VILLA QUERIDA: EL ÉXTASIS MARGINALISTA

EN LA TELEVISIÓN Y EN LA NARRATIVA DE LA ARGENTINA

EN LOS AÑOS CERO

Lucas Panaia*

Resumen

En los meses previos a diciembre de 2001 y aún con más fuerza en los años posteriores, un notorio interés por la exclusión social parece acrecentarse y copar micros periodísticos, series y programas documentales de la televisión argentina. Al mismo tiempo, distintas manifestaciones culturales, como el cine y la cumbia, asumen también la tarea de contar la rutina de aquellos que viven en la periferia urbana. El fenómeno tiene su réplica en la ficción literaria y, así, muchos escritores de las nuevas promociones comienzan a referir la emergencia social en sus relatos y centran su atención en el espacio de la villa miseria. Entre estos textos se ubican Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vida de pibes Chorros (2003), de Cristian Alarcón, Santería (2008) y Sacrificio (2010), de Leonardo Oyola, y La virgen cabeza (2009), de Gabriela Cabezón Cámara. Más cerca de la fascinación que de la denuncia política, la literatura va a oscilar entre la estetización de la delincuencia desesperada y la celebración bizarra de la marginalidad. Tales opciones acercan bastante la narrativa al show que montan programas televisivos como Policías en acción o los informes de Crónica TV.

Palabras clave: estetización; marginalidad; medios de comunicación; narrativa argentina; villa miseria

DEAR VILLA: THE MARGINALIST ECSTASY ON TELEVISION AND IN

THE ARGENTINE NARRATIVE IN THE ZERO YEARS

Abstract

In the months before December 2001 and even in a stronger way in the years that follow, a significant interest in social exclusion seems to increase and take over journalistic micros, series and documentaries in Argentine televisión. At the same time, different cultural manifestations like the cinema and cumbia undertake the task of narrating the routine of those that live in the urban periphery. The fenomenon has its replica in literary fiction and thus many writers of the new generations begin to

*Docente en cátedra de Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: lucas_panaia@yahoo.com.ar. Recibido: 17/12/2019. Aceptado: 21/05/2020.

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chronicle the social emergency in their narratives and focus their attention on the space of villa miseria. Among these texts there can be found Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vida de pibes Chorros (2003) by Cristian Alarcón, Santería (2008) and Sacrificio (2010) by Leonardo Oyola and La virgen cabeza (2009) by Gabriela Cabezón Cámara. Closer to fascination than to political denounciation, literature will sway between the aesthetization of desperate delinquency and the bizarre celebration of marginality. Such options bring together the narrative to the show put on by television programmes such as Policías en acción or Crónica TV reports.

Keywords: aestheticization; argentine narrative; marginality; mass media; villa miseria

Introducción

Diciembre de 2001 muestra la marginalidad en la Argentina en carne viva. En rigor, la explosión de la miseria es consecuencia de una larga historia de vergüenzas, endeudamiento externo y exclusiones que por años se calienta a fuego a lento y alcanza proporciones de pesadilla para esa fecha: la devaluación dispuesta por el Rodrigazo (1975), la desindustrialización y la concentración económica que se inicia con la última dictadura cívico-militar (1976-1983), la hiperinflación (1989-1990) y el estrago neoliberal del Plan de Convertibilidad (1991-2001).

Aunque la cifra del derrumbe del país comprende el último cuarto del siglo XX, la revuelta popular del 20 de diciembre de 2001 es entonces la jornada que marca a rojo el almanaque y enrostra las bases desmanteladas de una sociedad que se había contado entre las más igualitarias y prósperas de la región.

Ante ese panorama de pobreza extendida, muchos escritores que publican sus primeras obras al despuntar el nuevo siglo se ven interpelados a dar cuenta de una emergencia social que ya no es posible ignorar. En ese orden, la villa miseria1 como espacio por antonomasia del excluido gana protagonismo en distintos textos. Las villas o barrios informales de la ciudad de Buenos Aires y su conurbano crecen, se multiplican y hace tiempo que muestran la permanencia del asentamiento. Si bien es verdad que las representaciones de la villa no constituyen en sí mismas mayor novedad en nuestra literatura2, nunca hasta entonces habían sido tan diversos los géneros y las perspectivas que se apuran a tomar el desafío: el relato testimonial, la crónica, el policial en una línea cercana a la novela negra, un realismo de inflexión delirante e incluso una reescritura de la gauchesca.

Ahora bien, ¿urge en estos escritores el imperativo de pronunciarse acerca de las cuestiones de su tiempo? ¿O acaso, menos pretencioso, hay un intento de comprensión del momento que se vive?, ¿debería haberlo? Lo cierto es que el repentino interés por la villa forma parte de un fenómeno mucho más amplio que excede con creces los alcances restringidos de nuestro mercado editorial: asistimos en Argentina al descubrimiento maravillado de la marginalidad. Esto es, claro, el éxtasis marginalista. Los medios de comunicación, y sobre todo la televisión, protagonizan el hallazgo y en esa mirada arrebatada hay mucho de fascinación. En la fascinación, a no dudarlo, una buena porción de clase media urbana encuentra un punto de confluencia bastante cómodo para la culpa, la sorpresa, la impotencia y el compromiso fácil. Pues bien, la literatura también va a participar en esto. En ocasiones, incluso, en las narraciones va a predominar un tono festivo e irreverente que se parece demasiado al que destila el

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colorido y extravagante festival que se monta desde la televisión en torno a la figura del villero y, en un sentido más amplio, del marginal en sí. Corolario: el morbo en cuestión no es muy distinto del que ostentan algunos programas televisivos de carácter documentalista que también comienzan a proliferar al despuntar la gran crisis. Es por eso que, antes de abordar las narraciones literarias, se vuelve imperioso intentar primero una revisión de algunos productos de la industria cultural, periodística y de entretenimiento que refirieron la marginalidad en otros formatos, aunque no con una mirada muy distinta y sí con una difusión mucho mayor.

Hay que decir que el éxtasis marginalista confluye con un interés por la extravagancia o lo insólito, búsqueda que corresponde a una sensibilidad de época bien asentada. Ya desde fines de los noventa y más todavía en los años cero, se extiende el adjetivo bizarro como una muletilla afectada para decir de manera cool o canchera que algo es raro, inusitado o, directamente, un delirio. No es de extrañar, así, que la marginalidad se convirtiera también en un nicho de lo bizarro. Si la exclusión llegó para quedarse, una opción rápida va a ser estetizarla, volverla atractiva. Y todavía más, festejarla: hacer un banquete bizarro con ella, divertirse. Claro que el prejuicio no se suprime en la risa, ni siquiera se disuelve. Por el contrario, la risa del incluido potencia el prejuicio al extremo y deja al villero en el lugar del ignorante, del chorro, del que habla mal, del negro cabeza.

