Entre el cielo y el infierno: travesía de una flâneuse.

Nada, de Carmen Laforet1

Constanza Tanner*

Resumen

En la primera novela publicada por la escritora catalana Carmen Laforet, Nada, de 1944, la ciudad de Barcelona trasciende la función de mero escenario para la acción y se transforma en condición indispensable para que la protagonista, Andrea, descubra y reinvente su rol dentro de la sociedad. La experiencia urbana de Andrea será un viaje iniciático que la enfrente con dos imágenes de Barcelona en apariencia contradictorias: una Barcelona idílico-apolínea y una Barcelona grotesco- dionisíaca. De forma paralela a su crecimiento como mujer, Andrea aceptará para sí el rol de flâneuse, y desde allí descubrirá una tercera cara de Barcelona, la ciudad moderna, que le mostrará en qué medida las otras dos pueden ser complementarias. En su búsqueda, Andrea descubrirá que su lugar no puede acordar con los recorridos que la tradición y el conservadurismo de la España de posguerra le permiten seguir a una mujer, ni limitarse a los espacios que figurarían en un esquema de Barcelona pensado para turistas. Andrea solo podrá hallarse en la ciudad íntima, autobiográfica, que descubrirá por sí misma como flâneuse, libre de imaginarios impuestos.

Palabras clave: flâneuse, Barcelona, Carmen Laforet, apolíneo, dionisíaco

Between heaven and hell: the journey of a flâneuse.

Carmen Laforet's Nada

Abstract

In the first novel published by the Catalan writer Carmen Laforet, Nada, from 1944, the city of Barcelona transcends the function of a mere stage for action and becomes an indispensable condition for the protagonist, Andrea, to discover and reinvent her role within the society. Andrea's urban experience will be an initiatory journey that confronts her against two apparently contradictory images of Barcelona: an idyllic-Apollonian Barcelona and a grotesque-Dionysian Barcelona. Parallel to her growth as a woman, Andrea will accept the role of flâneuse for herself, and from there she will discover a third face of Barcelona, the modern city, which will show her to

*Licenciada en Letras Modernas y Correctora Literaria por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Actualmente se desempeña como docente adscripta en la cátedra de Literatura Española, y ha publicado artículos referidos a dicho campo literario en las revistas RECIAL (Argentina), Síntesis (Argentina), Diablotexto Digital (España) e Impossibilia (España). constanza025@gmail.com

Recibido 15/12/2020 Aceptado 12/04/2021

what extent the other two can be complementary. In her search, Andrea discovers that her place cannot agree with the routes that the tradition and conservatism of post-war Spain allow a woman to follow, or limit itself to the spaces that would appear in a Barcelona scheme designed for tourists. Andrea can only find herself in the intimate, autobiographical city, which she will discover for herself as a flâneuse, free from imposed imaginaries.

Keywords: flâneuse, Barcelona, Carmen Laforet, Apollonian, Dionysian

Introducción: el lugar de enunciación de Carmen Laforet

Nada, la primera incursión de la escritora catalana Carmen Laforet en terreno literario, en 1944 fue galardonada con el premio Nadal. Los años cuarenta supusieron para España un período de crisis intelectual y artística que estuvo determinada por la confluencia de múltiples factores y se profundizó durante los primeros años de la dictadura franquista: mientras que las secuelas de la Guerra Civil aún definían un clima general de inseguridad y desconcierto, la decisión del general Franco de cerrar las puertas de España frente a cualquier influencia extranjera y asimismo cortar con la tradición cultural de pre-guerra significó el anquilosamiento del país en un nacional- catolicismo ultraconservador y regido solo por hombres, en tanto las mujeres debían resguardar la paz del hogar. Las opciones para los escritores, en este marco, parecieron limitarse rápidamente a un forzoso elogio del franquismo, dado que la censura desplegada por el régimen actuó con el mismo impulso —aunque quizá no con la misma intuición, como prueba el caso de Nada— que en cualquier dictadura: adhesión o silencio. En respuesta, el mercado editorial optó por saturar al público con una literatura pensada únicamente para el divertimento y alejada por tanto de la miseria, el hambre y la violencia imperantes en la verdadera España; para las mujeres escritoras, en particular, el único campo de acción disponible era el de la novela rosa. Con este contexto en cuenta, la novedad que supone Nada es enorme, ya que se destacaban en ella

tanto el valor de la novela como testimonio de la difícil realidad de aquella época, como la extraordinaria sensibilidad de la joven autora en la recreación de una voz femenina, hecho por el que se la llegó a comparar con Emily Brönte en Cumbres Borrascosas. (Mocek, 2005, p. 3).

A la hora de abordar la obra literaria de Laforet, son tres los factores que es necesario considerar desde el inicio: su niñez isleña, su condición de mujer y su experiencia de vida indisolublemente unida a la Guerra Civil española y a la posterior dictadura. Respecto de lo primero, Carmen Laforet nació en 1921 en Barcelona, pero a la edad de dos años se trasladó junto con su familia a la isla de Gran Canaria, donde transcurrieron su infancia y su adolescencia. De acuerdo con las experiencias rememoradas por su hijo Agustín Cerezales en Carmen Laforet (1982), la soledad de la isla determinó en Carmen un constante anhelo de cambio vinculado con las posibilidades que ofrece el mar para viajar a nuevos territorios, al mismo tiempo que contribuyó en la construcción de una imagen dual del mundo: por un lado, el espacio paradisíaco y protegido de la isla; por otro, el dinamismo de las grandes ciudades solo imaginadas. Así,

es inevitable poner en relación el principio de Nada con la llegada de la propia Carmen Laforet a Barcelona. Como en Andrea, no hay duda de que en mi madre tuvo que darse también un choque entre una persona sin guerra y una ciudad devastada por ella. Contraste que le permitiría aislar el conflicto y ver cómo la

guerra sigue latente, enquistada, como una larva, en el ánimo y las costumbres de los hombres que la rodeaban. (Cerezales, 1982, en Mocek, 2005, p. 15).

Desde nuestra perspectiva, además, el constante pensamiento dedicado al contraste entre el aislamiento de la isla y las posibilidades entrevistas en las historias traídas por los barcos debió suponer, en Laforet, una preocupación de base por el espacio, que encontramos reflejada de forma directa en Nada. La ciudad de Barcelona, centro de la experiencia de la protagonista, asume un papel clave en la conversión de la niña que es Andrea al comienzo de la novela en mujer, en tanto la enfrenta contra unas huellas de la guerra que no había conocido en su pueblo natal. Asimismo, encontramos en la protagonista un “espíritu nómada” afín al que los biógrafos destacan en la propia Laforet.

Respecto de la condición de mujer, resalta en el análisis por un doble motivo. En primer lugar, y tal como lo señala Anna Rofes Vernhes (2013), el análisis del impacto que la escritura femenina tuvo y tiene sobre el sistema literario español parece ser una de las grandes deudas de la crítica. Tanto en la selección de textos para manuales de estudio, en nivel primario y secundario, como en los estudios dedicados a la historia de la literatura española en general, a nivel universitario y de investigación, se observa un notable predominio de figuras masculinas, mientras que la aparición de mujeres suele estar precedida por un énfasis sobre su condición de género que no se incluye en la biografía de los hombres escritores. En respuesta, y en segundo lugar, coincidimos con Rofes Vernhes cuando destaca la importancia de aproximaciones críticas que retomen el trabajo de las mujeres en el campo de la literatura, en tanto son un modo de enfatizar aquellas voces que se alzaron y se alzan en respuesta —en oposición, con frecuencia— a la visión del mundo generalizada por la hegemonía masculina. El franquismo, en especial, contribuyó al encierro de España en un conservadurismo nacionalista y católico que solo le ofrecía a la mujer la posibilidad de responder a la acción del hombre, nunca de hablar por sí misma, y la limitaba al espacio íntimo y silenciado del hogar. Nada, en este marco, destaca sobremanera por proponer a una figura que no solo piensa y narra con una sensibilidad indudablemente femenina, sino que se mueve por la ciudad con una desenvoltura que la sociedad identificaría con un poder exclusivo de los hombres. Teresa Rosenvinge (2008), rescata la preocupación de Laforet por escribir una novela que dé cuenta del secreto mundo femenino, aquel que hasta el momento no ha encontrado un lenguaje capaz de referirlo más allá de las impresiones puramente externas que repite como estereotipos la sociedad patriarcal. El resultado es invaluable:

Carmen Laforet demostró lo que las mujeres eran escribiendo sobre ellas. Mujeres de carne y hueso, mujeres reales con las que creó un extenso gineceo literario al que siempre se deberá acudir cuando alguien quiera saber cuál fue el papel de las mujeres durante el franquismo y cuál fue el papel que se les quiso dar. (Rosenvinge, 2008, p. 2).

