La cartografía oculta: área cultural en el sur argentino chileno

Gabriela Espinosa*

Resumen

El sur argentino chileno demanda el estudio unificado de su cultura, por su base geográfica común, los procesos migratorios transnacionales a uno y otro lado de la cordillera de los Andes, los lazos sociales, étnicos, lingüísticos y comerciales anteriores a la formación de los Estados nacionales, que perduraron por encima de los límites fijados. Sobre la base de los estudios de Ana Pizarro en los que indaga la conformación de áreas culturales (1987, 2002, 2004, 2009), los de la historiadora Susana Bandieri sobre la Patagonia (2005) y los trabajos de investigación impulsados por Laura Pollastri y nucleados en el Centro Patagónico de Estudios Latinoamericanos (Universidad Nacional del Comahue, 2000 en adelante), el presente trabajo propone la delimitación e integración de un área cultural referida al espacio latinoamericano, a partir de los núcleos problemáticos que permiten considerar este amplio territorio como heterogéneo y unificado.

Palabras clave: sur de Chile y Argentina, literatura, área cultural, tránsitos, siglo XXI

The hidden cartography: cultural area in southern Argentina and Chile

Abstract

The south of Chile and Argentina demands a unified study of its culture, due to its common geographic base, the transnational migratory processes to both sides of the Andes Mountains, the social, ethnic, linguistic and commercial ties prior to the formation of the national States, which lasted beyond the established limits. Based on Ana Pizarro’s studies in which she investigates the conformation of cultural areas (1987, 2002, 2004, 2009), the studies of the historian Susana Bandieri about Patagonia (2005), and the researches promoted by Laura Pollastri and nucleated in Centro Patagónico de Estudios Latinoamericanos (Patagonian Center for Latin American Studies, FAHU - UNCo, 2000 onwards), the present work proposes the delimitation and integration of a cultural area referred to the Latin American space, starting on the basis of the problematic cores that allow us to consider this broad territory as heterogeneous and unified.

Key words: southern Chile and Argentina, literature, cultural area, zone, transits

*Doctora en Letras, profesora adjunta de Literatura Hispanoamericana, miembro del Centro Patagónico de Estudios Latinoamericanos, vicedecana de la Facultad de Humanidades, Universidad Nacional del Comahue, Argentina. Codirectora del proyecto de investigación “Literatura del área cultural sur chilena y argentina en el siglo XXI” dirigido por la Dra. Laura Pollastri, Centro Patagónico de Estudios Latinoamericanos, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional del Comahue. Correo electrónico: g-espinos@hotmail.com.

Recibido 12/09/2020. Aceptado 10/11/2020.

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Cuando Clemente Riedemann (poeta nacido en Valdivia, Chile, de ascendencia alemana) publica Karra Maw`n, en 1984, o cuando Liliana Ancalao (poeta mapuche oriunda de Comodoro Rivadavia, Argentina) publica Mujeres a la intemperie. Pu zomo wekuntu mew (2009), por mencionar solo dos ejemplos de un vasto corpus, revelan un universo multicultural y multilingüe; y, al mismo tiempo, construyen un modelo de mundo anclado en un territorio, que sobrepasa los límites de las historias y las literaturas nacionales. Resulta lícito preguntarnos, entonces, cómo dar cuenta de un territorio cultural que va más allá de los límites administrativo- estatales; cómo desandar un camino de muchos años de flujos y reflujos, de corrientes subterráneas, como aquellas que advertía el dominicano Pedro Henríquez Ureña en el quehacer cultural latinoamericano.

Algunos de los procesos culturales derivados de las dinámicas producidas luego de las dictaduras argentina y chilena, al sur del río Bío Bío y al sur de los límites septentrionales de la Patagonia argentina, en ambos casos hasta Antártida e islas del Atlántico Sur, demandan el estudio unificado de su cultura por la base geográfica común, el sustrato preoccidental cuyos lazos sociales, étnicos, lingüísticos y comerciales anteriores a la formación de los Estados nacionales perviven en la actualidad, los procesos migratorios transnacionales a un lado y otro lado de la cordillera de los Andes, el intercambio y las formas de sociabilidad cultural comunes, entre varias razones. Sobre la base de los estudios de Ana Pizarro (1987, 2002, 2004 y 2009), Susana Bandieri (2005) y los trabajos de investigación impulsados por Laura Pollastri y nucleados en el Centro Patagónico de Estudios Latinoamericanos (Universidad Nacional del Comahue, 2000 en adelante), el presente trabajo propone la delimitación a partir de ciertos rasgos que permiten considerar este amplio territorio como heterogéneo y, a la vez, unificado.

