“Poco bara Chiñor”. La erosión de la lengua en Tucuras de Gustavo De Vera

Pablo Corcasi*

La planicie se vuelve una Babel extendida hacia el horizonte. La tierra tiene nuevos nombres, las rastrilladas recogen otros rastros. Otras voces y otras bocas disputarán el banquete a las Tucuras.

Gustavo De Vera, Tucuras.

Resumen

En el siguiente trabajo propongo un análisis del papel que juegan las lenguas —en el doble sentido de la palabra: como órgano muscular móvil y como sistema de comunicación— y el proceso de religación cultural entre la colonia galesa y los pueblos tehuelche y mapuche, en la novela Tucuras (2014) de Gustavo De Vera. Por un lado, la lengua, entendida como constructora de subjetividad frente a un “otro”, delimita fronteras lingüísticas, sociales y territoriales; por otro, la lengua como transgresora de esas mismas fronteras impuestas por la comunidad hablante. El galés, el inglés, el mapuchezungun, el español y el tehuelche conviven, se relacionan y se entienden en un espacio que lejos está de ser un desierto indómito y silencioso. Al mismo tiempo, las relaciones interculturales que se establecen entre las diversas culturas que habitan el territorio patagónico en la novela se ven atravesadas por un tercer factor: el Estado nacional (1878-1885) que arrasa y borra, literal y simbólicamente.

Cada personaje de Tucuras delimita sus propias fronteras sociales y lingüísticas, al mismo tiempo que encuentra el modo de relacionarse y de comunicarse. La lengua transgrede estas fronteras del mismo modo que lo hace el viento a través del alambrado.

Palabras clave: literatura patagónica, literatura galesa, Gustavo De Vera, lengua, siglo XXI

"Poco bara Chiñor". The erosion of the language in Tucuras by Gustavo De Vera

Abstract

In the following work I propose an analysis of the role played by languages -in the double sense of the word: as a mobile muscular organ and as a communication system- and the process of cultural re-connection between the Welsh Colony and the Tehuelche and Mapuche peoples, in the novel Tucuras (2014) by Gustavo De Vera. On the one hand, language understood as a constructor of subjectivity in the face of an "other", delimiting linguistic, social and territorial borders; on the other hand, language as a transgressor of those same

*Profesor en Letras por la Universidad Nacional del Comahue, Neuquén, Argentina. Docente y miembro del

Centro Patagónico de Estudios Latinoamericanos (Universidad Nacional del Comahue). corcasi.pablo@gmail.com

Recibido 12/09/2020. Aceptado 10/11/2020.

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borders imposed by the speaking community. Welsh, English, Mapuchezungun, Spanish and Tehuelche live together, relate to each other and understand each other in a space that is far from being an untamed and silent desert. At the same time, the intercultural relations established between the diverse cultures that inhabit the Patagonian territory in the novel, are crossed by a third factor: National Government (1878-1885) that devastates and erases, literally and symbolically.

Each character in Tucuras delimits his own social and linguistic borders, while finding the way to relate and communicate. Language transgresses these boundaries in the same way that the wind does through the wire.

Keywords: Patagonian literature, Welsh literature, Gustavo De Vera, language, 21st century

Desembarco

En el artículo "La trama y la urdimbre: economía, espacio, escritura e identidad en la literatura del sur chileno argentino", Laura Pollastri aborda un problema de larga data: el modo en que se concibe al territorio patagónico desde la literatura. En sus palabras:

La Patagonia ha sido históricamente leída en tanto lugar carente de sentido o bien capaz de soportar la construcción de sentido de quien la 'lee'. Una y otra vez, la referencia nos remite a la eterna e idéntica superficie de lo igual a sí mismo: se genera, entonces, una distancia abismal entre el objeto y la palabra. (Pollastri, 2018, p.237)

La vacuidad del espacio geográfico, su aridez y, con ella, su improductividad, responden a una visión romántica impuesta por los viajeros extranjeros que escribieron sobre la Patagonia. Al concebirla como un desierto, se la asocia, directamente, con todas aquellas cualidades negativas ligadas a la ausencia —de palabra, escritura, vida, producción—. Sin embargo, tanto Pollastri como De Vera, en el epígrafe que abre este trabajo, habilitan una mirada diferente, positiva, sobre un territorio que se configura como una Babel —alberga todas las lenguas, todas las voces—, que puede resignificarse y adquirir sentido desde su lectura. Heterogénea en lenguas y culturas, la Patagonia se constituye como un 'área cultural', según lo planteado por Gabriela Espinosa (2016) —trayecto que se expone y profundiza en este dossier; véase "La cartografía oculta: área cultural en el sur argentino chileno" (2020)—, resultado de los procesos migratorios "ocurridos desde la occidentalización de nuestro sur" (Espinosa, 2016, p. 49). La llegada de inmigrantes europeos —principalmente alemanes y galeses— se mezcla y fusiona con el tránsito y las migraciones constantes entre ambos lados de la cordillera de los Andes; una frontera que se percibe hasta el día de hoy como "porosa", según lo planteado por Graciela Blanco (2016, pp. 52-53).

En el siguiente trabajo propongo un análisis del papel que juegan las lenguas —en el doble sentido de la palabra: como órgano muscular móvil y como sistema de comunicación— y el proceso de religación cultural entre la colonia galesa y los pueblos tehuelche y mapuche, a lo largo de la novela Tucuras (2014) de Gustavo De Vera. Por un lado, la lengua, entendida como constructora de subjetividad frente a un “otro”, delimita fronteras lingüísticas (galés- tehuelche, galés-mapuchezungun1, galés-inglés, galés-español, mapuchezungun-español, tehuelche-español), sociales y territoriales; por otro, la lengua como transgresora de esas mismas fronteras impuestas por la comunidad hablante. El mestizaje y la mezcla son conceptos recurrentes a lo largo de las páginas de Tucuras, ambos mantienen como denominador común la comunicación y el territorio. El galés, el inglés, el mapuchezungun, el español y el tehuelche conviven, se relacionan y se entienden en un espacio que lejos está de

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ser un desierto indómito y silencioso. Al mismo tiempo, las relaciones interculturales que se establecen entre las diversas culturas que habitan el territorio patagónico en la novela, se ven atravesadas por un tercer factor: el Estado nacional que arrasa y borra, literal y simbólicamente. Pero, tal como sucede con el viento, la lengua no sabe de fronteras y se extiende más allá del tiempo hasta nuestros días.