Algunas narrativas marginalistas, por caso, aparecen en editoriales como Interzona o Eterna Cadencia, surgidas también en los años cero y con un catálogo que oscila entre los títulos consagrados, el prestigio académico y las ansias de novedad. La noción del libro como objeto de diseño (vistosas tapas con ilustraciones pop que bien podrían adornar especieros de bazar chic o códigos de barra extra large que solo aparecen a modo de decoración, ya que de tan grandes no pueden pasarse por el escáner de la caja registradora) y la misma ubicación de los locales de venta de estas editoriales (el simétrico y afrancesado Pasaje Rivarola o una vieja casa reciclada del Palermo sofisticado) enseñan, además, toda una pretensión estética. Así las cosas, no es difícil imaginar que el destinatario previsible para estos relatos sea un lector sin mayores apuros económicos que acude a “librerías boutique” para saciar su sed de periferia, cumbia y realismo brutal.

No es frecuente en nuestra literatura que la villa pueda ser contada por el que la vivió o la vive… El poeta César González, nacido en la Carlos Gardel de Morón, nos habla acerca de lo que significa crecer en medio de la falta de oportunidades en algunos versos de La venganza del cordero atado (2010), poemario que publica con el seudónimo de Camilo Blajaquis. La villa es “otro mundo”, en donde “los cascotes inventan caminos para impedir que el barro muerda los tobillos” y los “Maradonas están en cana, laburan en lo que pueden o los mató la policía”. “De pibe chorro a poeta”, dice la contratapa del libro, pero… ¿cuántos pueden hacer ese trayecto? No es sencillo acceder a la página escrita y al circuito editorial, mucho menos si se viene de la villa. De todas maneras, no es que el origen del escritor asegure necesariamente mayor legitimidad a la hora de referir la cuestión. Es que acá no se trata de hablar de pobreza, sino de pensar de qué manera la literatura da cuenta de ella: cómo la narra, de qué se hace cargo, qué tiene para decir.

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Informe de situación. TV, cumbia y cine: ¿quién es el poronga del conventillo?

Cuando se habla de ese diciembre de 2001 que tomó por asalto la primera plana de los principales diarios del mundo, algunos bufan y resoplan que el argentino solo grita basta cuando le tocan el bolsillo. Para contrarrestar el bufido, basta decir que la desobediencia civil no estalló cuando se instauró el corralito bancario el día 3, sino en las últimas horas del día 19, justo cuando el entonces presidente Fernando de la Rúa decretaba el estado de sitio.

Sin ánimos tampoco de una lectura optimista que reduzca el fenómeno al triunfo de la memoria de un pueblo que no quería volver a un pasado de autoritarismo y violencia militarizada, al menos resulta evidente que son múltiples las razones que explican el momento histórico de una sociedad altamente movilizada. Por esa época, alguien dijo que la Argentina era un tren que había descarrilado y, por ende, no importaba quién viajaba en primera clase y quién lo hacía en el furgón o de colado: todos habían quedado en la vía y debían ahora arremangarse y buscar la manera de que el tren pudiera volver a andar. A la distancia se ve que eso fue falso porque los privilegios sí importaron y, aunque Argentina hubiera descarrilado, en los extremos se anotaron ganadores y perdedores. Los primeros pesificaron sus deudas en dólares y se llevaron la plata a Uruguay, a un paraíso fiscal o a la Luna. Los segundos, como sucede luego de cada gran debacle, se desbarrancaron en la pobreza estructural. Lo que sí fue cierto es que por esos días nadie pudo ignorar que el tren había descarrilado y que todos estábamos, más que nunca, varados en el limbo de los países parias.

Muerta la fantasía del 1 a 1, muchos televidentes se restregaron los ojos lagañosos y vieron qué tenía para ofrecer la pantalla ahora. Así fue cómo la televisión saturó con imágenes de la ciudad hambreada y emprendió informes periodísticos que planteaban incursiones a distintas villas o recorridas nocturnas por el centro porteño y sus terminales ferroviarias, en las horas en que los cartoneros volvían a sus hogares en los furgones del tren blanco o en que los desesperados se arrojaban a los tachos de basura en las puertas de los locales de comida rápida. Regina Cellino (2013) habla de “la espectacularización de los hechos trágicos” al aludir a las reiteradas imágenes televisivas sobre los saqueos a supermercados y almacenes de diciembre de 2001, escenas violentas en donde los pobres aparecían como un factor de peligro.

Con la tendencia ya consolidada, a partir de 2004 hizo punta el programa Policías en acción (Canal 13), en donde era posible ver cómo la cámara de TV acompañaba por el conurbano a los móviles de la Policía Bonaerense y filmaba sus patrullajes por las villas y las barriadas obreras que habían sido más castigadas por el neoliberalismo económico de los años noventa.

Aunque formatos similares existían en otros países, Policías en acción contaba acá con el territorio desolado que la catastrófica recesión había dejado como telón de fondo. Si bien los cordones suburbanos aparecían en esos segmentos televisivos como un espacio visceral y violento, al mismo tiempo proponían una galería de situaciones grotescas, reyertas vecinales y personajes pintorescos que hacían la delicia del televidente de las clases más o menos acomodadas.

En la prehistoria inmediata de las redes sociales, algunos aciertos de Policías en acción fueron tan exitosos que hicieron furor en millares de reproducciones del portal de internet YouTube. Estos videos exponían las penurias de la vida suburbana en comisarías, dependencias municipales o guardias de la salud pública (bastará mencionar acá el recordado video de “¿Y Candela? ¿Y la moto?”3).

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El riesgo de toda esa celebración bizarra era que la violencia, la miseria, el embrutecimiento, la desidia estatal y la exclusión quedaran disfrazados o naturalizados en ese costumbrismo chillón y gracioso que provocaba tanta risa. En los hechos, programas como Policías en acción fueron la contracara de las multitudinarias marchas en reclamo de seguridad contra el delito que se sucedieron con el caso Blumberg, a raíz del secuestro y asesinato de un joven estudiante de Ingeniería por parte de sus captores. La televisión había aprendido que la marginalidad, además de peligrosa, podía ser divertida.

