos publicados a la fecha por el escritor Fabián Casas (Buenos Aires, 1965). Se trata de una colección de ocho piezas narrativas y dos apéndices, dividida en tres secciones reconocibles: la parte de la infancia (“Los lemmings”, “Cuatro fantásticos”, “El bosque pulenta” y “Charla con el japonés Uzu, inventor del Boedismo Zen”); la parte de la adultez (“Casa con diez pinos”, “Asterix, el encargado”, “La mortificación ordinaria” y “El relator”); y una parte complementaria: dos contrapuntos al específico relato “El bosque pulenta” (“M. D. divaga sobre un trastorno” y “El día que lo vieron en la tele”, aunque, como se verá, estos apéndices tendrán una importancia mayor, esencial para la estructura total del volumen).

Tomando en cuenta el desarrollo narrativo de estas diez piezas, el argumento global podría parafrasearse así: un grupo de amigos forja sus lazos afectivos dentro del colegio Martina Silva Gurruchaga, de Buenos Aires, pero también afuera, en el cuadrante que forman algunas calles del barrio de Boedo (Agrelo, Maza, Estados Unidos, Independencia, Humberto Primo). Constituyen una férrea comunidad que comparte aficiones, como la música de Led Zeppelin, los cómics y el equipo de San Lorenzo de Almagro. Entre ellos se encuentra Alfredo, un chico de extracción popular al que, por su intensidad y desborde de experiencias, se lo ha bautizado “Máximo Disfrute”, haciendo alusión al jingle promocional del parque de diversiones Italpark. Será Máximo quien los lleve desde una cándida infancia a una problemática adolescencia, sobre todo a Andrés Stella, protagonista y narrador de varios de los relatos y alter ego de Casas desde la novela Ocio (2000). Al final, el llamado Proceso de Reorganización Nacional (es decir, la dictadura que se impuso en Argentina entre 1976 y 1983) más otras situaciones internas del grupo terminan provocando la diáspora de los amigos y su ingreso a la

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madurez. Como se afirma en uno de los cuentos: “Muchos [fueron] borrados antes de tiempo con el liquid paper del Proceso, las Malvinas y el sida…” (Casas, 2011, p. 20).

Sin embargo, como se demostrará aquí, Los lemmings y otros es más que un libro de historias breves cerrado en sí mismo, y aún más que un mero testimonio literaturizado de los años de infancia, capaz de trascender eso que varios sectores de la crítica literaria argentina, chilena y hasta mexicana han dado a llamar, ambiguamente, “la literatura de los hijos”1. Desde la misma omisión en el título (Los lemmings y otros) del architexto “otros cuentos” u “otros relatos” se intuye un juego con la propuesta estructural del libro (a mitad de camino entre el volumen de cuentos y una novela). Al interior de este armazón, sujeto por dicho tránsito de la niñez a la adultez, atravesando los años traumáticos del Proceso, aparecen ciertos motivos2 ya recurrentes en la obra de Casas y otros que amplían su repertorio como escritor.

De esta manera, nuestro trabajo propone un análisis de la particular estructura de Los lemmings y otros —utilizando la “teoría de las colecciones de relatos integrados”, del crítico José Sánchez Carbó (2012)—, pero también de algunas de las temáticas del volumen —sobre todo la mixtura entre la alta cultura y la cultura de masas—, ya que en ambos niveles aparecen hilos conductores que asociarán de manera singular las diez piezas narrativas. Si bien ambos fenómenos (un libro de cuentos con estructura abierta y la referencia indistinta a productos de la high y la low culture) son recurrentes en la literatura latinoamericana reciente, en la obra de Fabián Casas se vuelven aún más significativos al abonar un proyecto integral, una macroestructura con conexiones tanto explícitas como tácitas. Por eso, desde la coexistencia en un mismo espacio literario de Hegel y Star Wars, hasta la convivencia de Platón y Schopenhauer con Luis Alberto Spinetta y los Beatles, lo que este libro propone es, en efecto, una forma de retorno a la infancia, pero consciente de la idealización y mitificación que, desde la adultez y por medio de la mixtura cultural, se hace de esas remembranzas.

Una estructura con “relatos integrados”

El ensayista Rodrigo Caresani (2012) parece desestimar la construcción narrativa de Los lemmings y otros, al evaluar los cuentos como:

Piezas aisladas [que] se sostienen en un análogo formal al “abandono de la trama” que parece afectar a la novela actual: si uno de los rasgos elementales del cuento tradicional es el avance hacia una transformación violenta, cierto clímax en el que cobran sentido todos los hechos precedentes, los textos de Los lemmings y otros practican un sistemático “abandono del punto de giro”. Con algunas variantes, los relatos prometen esa intensidad sorpresiva del final, pero la promesa o bien no se cumple o se articula débilmente. El giro, esa “inminencia del cierre”… en que la narración decide el sentido y encuentra su forma, se plantea como una expectativa constantemente frustrada. (p. 115).

Si bien su análisis acierta en varios puntos —como su reconocimiento del espacio literario de Casas como lugar de tenso cruce cultural—, creemos que algunos aspectos, como el “abandono del punto de giro” y el incumplimiento de una “intensidad sorpresiva del final”, son elementos que precisamente convierten a Los lemmings y

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otros en “una obra abierta constituida por textos cerrados” (Sánchez Carbó, 2012, p.

105). De este modo, el libro responde a una:

Modelización literaria caracterizada porque un autor reúne y organiza en un libro una serie de textos autosuficientes que, relacionados hipotáctica o paratácticamente, configuran, con la colaboración del lector, un todo coherente y permiten un orden de lectura sucesivo o salteado. (Sánchez Carbó, 2012, p. 46).

Otro argumento fundamental de Sánchez Carbó (2012) que ayuda a fijar esta idea:

La colección de relatos integrados se ubica entre el libro de cuentos y la novela… La idea de unidad de un libro de cuentos descansa en elementos como el tono y el estilo que, como ya se mencionó, sólo sirven para reforzar la de una colección de relatos integrados. Fuera de éstos, entre uno y otro cuento no existe mayor relación. En el otro extremo, la novela enfatiza la continuidad narrativa con cuestiones como la causalidad, la temporalidad, la trama y el personaje; de ahí que el capítulo sea un texto abierto que deliberadamente busca su explicación en los otros. Por su parte, la colección integrada evidencia la conexión entre historias, de tal manera que los relatos autónomos, estructuralmente cerrados, potencian la discontinuidad narrativa y relativizan aspectos causales y temporales, de trama y de personaje, relativos a la novela. (p. 106).

Los lemmings y otros es, en realidad, un libro que fluctúa entre una recopilación de historias aparentemente más autónomas (“La mortificación ordinaria”, “Cuatro fantásticos”) y otras que manifiestan conexiones explícitas (“Los lemmings” con “El bosque pulenta” y esta con “Charla con el japonés Uzu…” y con los apéndices). Aunque algunos estudiosos, como Martín Pérez Calarco (2010) o Juan Terranova (2011) ya habían adelantado este aspecto3, demostraremos aquí la mayor funcionalidad de dichas marcas textuales de integración, a efectos del análisis del libro como recopilación de piezas “que relativizan aspectos causales y temporales [y que] potencian la discontinuidad narrativa” (Sánchez Carbó, 2016, p. 106).

