“Muchacha punk”, de Rodolfo Fogwill: estados de la palabra, crítica literaria y

disputas por los modos de narrar tras “la derrota”

María José Sabo*

Resumen

El artículo propone un análisis del cuento “Muchacha punk” (1980), del escritor argentino Rodolfo Fogwill. Se indagan las formas en que este participa de las disputas en torno a las políticas de la lengua que emergen a partir de los años finales de la dictadura. Para ello se lo pone en relación con las nuevas retóricas que esgrime la crítica literaria argentina y, asimismo, las lecturas políticas y culturales que Fogwill realiza en los textos periodísticos durante estos mismos años, publicados entre 1980 y 1984.

Palabras clave: Rodolfo Fogwill, políticas de la lengua, crítica literaria, postdictadura

Rodolfo Fogwill's ‘Muchacha punk’: words states, literary criticism and narrative

mode debates after “the defeat”

Abstract

The paper proposes a Rodolfo Fogwill's "Muchacha punk" (1980) short story analysis. It explores the authors participation in the debates on language politic's emerged since the final years of the last argentine dictatorship. So it is put in relation with new literary criticism rethorics as well as with the own Fogwill's cultural and political readings in the earily eighties press.

Keywords: Rodolfo Fogwill, language politics, literary criticism, post-dictatorship

Interesa enfocarnos en uno de los primeros cuentos que Rodolfo Fogwill publica al inicio de su trayectoria como escritor. El texto se titula “Muchacha punk” y se publica en 1980 dentro del volumen de relatos Mis muertos punk en el propio sello editorial del

*Doctora en Letras, profesora adjunta de Literatura Latinoamericana I, Escuela de Letras Modernas, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba. Investigadora asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. merisabo@gmail.com

Recibido 11/07/2020. Aceptado 18/10/2020

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escritor, Ediciones Tierra Baldía. Un texto que claramente se ubica hoy en un lugar de relevancia dentro de la literatura argentina, y de la obra de Fogwill en particular, pero no así en aquellos primeros años de circulación. En consecuencia, establezco una lectura que considere la perspectiva histórica del mismo, poniendo de relieve su irrupción inicial dentro del campo cultural de los años marcados por el fin de la dictadura y el comienzo de la democracia en Argentina. Para ello, enmarco al cuento dentro de un diálogo con las ideas que el propio Fogwill fue poniendo de manifiesto paralelamente, entre 1980 y 1985, en diversos textos periodísticos acerca de la materialidad de lengua, el estado de la literatura argentina y de las llamadas retóricas de crítica literaria (Casullo, 1997). Estas escrituras no ficcionales destinadas a revistas y diarios para los cuales Fogwill contribuyó como articulista durante la primera mitad de los ochenta, funcionaron como espacio de explicitación de su posicionamiento político y estético. Desde allí confrontó de manera directa con las nuevas políticas culturales de la democracia, insistiendo en el protagonismo de la lengua como materia prima esencial del quehacer artístico en la postdictadura: la palabra literaria deviene superficie de inscripción singular de la forma en que Fogwill entendió “la derrota” de las ideas revolucionarias.

De esta manera propongo un análisis en el que se vinculen ciertas operaciones efectuadas por Fogwill sobre los materiales lingüísticos del cuento “Muchacha punk” con la emergencia en el horizonte político y cultural de estos años de disputas en torno a la lengua. Una vez que la lengua encargada de construir el sentido colectivo hasta el 76, la denominada lengua revolucionaria, según Nicolás Casullo (1997), deviene, en el tiempo posterior a la dictadura, una ruina muda y un descampado de signos, emergen los debates sobre las formas de nombrar la experiencia del pasado traumático y también el presente. Los años en que se escribe “Muchacha punk” están signados por el debate en torno a las ideologías lingüísticas de la sociedad argentina (Dalmaroni, 2004; De Diego, 2007), y Fogwill hace eco de esto tanto en su obra literaria como en sus escritos periodísticos.

Para abordar este aspecto abrevo de los aportes de la glotopolítica, principalmente de la propuesta de Paul Kroskrity (2000), y entiendo por “ideologías lingüísticas” un cluster- concept en el cual concurren diversos aspectos de los mundos socioculturales de los hablantes y se construyen evaluaciones lingüísticas de carácter político en torno al uso de la lengua. El concepto permite ver los procesos destinados al establecimiento de una forma determinada de los actos de habla sociales dentro de una comunidad, que se relacionan con un modo de usar los signos que están en disputa. Me interesa pensar que este uso de los signos abarca evidentemente una sonoridad (por ejemplo, en Fogwill, habrá una evocación de ciertos ecos de escrituras y discursos del pasado argentino que se reactivan en sus textos), abarca, asimismo, una tonalidad (Beatriz Sarlo [1984], por ejemplo, referirá al tono de pudor necesario para referirse al pasado, alejado de la crispación de las hablas de los setenta, mientras que Elsa Drucaroff [2011] refiere a una “entonación particular” en las generaciones de la postdictadura, en la cual predomina la semisonrrisa). Los actos de habla sociales se imbrican en una politización de la significación de las palabras y de su percusión sonora dentro del espacio público, lo cual acontece en una escala menor a la de las políticas estatales, emergiendo particularmente dentro del seno de los debates intelectuales. En cada ideología, hay una percepción particular del lenguaje y una valorización del rol de este en lo social, producto de los intereses del grupo que la elabora. De esta manera, se plantea como un sistema de ideas sobre el lenguaje, su uso, su valor, su norma que tiene un claro poder normalizador del orden extralingüístico porque construye el

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“sentido común” (Del Valle, 2007, p. 9), aquello que será legible, o, por el contrario, impronunciable. Calvet (1997) propone pensar en términos de “políticas lingüísticas” en tanto prácticas que llevan a cabo una acción sobre la lengua y sobre su materialidad, interviniendo de alguna manera su forma. Esta acción se basa en elecciones conscientes, “las cuales afectan esencialmente las relaciones entre lengua(s) y vida nacional” (Calvet, 1997, p. 5).

La obra de Fogwill va adquiriendo una progresiva “legibilidad” dentro del campo crítico y literario, pasando de ser primeramente rechazada o ignorada a ocupar, desde la década de los noventa, lugares centrales desde los cuales leer la literatura de postdictadura. En el marco de este desplazamiento cobra relevancia leer el cuento desde una perspectiva que tenga en cuenta sus reediciones, efectuadas en 1983, 1992, 1998 y 2009, ya que en estas Fogwill va reescribiendo el texto original, aunque los cambios que puedan observarse sean muy selectos y hasta escuetos (por ejemplo, cambia solo una palabra dentro de un párrafo). Estas pequeñas reescrituras expresan una voluntad por parte del escritor de mantener activa a lo largo de las décadas la propuesta que se emplaza seminalmente en el propio texto “Muchacha punk”: la de trabajar la lengua desde una ideología lingüística que remarque, sin apaciguar, sus contrariedades expresivas. Esta es la poética fogwilliana que comienza a conformarse desde sus primeros textos publicados, de allí la importancia de abordarlos desde la perspectiva histórica propia. La contrariedad expresiva hacia el interior de la escritura en Fogwill se produce a partir del empleo ambiguo y turbio de ciertos vocablos nucleares para el imaginario social de estos años, y de formas de narrar que se desmarcan de la política de la lengua de mayor consenso de los ’80; la del pudor expresivo, como lo expresaba Sarlo en 1984. De este modo, “Muchacha punk” se postula como acto de habla “marginal”, proveniente de aquellos pequeños mundos equivocados que el propio Fogwill imagina regidos por las “ideas prohibidas” que nadie quiere pronunciar y por “el trabajo sucio” del que nadie quiere hacerse cargo (Fogwill, 1983d).

Las operaciones que procuro rastrear e interrelacionar en “Muchacha punk” tienen que ver con la descomposición de la lengua que produce Fogwill al abrirla permanentemente al examen “clínico” de ciertas palabras clave, ponderando —a veces irónicamente y otras, con pesadumbre— su modo de hacer sentido en la vida cotidiana. Esto tiene que ver con cuatro procesos centrales que observo en relación al texto y su narración: la construcción paródica en el texto de un español otro, de carácter neutro, sin pasado ni futuro, a través del cual el narrador se comunica con la muchacha: el español extraño en el que se transcribe ese diálogo y también el que deviene de un español reducido a la repetición mecánica de “la lengua punk”; la evocación en el texto de ciertos “ecos” de una lengua literaria del pasado, es decir, de otras ideologías lingüísticas; la construcción de un secreto que replica hablas eufemísticas y ecuánimes que emergen sobre el paisaje de la derrota como veladuras en el lenguaje de los ochenta que atañen a lo que Fogwill (1984) piensa como la herencia semántica del proceso; y, por último, el trabajo de reescritura de algunas palabras significativas en las reediciones del cuento, incluyendo la incorporación de un nuevo pasaje.