En este sentido, y remitiéndonos al tercer factor que mencionamos, Nada recupera la memoria de la Guerra Civil española no desde la Historia, desde los datos oficiales o desde la vida de los grandes nombres, sino desde la intrahistoria de una joven que regresa a una Barcelona que recordaba idílica para encontrarse a cada paso con las heridas dejadas por el conflicto. Como sostiene Adriana Minardi (2005), la novela que nos ocupa ofrece indicios de una situación socio- histórica proponiendo al espacio como huella, y a los trayectos que recorre el cuerpo como un modo de “hacer hablar a la ciudad”. La Barcelona de Nada comparte el rol de protagonista con Andrea, y es por ello que podemos incluirla dentro de la categoría de novela urbana tal como la define

Susanne Schwarzbürger (2002), citada por Anna Rofes Vernhes: la novela urbana se define por tener como espacio escénico la ciudad y, al mismo tiempo, porque “su estructura, su perspectiva poética así como su estilo están impregnados, determinados por la ciudad” (Schwarzbürger, 2002, en Vernhes, 2013, p. 1). Y es por entenderla como novela urbana que Nada nos propone la siguiente hipótesis de lectura: la experiencia urbana de Andrea es un viaje iniciático que la enfrenta con dos imágenes de Barcelona contradictorias en apariencia, una Barcelona idílico-apolínea y una Barcelona grotesco-dionisíaca; de forma paralela a su crecimiento como mujer, Andrea aceptará para sí el rol de flâneuse, y desde allí descubrirá una tercera cara de Barcelona, la ciudad moderna, que le mostrará en qué medida las otras dos pueden ser complementarias. Veamos de qué modo.

Punto de partida: la aventura de Barcelona versus la casa de Aribau

El pasaje de Andrea a través de Barcelona comienza con su llegada a la estación Francia en el tren de medianoche. Andrea proviene de un pueblo del interior cuyo nombre no se menciona, quizá porque la protagonista, apelando a reminiscencias quijotescas, no quiere acordarse de él. Sin embargo, el peso de la vida en este pueblo entendido como límite para su autodesarrollo se revela a partir de la profunda impresión que genera en ella el contacto con la “ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida” (Laforet, 1987, p. 11)2. El adjetivo “gran”, desde ahora, será usual en las descripciones que Andrea realice de la ciudad, del mismo modo que la multitud será un tópico que llamará su atención desde el inicio. Así, podemos considerar que son dos las razones por las cuales el “asombro” y la maravilla” logran sobreponerse al susto que podría generarle su primer viaje sola, las razones de que inicie su pasaje a través de Barcelona percibiéndolo como una “aventura agradable y excitante” (p. 11).

En primer lugar, debemos considerar que el carácter de “pueblerina”, aquel que Andrea otorga a su maleta mediante el recurso de la personificación, se asocia en la novela con el desamparo y la incomodidad. Para el severo juicio de la tía de Andrea, Angustias, suerte de reflejo del despotismo dictatorial, es este provincianismo el que determina que la protagonista esté “en medio de la gente, callada, encogida, con aire de querer escapar a cada instante” (p. 32). Asimismo, Andrea aporta algunos datos, aunque pocos, sobre las limitaciones que sufría en su pueblo, fundamentalmente a propósito de la vigilancia constante de su prima y sus familiares. En términos de George Simmel:

Entre más pequeño sea el círculo que forma nuestro medio, y entre más restrinjan esas relaciones con elementos extraños al grupo que pudieran, por tanto, contribuir a la disolución de las fronteras del mismo, mayor será la ansiedad con que el grupo vigilará los logros, la conducta y las opiniones del individuo. (2005 p. 6).

El engaño se convierte, en este marco, en el método elegido por Andrea para escandalizar aún más la mentalidad cerrada y arcaica de la gente de pueblo, de modo que finge fumar para acelerar su traslado a la gran ciudad. Entonces, la primera razón de que Barcelona sea vivida como aventura es que le abre a la protagonista la posibilidad de sentirse “suelta y libre” (p. 113), operando, de acuerdo con Giulia Antinori en “Mujer y ciudad. La relación femenina con el espacio y su valor simbólico en Mercè Rodoreda, Carmen Laforet y Montserrat Roig”, como “un espacio laberíntico en el que los personajes respiran una atmósfera diferente, una atmósfera que les permite alejarse de los agobiantes lazos familiares” (2013, p. 13).

El segundo incentivo para la aventura barcelonesa es, desde la misma llegada a la estación de trenes, la fuerza de la multitud. Comparándolo con la escasez de relaciones que Simmel marcaba en la vida de pueblo, “el gran rumor de la gente”, “los grupos” y “la masa humana” tienen para Andrea

un “gran encanto”. Buena parte de la crítica —señalamos, a modo de ejemplo, el trabajo de John W. Kronik, “Nada y el texto asfixiado: proyección de una estética” (1981)— interpreta este sentimiento de “gota entre la corriente” (p. 11) como un primer signo de la opresión y la asfixia que terminarán por definir la atmósfera de la novela, vinculándola con la estrechez de las callejuelas pobladas por “una masa de casas dormidas” (p. 12) y con la respiración “grande, dificultosa” (p. 12) y pesada por el aire de mar. Sin embargo, desde nuestra lectura, preferimos reconocer en esta homogeneización inicial con la masa catalana un anticipo de la libertad que ofrece el anonimato al habitante de la ciudad moderna, en cuya función catártica profundizaremos más adelante, y de la ilusión de la protagonista por verse libre de la mirada atenta de los demás sobre sus acciones.

Ahora bien, tanto la libertad de la gran ciudad como la fuerza de la multitud forman parte de esa Barcelona “adorada por desconocida”, una Barcelona idílica que Andrea conserva en la memoria desde sus visitas de juventud. El peso del recuerdo en este nuevo encuentro con la capital catalana se evidencia en la importancia que los grandes edificios, los monumentos o la omnipresencia del mar tienen en las descripciones de la protagonista: por sobre todos los cambios que necesariamente atravesó Barcelona a lo largo de los años, Andrea destaca en el inicio elementos fácilmente reconocibles, útiles incluso para trazar un mapa de la ciudad para un turista. Sin embargo, lo siguiente que Andrea experimentará será un violento choque entre sus ansias de libertad y multitud, entre su Barcelona idílica, y una Barcelona terrenal, definida por el atraso y el aislamiento. La selección de Andrea en su rol de narradora protagonista no prioriza el impacto que la guerra tuvo sobre la ciudad en tanto espacio, pero en cambio lo vuelve central en la descripción de los sentimientos que la acosan desde su llegada a la casa de su familia. No solo se trata de daños físicos, sino de una atmósfera diferente y tensa que se refleja en imágenes de honda connotación, como la primera que Andrea percibe de la calle de Aribau, con “su silencio vívido de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados” (pp. 12-13) y las “filas de balcones que se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas” (p. 13). “Silencio” y “secreto” se sumarán a “hedor”, “mugre” y “ahogo” en la descripción de la casa que Andrea compartirá con su olvidada familia, espacio que hace reflexionar a la protagonista en los siguientes términos: “En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso un calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido” (pp. 14-15). La casa de la calle Aribau, como espejo del estado de la sociedad española, es símbolo de una gracia de antaño venida a menos, de la decadencia de lo que fue, para la Andrea niña, un espacio de libertad y disfrute, y que ahora sólo puede ser expresado mediante antítesis como “lámpara magnífica y sucia de telarañas” (p. 13) o mediante imágenes como la que suscita el cuarto que se le asigna a Andrea desde la primera noche, que “Parecía la buhardilla de un palacio abandonado” (p. 18).

La flâneuse: sobre cómo la pasividad constituye una forma de libertad

Mientras la posibilidad de librarse de la vigilancia de sus parientes y de los prejuicios de la vida en un pequeño pueblo tiñe de esperanza el viaje inicial, el estricto control de la tía Angustias frustra, en principio, todo proyecto de emancipación. Antes de continuar nuestro análisis, nos parece apropiado retomar un concepto propuesto por García Canclini respecto de la experiencia de quienes habitan la ciudad. Para García Canclini (1997), más que el conocimiento efectivo del espacio urbano, lo que en gran medida define el modo de interactuar con su infraestructura y, fundamentalmente, con los otros ciudadanos, es el imaginario que sobre él hayamos construido. En palabras de García Canclini,

no solo hacemos la experiencia física de la ciudad, no solo la recorremos y sentimos en nuestros cuerpos lo que significa caminar tanto tiempo o ir parado en el ómnibus, o estar bajo la lluvia hasta que logremos conseguir un taxi, sino que imaginamos mientras viajamos, construimos suposiciones sobre lo que vemos, sobre quiénes se nos cruzan, las zonas de la ciudad que desconocemos y tenemos que atravesar para llegar a otro destino, en suma, qué nos pasa con los otros en la ciudad. Gran parte de lo que nos pasa es imaginario, porque no surge de una interacción real. (1997, pp. 88-89).