Como se hacía notar, desde la misma omisión de la palabra “cuentos” en el título al referirse al resto de las nueve historias que lo componen, el libro tiene una vocación clara de operar como colección de relatos integrados. Si bien los elementos más visibles son la presencia de los mismos personajes en diversas zonas del libro (Andrés Stella, Máximo Disfrute, el gordo Noriega, etc.) y la actualización de las peripecias de estos de un texto a otro, existirán asociaciones mucho más profundas. De entrada, en el relato que abre el libro, “Los lemmings”, aparece un epígrafe de Arthur Schopenhauer que será muy significativo para evidenciar una de las columnas vertebrales, o macrotramas, más notorias del libro: la transformación del mundo de la niñez, del disfrute, a una adultez de la neurosis y la ansiedad. Y esa transformación se narrará subrepticiamente, haciendo mención a diversos animales y organismos. En cuanto al epígrafe, se trata de

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la conocida fábula de los erizos o puercoespines, que aparece en Parerga y Paralipómena. Escritos filosóficos menores (1851), de Schopenhauer:

Un rebaño de puercoespines se apretujaba estrechamente en un frío día de invierno, para protegerse de la congelación con el calor mutuo. Pronto empezaron, sin embargo, a sentir las púas de los demás; lo cual hizo que se alejasen de nuevo. Cuando la necesidad de calor los aproximaba otra vez, se repetía este segundo mal; de modo que se movían entre ambos sufrimientos, hasta que encontraron una distancia conveniente dentro de la cual podían soportarse de la mejor manera. (Schopenhauer, en Casas, 2011, p. 13).

Andrés Stella, el narrador y protagonista de este relato, cuenta los primeros acercamientos de los amigos de Boedo en el colegio Gurruchaga, y la conformación de dicho “rebaño” entre el gordo Noriega (después, uno de los narradores del último cuento, “El día que lo vieron en la tele”); el japonés Uzu (que dominará el diálogo en su cuento homónimo); el tano Fuzzaro (cuyo accidente en motocicleta se contará, primero, en “El bosque pulenta”, para ampliarse, luego, en “El día que lo vieron en la tele”); los hermanos Dulce; algunas chicas, como Patricia Alejandra Fraga o Nancy Costas; y otros personajes que se incorporarán posteriormente, y por intereses de Stella, al grupo de “puercoespines”, como Santiago Canale y Ángel Fraga, el hermano pequeño de Patricia.

En un momento relevante de esta primera pieza, el narrador hace memoria:

Canale también hablaba de animales, nos contaba las historias de los lemmings, unos animalitos parecidos a las nutrias o, como él les decía, “perritos de las praderas”, que vivían en madrigueras en el Ártico y que, de golpe y sin motivo, se tiraban de cabeza por los acantilados, suicidándose… Esa historia nos parecía increíble, nos imaginábamos a los lemmings preparándose para darse el palo, como kamikazes japoneses… Nos quedábamos callados. (Casas, 2011, pp. 28-29).

Es allí donde termina, o se interrumpe, el primer cuento. En un comienzo, se asume que estos erizos se asocian por frío. Pero poco a poco, en la habitación del Tano Fuzzaro y bebiendo jarabe Talasa (el acceso a drogas más duras), los amigos irán mostrando las espinas que los irán distanciando entre sí.

Se entiende, entonces, que ese primer cuento se detenga allí, al final de la cita, en ese silencio4, porque la revelación de Canale va más allá, sin duda, de la mera conducta de los “perritos de las praderas”. A saber, en esta suerte de novela/volumen de cuentos de formación, los lemmings representarían, aparentemente, a los amigos de Boedo que, tras el primer texto y tomando conciencia del Proceso, van cayendo uno a uno, arrastrados por una fuerza destructiva. Así se lo hace saber, al menos, el personaje de “Musculito” (un amigo de menor edad y de un físico cultivado en gimnasio) a Andrés Stella, cuando, en “El bosque pulenta” y por el influjo de Máximo Disfrute, el protagonista se vea envuelto en una violenta pelea entre bandas locales: “Musculito, que podría destrozarnos a todos juntos con los ojos cerrados, prefiere reírse. Después se me acerca.

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Otra vez siguiendo el carro de Máximo, ¿no?, me dice. Los del Parque empezaron, le digo sin mirarlo a la cara” (Casas, 2011, p. 54).

Stella sabe que, junto con varios del grupo inicial que se reunían a beber Talasa, hablar de los cómics de Superman y escuchar los primeros discos de Led Zeppelin, ha sido arrastrado, como lemming, hacia divertimentos más peligrosos. Por lo tanto, y recapitulando este cuasi discurso de las tres trasformaciones, de puercoespines se pasa a ser lemmings. Es ese evento de la gresca el que ocasiona que los jóvenes avancen, poco a poco, hacia la madurez, y allí tenga lugar la tercera transformación: de lemmings a mónadas, asunto que se manifestará en un texto que aparece más adelante, “La mortificación ordinaria”:

Cada persona vive en una mónada. Es el mismo proceso de vivir la construcción de la mónada blindada. Si uno logra llegar a la mitad de la vida, la mónada apenas tiene —con suerte— una pequeña ventanita, como la de los quioscos de golosinas por donde se suele pasar el dinero y recibir, a cambio, los cigarrillos. El aire de la mónada está viciado por el encierro, y es esto lo que nos aturde lentamente hasta que llega la muerte. (Casas, 2011, pp. 102-103).

La idea de mónada, como metáfora leibniziana del mundo de los adultos, desafía la idea de los puercoespines, como analogía del mundo de los niños, y de los lemmings, como imagen de la primera juventud. A partir de “Casa con diez pinos”, el quinto de los diez relatos, y hasta “El relator”, el octavo, los narradores se despreocuparán por recuperar discursivamente la infancia y harán ingresar al lector al entorno hostil de la vida adulta, a través de circunstancias como la resignación de un trabajo que remunera, pero no gusta (“Casa con diez pinos”, “Asterix, el encargado”) o el deterioro físico y mental de los propios padres (la madre, en “La mortificación ordinaria”; el padre, en “El relator”).

Este fenómeno es palpable en los mismos argumentos de esos cuentos de adultez de la segunda parte: un agente editorial que lidia con escritores fanfarrones; un poeta que vive con su novia y se angustia al perder a su gato; un exmilitante de las Juventudes Peronistas que debe cuidar a su madre agonizante; un anciano, hincha de San Lorenzo de Almagro, que en pleno partido tiene, frente a su hijo, una regresión. Evidenciamos, entonces, que el título del volumen encierra más significados: no se trata solo de comparar la conducta de estos niños de Boedo con la de los lemmings que se arrojan a un abismo, sin pensarlo demasiado y por intercesión de su líder, sino que ese líder, Máximo Disfrute, representa una alternativa para un mundo que, durante los años 70 y 80 en la Argentina, se reducía, tanto en el libro de Casas como en la historia argentina, a un falso dilema en términos políticos —estar o no con la dictadura— y a una vida social apagada, opaca, sin brillo (o con demasiado brillo, el de la onda disco, para ocultar el terror de Estado).