Viejas disputas, nuevas miradas

El universo simbólico que se obtiene de localizaciones específicas y, en particular, de la localización espacial, originada en el vivir en y su asociación en el espacio, marcan un quehacer cultural. Lejos de la geografía regional tradicional, el regreso del paradigma humanista de los años setenta1 permitió retomar el concepto de ‘región’ y la idea de que el hombre no es un objeto neutro en el interior de aquella; por el contrario, proporciona juicios sobre el lugar y acepta la existencia de un vínculo mutuo entre hombre y espacio a partir de las vivencias humanas (cf. Ramírez, 2007, p. 122). En lugar de considerarlo un ámbito o receptáculo con existencia propia e independiente, un escenario inmóvil y permanente de las relaciones sociales, volver a hablar de región permitió la consideración de la diversidad cultural (cf. Gilbert, 2004, p. 3) de un espacio de escala mediana (más amplio que el social, pero menor que el de las civilizaciones y las naciones) donde coagulaba la visión de espacio vivido y que permitía abordar su especificidad. En esta apertura de las regiones se pasó, también, de una concepción fija con fronteras, a otra que no tienen límites estancos —pueden ser transgredidas desde diferentes lugares y bajo formas también diversas, reconocidas en ocasiones como fronteras porosas (Ramírez, 2007, p. 128)—. En este sentido, el geógrafo Milton Santos sostiene:

Nos habituamos a una idea de región como subespacio ampliamente elaborado, una construcción estable. Ahora, en este mundo globalizado (…) lo que constituye la región no es la longevidad del edificio sino su coherencia funcional que la distingue de las otras entidades vecinas o no. El hecho de tener vida corta no cambia la definición de ese fragmento territorial. (Milton Santos, 2000, p. 208).

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Los estudios que se incluyen en este paradigma se han volcado más hacia una definición de región cultural, que toma elementos, tal como plantea Anne Gilbert (1994, pp. 3-4), del concepto económico político de la especificidad del lugar y se refieren a la región como un medio para la interacción social; el foco está en las relaciones entre individuos y grupos. Cada vez que plantamos mojones imaginarios en el continuo espacio temporal, sostiene Ricardo Kaliman, postulamos que dentro y a lo largo de esas fronteras hay un aspecto que se mantiene inalterable, y es el que le da sentido al recorte:

Las regiones que se siguen de criterios culturales son dinámicas y de contornos fluctuantes (…). El concepto de región cultural no es otra cosa que el instrumento para representar la situación de esos actos (comunicativos) en el flujo del espacio y del tiempo y debe modelarse de manera que se respete su dinámica (1999, p. 15).

En el ámbito de las letras, en los mismos años en que surgía el paradigma de la geografía humanista de la década de 1970, también se fue superando una visión estanca del concepto de regionalismo literario. En 1972, Antonio Cándido afirmaba, con mucha sagacidad, que el regionalismo literario2 no era otra cosa que una forma aguda de dependencia en la independencia, porque con él se le daba a Europa el exotismo y la distracción deseados: “Sin darse cuenta el nativismo más sincero se arriesga a hacerse manifestación ideológica del mismo colonialismo cultural” (1972, p. 349). Sin embargo, la dimensión regional siguió presente en muchas obras de gran importancia, sin ningún carácter de imposición hacia una conciencia nacional. A esta fase superadora, Cándido la denominó “superregionalismo”, una especie de conciencia lacerada del subdesarrollo, de superación del naturalismo, que se basaba en la referencia a una visión empírica del mundo, y que fue una tendencia en una época donde triunfaba la mentalidad burguesa y se daba la consolidación de nuestras literaturas (cf. 1972, p. 353). A partir de la obra de autores como João Guimarães Rosa o Juan Rulfo, se fue superando lo pintoresco y documental, al mismo tiempo que se planteaba una universalidad de la región, en la que se articulaba, de manera transfiguradora, el propio material del nativismo.

Las postulaciones de Cándido posibilitan desligar la literatura, por un lado, de una marcación colonial; por otro, avanzar sobre la idea de que ciertos autores elaboran una escritura vinculada al territorio más allá del regionalismo3 y nativismo clásicos, de un modo significativo y localizado. Los sentidos de territorio y de lugar se fueron reconfigurando en una amplia porción de la escritura latinoamericana, en el caso que nos ocupa, en la del sur argentino chileno, ya no como espacios fijos, sino móviles, mutables y desequilibrados: “la realidad geosocial es cambiante y requiere permanentemente nuevas formas de organización territorial (…). En un mismo espacio se sobreponen múltiples territorialidades y múltiples lealtades”, sostienen Montañez Gómez y Delgado Mahecha (1998, p. 123). Las regiones no existen como tales en el mundo empírico, sino que son el resultado de la organización de determinadas circunstancias históricas (cf. Kaliman, 1999, p. 12); vale decir, inventamos un territorio. Por estas razones, para superar el anquilosamiento de cercar un territorio y desprender de él el término ‘literatura regional’, resulta fundamental considerar, por un lado, que los territorios se mezclan con la naturaleza, las comunidades y organizaciones sociales, así como con las producciones de individuos y grupos. Por otro, que en esos espacios se generan redes materiales e inmateriales (Gurevich, 2007, p. 51), se trazan territorios supranacionales, con nuevos recortes y nuevas fronteras.

En el volumen Hacia una historia de la literatura latinoamericana (1987), Ana Pizarro parte de la noción de ‘zona literaria’ (Werner Bahner, 1973) como una unidad orgánica de