De las ruinas del Imperio se levanta Nueva Gales

En julio de 1865, un velero de origen galés fondeó en las costas de la provincia del Chubut. El "Mimosa", nombre que llevaba pintado en su casco de proa, llegó cargado con 153 pasajeros entre los que se cuentan hombres, mujeres y niños con el propósito de establecer una colonia, la Nueva Gales. La figura del reverendo M.D. Lewis Jones, ideólogo y artífice del éxodo galés hacia la tierra prometida, quedó plasmada en la Crónica de la colonia galesa de la Patagonia, recuperada por Abraham Matthews y, con ella las travesías que este primer contingente de inmigrantes vivió para hacerse con un lugar en el mundo. La voz narradora de Tucuras lo relata así:

Como ya he dicho, Daniel Evans, Padre Daniel, y Mary, nuestra Madre Mary, formaron parte de un grupo de colonos que partió de Gales y llegó al Chubut en 1865, dos años antes de que el destino también me arrojara a estas tierras. Con ellos traían a su hijo John, su hijo de cinco años. Aquí los recibe el rudo invierno del Atlántico sur en las costas de la Bahía Nueva. Desembarcaron aterrados mientras las ballenas, unas gigantescas bestias marinas, agitan furiosamente las aguas en sus cortejos de apareamiento. (De Vera, 2014, p.18)

El grupo de inmigrantes estaba conformado, principalmente, por mineros como fuerza de trabajo y, aunque contaban también con algunos artesanos —zapateros, talabarteros, carpinteros, herreros, sastres y boticarios—, no había labradores entre ellos. Durante los primeros meses, los colonos deambularon por diversos territorios sin afincarse en ninguno, hasta que, por pedido de Lewis Jones, llegó desde Buenos Aires un contingente militar, acompañado por un agrimensor, para ceder, parcelar y distribuir la tierra de lo que hoy conocemos como la ciudad de Rawson —en ese momento Caer Antur2—.

Los primeros años de la colonia —en galés, Y Wladfa—, relatan, fueron difíciles. Las sequías del río Chubut, la poca cantidad de lluvias, los fuertes vientos y la aridez del suelo limitaron la posibilidad de producir alimentos para todos los habitantes. Al mismo tiempo, las disputas sociales comenzaron a derrumbar rápidamente el castillo de naipes sobre el cual Lewis Jones sostenía el deseo de las familias. Frente a las promesas de una tierra próspera, verde y fértil, como las tierras bajas de Gales, se encontraba un terreno hostil que día a día les recordaba la orfandad absoluta en la que se encontraban. Pese a que las dificultades no cesaron, luego de algunos años, y como resultado de la necesidad, los colonos pudieron establecer contacto con grupos tehuelches que habitaban la zona y lentamente se nutrieron uno de la cultura del otro. Aprendieron así el arte de la caza salvaje y comerciaban mediante el trueque de telas, cueros, carne, pan, entre otros. Estas prácticas las describe Dylan, el narrador de Tucuras al contar que "cuando el invierno se aproxima, Orkeke y su gente abandonan sus cuarteles en El Deseado y se trasladan al norte, para comerciar plumas, cueros y tejidos con los criollos de El Carmen” (De Vera, 14, p. 25). Y, más adelante:

En ese intercambio, Orkeke observa que a su vez puede obtener ciertas ventajas si los niños de su tribu aprenden algunas costumbres de los galensos;

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especialmente su extraña lengua, que no es el castellano de los criollos en El Carmen, ni el inglés que conocen en las misiones del río Santa Cruz. (De Vera, 2014, p. 26).

La visión de Orkeke, cacique de la tribu tehuelche, sobre los beneficios que pueden otorgarle a su gente las relaciones con los colonos busca representar una realidad que se vivía en el territorio patagónico. El intercambio cultural, negado por los discursos hegemónicos que avalaron la denominada Campaña del Desierto (1878-1885) en pos de construir un imaginario de aborigen violento, se resquebraja en la necesidad de los sujetos que comparten culturas y se fusionan en un conjunto social heterogéneo que coexiste en un mismo espacio geográfico. El cacique resalta el deseo de que sus niños aprendan la lengua del otro, que dista de todo lo conocido —castellano del criollo e inglés de los misioneros— y se presenta como algo nuevo. Siguiendo a Espinosa, estos procesos de tránsitos y migraciones "propiciaron el contacto interétnico entre culturas exógenas … y culturas originarias; contacto del que derivaron procesos de mestización complejos que conservan sustratos diferenciados …, encontramos un conjunto de culturas articuladas en torno a una historia en común" (Espinosa, 2016, p. 50).