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Las primeras publicaciones de Fogwill y sus textos periodísticos en el marco de la política de la lengua de los ochenta

Las primeras publicaciones de Fogwill, realizadas entre los últimos años de la dictadura y los primeros de la democracia, dan inicio con el poemario de 1979 Efecto de realidad (en Tierra Baldía), y los volúmenes de cuentos Mis muertos punk (de 1980, en Tierra Baldía), Música japonesa (de 1982, en Editorial de Belgrano), Ejércitos imaginarios (1983, CEAL), Pájaros de la cabeza (1985, en Catálogos). Dentro de este friso de sus primeras publicaciones ocupa un lugar protagónico la novela Los Pichy-cyegos (grafía original que luego será reemplazada por Los pichiciegos), que Fogwill logra finalmente publicar en 1983, en Ediciones de La Flor, luego de que el texto, como comenta Patricio Zunini (2020), circulara en fotocopias caseras por reducidos círculos de lectores habiendo siendo rechazada de manera sistemática por varias editoriales. Traigo a colación sucintamente el peso de esta novela en la obra de Fogwill porque pone de relieve aspectos del derrotero sinuoso de lecturas críticas por el que atravesó este corpus fogwilliano constituido por sus primeros escritos de principios de los ’80, yendo desde el rechazo hasta culminar en la consagración, plasmada, entre otros elementos, en la publicación en Alfaguara de sus Cuentos completos en 2009 y de su Poesía completa en 2016. Algo similar sucede con el rescate posmortem y publicación en 2014 de una novela inédita, escrita en 1980 y titulada Nuestro modo de vida. Los Pichy-cyegos es el texto que de un modo inequívoco le reditúa hacia los años ’90 —es decir, transcurrida ya más de una década— la legitimidad y el prestigio por parte de la crítica académica y los grandes sellos editoriales. Esto acontece, en parte, con el decisivo artículo de Beatriz Sarlo “No olvidar la guerra de Malvinas”, de 1994, en el volumen Escritos sobre literatura argentina. A partir, entonces, de los ’90, mediante una serie de operaciones críticas de relevancia que se vinculan a un trabajo sobre sus propias retóricas críticas, la obra de Fogwill hace su entrada en carácter de “obra precursora” en lo que Elsa Drucaroff (2011) propone llamar “la Nueva Narrativa Argentina”. Pero en el momento más próximo a su publicación, entre el 80 y el 83, esta no tuvo buena recepción —Fogwill, de hecho, dijo al respecto que “escribir Los pichy- cyiegos fue muy fácil… pero hubo que defenderlo, situarlo, posicionarlo. Son miles de días de laburo” (Fogwill, en Zunini, 2020, párr. 8). Esto pone en evidencia que sus primeros textos iban a contracorriente de una zona de la discursividad emergente en la postdictadura, en la que la referencia al trauma del pasado se expresaba entre el abatimiento, la contrición y el sosiego. Al respecto, en su artículo periodístico titulado “La herencia semántica del Proceso” de 1984, Fogwill se refiere a este estado de la palabra como un estado dañado, donde los actos de habla literarios se vuelven funcionales a “la necesidad de dormir entre los sueños” que tienen los lectores y la sociedad argentina en general” (1984, p. 69). Y es que, como afirma Patricio Zunini (2020) “en el inicio de la primavera democrática nadie quería recordar la derrota, y, sobre todo, nadie quería recordar que había apoyado la aventura de la Fuerzas Armadas” (párr. 9).

Estas claves posibilitan interpretar en estos primeros textos de Fogwill un gesto de desobediencia a las formas más consensuadas de la memoria que la crítica cultural y la política comienzan a establecer: permite poner en perspectiva la forma en que el escritor concibe el ejercicio de escritura desde la ponderación de los márgenes del decir colectivo, insistiendo en “ideas prohibidas” (Fogwill, 1983a, p. 203) que solo con el correr de los años, a medida que el campo cultural argentino y cono-sureño fue elaborando nuevas

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miradas y lenguajes críticos para efectuar otra forma de acercamiento al pasado, pudieron ser escuchadas. En este sentido, las primeras obras de Fogwill fueron tornándose significativas en varios aspectos y de ese modo su original voz “ochentera” comenzó a sonar más actual en los noventa y en el 2000 que en su propio tiempo de producción, en tanto esta trabajaba en torno a la imposibilidad de decir ciertas cosas como nueva política de la lengua en la democracia1, dejando al descubierto el hecho de que, como sostiene Drucaroff, en el tiempo que siguió al fin de la dictadura, la sociedad argentina “niega su memoria y tiene una percepción profundamente distorsionada de su pasado y de su presente” (2011, p. 226), negando asimismo el llamado “procesismo” de los argentinos entre el 76 y el 80, es decir, la complicidad civil con el proceso (el excusarse con un “no haber sabido”, “no haber visto ni escuchado nada”, pero también acciones concretas como denunciar a vecinos, celebrar las “victorias” de la guerra de Malvinas, vitorear el triunfo en el Mundial, etc.); una herida que en los noventa comienza a ser asumida, discutida y elaborada en estos términos.

De esta manera, Fogwill ingresa a la llamada literatura de la postdictadura solo en la misma medida en que agrieta los constructos políticos, culturales y críticos que esta concita y que, en última instancia, procurarán volver legibles dentro de las retóricas disponibles de la redemocratización las opacidades e incomodidades propias del pasado traumático. Fogwill advierte que en ese proceso de “volver legibles” las obras, lo que estas tendrían de disruptivo, culmina por quedar apaciguado mediante el mecanismo de la transcripción de sus mundos contra-hechos a lo que este llama una “lengua blanca —el argentino de hoy—” (Fogwill, 1983a, p. 118), es decir, una lengua internalizada acríticamente por los ciudadanos y también la academia, que para Fogwill se halla acorralada dentro de las posibilidades expresivas que impuso el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional (es decir, lo que el Proceso hizo pensable y lo que no).

Esta “lengua blanca” a la cual alude en su artículo “Asís y los buenos servicios” de 1983, constituye un repertorio de palabras neutras, recargadas de buena conciencia civil y de mecanismos sintácticos que ponderan la linealidad del habla, sin demasiados recovecos del sentido (y por ello, podríamos decir, sin goces estéticos que redunden en las temidas banalizaciones del pasado). Esta lengua ha adoptado los recursos lingüísticos y modos del habla de la Dictadura: emplear eufemismos, sostener una mentira como si fuera verdad, enfatizar palabras-consigna que no se desvíen del consenso en un bien común afincado en el ideal del Derecho y la Vida (Fogwill, 1984). Para Fogwill, esta lengua actúa asimilando las formas perturbadoras de las producciones ficcionales dentro de la nueva utopía política de los ochenta: la del reencuentro entre los argentinos, entre sociedad civil y militares. Por ello señala que los agentes culturales de aquellos primeros años de la década (la crítica académica y cultural) ponen a las obras literarias “al servicio2 [cursivas añadidas] del reencuentro nacional” (Fogwill, 1984, p. 116), concebido este reencuentro como una continuación o segunda etapa del Proceso, que opera desde los ochenta, no por la vía de la censura, sino al contrario, por el (en apariencia, inocente) encumbramiento de determinadas palabras, obras y prácticas. Aduce Fogwill: “Represión cultural: tal es la herencia del Proceso, verificada sin censura, sin persecuciones ni ‘listas negras’, [sino] con el sencillo recurso de una ‘lista blanca’ de temas y palabras que entusiasman [al] público” (1984, p. 69).

Esta lectura efectuada desde el seno de las contradicciones de su tiempo lo coloca dentro de las filas de una “ilustración oscura”, sostiene Silvia Schwarzböck (2015) porque para

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Fogwill la victoria de la Dictadura habría sido enmascarada por los Derechos Humanos, siendo esta “una tesis de izquierda que nadie de izquierda estaba en condiciones de pronunciar en plena postdictadura” (Schwarzböck, 2015, p. 60). En los textos periodísticos que como hemos afirmado, son el marco de pensamiento político y estético del volumen Mis muertos punk, el escritor advierte sobre los usos de la cultura en el sentido de estas “listas blancas” (recomendar, guiar el gusto) en función de remedar los desacuerdos políticos en el presente y en relación al pasado que intentaba ser pensado. Porque la cultura, las obras literarias, y los direccionamientos efectuados sobre ella se vuelven para Fogwill el terreno más promisorio para elaborar la necesidad social y política de pensarse dentro de un tiempo nuevo, distante a la Dictadura. La materia prima de la literatura, esta es, la palabra, deviene en un campo de batalla: se da la contienda por la palabra en la palabra misma.