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relaciones, distorsiones, movimientos, intercambios, cuya base se sitúa en una historia de parámetros comunes4. En algunos de sus ensayos posteriores (2002, 2004, 2009), Pizarro impulsa la definición del concepto ‘área’ para pensar espacios latinoamericanos con prácticas culturales, reglas propias y relaciones creativas; espacios culturales que se comportan como “un universo en espesor y en movimiento” (2004, p. 62). De este modo, delimita para el espacio latinoamericano “áreas culturales en la modernidad tardía” (2004, p. 177). Primero, define cuatro grandes áreas culturales: la mesoamericana y andina5; el Caribe y costa atlántica6; la sudatlántica7; y Brasil, que en sí mismo articula una serie de subáreas. A estas cuatro, suma otras dos que no tienen unidad geográfica, pero sí una estructura cultural similar: se trata de la cultura de las grandes planicies, integrada por el páramo mexicano, el sertón brasileño, la sabana venezolana, la pampa argentina, por un lado; por otro, el espacio que han ido conformando en las últimas décadas las migraciones de los hoy llamados latinos en los Estados Unidos, área extraterritorial de treinta millones de personas a comienzos del siglo XXI8. Por último, se detiene en el área cultural amazónica, uno de los espacios geográficamente más vastos del continente, no solo como un reservorio ecológico, sino también cultural. En suma, los estudios de Ana Pizarro advierten la emergencia de estos espacios con un estatus periférico que se fueron consolidando con sus propios panteones y referencias. De este modo, la noción de ‘área cultural’ pone el foco en la red de relaciones a través de las cuales tiene lugar la interacción en un determinado espacio.

La preocupación por la territorialidad cobra cada día mayor vigor en diversas disciplinas, entre las que encontramos la literatura9. Me interesa, en este caso, volver a la idea moderna de ‘marcación’, teniendo en cuenta que territorio, sujeto, lengua configuran una tríada interrelacionada —alejada de una pretensión deshistorizadora o deslocalizadora de la cultura—, dejando de lado la consideración de un espacio neutro, con límites arbitrarios. Podrían considerarse, entonces, para la delimitación del área cultural sur, todas aquellas reformulaciones del paradigma humanista que entienden el espacio atravesado por la experiencia del sujeto y viceversa.

Hablemos del sur

El estudio del área cultural del sur argentino chileno abarca un vasto territorio que incluye la Patagonia argentina —integrada por las provincias de La Pampa, Neuquén, Río Negro, partido de Carmen de Patagones (provincia de Buenos Aires), Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego, Antártida e islas del Atlántico Sur—; y al sur del Bío Bío, las regiones VIII (Región de Bío Bío), IX (Región de la Araucanía), X (Región de Los Lagos), XIV (Región de Los Ríos); XI (Región de Aysén) y XII (Región de Magallanes); esto es, las zonas geográficas chilenas conocidas como Sur, Patagonia y Magallanes. En estudios anteriores (2009, 2016a) he sostenido, también que, análogo a los casos del Caribe y la Amazonía, el área que nos ocupa no solo puede considerarse un reservorio de biodiversidad, de recursos hídricos, minerales, forestales y marítimos, sino que también constituye un espacio multicultural y multilingüe con procesos de configuración específicos.

La investigadora Susana Bandieri propone, al inicio de su Historia de la Patagonia (2009,

pp.14 y ss.), la necesidad de derribar fronteras estatales para reflexionar sobre nuestra conformación cultural e histórica, tanto las que se crearon con las divisiones administrativas a la hora de formalizar la soberanía territorial de los estados chileno y argentino, como aquellas más difusas que pretendían diferenciar culturas aparentemente irreconciliables entre la sociedad blanca y la de los pueblos originarios. Se apoya en el convencimiento y en los hechos que atraviesan el siglo XIX y bien avanzado el XX, aquellos que prueban que las áreas fronterizas del sur chileno y argentino no funcionaron como límites, sino como verdaderos espacios sociales de gran dinamismo y alta complejidad. Los lazos sociales, étnicos, lingüísticos y comerciales, anteriores a la formación de los estados nacionales,

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perduraron por encima de los límites fijados.

Según Bandieri, existe una Patagonia occidental y una oriental —según se trate de zonas ubicadas al oeste o al este de la cordillera de los Andes— cuyo límite septentrional estaría dado por el Río Colorado y la Región del Bío Bío (reponiendo la antigua frontera del Arauco) y se extendería hasta la isla de Tierra del Fuego10. Se trata de una geografía heterogénea, con franjas transversales (corredores, como el norpatagónico integrado al pampeano) de dinamismo histórico y económico: las circunstancias históricas, étnicas y políticas comunes que el área sur argentino chilena atravesó desde la dominación indígena permiten una designación común y una integración en un espacio fronterizo socialmente compartido. La historiadora demuestra que el funcionamiento socioeconómico de las áreas fronterizas continuó actuando por encima de la imposición de los límites definidos por los Estados nacionales, al menos durante todo el siglo XIX y primeras décadas del XX; y estudia las múltiples variables por las que, pese a los intereses públicos y privados de ambos países, la integración continúa llevándose adelante a partir de la intensa movilización comercial y las relaciones interétnicas.

Coincido en que el sur argentino chileno reclama el estudio unificado de su cultura por la pervivencia de los pueblos originarios que constituyen universos políticos, lingüísticos, culturales e históricos comunes a ambos lados de la cordillera, y cuya tensión con el status hegemónico del castellano y la necesidad sociopolítica y económica de su adquisición ha atravesado todo el siglo XX. A pesar del avance de los proyectos nacionales, Argentina y Chile siguen siendo países multiétnicos y multiculturales, donde coexisten situaciones sociolingüísticas heterogéneas, en las que los modos de hablar del individuo se relacionan no solo con dialectos de una misma lengua, sino con distintas lenguas (Cf. Lucía Golluscio, 2006, pp. 26-27)11. Los procesos migratorios ocurridos desde la occidentalización de nuestro sur propiciaron el contacto interétnico entre culturas exógenas (como las que provinieron de oleadas migratorias europeas de galeses, alemanes, entre otros; o de migraciones internas) y culturas originarias trashumantes; contacto del que se derivaron procesos de mestización complejos que conservan sustratos diferenciados (el hispánico criollo, el germánico12, el mapuche, en Chile; y el galés, el criollo, en Argentina, por citar algunos) (Riedemann y Arellano, 2012; Pollastri, 2009) y, con ellos, procesos socioeconómicos y culturales regionales, nacionales y aún transnacionales que se manifiestan, en la literatura, en temas comunes, problemas y articulaciones particulares con lo metropolitano. En este vasto espacio que concentra áreas andinas, una meseta central, valles fluviales, costas marítimas y archipiélagos tanto en el océano Atlántico como en el Pacífico, encontramos un conjunto de culturas articuladas en torno a una historia en común.