Este proceso de mestizaje galés-tehuelche se desarrolla progresivamente a lo largo de los primeros capítulos de la novela, marcado, principalmente, por el paso de las estaciones. Se adopta la Naturaleza como el medio para contabilizar el paso del tiempo en un lugar ubicado a un costado de las grandes urbes de Occidente. Poco a poco, la voz narradora desliza pequeñas historias que remiten, sin decirlo, a hechos reales y nos describe cómo ambas culturas comienzan a parecer una sola a partir de sus prácticas y costumbres. Tal es el caso de una escena en la que recuerda la llegada de barcos ingleses a la colonia:

No sé cuál ha sido la impresión causada en los oficiales británicos al observar las condiciones de estos súbditos apartados de la mano de Su Majestad: Galeses de barbas rojizas que usan improvisados capotes de piel de guanaco en reemplazo de sus abrigos de paño; que en lugar de tiradores, sujetan sus pantalones con dos o tres juegos de boleadoras atados a la cintura; que llevan calzados, si los tienen, los mismos zapatos con los que caminaban las calles o caminos de Caernarfon, de Abergar, de Ffestiniog; las campiñas de Ganllwyd, cerca de Delgellau, los muelles de Liverpool o los empedrados de Manchester; o cuando les ofrecieron esa repugnante infusión que llaman "mate" y que parecen beber con placer succionando todos, indios y galeses, de una misma boquilla. (De Vera, 2014, p. 27).

La descripción de la escena se presenta como un cuadro naturalista: estática y descriptiva. La oposición entre la imagen de los colonos devenidos en criollos y los británicos que llegan desde los barcos deja en evidencia una ruptura con el sistema cultural que los vio nacer y crecer. Alejados del abrigo de Su Majestad, como plantea el narrador, han mutado sus códigos de vestimenta y costumbres; los capotes de piel de guanaco, las boleadoras, el mate, son solo algunos de los elementos adquiridos durante este proceso de mestizaje, como si el territorio patagónico los hubiese envuelto en un capullo del cual resurgieron como sujetos nuevos. El narrador va más allá e incluso los niños "apenas pueden diferenciarse entre galensos y nativos por el color de sus ojos o sus cabellos, que hablan entre sí mezclando ambas lenguas, sin distinguir una de la otra, y que juegan semidesnudos en medio del desierto infestado" (De Vera, 2014, p. 27). Algo similar sucede con los tehuelches que cantan los

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salmos en la iglesia, beben té sentados a la mesa o imparten a sus hijos "modales victorianos para comportarse en tales reuniones" (De Vera, 2014, p. 28)

En "Extraterritorial" (2004), George Steiner plantea que "cada lengua cristaliza la historia íntima, la cosmovisión específica de un Volk o nación" (Steiner, 2004, p.15). Partiendo de esta premisa, la novela de De Vera nos permite ver a través de los intersticios más profundos de una nación que lejos está de ser la misma que quedó en Gales; por el contrario, nos encontramos frente a un territorio que alberga una cosmovisión totalmente nueva producto de las relaciones culturales que se gestaron. La “Nueva Gales” (De Vera, 2014, p. 19), levanta una primera frontera con el país de origen al momento de nombrar el espacio. La idea de algo nuevo supone automáticamente la pérdida de lo anterior, la construcción de una alteridad enmarcada en términos de viejo y nuevo. La lengua nombra y construye al mismo tiempo, levanta las bases de un espacio otro sobre las ruinas del anterior; ruinas que están representadas por el desarraigo y el exilio.

El largo proceso de colonización está acompañado de una apropiación del espacio. La casa de la escritura que plantea Julio Ramos en “Migratorias” puede leerse como el territorio argentino que supone la construcción de nuevos modelos y de nuevas categorías, dado que

la casa de la escritura es un signo trasplantado que constituye al sujeto en un espacio descentrado entre dos mundos, en un complejo juego de presencias y ausencias, en el ir y venir de sus misivas, de sus recuerdos, de sus ficciones del origen. (Ramos, 1993, p. 177).

Esta necesidad de nombrar lleva a que los colonos se pregunten por su propia condición como sujetos que no van a volver al origen y que, al mismo tiempo, viven en un territorio que está en conflicto; en este punto de la historia no se sienten del todo galeses y mucho menos argentinos. Parados desde el umbral nace un vocablo que representa exclusivamente a los colonos del Chubut: galenso3. A lo largo de Tucuras, la designación aparece utilizada como marca de subjetividad y pertenencia, por un lado, o de manera peyorativa por criollos y españoles, por el otro. Es interesante resaltar que las tribus aborígenes —tehuelche, mapuche, manzaneros y pampas— utilizan el vocablo del mismo modo que los habitantes de la colonia. Aparece como marca de identidad y no como un defecto cultural en estos casos.

El lugar de la lengua en la crónica galesa

Gustavo De Vera, uruguayo de nacimiento y esquelense por adopción, nos lleva de viaje por los primeros treinta años de historia de la Y Wladfa, en la piel de un galés que podría ser cualquiera, pero no lo es. En el prólogo "Al lector", el autor establece un pacto de lectura en el que propone abordar el texto exclusivamente desde el plano de la ficción literaria, desligándose así de aquellos que potencialmente pudieran tener alguna relación directa con acontecimientos reales. Sin embargo, entre los agradecimientos dirige uno "A Clery Evans por compartir la historia real de su familia y permitirme una libre versión" (De Vera, 2014, p.

5)y cierra el prólogo anunciando que el pacto de lectura mencionado tiene como objetivo resguardar los nombres reales de los actores de esta historia. Podemos leer en este desdoblamiento una frontera que se pierde entre la realidad y la ficción en una obra que siembra, por lo menos, la duda.

En Tucuras el saber y el decir adquieren un papel fundamental en el juego de construcciones de universos lingüísticos. La voz narradora es la de Dylan, un galés que perdió a su familia en un naufragio cerca de las costas de El Carmen —tal vez uno los pocos personajes que realmente provienen de la ficción—, un hombre que escribe su historia desde una adultez tardía, replicando el modelo cronístico. En este caso, la escritura es el medio por

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el cual se filtra la voz con una fuerte impronta oral. La inexistencia de diálogos directos pone en boca del narrador todas las voces de la obra, todas las lenguas que cruzan este espacio geográfico y literario confluyen en su propia voz. Aquello que se desconoce se retoma desde la suposición o desde los dichos de otros, siempre tamizados a través de este filtro.

