Proust y anti-Proust.

Algunas consideraciones sobre la concepción del estilo en Marcel Proust y en Louis-

Ferdinand Céline

Francisco Salaris*

Resumen

Es ya un lugar común en la crítica referirse a la enorme antítesis entre dos de los mayores escritores franceses del siglo XX: Marcel Proust y Louis-Ferdinand Céline. Abundan los trabajos que contrastan sus poéticas y que buscan correspondencias entre sus obras, pero este artículo se ocupa de sus concepciones sobre el estilo, concepto cuya legitimidad en el ámbito académico suele ponerse en duda, pero que sin embargo es central en la teoría estética de ambos autores. Teniendo en cuenta algunos de los problemas teóricos en torno al estilo —su ambigua posición entre la originalidad individual y la repetición, su relación con la lengua y con la escritura, sus implicancias metafísicas—, el trabajo propone un contraste centrado en los problemas con la mímesis y en la construcción de genealogías literarias particulares, que definen no solo concepciones sobre el ejercicio artístico, sino también modos de intervención en los sistemas literarios.

Palabras clave: estilo, representación, tradición, técnica, visión

Proust y Anti-Proust.

Some considerations about the style conceptions of Marcel Proust and Louis-Ferdinand

Céline

Abstract

It is a commonplace in criticism to refer to the enormous antithesis between two of the greatest French writers of the 20th century: Marcel Proust and Louis-Ferdinand Céline. There are many works that contrast his poetics and that look for correspondences between his works, but this article deals with their conceptions about style, a concept whose legitimacy in the academic sphere is often questioned but which is nevertheless central to the aesthetic theory of both authors. Taking into account some of the theoretical problems around style - its ambiguous position between individual originality and repetition, its relationship with language and writing, its metaphysical implications -, the article proposes a contrast focused on the problems with the mimesis and on the construction of particular literary genealogies,

*Doctorando en Letras Modernas, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. franciscosalaris@gmail.com Recibido 23/02/2021 Aceptado 12/05/2021

which define not only conceptions about artistic practice but also modes of intervention in literary systems.

Key words: style, representation, tradition, technique, vision

Introducción

La expresión «anti-Proust» corresponde en realidad a Pascal A. Ifri (1996), quien la utiliza para parafrasear el inmenso abismo que, según muchos críticos, separa la obra de Louis- Ferdinand Céline de la de Marcel Proust. Como sugiere la cita de Robert que recupera Ifri unas líneas después, el abismo es voluntario, pues la operación de Céline consistiría en recuperar la tradición francesa —“la que va de Montaigne a Proust [celle qui mène de Montaigne à Proust]1” (Robert, en Ifri, 1996, p. 31)— para proponer un camino opuesto2. La idea es recurrente, y en general todos los textos críticos que se han ocupado de la relación entre los dos autores3 comienzan señalando siempre esta oposición. En este trabajo no me centraré en las diferencias estilísticas de cada autor ni en las relaciones que se pueden establecer entre sus obras4, sino específicamente en sus ideas en torno al estilo. Algunos puntos ya han sido esbozados por el mismo Pascal Ifri en el tercer capítulo de su obra (1996,

pp.29-49), pero recurre allí a algunas generalizaciones y a algunas interpretaciones equivocadas que intentaré explicar aquí. Tanto Proust como Céline conceden a la noción de estilo una enorme centralidad, declamada tanto en sus novelas como en sus ensayos, cartas y entrevistas. Sin embargo, aunque esa preponderancia tenga efecto en ambos casos en la construcción de una lengua particular —más adelante puntualizaré la expresión “lengua particular”, pero aquí debe entenderse como un conjunto de marcas más o menos propias, identificables—, lo cierto es que las divergencias que hay entre sus teorías del estilo mantienen el concepto en un terreno ambiguo que le es propio y que una y otra vez pone en jaque su utilización como término de la crítica literaria.

Antoine Compagnon ya analizó con mucho cuidado los problemas del estilo, un concepto que la teoría literaria de los años sesenta en adelante intentó disolver, pero que aparece una y otra vez instalado en el sentido común de los discursos sobre la literatura (Compagnon, 1998, pp. 195-231). Las reflexiones de Proust y Céline representan diferentes posiciones en ese campo de vaguedades, paradojas y diferencias estéticas. De hecho, Proust representa para Céline el viejo estilo academicista de la lengua francesa, profundamente alejado de la emoción de la palabra hablada; en esa crítica conviven entonces dos concepciones de estilo: una que se aplica a una tradición literaria y que por lo tanto supondría cierta normativa — implícita o explícita— y otra que constituye un acto único e individual de ruptura con la tradición. Este problema, que se debate entre formas identificables y formas no reconocibles/no reconocidas, es uno de los núcleos de una serie de artículos que Karl Heinz Bohrer publica en los años 2000, y que luego fueron recopilados en un libro titulado Großer Stil. Form und Formlosigkeit der Moderne (2007). Bohrer, defensor de la noción de estilo como elemento del discurso estético, propone un pasaje de la maniera —tal como la entendía Giorgio Vasari: la originalidad individual en el estilo del artista; la superación, por tanto, de

lo cotidiano/rutinario— al estilo —un gesto de expresión [Ausdrucksgebärde] que constituiría un ethos particular—5. La maniera no solo expresa [drückt aus] sino que también inventa [erfindet], por lo que su carencia de forma [Formlosigkeit] —es decir, la incompatibilidad con la norma, con las formas establecidas— también contribuye a la cristalización de un nuevo estilo. La noción de ethos es importante para Bohrer y lo ayuda a delimitar su idea de

estilo para separarlo de la “idea espiritual de estilo”, según la cual la expresión funcionaba como derivación inmediata del alma del artista (2007, p. 9)6. Y es que el estilo es antes que nada mostración de algo, “fenómeno antes que significado [Erscheinung vor der Bedeutung]”

(p. 10)7, y quizás en esa definición última sí puedan establecerse correspondencias entre la teoría estética de Proust y la de Céline.

La confusión entre estilo como sistema recurrente de una tradición y estilo como innovación individual le es funcional a Céline para sostener la defensa de su literatura —y de su persona— e incluso para mantener el aparato de marketing que monta en los años cincuenta, tras su regreso a Francia. En realidad, esta confusión comienza a ordenarse cuando Céline afirma que solo hay cuatro o cinco estilos por generación (1993, p. 85), lo que los vincula directamente con escritores o poéticas. La tradición contra la que reacciona —el “beau style” (Céline, 1983, p. 34), el academicismo, el esnobismo—, antes que estilo, podría denominarse langue, según la distinción que hace el primer Barthes en Le degré zéro de l’écriture: aquello que se ofrece en disposición horizontal, un campo de acción con límites que se pueden transgredir (Barthes, 2003). Lo que hace Céline es acercar y casi transparentar el estilo de los escritores que lo preceden con la langue, de tal manera que se crea un continuum más o menos homogéneo. De nuevo en términos de Barthes, la tradición francesa pre-Céline supondría una equivalencia peligrosa entre la langue y la écriture; las distinciones son mera apariencia y apenas redundan en una organización diferente de los elementos de la lengua. Como bien advirtió Compagnon, en el esquema tripartito de Barthes la écriture representaría el estilo tal como suele entendérselo, por lo que, queriéndolo o no, Barthes estaría resucitando bajo otros términos la retórica (Compagnon, 1998, pp. 206-208). Recurro a estas reflexiones teóricas (Bohrer, Barthes, Compagnon) para mostrar las complejidades del concepto de estilo y para intentar delimitar algunos de sus significados. Lo que constituye, quizás, el problema mayor, es trazar una línea divisoria entre la langue barthesiana y el ethos del estilo que propone Bohrer: ambas nociones presuponen un conjunto de aspectos reconocibles y que se articulan como marcas identitarias no de poéticas particulares, sino de tradiciones que han logrado instituirse. La diferencia radica en que la langue ofrece una disponibilidad, se presenta como una oferta, como una suerte de mercado al que se puede recurrir, mientras que el Stil puede entenderse como la recompensa luego de una victoria: la maniera individual supera su epifanía disruptiva y se instala como un carácter identificable, propio, pero a la vez trasladable. La ambigüedad con la que Céline plantea este problema se abordará con más profundidad a lo largo de este trabajo, pero de cualquier manera es un síntoma de la complejidad del concepto de estilo en el terreno estético. La écriture, en cambio —el “estilo” de Barthes según Compagnon—, no se interroga por la reconocibilidad o por el alcance de una forma particular de escribir, sino que supone un intermedio volcado hacia la intimidad del escritor: son las elecciones —la palabra resuena en las definiciones más clásicas del estilo— pero también el destino que llevan a la concreción de la literatura —y, eventualmente, también a su muerte—. Estas dos problemáticas dan forma al eje producción/recepción de la obra, pero también lo interpelan y lo deconstruyen.