En un intento por caracterizar esta área cultural podríamos considerar, en primer lugar, la conformación de un territorio con un vínculo espacial común desde su conformación glacial, que se fue consolidando primero como una gran isla, fusionada al continente a lo largo de millones de años hasta convertirse en la tierra firme que hoy conocemos. A esta base geográfica de origen acuático se le agregan varios mitos de origen: entre muchos, el mito mapuche de Teng Teng y Kay Kay13. En otras palabras, el espacio habitado y compartido en el cual el pueblo mapuche fundaba sus sentidos de pertenencia, según las ‘narrativas de origen’ (Delrio, 2007), no tenía sus límites en el cordón montañoso de la cordillera de los Andes.

En las últimas tres décadas, varias son las ediciones bilingües de escritores de origen mapuche que intentan tender lazos, que desestiman las fronteras estatales y que se autorreconocen como comunidad, a partir del trabajo con una lengua migrante que se traslada de la oralidad de la lengua originaria a la escritura y de esta al castellano y/o viceversa: por ejemplo, Ancalao que aprende la lengua mapuche en su adultez como parte de un autorreconocimiento. En este sentido, son fundamentales las obras de Elicura Chihuailaf,

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Jaime Luis Huenún, Leonel Lienlaf, Lorenzo Aillapén, José Teiguel, Bernardo Colipán, María Teresa Panchillo, Maribel Mora Curriao, entre muchos otros que proveen un acercamiento a una cosmovisión relegada y problematizadora de las identidades nacionales; poetas que, tal como plantea George Steiner en Extraterritorial, entienden que su casa está en la lengua y que construyen su imagen como marginados o dudosamente situados en una frontera (2000, p. 15).

Hay en este territorio otros procesos culturales que involucran modos colectivos de producción, circulación y difusión del capital cultural. Desde los primeros años de las dictaduras chilena y argentina (1973 y 1976, respectivamente), muchos escritores que migraron desde centros metropolitanos a localidades con menor impacto de los procesos represivos, sumados a escritores residentes en esta vasta zona, se nuclearon en torno a talleres literarios, sellos editoriales, revistas, centros de escritores, recitales, encuentros, elaboración de antologías que han nucleado insistentemente escritores de la zona meridional de ambos países, o que han difundido la obra de un grupo de escritores de determinada área cultural. Estas modalidades de producción (en particular, el taller14, el grupo literario y los encuentros de escritores) adquirieron singular relevancia para la conformación de un campo cultural emergente ya que se fueron construyendo como espacios que acompañaron exilios e insilios, dieron relieve a la creación artística, ofrecieron un lugar en el que los integrantes pudieron mantener una relación íntima y compartida con la obra artística, consolidaron trayectorias y, al mismo tiempo, generaron debates sobre una literatura específicamente del sur (véase la introducción al dossier)15.

Hasta aquí, he intentado esbozar algunas razones por las que resulta plausible considerar el sur de América del Sur como un área cultural de la que Laura Pollastri afirma que los diferentes gestos cartográficos, presentes en textos y paratextos, “generan una serie de dispositivos sobre lo austral y trazan mapas que se contraen y expanden en un lado y otro de la cordillera, confrontando el plano simbólico con lo geográfico estatal” (2016, p. 42). Por su parte, Walter Delrio afirma que “los mapas superpuestos se localizan en distintas rutinas de acción y valor: parlamentos, pasos cordilleranos, decretos, tratados acuerdos (…) es en estas prácticas específicas donde el territorio es permanentemente diseñado” (2005, p. 20). Vale decir, la expresión simbólica de la territorialidad en los textos permite reconceptualizar las categorías que definen una literatura atravesada por el territorio, no como referente externo, sino como un constructo que funde varias dimensiones.

Sergio Mansilla Torres reflexiona, a lo largo de varios estudios, sobre las poéticas territorializadas, las que suelen ser casi siempre —al menos en el contexto de la poesía moderna— un modo de representar de los sujetos situados (2013, 2018). En 2018, profundiza sobre la noción de ‘sentido de lugar’ que sería, en principio, la condición necesaria para que el mundo material, con su historicidad, sea constituyente y constitutivo del mundo poético; esto es, la dimensión espacial de la escritura no solo como ámbito de referencias (a determinados paisajes, a la geografía, por ejemplo), sino como condición material física en la que la imaginación poética halla el suficiente sustento de vida para elaborar metáforas significativas del mundo. En palabras de Mansilla Torres:

El ‘sentido de lugar’ es una forma de ser textual que hace que la poesía provea al lector de una cierta experiencia de lugar precisamente por la capacidad evocadora y representacional del lenguaje poético, de manera que el lugar se torna subjetividad en escena, tanto como mapa simbólico de un locus preexistente a la operación de textualización y posterior decodificación lectora. (2018, p. 162).