En tanto es un patrimonio cultural invisible e intangible, el imaginario urbano no solo estará compuesto por nuestras suposiciones y creencias individuales, sino por las leyendas, historias, imágenes y manifestaciones artísticas (libros, películas, canciones) que hablen de la ciudad y que hayamos heredado de otros. En este sentido, la importancia del concepto para nuestro análisis de Nada radica en que, tal como lo referíamos, el autoritarismo de Angustias clausura en la primera parte de la narración toda posibilidad de que Andrea incorpore sus propias experiencias urbanas en la construcción de un imaginario individual: por el momento, solo podrá moverse por Barcelona aplicando el mapa mental que ha “heredado” de parte de su tía como simbólica personificación de la tiranía franquista —de su “autoritarismo corto de luces” (p. 27)—. ¿Y qué imágenes conforman el imaginario urbano impuesto por Angustias? Todas aquellas que refuercen la sexualización del espacio en favor del empoderamiento masculino y en vistas a la reclusión de la mujer en su hogar. La libertad que para Andrea es la deseable consecuencia de la vida en una gran ciudad tiene para su tía la connotación de ruptura de las normas, pérdida de la rectitud moral y deshonra. Angustias explicita esta perspectiva, punto central para nuestro análisis, en estos términos:

La ciudad, hija mía, es un infierno. Y en toda España no hay ciudad que se parezca más al infierno que Barcelona… Estoy preocupada con que anoche vinieras sola de la estación. Te podía haber pasado algo. Aquí vive gente aglomerada, en acecho unos contra otros. Toda prudencia en la conducta es poca, pues el diablo reviste tentadoras formas… Una joven en Barcelona debe ser como una fortaleza. (P. 25).

La imagen de la Barcelona infernal, como veremos, quedará fijada en la sensibilidad de Andrea y se insertará en su imaginario urbano personal, combinándose, en el Barrio Chino, en una percepción que mixtura la bajeza y la libertad. Volveremos sobre este punto en los siguientes apartados.

Si nos remitimos al análisis de Mónica Lacarrieu en “Una antropología de las ciudades y la ciudad de los antropólogos” (2007), podremos decir que el imaginario urbano de Angustias se construye en torno del concepto de urbanidad tal como la antropóloga lo reconoce en el siglo XXI:

Una cooperación propia de un “arreglo convivencial” asociado al espacio público, no obstante ajeno al orden de lo privado. La metrópolis multicultural, en este caso, es el producto de un principio de regulación de la diversidad, a través del formato multicultural segregacionista, arreglado mediante el aprendizaje y la socialización de normas de urbanidad… tendientes a vivir la diferencia en estado de indiferencia. Solo que ese arreglo convivencial y previsible, propio del espacio público, es el resultado de un acuerdo monológico, en el que prevalece la mayoritaria cultura nacional, y en el que la expresión de la diversidad y los

posibles quiebres y conflictos deben ser recluidos al ámbito de lo privado. (Lacarrieu, 2007, p. 26).

Entonces, la condición que le permite a Angustias, en su carácter de mujer decente y respetable, moverse por una Barcelona que en verdad es un infierno —reconocer al “diablo” pese a sus “tentadoras formas”—, es que separa en su mapa mental aquellas zonas por las que es posible transitar de las que no, como así también los horarios en que para una mujer está permitido o no moverse sola.

Dos acontecimientos fundamentales suponen un cambio en la obligación de seguir un imaginario urbano heredado: el ingreso en la Universidad y la partida de Angustias, que cierra la primera parte de la novela. Respecto de lo primero, el encuentro con jóvenes de su edad le descubre a Andrea la posibilidad de hablar, por fin, de igual a igual. Pese a que continuará sintiéndose inferior debido a su pobreza en el vestir, su falta de materiales de estudio o su hambre permanente, el compañerismo universitario, “con su fácil cordialidad”, supone una experiencia por completo diferente de la entropía que rige las relaciones en la casa de Aribau, aquel mundo “sucio y poco acogedor”, y la despierta a la necesidad de desarrollar juicios propios sobre la realidad en lugar de solo aceptar pasivamente los de Angustias: “En mis relaciones con la pandilla de la Universidad me encontré hundida en un cúmulo de discusiones sobre problemas generales en los que no había soñado antes siquiera y me sentía descentrada y contenta al mismo tiempo” (p. 59).

Pero es la decisión de Angustias de marcharse de forma definitiva al convento el acontecimiento central para que Andrea cambie su perspectiva respecto de la ciudad. Frente a la obligación de moverse según el imaginario de su tía, había comenzado a desintegrarse la imagen idílica de Barcelona que para la joven vinculaba la idea de libertad con el espacio de la gran ciudad, y a frustrarse por tanto su misma experiencia urbana:

Cogida de su brazo corría las calles, que me parecían menos brillantes y menos fascinadoras de lo que yo había imaginado.

—No vuelvas la cabeza —decía Angustias—. No mires así a la gente. Si me llegaba a olvidar de que iba a su lado, era por pocos minutos.

Alguna vez veía un hombre, una mujer, que tenían en su aspecto un algo interesante, indefinible, que se llevaba detrás mi fantasía hasta el punto de tener ganas de volverme y seguirles. Entonces, recordaba mi facha y la de Angustias y me ruborizaba. (p. 32).

Pero el pasaje anterior nos ofrece una guía respecto del rumbo que estas acciones tomarían si dependiesen exclusivamente de Andrea: ella se deleita al ver, al fantasear en sus paseos por la ciudad. Esta pasión por la observación se corresponde con la pasividad que define al personaje de Andrea, con esa “extraña inactividad” (p. 177) que ante cualquier suceso imprevisto la empuja a la huida: ella nunca sabe qué hacer, hacia dónde moverse o cómo relacionarse con los demás del modo en que se espera, pero siempre sabe, casi por instinto, qué y cómo mirar; es, en esencia, una espectadora. La figura del paseante urbano, de aquel que encuentra deleite en la observación de la multitud aunque opta por no integrarse en ella, fue propuesta y profundizada por Charles Baudelaire en El pintor de la vida moderna, y referimos sus palabras con el fin de ver en qué medida podrían aplicarse a la descripción de Andrea:

La multitud es su ámbito, como el aire es el del pájaro, el agua el del pez. Su pasión y su profesión es fundirse con la multitud. El paseante perfecto, el

observador apasionado, halla un goce inmenso en lo numeroso, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de casa y, no obstante, sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los placeres de estos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir con torpeza. (Baudelaire, 2014, p. 18).

Cuando Andrea se vea libre de Angustias, encontrará el mismo goce que el flanêur baudelaireano, aquel goce que solo es posible obtener cuando la fugacidad y la inestabilidad de la ciudad son experimentadas desde la libertad y no desde la advertencia constante de peligros e infiernos: sus paseos por la ciudad se convertirán en formas de transgresión.

Pero dado que analizamos la experiencia de un personaje femenino, resultaría mejor hablar de flâneuse y no de flâneur. Sin embargo, tal como señalan acertadamente tanto Antinori como Janet Wolff en “The Invisible Flaneuse. Women and the Literature of Modernity” (1985), la figura original propuesta por Baudelaire debía necesariamente aplicarse a un sujeto masculino. De acuerdo con lo que analizamos en el apartado anterior y respecto del conservadurismo dictatorial encarnado en Angustias, el espacio público/exterior durante el siglo XIX y gran parte del XX solo estaba al alcance del hombre: era él quien diseñaba la infraestructura urbana, la construía y la disfrutaba, al mismo tiempo que participaba en la política y gestionaba las instituciones. La mujer, en cambio, debía recluirse en el espacio privado/íntimo si quería adecuarse a las expectativas que la sociedad patriarcal había puesto sobre ella, o arriesgarse a ser considerada “mujer fácil”, “perdida” o “intrusa” si osaba intervenir en las esferas públicas. En otras palabras, tal como lo analiza Wolff, la experiencia misma de la modernidad que da origen a la figura del flâneur era una experiencia masculina porque, a pesar de que necesariamente repercutía sobre los hogares, se evidenciaba con mayor fuerza en las interacciones que posibilitaba entre el sujeto masculino y la ciudad:

The particular experience of ‘modernity’ was, for the most part, equated with experience in the public arena. The accelerated growth of the city, the shock of the proximity of the very rich and the destitute poor (documented by Engels —and in some cities avoided and alleviated by the creation of suburbs), and the novelty of the fleeting and impersonal contacts in public life, provided the concern and the fascination for the authors of ‘the modern’… But the literature of modernity ignores the private sphere, and to that extent is silent on the subject of women’s primary domain.… The skewed vision of its authors explains why women only appear in this literature through their relationships with men in the public sphere, and via their illegitimate or eccentric routes into this male arena —that is, in the role of whore, widow, or murder victim. (Wolff, 1985, p. 57).