Tal vez la última adquisición de la marginalidad bizarra en los años cero fue la aparición de Zulma Lobato en las emisiones de Hechos y protagonistas, programa conducido por Anabela Ascar en Crónica TV. Si bien Zulma Lobato llegó a la pantalla para denunciar la situación lastimosa de las travestis en la zona de Camino de Cintura y Ruta 8 (José León Suárez), donde las trabajadoras sexuales debían aportar a la caja policial y, si no, prepararse para el maltrato y el arresto, la televisión vio enseguida en ella una estrella bizarra. Pobre, golpeada por los años, con la visión reducida e incómoda con sus pelucas y vestidos, que la dejaban lejos de la efigie sensual y estereotipada de la travesti glam, se volvió pronto objeto de burla despiadada. El fenómeno mediático, además, hacía suya una fórmula de éxito televisivo que se alejaba de las exigencias costosas de las grandes producciones: una conductora de preferencia platinada, un decorado sobrio, un escritorio y toda la apuesta al invitado bizarro de turno.

Bastante antes, en los años noventa, ya se había ensayado cierto coqueteo con lo que se consideraba popular. De ahí que pudiera ser de onda bailar cumbia o ritmos de la llamada “movida tropical” en los casamientos de los barrios privados o en las fiestas de egresados de exclusivos colegios, siempre que fuera bien entrada la madrugada y se dejara claro que se trataba de una gracia que debía exagerar y hasta ridiculizar los pasos de baile, como si se acabara de tomar una jarra loca entera o dos damajuanas de vino. Resultaba evidente que nadie podía tomarse esa música en serio.

Para ese entonces, la movida ya había copado la banda televisiva de la primera tarde del fin de semana, que en los años ochenta había hegemonizado el cine de “sábados de súper acción” y se encontraba bastante difundida entre la población.

La primera avanzada que había marcado el camino de la conquista del gran público y los programas televisivos estuvo animada por personajes rutilantes como Ricky Maravilla, Gladys la Bomba Tucumana, Pocho la Pantera, Alcides, la Tetamanti Lía Crucet y la Mona Jiménez, que en su mayoría provenían de interior del país y ostentaban ya de por sí nombres exuberantes que alimentaron un imaginario de excesos y pasión.

Aunque para muchos estos ritmos eran exóticos y marcaban una tropicalización del gusto musical argento, la verdad es que existían algunos fenómenos locales, como el cuarteto cordobés (La Mona Jiménez) o la cumbia santafesina (Los Palmeras), que estaban arraigados en el país desde hacía muchos años.

No hubo que esperar demasiado para que la música tropical aportara figuras icónicas al panteón de glorias populares, como Gilda y, poco más tarde, el Potro Rodrigo. Por fuera de los circuitos más previsibles y efímeros de los productos prefabricados por la industria del entretenimiento, algunos grupos del conurbano norte, como Amar Azul y su “Yo tomo licor”, lograron conquistar la fidelidad de sus seguidores y popularizar temas que hacían que todos movieran los pies. También en los años noventa, Ráfaga

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comenzó a jugar en ligas mayores, se propulsó al mercado internacional y en los últimos tiempos volvió a descollar con “Una cerveza”.

Más difícil de asimilar para la lógica festiva del espectáculo y las tardes televisivas fue la agresividad descarnada de la cumbia villera, que tuvo su auge entre 1999 y 2002, con epicentro en las barriadas de la segunda franja del norte del conurbano bonaerense, toda esa zona que va del San Fernando del cantante y compositor Pablo Lescano — promotor del grupo pionero Flor de Piedra y luego voz y teclado de Damas Gratis— a la clásica bailanta Tropitango de Talar de Pacheco. Son los años que marcan el suceso de grupos como Yerba Brava, Pibes Chorros y Meta Guacha.

Eloísa Martin explica que “en la cumbia villera encontramos la idealización de un tiempo sin reglas, en el cual el trabajo, el ahorro y el sacrificio son sustituidos por el robo, el consumo y el ocio” (2011). Puede decirse, entonces, que trabajen los giles, que el cheto la caretee y que la yuta sea vigilante. Los pibes, en cambio, reivindican con orgullo la identidad del cumbiero villero y, ante la ausencia de trabajo, el robo se vuelve una opción legítima para asegurar la pilcha, la entrada al boliche y la obtención de alcohol y drogas a cualquier hora.

Se ha indicado que un fenómeno más o menos emparentado con la cumbia villera e incluso predecesor fue el llamado rock barrial, en cuanto podía tener algunos puntos de contacto, como la barra de amigos, la cerveza en la esquina y el tiempo sin horarios ni rutinas laborales, tan propio de la desocupación del menemismo.

Los informes sensacionalistas y los programas continuados de música tropical no fueron las únicas alternativas que exploró la televisión a la hora de dar cuenta de los cambios sociales abruptos que sacudían al país. Hubo lugar también para la ficción y ahí sobresalió la miniserie Okupas (Canal 7, 2000), escrita y dirigida por Bruno Stagnaro, muy diestra al explotar un realismo de la debacle social que tomó la perspectiva de una juventud sin horizontes y se explayó en los exteriores de una ciudad pauperizada, con especial énfasis en el proceso de tugurización de una zona del centro —calle Talcahuano y aledañas, en las proximidades de la Plaza Congreso—, aunque también exploró áreas periféricas, como los monoblocs del Docke o las tristes costas de Quilmes. Se trata acá de una Buenos Aires atiborrada de inmigrantes pobres, desocupados y droga barata en donde otra vez se hace palpable la emergencia habitacional.

Ana Amado (2009) habla de la irrupción de figuras de la crisis en series televisivas como Okupas o Tumberos (América TV, 2002), en donde un personaje de clase media se deja seducir por la estética de los márgenes y se encuentra con un “otro popular”.

En Okupas, Ricardo Riganti es un joven desganado y sin proyectos que en algún momento se anotó para cursar la carrera universitaria de Medicina. El encargo de cuidar una vieja casona deshabitada lo saca de su sopor, aunque, lejos de cumplir con lo convenido, Ricardo conforma una sociabilidad lumpen con otros muchachos y entre todos concluyen por tomar la casa.

De alguna manera, hay en Ricardo un fuerte rechazo hacia su clase, sus ventajas e inscripción social y una opción, en cambio, por el desenfreno y la vida sin pautas rígidas. Así, pues, encontramos un éxtasis por la experiencia de la marginalidad.