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Pollastri, por su parte, emplea la noción de ‘espacio vivido’ (Erlebte Raum, 2012), acuñada por Otto Bollnow (1969), para considerar el espacio patagónico —primero considera la Patagonia argentina y, luego, extiende sus análisis hacia Chile— no como algo exterior o desligado del hombre, sino como un constructo en el que sujeto y espacio son imposibles de desligar. En varios de sus trabajos (2011, 2012, 2014), reflexiona sobre el modo en que Patagonia ha sido cooptada por un discurso que la transforma en paisaje o recurso:

por un proceso intensivo de pecuniarización del espacio que lo vuelve yacimiento – no solo de petróleo sino también como reserva mundial de agua

se ha sumado a las diversas figuras del viajero (...) la del turista: se ha pasado del explorador al turista y del turista extranjero al comprador, también extranjero (Pollastri, 2012, p. 93).

De estas consideraciones desprende la noción de ‘meridionalidad militante’. Para Pollastri:

Hay un conjunto de predicados adjudicados por el foráneo, por el que no es patagónico a lo patagónico (…) a esto responde el habitante de nuestro sur con lo que denominaría una activa meridionalidad. Esta meridionalidad militante de los patagónicos carga los enunciados de un sentido colectivo y político — orientándose hacia una literatura menor tal como la describen Deleuze y Guattari— desde el que se desmontan los dispositivos de enunciación que desde fuera de Patagonia la radicalizan. (Pollastri, 2012, pp. 96-97).

Ambos conceptos, ‘sentido de lugar’ y ‘meridionalidad militante’, suponen discursividades en conflicto (Mansilla Torres) o en tensión (Pollastri) y expresan la condición de la escritura del sur de proyectar o significar un mundo y una geografía en su propio lenguaje.

Núcleos de densidad simbólica

Existe, entonces, en el sur de América del Sur, el despliegue de imaginarios cuya argamasa va más allá de los límites estatales convencionales. En este sentido, podemos detectar lo que Ana Pizarro llama, al momento de pensar la cultura del Caribe, “núcleos de densidad simbólica” (2002, p.17) que se hacen presentes a lo largo de la expresión cultural y literaria del área. A través de varios trabajos16 me concentré, fundamentalmente, en dos de esos núcleos: un primer dispositivo simbólico que estaría marcado por los tránsitos, no como los entendieron algunos estudiosos que definían esta geografía a partir del viaje desde una mirada foránea, sino aquellos dados por movimientos poblacionales diaspóricos y migratorios (Espinosa, 2016b). A las migraciones, viajes o diásporas se suman los flujos en las formas y los formatos textuales (de la palabra a la imagen, de la página al video y la virtualidad, entre géneros, etcétera); migraciones entre lenguas (alemán, galés, español, mapuchezungun); entre identidades culturales17. En el siglo XX, el habitante del sur argentino chileno —cuando los Estados nación comienzan a consolidarse en estos territorios— experimenta numerosos tránsitos, migraciones y errancias individuales o colectivas, producto de distintos factores históricos, económicos y culturales, nacionales y aún transnacionales. No me refiero al viaje de los extranjeros hacia la Patagonia argentina o el sur de Chile con el que cierta crítica pretendió definir este territorio (y generar relatos patagonistas o patagonialistas (cf. Casini 2007, Pollastri 2012, Mellado 2014), sino al tránsito producto de procesos migratorios, internos (por insilios, exclusiones o catástrofes) y externos (i.e. la oleada alemana que llega a

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Chile o la galesa a Argentina) que propiciaron el contacto del que se derivaron factores socioeconómicos y culturales que se manifiestan, en la literatura, en temas comunes, problemas y articulaciones con lo metropolitano, por un lado; por otro, generaron sujetos que viven entre dos —por lo menos— universos culturales, trasplantados que salen de o regresan al hogar, lo que produce un descentramiento del sustrato cultural básico. Estos fenómenos configuran, en el área abordada, un espacio subjetivo diferente, en movimiento, en instancias de negociación, de aceptación, rechazo y transformación de dos y a veces más culturas.

En las últimas décadas, muchos escritores, intelectuales y militantes culturales (por ejemplo, la mayoría del Grupo Taller Trilce de Chile: Omar Lara, Juan Armando Epple, Enrique Valdés, Claudio Molina, Walter Hoefler, entre otros)18 partieron al exilio durante la dictadura de Augusto Pinochet y luego manifestaron en su poesía ese doloroso proceso. Otros se refugiaron, se escondieron lejos19, se “orillaron” (como expresa Bernardita Hurtado Low en el poema “Orillada” de Furia y paciencia, 2001); siguieron produciendo y exorcizaron sus temores en la escritura, que se volvió, en algunos casos, un oficio secreto20. Más cercano en el tiempo, en los años de la transición de los procesos democráticos, muchos escritores circularon por el sur por razones laborales, otros se movilizaron por catástrofes naturales (como terremotos o erupciones de los volcanes) y su escritura, luego, operó sobre la nostalgia por el hogar perdido21. Un grupo amplio podría estar integrado por Sergio Mansilla Torres, Rosabetty Muñoz, Clemente Riedemann, Pedro Guillermo Jara, Maha Vial, Mario Contreras Vega, Bernardita Hurtado Low, Jorge Spíndola, Gerardo Burton, Cristian Aliaga, Raúl Mansilla.