Esta concepción parcial de la experiencia de la modernidad como equivalente a la esfera pública es una de las razones que para Wolff determinan la invisibilidad de una hipotética flâneuse y, más aún, la condenan a la inexistencia. Sin embargo, proponemos analizar la experiencia de Andrea desde otra perspectiva: pese a vivir en una España que en gran medida mantiene los valores decimonónicos gracias las costumbres arcaicas y retrógradas que promueve la dictadura, Andrea es, como señala Carmen Martín Gaite en Desde la ventana. Enfoque femenino de la literatura española (1992), “la chica rara”. En lugar de adecuarse a la idea de “mujer muy mujer” defendida por la Sección Femenina de Falange, las mujeres como Andrea cruzarán los límites que las restringen a determinados espacios y tiempos, rechazarán el modo sumiso y dependiente de relacionarse con los

hombres y cuestionarán lo que, de acuerdo con el patriarcado, deberían tener por norma, es decir, su total dedicación al hogar y la familia y su permanencia claustral en el espacio de lo íntimo. Para Martín Gaite, se trata de las nuevas heroínas de cuño urbano que, de acuerdo con nuestro análisis, podrían adecuarse al concepto de flâneuse a partir de que establecen con la ciudad una relación asentada en la libertad y la búsqueda:

No aguantan el encierro ni las ataduras al bloque familiar que les impide lanzarse a la calle. La tentación de la calle no surge identificada con la búsqueda de una aventura apasionante, sino bajo la noción de cobijo, de recinto liberador. Quieren largarse a la calle, simplemente, para respirar, para tomar distancia con lo de dentro mirándolo desde fuera, en una palabra, para dar un quiebro a su punto de vista y ampliarlo. (Martín Gaite, 1992).

Concluiremos este apartado con una pregunta fundamental: ¿qué observa en verdad Andrea en su carácter de flâneuse? De acuerdo con nuestra hipótesis, Andrea comienza por observar la dualidad barcelonesa, la coexistencia de lo arcaico y lo moderno; en términos de Jordi Castellanos en “Barcelona, las tres caras del espejo: del Barrio Chino al Raval” (2002), se trata de una imagen poliédrica y diversa según la cual Barcelona es, al mismo tiempo, industrial y portuaria, “un espacio que mezcla modernidad y futuro” y que mostrará al mundo una cara diferente según se la mire desde el distrito quinto o desde el ensanche. Los tres apartados siguientes nos permitirán profundizar en esta coexistencia de múltiples caras de una misma ciudad.

La ciudad gótica, el mundo apolíneo

Si hay algo que Laforet se empeña en reforzar en Nada es el modo en que los espacios impactan sobre el estado de ánimo de la protagonista, en tanto lo que Andrea siente y piensa está indisolublemente unido a la descripción de lo que ve. Así, las líricas descripciones del espacio exterior, sumadas al relato de los cambios que conlleva el paso de las estaciones, se convierten en una proyección del espacio interior de la narradora, ayudándola, de acuerdo con la lectura de Antinori (2013), a organizar y explicitar sus emociones. De acuerdo con nuestra hipótesis, el primero de los estadios que conforman la experiencia urbana de Andrea en tanto viaje es el encuentro con la Barcelona gótica y el mundo apolíneo, una de las dos caras, según señalamos, de la dualidad barcelonesa. Veamos cómo ocurre.

Lo primero que debemos destacar es la razón por la cual Andrea se acerca a la ciudad gótica: luego de escuchar cantar a la madre de Ena, en el mismo inicio de la segunda parte de la novela, nace en ella una “casi angustiosa sed de belleza” (114) que, como es usual en Nada, se conectará de inmediato con aquello que pueda proporcionarle el paisaje. Frente a Andrea se abren dos opciones, cada una correspondiente a una de las caras de Barcelona tal como acabamos de referirlas:

No sabía si tenía necesidad de caminar entre las casas silenciosas de algún barrio adormecido, respirando el viento negro del mar o de sentir las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente del centro de la ciudad. (p. 114).

La persistencia de una veta romántica en el personaje creado por Laforet, aun en su carácter de flâneuse, determina que Andrea disfrute más del entorno urbano cuando se encuentra sola, fuera de

la multitud y en silencio con sus sentimientos, lo cual explica su elección entre estas dos opciones. Por un lado,

la misma Vía Layetana, con su suave declive desde la Plaza de Urquinaona, donde el cielo se deslustraba, con el color rojo de una luz artificial, hasta el gran edificio de Correos y el puerto, bañado en sombras, argentados por la luz estelar sobre las llamas blancas de los faroles, aumentaba mi perplejidad. (p. 114).

El deslustre, el color rojo y las llamas no conforman un contexto apropiado para saciar la sed, sino más bien para prolongar la exaltación. Distinta será, en cambio, la Barcelona gótica:

Entonces supe lo que deseaba: quería ver la Catedral envuelta en el encanto y el misterio de la noche. Sin pensarlo más me lancé hacia la oscuridad de las callejas que la rodean. Nada podía calmar y maravillar mi imaginación como aquella ciudad gótica naufragando entre húmedas casas construidas sin estilo en medio de sus venerables sillares, pero a los que los años habían patinado también de un modo especial, como si se hubieran contagiado de belleza…

Había una soledad impresionante, como si todos los habitantes de la ciudad hubiesen muerto. Algún quejido del aire en las puertas palpitaba allí. Nada más. (pp. 114-115).

En esta instancia, la veta romántica a la cual nos referíamos domina en buena medida el espíritu de Andrea, por lo cual encontrará la ansiada belleza en la oscuridad, lo húmedo, lo antiguo y lo aislado. Retomemos una última cita extensa, central para este apartado:

Una fuerza más grande que la que el vino y la música habían puesto en mí, me vino al mirar el gran corro de piedra fervorosa. La Catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo mediterráneo. Una paz, una imponente claridad se derramaba de la arquitectura maravillosa. En derredor de sus trazos oscuros resaltaba la noche brillante, rondando lentamente al compás de las horas. Dejé que aquel profundo hechizo de las horas me penetrara durante unos minutos. (p. 116).

Con el fin de justificar cómo esta descripción puede remitirnos al concepto de lo apolíneo, deberemos retomar las ideas expuestas por Friedrich Nietzsche en El origen de la tragedia, original de 1872. Para Nietzsche, el espíritu apolíneo y el dionisíaco constituyen una dualidad de instintos que, pese a caminar lado a lado, están en guerra permanente. El espíritu del dios Apolo se vincula con el mundo del sueño, aquel en el cual “nos complacemos de la comprensión inmediata de la forma; todas las formas nos hablan; ninguna es indiferente; ninguna es innecesaria” (Nietzsche, 2013, pp. 31-32); en la descripción de la Catedral por parte de Andrea, la forma —estilizada y severa, vegetal— aparece como el origen del sentimiento de paz, en tanto está regida por la armonía. La belleza, la perfección y “la más alta verdad” son para Nietzsche los estados a los cuales el hombre puede acceder únicamente en el mundo del sueño, en tanto “semejante felicidad íntima, producto de tal contemplación, es solo alcanzable en la medida que olvidemos del todo el día y sus fastidiosos apremios” (Nietzsche, 2013, p. 44). Así, la Catedral pacifica la sed de Andrea y se vincula con el mundo del sueño: simbólicamente, por la reiteración de los motivos de “hechizo” y “encanto” que abundan en la descripción del barrio Gótico; narrativamente, por las mismas palabras

de la protagonista, quien afirma: “En la agradable confusión de ideas que precede al sueño se fueron calmando mis temores para ser sustituidos por vagas imágenes de las calles libres en la noche. El sueño de la Catedral volvió a invadirme” (p. 123).

Ahora bien, este mundo apolíneo del sueño tiene para Nietzsche dos características centrales, que abrirán importantes líneas de análisis en nuestro trabajo, y que descansan sobre una misma cualidad: el bello mundo del sueño es apariencia. En primer lugar, el “deseo gozoso” del sueño — aquel que, desde la lectura de Nietzsche, permitía a los griegos tomar conocimiento de la imagen pura y radiante de los dioses olímpicos— no es una ocupación ociosa sino una necesidad, una imagen cuya naturaleza es “reparadora y saludable”. Mediante el sueño, el hombre puede desarrollar aptitudes cercanas al arte de la adivinación de Apolo, que le permitirán conocer una verdad que en la realidad “imperfectamente inteligible” de todos los días le estaría vedada. Para Andrea, encontrar la belleza capaz de saciar su sed y restablecer la armonía de su espíritu en la Catedral supone descubrir una forma de la ciudad que no había sido capaz de ver hasta el momento, cegada como estaba por las anteojeras impuestas por Angustias.

Sin embargo, la segunda característica del mundo del sueño es que, si se quieren asegurar sus efectos benéficos, debe ir acompañado de una actitud mesurada y una reflexión serena; de lo contrario, ver una semejanza unívoca entre las apariencias y el mundo empírico podría desatar una patología. Esto es así porque, si bien el sueño puede velar o alejar de la mirada de —o, incluso, triunfar sobre— el aspecto sórdido y sufriente de la existencia humana, nunca puede eliminarlo; por el contario, y en tanto el sueño es manifestación de lo apolíneo, requiere de la incitación del opuesto espíritu dionisíaco para dar origen a un mundo nuevo:

El mundo del sufrimiento es necesario para que él, el individuo, se lance a la creación de la visión liberadora, y entonces, inmerso en la contemplación de esta visión, permanezca en calma y lleno de seguridad en su frágil embarcación. (Nietzsche, 2013, p. 46).