Es por eso que el cuento homónimo empieza con una afirmación de Andrés Stella que da toda la medida de este tránsito: “La dictadura fue la música disco. Estuve en el lugar equivocado en el momento equivocado” (Casas, 2011, p. 13). Un tipo de música y de baile se vuelve, a conveniencia, el entretenimiento masivo del país, debido a su liviandad, su poco atrevimiento, su intención de moverse bajo una bola de espejos como distractor cuando, primero, el régimen de Videla y, luego, los de Viola y Galtieri,

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torturaban y ejecutaban sistemáticamente a sus opositores. Stella es consciente de ello, pero algo lo salva, y es la irónica remembranza de sus circunstancias privadas, mínimas, pero igual o más importantes que las que se viven a nivel nacional. Después de recrearse durante el día con el rock (Spinetta, Frank Zappa, Los Beatles y, sobre todo, el hard rock de Led Zeppelin), por la noche parece aligerarse cuando se coloca una camisa de seda blanca, botas negras con tacón y gomina en el pelo: “Ya está, soy un Travolta de chocolatín Jack… No está mal, me digo, llevar esta doble vida por amor” (Casas, 2011, p. 14).

Es así como dentro de esa macrohistoria —la de la juventud desbaratada por el Proceso, que le da al libro su temática general—, se manifiesta abiertamente una naturaleza de colección de relatos integrados cuando se evidencian tramas personales truncas que continúan en otros sitios, homologadas en cierta medida con una atmósfera generacional, misma que podría entenderse bajo lo que Raymond Williams llamó una “estructura del sentimiento”, a saber:

Una instancia tan sólida y definida como lo sugiere el término “estructura”, pero que actúa en las partes más delicadas y menos tangibles de nuestra actividad. En cierto sentido, esa estructura de sentimiento es la cultura de un periodo: el resultado vital específico de todos los elementos de la organización general. Y en este aspecto, las artes de un periodo, si consideramos que incluyen enfoques y tonos característicos de la argumentación, son de la mayor importancia. (Williams, 2003, p. 57).

Por ende, los puntos suspensivos al final de “Los lemmings”, cuando los amigos descubren los efectos de amodorramiento del jarabe de la tos —“El Tano siempre tenía varios frascos sobre el escritorio, puestos uno al lado del otro, como los jugadores de la selección cuando se paraban para cantar el himno…” (Casas, 2011, p. 29)—, hacen pensar que el relato solo se interrumpe, buscando actualizarse en cuentos posteriores (sobre todo en “El bosque pulenta” y “Charlas con el japonés Uzu…”).

Si en el primer cuento teníamos a un Stella adulto rememorando su fervor por el grupo de amigos de Boedo y por Patricia Alejandra Fraga, en “El bosque pulenta” hay un brusco acceso a la adolescencia gracias al descubrimiento de la sexualidad y las peleas callejeras. Esos puntos suspensivos, entonces, también representan una elipsis entre la niñez y la primera juventud (el primer y el tercer relato), para ubicar, en medio, a “Cuatro fantásticos” (el segundo relato), donde alguien, que no parece Andrés Stella (debido a que no coincide ni con el tono narrativo ni con la descripción que hace de sus padres), pasa revista a las enseñanzas y modelos de masculinidad que le proporcionan los distintos novios de su madre.

Pensamos, por ende, que el narrador de “Cuatro fantásticos” es Máximo Disfrute, quien articula sus recuerdos aun sin el desorganizado lenguaje de jerga barrial que lo caracterizará. “El bosque pulenta”, la tercera historia, es la que hará confluir las vidas del primer y del segundo narrador, ahora sí plenamente identificados, y se completará, en términos cronológicos, en “Charlas con el japonés Uzu…”, “M.D. divaga sobre un trastorno” —donde Máximo enuncia una narración de manera fragmentada y caótica— y “El día que lo vieron en la tele” —donde Máximo no habla, y su presencia se proyecta a partir del testimonio de dos personajes secundarios, el gordo Noriega y Nancy Costas

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(alias Pan Dulce, amiga de la Gorda Fantasía y rival de popularidad de Patricia Alejandra Fraga)—.

“El bosque pulenta” —que, como la propia crítica ha visto, guarda semejanzas con otras historias de formación, al modo de una Bildungsroman5— muestra a Andrés Stella dando vida, junto a Máximo, a un solo organismo bicelular, para blindarse con esa simbiosis de la hostilidad y grisura de los años 70:

Fantaseamos con que estamos en un canal de televisión y nos entrevista un locutor que quiere saber cómo lo logramos. Vea, dice Máximo, fue un trabajo bien pulenta. Y el público estalla en aplausos y se bloquean las líneas telefónicas del canal porque la gente no para de llamar para felicitarnos. (Casas, 2011, p. 45).

Aparece, entonces, el adjetivo calificativo “pulenta”6 para describir las experiencias más plenas de la adolescencia: “[Máximo] dice, cada vez que algo está bien, pulenta. Yo le dije esa palabra a mi maestra y me retó. Mi mamá también me retó cuando se la dije a mi viejo. Mi papá, en cambio, se rio” (Casas, 2011, p. 44).

La siguiente cita es muy relevante, tomando en cuenta la integración estructural que hasta ahora se ha demostrado entre los relatos. Cuenta Stella:

[Máximo] Es un poco más bajo que yo. Tiene nariz aguileña y los pelos duros como los de un puercoespín. Suele pelearse en la calle con chicos de otros barrios y con esto suma puntos entre nosotros… Entonces desapareció por primera vez. La madre de Máximo había conseguido un trabajo cuidando una quinta junto a su hermana, en Córdoba. Así que adiós disfrute. Recuerdo que fue la primera vez que claramente extrañé a alguien. Pasaba caminando por todos los lugares donde solíamos ir y recordaba las frases de Máximo sobre tal o cual cosa. En la distancia su figura se volvía mítica [cursivas añadidas]. (Casas, 2011, pp. 46-47).

Aquí se destacan tres cosas fundamentales: primero, “los pelos duros como los de un puercoespín”, haciendo alusión al epígrafe de Schopenhauer del primer cuento y, por lo tanto, al universo infantil allí descrito. Segundo, la mención a la ciudad de Córdoba, importante porque la tercera pareja sentimental de su mamá, en “Cuatro fantásticos”, la que le proporciona a Máximo una forma de conectar con su dimensión espiritual, es el padre Manuel, un sacerdote joven de la iglesia de San Antonio, al que la parroquia aparta por razones obvias: “Mamá no volvió a la iglesia y a los pocos meses lo trasladaron al padre Manuel a un convento en Córdoba. El Señor no se equivoca porque mamá empezó a andar mejor” (Casas, 2011, p. 39). Y, por último, un elemento muy propio de la naturaleza de los textos casianos: la mitificación, a ratos irónica, a ratos pueril, de un personaje a la distancia.