El Pollo es el personaje que provoca esta fascinación, el “buen salvaje” que viene de la delincuencia y la cocaína, pero que quiere rescatarse y sabe cómo proteger a Ricardo en el mundo despiadado de la calle. La atracción de la clase media blanca por el negro, el marginal o como se lo quiera llamar es tanta que hasta Clara, verdadera administradora de la casa tomada, termina por caer rendida a los pies del Pollo.

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No obstante, Okupas muestra el periplo que va de la seducción a la traición: un buen día, Ricardo comienza a desconfiar y termina por echar de la casa al Pollo. Así, Ricardo se afirma en los valores de su clase y expulsa a quien le había salvado la retaguardia en más de una oportunidad. No hay convicción en esto, sino eterno vaivén histérico. Tilinga, almidonada y prejuiciosa, la de Ricardo es esa clase media volátil y errática que descubre en 2001 que es parte de América Latina. Después de todo, se trata una clase (y, sobre todo, de una ciudad) que en las elecciones parlamentarias de octubre de 2001 empoderó al diputado Luis Zamora, héroe solitario de las alturas morales de la izquierda testimonial, para después recular y permitirse, con aún más ahínco y decisión, cimentar el Gobierno de ricos y grandes empresarios de Mauricio Macri.

Okupas, en fin, fue exitosa porque propuso un doble movimiento: por un lado, buena parte de la clase media empobrecida se veía identificada en la caída libre del personaje de Ricardo, pero sobre todo la serie se dirigía a una clase media más acomodada que comenzaba a fantasear con ese mundo marginal. La idea era que cualquiera podía llegar a calzarse la ropa del lumpen, empezar a hablar como tal y, claro, interactuar con otros marginales.

La serie fue pródiga en hallazgos coloquiales y palabras más o menos reas o tumberas que comenzaron a popularizarse en todos los ámbitos y conformaron un nuevo lunfardo: gato, ranchear, mulo, hacerse el poronga… Ahora bien, antes que Okupas fue el llamado nuevo cine argentino una de las expresiones culturales que menos tardó en reparar en las consecuencias de la implementación de una política neoliberal y, ya en el último lustro de los años noventa, se encargó de mostrar una Buenos Aires cada vez más desigual, violenta y decadente.

Pizza, birra y faso (1997), dirigida por Bruno Stagnaro y Adrián Caetano, expone cómo la picaresca juvenil de carteristas y buscavidas en la sobrepoblada urbe latinoamericana deriva inevitablemente en la delincuencia más sórdida y sanguinaria. A la manera del Lazarillo de Tormes, que busca amparo bajo distintos amos, los muchachos precisan jefes o “trompas”, pero para que les provean “fierros” y autos para los asaltos. Al igual que en el clásico español, claro, los jefes son figuras abusivas que se apoderan de la mayor parte del botín y hambrean a los muchachos. La película, entonces, pide a gritos una revancha para estos desclasados. Además, el ingreso al interior del Obelisco, postal clásica de Buenos Aires, pone en escena la ciudad oculta o el lado B que nadie quiere ver y exige la necesidad de adoptar un nuevo punto de vista que no desconozca la catástrofe social.

El bonaerense (2002), de Pablo Trapero, ya en nuestro siglo explora la devastación suburbana y efectúa una lograda reactualización del Martín Fierro. Es que, otra vez, el pobre debe aceptar el reclutamiento de las fuerzas de seguridad para zafar de una acusación de delito o ilegalidad. Soldado o matrero, policía o chorro, la facilidad para pasar a uno u otro lado de la ley demuestra que en verdad el límite es por lo menos borroso y apenas depende del arbitrio de la autoridad.

El Zapa tiene que abandonar su pueblo rural, un espacio campestre que ya no es la llanura bárbara sobre la cual se bate la amenaza del malón, sino el terruño idílico de la familia y la falta de grandes conflictos. La divisoria ahora no se trata de la frontera con el desierto, sino de la autopista General Paz, el caliente borde asociado en la prensa y los noticieros televisivos con el corredor delictivo que separa distintas jurisdicciones.

La vieja oposición civilización-barbarie ya no se organiza sobre la dicotomía ciudad- campaña, espacios que incluso han dejado de ser antagónicos y de ahí que las clases medias urbanas y el campo hayan coincidido en alianza durante el conflicto desatado en

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2008 por las retenciones impositivas a la soja, al trigo y al maíz. La nueva dialéctica es centro-periferia o, más precisamente, capital-conurbano.

El Zapa, así, es enviado a un destacamento de la Bonaerense en La Matanza y pronto queda inmerso en un escenario de tiroteos, bailantas, allanamientos, desesperación, iglesias improvisadas en galpones y parrillas al paso. Como en el poema de José Hernández, acá también el mando policial es improcedente, arbitrario, corrupto y, hay que especificar, coimero.

Si El bonaerense puede leerse como una recreación del Martín Fierro en el desastre de 2001, Buena vida delivery (2004), de Leonardo Di Cesare, en cambio, es una reversión de “Casa tomada”, de Julio Cortázar. Esta pequeña joya no tan conocida de la cinematografía nacional ya no refiere la intrusión de miedos, fantasmas o alucinaciones en el palacete de una clase social que temía ver resentidos sus privilegios, un conflicto que Juan José Sebreli (1965) leyó a partir de la conmoción provocada por la irrupción del peronismo y la aparición de las masas obreras en el espacio público, sino que presenta cómo las tres generaciones de una familia sin techo ocupan con timo y malas artes el chalecito de Hernán para instalar una fábrica de churros en el living y condenar al mismo propietario a ser un paria en su propia casa.

Al miedo ahora no lo provocan los obreros con aguinaldo y vacaciones pagas del proceso de sustitución de importaciones, sino los desclasados de la larga noche neoliberal. A diferencia de “Casa tomada”, Buena vida delivery no abunda en resonancias espectrales, recuerdos de juventud y cuartos cerrados que crepitan de ruido, sino que muestra figuras amenazantes de carne y hueso y expone la necesidad concreta de familias que sufren la ausencia de una política de vivienda social. Los ganadores del modelo y los de doble pasaporte se encerraron en un country, se fueron a Europa o volvieron a la capital. Los que, como Hernán, se quedaron en el conurbano profundo con un trabajo precarizado en una mensajería, ven, en cambio, cómo esos barrios llenos de sol y chalecitos peronistas o californianos en escala atrofiada se volvieron un territorio peligroso que convive con la desesperación e indigencia de las villas vecinas.