Dicen que tengo cerca de siete años y soy el único de mi familia con vida. Dicen que mis padres y mi hermana murieron en el naufragio de la goleta

Legend frente a las costas de El Carmen.

Que habíamos zarpado de Gales, con destino a las costas australes de la Patagonia. Y dicen que soy el único niño entre los cuatro sobrevivientes rescatados por un grupo de pescadores. (De Vera, 2014, p. 11).

En "Las voces del sur: el espejo de las lenguas", Silvia Mellado plantea que en la literatura del sur confluye una heterogeneidad de lenguas y voces que "evidencian los procesos de transculturación y desterritorialización propios del sur y su literatura" (Mellado, 2016a, p. 66). De este modo, "las lenguas orales … y voces populares … ingresan a la escritura a través de los ámbitos del testimonio, coloquio y parlamento o nütram" (Mellado, 2016a, p. 66). El formato de crónica que elige Gustavo De Vera para contar la historia de la Colonia nos permite analizarla desde el espacio metatextual y suponer que la narración oral deviene en palabra escrita para volverla perdurable en el tiempo. Todos los testimonios orales confluyen en la voz de Dylan, quien a cuentagotas plasma en tinta sus recuerdos. Al mismo tiempo, esta estructura narrativa permite que los límites entre dos o más personajes, o entre las lenguas mismas, se vuelvan difusos y se pierdan. Las fronteras dejan de ser visibles y el lector se encuentra en un estado constante de movilidad producto del continuum de una narración que fluctúa entre el pasado y el presente como resultado de la intervención de la memoria.

“Mi nombre es Dylan, de Aberystwyth …, Dylan, en la antigua Gales, era el Dios del Mar, era «la Voz de las Rompientes»; era el Hijo del Mar" (De Vera, 2014, p. 10). Incluso el nombre del personaje narrador carga con la potestad de la palabra, es la voz con mayúsculas, como si estuviera destinado a contar. Además, la idea de rompiente supone un espacio al cual llegan todas las historias, todas las voces, como olas y lentamente van haciendo mella en él hasta erosionarlo y cruzar. La rompiente configura el espacio donde todo confluye. Así queda plasmado en un conversación entre Dylan, JB —su hermano galés— y Makol —su hermano tehuelche— en la que, sentados bajo un sauce, el narrador interroga a sus dos interlocutores sobre la veracidad de las historias orales sobre la cordillera y el discurso se ramifica: "[Makol] habla por lo que ha oído decir a otros, le digo; no encuentro diferencia entre lo que cuenta de esos verdes valles, largos ríos, altas pasturas … que cuando nos habla de toros blancos que echaban fuego por sus morros" (De Vera, 2014, p. 40).

La primera persona nos ubica siempre en la posición del galenso, lo que nos obliga a realizar un esfuerzo mental y suponer que, por defecto, los personajes hablan en galés a menos que digan lo contrario. Las traducciones son recurrentes en la obra y aquello que nosotros leemos como español tenemos que decodificarlo como galés en el espacio narrativo. El primer encuentro entre Dylan y su hermano JB4 con el comandante del ejército argentino Lino Oris de Roa está mediado por la presencia de un hombre inglés que oficia como traductor: James Williams-Andrews, un cazador de aborígenes. Este personaje, de carácter ficcional y símbolo de la brutalidad de la Campaña del Desierto, deja en evidencia la ruptura entre los galensos y Gran Bretaña planteada, vislumbrada anteriormente en la visita de los barcos ingleses; Andrews y su lengua son el símbolo, también, de la frontera cultural y del poder:

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Dice que por la tarde nos visitará en el campamento para conversar en inglés. Nada hay más placentero que hablar en nuestra lengua madre, dice.

Nosotros entendemos el inglés, le dice JB desde su caballo. Somos galeses. Hablamos, pensamos y sentimos en nuestra lengua, dice JB. Pero entendemos el inglés y será bienvenido en nuestro campamento. (De Vera, 2014, pp. 81- 82).

Cabe resaltar que, pese a la gran cantidad de cruces lingüísticos y culturales que hay en la novela, solo es necesaria la figura del traductor entre galeses y militares del ejército de Julio Argentino Roca. En este marco, es significativo el caso puntual del encuentro entre Dylan y El Zurdo, “un tehuelche andador y sin tribu fija” (De Vera, 2014, p. 71), donde el autor describe el modo en que dos culturas muy diferentes, y a la vez unidas por sus vivencias, entablan una conversación sin conocer, prácticamente, la lengua del otro. En esta situación, hay algo que va más allá de lo meramente fonatorio, excede el espacio del habla, de la voz, y se introduce en el de los sentidos y los símbolos. En palabras de Dylan:

Por “conversación” quiero decir, y debe entenderse siempre en estos casos, el intento de dos o más sujetos por comunicarse e intercambiar sus pensamientos, aunque aquí, como en muchas ocasiones ya referidas, esto se logre mediante gestos, palabras sueltas, dibujos en la tierra, nombres. Sólo los sentimientos parecen asomar a nuestros rostros con un lenguaje universal. (De Vera, 2014, p. 71).

Este lenguaje universal de los sentimientos es aquel que transgrede las fronteras sociales y culturales. Será el mismo que, durante una noche, permita que Dylan y Tama, una mujer de la tribu manzanera, se entiendan al punto de concebir el acto sexual; o el que llevará a Andrews a pedir piedad con el rostro desencajado frente a Makol, el tehuelche pacífico que pondrá fin a su vida durante el arreo de su tribu. Silvia Mellado explica que

en el discurso de la Historia, la imagen del arreo en tanto ocupación de la tierra por el ganado explica la incorporación de las tierras patagónicas como productivas y la presencia del Estado nacional en una de las últimas regiones anexadas a él. En la literatura, el 'arreo' condensa la inscripción del cuerpo en tanto mercancía, en especial, cuando resignifica el tránsito forzoso de los cuerpos humanos en los siglos XIX al XXI. En efecto, mientras se arreaba el ganado, se apartaba en y del territorio al hombre como ganado. (Mellado, 2016b, p. 422).