Las prácticas críticas construyen el valor de las obras a partir de la presunción de que habría una sensibilidad estética correcta, en consonancia con una ética social que gira en torno a un rictus de seriedad, contrición, reflexividad. En este contexto, los libros de Fogwill caen entonces también en “las listas blancas” de la crítica, junto a otros escritores como Jorge Asís: allí donde ni siquiera llega a expresarse el rechazo, sino que se esgrime la tranquila indiferencia. Fogwill advierte, por ejemplo, sobre la novela de Asis, La calle de los Caballos Muertos (1983), que

a causa de tantos esfuerzos por vender sus libros y por asimilar su obra a los grandes fines hacia los que convergen el Estado y la Civilidad, el escritor Asís se ha quedado sin crítica en los mayores diarios del país. Apenas el de Clarín amaga que [la novela] tiene ‘ocasionales faltas de buen gusto’. (1983c, p. 116).

Deben entenderse estas operaciones críticas en el marco de lo que Roxana Patiño señala como

la profunda reforma de las relaciones entre cultura y política que se produce por estos años [y la cual] forma parte de este mismo proceso. Luego de una larga hegemonía de la cultura política de izquierda en el campo intelectual… se plantea un conjunto de cuestionamientos a sus contenidos que provienen del mismo sector de la izquierda” (Patiño, 1997, p. 6).

Este proceso va de la mano de “una operación de puesta al día de la crítica” (Patiño, 1997, p. 12). En este sentido, José Luis de Diego (2007) señala varios desplazamientos terminológicos en la lengua crítica y política de principios de los ochenta que indican los reacomodamientos ideológicos que se experimentan y que contribuyen a esta invisibilización de ciertas producciones literarias del momento. En primer lugar, si los setenta hablaban de una “primacía de lo político”, durante la democracia esta será sustituida por el concepto clave de “ética” que se entrelaza a la idea de la tolerancia y, centralmente, a los Derechos Humanos. Asimismo, De Diego (2007) releva en los discursos de la época un

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desplazamiento desde el sintagma clave liberación nacional hacia el significante de democracia en tanto axioma de indiscutible valor sobre el que se genera un férreo consenso. La palabra democracia expulsa de lo decible a la palabra revolución. Esta pierde todo sentido, salvo el de percibirse auditivamente como un arcaísmo.

De lo anterior se desprende que las narrativas que entraron en el radio de interés de esta crítica académica pero también de la crítica efectuada en medios masivos como diarios y revistas, estuvieron signadas por la discursividad del Nunca más de CONADEP, sostiene Dalmaroni (2010), imbuidas de los valores tanto estéticos como éticos que esta asentó con su presentación televisiva en 1984, formando una especie de doxa modeladora de formas de narrar y también de los modos de entender lo acontecido. En 1984, Sarlo escribe: “[La] crispación estaba ausente en Nunca más. Los que nos contaban su proximidad de la muerte habían renunciado a todo énfasis” (p. 2). Queda subrayado así el acto de “la renuncia” a los desbordes expresivos de la lengua como un gesto ético vuelto necesario para hablar del pasado. Este uso demarcará la zona representacional de lo aceptable socialmente, dentro de cuyos límites puede ser construido el relato del horror y la violencia según un fin celosamente custodiado: la reparación vía el entendimiento no-ideologizado de lo que sucedió. La modosidad requerida para las hablas en los ochenta es capturada y llevada al paroxismo en “Muchacha punk”, cuando el escritor repita con fervor las expresiones de los punks, haciendo un guiño a la temida crispación setentista (“maldita cerda” “sucia”, “malditos”, “muérete”), que evidentemente pone al descubierto que allí, dentro del área de “lo permitido” para la escritura literaria, donde aparece una referencia artificiosa a la violencia verbal, no hay capacidad real de expresar el horror.

Hacia finales de los noventa, el crítico Nicolás Casullo realiza una evaluación en retrospectiva del este proceso de recambio lingüístico. En su ensayo “Los años 60 y 70 y la crítica histórica” se pregunta en qué lengua debería entonces expresarse la crítica después de que el habla de aquellos años, sus términos, sus modalidades del énfasis en ciertos signos lingüísticos “fueron barridos en su posibilidad de ser contados, examinados, por ese corte que la barbarie represiva provocó en la conciencia de nuestra sociedad” (Casullo, 1997, p. 7). Para Casullo (1997), aún después de casi dos décadas de vuelta a la democracia, queda un relato pendiente del pasado, porque los que se han aproximado a él, lo han vuelto “impronunciable” y lo han invalidado como cantera lingüística para la construcción de las actuales retóricas.

Dentro de este marco mayor de disputas en torno a las políticas de lengua, según percibe Fogwill, la escritura literaria estará asediada por el interés de un sector de la intelectualidad en reinstalar “el salón literario” de la (gran) literatura argentina que dé nuevo sentido a la praxis crítica (Fogwill, 1983c) y alimentar, en concomitancia, “la industria editorial” (Fogwill, 1984). Porque, piensa hacia el 84 Fogwill, si en los primeros años de la Dictadura, la “ofensiva editorial corrió por cuenta del bando perdedor (1984, p. 82), luego, en la postdictadura, no habrá obras que celebren la victoria “porque los victoriosos necesitan hacerla pasar como una derrota” (p. 83), de manera que las editoriales se alimentan de relatos que evocan la derrota, pero estas y sus formas de narrarlas ya son parte de “un aparato involuntario de celebración de la victorias” (p. 83). Los “ganadores” no necesitan escribir obras, ellos tienen sus voceros quienes “oblicuamente asumen su representación” (p. 84), y, para el escritor, entre ellos están ciertas voces de la crítica, los medios masivos y los periodistas “oficialistas” de la “prensa dominical”. Todo ellos habrían adoptado el “léxico falso” de la Dictadura para sellar un “contrato terminológico a través

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del cual el orden social se hace entender mejor que con la enunciación de cualquier decálogo de moral pública” (p. 84). En consecuencia, para escapar de esta anestesia del lenguaje, Fogwill construye sus relatos desde el punto de vista del mal, “en su papel de ilustrado oscuro… piensa para el salón literario… el pensamiento de la dictadura: se imagina cómo pensarían los vencedores (Schwarzböck, 2015, p. 62).

En el relato “Muchacha punk”, el narrador oscila entre ser un traficante de armas que de manera paralegal sirve a la estructura del amiguismo del estado argentino con su “transa” (esta es la voz que prima en el cuento, la del mal), y también, construirse desde el lado diametralmente opuesto; el de la víctima histórica de la dictadura, lo cual lo acerca a la figura del secuestrado cuando pone de manifiesto la condición real de escritura del cuento (alusiva a una reclusión) que le impediría hacer todo lo que en este se relata (viajar, comprar, conocer gente, ver vidrieras, dormir en un hotel). Pero aún más, le impide incluso toda experiencia afectiva con un otro, señalando así una situación de aislamiento vital total: esta es la otra voz que rasga la verosimilitud del relato del viaje a Londres y el encuentro con la muchacha punk, introduciendo en el origen de la escritura un hecho histórico que invalida lo narrado y lo coloca en otro lugar discursivo: ya no en función de relatar relajadamente una anécdota que pretende ser divertida, sino en función de sostener el ejercicio de imaginación humanamente necesaria, llevado a cabo por un sujeto despotenciado por el encierro en el que se encontraría3. Pero en el medio de esta oscilación el narrador asume una tercera voz por encima de ambas para parodiar el habla del crítico literario e introducir apreciaciones metacríticas sobre el texto. Cuando se queda solo en la cocina del aristocrático departamento de la muchacha, el narrador comenta “mientras comía con mi cuchara de madera, recorría las dependencias de la cocina: arte testimonial” (Fogwill, 1980, p. 115). El narrador llega hasta el sótano de esa misma cocina, el cual funciona como una especie de trasfondo inusitado de la casa de la muchacha, y también del cuento, en particular por las fantasías escriturales que dispara y a las que me referiré en el análisis. En el mismo párrafo, unas líneas más arriba, lanza la sentencia: “El arte, creo, debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una burda forma del onanismo, puesto que hay mejores” (p. 114). La referencia apodíctica al género del testimonio en calidad de un “deber ser” de lo relatado y como estética contrapuesta a la banalidad y “onanismo” de otro tipo de relatos, recoge las propias disputas estéticas que estaban teniendo lugar en los discursos críticos de los ochenta. Exhibe aquí Fogwill lo que Bracamonte piensa en términos de las “modalidades de su escritura para contar la política, con políticas del lenguaje” (2007, p. 515).

El cuento “Muchacha punk”, sin dudas, no fue receptado como representativo de una literatura que hablara del pasado en los términos estéticos, políticos ni éticos en que la crítica entendió que ese habla debía acontecer. Y por ello, este se vuelve una caja de resonancia que invierte la política de la lengua de estos años, amplificando las zonas de silencio del discurso, sus “sótanos”, trayendo al centro de su escritura las palabras incómodas y asimismo, los postulados medianamente consensuados. Estos se inmiscuyen en su escritura fingiendo una voluntad narrativa entusiasta y obediente (“yo soy respetuoso de las decisiones de mis protagonistas” [p. 114], afirma el narrador en “Muchacha punk”), para subrayar de este modo los usos velados, comedidos, de la lengua. Escribir sobre el pasado traumático será para Fogwill ejercitar permanentemente el desajuste entre la palabra literaria, la lengua consensuada del uso cotidiano (petrificadas por los medios masivos) y las retóricas de la crítica.