En este artículo trabajaré con esos puntales teóricos para echar luz sobre las ideas de Proust y de Céline en torno al estilo y su relación con el proceso de escritura. Para ello, me serviré de dos grandes bloques de análisis: la representación y los problemas en torno a la mímesis, y la construcción de una tradición literaria particular.

Estilo y representación

Las reflexiones de Proust sobre el estilo aparecen a lo largo de toda la Recherche (especialmente en las páginas de Le temps retrouvé en las que se explica su teoría estética) y también en los textos ensayísticos (como Contre Sainte-Beuve, “A propos du ‘style’ de Flaubert”, etc.) y en su correspondencia8. Y es que allí se subsume para Proust no solo el potencial del artista, sino también un proceso de aprendizaje que podría resumirse bajo la fórmula del aprender a ver, central también en la estética alemana desde Goethe a Rilke.

La postulación del estilo como el elemento fundante de la praxis literaria le permite a Proust posicionarse frente a los problemas de la mímesis y, en términos más acotados, de la estética realista que dominaba la literatura francesa desde la primera mitad del siglo XIX y que los movimientos de fin de siglo ya habían comenzado a impugnar. Su repudio del realismo representacional tiene su base en un sistema filosófico-estético idealista (Cfr. Henry, 1983) que considera que la superficie de las cosas oculta la verdadera realidad, una realidad íntima que solo el artista puede hacer surgir cuando se le revela la clave de su obra. Jean Milly, en su exhaustivo estudio sobre el estilo en Proust, se detiene ampliamente en este carácter ambiguo de la realidad —incluso desde un punto de vista léxico: ¿por qué se usa la misma palabra para decir cosas distintas?—, que considera voluntario: “esta ambigüedad no resuelta significa que la realidad interior extrae su origen, su autenticidad y su fuerza del dato concreto [cette ambiguïté non résolue signifie que la réalité intérieure tire son origine, son authenticité et sa forcé du donné concret]” (Milly, 1990, p. 42)9. Realidad íntima, revelación o descubrimiento, y traducción: quizás esos sean los conceptos claves de la estética proustiana, los que dan origen a la gran obra. La materia prima, entonces, no son los hechos concretos —las descripciones sucesivas del realismo de Balzac— sino las impresiones, el acercamiento intuitivo a las cosas. Es a partir de ellas que puede descifrarse el “livre intérieur de signes inconnus”:

Ese libro, el más difícil de descifrar de todos, es también el único que nos ha dictado la realidad, el único cuya «impresión» en nosotros había sido obra de la realidad misma… Las ideas formadas por la inteligencia pura sólo tienen una verdad lógica, una verdad posible, su elección es arbitraria. El libro con caracteres figurados, no trazados por nosotros, es nuestro único libro. No es que las ideas que concibamos no puedan ser atinadas lógicamente, pero no sabemos si son verdaderas. Sólo la impresión, por endeble que parezca su materia, por inaprensible su huella, es un criterio de verdad y, por esa razón, es la única que merece ser aprehendida por el entendimiento. (Proust, 2010, p. 204).

[Ce livre, le plus pénible de nous à déchiffrer, est aussi le seul que nous ait dicté la réalité, le seul dont l’«impression» ait été faite en nous par la réalité même… Les idées formées par l’intelligence pure n’ont qu’une vérité logique, une vérité possible, leur élection est arbitraire. Les livre aux caractères figurés, non tracés par nous, est notre seul livre. Non que ces idées que nous formons ne puissent être justes logiquement, mais nous ne savons pas si elles sont vraies. Seule l’impression, si chétive qu’en semble la matière, si insaisissable la trace, est un critérium de vérité, et à cause de cela mérite seule d’être appréhendée par l’esprit. (Proust, 1987-89, IV, p. 458)].

El pasaje reúne un conjunto de términos típicos del primer romanticismo alemán, pero también del neoclasicismo que pretendía encontrar las leyes naturales que regían el funcionamiento de la naturaleza10. De hecho, una página después el narrador agrega:

Yo ya había llegado a esa conclusión de que en modo alguno somos libres ante la obra de arte, de que no la hacemos voluntariamente, sino que, por preexistir respecto de nosotros, debemos —a la vez porque es necesaria y oculta y como haríamos con una ley de la naturaleza— descubrirla. (Proust, 2010, p. 205).11

[J’étais déjà arrivé à cette conclusion que nous ne sommes nullement libres devant l’œuvre d’art, que nous ne la faisons pas à notre gré, mais que préexistant à nous, nous devons, à la fois parce qu’elle est nécessaire et cachée, et comme nous ferions pour une autre loi de la nature, la découvrir. (Proust, 1987-89, IV, p. 459)].

La ausencia de libertad, que vuelca al artista hacia un estilo ya prefigurado en su propio interior y en el de las cosas12, sitúa a Proust en una posición paradójica con respecto a la tradicional definición del estilo como la elección voluntaria de un escritor para desviarse de la norma. La distinción entre visión y técnica, condensada en la famosa definición de estilo en Le temps retrouvé, constituye uno de los puntos nodales de la confrontación entre Proust y Céline, aunque Ifri la pase por alto. Supone, en términos generales, el proceso de profesionalización del escritor y el consecuente pasaje desde un plano interior que privilegia la subjetividad y la figura del genio creador hacia un plano exterior, donde el trabajo se sirve de la técnica para la construcción del dispositivo literario. Y es que, como ya han observado numerosos críticos, la teoría estética de Proust pertenece al siglo XIX y podría vincularse con una suerte de tardorromanticismo. El molde del Bildungsroman se transfigura para dar lugar a la creación artística como meta fundamental del conocimiento de sí mismo; la Recherche es, y a la vez se constituye, mediante, un aprendizaje ajeno al ejercicio de perfeccionamiento que exige la técnica. Para decirlo en términos semióticos con Deleuze (1998): la Recherche es el récit d’un apprentissage que recién se verá coronado cuando se hayan interpretado los signos de la mundanidad, del amor, los signos sensibles y, especialmente, los signos del arte.

El léxico “teórico” de Céline —es decir, aquel que predomina en sus reflexiones estéticas: en las Entretiens avec le professeur Y, en algunas cartas, en los ensayos y en las notas— está, en cambio, repleto de términos propios del mundo moderno e industrial. Trabajo, técnica, metro, crawl: todo eso conforma, a veces de manera descriptiva y otras figurada, pero siempre combativa, el dispositivo celiniano que sostendrá su “révolution du style” (Céline, 1989, p. 150) revolución, otro término moderno—. Fiel representante y a la vez fiel crítico de la pequeña burguesía, Céline vinculará la tradicional lengua escrita francesa con la holgazanería de la aristocracia que no tiene más que echar mano de lo que ya está construido; él, como los impresionistas, deben someterse a un trabajo inmenso para intentar sacar las frases de sus goznes13: “Esto demanda muchísimo trabajo, y las personas no son trabajadoras, no viven para trabajar, viven para gozar de la vida, y eso no permite hacer mucho trabajo. Los impresionistas eran grandes trabajadores. Sin trabajo no hay mucho para hacer [Ça demande énormément du travail, et les gens ne sont pas travailleurs, ils ne vivent pas pour travailler, ils vivent pour jouir de la vie, alors ça ne permet pas beaucoup de travail. Les impressionnistes étaient de très gros travailleurs. Sans travail, il n’y a pas grand-chose à faire]” (Céline, 1987, p. 65).

Las menciones a los impresionistas son constantes, y por lo general sirven de contrapunto a otras formas de representación más directas como el cine. El cine representa la transcripción inmediata y mecánica del lenguaje escrito de la tradición, con el agregado de que permite el movimiento y la simultaneidad; por eso, dice Céline en los Entretiens, los grandes novelistas ganarían mucho si vendieran sus obras al cine, ya que “sus novelas no son más que guiones, más o menos comerciales, en busca de un cineasta [leur romans ne sont plus que des scénarios, plus ou moins commerciaux, en mal de cinéastes]” (Céline, 2011, p. 35). Lo único que puede hacer frente a la antropofagia del cine es recuperar la lengua hablada en el seno de la lengua escrita, tal es el gran desafío. En realidad, Céline es plenamente consciente de que la lengua hablada no puede trasladarse inmediatamente a la escritura, una operación que, de ser llevada a cabo con grabadores —como sugiere el profesor Y—, mecanizaría el proceso. El objetivo, por tanto, es crear una nueva lengua que haga las veces

de la lengua hablada —en la misma diatriba contra el cine de los Entretiens, Céline se corrige con gran astucia: “el lenguaje hablado… ¡el recuerdo del lenguaje hablado! [le langage parlé… le souvenir du langage parlé!]” (p. 37)— para recuperar así la emoción, el pequeño invento que él presenta como la clave de su estilo. Es decir que para Céline, a diferencia de Proust, sí hay un más allá del lenguaje, no vinculado con la representación decimonónica ni con el engagement sartreano, sino con lo emotivo, con lo nervioso. La búsqueda vitalista de Céline —que incluso, según algunos autores, estaría en el seno de sus ideas y de su actuación antisemitas (Cfr. Meffre, 2012)— parece romper la consabida intransitividad del arte, escalonada en la tríada Flaubert-Mallarmé-Proust.