Este último recurso aparecerá con mayor fuerza, y por la esencia misma del relato, en “El día que lo vieron en la tele”:

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Decían que estaba muerto, que cuando le fue a zarpar con Chamorro la bandera de San Lorenzo a la hinchada de Ferro lo habían púado mal. Decían que se había ido a Brasil a comer hongos y se había vuelto loco. Otros lo habían visto como hare krishna en Cuzco. Y hasta estuvo quien dijo que estaba preso en Caseros, por asalto a mano armada… Una noche Chumpitaz llegó excitado con la idea en la cabeza de que había visto a Máximo sentado en un tren que iba para Claypole. Y que cuando le empezó a gritar desde el andén, Máximo giró la cabeza, lo miró y le sonrió. Después se cerraron las puertas y el tren arrancó con el misterio hacia la noche del sur. (Casas, 2011, pp. 140-145).

Volviendo a “El bosque pulenta”, el mito de Máximo se acrecienta por el carácter pendenciero que va exhibiendo en cada gresca. Y el clímax ocurre cuando se organiza una pelea de bandas en el Parque Rivadavia donde, en primer lugar, tenemos, a ojos de Stella, a un héroe capaz de mover incluso el espacio-tiempo…

Vamos a darle su merecido a esos boludos, para que sepan quién manda en Boedo, dice Máximo. ¿El Parque Rivadavia queda en Boedo?, pregunta el imbécil de Chumpitaz. Boedo queda donde estemos nosotros, dice Máximo. Eso me quebró. Esa frase, esa puta frase, dicha en ese momento de la noche, me puso la piel de gallina y los ojos húmedos. (Casas, 2011, p. 54).

…Y, en segundo lugar, la evidencia definitiva de que el asunto ya había llegado muy lejos. Justo en el umbral de la pelea entre las bandas, el relato omite elípticamente el enfrentamiento, dejando a los personajes despidiéndose de “Musculito” (aquel que le había advertido a Stella que parecía un lemming, arrastrado por Máximo hacia el abismo) y caminando hacia el Parque.

El relato, pues, concluirá en la siguiente pieza, “Charla con el japonés Uzu, inventor del Boedismo Zen”, donde se hace retrospectiva del encuentro en el Rivadavia: “Yo lo

via Máximo gritando como loco y se metió en el medio donde te estaban pegando a vos con un palo que no sé de dónde lo sacó” (Casas, 2011, p. 58); “A mí me agarró Máximo y me metió en un taxi. Estaba aturdido. Máximo sangraba por toda la cara” (Casas, 2011, p. 59). Esta pelea es decisiva y simbólica: a partir de aquí Máximo se apartará del grupo original, agudizando su afición por las bandas delincuenciales y las drogas (“M. D. divaga sobre un trastorno”); Stella se desentenderá de Patricia Fraga y se enamorará de una nueva chica, Susi (“Asterix, el encargado”); el Tano Fuzzaro se matará en un accidente en moto (“Los lemmings”, “El día que lo vieron en la tele”); Chumpitaz se casará con la gorda Fantasía; y el gordo Noriega se irá a Malvinas para, a su regreso, trabajar en un banco (ambos episodios referidos en “El día que lo vieron en la tele”).

Sin embargo, la pelea queda suspendida, sin una narración manifiesta que la enuncie. Como ejemplo conclusivo de la integración estructural realizada en este apartado, puede afirmarse que, para Andrés Stella, la pelea se actualiza varias páginas más adelante, hasta “Asterix, el encargado”, cuando el portero de su edificio, Rodolfo Kalinger, alias Asterix, lo involucra en una pelea masiva en un barrio boliviano. No por nada, justo en

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medio de esa pelea, el protagonista afirma: “Voy a contar cómo tuve mi único satori” (Casas, 2011, p. 73).

Queda demostrado, pues, cómo ciertos planteamientos narrativos se dan en unas historias del libro, mientras que sus desenlaces, implícitos o explícitos, en otras. Pero además de este factor, y de que se describa el paso hacia la adultez con metáforas zoológico-filosóficas (del puercoespín de Schopenhauer a la mónada de Leibniz), en los intersticios de la estructura narrativa descrita emergerá otro elemento muy potente para pensar este libro como colección de relatos integrados. Se trata ya de un motivo literario, distintivo del autor, al que ha recurrido también en sus ensayos, su poesía y sus novelas: leer e interpretar los años de infancia y de primera juventud con los referentes de una cultura híbrida, heterogénea, en constante alusión a discursos estéticos marginales o de masas. Dicha hibridación supone el lugar de enunciación de los narradores adultos, quienes no solo recuerdan qué ha quedado de su niñez, sino cómo han edificado su propia identidad a partir de esa desposesión, muchas veces resistiendo el sistema político, económico-social o cultural que se les trata de imponer.

Temáticas y motivos integradores de Los lemmings y otros

Algunos críticos, como Daniel Nimes7 o el mismo Rodrigo Caresani8, han leído esta incorporación de referentes de la cultura de masas en la narrativa y la poesía de Fabián Casas como un típico recurso “posmoderno”, y hasta como marca generacional. Y si bien es cierto que la literatura finisecular latinoamericana (desde Bolaño y Fresán hasta Álvaro Bisama, Mónica Ojeda y Mariana Enríquez) presenta aquella hibridación característica entre la high y la low culture9, en este apartado haremos notar que, en el volumen Los lemmings y otros, este recurso es empleado por Casas con otros propósitos.

Por un lado, así como sucede con el whisky que se rebaja con agua (tópico que aparece recurrentemente en la literatura del autor10), el entorno espeso de la alta cultura

—más que la alta cultura en sí— se rebaja con la cultura de masas para que no dañe, no queme, no problematice demasiado a esos organismos ya nombrados (el puercoespín, el lemming, la mónada). Y por otro, los referentes aparecen en un texto y en otro para, justamente, y ahora en el plano del contenido, homologar las diez historias.

Es por eso que en “Casa con diez pinos”, el bar de Norman se convierte, para el narrador, en el lugar de enunciación desde el cual poder discrepar violentamente contra el establishment de la alta cultura:

“Una casa con diez pinos”, de Manal, una de mis canciones preferidas. La que siempre le pido que ponga. ¡Toda la filosofía especulativa del mundo se hace trizas frente a la letra de esta canción! ¡Vayan a laburar Kant, Hegel, Lacan y demás enfermos mentales! ¡Ahora sí que funciona la martingala cerebral! Una casa con diez pinos. Hacia el sur hay un lugar. Ahora mismo voy allá. Porque ya no puedo más. (Casas, 2011, p. 70).

La asimilación irónica, prosaica, de la filosofía para describir instancias de la vida cotidiana es una constante en el volumen, y ayuda a leer, desde el presente, ese pasado infantil irrecuperable (la fábula de los puercoespines de Schopenhauer, por ejemplo).

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Las mayores recurrencias son a la filosofía oriental —la incorporación del zen, como camino de superación del dolor y posibilidad de trascender la metafísica occidental— y a la fenomenología de Georg Wilhelm Friedrich Hegel.