Por otro lado, en estos ejemplos es posible ver cómo la lengua atraviesa la frontera textual, excede al libro como territorio de la narración y lleva a que el lector abandone su papel pasivo para convertirse en un lector activo. El ejercicio de la decodificación del español como galés impide que la lectura se convierta en una continuidad y nos obliga, como lectores, a volver sobre nuestros pasos para no estancarnos.

El poder de los nombres

A lo largo de este proceso de hibridación cultural resulta necesario analizar el valor simbólico de los nombres en la novela. No solo en la mención de los nombres propios de lo

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personajes principales, sino en la forma de nombrar el espacio geográfico y sus implicancias. Como planteé anteriormente, la naturaleza es un elemento religador entre las múltiples culturas que habitan las páginas de la obra de Gustavo De Vera.

Sobre este tema, Mellado plantea que "el cuerpo de la voz poética se relaciona con la naturaleza en sintonía con un cúmulo importante de imágenes de la poesía mapuche" (Mellado, 2016a, p. 71). Si bien ella analiza la poesía mapuche y piensa —dice— en poetas como Liliana Ancalao, Jeanette del Carmen Huequeman y Sonia Caicheo, el ejemplo es aplicable a Tucuras, donde la voz narradora se relaciona con la naturaleza desde el significado propio del nombre —Dylan, 'La Voz de las Rompientes'—, y también desde su concepción:

Habría que decir que nuestra familia tiene los hijos que la colonia ayudó a parir en el enorme corazón de nuestra Madre Mary.

JB fue el hijo que Gales vio nacer de su vientre y la colonia del Chubut amamantó con sus crudezas.

Gwen, alumbrada también en la verde Gales, renació de las orillas del río, al amparo de los animales. Luego fue mi turno de volver a la vida desde las mismas vísceras marinas que engulleron a mis padres y mi hermana.

Makol fue el cuarto hermano, el que nos legó el desierto. (De Vera, 2014, p. 22).

En esta cita, el espacio —Gales, la colonia, la orilla del río, las vísceras marinas y el desierto— cobra vida y se humaniza al punto de ser capaz de 'parir' o 'amamantar'. El sincretismo que se establece entre espacio geográfico y maternidad aparece mediado por la posición del sujeto hablante, quien selecciona las palabras concretas para sintetizar la experiencia de vida de cada uno de sus hermanos. La colonia representa la casa materna en la que confluyen todos los personajes, donde todas las historias se confunden en una sola; colonia en tanto lugar de unión y aprendizaje, de felicidad y dolor.

Gales es vista como el origen, un útero desde el que todo fluye y se expande a través de las fronteras políticas y sociales. En esta construcción se plantea la imposibilidad del regreso de los personajes que ahora, desde el exilio, vislumbran con nostalgia solo algunos elementos característicos que la memoria trae como imágenes olvidadas: su verdor, por ejemplo. A JB el país natal lo 'vio nacer' del vientre de Madre Mary y lo cobijó durante sus primeros años de vida. Gwen, por su parte, fue 'alumbrada' en los verdes campos gaélicos. En ambos casos, la voz narradora selecciona palabras ligadas la luz en el acto de mirar y en el de alumbrar; hacer luz, traer al mundo, dotar de consciencia remiten al génesis bíblico y al árbol del conocimiento, donde es la Naturaleza la que alberga la luz de los dioses prohibida a los hombres. En este sentido, podemos establecer una lectura entendiendo que la tierra que los vio nacer, la que los parió, recupera el mito creacional y lo resignifica. Los hijos de Gales — en contrapartida a los hijos de Dios, Adán y Eva— nacen de las entrañas mismas de la tierra madre, pero, en lugar de ser expulsados de este paraíso, son transportados y trasplantados a suelo otro; se convierten en apátridas en busca de su lugar. Una vez más, la naturaleza ejerce un papel dominante en el proceso de construcción de la subjetividad de estos personajes quienes, a partir de las desgracias vividas durante el viaje hacia el Chubut, renacen desde el agua.

En oposición a la tierra firme y fértil, aparece el mar asociado a lo salvaje y la renovación. Sobre esto, Gabriela Espinosa sostiene que “muchos son los escritores que, en la literatura contemporánea, ahondan en signos, interpretaciones y resignificaciones de este elemento primordial” (Espinosa, 2011, p. 2). En este caso, el mar que fagocita a la familia de Dylan y

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lo deja en la 'orfandad definitiva' (De Vera, 2014, p. 12) es el mismo que les otorga a él y a Gwen una segunda oportunidad; renacen desde las entrañas marítimas que alguna vez los vio caer, como si el mar los escupiera al nuevo mundo, a la Nueva Gales, en su condición de otro.

La costa, esa lengua porosa y sedimentaria, será mi destino, mientras que esos labios del mar o del cielo lo serán para mis padres, mi hermana Ane y para el resto de los que viajan en el Legend.

Este horizonte es la entrada al territorio donde viviré hasta ahora, en que el mar se ha vuelto un recuerdo extraño, como lejana es la memoria de mis padres. (De Vera, 2014, p. 12).

El mar, al igual que sus padres y con ellos el territorio materno, Gales, se vuelven en la mente del narrador un recuerdo difuso. La lengua sigue nombrando aquello que alguna vez fue, pero regresa desde la memoria como imágenes fractales que se confunden. Al mismo tiempo, el mar aparece asociado a la boca que engulle, que traga y silencia los recuerdos de un pasado distante, para luego vomitar desde lo más profundo a un sujeto nuevo.