En correspondencia con esta simbiosis, la experiencia de Andrea en el Barrio Gótico no es exclusivamente armónica. De acuerdo con Marshall Berman, la “singular aura mágica” de la ciudad de noche es un tema arquetípicamente moderno porque está cargado de ambivalencia. Por un lado, la experiencia de la urbe de noche se vuelve “más real por cuanto la calle está ahora animada por necesidades directas e intensas: sexo, dinero, amor” (Berman, 1988, p. 202) o, en el caso de Andrea, sed; por otro, estos deseos intensos distorsionan el modo en que las personas se presentan a sí mismas y se perciben unas a otras. En este sentido, y antes incluso de llegar frente a la añorada Catedral, un primer encuentro con un “viejo grande” que Andrea toma por mendigo trastocará su disfrute de la noche, recordándole y recordándonos los permanentes avisos de peligro de Angustias. “Sonido siniestro”, “momentos de miedo”, “aspecto miserable” y “desconfianza” amenazan con frustrar la experiencia de la urbe nocturna: el sueño que despertaba la Catedral esconde, pero no evita, la percepción de lo negativo de la existencia.

Como cierre de este recorrido nocturno, el encuentro con Gerardo, un compañero de facultad, impone con violencia la mesura que Nietzsche recomendaba, porque obliga a Andrea a “despertar” del sueño armónico de la Catedral y adoptar otra vez una actitud defensiva frente a “una silueta que me pareció algo diabólica” (p. 116). En conclusión, los recorridos de Andrea por la Barcelona apolínea estarán siempre enmarcados por la ruptura de las apariencias, por el triunfo — momentáneo— de la pesadilla del mundo real, triunfo por otra parte necesario para asegurar la mesura que exige la felicidad del sueño: la paz es siempre una flor robada.

La ciudad grotesca, el mundo dionisíaco

Las descripciones que trascribimos nos permitieron observar la recurrencia de nociones tales como armonía, paz, sol o esplendor, ideas todas que, de acuerdo con nuestra hipótesis, reconocemos en el concepto de lo apolíneo. Sin embargo, el espacio que Andrea habita cuando no es libre de pasear por la ciudad y observar aquella belleza antigua que tanto le atrae es descrito de un modo por completo opuesto. La llegada de la protagonista a la casa de la calle Aribau le supone, como señalamos, comprobar que sus anhelos de juventud se enfrentan con una realidad de pesadilla, por lo cual tanto los objetos como las personas que la rodean adquieren ante sus decepcionados ojos los rasgos propios de los monstruos de un mal sueño. Entre los muebles “tristes, monstruosos y negros” (p. 54), viven seres degradados semejantes a fantasmas: su abuela es “la mancha blanquinegra de una viejecita decrépita” (p. 14); Juan “tenía la cara llena de concavidades, como una calavera” (p. 14); Gloria tiene una “aguda cara blanca y una languidez de sábana colgada” (p. 15); Antonia, la criada, la impresiona especialmente en tanto “todo en aquella mujer parecía horrible y destrozado, hasta la verdosa dentadura que me sonreía” (p. 15); Angustias “parecía haberse hinchado, adquiriendo bultos y formas bajo su guardapolvo verde” (p. 25); Román, por último, y pese a una apariencia en principio tranquilizadora, tiene para Andrea una risa que “me alcanzaba , como la mano huesuda de un diablo que me cogiera por la punta de la falda” (p. 92). Pese a que luego las atribuya a la sugestión de la noche, a una impresión errada o a la percepción caótica que ocasiona la fiebre, Andrea ve “cosas extrañas” que convierten la casa de su familia en un espacio infernal.

El campo semántico de la muerte, recurrente en toda descripción de la casa y de sus habitantes, se suma a la progresiva animalización de los personajes para enmarcar un microcosmos infernal del que no se supone que Andrea salga. Kronik, en este sentido, realiza un profundo análisis que recoge las imágenes sensoriales asociadas a la idea de “sofocación”, el leitmotiv de Nada según el crítico, y afirma que “Andrea se escapa de su ambiente opresivo inmediato; pero ni la ciudad ni la naturaleza le ofrecen la apertura deseada” (Kronik, 1981, p. 199). Nuestra hipótesis difiere, en cierta medida, en tanto sostenemos que determinados espacios de Barcelona sí funcionan según el concepto de lo apolíneo, pero es necesario insistir en que el itinerario que Andrea sigue para pasear por ellos está apuntalado por los grandes monumentos, la arquitectura gótica y la belleza del mundo antiguo, en una descripción que bien podría incluirse en una guía turística para atraer a los viajantes: estos rasgos, como observamos, son frágiles apariencias, apenas logran retrasar por un momento el reencuentro con el hambre, la mendicidad y la violencia del hombre sobre la mujer. Coincidimos con Kronik, entonces, en que en la sensación que genera la ciudad en su conjunto predomina lo asfixiante y la pesadez, desde el calor sofocante hasta la neblina, desde la humedad y el polvo hasta “el gris [que] es el color predominante de la historia y afecta el estado de ánimo de la protagonista. Cuando no lo produce la suciedad, se asocia con el tiempo” (Kronik, 1981, p. 199). Las imágenes se acumulan para conformar lo que Kronik define como metáforas constrictivas, y la flâneuse que descubrimos en la protagonista se siente enfrentada con una ciudad y una naturaleza que, en términos de Kronik, se juntan para acosarla.

Basta que la paseante se aleje de los espacios gótico-apolíneos que le transmitían paz y equilibrio para que la descripción retome los elementos grotescos que conformaban la imagen de la casa de Aribau. Detengámonos un momento en el concepto de grotesco. En La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento —edición original: 1941—, Mijaíl Bajtín señala que el grotesco, en la Edad Media, contribuía a que los ritos y espectáculos propios de la cultura popular conformasen un segundo mundo capaz de relativizar, apelando al absurdo, lo caricaturesco y la parodia, el mundo oficial “perfecto”. El sentido medieval del grotesco radica en el cuestionamiento de la lógica

impuesta, dado que presenta la vida cotidiana a través de un conjunto de lenguaje e imágenes carnavalescas que

ilumina la osadía inventiva, permite asociar elementos heterogéneos, aproximar lo que está lejano, ayuda a librarse de ideas convencionales sobre el mundo, y de elementos banales y habituales; permite mirar con nuevos ojos el universo, comprender hasta qué punto lo existente es relativo y, en consecuencia, permite comprender la posibilidad de un orden distinto del universo. (Bajtín, 2003, p. 30).

Sin embargo, de acuerdo con el análisis de Bajtín, el romanticismo y, posteriormente, el modernismo, tergiversaron este valor original del grotesco hasta asociarlo con lo terrible y lo incómodo, con el engaño, el temor y con una risa que ya no es alegre o jocosa, sino cercana al humor irónico, al cinismo y al sarcasmo. En el mundo grotesco,

lo habitual y cercano se vuelve súbitamente hostil y exterior. Es el mundo nuestro que se convierte de improviso en el mundo de otros… En realidad el grotesco… franquea los límites de la unidad, de la inmutabilidad ficticia (o engañosa) del mundo existente. (Bajtín, 2003, p. 40).

Tanto el grotesco romántico como el modernista despliegan un tono lúgubre y trágico, y son sus características las que hallamos en la descripción de Barcelona en Nada cuando la narradora se aleja del territorio apolíneo. Quizá el mejor ejemplo al respecto lo encontremos en la impresión que la ciudad le genera a Andrea durante la víspera de San Juan:

La ciudad, cuando uno empieza a envolverse en el calor del verano, tiene una belleza sofocante, un poco triste. A mí me parecía triste Barcelona, mirándola desde la ventana del estudio de mis amigos, en el atardecer. Desde allí un panorama de azoteas y tejados se veía envuelto en vapores rojizos y las torres de las iglesias antiguas parecían navegar entre olas. Por encima, el cielo sin nubes cambiaba sus colores lisos. De un polvoriento azul pasaba a rojo sangre, oro, amatista. Luego llegó la noche…

Me asomé a la ventana de Angustias, en camisón. Vi el cielo enrojecido en varios puntos por el resplandor de las llamas. La misma calle de Aribau ardió en gritos durante mucho tiempo, pues se encendieron dos o tres hogueras en distintos cruces con otras calles. Un rato después, los muchachos saltaron sobre las brasas, con los ojos inyectados por el calor, las chispas y la magia clara del fuego, para oír el nombre de su amada gritado por las cenizas. (pp. 200-203).