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El trabajo sobre la lengua y los modos de narrar en “Muchacha punk”

“Muchacha punk” trabaja estéticamente sobre la línea de engranaje de las múltiples capas lingüísticas que se acumulan y colisionan en la disputa por la construcción del sentido dentro de los últimos años de la Dictadura y en la inmediata Postdictadura. Para ello, el cuento ficcionaliza actos de habla diversos, captando las intensidades de algunos signos lingüísticos que se hallaban disponibles y pero también en disputa dentro del discurso público de estos años. Algunos de estos signos ya acusaban su desgaste ideológico e incluso, pasado el 76, el halo de desacuerdo que los envolvía (“mi tierra” [Fogwill, 1980, p. 121], “mi querida Patria” [p. 120], “Argentina”, repite el narrador), mientras que otros estaban por entonces en el fuego cruzado de los debates en torno al “procesismo” (Drucaroff, 2011) de la sociedad civil (al respecto, el narrador también repite la frase “nunca se sabe” [Fogwill, 1980, p. 114]). Fogwill enrarece estas palabras y expresiones incrustándolas sin ningún trasfondo moral en el habla de un sujeto de oficio no esclarecido, más bien siniestro, para arrostrar finalmente el estado derrotado de la palabra colectiva: porque lo que terminará por narrarse en “Muchacha punk” es la imposibilidad de cualquier verdad en la lengua que se practica. En esta perspectiva, Horacio González (2013) lee a Fogwill desde la figura del escritor-inquisidor que procura examinar una verdad que residiría en el lenguaje, pero que inmediatamente también demuestra que esta ya no está en el lenguaje instalado después del 76. De esta manera, el cuento va a exponer abiertamente los materiales lingüísticos de los que se vale, abrevando de la arqueología cultural de algunos de ellos, incorporando también su forma de “(re)sonar” dentro del discurso para hacer jugar los “ecos” de las palabras, la memoria colectiva que alojan y que provienen de otros momentos históricos y de otras políticas de la lengua literaria.

Fogwill hace emerger estos actos de habla diversos en cada uno de los distintos planos escriturales con que lleva adelante la narración de “Muchacha punk”. Para el análisis, convendrá detenerse en cada uno de ellos, de manera que podamos observar las operaciones que realiza sobre la lengua.

1)En el primer plano se construye la historia que el relato afirma (por el tratamiento central que les da a los hechos) efectivamente desear contar; la del encuentro sexual entre un narrador que se autofigura “varón” (Fogwill, 1980, p. 96), “sudamericano” (p. 118),

“hombre y argentino” (p. 120), con la “muchacha punk”, una joven inglesa aristocrática llamada Coreen, en una fría noche de diciembre en Londres. Esta es una historia, si se quiere, feliz, de cierta jocosidad y con matices del relato de aventuras, que recubre toda la superficie de la narración con su carácter de acción protagónica. Pero va a estar jalonada por pequeñas digresiones en el discurso que la remitirán a un fondo de horror —incierto y latente—. Las digresiones advienen desde un segundo plano del cuento que se halla siempre solapado y vigilado por el narrador. Más adelante nos detendremos en él.

El primer plano del relato, la historia del encuentro con la muchacha, se abre de manera codificada, haciendo uso de un tipo de lenguaje caro al “Fogwill sociólogo” —ese otro Fogwill, dueño de una empresa de marketing en los años setenta—; me refiero al lenguaje computacional. Lo que en este lenguaje se relata es una partida de ajedrez que está aconteciendo en una computadora. En la pantalla, los movimientos mecánicos de los hologramas de peones y reinas, vistos a través de la mediación de la vidriera del bazar Selfdriges, cuentan una guerra reduciendo al mínimo los elementos del relato en pos de la

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regencia del hiperracionalismo de la lengua. De esta forma expresa el automatismo de los bandos confrontados (la izquierda y la derecha de la pantalla), lanzándolos hacia un plano abstracto, sin tiempo, ni épica ni moral, para culminar en lo que el texto advierte como “la primera decepción del narrador”: el hecho de que “la computadora decretó tablas a la jugada 147” (Fogwill, 1980, p. 97). En El país de la guerra Martín Kohan (2014) sostiene que Fogwill altera el estatuto del relato de guerra y abre en la narrativa argentina la nueva vertiente posible de un contrarrelato que se desmarca justamente de la lógica de la victoria o derrota. En el cuento, la descripción de las partidas es extensa, mientras estas suceden, el narrador mira el paisaje a su alrededor y siempre regresa impávido a la fascinación de la pantalla:

ganaban blancas, la mitad derecha de la máquina. Las negras habían perdido iniciativa, su defensa estaba desordenada… Las blancas atacaban con una avanzada de peones protegida por Dama repatingada en cuatro torre rey. Cuando las muchachas se acercaron era el turno de las negras. Negras vacilaron quince segundos o tal vez más: era la jugada 116 o 118… una pequeña impresora relataba cada partida en código de ajedrez. (Fogwill, 1980, pp. 96-97).

Esta demora en la descripción de la partida de ajedrez en la pantalla de una computadora, ocupando casi tres páginas del libro, pone de relieve el interés del relato por trabajar algunos ecos literarios que advienen como un resto de habla arcaico que será incorporado como un guiño escritural. Reaparece así, pero dado vuelta, el tránsito modélico de la intelectualidad de los sesenta y los setenta condensado por Rodolfo Walsh, quien se narra, yendo en múltiples sentidos, desde la abstracta partida de ajedrez en el bar de La Plata en el 56 hacia el compromiso con una historia de violencia que, según refiere en el prólogo de Operación masacre, le “ha salpicado las paredes” (Walsh, 2001, p. 16). Este trayecto es convocado por Fogwill para ser invertido en tanto vuelto a encapsular en una lejanía y enajenación (la de la simple partida ajedrecista sin trincheras) donde toda batalla ya fue librada y solo quedan las derrotas que son en verdad un empate decepcionante (el decreto de tablas que realiza la computadora), donde quedan sus números y los códigos que expide cada determinados minutos una máquina para mantener a todos los transeúntes informados. Hay un eco de otro tiempo previo al 76 que se convoca para poner en escena la pérdida de su sentido político, el desgarro de su significado primero. Este “eco” de un habla intelectual setentista, pero también de un modelo de compromiso escritural que le fue concomitante, vuelve a estar presente con una referencia irónica a Cortázar, cuando luego de intimar con la muchacha, y sin poder dormirse, el narrador mira los objetos de la habitación de la chica y encuentra entre los libros uno de Julio Cortázar y se asombra: “¡Buenos libros! Blake, Woolf, Sollers, buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (Hay que ver en una de esas camas señoriales lo que parece [cursivas añadidas] Cortázar escrito en inglés)” (1980, p. 118). En el relato, el escritor argentino epítome del compromiso intelectual con la revolución, protagonista también del desplazamiento modélico entre, como dice Claudia Gilman (2003), la pluma y el fusil, se encuentra traducido sin más al idioma “del enemigo” imperialista, apilado junto con otros autores con los cuales forma un

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palimpsesto multicultural de textos “universales”, al lado de manuales de física y revistas de ciencias naturales: un nuevo orden del decir, y del leer, que neutraliza la potencia de su habla revolucionaria, quedando como materia inerte.

El habla de los años revolucionarios también emerge en el relato a través de otro signo lingüístico cargado de intensidad, me refiero al término muchacha, colocado en el propio título del cuento y trabajado a lo largo del relato a través de repetidos diminutivos y/o posesivos (“mi muchachita” [p. 108], por ejemplo) que dan cuenta de una sentimentalidad apostada, temporalmente desfasada, la cual cita de manera tergiversada la clásica canción de Spinetta “Muchacha ojos de papel”, grabada en 1969 y que, como el propio Fogwill advierte en un artículo de 1983 para el diario Vigencia, se había convertido en el himno de los jóvenes setentistas. Fogwill se refiere al “concepto de muchacha” (p. 234) como palabra clave de una educación sentimental de los sesenta y setenta (una educación que para Fogwill tuvo un carácter naïf, colegial, adolescente) que ya no existe4. Esas “muchachas” de los sesenta5 (ojos de gorrión, pechos de miel, corazón de tiza), no están, se han convertido, luego de veinte años, en mujeres burguesas, y por ello, utilizar el término muchacha sonaría inadecuado, porque ahora, en los ochenta, lo que hay son “flacas”, “minas”, “mujeres” (p. 234). A ellas, escribe,

hay que llevarlas a comer a restaurantes caros y hay que devolverlas pronto a sus casas porque siempre tienen maridos o chicos esperándolas… o necesitan volver temprano porque han tomado una ‘muchacha’ nueva que todavía no está familiarizada con la casa [cursivas añadidas]. (Fogwill, 1983b, p. 234).