En el primer caso, a esto responden el epígrafe de “La mortificación ordinaria”: “No hay soledad más profunda que la del samurái, salvo, quizá, la del tigre en la jungla (El Bushido)” (2011, p. 101); y también la recurrencia a la sabiduría oriental, en “Asterix, el encargado” y en “M. D. divaga sobre un trastorno”, para comprender situaciones nebulosas: “Voy a contar cómo tuve mi único satori” (Casas, 2011, p. 73); “Creo que nunca en mi vida he estado tan cerca de vivir de acuerdo a lo que los japoneses llaman Wabi. Es decir, pobreza elegida: sólo una mochila con mi ropa, unos libros y unos discos” (Casas, 2011, p. 78); “y Japón empieza… Esteee… Cuenta la historia de un samurái muy grosso, que se llamaba Bokuden” (Casas, 2011, pp. 136-137).

En el segundo caso, la mención a Hegel se hará irónicamente, como inversión semántica y evaluación pragmática, según la enseñanza de Linda Hutcheon11, por una razón: debido a lo abstracta y alejada que parece la dialéctica para la comprensión de las experiencias que formaron a Stella, a Máximo y a los demás amigos de Boedo. Por ejemplo, y volviendo a “Los lemmings”, Stella ha quedado prendado de Patricia Alejandra Fraga y, desde el lugar de enunciación de la madurez, describe su ardid para conquistarla ironizando el absoluto hegeliano:

El hermanito de Fraga. Tenía que conseguirlo para acercarme a ella. Lo veía clarísimo. Una alegría inmensa empezó a saltar en mi pecho. Era la Gran Idea, superior aún a la IDEA de Hegel o de cualquier otro alemán trasnochado [cursivas añadidas]. (Casas, 2011, p. 16).

Más adelante ocurrirá lo mismo, cuando el tano Fuzzaro bautice a golpes a Santiago Canale tras su llegada al colegio —“La cara de Canale tardó en recuperar su forma normal. Y su engreimiento también había llegado a su techo. Era una simple cuestión económica, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo” (Casas, 2011, p. 23)—. Por último, cuando Stella, ya mayor, se vaya a vivir con su novia Susi, en “Asterix, el encargado”, se dirá: “Yo tenía veintidós o veintitrés años y también me hallaba en lo más profundo del hecho consumado” (Casas, 2011, pp. 76-77).

Se evidencia, entonces, este procedimiento integrador de los relatos, capaz, incluso, de volverse motivo literario general del libro: si la alta cultura forma parte del mundo de los adultos (los padres, los editores, los escritores de la generación anterior, los profesores, las autoridades), en ciertos momentos clave de los textos aparecerá un intento de sabotear, mediante la referencia irónica, el enunciado que se está articulando y también lo prístino de ese recuerdo. Dice Caresani (2012):

Lo que le está impedido a los textos es la puesta en secuencia de esos materiales: estos fetiches verbales se mantienen exteriores al relato. Y la hipótesis admite el traslado al trabajo que el libro propone con los materiales de la historia y la política argentinas: la ‘dictadura’, las ‘Malvinas’, el ‘Mundial 78’, la ‘guerrilla’, la ‘JP’ —significantes vacíos para estructura del cuento— le hacen señas a una Historia que ya no puede ser elaborada narrativamente. (p. 117).

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Es cierto, se impide “la puesta en secuencia” de esos materiales, pero porque existe justamente una resistencia a seguir avanzando, como un lemming duda si arrojarse o no al abismo del mundo adulto. La ironía, entonces, con su algarabía y liviandad, es casi el último lugar de resistencia con el fin de que la alta cultura, seria y encorsetada, no desbarate los momentos de máximo disfrute de la infancia.

La secuencia donde mejor queda expresado este fenómeno es al inicio de “Asterix, el encargado”. Andrés Stella se encuentra en casa de Rodolfo Fogwill, durante un día de verano, y:

Fiel a su costumbre, Quique me recomendaba las lecturas de cabecera de los últimos meses. En medio de ese pajar de autores sobresalió uno que se encontraba en el podio de su gusto, al menos esa semana. Cuando me pasó el libro y me susurró una breve reseña, se enruló con el dedo índice los pelos enmarañados. Ese gesto, tan apropio de él, significaba que el autor lo había perturbado: Austerliz, de un tal Sebald, novelista alemán… Era otro libro de un alemán hiperculto que se encuentra con un tal Austerlitz que es más culto aún que él. No puede pasar una mosca sin que este Austerlitz la rodee de todo el pensamiento occidental. Y, para colmo, Austerlitz se parece físicamente ¡a Wittgenstein!... Empecé a escuchar una voz que repiqueteaba en mi cabeza: primero decía, claramente, ¡Austerlitz!, ¡Austerlitz!, pero después iba declinando a ¡Asterix! ¡Asterix!... Era una voz familiar, pero no lograba identificarla… Me serví otro whisky. Asterix, claro. El portero del edificio amarillo donde viví a lo largo de tres años cuando empezaba mi dorada veintena. (Casas, 2011, pp. 73-74).

Se constata cómo los referentes de la cultura de masas (en este caso Asterix, el galo de las historietas de Uderzo y Goscinny) se cargan de ironía con el fin de frenar, o al menos problematizar, el acceso de los personajes a un entorno cultural pretencioso, representativo, en Los lemmings y otros, de la adultez. “Austerlitz” (el protagonista de la novela homónima de W. G. Sebald) aparece como significante intercambiable por “Asterix”, y dicha transposición, por asociación paradigmática en el nivel fonético, se lleva a cabo, según marca la lingüística moderna, de manera “aberrante”12. Por lo tanto, y debido a dicha operación en el plano de la expresión, afirmamos que la interferencia de la low culture en Los lemmings y otros pone a circular, en las historias, significantes cargados —y no “vacíos”— de un fuerte valor semántico.

Dicha carga semántica es la que le ayudará al narrador a ficcionalizar, más que recordar, el pasado13. Este procedimiento, sumado a las alusiones directas que hacen los narradores de Casas a la cultura de masas de la Argentina cotidiana, no aparece para organizar objetivamente la Historia, sino para constituir un espacio de ficción personal, autorreferencial, irónico, donde puede quedar suspendido, al menos por un momento, el ingreso a un mundo de trabajos en bancos y de matrimonios abúlicos.

Aquí una breve muestra de lo afirmado: “soy un Travolta de chocolatín Jack (Casas, 2011, p. 14); “me decía Gatto, mientras pulsaba el Ludomatic” (Casas, 2011, p. 16); “un día, frente al combinado de mi vieja, con un vascolet en la mano” (Casas, 2011, p. 16.); “agarraba mi cuaderno Gloria y anotaba los goles que había hecho esa tarde” (Casas,

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2011, p. 21); “también fumábamos… Me acuerdo del paquete rojo de Jockey Club en la mano del tano Fuzzaro” (Casas, 2011, p. 21); “las ilustraciones que le sacaba al Simulcop eran extraordinarias” (Casas, 2011, p. 24); “el estado de ánimo del Tano dependía de cómo le había ido jugando a las figuritas en el recreo… Jugaba al espejito y al punto” (Casas, 2011, p. 28); “pensaba que era como el caño de Hijitus” (Casas, 2011, p. 31); “el pelirrojo era igual al muchacho que aparece dibujado en los alfajores Jorgito” (Casas, 2011, p. 108).