Algo similar sucede con la descripción que realiza el narrador sobre el momento en que Gwen llega a los brazos de la familia Evans; también atravesada por la violencia que el viaje transatlántico ejerció sobre su familia. Al igual que el resto de los colonos, llegó con sus padres a bordo del "Mimosa", pero su madre se quedó en el mar: "murió en el mar, víctima del escorbuto, cuando faltaban pocos días para el desembarco" (De Vera, 2014, p. 16). Su padre, incapaz de soportar la ausencia, "abandona la Colonia una madrugada de invierno y nuca más se supo de él. Se presume que murió en el desierto o ahogado en el río" (De Vera, 2014, p. 16). El paisaje hostil se resume, entonces, a dos: el desierto y el río; los dos miedos que marcan a los colonos en territorio patagónico. A los pocos días de la desaparición, narra, encuentran a la pequeña Gwen de dos años junto al río:

dicen que ella está jugando con un puñado de ramitas en una playa de grava. Dicen que las aves y los animales andan a su alrededor. Que los flamencos hurgan el lecho del río y pasan a su lado, indiferentes. Que los armadillos retozan entre sus pies. Que un zorro dormita echado a su lado. Dicen que ella no llora, uy que nunca jamás se le escucha preguntar por su padre. (De Vera, 2014, p. 16).

Una vez más, la voz narradora utiliza los verbos de decir para recuperar la historia que no vivió, pero que fue contada. La lengua oral se cuela por los pasillos de la memoria del cronista y trae consigo, como la rompiente de la cual deriva su nombre, las olas del recuerdo. Dylan nombra los hechos y en ese acto los vuelve reales y posibles, mas no se despegan de la leyenda. La imagen de la pequeña niña junto al río rodeada de animales representa el abrazo de la naturaleza y el cobijo del nuevo suelo que la recibe renacida. Pollastri nos recuerda que "el agua cumple su función ablucional en los ritos de paso de las culturas primigenias" (Pollastri, 2016, p. 27) marcado por la purificación del sujeto y su devenir otro.

La representación bucólica de la niña ligada a la naturaleza se consolida en la descripción que el narrador hace de su carácter. Siguiendo los mitos de origen mapuche y tehuelche, donde el agua de los glaciares y los ríos es fundante, y el concepto del ritual, podemos leer esta escena en clave de pasaje simbólico entre el pasado que se deja atrás en la pérdida y el renacer desde el seno mismo de la tierra; el dolor es creador:

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Gwen es hija del río. En ella se conjugan las fuerzas de esa naturaleza sutil y brutal a un mismo tiempo. Es espontánea, y su risa brota franca, abierta y contagiosa. Pero su ira, tan espontánea como sus carcajadas, solo es comparable con las crecidas y torrentes que arrastran consigo a las gentes, casas, piedras y animales. (De Vera, 2014, p. 17).

El cuarto hermano es Makol, legado por el desierto. El espacio que en su nombre carga el significado de lo vacío y la carencia de vida, entrega a la colonia a su hijo pródigo; el mismo perpetuará toda su cultura en la unión amorosa con Gwen. Sobre este joven tehuelche pesará toda la violencia de la Campaña del Desierto, como también lo fue para caciques históricos como Foyel, Inakayal y Saihueque.

Nacido en las tolderías que los niños galensos visitaban a modo de juego, criado entre guanacos, caballos y boleadoras, es lanzado a la colonia gracias a una de las misiones religiosas del reverendo Vaughan, fiel referencia al personaje histórico del Rev. Lewis Jones. El desierto no lo escupe, sino que se lo lega a los colonos para consolidar la unión entre las culturas: mientras que el niño tehuelche les enseña a sus congéneres el arte de la caza y los juegos con los que creció, la Colonia le otorga el conocimiento occidental, la lengua arrastrada desde Gales y la literatura. Padre Daniel lo rebautizará metonímicamente a partir de una de sus cualidades principales: PatasLargas Makol. El proceso de transculturación se consolida en el siguiente fragmento: "La biblioteca de Padre Daniel es frecuentada por ambos [JB y Makol] y las lecturas que JB comparte en voz alta, dan a PatasLargas Makol una nueva dimensión de sus universos." (De Vera, 2014, p. 36).

El poder de los nombres aparece revalorizado por la inferencia de la naturaleza sobre estos personajes. Cada uno de ellos, marcado por su sino, surgió desde las entrañas del mundo como un sujeto nuevo, despojado de los símbolos antiguos con los que el Viejo Continente marcó su nacimiento para empaparse —valga la referencia— con tradiciones otras. También aplica a Makol quien realiza un rito de pasaje a partir del cual se funde con la colonia. De este modo, encontramos en los mismos nombres la furia de los elementos: Dylan es el hijo del mar; Gwen, la hija del río y Makol, el hijo de la tierra. Los elementos se funden con el fuego voraz que aviva el corazón de JB en su deseo de impulsarse hacia el oeste, se consolidan en una unidad que terminará de concretarse con el nacimiento de Iwan, el mestizo, el de los tres nombres.

Para los antiguos celtas, el número tres tiene carácter mágico y toda su religión se funda sobre las bases de un símbolo que ha sobrevivido hasta nuestros días: el trisquelión o trisquel5. Esta figura, a veces representada con tres puntas triangulares y otras con tres brazos que se encogen sobre sí mismos como las olas en la rompiente, representa la constante evolución, el crecimiento y el aprendizaje, al mismo tiempo que condensa en sí el pasado, presente y futuro. Las palabras de Amakak, "madre de todas las mujeres madres de El Deseado" (De Vera, 2014, p. 74), son contundentes y proféticas:

no se puede evitar que una vida nueva llegue a estos toldos, dijo, y puso la mano de su hijo entre sus manos. Es la última vida que viene. Será ese hijo el hijo del viento. Después está el mar (…). Todos seremos hijos del viento. (De Vera, 2014, p. 74).