A los jóvenes de hoy, testimonio e imposturas: “esos pibes son como bombas pequeñitas”

El relato testimonial se vuelve una forma privilegiada en América Latina para recuperar la voz de aquellos que siempre han sido silenciados. Ya Los hijos de Sánchez, del antropólogo norteamericano Oscar Lewis, publicado en 1961 en inglés y en 1964 en español por Fondo de Cultura Económica, cimentará su condición de clásico al poner en práctica el método de autobiografías múltiples y transcribir los testimonios que una familia de raigambre campesina asentada en Ciudad de México ha dado frente a una cinta grabadora.

Los Sánchez viven hacinados en el cuarto de una vecindad, fenómeno habitacional que se hizo popular en la pantalla televisa de todo el continente a partir de la versión más edulcorada, tontona y entrañable que supo brindar uno de sus vecinos más conspicuos, El Chavo del 8.

Oscar Lewis (1978) habla de una cultura de la pobreza, concepto que engloba todas las estrategias que permiten subsistir con muy poco en medio de un espacio como el urbano, en donde todo está pensado para consumir: ¿qué sabemos acerca del patrón de conducta y supervivencia de los que menos tienen? Además, marca un espacio vacante en la literatura de nuestros países: así como los escritores europeos de la novela realista

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del siglo XIX han dado cuenta del infortunio de todos aquellos que ven su vida afectada como consecuencia de las duras condiciones impuestas por la industrialización y la urbanización vertiginosa en los países centrales, no hay una producción análoga acerca de lo ocurrido en el siglo XX en los países latinoamericanos, muchas veces más ocupados con el problema de la tierra y la cuestión indígena. Así, el testimonio puede venir a ser el género que nos refiriera la situación de todos los que sufren la miseria y el trabajo precario en las desmesuradas ciudades de los países en desarrollo4.

Mabel Moraña (2013) entiende que el testimonio es una suerte de “literatura de resistencia”, en cuanto muchas veces aborda problemáticas que han quedado relegadas al margen o a la periferia social. Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vida de pibes Chorros (editado por Norma), de Cristian Alarcón (2003), recupera la tradición del género testimonial y nos cuenta acerca de la figura de un pibe chorro acribillado por la policía, Víctor Manuel “Frente” Vital, de San Fernando, que ha alcanzado la estatura de mito popular a la manera de aquellos bandidos rurales del interior que gozaban del respeto y la gratitud del pueblo en las primeras décadas del siglo XX. En la Argentina inclemente del desmoronamiento neoliberal, muchachos con ropa deportiva y gorrita llevan sus ofrendas de cerveza y porros a la tumba del Cementerio Municipal de la avenida Sobremonte y le piden protección al “ídolo pagano”. Sucede que, si el orden imperante es injusto y solo asegura la impunidad de los poderosos, aquel que haya transgredido ese orden va a adquirir ribetes heroicos.

En el pasado inmediato, Víctor Manuel Vital gana el cariño de los suyos al repartir entre la gente de la villa lo que obtiene en sus robos. Su pago chico son las barriadas pobres que se desparraman al oeste de la estación San Fernando C, en el segundo cordón bonaerense, una zona en donde se entremezclan los aserraderos que trabajan la madera blanda de las islas del Paraná, los monoblocs, las casitas obreras, las casas centenarias, los galpones y las villas que desbordan las cuadrículas del catastro municipal.

La figura del investigador o testimonialista afirma su empatía con el Robin Hood del suburbio y es fácil coincidir con él: el muchacho tiene “códigos”, nunca traiciona y va de frente, auxilia a los desesperados y redistribuye lo que obtiene a punta de su revólver calibre 32.

Vital no solo es un líder carismático y un justiciero de por sí seductor, una especie de dandi villero, siempre perfumado, bien empilchado y recién bañado, sino que además es el único que, a través de la solidaridad y el respeto, puede preservar un orden mínimo en una comunidad de donde el Estado se había retirado raudo hacía tiempo.

Pese a tener los pulmones picados por el pegamento y soportar todo tipo de humillaciones en las dependencias estatales, son los villeros los que tienen valores y, en cambio, la “yuta” es la que mata a quemarropa y de esa manera acribilla a Frente cuando se halla indefenso bajo la mesa de un rancho, en una mañana de febrero de 1999. El accionar de “la gorra”, en verdad, se asimila al de los delincuentes e incluso es más cruento y sanguinario porque ambiciona un trofeo que no tiene nada que ver con las necesidades básicas de subsistencia: “los policías comparten los golpes que dan como si repartieran parte de un botín, como si cada culatazo, cada trompada o patada fuera parte de un botín simbólico que también dividen” (Alarcón, 2003, p. 109). Así las cosas, la policía del gatillo inmediato y los “transas” que arruinan a los pibes con su droga barata son villanos fáciles.

Ahora bien, el testimonialista va más allá de la empatía y cae embelesado ante al fenómeno que aborda. La embestida de los pibes chorros que se quedaron afuera de

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todo se agencia así una lectura en clave política y encuentra resonancias de la juventud militante del pasado reciente en el robo a un camión de La Serenísima: “lo repartieron a la manera en que durante la década del setenta hicieron los militantes de las organizaciones armadas” (Alarcón, 2003, p. 62).

Más allá de la similitud que puede resguardar la acción, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia trastoca la rabia en mística cuando equiparara la delincuencia desesperada de la marginalidad con la voluntad programática de jóvenes de las organizaciones armadas de los setenta. ¿Se trata de una nueva “juventud maravillosa”? La jugada suena a disparate, aunque sin duda es efectista. El punto central de esto es que se vuelve a poner en debate el ejercicio de la violencia y su legitimidad. Es claro que, ante una sociedad en donde algunos roban o se benefician del menemismo corrupto que mata de hambre y desmantela la industria nacional, sería más que ruin criticar el robo de los que nada tienen. La delincuencia juvenil no es más que una brutal redistribución de la riqueza y así obtiene una rápida justificación, ya que

Javier, Manuel y Simón ingresaron, casi sin preámbulos al asalto a mano armada que les daría dinero como para vivir ellos también, a su manera, la fiesta que los sectores más acomodados vivían a pleno con el gobierno de la corrupción, el tráfico y el robo a gran escala. (Alarcón, 2003, p. 105).