Como advierte Anne Henry (1994), en Céline no se intenta definir el estatus del artista en el interior de la obra misma, como sí ocurre con Proust14. Y es que “el artista de los tiempos modernos debe excusarse por todo: la escritura tiene un origen patológico, involuntario — ¿irresponsable?— y, por otra parte, solo traduce, reavivado por la fiebre, lo que fue vivido en otro momento [l’artiste des temps modernes doit s’excuser pour tout : l’écriture a une origine pathologique, involontaire —irresponsable?— et d’autre part elle ne fait que traduire ce qui a été vécu autrefois, ravivé par la fièvre]” (p. 100). Henry postula la enfermedad —el delirio— y la experiencia como causas de la escritura de Céline, que no cultiva en su interior un germen previo de artista, sino que percibe la literatura como una necesidad de fijar su experiencia y, también, de ganar dinero15. De allí que suela discutirse el carácter de crónica que adquieren los textos de Céline, particularmente los que publica tras su retorno a Francia (Cfr. Noble, 1987; Henry, 1994). Por supuesto que la vinculación entre la escritura de Proust y la enfermedad es también un tema de amplísima tradición crítica, pero allí no se trata de un síntoma de la historia, como sí queda claro en las obras de Céline16.

En ambos casos, entonces, el problema de la representación está en el centro de las preocupaciones estéticas, aunque con matices particulares. El rol antivitalista que para Céline representa el cine —un aparato que mecaniza e industrializa las experiencias—, en algunos pasajes de la Recherche aparece ocupado por la fotografía. En la primera parte de Du côte de chez Swann, el narrador refiere el desdén que sentía su abuela por las cosas útiles, aquellas que no poseían el espesor del arte. A continuación, habla de la fotografía:

Le habría gustado que tuviera yo en mi cuarto fotografías de los monumentos o los paisajes más hermosos, pero en el momento de adquirirlas —y aunque la cosa representada tuviese un valor estético— le parecía que la vulgaridad, la utilidad, recuperaban demasiado pronto su lugar en el modo mecánico de representación: la fotografía. Intentaba usar ardides y —ya que no eliminar enteramente la trivialidad comercial— al menos reducirla, substituirla aún, en la medida de lo posible, por el arte, introducir en ella como «capas» de arte: en lugar de fotografías de la catedral de Chartres, de las fuentes de Saint-Cloud, del Vesubio, se informaba por Swann de si algún gran pintor los había representado y prefería regalarme reproducciones de la catedral de Chartres por Corot, de las fuentes de Saint-Cloud de Hubert Robert, del Vesubio de Turner, lo que representaba un grado artístico superior. (Proust, 2007, pp. 47- 48).

[Elle eût aimé que j’eusse dans ma chambre des photographies des monuments ou des paysages les plus beaux. Mais au moment d’en faire l’emplette, et bien que la chose représentée eût une valeur esthétique, elle trouvait que la vulgarité, l’utilité reprenaient trop vite leur place dans le mode mécanique de la représentation, la photographie. Elle essayait de ruser et, sinon d’éliminer entièrement la banalité commerciale, du moins de la réduire, d’y substituer,

pour la plus grande partie, de l’art encore, d’y introduire comme plusieurs «épaisseurs» d’art : au lieu de photographies de la Cathédrale de Chartres, des Grandes Eaux de Saint-Cloud, du Vésuve, elle se renseignait auprès de Swann si quelque grand peintre ne les avait pas représentés, et préférait me donner des photographies de la Cathédrale de Chartres par Corot, des Grandes Eaux de Saint-Cloud par Hubert Robert, du Vésuve par Turner, ce qui faisait un degré d’art de plus. (Proust, 1987-89, I, pp. 39-40)].

Como el cine luego, la fotografía vehiculiza una representación tan directa que inserta al objeto en el proceso de mercantilización. La salvaguarda de Proust consiste en la pátina artística, que mientras más espesor posea, más logra disimular la vulgaridad de lo útil, de la mercancía. Con esto se vincula la estética de la surimpression que marca Genette (1966) como una de las características fundamentales de su obra, al punto tal que esta puede leerse como un palimpsesto. Céline probablemente desecharía la expresión “capas de arte” — épaisseurs d’art—, más cercana al gran estilo de la prosa francesa que a su pequeño invento. Y es que el vocabulario esteticista, que Proust hereda en buena medida del decadentismo, tiene poca cabida en el universo celiniano: el arte también atenta contra la lengua hablada —y por tanto contra la emoción—, aunque bien sabe Céline que la lengua hablada es un producto artístico.

Entender la lengua como producto es clave en el caso de Céline porque permite diferenciarla del estilo. El estilo hace referencia al proceso creador y por eso —sobre todo en los Entretiens— aparece bajo las fórmulas de “pequeño invento” o de “pequeña técnica”. La lengua es en cambio o bien el detonante (la langue parlée) o bien la cristalización del estilo. La lengua está más acá o más allá, pero se diferencia de la noción de langue del Barthes temprano porque no es necesariamente algo dado: se puede inventar, y la obra de Céline es precisamente la prueba de ello. Una vez creada, sin embargo, establece límites y se ofrece al uso —al uso artístico o social, e incluso al abuso—. Pero lo interesante es que Céline es plenamente consciente de la caducidad de la lengua: toda lengua debe morir, solo que la suya al menos habrá vivido una vez. Así lo expresa en una carta temprana a André Rousseaux, del

24 de mayo de 1936:

¿Que por qué pido tantos préstamos a la lengua, a la jerga, a la sintaxis del argot? ¿que por qué yo mismo le doy forma, si tal es mi necesidad del instante? Porque usted ya lo dijo, esta lengua muere rápido. Por lo tanto ha vivido, hace vrr cuando la uso. Capital superioridad por sobre la lengua supuestamente pura, bien francesa, refinada, pero SIEMPRE MUERTA, muerta desde el comienzo, muerta desde Voltaire, cadáver, dead as a door nail. Todo el mundo lo nota, pero nadie lo dice, nadie se atreve a decirlo. Una lengua es como cualquier cosa, MUERE TODO EL TIEMPO, DEBE MORIR. Hay que resignarse, la lengua de las novelas habituales está muerta, sintaxis muerta, todo muerto. Las mías también morirán, muy pronto sin duda, pero habrán tenido una pequeña superioridad por sobre tantas otras: durante un año, un mes, un día, habrán VIVIDO [Pourquoi je fais tant d’emprunts à la langue, au «jargon», à la syntaxe argotique, pourquoi je la forme moi-même si tel est mon besoin de l’instant ? Parce que vous l’avez dit, elle meurt vite cette langue. Donc elle a vécu, elle Vrr tant que je l’employe. Capitale supériorité sur la langue dite pure, bien française, raffinée, elle TOUJOURS MORTE, morte dès le début, morte depuis Voltaire, cadavre, dead as a door nail. Tout le monde le sent, personne ne le dit, n’ose le dire. Une langue c’est comme le reste, ÇA MEURT TOUT LE TEMPS, ÇA DOIT MOURIR. Il faut s’y

résigner, la langue des romans habituels est morte, syntaxe morte, tout mort. Les miens mourront aussi, bientôt sans doute mais ils auront eu la petite supériorité sur tant d’autres, ils auront pendant un an, un mois, un jour, VÉCU]. (Céline, 1987, p. 54-55).

En primer lugar convendría señalar que Céline se refiere a “sus lenguas”, en plural, lo que complejiza aún más la distinción con respecto al estilo —que, en principio, podrían ser numerosos incluso dentro de la obra de un mismo autor—. Pero lo fundamental del pasaje citado es la concepción de la lengua como un organismo vivo que va a morir, algo que recuerda mucho, esta vez del lado de Céline, al decadentismo. Los procedimientos son distintos —la ampulosidad retórica de la literatura decadente escapa a Céline y está, quizás, más cerca de Proust, más allá de los vaivenes que puedan establecerse (Cfr. Compagnon, 1989; Schmid, 2008)17—, pero en ambos casos ronda la idea de una lengua efímera, que envejecerá pronto y mal: así lo indica, entre tantos otros, Paul Bourget en su teoría de la decadencia18. La lengua de Céline, tan opuesta a la de Huysmans o Lorrain, se ve, sin embargo, expuesta a la misma corrupción del tiempo; ambas son objetos frágiles que se deshacen en las manos, pero parecen vivir al menos durante el momento de la lectura, de su pronunciación. A pesar de todo, puede intuirse en la afirmación vitalista de Céline (“Les miens… auront… VÉCU”) una sombra de lo eterno, de aquello que no está destinado a perecer justamente porque forma parte de otro plano, porque está siempre en proceso y nunca concluye: el estilo pareciera ser para Céline no una forma, sino más bien una máquina de formas. Es en un plano incluso previo al del artificio estético que el estilo puede pensarse — contrariamente a la lengua, su producto— como inmortal. Nuevamente ambos conceptos se diferencian, esta vez desde un doble punto de vista temporal: el tiempo de su supervivencia y el tiempo —o el momento, o la posición— de uno con respecto al otro.