No obstante, hay un recuerdo de infancia, el de las máquinas arcade, que abre otra perspectiva de análisis. En “Los lemmings”, Fuzzaro se ensaña con Santiago Canale en una pelea: “Saca tres latigazos, la cara de Canale se mueve al compás percusivo de los puños del Tano… ¡Todas dan en el blanco! Cuatro, cinco, seis, insert coin, again” (Casas, 2011, p. 22). Aquí no solo hay vocación de generar un espacio de mixtura cultural, sino la transformación del referente en recurso descriptivo, lo que demuestra cómo estos recuerdos de la niñez se transfiguran en pura ficción literaria. Bien lo dice Alan Pauls (2006-2007) en “Revancha. Sobre Los Lemmings y otros, de Fabián Casas”, uno de los antecedentes críticos más relevantes al respecto: “Literatura social, ficción chabona, narrativa de barrio, neocostumbrismo… Cualquier libro de literatura argentina contemporánea retrocedería ante la posibilidad de ser rozado por alguna de estas categorías. Los Lemmings y otros, no” (p. 1), reconociéndole a Casas que, justo con ese recurso, lo que pretende es “devolverles el nombre a las cosas que ya tenían uno y lo perdieron, pero también empujar hacia el nombre —hacia la potencia de inscripción del nombre— categorías, ideas, creencias más generales, informes o difusas” (Pauls, 2006- 2007, p. 3). El vínculo con la cultura popular, entonces, y de ahí la “revancha”, es que Casas proporciona un lugar de enunciación para sus personajes donde importa tanto qué se recupera como los procedimientos ficcionales para hacerlo. El argumento de Juan Terranova (2011) va en esa línea: “No son gestos pop. Delimitan un territorio y una pertenencia. Schopenhauer, Darth Vader y el Bushido tiene puntos de contacto y arman una cadena: la de los códigos barriales y familiares” (párr. 5).

Así ocurrirá con la alusión más intensa en el libro: el antiguo centro de diversiones Italpark. En un momento del primer cuento se menciona que los niños se aventuraban en un sitio eriazo para jugar futbol, donde “antes había habido ahí una calesita horrenda que por suerte fue demolida” (Casas, 2011, p. 17), indicio de lo que se actualizará a continuación, en “El bosque pulenta”:

En esa gloriosa tarde que culminó con una compra masiva de revistas de Batman, fue cuando se ganó el apodo. Había una canción publicitaria con la que se promocionaba el Ital Park: “Los chicos lo conocen a Máximo Disfrute/ Máximo Disfrute está en el Ital Park/ el Ital Park es grande, ¿dónde lo encontramos?/ ¡En los ojos de sus hijos lo hallarán!”. La cantábamos mientras volvíamos tarde, de nuevo en taxi, del centro hacia Boedo. Eramos cinco. Se empezó a correr la bola de que en una calle de Boedo había un chico, un tal Máximo Disfrute, que la rompía. (Casas, 2011, p. 46).

Se ha comentado ya que Máximo, después de pequeños hurtos y riñas, se convierte en un personaje que actúa al borde o, en ocasiones, fuera de la ley, no solo cívica sino también simbólica de los adultos. Y la mención a Italpark es importante porque, al igual

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que en la realidad se rompe el hechizo del recinto como “parque de diversiones” (debido al evento dramático del 29 de julio de 199014), la figura mítica de Máximo también se desvanecerá para el grupo cuando se evidencie el efecto nocivo que han tenido en él las sustancias.

Esto es lo que remata la macroestructura del libro, como desenlace. “Tano, ¿vos sabés que Máximo se está dando? ¿Se está dando?, pregunta, mirándome fijo. Sí, que está fumando marihuana y toma pastillas, le digo. Le inició su primo” (Casas, 2011, p. 51), se adelanta en “El bosque pulenta”. De ahí que, como se afirmaba al comienzo de este ensayo, los apéndices sean tan significativos como cierre de una colección de relatos donde estos puercoespines se vuelven lemmings y, luego, mónadas, ya que no solo sirven como contrapunto a “El bosque pulenta”, sino que permiten una reevaluación de las circunstancias de los protagonistas. Con “M. D. divaga sobre un trastorno” queda patente que el tránsito de la niñez a la adultez se da o bien hacia una vida complaciente con los preceptos sociales (Andrés Stella o Sergio Narváez, volviéndose neuróticos, obsesivos del trabajo) o bien hacia la resistencia a ese tipo de vida, optando por una existencia aún adolescente, o incluso al margen de la ley y de las convenciones.

En contraste total con el narrador de “Cuatro fantásticos” (que otorgaba mayor linealidad a los acontecimientos), en “M. D. divaga sobre un trastorno”, Máximo le expone a su médico, desorganizadamente a causa del daño neuronal, un relato que emplea la técnica del stream of consciousness anglosajona, combinando el padecimiento psíquico y el habla popular con el fin de desmarcarse del lenguaje normado y de los amigos que alcanzaron ya la adultez:

¿Quién es el que se mantiene completamente solo, sin compañía, en el medio de los cien mil objetos?, gritaba Uzu para arengarnos. ¡Nosoooootros!, contestábamos a coro aunque no entendíamos de qué poronga hablaba… ¡Nosoooootros! Se me pone la piel de arpillera, ¡toque, doc, toque! (Casas, 2011, p. 138).

Sin embargo, en el siguiente apéndice, “El día que lo vieron en la tele”, se emplearán dos estrategias que terminan por hacer ingresar tanto a los personajes como al lector a la atmósfera general de un entorno normativizado. La primera es darles la posibilidad a otros, el gordo Noriega y Nancy Costas, de que hablen acerca de Máximo Disfrute. Y la segunda es que sea un programa de televisión banal el que les proporcione a esos amigos de Boedo la última imagen de su pasado común. En ese sentido, en la parte final del volumen la mención a referentes de la low culture no es capaz de generar sensaciones agradables ni resistencia irónica, sino desazón:

“Era él”, cuenta Noriega:

Flaco, chupado, con un buzo azul que nunca se hubiera puesto. Y la periodista —una rubia pelotuda— le dice: ¿Te arrepetís de haber tomado drogas? Y Máximo dice, con una voz finita, desconocida para mí: Sí, sí me arrepiento. Y debajo de la pantalla, en letras grandes, ponen el nombre de una institución donde curan drogadictos. (Casas, 2011, p. 140).

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La última visión de Máximo, mitificado por sus viajes en tren como polizón y por las peleas y robos cada vez más violentos, es desesperanzadora para los personajes, lo que confirma, en el discurso de Nancy, que es esta la historia general, del relato uno al diez, de un grupo de amigos que se disgrega al acceder al sistema regulado por la dictadura:

Y mi barra, que era la unión de los chicos que iban a las escuelas Del Carril, San Francisco, Gurruchaga y San Antonio, tenía un solo jefe indiscutido, hija: Máximo Disfrute. El que estaba en la tele que te cuento. Cuando veo esas bandadas de pájaros hacer la V en el cielo, pienso que cómo saben dónde tiene que estar cada uno, ¿no? Quién le dice al otro, che, vos ponete ahí y vos allá. Pero desde la tierra se ven majestuosos. Y así éramos nosotros. Hasta que este país de porquería nos cagó a sopapos. Por ejemplo, la tragedia de los Dulces. El Dulce grande chupado por la policía, el Dulce chico asesinado en la cortada San Ignacio después de que intentó robar un auto. O el gordo Noriega que volvió de las islas sin transistores en el bocho. Y todo esto sin contar la muerte natural, como el tano Fuzzaro dándose el super palo en la Costanera, con la moto. Y por todo esto me pegó verlo en la tele, o más bien queríamos que estuviera muerto antes que así, tartamudeando que la droga lo mató, que su vida era un infierno, contestándole preguntas a una boluda profunda. (Casas, 2011, pp. 144-145).