En la Argentina postdictatorial, el signo lingüístico que condensó la jovial ternura e ilusión de toda una generación se resquebraja a la par de una sociedad entregada al disfrute de “la plata dulce”. Esta garantiza “un modo de vida”, es decir, Nuestro modo de vida ([1980] 2014), como expresa el título de esta novela póstuma, pero escrita en paralelo a Mis muertos punk. Este modo está signado para el escritor por el consumo como mecanismo funcional a la repetición de un orden, donde una nueva clase media comienza a darse sus lujos, entre ellos, el ser atendida por la servidumbre de las “muchachas”. Es así como imagina Fogwill la conversión de la utopía juvenil de los años revolucionarios en un aburguesamiento de la vida, puesto en evidencia en la arqueología sígnica y sonora de la palabra misma.

Pero la chica del cuento es “muchacha”, y es además “punk”, londinense, de padres vinculados a la explotación imperialista de las colonias británicas en África e India. Vive en un piso despampanante, donde aloja a otros punks y también, por supuesto, a su ejército de servidumbre. La relación con ella y la necesidad de comunicarse hace que emerja en el texto una lengua extraña que desfigura permanentemente la legítima lengua literaria de esa “querida Patria” (Fogwill, 1980, p. 120), Argentina, tal como se afana en decir el narrador. Esta emergencia corresponde a una decisión escritural que anuncia el narrador cuando advierte al lector: “[Lo que pasó] voy a contarlo en español” (p. 104). Pero ese supuesto idioma español que emplea es marcadamente diferente del que lo encuadra (es decir, aquel con el que se escribe el cuento) por que se halla empobrecido al extremo en tanto está

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puesto solo al servicio de una función práctica. De manera que esta lengua, que es la misma pero otra (como pensaba el propio Fogwill de la lengua común “heredada del Proceso”), quedará alojada dentro del texto como un “español” deformado (con el que se contará el diálogo con la muchacha) dentro del “español” legítimo. La operación es simple: el escritor imita la sintaxis trabada del hablante no-nativo y su incapacidad de articular correctamente los elementos idiomáticos, faltándole léxico para expresarse con propiedad, obliterando los conectivos y los artículos. El narrador escribe, por ejemplo: “¿Puedo yo sentarme?” (p. 104), o “Portugal es lleno de maravillas” (p. 107), también, “Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo” (p. 105); “Es no fácil saber” (p. 114). En algunas frases está ausente el sujeto, en otras está repetido hasta la cacofonía, algunos verbos no tienen conjugación, asimismo falta concordancia entre el sujeto y el predicado de la oración, en otros pasajes se escriben las palabras según suenan (“ai camin” por “I’m coming”), entre otras peculiaridades.

La incorrección sintáctica, que percute en una pérdida de la densidad semántica, construye así un lenguaje endurecido y artificioso, que por ello mismo destituye desde el interior de la obra al acto de habla literario que se pretende. Porque, si cuando el narrador describe a la muchacha se afana en pulir cada una de las palabras que emplea —aunque esto suceda ironizando la tradición literaria del retrato de la amada (“Era etérea. Esa nota, lo etéreo, era la que hubiese definido mejor a la muchacha” [p. 103]; “Tenía… el conjunto de rasgos que más me atrae, esos que se suelen llamar “aristocráticos’” [p. 102])—, luego, cuando emerge este “español dentro del español” la escritura no hace sino tocar el límite del lenguaje y despotenciarlo, poniendo en tensión la voluntad de “arte testimonial” que se atribuía el narrador, y el propio estatuto literario del texto en la medida en que es horadado por el cliché y la carencia de tonalidades en los signos: la experiencia del relato se vuelve plana y burlona. Este “español” —tal como lo nombra el narrador, dándole el estatuto de idioma— parasita la escritura mayor del cuento, y amenaza constantemente con su ininteligibilidad; es una lengua hecha de restos de otras, sin pasado y sin futuridad, anclada en la referencialidad y el instrumentalismo de un signo que morirá cuando finalice el encuentro con la muchacha. De esta manera, activa en el relato un archivo sonoro arcaico pero aún presente en el imaginario cultural, trayendo los ecos de una política de la lengua literaria argentina que puede retrotraerse hacia comienzos del siglo XIX y que ha hecho también hablar al otro, en este caso al nativo indio precisamente como un “no-nativo”. Es una política de la lengua que lo pone a hablar en un español que es siempre la reducción raquítica del idioma, basado en una sintaxis inconexa y apenas entendible, como indicio lingüístico de su barbarie. El narrador y la muchacha punk hablan “como indios”, según nuestra propia idiosincrasia cultural e idiomática entiende esta expresión y la ha usado históricamente en el discurso social de forma peyorativa y a la vez, naturalizada. La referencia a los indios (y su venganza) está en el propio cuento remitido a los nativos watussi y al horizonte imperialista inglés en el que son aculturados, a lo cual me referiré en el párrafo siguiente.

En El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos, Carlos Gamerro (2016) sostiene que en los textos argentinos, desde Echeverría hasta César Aira, los indios nunca hablan de manera verosímil el idioma (p. 14). Nuestra literatura es incapaz de poner en su boca palabras justas, reduciendo al absurdo sus expresiones (p. 14), ya sea por carencia de habla o por exceso. De esta manera el indio es remitido a un afuera del lenguaje, clausurando todo diálogo con él. Y como al indio, a ese afuera siempre será llevado el otro

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de la Patria —ininteligible, inaudible, incomunicable— ya que estando allí se le puede endilgar cualquier decir (desde un grito hasta una elevada disquisición filosófica, como en Ema la cautiva, de Aira). Por estos años ochenta, en la televisión argentina aparece la publicidad del “Gran jefe” de los electrodomésticos Aurora Grundig, que lanzaban un plan de ahorro en cuotas para poder comprar paliando la hiperinflación que se vivía. Como advierte Zunini (2020), Fogwill era un escritor muy sensible a los discursos masivos, en particular al de la televisión y los periódicos, alertando permanentemente sobre los actos de habla que estos instalaban, en gran medida porque el propio escritor venía de ese mismo mundo del marketing y la publicidad. En esta propaganda, el Gran Jefe arribaba de Tierra del Fuego (donde estaba la fábrica de Grundig) ataviado de plumas y smoking, a decirles a las amas de casa un latiguillo publicitario de gran sensación: “Usted cumplir, usted ganar”. Nuevamente, la falta de conjugación verbal en sus expresiones deja afuera del tiempo al habla del otro, en este caso, al indígena.

En el cuento se yuxtaponen y colapsan estas ideologías lingüísticas que he venido mencionando, trabajándolas como ecos de mecanismos lacerantes, como inscripciones de la violencia en la materia del lenguaje. Irrumpe también, desde la tensión desatada al interior de las lenguas nacionales, el trasfondo político colonialista que el relato pone de manifiesto insistentemente. En el bar donde están las muchachas punks, el narrador refiere:

El mozo… me habrá imaginado un viajero de Europa Oriental o un poblador de alguna colonia del Commonwealth, tal vez un malvinense. Llevaba en el bolsillo de mi campera la edición aérea del diario La Nación, pero evité mostrarlo para no delatar mi condición de hispano-hablante. (Fogwill, 1980, p. 100).

Ese trasfondo de violencia latente sale a la superficie del relato cuando el narrador, ya ubicado en el departamento de la muchacha, mira con estupor el sótano de la cocina, es decir, el “detrás” del lujo y el confort: un sótano atiborrado de alimentos enlatados y con una gran máquina de asar, “además de varios hornos verticales y un hogar para hacer pan” (Fogwill, 1980, p. 115), e imagina por un momento, cuando se queda solo, que en esa gran máquina “se podrían dorar media docena de misioneros mormones ante un millar de watussi desesperados por su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí” (Fogwill, 1980, p. 115). La imagen condensa lo que González (2013) llama los diferentes grados o escalas del terror que hay en el lenguaje, las cuales Fogwill examina y trabaja en sus textos, cuando esa simple maquinaria culinaria se revela potencialmente catastrófica y el escritor entiende que ese horror, como sugiere González (2013), tiene que ser escrito (inscrito) en alguna parte de la lengua.