En esta eternidad del estilo hay un punto de acercamiento entre Proust y Céline, más allá de la diferencia etiológica —en Proust se descubre, en Céline se inventa— y de su organicidad —una determinada visión adquirida de la propia vida en Proust, una técnica producto del trabajo en Céline—. El problema de la representación, que aparece en los escritos de ambos autores cada vez que se reflexiona sobre la praxis literaria, no tiene sin embargo el mismo peso en cada propuesta estética. En Proust hay una preocupación mucho más ontológica, cercana —como no podía ser de otra forma— a los debates que despierta el realismo decimonónico y que exacerba el naturalismo; su interés, como ya lo veremos en el próximo apartado con más detalle, radicaba en la captación de lo que él mismo llama la esencia de las cosas. Céline, muy alejado de las distinciones entre las poéticas de Balzac, Flaubert y Proust, intuía que el problema era una forma de utilización de la lengua, más allá de la relación que esta estableciera con la realidad. La recurrencia al cine como contraejemplo de su propuesta no tiene nada que ver con sus poderes representacionales, sino más bien con una captación de la vida que la despoja de su verdadera emotividad y la transforma en el mero producto de una mecanización. El impresionismo restituye la vitalidad mediante un trabajo con la perspectiva y la subjetividad, algo que también había advertido, aunque en otro sentido, Proust. Al fin y al cabo, como ya lo han observado los críticos, muchas de las descripciones de sus paisajes recuerdan pinturas de Monet o Renoir, y en los cuadros marinos de Elstir, en los que se borran las distinciones entre el mar y el cielo y todo logra un movimiento de sumersión asombroso —el más famoso, por supuesto, es el del puerto de Carquethuit (Proust, 1987-89, II, pp. 192-194)19—, se reconocen las características del impresionismo20.

Estilo y tradición

El estilo está indisolublemente unido a la tradición, y a menudo la constituye. Por supuesto, los matices de esta relación varían de acuerdo a las implicancias del estilo, que puede designar a un artista, a una escuela o a un período, como ya advertí en la introducción de este trabajo. La variación es tan amplia que, en el sentido común, “estilo” puede referirse o bien a componentes de extrema originalidad o bien a repeticiones que engendran un complejo reconocible. Para esta distinción tan grande es que Bohrer ofrece sus conceptos de maniera y de Stil.

Tanto Proust como Céline, aún con las diferencias ya esbozadas en el apartado anterior, perciben sus propios estilos como una marca original, distintiva. Algo distinto ocurre, en el caso de Céline, con los estilos ajenos, a los que incluye en una misma tradición más o menos homogénea a la que a veces da el nombre genérico de “estilo” y otras el de “lengua”. Es notable cómo, si en Proust la tradición articula un proceso de aprendizaje estético que acaba en la gran Obra/Vida (ambos términos son inseparables porque abrevan en el primer romanticismo y en el esteticismo), en Céline el estilo es fruto de un rechazo de la tradición y de una inmersión en los avatares de la experiencia mundana. Mort à crédit, de hecho, es la gran novela de aprendizaje celiniana, y en ese sentido forma un contrapunto total con la Recherche.

El apoyo de Proust en la tradición literaria (fundamentalmente francesa) ha dejado huellas que permiten introducir el término “aprendizaje”, que se traslada a la misma estructuración de la Recherche. Entre esas huellas se destacan sus famosos Pastiches sobre el affaire Lemoine,21 que Luc Fraisse ha llegado a denominar “travaux pratiques”. Tomando la voz de autores franceses emblemáticos, dice Fraisse, Proust se adentra en los misterios del estilo y, a la vez, “[los pastiches] permiten al futuro escritor liberarse de sus modelos [ils permettent au futur écrivain de se détacher de ses modèles]” (1995, p. 123). Aquí se conjugan dos características que sería necesario examinar. En primer lugar, se acentúa el carácter secreto e íntimo que tiene el estilo para Proust: al ser una visión, entabla una relación ideal entre el sujeto y los objetos, resume todo a esencias que no son asequibles a los ojos de cualquiera. Fraisse lo llama de diferentes formas: “le mystère majeur”, “énigme du style”, “mystère catholique de l’eucharistie” (p. 122). En segundo lugar, el pastiche, que consigue prolongar la música propia de cada escritor que se lee, también permite sistematizar sus características en un complejo más o menos homogéneo y cerrado, para que el autor pueda, a partir de allí, ofrecer su propuesta, ya sea crítica o literaria. Proust lo plantea con bastante claridad varios años más tarde, en “À propos du ‘style’ de Flaubert” [1920]:

El pastiche… se hace de una forma totalmente espontánea; se puede imaginar que hace un tiempo, cuando escribí un pastiche, detestable por cierto, de Flaubert, no me pregunté si el canto que escuchaba en mí dependía de la repetición de los imperfectos o de los participios presentes. Sin eso, jamás habría podido transcribirlo. Es un trabajo inverso el que he acometido hoy, tratando de anotar apresuradamente algunas particularidades del estilo de Flaubert [Le pastiche… c’est de façon toute spontanée qu’on le fait; on pense bien que quand j’ai écrit jadis un pastiche, détestable d’ailleurs, de Flaubert, je ne m’étais pas demandé si le chant que j’entendais en moi tenait à la répétition des imparfaits ou des participes présents. Sans cela je n’aurais jamais pu le transcrire. C’est un travail inverse que j’ai accompli aujourd’hui en cherchant

ànoter à la hâte quelques particularités du style de Flaubert]. (Proust, 1971, pp. 594-595).

Jean Milly esquematiza este proceso en dos momentos: “El de la asimilación del arte de un modelo que acaba en el pastiche y el del juicio, que conduce a la crítica [Celui de l’assimilation de l’art d’un modèle qui aboutit au pastiche, et celui du jugement, qui conduit à la critique]" (1990, p. 17). Por supuesto que los pastiches no deben ser considerados ni como meras imitaciones ni como meros ejercicios de estilo, y no es esa la idea ni de Fraisse ni de Milly. Allí se cifra, también, una marca de autor que no solo evolucionará hasta la Recherche22, sino que también tipifica un tipo de intervención en el campo literario y de relación con la tradición que será determinante en el caso de Proust. En la introducción a su edición crítica de L’affaire Lemoine, Jean Milly apunta que “el estilo…, en este género, es a la vez imitación y marca personal del pasticheur [le style…, dans ce genre, est à la fois style d’emprunt et marque personnelle du pasticheur]” (1990, p. 29) y despeja la ambigüedad del término estilo agregando que “contrariamente a la afirmación de Riffaterre según la cual el estilo solo dispone, para llamar la atención sobre un punto del texto, de la imprevisibilidad, aquí se exige lo contrario, es decir, el reconocimiento [contrairement à l’affirmation de Riffaterre selon laquelle le style dispose uniquement, pour attirer l’attention sur un point du texte, de l’imprévisibilité, c’est ici le contraire qui est exigé, à savoir la reconnaissance]” (1990, p. 29)23.

Entre el reconocimiento y la creatividad, el aprendizaje de estilo24 que Proust lleva a cabo en los Pastiches da forma a una tradición literaria —o genealogía— que se alimenta también a través de sus ensayos, de sus notas y de sus múltiples referencias en la Recherche. Ya en sus primeros textos ensayísticos hay una fuerte consciencia de que el estilo representa un pasaje que vincula al sujeto con las cosas, aunque el trazado de ese camino debía implicar una transformación que desestabilizaba la utilidad pragmática (la representación) y ponía el acento en la intransitividad de una visión particular. Por eso, dice Proust en Contre Sainte- Beuve, resulta difícil hablar de un estilo de Balzac: “El estilo es de tal forma la marca de la transformación que el pensamiento del escritor le hace sufrir a la realidad que, en Balzac, no se puede hablar propiamente de estilo [para agregar luego que] el estilo [de Balzac] no sugiere, no refleja: explica” (Proust, 2011, p. 184) [“Le style est tellement la marque de la transformation que la pensé de l’écrivain fait subir à la réalité, que, dans Balzac, il n’y a pas à proprement parler de style… ce style ne suggère pas, ne reflète pas: il explique” (Proust, 1971, p. 269)]. El estilo, entonces, es el espesor artístico que consigue el autor para intentar un acercamiento más profundo a la esencia de las cosas, por lo que no engloba solo una manera de escribir, sino que se sitúa en la dimensión de lo imaginario, tiene su origen en un más allá del texto (Noille-Clauzade, 2004, p. 133). En este sentido, Flaubert es uno de los antecedentes más directos del aprendizaje proustiano, aunque la relación estuvo siempre rodeada por el misterio y la ambigüedad25.