El territorio ficcionalizado, e incluso alucinado, de la infancia es el territorio donde varios de sus personajes desean permanecer. Se comprende, entonces, por qué en el epígono del libro un anciano tiene una regresión en un partido de fútbol y le pide a su hijo que le compre un camión de bomberos; y, sobre todo, el porqué del siguiente pasaje, elaborado bajo la asociación paradigmática e irónica vista anteriormente: “El mundo es la historia que cuenta un idiota, hecha de sonido y de furia, escribió Shakespeare. Pero no, mejor Chespirito. No Shakespeare, Chespirito” (Casas, 2011, p. 121).

Ese espacio híbrido —donde la grandilocuente visión del mundo de Shakespeare y de Faulkner declina en favor de la visión del mundo de un comediante mexicano— es el único posible de articular para reconstruir un pasado que efectivamente existió, pero que, para poder seguir presente, tiene que deformarse mediante estos procedimientos literarios.

A modo de conclusión

Con este artículo hemos subrayado las marcas textuales que definen a Los lemmings y otros como “colección de relatos integrados”, mostrando cómo Fabián Casas emplea variados recursos —desde la elisión de desenlaces hasta la repetición de personajes y referentes de la cultura de masas— para crear vínculo y coherencia entre las diez piezas del volumen. En la mayoría de los casos, dichos cuentos funcionan como entidades literarias abiertas, que buscan su continuidad o actualización en otras narraciones del libro.

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En términos temáticos, los diez relatos reunidos se homologan bajo lo que dimos a llamar “estructura del sentimiento”, recurriendo a Raymond Williams: vivencias comunes de un grupo de amigos del barrio de Boedo, donde se singularizan los personajes narradores (Stella, Máximo), mientras que los otros se van irremediablemente diluyendo a partir de dos eventos: el ingreso al mundo adulto y las consecuencias del Proceso de Reorganización Nacional. La narración se aglutina en algunos núcleos manifiestos, como los recuerdos de infancia —interferidos, desde la enunciación adulta, por múltiples focos estéticos y amplificados por los mecanismos de la ficción—, y la singular mixtura entre la alta cultura (filosofía, budismo zen, literatura canónica) y la cultura de masas de la Argentina de los años setenta (caricaturas, música rock, productos de consumo para niños). Todas estas recurrencias configuran, en el libro, un espacio donde no solo se rememora, sino que se literaturiza el pasado.

Ahora bien, y como se anunciaba desde el comienzo, aunque la narración de los amigos de Boedo se detenga al producirse la diáspora —lo dice el gordo Noriega, al final: “Nos fuimos desperdigando de una manera silenciosa. Quisiera poder recordar cuál fue el momento en que estuvimos todos juntos por última vez. No puedo” (Casas, 2011, p. 142)—, estas articulaciones, en la estructura y en los temas, aparecerán en otras zonas del proyecto escritural de Fabián Casas15. Por ende, podríamos aseverar, en esta parte final, que Los lemmings y otros se trata, simultáneamente, de una “colección de unidad explícita” (Sánchez Carbó, 2011, p. 101), cuyos elementos estructurales y temáticos son funcionales a sus propias lógicas internas como volumen de relatos, y de una “obra abierta constituida por textos cerrados” (Sánchez Carbó, 2011, p. 105) cuando se relaciona con el resto de su producción literaria.

Sin duda, el de Fabián Casas es, para usar el conocido término de María Teresa Gramuglio, un “proyecto literario”16, cabal y consciente, donde las fronteras genéricas de su poesía, ensayo y narrativa son cada vez más difusas por razones que tienen que ver con su expansiva forma de creación. Esto queda demostrado cuando, por ejemplo, se descubre que el motivo y hasta el tono de Los lemmings y otros no solo provienen de la novela Ocio, su antecedente más directo, sino de un poema del libro Oda (2003), llamado, en una clara orientación asociativa, “F.C. divaga sobre un trastorno”:

Marcel, prestame tu resaltador/ quiero que quedemos fosforescentes/ en las páginas de aquel verano:/ Pies descalzos sobre la vereda/ el winco al mango con Led Zeppelin/ y las cosas quietas en la felicidad de su condición./ Pero lo que no avanza retrocede./ Donde estaba la peluquería/ pusieron una casa de quiniela/ para volver a poner ahora/ una peluquería, Marcel./ Me mojo el dedo con saliva/ y levanto las cenizas que quedaron:/ El tano Fuzzaro haciendo willis con la moto,/ la chica que una tarde me inclinó la cancha/ y la voz de Roli, el stalker de Boedo. (Casas, 2016, p. 96).

De esta manera, ciertos aspectos muy concretos, como la alusión a referentes culturales de distinta procedencia o el juego con el registro de los narradores, se convierten en eslabones que alimentan y refuerzan este macroproyecto casiano. Finalmente, y siguiendo la línea de trabajo de Gramuglio, de qué se trata dicho proyecto sino de poner en circulación una voz —“la voz extraña”, haciéndonos eco de uno de los más famosos ensayos de Casas, de 2010—, para que se articule con otras voces de su

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generación, con otras de sistemas alternos al literario, con otras que le heredan modulaciones o que la tributan en el presente. “La Voz Extraña”, afirma el mismo autor, “suele hacer karaoke con nuestros destinos” (Casas, 2016, p. 199). Digámoslo así: es esa voz la que homogeniza el proyecto; una voz que apuesta por la legibilidad, la precisión, el reconocimiento de épocas y espacios. Cuando esa voz surge, se encauza de inmediato hacia las características propias de su ars poética: mecánica del recuerdo; registros de enunciación monológica —tanto en el narrador de Ocio, como el de “Los lemmings”, “Casa con diez pinos”, “La cabeza del androide” e incluso el de Titanes del coco y el de los “ensayos bonsái”—; referentes espaciales (Boedo), temporales (veinte años, de la década de 1970 a la de 1990) y culturales (Led Zeppelin, Spinetta, Celine, Astroboy), casi iguales de un libro a otro. Dice Stella en Ocio:

Cuando me quedo callado, automáticamente me pongo a pensar. Es increíble. Y a veces también recuerdo lo que pienso. Inventar no invento. Recuerdo cosas, historias. Por lo general recuerdo algo y lo modifico. Así es más fácil. Igual me parece que si está todo inventado no vale la pena. (Casas, 2012, p. 55).