La familiaridad y la armonía de las paredes de piedra y de la belleza antigua son reemplazadas por la exaltación de una celebración pagana llena de fuego y gritos. Y existe aún una zona específica de Barcelona que reúne todo lo infernal y, por tanto, lo grotesco en su acepción romántica, moderna o esencialmente negativa: si atendemos a la dualidad barcelonesa que señalábamos en apartados anteriores, aquello “que no encaja” con el modelo ideal toma forma en otro de los barrios arquetípicos de Barcelona, el Raval o Barrio Chino en el distrito quinto. De acuerdo con la lectura de Carme Riera (2012), los bajos fondos barceloneses han llegado a convertirse en una referencia internacional de la ciudad catalana, en tanto la recurrencia de los estereotipos del Barrio Chino —especialmente de la prostitución y el juego— en distintas

expresiones artísticas como la literatura y el cine han contribuido a que la imagen de Barcelona “para exportación” quede ligada al “malditismo” y a lo infernal.

El Barrio Chino es presentado ante Andrea como un espacio tabú en tanto, para Angustias, en él confluyen todos los peligros y las tentaciones propias de una Barcelona infernal. El peligro y el miedo, a “lo otro” y a “los otros”, determina que el trayecto posible para Angustias se aleje necesariamente del Barrio Chino, mientras que para Andrea se convierte en una forma de aventura: supone que desde allí podría experimentar la belleza de Barcelona que desaparece cuando la recorre del brazo de su tía. Y es este enlace entre lo placentero y lo extraño el que nos permitirá hablar de un espacio dionisíaco, vinculándolo junto con Nietzsche al efecto de la embriaguez:

Si a este horror se le añade ese transporte de éxtasis que se eleva de lo más profundo del hombre, e incluso de la naturaleza misma, comenzamos entonces a vislumbrar en qué consiste lo dionisíaco, lo que será todavía más claro a la luz de la analogía de la embriaguez. Gracias al poder de la bebida narcótica…, se despierta esta exaltación dionisíaca, que arrastra en su ímpetu todo lo subjetivo, hasta sumergirlo en un completo olvido de sí mismo. (Nietzsche, 2013, p. 34).

Analicémoslo con detenimiento. El contacto de Andrea con el Barrio Chino se produce cuando su abuela le implora que siga a Juan y evite una probable violencia física sobre Gloria. Nuevamente, la narradora enumera calles, edificios y plazas de un modo esquemático y conciso, casi como si en verdad se propusiera trazar un mapa que un futuro lector pudiese seguir. Sin embargo, mientras que en la descripción del paisaje apolíneo de la Bonanova o el barrio Gótico se añadían adjetivos vinculados con la luz y la fragancia, a medida que Juan y Andrea se adentran en el Raval la luz deja paso a las sombras, el orden al caos y las certezas a la confusión propia de una pesadilla. Desde la Ronda de San Antonio, pasando por la Plaza de la Universidad y la calle de Tellers, hacia las Ramblas, la calle de Ramalleras y el mercado de San José, “los faroles parecían más mortecinos y el pavimento era malo” (p. 173), las calles, en general, se vuelven estrechas y tortuosas, y se concretizan en “una de aquellas callejuelas oscuras y fétidas que abren allí sus bocas” (p. 176) o “una calleja negra, completamente silenciosa” (p. 176). “El recorrido que hacíamos parecía no tener fin” (p. 173) y los sonidos habituales son reemplazados por “algunos chillidos, que parecían brotados de la tierra” (p. 176). En consecuencia, el modo en que la protagonista atraviese este espacio será plenamente opuesto al deleite ocioso de la flâneuse; en lugar de animarla a observar, el paisaje del Barrio Chino envuelve a Andrea en sombras y la impulsa a bajar o apartar la mirada.

El diferente estado de ánimo que provoca el Barrio Chino en comparación con la Barcelona idílica/apolínea no solo se evidencia en la disparidad del paisaje, sino también a través de una oposición entre la lógica y el azar o, dicho en otros términos, entre un trayecto consciente y otro inconsciente. En el primer caso, Andrea acude a la Catedral movida por una “incontrolable sed de belleza”, lo cual implica que decide aprovechar su recién adquirida libertad para la observación — propia de una flâneuse— para satisfacer un deseo concreto e individual. En el segundo caso, Andrea sostiene:

Yo no tenía idea de dónde quería ir él, ni casi me importaba. Se me estaba metiendo en la cabeza la obsesión de seguirle y esta idea me tenía cogida de tal modo que ni siquiera sabía ya para qué. (p. 174)

Como ocurre en el estado de embriaguez dionisíaco, Andrea sacrifica su subjetividad y se encamina hacia el olvido de sí misma, dejando la decisión respecto de su trayecto en manos ajenas

hasta un punto tal que “luego me enteré de que podíamos haber hecho un camino dos veces más corto” (p. 174). En el Barrio Chino, aquello que frente a la Catedral era armonía estilizada en formas casi vegetales se transforma en una música que desarmoniza, en tanto aturde y “sale de todas partes”, sin seguir un patrón; la profunda paz que penetra como hechizo en la protagonista es aquí desesperación; la imponente claridad que derramaba la arquitectura gótica contrasta con la apariencia “chillona” de los carteles y las luces del Raval; un tiempo lento y acompasado al ruedo tranquilo de una noche brillante se ve reemplazado por una persecución infernal.

Pero quizá el mayor contraste entre la Barcelona apolínea y la dionisíaca sea el violento choque entre la soledad que nuestra flâneuse anhela y una masa desconocida e incontrolable. Frente a la Catedral, y aunque interrumpido por las apariciones sucesivas del supuesto mendigo y de Gerardo, el deleite de Andrea se produce en soledad, es un goce individual y similar por tanto al conocimiento íntimo del luminoso mundo de los dioses que para Nietzsche se alcanza mediante el sueño apolíneo. En el Barrio Chino, incluso aunque Andrea solo desea conectarse con una sola persona, el tío al que persigue, una ola humana la empuja hasta obligarla a cambiar de trayectoria. El valor positivo que se le había otorgado a la multitud en la estación de tren, nacido únicamente del contraste que representaba respecto de la opresión del pueblo, adquiere ahora un nuevo carácter problemático, porque frena a Andrea en la consecución de sus objetivos.

El paso de la protagonista por el Barrio Chino remite a la imagen del carnaval de las fiestas dionisíacas, que se retoma, de acuerdo con Bajtín, en la cultura popular de la Edad Media:

Durante el carnaval, no hay otra vida que la del carnaval. Es imposible escapar, porque el carnaval no tiene ninguna frontera espacial. En el curso de la fiesta sólo puede vivirse de acuerdo a sus leyes, es decir, de acuerdo a las leyes de la libertad. (Bajtín, 2003, p. 9).

En el Raval, Andrea entrará en contacto forzoso con un submundo habitado por los marginados de la sociedad, como las prostitutas y los travestis; en tanto, como vimos, las autoridades — conservadoras, burguesas y “bienpensantes”— han dejado de lado a estos sujetos en el afán de ignorar su existencia, encarnan una forma de libertad hasta el momento desconocida para Andrea: el brillo, las mejillas sonrosadas y el baile son formas de libertad interna y externa (para la mente, para el cuerpo y para el espacio) a las cuales Andrea no habría podido acceder si hubiese respetado el imaginario urbano impuesto por Angustias o hubiese continuado obnubilada como estaba por el sueño apolíneo. Lo que nuestra protagonista siente cuando ingresa en el Barrio Chino se corresponde en gran medida con la impresión que Yvan Lissorges, en “los espacios urbanos de la miseria en algunas novelas del Siglo XIX. Una estética de la verdad”, descubre en el contacto de quienes no pertenecen a ellas con el mundo de las clases bajas: “Para los que vienen de afuera y se asoman a aquellos espacios, todos los sentidos están agredidos por lo que se ve, lo que se oye, lo que se toca, lo que se huele” (Lissorges, 2012, p. 100). Esta libertad es imprevista para una Andrea acostumbrada a operar como mera espectadora de la vida, es un doble infierno, literal y metafórico.

La ciudad moderna, el mundo ambivalente

El análisis propuesto hasta el momento nos ha presentado a Andrea como una paseante, una flanêuse que en sus trayectos por la ciudad ha logrado observar dos caras de Barcelona, la apolínea del barrio Gótico y la dionisíaca del Raval. Tal como comprobamos, ambas experiencias contribuyeron al quiebre definitivo respecto del imaginario urbano impuesto por Angustias, permitiéndole a nuestra flâneuse iniciar con la capital catalana un vínculo sentimental nuevo: libre

de los recorridos preestablecidos por la autoridad familiar y, a su vez, libre del peso de los recuerdos de la niñez, que insistieron en una imagen idílica de Barcelona hasta que esta resultó insostenible. Sin embargo, y pese a que ambos recorridos supusieron un cambio profundo en la percepción de la protagonista sobre la ciudad, hay aún otra experiencia que condensa y resume el impacto de la gran ciudad sobre la chica de pueblo, y que, de acuerdo con nuestra hipótesis, la acerca a la comprensión de la ciudad moderna. Comencemos transcribiendo el inicio de la escena:

El aire de fuera resultaba ardoroso. Me quedé sin saber qué hacer con la larga calle Muntaner bajando en declive delante de mí. Arriba, el cielo, casi negro de azul, se estaba volviendo pesado, amenazador aún, sin una nube. Había algo aterrador en la magnificencia clásica de aquel cielo aplastado sobre la calle silenciosa. Algo que me hacía sentirme pequeña y apretada entre fuerzas cósmicas como el héroe de una tragedia griega.