En la figura del hijo tehuelche-galés de Gwen y Makol se sincretiza el mestizaje, la unión de ambos pueblos termina de fusionarse en un solo ser que porta tres nombres. Una vez más, el simbolismo religioso impregna el espacio ajeno a los ojos de Dios: "Orkeke ordenó que se lo llamara Kosten-kalu, el hijo del viento. Así lo presentarían ante su tótem familiar, pero

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Makol y Gwen imaginaron también que lo llamarían Uaish'ho y lo llamarían Iwan" (De Vera, 2014, p. 73). El niño representa el centro del trisquel celta porque todos los tiempos confluyen sobre él y, cuando finalmente lleguen las tucuras sobre los toldos, solo el viento quedará. De este modo, los cuatro elementos terminan de conformar la epopeya patagónica: agua, tierra, aire y fuego, los pilares elementales de las culturas aborígenes del sur argentino- chileno, el origen de todo y, al mismo tiempo, el final.

El paso de las tucuras

Susana Bandieri explica que

si se piensa en la historia nacional argentina y, dentro de ella, en la región patagónica, la cuestión de asegurar los límites jurídico-administrativos aparece recién como preocupación definitiva de los gobiernos en la segunda mitad del siglo XIX, cuando las instituciones nacionales, en pleno proceso de consolidación, decidieron extender coercitivamente sus dominios sobre la sociedad indígena, hasta entonces soberana de esos territorios. (Bandieri, 2018, p. 33).

La denominada Campaña del Desierto representa un hito oscuro en el proceso de anexión de los territorios patagónicos al Estado nacional. Marcada por la sangre, el fuego y la violencia, arrasó con sus botas todas las comunidades aborígenes que habitaban la zona, y los negó como sujetos. Tanto Bandieri (2018) como Blanco (2018) hablan de la necesidad imperante de 'argentinizar' a la población mediante la imposición de ideologías que les permitieran reconocerse como parte de una identidad homogénea.

En uno de los momentos de mayor clímax de la obra, Gustavo De Vera logra representar un hecho histórico real con la potencia narrativa que requiere; recupera la llegada del Ejército Nacional a la Colonia y sus inmediaciones:

El ejército es una manga de tucuras.

A su paso, al paso de las tropas uniformadas, turbas voraces caóticas y tronantes, predadoras como langostas, queda el silencio.

Un manto de polvo caritativo cubre la vergüenza del paisaje. Un territorio que tiene más de incauto que de agreste (…).

El silencio de ahora, la quietud que sobrevive a la devastación, están cargados de presagios. Es un cielo tormentoso de verano en el que se anuncia el clamor de las tucuras por detrás del horizonte. (De Vera, 2014, p. 128).

Silenciada la tierra, ya no queda nada. Las tropas que llegan desde Buenos Aires aparecen representadas como una plaga violenta que arrasa y devasta todo a su paso; también devora y fagocita. Una vez más, Gustavo De Vera elige la descripción de la naturaleza para simbolizar la tragedia, como ya lo había hecho con las vidas de Dylan y Gwen. El aire se llena de presagios y ese “cielo tormentoso de verano” no anuncia la furia de la lluvia, sino la del hombre sobre otros hombres.

“Poco bara chiñor, alcanzo a entender hacia mi derecha … Quien sea que ruega por un poco de pan, lo hace en galés” (De Vera, 2014, p.137). La repetición constante de esta oración, de este ruego, que forma parte del título del trabajo, nos acerca hacia su final. El contexto de enunciación está marcado por el sufrimiento de aquellos cuerpos que sufrieron el 'arreo' (Mellado, 2016b) hacia los campos de concentración de aborígenes que se levantaron en las inmediaciones del pueblo de Valcheta, provincia de Río Negro, durante los años 1879

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y 1885. En el capítulo treinta y ocho de Tucuras, el narrador describe con la precisión escrituraria del autor-periodista:

Faltando poco más de media milla para llegar al fortín, descubrimos una cerca de alambre tejido que se levanta más adelante; uno de sus lados bordea el camino casi hasta la entrada del pueblo, y mientras que el otro se adentra en el desierto hasta perderse en la nube de arena que el mediodía levanta por el oeste … Uno de nosotros dice que ha de ser un corral para encerrar avestruces, o guanacos. Y nos parece razonable, ya que el comercio de plumas y pelos es rentable por estos tiempos. (De Vera, 2014, p. 136)6.

Confundidos por el viento, los galensos no logran encontrar un sentido concreto a esas vallas que se pierden en el horizonte. Sin embargo, una vez más, el murmullo de las voces, la lengua conocida que se filtra desde el interior, les permitirá descubrir la cruda realidad y — describe en un acto de hacer— perdurar el recuerdo de lo que alguna vez fue, también, su familia:

Entonces vemos entre los resquicios de la valla de alambre, manos y brazos huesudos, sucios y repulsivos, apenas visibles en el calor del aire y de la tierra se extienden hacia nosotros; y luego, más atrás, como si tales manos y brazos no les pertenecieran o fueran entidades diferentes, rostros famélicos de ancianos, o de mujeres, o de hombres, o indefinidos murmurando o rezando, o rogando (De Vera, 2014, p. 137).

“Poco bara chiñor” gritan los aborígenes encerrados en las grandes jaulas levantadas en medio del desierto. Una verdadera frontera física que separa a quienes viven de quienes mueren, estos ubicados hacia el interior del alambrado. “Poco bara chiñor”, gritan en una mezcla de español, galés y criollo, un amasijo de lenguas que se funden en una sola boca y son profesadas por una multiplicidad de lenguas. El hambre, la desesperación y el miedo a la muerte que pasea entre los cuerpos llevan al sujeto hasta un límite que atraviesa sin dudarlo, como el viento del sur atraviesa los alambrados y desdibuja los rostros. Una frontera que solo está dada por el alambrado. La comunicación es posible en la necesidad.