El otro núcleo de densidad simbólica se refiere a lo acuático (Espinosa, 2011; Pollastri 2011 y 2015), que se vuelve materia de los textos: término de comparación, término real de diversas metáforas, visión de mundo e impulso simbólico. Muchos son los que, en la literatura contemporánea de esta área, ahondan en los signos, interpretaciones y resignificaciones del agua como elemento primordial. Su fuerza reside en la insistencia con que irrumpe en los textos a través de sus diversas manifestaciones (como lluvia, rocío, río, vertientes, arroyo, lagunas, lagos, mar, entre otras) hasta convertirse en otro núcleo de densidad simbólica: basta mencionar los volúmenes de Oscar Barrientos Bradasić, Égloga de los cántaros sucios (Valdivia, El Kultrún, 2004) o de José Teiguel Quince poetas desde el agua-lluvia (Antología. Valdivia, el Kultrún, 1992), o numerosos textos de Juan Armando Epple, Bernardita Hurtado Low, Sergio Mansilla Torres, Pedro Guillermo Jara, Yuri Soria Galvarro, Francisco Coloane, Cristian Aliaga, Raúl Mansilla, entre muchos otros22.

Esta presencia no decanta en un clásico color local, vertido en la escritura a la manera del regionalismo tradicional, sino que imprime un particular dinamismo. El paisaje hídrico e insular creado en los textos de este sur no es consecuencia de un determinismo geográfico o regional, sino proyección de una percepción del mundo (cfr. Foffani y Mancini 2000, p. 275). Rosabetty Muñoz plantea en Autorretrato de Chile: “Mirando al mar su extensión entra en los ojos y éstos tienden a desbordar. (...) Y agua se nos vuelven los ojos y agua las palabras. Todos los sentidos rendidos al fluir” (2004, p. 86). Muñoz, como otros escritores, funde la palabra poética con uno de los elementos primigenios que mediatiza su mirada y le permite, como una lente, decodificar el mundo y elaborar metáforas. Sin embargo, frente a la retórica de la abundancia y la acumulación marinas propias, por ejemplo, de la poética nerudiana en Maremoto (1970), esta literatura se resguarda —según lo expresa Muñoz en su poemario En nombre de ninguna (2006)— del “borboteo imposible”; es decir, teme no solo que la palabra no fluya sino, directamente, que no germine.

El elemento acuático es, por otra parte, uno de los recursos limitados, en tanto fuente de biodiversidad vinculada a las economías globales, y fuerza simbólica para escritores que tienen una clara conciencia sobre los sistemas de producción de recursos (la mayor parte de las veces en manos extranjeras) de estas áreas geográficas, y de las condiciones de

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desigualdad social y aislamiento que se viven. El modo en que se imprime en la literatura el asedio permanente sobre los recursos naturales23 lleva a Laura Pollastri a un sostenido trabajo sobre la vinculación entre estos, el capital económico y la literatura; y ha desarrollado, en conferencias y publicaciones, la necesaria categoría de ‘pecuniarización del espacio’24, que podríamos considerar una matriz de pensamiento para la cultura del área sur.

En mi trabajo, “Palabras en el agua: Patagonia y microrrelato” (2011), señalo cómo el agua instala su presencia en la obra de muchos escritores que habitan el sur del continente. Así, Mario Contreras Vega, cuyo volumen de cuentos de 2009 se titula Historia del país de las aguas, expresa cuando recibe el Premio de Extensión Cultural Chiloé:

Hoy ni el agua ni la energía ni el salitre nos pertenecen. (…) No sólo las empresas dejaron de pertenecernos. También el mar, invadido por conquistadores, también nuestros bosques, reemplazados por foresta exógena y enemiga de la diversidad y la riqueza de nuestra flora y nuestra fauna. Los chilotes fuimos un pueblo marítimo. O un pueblo de bordemar (…), sin embargo, debemos pedir permiso a los que se han apropiado de nuestras aguas, para circular en medio de ellas. (Contreras Vega, 2008, s.p).

Una gran parte de las expresiones contemporáneas, en especial desde la década de 1970 hasta la actualidad, ofrecen poéticas territorializadas, “el territorio deviene infraestructura topológica” (Mansilla Torres, 2016, p. 167), que se articulan en torno a diversos núcleos, en el marco de lenguas y culturas. Estos concentran e irradian elementos significativos y producen un entramado localizado.

Hasta aquí mencioné dos núcleos de densidad simbólica: los tránsitos y el elemento acuático que funcionan como proyección de una percepción del mundo, como soporte semiótico de la expresión.

Dentro de la tradición latinoamericanista que atiende a la dinámica histórica y a la diversidad de sus culturas, delineo y abordo un área cultural específica. Esta área constituye una reserva en biodiversidad y recursos, y presenta, en los últimos años, una producción desbordante y con paradigmas propios en el campo de la literatura. Ana Pizarro (2004, p.

179)incluye un sector del territorio aquí delineado en el área andina, pero la dispersión generada por exilios, insilios, migraciones y tránsitos organiza una red en todo el mapa de nuestro sur cuyos puentes culturales son más importantes que sus fronteras. Nuestro equipo lleva varios años trabajando estas cuestiones y considera que es más productivo pensarlo desde un abordaje integrador, que como zonas de densidad atomizadas a lo largo y ancho del mapa.