El logro de Flaubert consiste, según Proust, en haber recuperado la esencia de las cosas — su alma, la idea platónica— en una prosa monótona, en donde la particularidad fue absorbida por un todo homogéneo. Así lo describe en Contre Sainte-Beuve, para contraponerlo al estilo de Balzac:

En el estilo de Flaubert, por ejemplo, todas las partes de la realidad son convertidas en una misma sustancia, de superficies vastas, de un brillo monótono. No ha quedado ninguna impureza. Las superficies se han vuelto reflectantes. En él se pintan todas las cosas, pero por reflejo, sin alterar su sustancia homogénea. Todo lo que era diferente ha sido convertido y absorbido. (Proust, 2011, p. 184).

[Dans le style de Flaubert, par exemple, toutes les parties de la réalité sont converties en une même substance, aux vastes surfaces, d’un miroitement

monotone. Aucune impureté n’est restée. Les surfaces sont devenues réfléchissantes. Toutes les choses s’y peignent mais par reflet, sans en altérer la substance homogène. Tout ce qui était différent a été converti et absorbé. (Proust, 1971, p. 269)].

Fraisse ya llamó la atención sobre la homogeneidad armoniosa (1995, p. 128) que el estilo tiene para Proust: se consolida mediante la repetición y la constancia, que construirán patrones de reconocibilidad. Incapaz de lograr ese estilo, Proust se vuelca hacia la metáfora como clave de originalidad estética, y resulta obligado citar aquí también el tan repetido pasaje:

Se puede hacer sucederse indefinidamente en una descripción los objetos que figuraban en el lugar descrito, pero la verdad no comenzará hasta el momento en que el escritor forme dos objetos diferentes, establezca su relación, análoga en el mundo del arte a la que es la relación única de la ley causal en el mundo de la ciencia, y los encierre en los anillos necesarios de un estilo bello, incluso cuando, como la vida, al aproximar una cualidad común a dos sensaciones, extraiga su esencia común reuniendo una y otra, para substraerlas a las contingencias del tiempo, en una metáfora. (Proust, 2010, p. 214).

[On peut faire se succéder indéfiniment dans une description les objets qui figuraient dans le lieu décrit, la vérité ne commencera qu’au moment où l’écrivain prendra deux objets différents, posera leur rapport, analogue dans le monde de l’art à celui qu’est le rapport unique de la loi causale dans le monde de la science, et les enfermera dans les anneaux d’un beau style. Même, ainsi que la vie, quand en rapprochant une qualité commune à deux sensations, il dégagera leur essence commune en les réunissant l’une et l’autre pour les soustraire aux contingences du temps, dans une métaphore. (Proust, 1987-89: IV, p. 468)].

Sería excesivo ocuparse aquí del papel del tiempo en el proyecto estético de Proust y de las relaciones entre la metáfora y la reminiscencia, pero sí cabe notar —aunque resulte evidente— que su definición de estilo da por sentada una unidad absoluta como sustrato esencial de todas las cosas y la posibilidad de descifrar símbolos para poder así descubrirla. La relación con el romanticismo temprano y con el simbolismo es clara y, en cierto sentido, su teoría del estilo bien podría abordarse mediante las discusiones en torno a lo particular y a lo universal que resultaron preponderantes a comienzos del siglo XVIII y principios del XIX. Si el arte debía ocuparse de rescatar las características propias de cada cosa o de subsumirlas en una imagen más completa —la relación entre las cosas y su entorno— es uno de los temas polémicos de la teoría romántica e incluso de la estética neoclásica. A esta disquisición se le suma el papel del artista, que es justamente el encargado de percibir los nexos y que además actúa, a veces, dominado por ciertos impulsos pasionales. Una gradación muy operativa fue formulada en 1789 por un Goethe que comenzaba su experiencia clásica: simple imitación de la naturaleza, maniera y estilo. El summum de la perfección es el estilo, que incluye dentro de sí a la maniera —“lengua en la que el espíritu del hablante se expresa y se define directamente”, que puede “agrupar apariencias superficiales”—: “el estilo se apoya en las bases más profundas del conocimiento de la esencia de las cosas, en la medida en que la podemos reconocer en formas visibles y tangibles” (Goethe, 2018, p. 102). Es decir, a la imitación realista26 y a la maniera absolutamente subjetiva, casi desprendida de las particularidades de la naturaleza, Goethe opone el estilo, una entidad que consigue presentar

la esencia de las cosas —sus nexos, esa unidad que las sostiene— y moderar la visión individual con la realidad objetiva. Resulta difícil fijar a Proust en alguna de estas dos últimas etapas, porque aunque se declara la absoluta intimidad de la visión, también se lucha por una suerte de ethos —en el sentido en que Bohrer entiende el Stil— de la representación y de la obra de arte. Una de las cosas que más destaca de Flaubert, de hecho, —y sobre esto gira el fragmento “À ajouter à Flaubert”— es que en sus obras “las cosas existen no como lo accesorio de una historia, sino en la realidad de su propia aparición; son generalmente el sujeto de la frase [les choses existent non pas comme l’accessoire d’une histoire, mais dans la réalité de leur apparition; elles sont généralement le sujet de la phrase]” (Proust, 1971, p. 295).

El aprendizaje artístico de algunos personajes de las novelas tardías de Goethe —y también de las Bildungsromane posteriores, como Der grüne Heinrich o Der Nachsommer—, consistente en observar largo tiempo la Naturaleza hasta lograr una compenetración adecuada, que propicie el abandono de la reproducción (Nachahmung, imitación) detallista en pos del estilo, está presente no tanto en la formación estética de Proust como en la tradición literaria que él trabaja primero como pasticheur y analiza luego como crítico. En realidad, la verdadera Nachahmung de la que escapa Proust es la de los pastiches, es decir, la tentación

—¿lúdica?— de prolongar la música de otros autores.

Como parte de su alejamiento premeditado del realismo, Proust consigue también una articulación muy estrecha entre los hombres y los registros de la lengua, articulación que revierte lo que Barthes llama “una reproducción pintoresca” (Barthes, 2003, p. 60) del lenguaje hablado para alcanzar una identidad absoluta determinada por los signos, despojados ya de su carácter arbitrario27. Es decir, cada personaje se reconoce en su lenguaje que lo preexiste y le da una entidad individual. Sin embargo, en la propia gradación que hace Barthes de la historia de la literatura francesa —construida de acuerdo a las relaciones que se establecen con el lenguaje o, más precisamente, con lo que Barthes llama écriture— hay una distinción entre —concretamente— Proust y Céline que obliga a repensar, a pesar quizás de Barthes, los vínculos de parentesco de la estética proustiana con el realismo. Dice Barthes:

De tal modo, la restitución del lenguaje hablado, imaginado primeramente en el mimetismo divertido de lo pintoresco, acabó por expresar el contenido de la contradicción social: en la obra de Céline, por ejemplo, la escritura no está al servicio de un pensamiento, como un decorado realista logrado, yuxtapuesto a la pintura de una subclase social; representa verdaderamente la inmersión del escritor en la opacidad pegajosa de la condición que describe. (2003, p. 60).