Parecía ahogarme tanta luz, tanta sed abrasadora de asfalto y piedras. Estaba caminando como si recorriera el propio camino de mi vida, desierto. Mirando las sombras de las gentes que a mi lado se escapaban sin poder asirlas. Abocando en cada instante, irremediablemente, en la soledad. (pp. 223-224).

Ese cielo pesado, amenazador y aplastado es el marco para la huida de Andrea de la fiesta de Pons, en una escena sumamente simbólica: la protagonista se descubre “dentro” de la calle Muntaner pero “fuera” de la fiesta de la alta sociedad, un mundo para siempre definido como inapropiable. Un estado de ánimo lúgubre se ve espejado en un paisaje urbano opresor, que ejerce violencia sobre el sujeto en conflicto, y es la tercera y última experiencia que le permite a Andrea comprobar la desigualdad de fuerzas entre su individualidad y la ciudad de Barcelona, abandonada ya la memoria de este espacio como alegre y expansivo: en el barrio Gótico, Andrea comprobó que ningún ensueño apolíneo solventado por la belleza de la arquitectura podía ocultar la mendicidad ni la violencia imperantes en la España de posguerra; en el Raval, experimentó el choque entre los propios deseos y la fuerza de la masa humana capaz de desviarla de su recorrido; aquí, comprueba que es la naturaleza misma de la ciudad —el cielo—, tal como se enlaza con la urbe —la luz, el asfalto y las piedras—, lo que la empequeñece y la aprieta. Barcelona es ya una gran ciudad, y Andrea no podrá encontrar en ella espacios físicos que le representen un refugio con la misma facilidad que en su recuerdo, con cuartos llenos de familiares que le daban golosinas. Ahora, todo es un desierto.

Sin embargo, es solo gracias al marco de oscuridad que le ofrecerá la calle urbana cosmopolita y neutral que podrá ofrecernos una de las únicas expresiones visibles de su frustración a través del llanto: “Estuve mucho rato llorando, allí, en la intimidad que me proporcionaba la indiferencia de la calle, y así me pareció que lentamente mi alma quedaba lavada” (p. 224). Carmen Martín Gaite lee en esta escena la función catártica que asume la calle para los individuos desarraigados, aquellos carentes de un espacio cerrado o familiar en el que puedan alcanzar un nivel de intimidad equivalente al que les ofrece el anonimato de la vía pública. De acuerdo con la teoría de George Simmel, el carácter sumamente impersonal de la estructura social de la vida metropolitana, en donde todas las interacciones están supeditadas a un cálculo de ganancias y beneficios afín al mundo del dinero, ha promovido como contraparte un grado muy alto de subjetividad personal: frente a lo efímero de las relaciones mediadas por la urbe, el sujeto tiende a desconfiar y a desarrollar una actitud de reserva. La calle le permite a Andrea lograr lo que ha intentado sin éxito en su casa, esto es, pasar inadvertida, fundirse con el paisaje y así alcanzar la posición ideal para la flânerie.

Pero la “indiferencia de la calle” opera todavía un cambio más en nuestra protagonista, en tanto le permite desdramatizar el estado de angustia permanente en el que vivía hasta entonces:

En realidad, mi pena de chiquilla desilusionada no merecía tanto aparato. Había leído rápidamente una hoja de mi vida que no valía la pena de recordar más. A mi lado, dolores más grandes me habían dejado indiferente hasta la burla. (p. 224).

Si la leyésemos desde la perspectiva de Simmel, sería este el momento de Nada en que Andrea entra en contacto con Barcelona como ciudad moderna, en tanto responde a ella con la personalidad indiferente y reservada que Simmel reconoce en el urbanita y reemplaza sus respuestas puramente emocionales frente al espacio —propias de la vida en pueblos y ciudades pequeñas— por una vida psíquica de marcado carácter intelectualista. Para Simmel, el “tipo metropolitano de hombre” será aquel que reaccione con el intelecto a la intensificación de estímulos nerviosos que impone la vida en la urbe, en tanto

desarrolla una especie de órgano protector que lo protege contra aquellas corrientes y discrepancias de su medio que amenazan con desubicarlo; en vez de actuar con el corazón, lo hace con el entendimiento… Estas capacidades intelectuales propias de la vida metropolitana, desde esta perspectiva, se ven como una forma de preservar la vida subjetiva ante el poder avasallador de la vida urbana. (Simmel, 2005, p. 2).

De acuerdo con nuestra hipótesis, entonces, Andrea finalmente descubre la Barcelona moderna porque, en primer lugar, la experimenta como lo haría un sujeto acorde al “tipo metropolitano”, es decir, desde una mirada crítica que suspenda —al menos de momento— las crisis emocionales y proteja su interioridad frente a los constantes estímulos de un medio asfixiante. Cuando Andrea toma conciencia de su carácter de “chica rara”, cuando asume que sus intereses no coinciden con los de sus familiares o compañeros, descubre que los rasgos distintivos de su personalidad no tienen por qué ser siempre motivo de conflicto en sus relaciones interpersonales, sino también origen de la atracción que suscita en otros, como en su amiga Ena.

Ahora bien, ni siquiera los eventos decisivos de Nada logran convertir la trayectoria de Andrea en un recorrido cerrado: ninguno constituye una verdadera meta, porque la vida seguirá y la hará desplazarse hasta otro punto, “enmarcará su cuerpo en otro decorado”. Para Baudelaire, el carácter mismo de la modernidad está asociado a una belleza pasajera y fugaz, por naturaleza contraria a su estatización en una única imagen, que se vuelve especialmente visible en el conflicto, en las situaciones de la vida cotidiana en que el sujeto moderno se ve obligado a ser heroico, pese a que, como en el caso de Andrea, nada esté más alejado de sus intereses. En correspondencia, Berman afirma:

Para que la gente, cualquiera sea su clase, pueda sobrevivir en la sociedad moderna, su personalidad deberá adoptar la forma fluida y abierta de esta sociedad. Los hombres y las mujeres modernos deben aprender a anhelar el cambio: no solamente estar abiertos a cambios en su vida personal y social, sino pedirlos positivamente, buscarlos activamente y llevarlos a cabo. (Berman, 1988, p. 90).

Este es el segundo motivo que nos permite reconocer el contacto de Andrea con la ciudad moderna: en lugar de resignarse a la miseria de la casa de calle Aribau, se afirma en la esperanza de que la vida no dejará de desplazarla, de que ninguna de sus vivencias en Barcelona supone más que un cuadro instantáneo y posible de ser modificado. El espíritu nómada, entonces, es el modo en que Andrea responde a los rasgos evanescentes —para emplear terminología de Marx y Berman— de la vida moderna, el modo en que se prepara para recomenzar siempre un movimiento distinto. En su carrera por las calles de la ciudad luego del momento decisivo que vivió en Muntaner, descubre tanto elementos apolíneos —la solidez elegante de la Diagonal— como dionisíacos —los ojos amarillos o blancos que miran desde sus cuencas—, y no puede percibir ninguno de los dos como casos aislados respecto de su contraparte: constituyen la mezcla de vida de la calle Aribau. Frente a ella, no serán útiles el ensueño ciego de la contemplación apolínea ni el terror indefinido y absurdo del caos dionisíaco, sino la actitud crítica y abierta al cambio que proponía Berman. El carácter “dividido e irreconciliable” de la experiencia moderna determina que las aparentes contradicciones que pueblan nuestra cotidianeidad asuman, en conjunto, una función creadora, en tanto será siempre necesario destruir lo existente para producir algo nuevo. En este marco, Andrea descubre que ella es “un elemento más” del paisaje urbano, pequeño y perdido por momentos, pero inserto indefectiblemente en él.