Dicha reflexión, incrustada en una novela, opera como una declaración de principios tan potente que permite aseverar ese proyecto como un dique construido para retener a la voz extraña y edificar lo que vale: una ficción literaria.

Desde la poesía de Otoño, poemas de desintoxicación y tristeza (1988) y Tuca (1990), desde Ocio y los cuentos integrados de Los lemmings y otros, dicha voz ya está cercada por el proyecto. Lo que hará Fabián Casas en sus libros posteriores será ponerle más atención, oír su consejo, profundizar en su contenido, para, sobre todo, pasar revista a las etapas fundamentales de su formación como individuo y volverlas temas de su literatura. En las últimas entregas (Una serie de relatos desafortunados, 2020; Papel para envolver verduras, 2020; Los Teresos, 2021), lo que hay es una mayor conciencia de lo que empieza a finales de la década de 1980. Y eso obliga a releer cada pieza ensayística, narrativa o poética del autor como integradora de un solo sistema, una sola textualidad.

Referencias

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Notas

1Se trata de un rudimento asimilado a partir de una crónica homónima de Alejandro Zambra (2009), pero que carece de una adecuada elaboración epistemológica para articularse como concepto crítico. En otro lugar (vid. Ríos Baeza, 2020) lo hemos problematizado.

2El motivo, según Tomachevski (1982), es “una unidad temática que se repite en diversas obras… Lo único que importa es que, en el marco del género estudiado, estos motivos se presenten siempre enteros… Asociándose entre sí, los motivos forman los nexos temáticos de la obra” (pp. 184-186).

3“Así pasamos del rock al punk y de la música disco al pop y la cumbia y vemos desfilar personajes de pelo largo cuyos hermanos menores acabarán por raparse y jóvenes estudiantes que se convertirán en padres trabajadores. Mientras, el telón de fondo de las historias va dando cuenta del deterioro” (Pérez Calarco, 2010, pp. 1840-1841).

4Afirma Terranova (2011) sobre el silencio en Los lemmings y otros: “De allí que no sea extraño que sus personajes se comuniquen en el silencio y se identifiquen en la austeridad, incluso en la pérdida… Casa con diez pinos se puede leer como la reedición de una de las escenas más silenciadas de la literatura argentina” (párrs. 8-10).

5Ya se ha pensado en Máximo como un trasunto contemporáneo de Pichula Cuéllar (Vargas Llosa, “Los cachorros”) y de Silvio Astier (Arlt, El juguete rabioso): “Nos parece posible e interesante identificar una matriz genérica que está presente como modelo de muchas de las narraciones de Casas y que tiene un ilustre antecedente en El juguete rabioso arltiano: el género de educación-aprendizaje” (Guindón, 2014, p. 6).

6Pulenta como calificativo de magnífico, rico: derivación, por afinidad fonética y semántica, de polenta. Consultando el Vocabulario familiar y del lunfardo, de Federico Ammarota, Abelardo San Martín Núñez define: “Del español rioplatense y lunfardo polenta, pulenta ‘cosa satisfactoria’, y éste del genovés jergal polenta o del boloñes jergal pulanta: ‘oro’, ‘objeto de valor’” (p. 140).

7“[En su obra] se cruzan ciertos nombres de lo que podemos denominar la ‘alta cultura’, con la ‘cultura popular’ (o pop, si quieren): digamos, Wallace Stevens y la princesa Leia de Star Wars… No hay crítica o valorización/desvalorización de los elementos, sino que ambas esferas permiten un cruce dialéctico” (Nimes, 2010, p. 1825).

8“Se saturan de referencias, apilan en un magma sin jerarquías una sucesión de guiños fáciles a la cultura de masas junto a los restos desauratizados de la Cultura —magma en el que, por un acto de prestidigitación lingüística, ‘Austerlitz’, el personaje de la novela de W. G. Sebald, puede devenir ‘Asterix’, el héroe de las historietas cómicas—” (Caresani, 2012, p. 117).

9Entendido por Harvey, Jameson y, más recientemente, por Herlinghaus y Walter como un “cruce y la interacción entre cultura de masas, cultura popular y ‘alta cultura’ con vista a una recomposición de lo social cotidiano…; una dinámica en donde se articulan lo local y lo cosmopolita, atravesados por el dualismo entre la inercia tradicional y los anhelos colectivos hacia una vida moderna” (1994, p. 33).

10La mención al “psicólogo rubio”, vindicando al whisky, es reiterada en diversos formatos. Aquí un ejemplo poético: “Rodolfo Hinostroza, / José Watanabe, / Antonio Cisneros: le estuve recitando sus poemas a la botella de Johnny Walker, mi psicólogo rubio, quien se veía visiblemente emocionado” (Casas, 2016, p. 178).

11“Ambas funciones —de inversión semántica y de evaluación pragmática— están implícitas en la palabra griega eirôneía, que evoca al mismo tiempo el disimulo y la interrogante, así pues, un desfase entre significaciones, pero también un juicio. La ironía es, a la vez, estructura antifrástica y estrategia evaluativa, lo cual implica una actitud del autor-codificador con respecto al texto en sí mismo” (Hutcheon, 1992, pp. 176-177).

12Cfr. F. Ramón Trives, Aspectos de semántica lingüístico-textual: “La lengua no sólo es y significa en cuanto ‘Léxico’, sino también en cuanto ‘Combinatoria’… No deja de ser una pálida imagen de la realidad lingüística, o una 'aberración lingüística', como dice Bernard Pottier” (1980, p. 128).

13Carolina Rolle (2009) dice: “El retorno al barrio de la infancia, adolescencia y/o juventud se constituye como variante de lo irrecuperable. En consecuencia, surgirían nuevos vínculos entre el autor y su escritura, su presente y su espacio-cuerpo y experiencia, que ya no podrían estudiarse desde la crítica tradicional que separa la ficción de la realidad” (pp. 1-2).

14“El 29 de julio de 1990, un desperfecto mecánico provocó el desprendimiento de uno de los carritos, que salió despedido y chocó contra una pared. El accidente causó la muerte de Roxana Alaimo, de 15 años, y graves heridas a otra joven de la misma edad, Karina Benítez” (El accidente que sepultó al Italpark, 2005, párr. 3).

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Ríos Baeza De puercoespines a mónadas: estructura y temáticas integrativas en Los lemmings y otros, de Fabián Casas. pp. 276-295.

15Lo adelantaba Terranova (2011): “Lo único que se le podría criticar es la no inclusión de Veteranos del pánico (Eloisa Cartonera, 2005) y Ocio (Tierra Firme, 2000). Este último sumaría el eslabón de iniciación intelectual entre los cuentos de infancia y Casa con Diez pinos, que es, sin duda, el revés de esa iniciación” (párr. 3).

16“Conjunto de operaciones —discursivas y no discursivas— que los escritores realizan para hacer carrera: son estrategias que ponen en juego el estatuto social del escritor y definen, de acuerdo con las posibilidades que ofrece el campo, clases de trayectoria literaria” (Gramuglio, 1992, p. 45).

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Ríos Baeza De puercoespines a mónadas: estructura y temáticas integrativas en Los lemmings y otros, de Fabián Casas. pp. 276-295.