Referencias bibliográficas

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Notas

1Blanca Rebeca Ramírez realiza un recorrido por el término región, según las diversas escuelas y paradigmas que lo abordaron durante el siglo XX. Según la autora, el retorno al paradigma humanista se inició en la década de los setenta con dos trabajos: el de Yi Fu Tuan (1974) en la corriente anglosajona y el de Frémont (1976) en la tradición francesa. El regreso del paradigma humanista deja dos posibilidades que se conjugan en el pensamiento de la geografía regional a la fecha: la que adscribe a la región una dimensión local/particular identificada con una escala pequeña, o bien la que le da una connotación escalar mediana que, en la opinión de algunos autores, es la que muestra gran vitalidad en el momento contemporáneo. El pensamiento humanista

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evolucionó hacia posturas que reconocen la región como un medio para la interacción social (cf. Blanca Ramírez, 2007, pp. 122-123).

Por su parte, Anne Gilbert sostiene también que la geografía regional practicada desde mediados de los años

70 es nueva. “Su emergencia puede verse como una respuesta a los desarrollos recientes en teoría social (…) así como a nuevos objetivos sociales de los cuales no es el menor el afianzamiento de la diversidad” (1994, pp. 1- 3). Desde esta aproximación, es el sistema relacional que vincula individuos y grupos y promueve la adherencia a un conjunto de ideas sobre el mundo en el que se convive.

2Cándido emplea el término ‘regionalismo’ para designar toda la ficción vinculada a la descripción regional y a las costumbres rurales desde el romanticismo, y no a aquellas manifestaciones que la crítica restringe a la comprendida entre 1920 y 1950 (1972, p. 350).

3Cf. también el productivo trabajo de Enrique Foffani y Adriana Mancini “Más allá del regionalismo; la transformación del paisaje” (2000, pp. 261-291). Los autores indican allí que el concepto de Cándido de ‘superregionalismo’, así como la noción de ‘transculturación’ de Ángel Rama o la de ‘regionalismo no regionalista’ de Beatriz Sarlo, estarían poniendo de manifiesto la insuficiencia conceptual (2000, p. 261).

4Toma el concepto de Werner Bahner, que postula en 1973: “Une zone littérarire, c’est, a mon avis —dice Werner Bahner— un ensemble de quelques littératures nationales avoisinantes qui se sont developpées sur la base des mêmes ou des similaires facteurs fondamentaux d’économie, de vie sociale, politique et culturelle”.

[Una zona literaria es, en mi opinión —dice Werner Bahner—, un conjunto de algunas literaturas nacionales avecinadas que se han desarrollado sobre la base de los mismos factores fundamentales de economía, vida social, política y cultural]. En "La zone littéraire" (discusión) Neohelicon, vol. I, núms 1-2, Budapest, 1973, p.158. (Citado por Ana Pizarro en "Introducción" de Hacia una historia de la literatura latinoamericana. (1987). México: El Colegio de México).

5Sobre esta área, sostiene Pizarro: “En Chile, un grupo de origen mapuche comienza a publicar en los años 80 - Elicura Chihuailaf o Leonel Lienlaf. Ambos son fenómenos propios de la modernidad tardía y en ambos se hace emerger un discurso asentado en dos” (2004, p.179).

6Para Pizarro, abarca “el archipiélago de las Antillas y la costa atlántica que se extiende hasta parte importante de Brasil. Se trata del espacio cultural de impronta africana cuyo origen se encuentra en el llamado comercio triangular, la esclavitud y (…) la economía de plantación”. (2004, p. 180).

7La tercera subárea se extiende “entre el sur de Brasil, desde San Pablo, y la parte norte de la Argentina, hasta Buenos Aires. Se trata de un área de culturas de inmigración, como sabemos, que fue perfilada por Rama como cultura con vocación de vanguardia”. (Pizarro, 2004, p.183).

8Un fenómeno nuevo también dentro de la cultura del norte, comenzando por México y Centroamérica, para luego ir ampliando el área con los caribeños de distintas islas —Puerto Rico, Cuba, República Dominicana, Antillas de lengua inglesa—. (Pizarro, 2004, p.183).

9Resultan centrales, en este sentido, los trabajos reunidos en la revista Katatay. Revista crítica de literatura latinoamericana (Año 8, n.o 10, 2012); Recial (Año VIII, n.o 12. noviembre de 2017) o Nuevo texto crítico (Vol. XXX, n.o 53, 2019).

10Bandieri no incorpora la provincia de La Pampa en el mapa de la Patagonia argentina. Si bien, a partir de la Ley Nacional n.o 23.272 (promulgada en octubre de 1985), esta provincia pasa a integrar legalmente la región. La ley nacional n.o 25.955 modifica la 23.272 [Boletín Oficial, 30 de noviembre de 2004] e incorpora Carmen de Patagones al territorio patagónico sur.

11Dice Lucía Golluscio: “El Pueblo Mapuche —según sus propios miembros— constituye una unidad política, lingüística, cultural e histórica. Dicha conjunción de elementos está dada por la unidad geográfica territorial”

(2006, pp. 26-27).

12Clemente Riedemann y Claudia Arellano sostienen al respecto: “La Ley de Inmigración Selectiva, promulgada en 1845, permitió que más de 6.000 familias provenientes de Alemania se instalaran en las zonas de Valdivia, Osorno y Llanquihue, en el sur del país (entre 30.000 y 40.000 inmigrantes)”. (2012, p. 12).