La posibilidad de ser descubierto “hispano-hablante” lleva al narrador a esconder el periódico, pero, en cambio, este no tiene reparo alguno en adoptar la “lengua punk” de las muchachas: y lo hace tan bien que termina por revelar su artificiosidad predispuesta a ser imitada. La actitud contracultural y desafiante de esta nueva juventud de los ’80 es sin dudas parodiada por el narrador; esta parece no tener nada más interesante que su propia categorización de “punk”, la cual es repetida de manera burlona, llevada así al absurdo, en varios pasajes del cuento, por ejemplo: “hubiese definido mejor a la muchacha para mí de

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no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk que lucía punk como al descuido, negligentemente punk ella [cursivas añadidas]” (Fogwill, 1980, p. 3). La lengua que hablan, y a la que se suma el narrador como si se tratara de un juego de niños, se presenta, no casualmente en el texto con un grado de violencia verbal que busca ser presentado como impostado. Por ejemplo, una expresión que se reitera en la escritura es “son unos cerdos malolientes hijos de perra” (p. 112), la cual trae al cuento otros ecos lingüísticos, en este caso el de los doblajes al español estándar que comenzaban a escucharse en los cines y en la televisión nacional. La repetición exacta de ese insulto que tiene mínimas variantes (“cerdo/as malolientes/sucios hijos de perra”), y que condensa el acto de habla “punk”, hace que la violencia que literalmente se dice y se escribe en el texto suene en verdad como una mera expresión neutra (un latiguillo, un cliché). Porque no hay en ella, al igual que tampoco hay en el pseudoespañol con que se transcribe el encuentro, modulaciones lingüísticas que impriman el terror, la violencia real y vivida por la sociedad argentina, en su materia fónica. Por el efecto de contrapunteo, se pone de manifiesto que el terror estará contenido en otro plano: en aquel que entre silencios, secretos, alusiones, nos mostrará el desgarro interno en las maneras de nombrar las cosas después del 76.

2)Y es que, como referí con anterioridad, el cuento se construye incorporando un segundo plano que constantemente irrumpe en la superficie y jalona lo dicho hacia otros sentidos más opacos. En este, la fecha de 1976, más precisamente, tal como se lo nombra en el cuento “desde [cursivas añadidas] marzo de 1976” (1980, p. 117) cuando se instala en Argentina el terrorismo de estado, es un parte-aguas que incrusta de forma disruptiva en el texto la cuestión de la posibilidad o no de narrar, y cómo hacerlo. La pregunta por el modo correcto de nombrar los hechos, y en particular, de nombrar el acto sexual con la muchacha punk —la cual es una pregunta por la afectividad, permitida o no según la lengua que se habite—, se conecta varias páginas después con el peso de esta fecha. El cuento comienza:

En diciembre hice el amor con una muchacha punk. Decir que ‘hice el amor’ es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que ‘hicimos’ ella y yo, no eran el amor y ni siquiera —me atrevo hoy a asegurarlo— eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Pero lo que importa de esta historia es que la muchacha punk y yo ‘nos acostamos juntos’. (Fogwill, 1980, p. 95).

La distancia entre “hacer el amor” y “acostarse juntos” subraya la duda en torno a una experiencia para la cual no se encuentran las palabras que la relaten. Descarnando aún más la expresión, el narrador prosigue preguntándose cómo contar su encuentro con las chicas con “otro decir” (Fogwill, 1980, p. 95) “porque todo hubiese sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior nuestro, eso” (Fogwill, 1980, p. 95). En otras palabras, lo que sostiene el narrador es que hacer el amor también equivaldría a abandonar la posición bípeda por la horizontal dentro de un cuarto. El acto termina por volverse innombrable, deviniendo en un “eso” indefinido; y este es un vaciamiento del lenguaje que cobra relevancia cuando justamente es el encuentro amoroso el tema principal a ser narrado, tal como anuncia el cuento desde su primera oración. La violencia del 76

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arrasa con las posibilidades afectivas del lenguaje, y, en consecuencia, con las posibilidades de su vivencia y transmisión; lo que queda del “amor” en el discurso del sujeto es un mero “eso”, desafectado, ambiguo, alusivo, que más bien pone de manifiesto el proceso de desapropiación y extrañamiento del sujeto frente a sus experiencias más íntimas y vitales. La lengua del 76 reduce el arte amatorio a un ejercicio animal, pone en duda la propia existencia del amor, y es ahí donde reside el verdadero terror. En este sentido, Luppi señala que Fogwill

conecta la intimidad y la política como espacios de poder, narra lo micro con tono macro y devuelve distorsionada por escrito la ambigüedad de su época, en particular el cinismo triunfante, la disociación con el pasado y la crisis de representatividad. (2016, p. 83).

En una nueva torsión de este desgarro del signo, la “herencia semántica del proceso”, como la identificó Fogwill pocos años después de escribir “Muchacha punk”, cancela la posibilidad de haber vivido lo que se cuenta. Hacia la página 117, en medio del relato, se coloca lo que el narrador llama “la tercera decepción del lector”, y refiere a que nada de lo narrado ha ocurrido: “Yo jamás me acosté con una muchacha punk, ni estuve en Londres, ni se me franqueó la entrada a casas de tal categoría. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el amor con otras personas” (Fogwill, 1980, p. 117). El narrador incorpora el registro testimonial para ofrecer como prueba de su no-hacer-eso (con nadie) el peso histórico y lingüístico de una fecha; porque la misma expresión “desde marzo del 76” ya lo pone de manifiesto en el acto de desdecir y silenciar toda experiencia posible, imponiendo su propio orden, vaciando el pasado y su recuerdo para dejar la nada como signo. La imposibilidad de hacer el amor desde la Dictadura vincula a la vivencia del narrador, como hemos referido ya, a la del secuestrado en la medida en que alude a una imposibilidad vital de carácter supino para cualquier sujeto.

En este segundo plano del relato se aloja entonces otra historia que se dirime entre la posibilidad de ser contada —en el sentido de ser llevada al lenguaje comunicable—, o la de ser tapada completamente. Es una historia que el relato resolverá contándola veladamente, desde el artilugio del secreto nunca revelado. Este se vincula a la cuestión del “oficio” del narrador ya que se sugiere también que vive de los negocios corruptos, aquellos que sostienen prácticas propias de la Dictadura pero que también alimentarán las prácticas paraestatales de los comienzos de la democracia. De este modo, cuando la muchacha le pregunta qué hace en Londres, el narrador responde “nada, paseo”. Ese “oficio” lo lleva a deambular por un mapa particular, diferente del de la colonialidad antes referido, pero yuxtapuesto a él y tensionado en el relato: el de la Europa de la Guerra Fría, yendo — sospechosamente— de un lado al otro del Muro (Yugoslavia, Bonn, Copenhague, Irlanda, Londres, a dónde, por ejemplo, refiere haber viajado ya varias veces y haberse alojado en el mismo hotel). Sus viajes tienen como objetivo hacer ciertos “negocios”, “averiguaciones” y también comprar armas para sus “clientes” (p. 99) y “amigos” (p. 97) en Argentina. Esto se relata como si fuera “al pasar”, sin manifestar el interés por hacerlo, más bien soltando detalles aislados que son tratados en el relato como irrelevantes, o dichos solo en función de alguna otra información que es colocada para el lector como más importante y que siempre

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tiene que ver con la cuestión del encuentro con la muchacha. El tono que predomina es aquel con que se cuentan las cosas rutinarias. Sin embargo, en otros momentos, el narrador mide sus palabras para hablar con sumo cuidado de lo que hace y de dónde viene, en especial cuando otros se lo preguntan. La primera contestación a la muchacha con el eufemismo de que está “paseando” por Europa es una evasiva que el narrador ya maneja de forma premeditada para ciertas “situaciones”: “paseo- dije, y recordé una receta que siempre funcionó bien con hippys y supuse se adecuaría a mi nueva situación. ‘Yo disfruto conocer gente y entonces viajo… con gente, me entiende… viajar… conocer… gente… eh… así… gente…” (Fogwill, 1980, p. 106). Luego, hacia el final, cuando le preguntan acerca de su procedencia tanto el armero judío-inglés como el librero pakistano (sic) a quien compra el “catálogo de armas y unos artículos de caza mayor para mi gente en Buenos Aires” (p. 122), el narrador se repliega en su pensamiento y antes de decidir decirles abiertamente que viene desde Argentina, manifiesta su recelo: “Contesté en ambos casos con la verdad: ¿Iba a andar con remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué hubiese hecho otro en mi lugar…?” (Fogwill, 1980, p.122). Es en este sentido que Fogwill puede ser ubicado para Drucaroff (2011) como un escritor precursor de la Nueva Narrativa Argentina, porque incorpora a ella este tipo de “mancha temática”, como la denomina esta crítica, la de la “memoria falsa”, construida desde información confusa, mezclada, enrarecida.

De esta manera, el segundo plano narrativo que se sobrelleva como un bajo-fondo de la acción, culmina por construir una forma del secreto que nos hace cuestionar constantemente desde qué lugar enunciativo se escribe realmente; o dicho de otro modo, ¿de qué lado de “los bandos” —tal como el propio Fowgill los conceptúa en su artículo de 1984—, aquellos alegorizados al comienzo del texto por las piezas negras y blancas y la derecha/izquierda de la pantalla, se encuentra el narrador y el texto? Para Ricardo Piglia, el sostenimiento del secreto en el relato tiene que ver con una mirada política que se hace sobre la sociedad y que se presenta en la escritura mediante ese tipo de sustracción de una información (2019). El secreto será la metáfora de una falta que fragmente la historia, y por ello mismo, actúa a nivel formal y temático dentro de un relato (Piglia, 2019). El secreto es aquello que no puede ser asimilado directamente, de manera que en sí mismo, su presencia afantasmada, presupone un tipo de relación entre quien escribe y quien lee, y es aquí donde vuelve a ponerse en juego el estado singular de la palabra en la postdictadura, perimetrando continuamente desde la lengua establecida, lo que se puede decir, lo que se puede entender, y lo que se debe callar.