Pero también es cierto que Alarcón (2003) elige el atajo más corto, ya que ningún lector del universo progresista que presupone su non-fiction va a negar que la desigualdad y la exclusión generan muerte y delito. Eso no está en discusión. Ahora bien, tampoco implica admitir tan fácil que la violencia de los jóvenes desamparados sea liberadora. Más aún, esa violencia en verdad es reaccionaria y no es más que un desesperado reflejo autodefensivo contra un mundo que segrega y condena. Por eso el sinsentido de toda esta furia queda al descubierto cuando, según cuenta el testimonialista, se arma un tiroteo entre los pibes de la villa y una bala perdida mata a una nena que juega en una casilla cercana (Alarcón, 2003).

La certeza más fuerte del libro tal vez sea que la muerte siempre es joven en la villa. La vida breve es una marca de clase, no hay forma de escaparle y poco importa que se robe o no. De ahí que Daniel, con solo catorce años, pierda su vida en un accidente al asomarse por una ventana sin vidrios del tren blanco y reventarse la cabeza contra la viga de hierro de la improvisada defensa, que buscaba evitar que los pasajeros subieran al vagón sin pagar el boleto: “El único hijo de Matilde que no había pisado el camino del delito agonizaba por culpa de un golpe de la misma exclusión que había provocado todas las balas de las que se salvaron sus hermanos” (Alarcón, 2009, p. 107).

Lo que se entiende, entonces, es la urgencia, el a todo o nada, el desenfreno por ganar una partida que ya parece jugada de antemano. Mónica Bernabé (2010) sostiene que la crónica de Alarcón restituye la vida y los nombres de todos aquellos que Crónica TV exhibe como cadáveres sin identidad. Eso es cierto, pero a la vez el testimonialista se encarga muy bien de expresar su individualidad. Su “yo” es categórico y omnipresente, al punto tal de que su primera persona a veces parece más importante que el testimonio de la comunidad que fue a buscar: “Cuando llegué a la villa”; “Conocí la villa hasta llegar a sufrirla”, “A dos años de mi llegada al barrio” (Alarcón, 2003, pp.

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16-18). Yo llegué, yo conocí, yo sufrí, yo-yo-yo-yo5. No es esa, desde ya, la lección del Operación Masacre (1957/1994), de Rodolfo Walsh, piedra basal del relato testimonial que todos los escritores del género se encargan de citar en algún momento.

Es cierto que en Operación Masacre la primera persona se hace presente en el prólogo y relata su asombro ante la ominosa noticia de un “fusilado que vive” y luego repasa la aventura de la publicación de las notas iniciales en folletos nacionalistas y cómo el acecho de la policía se vuelve más despiadado a medida que avanza la campaña periodística (Walsh, 1994). Pero muy pronto su “yo” sabe correrse a un costado y en la sección “Las personas” nos presenta a las víctimas del Estado criminal mayormente desde el sesgo de un narrador en tercera. Sucede que en Operación Masacre (Walsh, 1994) importan los fusilamientos de obreros en los basurales de José León Suárez. En Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (Alarcón, 2003), importa el acribillamiento del Frente, pero también la experiencia del testimonialista. Aquello que vivenció la figura externa será un conocimiento valioso que no debe dejarse de lado y tiene que reponerse sí o sí. En palabras coloquiales, el testimonialista no se va a correr nunca de la foto, sino que incluso se va a peinar para salir lo mejor posible. Y más: si el libro se hubiera escrito por estos años, la foto sería una selfie. ¿Yo etnográfico? Más bien aparece el riesgo constante de la autorreferencialidad. Esto no es malo en sí mismo, pero presupone el hablar de uno incluso cuando se intente hablar del otro. Un otro que además es el excluido, el acribillado, la víctima. ¿Mal de época?

El testimonialista va a ubicar su perspectiva, es de esperar, en un sitio distanciado del discurso de la prensa dominante y lo deja claro: “Ellos [los pibes] tenían pensado hacer ese día lo que los diarios llaman ‘raid’” (Alarcón, 2003, p. 53). El inconveniente aparece, por ejemplo, cuando Daniel está internado en el Hospital de San Fernando, “conectado a todo tipo de tubos, sondas y máquinas” (Alarcón, 2003, p. 112) y los familiares organizan una “vaquita” para afrontar los gastos de la hospitalización:

Entre los trámites que Matilde había hecho en tribunales… había pedido que el estado provincial asumiera los gastos de la internación de Daniel. Apenas había reunido el dinero para comprar los pañales que necesitaba. Era fin de mes y tampoco yo tenía un centavo para ayudar. (Alarcón, 2003, p. 112).

Acá hay que fastidiarse: ¿él tampoco tiene un centavo? Se puede entender que no quiera intervenir o “contaminar” la escena, si está como testigo, pero ¿por qué decir que tiene menos que los que sobreviven en la villa o recolectan cartón de la basura? El testimonialista no se priva de nada y, al volver a la villa, se apresta a degustar los sánguches de milanesa de una vecina:

Fue la primera vez en el día, nos habíamos encontrado a media mañana, que comimos. A esa altura tenía hambre, un hambre al que yo mismo había aprendido a controlar a lo largo de la jornada sólo con saber tajantemente que no había qué llevarse a la boca. Cenamos nuestro bocado con una lentitud que disimulaba nuestra voracidad. “¿Está

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bueno?”, preguntó Estela. Y rio ante nuestro atorado sí. “Bueno, más vale que no quieran más porque no hay”. (Alarcón, 2003, p. 125).

¿Él también tiene hambre? Es demasiado. Parece que hay algo vergonzoso en hablar de la marginalidad sin padecerla; de ahí que se originen imposturas: el testimonialista no termina de resolver su posicionamiento, es decir, no sabe cómo colocarse en relación con la comunidad que refiere. A veces entonces no tendrá un centavo en el bolsillo y otras, en cambio, optará por mostrarse como un hombre de una clase más acomodada, potencial víctima fácil de los atracos de los pibes, como sucede luego de una incursión a la tumba-santuario del Frente:

Salimos del cementerio por uno de los portones laterales y Tincho… me tomó del brazo, me lo cruzó en la espalda, y me pasó el suyo por el cuello haciéndome levantar unos centímetros los talones del suelo. Jugaba al ladrón conmigo. (Alarcón, 2003, pp. 131-132).