Para esta inmersión pegajosa —que Sollers llama “escritura en directo” (2012, p. 39)—, Barthes utiliza la palabra expresión, que años después le servirá a Rancière (2015) para explicar el cambio que, a partir sobre todo de Flaubert, revierte el régimen representativo del lenguaje: la expresión invoca la inmediatez, el estar-ahí; la nueva condición del escritor es opaca y pegajosa justamente porque los nuevos contornos entre el escritor y la realidad son viscosos, se estiran como un chicle. Sostengo que esto problematiza aún más las relaciones entre Proust y el realismo porque en ambos casos el estilo —en el marco de la obra, en el nivel de la verosimilitud— es producto ya acabado de un pensamiento. Distinto es el caso de Céline, para quien el estilo —la máquina que produce la lengua, como quedó dicho en el apartado anterior— documenta la construcción del pensamiento. Si en Céline prima la expresión es porque la lengua hablada establece con las cosas y con la experiencia una relación que precede a cualquier teorización28; en el plano metaliterario de la técnica, por supuesto, el proceso es retrospectivo, y la tarea del escritor consiste en mostrar la costura del pensamiento. Godard lo expresó así en su canónico libro Poétique de Céline: “[Céline] se

esfuerza por deshacer el ordenamiento de los elementos del pensamiento que precedió a la escritura, para encontrar el aspecto primigenio del surgimiento de las ideas o de los recuerdos [Il [Céline] s’applique à défaire la mise en ordre des éléments de la pensée qui a précédé à l’écriture, pour retrouver l’allure première du jaillissement des idées ou des souvenirs]” (Godard, 1985, p. 42). Inmediatamente se ocupa de establecer un contrapunto con Proust: “Allí donde Proust explota hasta sus límites la tendencia de lo escrito a la unión [liaison], Céline lucha contra ella [Là où Proust exploite jusqu’à ses limites la tendance de l’écrit à la liaison, Céline lutte contre elle]” (Godard, 1985, p. 43). La oposición se explica gráficamente cuando se comparan las frases largas y plagadas de subordinadas de Proust con los gritos entrecortados de Céline, en los que abundan los puntos suspensivos y la ruptura sintáctica. No obstante, la diferencia se sitúa también en los orígenes de la concepción del estilo, que es lo que me interesa analizar aquí. Para Céline, un pensamiento acabado es una idea, y las ideas deben permanecer por fuera del terreno estético. Las ideas ocupan en Céline un lugar parecido al que ocupa —al menos declamativamente— la clarificación de teorías en el universo proustiano. No puede sino recordarse aquí la espléndida frase de Le temps retrouvé: “Una obra en la que hay teorías es como un objeto en el que se deja la marca del precio” (Proust, 2010, p. 206) [“Une œuvre où il y a des théories est comme un objet sur lequel on laisse la marque du prix” (Proust, 1987-89, IV, p. 461)]. El hecho de que la Recherche —y particularmente Le temps retrouvé— contenga la postulación de una gran teoría estética no invalida del todo la declaración de principios de la cita anterior, porque en Proust la fusión entre ensayo y trama es tan profunda que su propuesta de absolutización del arte es mucho más lograda que, por ejemplo, la del mismo Huysmans.

El hecho de que en Céline el estilo como técnica suponga la reconstrucción del pensamiento —y como efecto la inmediatez, la existencia pegajosa a la que se refería Barthes— echa por la borda la distinción de Goethe entre imitación, maniera y estilo, mucho más apropiada para la estética decimonónica. La observación, paso previo indispensable para cualquiera de las tres formas, requiere de un tiempo que la Historia le niega a Céline: las bombas caen antes de que el individuo pueda pensar, y por eso las frases son interrumpidas siempre por onomatopeyas. Se han escrito ya algunos análisis que proponen leer la prosa tardía de Céline como un síntoma del traumatismo de la guerra (Cfr. Auxéméry, 2019; Sauguin y Loisel, 2019), pero no interesa aquí ahondar en esas lecturas psicologizantes; sabemos, además, el tiempo que empleaba Céline para corregir sus textos y para crear su langue parlée. Sea como sea, la frase de largo aliento de Proust se le aparecía como un exceso innecesario y pretencioso. En los panfletos y en algunas de sus cartas este rechazo estético se mezcla con su antisemitismo feroz, y así llega a definir el estilo de “Prout- Proust”29 —como lo llama en Bagatelles pour un massacre (1941, p. 106)—, en una carta del 12 de febrero de 1943, como talmúdico: “Se discutió mucho sobre Proust. ¿Su estilo?... ¿esa extraña construcción?... ¿De dónde? ¿Quién? ¿Qué? ¡Oh, es muy simple! Talmúdico. El Talmud está más o menos creado, concebido como las novelas de Proust, tortuoso, arabescoide, un mosaico desordenado [Ils ont beaucoup ergoté autour de Proust. Ce style?...

cette bizarre construction?... D’où? qui? quoi? Oh c’est très simple! Talmudique. Le Talmud est à peu près bâti, conçu comme les romans de Proust, tortueux, arabescoïde, mozaïque désordonnée]” (Céline, 2009, p. 720).

La tradición de Céline nunca se explicita de forma tan precisa como en Proust, quizás por una suerte de desconfianza —o una impostura de esa desconfianza, ya que sobre eso se monta su proyecto literario— hacia la palabra escrita. La verdadera materia prima de escritura, diría Céline, es la lengua de la gente, la lengua de la calle, del mercado, una lengua que contiene, como lo mostró Godard, dos aristas: lo oral —también presente en Proust, aunque quizás no con marcas lingüísticas tan radicales— y lo popular (1985, pp. 36-37). Algunas páginas antes (34-35), Godard ya había hecho un repaso del uso de la lengua hablada en la literatura

francesa, desde la aparición del argot en las novelas de Hugo, Balzac o Sue y la reproducción de la jerga de la clase trabajadora en Zola hasta la rehabilitación del lenguaje de las clases subalternas en las novelas inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial. Céline mismo dedicó un “Hommage à Zola”, pero en 1933, cuando aún no declamaba por todos lados su preocupación por la langue parlée y por la emoción. Sí resulta revelador el texto “Rabelais, il a raté son coup” (podría traducirse como “Rabelais falló”), publicado en 1957, que establece una genealogía directa entre el gran escritor del siglo XVI y él mismo. Sus destinos aparecen entrelazados desde el propio título: artífices de una empresa común, ambos terminaron fracasando. “Lo que [Rabelais] quería hacer era un lenguaje para todo el mundo, uno verdadero. Quería democratizar la lengua, una verdadera batalla [Ce qu’il voulait faire, c’était un langage pour tout le monde, un vrai. Il voulait démocratiser la langue, une vraie bataille]” (Céline, 1987, p. 120). Quien triunfa, sin embargo, es Amyot, traductor de Plutarco, con su “langue de traduction” (p. 121): la referencia a la oposición entre la lengua de Céline y el gran estilo, que ha vencido la batalla —lo ha condenado a los márgenes de la sociedad, lo ha convertido, en última instancia, en una piltrafa, en un condenado a muerte— es clara. Y continúa: “Ni siquiera Balzac resucitó nada. Es la victoria de la razón [Même Balzac n’a rien ressuscité. C’est la victoire de la raison]” (p. 124). Luego, para terminar el ensayo, agrega unas líneas de tinte melodramático, en donde por primera vez se menciona su propio esfuerzo de estilo: “Yo tuve en mi vida el mismo vicio que Rabelais. Yo también pasé mi tiempo metiéndome en situaciones desesperadas. Como él, nunca esperé nada de los otros. Como él, no me arrepiento de nada [J’ai eu dans ma vie le même vice que Rabelais. J’ai passé moi aussi mon temps à me mettre dans des situations désespérées. Comme lui, je n’ai rien à attendre des autres, comme lui, je ne regrette rien]” (p. 125). No hay que olvidar que, en el alegato de Céline, la cuestión política es causa de su innovación estética: toda su persecución sería solo un complot de la intelectualidad francesa, que reacciona al boom de Voyage au bout de la nuit y de Mort à crédit. Más allá de que el argumento es banal e interesado, resulta curioso ver el punto extremo que alcanza su esteticismo: la historia política —al menos la que lo involucra— tiene su origen en un problema de estilo, en una discusión sobre las formas en las que se escribe la literatura.

Conclusiones

Comencé este trabajo haciendo referencia al libro de Pascal Ifri —quizás la obra más exhaustiva en lo que se refiere a la comparación entre Proust y Céline— y apuntando que algunos de sus postulados deberían revisarse críticamente. En efecto, aunque su tema central son las correspondencias entre ambos autores, en el capítulo tercero Ifri sostiene que existen numerosas similitudes en sus concepciones sobre el estilo. Elijo uno de los pasajes en los que Ifri intenta sostener esta tesis:

Las múltiples declaraciones de Céline sobre su estilo y sobre el estilo en general, en donde dice esencialmente que la emoción debe llevarlo a la razón, recuerdan las teorías de Proust que piensa que «el estilo es una cuestión no de técnica, sino de visión» (IV, 474) y que escribe a propósito del suyo: “En cuanto al estilo, me esforcé por rechazar todo lo que me dicta la inteligencia pura, todo lo que es retórica…[Les multiples déclarations de Céline sur son style et le style en général, où il dit essentiellement que l’émotion doit l’emporter sur la raison, ne sont pas sans rappeler les théories de Proust qui pense que «le style est une question non de technique mais de vision» (IV, 474) et qui écrit à propos du sien: “Quant au style, je me suis efforcé de rejeter

tout ce que dicte l’intelligence pure, tout ce qui es rhétorique…”]. (Ifri, 1996, p. 40).