13Lucía Golluscio (2006, pp. 44-45) plantea que diversas versiones de este relato —muchas veces en un fuerte sincretismo con elementos del Antiguo Testamento— coinciden en la historia nunca resuelta de la lucha de dos fuerzas centrípetas, pero no antinómicas de las que surge un territorio: una que tiende a la destrucción y otra a la salvación del pueblo Mapuche; del enfrentamiento de ambas, dice el mito, surgieron las islas y archipiélagos que varias leyendas atribuyen a la isla de Chiloé y a la actual geografía del sur de Chile.

14En América Latina, el taller literario está más presente que en Europa a lo largo del siglo XX. En EEUU, el writers workshop tiene cierta tradición, pero siempre dentro de la institución literaria, no como iniciativa privada. Según la conceptualización de David Lagmanovich, la expresión “taller literario” o “taller de escritores” o “de escritura” cubre dos realidades distintas. La primera, el “taller de autores” ⎯en referencia a un grupo de escritores que se reúnen para leerse unos a otros su producción inédita, escuchar críticas y consejos⎯; y el segundo, el que podría llamarse “taller del maestro”: un escritor o crítico reúne a su alrededor un grupo de personas que aspiran a escribir y analizar con ellos sus cuentos, poemas, novelas, ensayos, etcétera, recomienda

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lecturas y sugiere posibles caminos frente a proyectos de escritura. (Conceptos aportados por David Lagmanovich en entrevista personal realizada en 1998, momento en que dirigía el proyecto de investigación "Continuidad y ruptura en las vanguardias latinoamericanas", en la Facultad de Humanidades, Universidad Nacional del Comahue, junto a la Dra. Laura Pollastri).

15Muchos de las afirmaciones aquí desarrolladas constituyen reelaboraciones de mi trabajo “Más allá de las fronteras: la literatura en el área cultural ‘Patagonia’” (Espinosa, 2016a).

16Idem nota 15.

17Silvia Mellado (2014) sostiene que el tránsito hacia (en) la civis y el arreo de los animales resultan dos núcleos significativos insoslayables para reflexionar sobre la literatura del sur: éxodo y exilio devienen categorías vacuas para narrar el genocidio del pueblo indígena. El capítulo “Tránsitos y arreos: aproximaciones a Mujeres a la intemperie/ PU ZOMO WEKUNTU MEW de Liliana Ancalao” lo dedica al análisis de los diversos desplazamientos forzosos que padecen tanto los sujetos del enunciado como los de la enunciación: del campo a la ciudad, de una lengua a otra aprendida en la adultez, entre lo arcaico y lo moderno. La lectura de los tránsitos, leídos en tanto arreo, “acentúan la idea de un cuerpo como mercancía” (2014, p. 85).

18Recomiendo los trabajos de Omar Lara “La Revista Trilce y la Poesía Chilena en la década de los 60 Aportes y Aperturas” en Omnibus¸ 30(VI), 2010; y Carlos Alberto Trujillo, “Poetas y poesía en los tiempos malos. Talleres de Poesía en Chile entre 1974 y 1979”. En Rudas macho (2003). Recuperado en www.rudasmacho.com.ar.

19Sostiene Naín Nómez que el concepto de poesía política se aplica a una vasta gama de discursos literarios: desde el panfleto o el libelo, hasta las formas más subrepticias. Todos poseen un elemento central que es el sentido de pérdida (cfr. 2010, p. 107).

20Dice Trujillo: “Se escribía para gritar o lamentar, y también para liberarse de los demonios internos y externos. Pero las urgencias del poeta eran otras y eran urgentes de verdad” (2003: 2). Cf. también el interesante artículo de Naín Nómez (2010, pp. 105-127).

21Cf. mi trabajo 2016b.

22En su sugestivo trabajo “Los héroes de la retirada” Gabriela García afirma que un vasto corpus de la literatura chilena en torno al agua se enlaza con una extensa tradición que se abriría con textos ya tradicionales, como La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga, pasando por cartas y crónicas coloniales, relatos de exploradores del siglo XIX, hasta llegar a numerosas manifestaciones de la literatura contemporánea: las de Omar Lara, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Francisco Coloane, Gonzalo Rojas, Rolando Cárdenas, Floridor Pérez, Enrique Lihn, entre otros (cf. García, 2010).

23Resulta central en este sentido el análisis de Sergio Mansilla Torres (2013) sobre el caso de Hidroaysén en “Modernidad contra natura. sobre el argumento estético como defensa de paisajes y territorios (a propósito de Hidroaysén)”.

24Cfr. sus trabajos “El desierto letrado: Patagonia, escritura y microrrelato” ofrecido como conferencia en el V

Congreso Internacional de Minificción (Neuquén, Argentina, 2008) y luego publicado en La huella de la clepsidra. El microrrelato en el siglo XXI. Coordinación, edición literaria y prólogo a cargo de Laura Pollastri. 1a ed. - Buenos Aires: Katatay, 2010. pp. 439-459; o “Con el domicilio en la palabra: Patagonia, escritura y destino” (ofrecida en el VIII Congreso Internacional Orbis Tertius: ‘Literaturas Compartidas’, mayo 2012, La

Plata, Universidad Nacional de La Plata).

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