La oscilación tal vez tenga que ver con los imperativos de la corrección política: ¿cómo hablar del hambre sin sufrirla?, ¿cómo reconocer los privilegios de clase sin volverse también un verdugo?, ¿cómo hablar de la mitad de un país que, después de 2001, parece tener un futuro completamente distinto al de la otra mitad? El testimonialista va a encontrar la respuesta a estos interrogantes en la escena tal vez más creíble y más lograda del libro, aquel pasaje en donde se lo muestra como testigo del intento de linchamiento de Brian, un pibe chorro que casi es ajusticiado por la misma gente de la villa, cansada de ese muchachito que forma parte de “los sapitos”, pibes “empastillados [que] no diferencian a su madre de una comadreja y porque roban sin distinción de clase, sin códigos, sin el orden que había cuando el ‘Frente’ estaba ahí” (Alarcón, 2003, p. 146). Se deja leer: “Uno corrió hacia Brian, tras él los otros. Fueron dos segundos. Yo miraba desde la retaguardia absoluta de la lucha… amariconadamente escondido, pero sujeto a la vida, al fin y al cabo. Observaba no sin morbo la situación” (Alarcón, 2003, p. 143). En ese pasaje el testimonialista es un espectador in situ de Policías en acción y exhibe sin culpa el éxtasis marginalista. De esta manera ha logrado desplazar la mirada televisiva del living de casa a los pasillos mismos de la villa: Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (Alarcón, 2003) ha quebrado el cristal de la pantalla.

Villa azabache: las novelas policiales de Leonardo Oyola

Si el realismo piadoso fue la estética que en el siglo pasado adoptaron los escritores proletaristas de Boedo para referir la miseria6, el realismo bizarro va a ser la alternativa privilegiada en los años cero para narrar la marginalidad. El realismo bizarro no es más que una versión literaria del éxtasis marginalista, es el adoptar el ánimo de festejo y la mirada fascinada para narrar la exclusión de una buena parte de la población. Su recurso privilegiado va a ser la hipérbole, el resaltar las dificultades de quienes ya de por sí viven una situación extrema hasta volverlas una verdadera caricatura del desamparo social.

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Wáshington Cucurto (Santiago Vega) es el impulsor de esta tendencia y varios escritores van a alistarse en esa senda con obediencia escolar. En Cosa de negros (Cucurto, 2003), editado por Interzona, prueba suerte con el mundo de paraguayos y dominicanos que paran en pensiones, tugurios, megabailantas y fondas del barrio de Constitución casi en clave de pequeño Macondo urbano. ¿Un nuevo Caribe transplatino/guaraní?

Leonardo Oyola, en cambio, es el que va a tomar el realismo bizarro para hablar de la villa. Lo intenta primero desde el policial más duro en Gólgota (2008), en donde abundan los patas negras de la Bonaerense, el ajuste de cuentas y las sanadoras en las casillas de la Scasso, en el oeste del conurbano. Oyola va a volver a narrar la villa desde el género noir —sus novelas Santería (2008) y Sacrificio (2010) aparecen en la colección de policiales Negro Absoluto, que dirige el escritor Juan Sasturain— e incluso la primera de estas se cierra con una escena de despliegue cinematográfico en la que no faltan persecuciones por los pasillos, tiros, guardaespaldas, una mujer fatal de tacos altos y un auto destrozado. No obstante, en estos dos textos también arremete con fuerza una suerte de realismo bizarro que no escatima situaciones delirantes, excesivas o escatológicas (vidas marginales y desaforadas, escenas de reviente, el guachín que caga el sorete más grande del mundo, etc.). Por supuesto, Santería (Oyola, 2008) no se priva tampoco de un costumbrismo exasperante que se detiene moroso en la siempre sofocante nochebuena porteña, con imágenes reconocibles de sidra, pan dulce y vasitos de plástico sobre la mesa de caballetes. Es en ese vaivén entre lo bizarro y el costumbrismo que se juegan las novelas de Oyola.

Ahora bien, Oyola (2008) se esfuerza demasiado en mostrarnos todo el tiempo que la narradora de Santería, Fátima Sánchez, es un personaje de la villa. De pequeña, Fati vendía chipá en la calle con Ña Chiquita y ahora, a sus veintisiete años, se la conoce como la Víbora Blanca, tira las cartas y vive entre transas, guachines y policías en una especie de gran familia ensamblada. Todo esto suena a cliché, a exacerbación de crónica policial, al estereotipo que se tiene de la villa desde afuera.

Aunque Fátima nació en el Bajo Flores, el centro de la acción transcurre en Puerto Apache, una villa que a mediados de los años noventa agoniza frente a la avanzada de las topadoras que allanan el camino del Puerto Madero primermundista. El gran acierto de Santería, con todo, es el abordaje de las supersticiones populares, que va desde la devoción por el Gauchito Gil a San la Muerte, con pivote en relatos míticos de raigambre provincial que circulan entre las casillas y en una comunidad brasileña —tal vez la menos numerosa entre las de los países hermanos en las villas porteñas— que aporta resonancias de candomblé al imaginario de sanadoras y videntes que trabaja la novela.

La villana es la Marabunta, un diablo con piernas altísimas y cabellera de fuego que salió también de la villa, pero se volvió una puta cara de los poderosos y construyó un imperio desde el cual exige ahora que Fátima use sus poderes y logre un amarre amoroso que asegure la incondicionalidad de un hombre proletario, feo y casado —cada cual puede ver en esto una serie de contrariedades o no—. Fátima se niega a estropear una pareja y se gana así el encono de la poderosa mujer. La que se quedó en la villa puede salir con un transa, pero tiene valores sin mácula; en cambio, la que se fue cayó en la corrupción y se vendió a la injusticia del mundo.

El protagonismo de la subjetividad femenina es notable y, desde esta sensibilidad, se opta por narrar la villa, pero también la transmisión del don místico es el legado de una mujer —Ña Chiquita—. El hombre, mientras tanto, queda en el papel segundón de

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guardián curtido por los años —Aguirre, el cana bueno— o bien de consorte amoroso regular —Ray, Charly—. Esta preponderancia femenina parece responder al papel que juegan las mujeres en medio del desastre menemista, al volverse ellas el último bastión de resistencia familiar en los primeros piquetes, en las marchas de jubilados y en los merenderos de los barrios.

Lo icónico de Santería —las estampitas, cartas y velas— se sustituye por lo ritual en Sacrificio (Oyola, 2010), novela en donde se debe llevar a cabo una riesgosa prueba en una de las puertas del mismísimo infierno, oculta en un pueblo fantasma entre Tucumán y Catamarca.