Punto de partida: un nuevo viaje. Conclusiones

El año que Andrea compartió con sus familiares en la casa de la calle de Aribau le permitió, en primer lugar, reconsiderar los elementos integrantes de su imaginario urbano en torno de Barcelona. En un inicio, este imaginario solo estaba sostenido por el recuerdo infantil de veranos soñados en compañía de sus abuelos y sus tíos, tiempos de golosinas, multitud de gente y buenos tratos. Luego, el mapa mental de la ciudad debió ser un calco de la única trayectoria que Angustias definió como posible, aquella que deliberadamente esquivaba el Barrio Chino y la vida nocturna pese a que, al mismo tiempo, se esforzaba por remarcar otras “oscuridades” de Barcelona, en espacial las imágenes de la mendicidad y la reclusión de la mujer por parte de la sociedad patriarcal, conservadora y retrógrada. Con la ausencia de Angustias, finalmente, Andrea se ve obligada a reconocer que su imaginario urbano no puede depender por entero de recuerdos, pero tampoco sostenerse en la experiencia ajena: desplegando todas las posibilidades de su recién descubierta pasión por la flânerie, nuestra protagonista recorre y narra la ciudad en primera persona, añadiendo sus propias referencias al mapa de la urbe y alejándose de las imposiciones externas. En este sentido, coincidimos con Aileen Dever en “La novela gótica y paralelos en Nada de Carmen Laforet” (2007) y entendemos el paso de Andrea por la casa de la calle Aribau como un rito de pasaje, que la lleva desde la inocencia adolescente hacia la actitud crítica de la adulta, y que constituye solo una etapa en el proceso dinámico que define su espíritu nómada, ese que nos recuerda a la misma Laforet.

El viaje de aprendizaje de Andrea la ha conducido, como vimos, a descubrir que las dos imágenes opuestas y en apariencia contradictorias de Barcelona, aquellas que la convertían en un puro estereotipo, resultaban insuficientes para definir la experiencia urbana si se las consideraba de forma aislada. En primer lugar, la severidad y la armonía de la arquitectura gótica, pese a que ofrecían al espíritu exaltado de Andrea una paz imposible de hallar en el caos del hogar, se revelaron como un sueño apolíneo: si bien protegían a nuestra narradora al velar su mirada frente la cruda realidad de posguerra, eran incapaces de retrasar el encuentro indefinidamente; roto el ensueño, Andrea debió enfrentarse contra la mendicidad, el machismo y el miedo. En segundo lugar, el luminoso mundo del Raval, imaginado como un espacio de libertad infinita, resultó ser por

momentos una pesadilla grotesca digna de la embriaguez dionisíaca, un laberinto de olores y caras que solo aumentaban su sensación de no pertenencia. Por último, la casa familiar y la misma calle de Aribau resultaron ser imágenes incompletas de Barcelona, fundadas en el recuerdo de un pasado idílico que ya no podía conservarse como tal. Cuando reflexiona sobre la violencia de las transformaciones que sufrió el barrio que habitó durante los años de su niñez, el Bronx, Marshall Berman sostiene que ningún barrio es más que una etapa en el transcurso de la vida, y define la consecuente experiencia del desarraigo como una ironía trágica: “la escisión en las mentes y la herida en los corazones de los hombres y las mujeres modernos en movimiento… eran tan reales y profundos como los impulsos y sueños que nos hicieran marchar” (Berman, 1988, p. 345). Andrea sufre la pérdida del mundo tal como lo compartió con sus abuelos, cuando la casa familiar estaba recién estrenada y la misma calle de Aribau “empezaba a formarse”, a la luz de los “primeros tranvías”, “el olor a las ramas de los plátanos” y las “aceras húmedas de riego”. Ella sostiene que en aquel entonces el mundo “era optimista”, pero a la vez es plenamente consciente de que sus intereses al regresar al barrio de su infancia no se corresponden con los que ese espacio de bondad podía satisfacer; Barcelona es ahora una gran ciudad, una ciudad moderna en permanente transformación:

Había muchos solares aún, y quizás el olor a tierra trajera a mi abuela reminiscencias de algún jardín de otros sitios. Me la imaginé con ese mismo traje azul, con el mismo gracioso sombrero, entrando por primera vez en el piso vacío, que olía aún a pintura. «Me gustaría vivir aquí» —pensaría al ver a través de los cristales el descampado—, «es casi en las afueras, ¡tan tranquilo!, y esta casa es tan limpia, tan nueva…» Porque ellos vinieron a Barcelona con una ilusión opuesta a la que a mí me trajo: el descanso, en un trabajo seguro y metódico. Fue su puerto de refugio la ciudad que a mí se me antojaba como palanca de mi vida. (pp. 21-22).

Y, nuevamente desde la perspectiva de Berman, construir desarrolla la personalidad, pero habitar lo construido la confina: Andrea ha contribuido a que la dinámica familiar se “desatascara”, en tanto frustró las expectativas que su tío Román mantenía respecto a Ena y —podemos suponer— esto impactó sobre su decisión de suicidio, pero incluso aunque se rompa su inercia la casa de la calle de Aribau le sigue quedando chica.

La llegada a la estación de trenes, como analizamos al comienzo de nuestro ensayo, refuerza en la protagonista la esperanza de hallar en la masa humana de la gran ciudad un modo de liberarse a las limitaciones de la vida de pueblo, marcada por la vigilancia permanente de sus vecinos y por la censura de sus familiares; sin embargo, comprobamos en qué grado la dictadura ejercida por Angustias es aún peor. El viaje con el que concluye la novela da inicio a una estancia en Madrid de la que no conocemos detalles, pero que se ubica en la imaginación de Andrea como una vía de escape frente a la opresión de la casa familiar, como una oportunidad para acceder a un futuro acorde con sus intereses —crecimiento profesional, rechazo de la ataduras del matrimonio e independencia económica—, y como un modo de mantenerse cerca de su amiga Ena, la mayor ganancia obtenida de su paso por Barcelona; en comparación, la experiencia de la protagonista en territorio catalán no parece haber traído más que frustraciones y desengaños:

Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces. (p. 294).

Esta matización final de la narradora es el pie para nuestra reflexión final: “así lo creía”, pero, como se ha demostrado en múltiples ocasiones, las impresiones que Andrea tiene luego de un primer vistazo a los hechos suelen estar erradas o incompletas. Desde nuestra perspectiva, por el contrario, el viaje barcelonés supuso para Andrea un beneficio doble. En primer lugar, y pese a que ella los mencione como carencias, es gracias a su estancia en la casa familiar que Andrea pudo definir, por contraste, en qué consisten para ella “una vida plena”, “el interés profundo” o “el amor”: quizá no los obtuvo para sí, pero, después de reconocer su ausencia en las vidas claustrales y centrífugas de sus familiares, ahora sabe que los anhela.

En segundo lugar, y más importante aún, el paso por Barcelona define y legitima la posición de Andrea frente a la vida en su conjunto, aquella que la moverá desde ahora en adelante. Para Adriana Minardi, el desplazamiento de la protagonista a través de la ciudad catalana se vincula con la reconstrucción de la realidad socio-cultural de España que interesa a la literatura de posguerra, en la cual “el objeto principal se halla en la (re)significación del lugar que el individuo ocupa frente a una sociedad desarticulada, que debe buscar (y el concepto de búsqueda es clave) su campo de acción para poder reconstruir su identidad” (Minardi, 2005, párr. 8). En su búsqueda, Andrea descubre que su lugar frente a la sociedad no puede estar de acuerdo con los recorridos que la tradición y el conservadurismo de la España de posguerra le permiten seguir a una mujer, ni puede limitarse tampoco a los espacios que figurarían en un esquema de Barcelona pensado para turistas. El lugar de Andrea sólo puede hallarse en la ciudad íntima, autobiográfica, que descubre por sí misma como flâneuse, libre de imaginarios impuestos, “hasta tal punto que el paisaje urbano al hacerse paisaje interior puede describirse según una especie de memoria imaginativa” (Lissorges, 2012, p. 88). Por ello, podríamos poner en boca de Andrea las palabras con las que Laforet recuerda Barcelona, el “fantasma” que aparece ante sus ojos por “sugestión singular”:

Mis encuentros particularísimos con Barcelona no fueron con sus vivencias y tradiciones folklóricas o mercantiles, industriales, excursionistas o musicales… Los encuentros que yo anotaba eran mis descubrimientos en mis andanzas solitarias. Egolatría juvenil. Necesidad de sentirme duende invisible entre la vida y las piedras, deambulando por las Ramblas, llenas de luz, de gente, de flores y libros y pájaros. (Laforet, 1983, párr. 2).

Esta es la reflexión final de Andrea:

Me parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme. Una tremenda congoja fue para mí lo único real en aquellos momentos. (p. 224).

Su personalidad de espectadora, lejos de significar una limitación, define de acuerdo con nuestra lectura un modo de vincularse con el espacio de la ciudad y, por extensión, una posición desde la cual mirar el mundo y contarlo. Puede haberle parecido ruin en un primer impulso, pero este rol de flâneuse es el que dio origen al argumento mismo de Nada. Y si se extrapola este razonamiento al mundo exterior al texto, puede decirse que un relato en movimiento y sobre el movimiento como Nada encontró su origen en la errancia de la propia Laforet.

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Notas

1Una versión resumida y oral de estos planteos fue presentada como ponencia en el X Congreso Orbis Tertius, realizado en la ciudad de La Plata (Argentina) en mayo de 2019.

2La edición que se consultará a lo largo de todo el trabajo será: Laforet, C. (1987). Nada. Barcelona: Ediciones Destino.