Como apoyo, Ifri (1996) rescata un conjunto citas de Céline (predominantemente de sus cartas) que dan a entender una suerte de propensión metafísica a interpretar el alma de las cosas y un rechazo de la inteligencia —de lo que podemos llamar el “proyecto ilustrado”— que culmina, como corresponde, en una exaltación de la impresión y de la intuición muy cercana a la de Proust. Sin embargo, como se intentó advertir a lo largo de este trabajo, hay una diferencia de procedimientos —más concreto sería hablar de momentos en el procedimiento— que redunda en concepciones diferentes del ejercicio literario y, en consecuencia, de la noción de estilo. Sin duda que las formas sensibles son centrales para Céline: de allí surge su vitalismo emotivo, el objetivo de devolver la emoción al lenguaje escrito. Pero esto constituye más un efecto que un criterio de su proceder artístico; ya distinguimos el estilo —la máquina, la técnica, el invento eterno— de la lengua —el producto mortal, efímero—. En realidad, Céline no se cansa de decir que su búsqueda conlleva reescrituras, correcciones y tiempo, y se define siempre, como ya lo vimos, como un trabajador. Céline nunca deja de ser consciente de que la impresión y la intuición son productos artificiales, son mises en scène cuidadosamente preparadas y que jamás podrán igualar la realidad. Con sus desvíos y sus desafíos —muchos de ellos peligrosos—, la praxis celiniana es moderna, burguesa y democrática: presupone una igualdad esencial, ontológica, entre todos los hombres, cuyas diferencias finales se moldearán en base al trabajo, los intereses y la dedicación. Nada más alejado del espíritu de Proust, para quien el artista nace para serlo, y el aprendizaje que lleva a cabo está en realidad marcado en sus genes, no queda más que descubrirlo. La diferencia central en la concepción de estilo de ambos autores podría resumirse en las palabras descubrimiento y construcción. La primera evoca las figuraciones románticas del minero y su fascinación por lo oculto —pensemos, por ejemplo, en el Heinrich von Ofterdingen de Novalis—, mientras que en la segunda se cifra el trabajo técnico u obrero: si se quiere, los mineros en su dimensión más prosaica, los trabajadores asalariados de una mina. La búsqueda de citas que realiza Ifri parece ser, en este sentido, más cuantitativa que cualitativa; quizás le falta a su lectura una recapitulación más totalizadora de los proyectos estéticos, de las ideas profundas de ambos autores.

Creo que la reflexión sobre el estilo y la tradición es central para clarificar y particularizar la noción de aprendizaje. En el deseo de ser escritor del narrador de la Recherche hay una clara interpretación del sistema literario francés y de las formas de participación en esa estructura. Su esteticismo es en este sentido radicalmente diferente del de Céline. La pertenencia a una clase cultural —mucho más cerrada y compacta por hallarse en peligro de extinción, como lo demuestran ya los poetas incomprendidos de Balzac en el París del utilitarismo a comienzos del siglo XIX— es clave para Proust, quien, a pesar del gesto final de reclusión y encierro que dará forma a su libro, nunca puede excluir del todo la vida mundana de los salones y sus figuraciones sociales de los poetas. El camino que conecta Illusions perdues, L’éducation sentimentale y la Recherche es claro, porque el ejercicio literario y su aprendizaje siempre están inmersos en un mundo social que lo determina, lo distancia y le da una apariencia particular. Todo eso es parte del rechazo de Céline a la tradición, y todo eso justificará también la imagen del escritor repudiado del mundo, aislado con sus animales y su esposa en su casa de Meudon. Su rescate de Rabelais se basa en esa identificación: Céline aglutina todo lo que fracasa en su batalla contra el modelo imperante.

Con todas estas diferencias, sí resulta claro que, tanto en Proust como en Céline, el estilo en su concreción aparece como “fenómeno antes que significado” (“Erscheinung vor der Bedeutung), como lo quería Bohrer (2007, p. 10). Es decir que, aunque sus ideas en torno al concepto difieran, sus obras logran una marca de originalidad que eclipsa cualquier sentido

inteligible —cualquier idea, diría Céline, cualquier teoría, podría decir Proust—. Allí radica su poder de expresión, su perduración a través de las épocas.

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Notas

1Luego de cada cita traducida, adjunto entre corchetes el original en francés. En este caso, la traducción es mía. Con excepción de los casos en que coloco dos referencias bibliográficas —una para la traducción y otra para el original—, la mayoría de las traducciones son mías.

2En un artículo veinte años posterior, Robert continúa puntualizando las características del alejamiento, de carácter estético: Voyage au bout de la nuit se insertaría en una tradición literaria mucho más antigua que la de la Recherche: la novela picaresca. Recién habría puntos de contacto cuando Céline publica sus panfletos, que adscribirían a un género nuevo, “qui réunit autocritique littéraire et autofiction” (Robert, 1999, p. 207).

3Aparte del libro de Ifri (Céline et Proust. Correspondances proustiennes dans l’oeuvre de L.-F. Céline, 1996) y del artículo citado de Robert (“Marcel Proust et Louis-Ferdinand Céline: un contrepoint”, 1979), pueden mencionarse los siguientes: “Proust dans l’appareillage célinien”, de Gavronsky (1979); “Louis-Ferdinand Céline du côté de chez Proust”, de Pierre E. Robert (1983); “La dédicace effacée (de Céline à Proust)”, de

Cornille (1994).

4Muchos leen, por ejemplo, Mort à crédit —especialmente su comienzo— como una reescritura paródica de À la recherche du temps perdu.

5Bohrer trabaja en la clarificación de los conceptos de Stil y de Maniera bajo la premisa de que Alemania carece de estilo. La idea nace de una reunión social entre banqueros alemanes e ingleses a la que asiste Bohrer, pero se extiende hacia el análisis de numerosos fenómenos sociales y políticos y, de manera teórica, encuentra su expresión más clara en el análisis de la decadencia de Nietzsche. Lo que Nietzsche reclamaba como faltante era un gran estilo, una prosa trabajada que se escapara del naturalismo y de la autenticidad de muchos escritores alemanes (Cfr. Bohrer, 2007, pp. 21-24).

6En este grupo, identificado con la estética clásica-romántica, Bohrer sitúa a Proust —como representante, junto con Flaubert y Pater, de la absolutización del arte—. La distinción, sin embargo, oblitera el proceso de aprendizaje que al narrador de la Recherche le permite la concreción de su obra, de la misma manera que la búsqueda del mot juste que testimonia la correspondencia de Flaubert es el engranaje que posibilita la escritura de sus textos. Más allá de esto, la puntualización de Bohrer pone el acento en el efecto único, el estilo sin la determinación referencial (“«Ausdruck» soll vielmehr den einzigartigen Effekt bezeichnen, den Stil ohne referentielle Bestimmtheit als Ausdrucksgebärde” [Bohrer, 2007, p. 9]).

7La traducción es mía. La palabra “Erscheinung” podría traducirse también como “aparición” o como “visión”; esta última variante es más tendenciosa y provocativa, pues implicaría la recuperación de una tradición que va de Flaubert (“el estilo es una manera absoluta de ver las cosas”) a Proust (“el estilo es una cuestión no de técnica, sino de visión”).

8Milly afirma, sin embargo, que no se trata de una teoría sistematizada, de un tratado sobre el estilo. Las reflexiones, en realidad, “se placent à un niveau particulier, ou assez sommaire” (Milly, 1990, p. 68).

9Un poco más adelante, Milly propone considerar la realidad proustiana como una entidad de dos caras: “Aussi paraît-il juste de dire que, pour lui, la réalité est une, mais comporte deux faces indissociables: l’une concrète, accessible à tous, mais en vérité trompeuse, faite d’un tissu d’erreurs des sens et de perceptions conventionnelles, non négligeable cependant, parce que l’homme est aussi un être concret; l’autre «spirituelle», monde d’essence et d’harmonies, domaine de l’éternité” (1990, p. 43).

10Sin embargo, hay diferencias centrales con algunos escritores del clasicismo: el Goethe maduro consideraba que los Urphänomene (protofenómenos) eran perceptibles en la realidad; de esta forma, la observación avezada detectaba las leyes en la misma naturaleza, ajenas en buena medida a la intervención de la subjetividad.

11Las Esquisses recogen una ampliación de las relaciones entre literatura y ciencia, ya que en ambas lo que funciona es una articulación entre observación (realidad concreta) y meditación (que, en el caso de la literatura, adquiere rasgos más despojados de razonamiento: la impresión): “De même que la science n’est tout à fait constituée ni par le raisonnement du savant ni par l’observation de la nature, mais par une sorte de fécondation alternative de l’une par l’autre, de même il me semblait que ce n’était ni l’observation de la vie, ni la méditation solitaire qui constituait l’œuvre d’art mais une collaboration des deux” (Proust, 1987-89, IV, p. 842). Algunos críticos han llegado al extremo exagerado de considerar el estilo de Proust como un estilo científico: tal es la tesis de un pequeño texto que André Maurois publica en el número homenaje que la Nouvelle Revue Française le dedica a Proust (1923).