En "Sujetos arreados: traslados forzosos del kulliñ en textos actuales de la Patagonia argentina y chilena" (2020), Silvia Mellado señala que este pasaje está construido a partir de las memorias del colono galés John Daniel Evans, quien registra en su libro John Daniel Evans, “El Molinero”: una historia entre Gales y la Colonia 16 de Octubre (1994) el camino que realizó en 1888 desde la Colonia 16 de Octubre hacia Patagones, sur de la actual provincia de Buenos Aires, Argentina. Evans relata:

El camino que recorríamos era entre toldos de los indios que el Gobierno había recluido en un reformatorio. En esta reducción creo, que se encontraban la mayoría de los indios de la Patagonia, el núcleo más importante estaba en las cercanías de Valcheta; estaban cercados por alambre tejido de gran altura en ese patio los indios deambulaban, trataba de reconocernos, ellos sabían que éramos galeses del Valle del Chubut …, algunos aferrados del alambre con sus grandes manos huesudas y resecas por el viento intentan hacerse entender hablando un poco castellano un poco galés "Poco Bara Chiñor", "Poco Bara Chiñor" (Un poco de pan señor). (Evans, 1994, p. 92).

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“Son cinco mil, son cincuenta, son quinientos; son mujeres y niños; son viejos y mujeres y niños; son la chusma que se entregó; los dichos son precisos en cuanto a su destino: mueren como moscas; mueren de tristeza … Se mueren” (De Vera, 2014, p. 141). La imprecisión en los dichos de los criollos sobre la cantidad de aborígenes que hay dentro de los denominados “corrales de Valcheta” es producto también del viento que se levanta como un manto sobre la tierra y, al mismo tiempo, de la imposibilidad del decir. La lengua se silencia ante tal atrocidad y solo una frase se escucha como un lamento continuo que vuela junto con la tierra: “poco bara chiñor”.

Entre esa masa incontable de cuerpos está Makol, el “Hijo de la tierra”, el sobrino de Orkeke, el pacífico, el hermano adoptivo de Dylan y JB; el padre de Kosten- Kalu/Iwan/Uaish’ ho, el hijo mestizo de Gwen. Siguiendo la profecía de Amakak, madre del cacique Orkeke, el avance militar sobre las tierras de la Patagonia convertiría a los tehuelches en hijos del viento y solo quedarían sus voces. Esta última escena materializa la profecía dicha en el lecho de muerte y le otorga a la voz y a la lengua un papel fundamental. Los cánticos tehuelches y el pedido de pan se configuran como los últimos restos de los cuerpos aborígenes erosionados por el azote constante del viento. De ellos solo queda la voz que recorre todos los rincones del espacio del cual fueron arrancados.

A modo de cierre

El recorrido realizado en este trabajo está lejos de agotar un tema tan extenso y, menos aún, una novela tan compleja y con tantas aristas como es Tucuras de Gustavo De Vera. Las lenguas, en la obra, se mezclan, se funden, se erosionan mediante la presencia del viento, elemento constante dentro del relato. La erosión de los cuerpos permite la convivencia y la fusión entre las diversas culturas que habitan el territorio patagónico. Galensos y tehuelches, principalmente, desdibujan sus límites mediante el contacto y exceden cualquier tipo de frontera social.

La novela concluye con la peregrinación galesa hacia una nueva tierra prometida descubierta por JB al oeste del Chubut, en la cordillera. Esta sí es fértil, le dirá a su hermano Dylan, quien le recordará acerca de los viejos pastores que, con palabras similares, alguna vez los trajeron a la Patagonia. Hay una lengua, entonces, que prolifera y se extiende con el sol de la mañana en las largas sombras de JB y Gwen en su larga travesía hacia el poniente; otra que se asienta y escribe la crónica desde el levante para que jamás se olvide la historia. Finalmente, otra marcada por el dolor y la pérdida que resume ese grito desgarrador, hambriento, proferido por una misma lengua que puede leerse como una Babel: "poco bara chiñor". Esta última, la lengua del nombre de la tierra —el tehuelche—, la que vio llegar a los colonos, la que les enseñó todos sus secretos y se nutrió de su cultura, es la única que desaparece para siempre en la amalgama de voces que conforma el pedido de auxilio. Cada cuerpo, cada personaje en Tucuras delimita sus propias fronteras sociales y lingüísticas, al mismo tiempo que encuentra el modo de relacionarse y de comunicarse. La lengua transgrede estas fronteras, las atraviesa, del mismo modo que lo hace el viento a través del alambrado.

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Notas

1 Adhiero al uso del vocablo mapuchezungun frente a sus otras designaciones, en tanto es entendida como "lengua de la gente de la tierra", tal como postula Silvia Mellado (2016).

2En galés: Fuerte Aventura.

3Se llama galenso al descendiente de los colonos galeses que poblaron gran parte del territorio de la provincia del Chubut (Patagonia – Argentina) a partir del año 1865 en forma totalmente pacífica y con un trato cordial con los habitantes originarios (tehuelches y mapuches). También se denomina galenso, por extensión, a toda persona de cabello rubio. Esto sucede únicamente en la provincia del Chubut.

“Yo creo que galenso es mucho más. Es amor por esta tierra de pioneros que forjaron a pala y arado un sueño de libertad. Es decisión de mantener las costumbres más llanas, aquellas que trajeron el taid [abuelo] y la nain [abuela] en el barco, pero también las que prendieron a fuerza de viento y tierra salada.”. Extraído del blog: http://galenso.wordpress.com/about

4Siglas de John Bach, a quien se lo llamará “Baqueano” más adelante, reforzando la referencia a John Daniel

Evans, quien conformó y guió a los Rifleros del Chubut en 1883 hacia Los Andes, donde fundaron Cwm Hyfryd (Valle Hermoso), la actual Colonia 16 de Octubre, en las inmediaciones de Trevelín.

5“Trisquel” (s/f.). En DeSignificados.com. Disponible en: https://designificados.com/trisquel/ [Consultado: 2 de noviembre de 2020].

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