Este lugar del “hacer en las sombras” lo que hay que hacer, es asumido por Fogwill como una poética propia y como forma de contestación al mainstream cultural de estos primeros años de la década de los ochenta. En su texto de 1983 titulado “Encuesta: ¿qué aportaron los marginales en la última década?” publicado en Vigencia, Fogwill identifica una serie de prácticas “marginales” y comúnmente descriptas como “turbias”, (enumera: gangs económicos, contrabando, juego clandestino, aborto, mendicidad, trabajo ilegal, tráfico de drogas, hampa organizado, trata de blancas, mafias, “entongue”, robo, cafisheo, etc. [Fogwill, 1983d]) para sostener que estas tareas marginales “le sirven” a aquellas otras que se ubicarían en un “centro” donde regiría la legalidad, porque es allí, en los bordes, donde se produce la riqueza del país. Entonces, a todos les conviene mirar para otro lado, porque los márgenes son muy buenos proveedores, propiciando los negocios más lucrativos, los que mantienen la armonía hipócrita, el statu quo, del “centro” que nadie quiere cambiar (p. 202). En estos márgenes podríamos imaginar entonces al narrador de

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“Muchacha punk”, pero asimismo, a la propia obra fogwilliana. Porque para el escritor, esta lectura política y económica de las interrelaciones entre un centro hipócrita y un margen turbio pero redituable puede transpolarse también hacia el campo de la cultura, pensando en los términos espaciales más propicios: los del “centro de la página y sus márgenes” (1983d, p. 203). Fogwill propone que

como en cualquier otra actividad ‘marginal’, la marginalidad de la cultura es necesaria, y realiza los trabajos sucios imprescindibles que la sociedad no puede realizar a la luz del día. La marginalidad piensa las ideas prohibidas, experimenta las nuevas palabras y las nuevas emociones, anuncia las nuevas teorías y recuerda las doctrinas que la gente del centro preferiría olvidar… La sociedad, para no perecer, necesita ideas nuevas que sólo pueden procesarse en los márgenes. (p. 203).

El despliegue temporal: breviario de las reediciones y reescrituras del cuento

El relato “Muchacha punk” tiene una insistencia particular dentro de los archivos escriturales de Fogwill a partir de reediciones que dieron lugar a reescrituras a lo largo del tiempo, aunque estas solo hayan correspondido a modificaciones en algunas palabras puntuales y expresiones muy breves que pasarían inadvertidas si el texto no fuera colocado en una perspectiva histórica y editorial. Atendiendo a la preocupación estética y política de Fogwill por el lenguaje, como expresa Bracamonte (2007), ya en el momento de arranque de su poética, se hace evidente que, aunque pequeñas, esas reescrituras reportan una gran significación dentro del cuento y en la manera en que el escritor piensa la actuación del texto en relación al campo cultural y crítico de la postdictadura. El propio Fogwill escribe en 1992 un artículo para el diario Clarín titulado “La chica punk fui yo” refiriendo de manera indirecta a la reedición inminente del cuento en la editorial Sudamericana. Allí realiza una afirmación muy interesante que entrama su accionar desde la especificidad de lo literario con el otro costado, ineludible, del rédito mercantil que le reporta el volver a sacar una antología con sus cuentos publicados con anterioridad: “La literatura siempre fue para mí el desvarío que elude el consenso y también el desvarío pactado, mercantilizado, por los festivos very few” (Fogwill, 1992, p. 253).

De modo que el trabajo con la lengua que anida en la escritura original de 1980 del relato que acabamos de analizar, se expande e intensifica en sus sucesivas reediciones. Las más importantes son la de 1983 en el volumen de cuentos Ejércitos imaginarios; la de 1992 en el volumen de cuentos cuyo título se extrae del propio relato, Muchacha punk, editado en la prestigiosa editorial Sudamericana (este será reimpreso en 1998 con un nuevo arte de tapa); la reedición de 1992 y de 2006 en España que pone de relieve su impacto internacional, y la del 2009, en el volumen consagratorio Cuentos completos, editado por Alfaguara.

La insistencia en las intensidades flotantes de la lengua se reafirma en la reescritura en la medida en que, operando cambios lingüísticos de diversa escala, se delatan las hipocresías sociales vueltas un lenguaje colectivo, inscrito en los significantes de las palabras y en las sonoridades que esta porta. La enmarcación ficcional de estos cambios habilita a que dentro

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del propio relato se proceda a la auscultación sin descanso de las palabras. A través de las revisiones del cuento realizadas en cada reedición se reactualiza la disputa del escritor con las formas de nombrar el pasado y el presente después del 76, confrontando con las retóricas que la crítica se da a sí misma para hablar del pasado y con los usos de lengua establecidos desde los medios masivos de comunicación. La televisión y los diarios tienen una presencia insoslayable desde sus primeros relatos: en “Muchacha punk” el narrador lee en paralelo el Financial times y el diario La Nación y comenta las noticias referidas en particular al precio de los mercados de metales, noticias de la URSS, del alza del precio del petróleo, etc.

En la reedición de 1983, el cuento aparece en el ya referido volumen Ejércitos imaginarios, publicado por CEAL, dentro de la colección “Capítulo. Las nuevas propuestas”. “Muchacha punk” y “Memoria de paso” son los únicos cuentos publicados con anterioridad que vuelven a estar presentes en esta antología. Para este año, Fogwill ya ha escrito y logrado publicar Los Pichy-cyegos en Ediciones La Flor y el tópico de la guerra se establece en su poética como un distintivo, con lo cual no será extraño que introduzca en el cuento un pasaje con tonalidades bélicas más explícitas. En esta reedición acontece una de las reescrituras más relevantes en la medida en que Fogwill le agrega un extenso párrafo que relata lo que propongo denominar una “fantasía bélica y contra-narrativa” bajo la forma de una digresión temporal y espacial. En el texto, nuevamente, cuando el narrador se queda solo, tal como acontecería posteriormente en la escena de la cocina con la fantasía antropofágica y antiimperialista que le genera la visión del horno de asar, su pensamiento se dispersa hacia una catástrofe intempestiva. En la reedición del 83, cuando la muchacha punk se dirige al baño del bar y el narrador mira solitariamente por la ventana, en el relato prorrumpe el estruendo de una “bomba” en tanto acción terrorista (haciéndose así presente el margen de los “márgenes de la hoja”) que deshace el estatuto que el relato venía sosteniendo, es decir, el de ser un mero relato de un encuentro sexual. La bomba que estalla abre al entramado ficcional del cuento a una consideración metacrítica que hurga en la lógica de su propia condición de construcción. Cuando la chica vuelve, le pregunta: “¿Cuál es el problema con tú?… ¿Qué eres tu pensando?/ —Nada —respondí—… Pero mentí” (Fogwill, 1983a, p. 39). Lo que el narrador hace en verdad es preguntarse

por qué cualquier humano desplazándose por esas calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista irlandés, llevando mensajes, instrucciones, cargas de plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller. (p. 39).

Este extracto es un agregado posterior al texto, al igual que las partes que citaré a continuación, conformando así una adición narrativa sustancial.

La referencia en detalle a prácticas clandestinas de grupos armados se cuela en el mecanismo estético con que el narrador evoca la imagen de la mujer punk, en este caso, tironeando “del hilito [cursivas añadidas] de la tibieza de su imagen” (Fogwill, 1983a, p.

39)para que “estalle en mil fragmentos una granada de visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por mías, por argentinas y por inconfesables” (p. 39), la cual detona en el

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seno del texto. El deseo por la muchacha se funde con el estallido violento, acontecido en un tiempo distinto del relato (no será en un frío diciembre, sino en un abril posterior a la escritura del relato) y en otro lugar, cuando a través del vidrio el narrador vea a un ciclista cruzar la calle y fantasee su propio fracaso escritural como una forma de su muerte:

Supe que ése era el hombre cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex jesuita del IRA que alguna vez haría estallar con su bomba de plástico el pub donde yo, esperando algún burócrata del B.A.T., encontraría mi fin, y entonces cerré los ojos” (pp. 39-40).