12La tensión entre la teoría estética de Proust y lo que la Recherche finalmente consigue como obra es muy significativa. Esta es una de las razones por las que Proust es un autor “entre deux siècles”, como dice

Compagnon (1989): aunque la teoría propone el descubrimiento de una serie de leyes naturales que exceden la libertad del individuo y dan forma al estilo, la obra procede siempre de manera relativista y probabilista (salvo, quizás, en lo que se refiere al funcionamiento de las reminiscencias). Compagnon lo plantea así: “Proust parle des «lois générales» que son roman explorerait, mais le roman lui-même a renoncé au déterminisme; il décrit un univers véritablement probabiliste. Le parallèle souvent tenté entre Proust et Einstein n’est pas dépourvu de sens… Proust veut à tout prix parvenir à des lois, dont son livre contredit pourtant l’hypothèse. Les vraies intermittences, celle du cœur et de l’art, ne tombent sous le coup d’aucune loi, à la différence des réminiscences, réductibles, elles, à une théorie de la mémoire” (1989, p. 50).

13La expresión “sacar las frases de sus goznes” pertenece al mismo artículo de Céline citado a continuación en el cuerpo del texto: “Ce style, il est fait d’une certaine façon de forcer les phrases à sortir légèrement de leur signification habituelle, de les sortir des gonds pour ainsi dire, les déplacer, et forcer ainsi le lecteur à lui-même déplacer son sens” (p. 66).

14Recordemos, claro, que Henry es fundamentalmente una estudiosa de Proust, por lo que su libro Céline écrivain presenta constantes contrapuntos de suma utilidad para este artículo.

15 Céline suele afirmarlo sin tapujos. Por ejemplo, en una entrevista radiofónica realizada en 1961, ante la pregunta “Mais vous n’écrivez pas seulement pour le plaisir d’écrire?”, Céline responde: “Ah, pas du tout! Absolument pas! Je serais libre et j’aurais de l’argent, je n’écrirais pas une ligne” (Céline, 1987, p. 89).

16 La relación de Céline con la Historia es compleja, ambigua, y por supuesto no se limita a una simple sintomatología, aunque es cierto que hay marcas inevitables —como la fragmentación de la prosa en las novelas tardías, que semeja los bombardeos de los aliados—. En un artículo realizado a propósito del Duodécimo Coloquio Internacional Louis-Ferdinand Céline, que tenía como tema “Classicisme de Céline”, Greg Hainge (1999) postula un intento de “déterritorialisation de l’Histoire” en las obras post-panfletos: si la Historia somete el devenir a una cronología ya marcada, el movimiento de Céline consistiría en evadir la Historia transformándola en Naturaleza, es decir, retrotrayéndola. Así, se establecería el tiempo de aiôn: tal como lo explican Deleuze y Guattari en Mille plateaux, el tiempo indefinido de los acontecimientos. De esta forma, Hainge reactiva una tradición crítica bastante transitada —entre otros, por Julia Kristeva— que percibe la obra de Céline como un garde-fou contra el delirio del mundo (Kristeva, 1980), como un situarse en las lindes de la enfermedad para renunciar a las imposiciones de la Historia. Todo esto, claro está, se lleva a cabo bajo la sombra de una Historia que marca el pulso de las vidas y que aparece constituida como un interminable encadenamiento de Erlebnisse, sin la posibilidad de articularse en Erfahrungen —para utilizar la terminología de Benjamin— (Cfr. Benjamin, 1991, p. 615).

17 Compagnon trabaja la relación entre Proust y el decadentismo a partir de la representación de la pintura renacentista italiana en la Recherche y en algunas obras de J. K. Huysmans (“Huysmans, ou la lectura perverse de la Renaissance italienne”, pp. 109-127). Del libro de Schmid resulta particularmente significativo el último capítulo, que marca una transición estilística (“Du style décadent au modernisme”, pp. 199-235). Por supuesto que la cantidad de estudios sobre este tema es infinita.

18“Tampoco ellas [las literaturas de la decadencia] tienen mañana. Dan en alteraciones de vocabulario, sutilezas de palabras que harán ininteligible su estilo para las generaciones futuras” (Bourget, 2008, pp. 94-95).

19Como indica Pierre-Louis Rey en sus notas críticas en la edición de la Pléiade, Proust ya había trabajado en Les plaisirs et les jours y en Jean Santeuil con escenas en las que se difuminan los contornos entre el mar y el cielo (Rey, en Proust, 1987-89: II, pp. 1435-1436).

20Valeriano Bozal Fernández (2013) observa que la estética de Proust se acerca al impresionismo porque en muchos momentos privilegia el “orden de nuestras percepciones” (p. 201) al orden de la lógica, dejando que la Naturaleza se vea tal cual es. Así, se lleva a cabo un doble proceso: “el primero, aquel en el que la percepción nos ofrece impresiones poéticas de las cosas, de las personas y de los acontecimientos; el segundo, en el que la inteligencia separa y distingue, ofreciendo entonces un mundo diferente” (pp. 201-202).

21Los Pastiches son una serie de textos que Proust publicó en Le Figaro entre 1908 y 1909, y que luego fueron reunidos en 1919 y publicados en la NRF bajo el título de Pastiches et mélanges. Allí, Proust toma el estilo de diferentes autores para narrar una misma historia: el affaire Lemoine. Un estafador llamado Lemoine había afirmado conocer la fórmula de la fabricación de un diamante y el presidente de la compañía De Beers, dedicada a la explotación y el comercio de diamantes, le entregó una suma importante de dinero. Cuando se descubrió la estafa, Lemoine fue juzgado y condenado. Entre los autores que Proust parodia se encuentran Balzac, Flaubert, Sainte-Beuve, Renan y Michelet.

22Donde la técnica del pastiche también está presente: recordemos el famoso pastiche de los Goncourt en Le temps retrouvé.

23En el pastiche se articularían dos funciones del lenguaje: una referencial, que remite al caso Lemoine y a las obras imitadas, y otra poética (en términos de Jacobson) o estilística (en términos de Riffaterre) que aportaría la marca de autor del pasticheur (Milly, 1994).

24Uso intencionalmente la expresión “aprendizaje de estilo” en lugar de “aprendizaje estilístico” para mostrar que no se trata solo de una forma del lenguaje, sino también de una concepción estética.

25Entre los numerosísimos trabajos sobre la relación entre Proust y Flaubert, véanse, por ejemplo, dos de los más exhaustivos: Proust lecteur de Balzac et de Flaubert, de A. Bouillaguet (2000) y Proust et Flaubert. Un secret d’écriture, de M. Naturel (2007). En el primero, Bouillaguet trabaja con la figura del pastiche integré, que supondría un complejo de referencias y de lecturas encriptadas. Mireille Naturel propone leer la relación a partir de la figura del enigma, que se sostiene por la llamativa ausencia de referencias a Flaubert en la Recherche (algunos de los pasajes que lo nombraban fueron suprimidos), por el misterioso proyecto de Proust —presente en su correspondencia— de escribir un estudio sobre Flaubert, del que posiblemente forma parte el fragmento

“À ajouter à Flaubert”, y por la ambigüedad con que lo trata en “À propos du ‘style’ de Flaubert”. Flaubert, sostiene Naturel, es indispensable para entender el proceso creativo de Proust, al que acompaña como un doble.

26Goethe utiliza la palabra Nachahmung, a la que luego opondrá la Nachbildung, mucho más cercana al espíritu clásico ya que no se ocupa de imitar superficies sino estructuras ideales.

27La inversión de la arbitrariedad del signo que se provocaría en la obra de Proust es en realidad la tesis de un artículo de Barthes publicado en 1967, catorce años después de Le degré zéro de l’écriture: “Proust et les noms”.

28Si “existe experiencia cuando la víctima se convierte en testigo” (Sarlo, 2005, p. 31), es decir, cuando el peligro no está en el centro de la experiencia y el sujeto puede convertir lo vivido en relato, entonces habría que afirmar que o bien la literatura de Céline no entabla relaciones demasiado estrechas con la experiencia, o bien el relato logrado está perseguido —y sigo citando a Sarlo— “por un momento autorreferencial, metanarrativo, es decir, no inmediato” (32). Ambas explicaciones parecen insuficientes para el caso de Céline, que consigue una inmediatez única en el rescate de la experiencia, a pesar de las dificultades de representación que articula el relato y a pesar de que Céline escribe también desde el recuerdo. Habría que habilitar entonces, a esta incompatibilidad benjaminiana entre experiencia e inmediatez —propia de un pasado perdido, sustento de la Kulturkritik— un nuevo uso de la lengua que posibilite la escritura en vivo y en directo, la viscosidad del escritor que escribe desde los acontecimientos. En realidad, pensar a Céline como un cronista, como ya se ha hecho en muchas oportunidades, es una suerte de salvavidas ante este problema, central en su estética, pero que, por supuesto, escapa a los límites de este trabajo.

29Juego de palabras con la expresión “prout-prout”, que en lenguaje coloquial califica a una persona altanera, soberbia, afectada.