El encuentro amoroso nuevamente es interceptado por el relato del terror que proviene del bajo-fondo del relato, donde el narrador vuelve a habitar el margen hampa de lo que resulta indecible en el tiempo cultural en el que se escribe el cuento, haciendo sus negocios con un “burócrata” de la Asociación Británica de Armas (BAT). Irrumpen, otra vez, mediante un agregado en la reedición del 83, “esos pequeños mundos equivocados” (Fogwill, 1983d, p. 202) donde habitan “el contrabando organizado” (p. 202) y las “mafias de proveedores” de la política oficial de los Estados, y lo hace entrecruzando, tal como proponía en su artículo para Vigencia, las prácticas ilegales de la economía y la política con las prácticas marginales de la cultura, en las cuales se ubica el propio Fogwill, y a donde lo remite la crítica misma con el desinterés y el rechazo hacia su obra. En la “fantasía” que agrega al cuento, luego de que sucede la explosión de la bomba, entre las ruinas que quedan de mampostería y flippers retorcidos del pub, lo que la Scotland Yard identificaría, afirma el narrador, no serían los restos de los cuerpos, sino los restos del propio relato, y los fragmentos “de un autor que jamás pudo componer bien la historia de su muchacha punk” (1983a, p. 40). Fogwill se hunde debajo de las ruinas de su relato, el cual ha sido, durante el instante que dura este nuevo párrafo agregado, desmembrado por él mismo: un relato que ya, dos años antes, en la edición original, se anunciaba desde el comienzo como una serie de sucesivas “decepciones” para el lector y para el narrador (1980, p. 95).

Pero Fogwill también sabe que llegará un momento en el que, tal como refiere en su texto periodístico para Vigencia, “el centro de la página”, es decir, ese lugar donde se escribe y se lee lo canónico, le pregunte al margen: ¿Qué estuvieron haciendo por nosotros durante estos últimos diez años…? Y esta literatura marginal contestará:

Todo… ¡Por ustedes, todo! Que significa que sin la marcación del margen que esos hombres hicieron, los otros, los del centro de la página, los de encima de los rengloncitos milimetrados del orden, jamás se enterarían dónde estuvieron, quiénes fueron ni qué estaban haciendo sobre el papel mientras algún desconocido los estaba escribiendo desde arriba, lejos. (Fogwill, 1983d, pp. 203-204).

Este momento llega para Fogwill en los noventa, cuando finalmente comienza a ser puesto en valor. Beatriz Sarlo escribe en 1994 un artículo crítico clave sobre Los pichy-

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cyegos titulado “No olvidar la guerra de Malvinas” en el cual admite estar “releyéndolo”; es decir, ya lo había leído, pero solo una década después entra en el radio de su interés. En

1996 José Amícola escribe el estudio crítico titulado “La literatura argentina desde 1980: nuevos proyectos narrativos después de la desaparición de Cortázar, Borges y Puig”, en el cual jerarquiza la obra de Fogwill y señala que ha pasado injustamente desapercibida hasta el momento. En su lectura, la reedición de la obra, sobre todo la de Los pichy-cyegos, tuvo un papel importante para recolocarlo: “El libro fue publicado originariamente en 1983, pero solo en su nueva edición de 1994, consiguió atraer la atención de la crítica, y por eso es comentado aquí como entre otras obras recientes [cursivas añadidas]” (Amícola, 1996, p. 435). La década arranca con un reconocimiento por parte de los jóvenes lectores e intelectuales que integraban la revista Babel. Revista de Libros. En el número 20 de noviembre de 1990, Babel dedica la sección “El libro del mes” a La buena nueva de Fogwill, publicado recientemente en la colección Biblioteca Sur de la editorial Planeta. En 1995 sale publicada una entrevista realizada por Graciela Speranza al escritor en el libro Primera Persona. Conversaciones con quince narradores argentinos, lo cual también contribuye a visibilizarlo dentro del campo cultural. Ya en la década del 2000 nuevas miradas críticas propiciadas por la emergencia de conceptos, y en general, de otra política de la lengua, renuevan el diálogo con su obra. Fogwill se instala en el “centro de la hoja”, orbitando sobre su obra diversos abordajes que tienden a colocarla como condensadora de núcleos problemáticos de la literatura argentina de postdictadura.

Elsa Drucaroff lo identifica como precursor de la Nueva Narrativa Argentina; mientras que Monteleone lo coloca como el vocero primerísimo de una “literatura en aflicción” que se escribe entre la dictadura y la postdictadura, a la misma vez, con el carácter de memoria y de profecía (2018); Horacio González pone de relieve el importante trabajo de Fogwill sobre los “actos materiales de habla” como mecanismo para definir “los existenciarios sociales” (2000, p. 15); Schwarzböck lo lee como “un ilustrado oscuro” que logra pensar lo que otros escritores no pudieron, al menos, en el momento más inmediato al fin (formal) de la dictadura (2016, p. 62); Damián Tabarovsky (2004) lo ubica en el centro de lo que llama “literatura de izquierda” (apelando precisamente a un concepto de compromiso con la ideología lingüística setentista): aquella literatura radical, que si bien se realiza indefectiblemente desde el tiempo de la derrota, se escribe contra ella: Fogwill representa el contra-canon desobediente, indisciplinado, un escritor que busca siempre la forma de sonar iconoclasta, a pesar incluso de sus “desvíos pactados, mercantilizados” (Fogwill, 1992, p. 253).

Este largo proceso acusa la progresiva escucha mutua, no necesariamente directa ni distendida, que se va a ir dando entre el escritor y el campo de la crítica. Pero a medida que Fogwill va entrando a la lengua de la crítica, por la vía del mercado editorial, el cuento va buscando nuevas válvulas de escapes, registrando, por ejemplo, el reemplazo de un significante clave que refiere a un nombre propio, que en el texto condensa y a la vez parodia qué significa ser argentino después del 76, una suerte de significante vacío: si en la edición del ’80, cuando las amigas de la muchacha punk lo despiden, lo hacen con la expresión “bay Menotti” (p. 107), apuntalando al procesismo civil que vitoreó la victoria del Mundial ’78, en la de 1992 es reemplazado por un “bay, Borges” (guiño irónico hacia la muerte de este escritor en 1986), y en la edición de sus Cuentos completos lo saludan con un “bay Maradona” (2009, p. 137). Los tres refieren a sujetos históricos que en el imaginario colectivo anclan en una idea del triunfo, el orgulloso éxito y renombre con que

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la Argentina recubre sus heridas más profundas. En este lugar del relato, el texto inscribe su propia experiencia del paso del tiempo y su forma singular de convertirse en su escucha, sosteniendo la ironía como arma para desmontar los constructos más solemnes en torno a “la literatura de la derrota”.

Estas “micro-escrituras” del texto son varias y podrían ser analizadas puntillosamente en otro artículo. Me remito solo a algunas para armar una perspectiva de abordaje. Las que he mencionado pueden servir para dar cuenta de una operación escritural reiterada en él: la de insistir con la visibilidad y lectura incómoda de sus relatos, rescatando de su archivo textos ya publicados y volviéndolos a poner en circulación, a la misma vez que los “abre” desde el trabajo con una reescritura atenta a las formas en que el paso del tiempo también moldea otras ideologías lingüísticas, volviéndolo un escritor cada vez más legible.

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Notas

1La canción “Mejor no hablar (de ciertas cosas)” compuesta entre 1983 y 1985 por Indio Solari y Luca Prodan, e interpretada por el grupo de rock post-punk Sumo, recoge desde la sensibilidad de la música esta ideología lingüística de la época (“Un tornado arrasó a mi/tu ciudad. Y a mí/tu jardín primitivo”, alude al golpe de los militares y a la pérdida del mundo primigenio y utópico).

2Fogwill se regodea en las posibilidades semánticas de este término, poniendo en paralelismo a los “buenos servicios” (de la inteligencia militar) y los “buenos servicios” de una literatura apaciguadora del dolor y la memoria.

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3Este imaginario se vincula y se nutre con otro texto de Fogwill publicado en 1981 en el diario Vigencia y titulado El interno que escribe en el cual la escritura explora la necesidad de la palabra literaria como forma de tocar el afuera. Ensaya conceptualizaciones tales como “escritores externos”, “escritores de la libertad” (p. 11). El relato resulta revelador para pensar esta otra voz que surge en el cuento Muchacha Punk, porque el narrador, autodefinido como “un pequeño delincuente”, busca desarmar la relación supuestamente lógica y natural entre cierta poética literaria y los condicionamientos espaciales en que la escritura se produciría. Su madre le transmite en cartas que “dicen tus amigos que ahora que sos un escritor preso tenés que hacer literatura realista” (p.13), y esto es justamente lo que el narrador de Muchacha punk no hace y procura que esa transgresión quede exhibida ante el lector.

4Esta se entroncó sin dudas a las formas de vivir y participar en otro tiempo que le fue anterior; el peronismo, quedando plasmada en masculino en la canción “Los muchachos peronistas…”

5Es interesante tener en cuenta que en la versión de 1969 del prólogo a Operación Masacre, año coincidente con el de la grabación de “Muchacha ojos de papel”, Rodolfo Walsh nombra por primera vez a Enriqueta Muñiz como “una muchacha” que lo acompañaba en la investigación.

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