Sacrificio gana en su trama al ir más allá de la villa y adentrarse en la tierra arrasada que dejó el desmantelamiento de la red ferroviaria en los años noventa. En ese páramo seco y caluroso, los provincianos muertos de ojos blancos tienen algo de la Comala de Juan Rulfo, mientras que las leyendas del Supay vestido de gaucho pobre y el desafío de la payada con los hermanos Tapia rememoran el duelo entre Santos Vega y Juan sin Ropa.

La villa se narra desde el policial bizarro que va a institucionalizarse en un costumbrismo marginalista. Los pueblos postrados del interior, en cambio, pueden abordarse en clave fantástica. La escritura de Oyola anuncia a gritos el camino que seguirá Gabriela Cabezón Cámara. Ella también va a echar mano al realismo bizarro para hablarnos de la villa.

La mirada bizarra, un relato complaciente

La virgen cabeza (2009), de Gabriela Cabezón Cámara, es el relato paradigmático de la villa como festín bizarro. El mayor freak es Cleo, una travesti víctima de las vejaciones policiales y el machismo, descripta como una especie de albañil de metro noventa y peluca rubia, que alucina una santa macrocefálica y narigona en un pedazo de cemento y, arrebatada en su delirio místico, se convierte en instrumento de la palabra salvadora de la virgen.

El carácter asimétrico y grotesco de la virgen se reitera en distintos trozos de mampostería que enseñan figuras de improbables santos de la corte religioso-villera, todos caracterizados por la deformidad. El móvil de Crónica TV, el tinte amarillista y la “lengua cumbianchera que fue contando la historia de todos… de amor y de balas” (Cabezón Cámara, 2009, p. 27) terminan por conformar la escenografía de la marginalidad bizarra que apuntala la novela.

Una de las personalidades sanadas por la virgen cabeza es la misma Susana Giménez, actriz y conductora que tuvo su apogeo televisivo en la década menemista y que también contribuyó con lo suyo al auge de la TV bizarra al entrevistar en su living de la pantalla a fenómenos como el Hombre Rata. En rigor, tanto Hola Susana como la novela de Cabezón Cámara apuestan a la misma lógica: la igualación entre lo alto y lo bajo, y así el freak se acomoda en los almohadones del sofá que antes horadaron las posaderas de Madonna, Sofia Loren o Paul McCartney.

En La virgen cabeza (Cabezón Cámara, 2009), la fascinación clasemediera por lo bizarro villero corre por cuenta del personaje de Qüity, una cronista palermitana, hastiada de todo, que visita la villa como una exploradora que se interna en la selva y sucumbe de pasión frente a la “anaconda” de Cleo. Es por lo que un guachín le suelta a Qüity: “Estás cada vez menos prejuiciosa, primero te cogiste a un negro como yo y

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ahora te agarró un lesbianismo bizarro: te querés garchar a una negra travesti” (Cabezón Cámara, 2009, p. 118).

Pese a la celebración bizarra y al pretendido cinismo nihilista de Qüity, mujer que ha transitado las aulas de la carrera de Letras, su voz termina por caer en la culpa de la progresía bienpensante y así Kevin, el pequeño acribillado por la policía, es para ella un “negrito hermoso”. En suma, la perspectiva de la cronista se asemeja a la de una colonizadora que llega a una tierra desconocida y teme no mostrarse suficientemente piadosa y comprensiva con el otro. El negrito, tan estigmatizado, debe atenuarse con un impostado hermoso.

En cualquier caso, la villa aparece narrada desde la idealización: hay en su organización comunitaria una alternativa utópica. La hermana Cleo establece un nuevo orden e inserta al villero en él: un inmenso estanque sembrado de peces que se multiplican en una abundancia de resonancia bíblica es el basamento de la comunidad. En este equilibrio precario, el villero es el predador de los peces y, así, se erige en la pirámide de un orden autónomo que lo exime de aportar a la caja de la policía corrupta y la red de punteros locales. “Era así, desde su centro mismo la villa irradiaba alegría” (Cabezón Cámara, 2009, p. 28).

El milagro comunitario fracasa estrepitosamente cuando una feroz represión masacra la villa y las topadoras arrasan con las casillas para la construcción de un nuevo country. Con lo cual, hacia el final tenemos un giro melodramático: más allá de todo intento colectivo, la salvación es para unos pocos. Las elegidas son Cleo y Qüity, aquellas que pueden narrar lo sucedido y alcanzan la maternidad como coronación de su amor diverso. Las dos terminan recluidas en un búnker militarizado de Miami, forradas en dólares a partir del éxito de la composición de una ópera cumbia que las catapulta a la fama y las entroniza bajo el sol rajante de la Florida, supuesta meca de latinoamericanos exitosos.

Se aniquila así el espejismo comunitario y la preservación concluye por reproducir el sistema neoliberal de los años noventa en el que solo se salvan unos pocos. Por eso, aunque la acción se ubica en una Buenos Aires entontecida de un futuro próximo (se hace referencia al cumpleaños setentaicinco de Maradona), La virgen cabeza es una celebración noventista en el nuevo milenio. Este anclaje, lejos de ser un desmérito, muestra cómo Cabezón Cámara logra forjar un estilo propio a partir de las pautas de consumo y comportamiento del menemato. De ahí los mencionados íconos de los años menemistas: Hola Susana, Miami, la irrupción de Crónica TV y la televisión por cable como consumo masivo.

En la novela hay resabios del castellano del siglo de oro en la comunicación de Cleo con la virgen, pero también una suerte de spanglish o media lengua bufa de la llamada ópera cumbia, en donde aparecen los términos más o menos extendidos del inglés como lengua franca: “Fue por la virgen María / que cambió toda mi life: / me empezaron los milagros / y hasta la villa fue nice” (Cabezón Cámara, 200921). Tal jerigonza, en verdad, no tiene nada que ver con la cumbia y es más bien una parodia de esa lengua de mercado que se destina a un público internacional y se conoce con la vaga generalización de latino. Así, la ópera cumbia recuerda la fórmula también noventista de Machito Ponce, cantante argentino de sobreactuado acento caribeño que agobia las FM locales al rapear sobre voces femeninas en inglés. Se puede ver entonces un curioso parentesco con el tema “Samantha”, de Machito Ponce, un hit sobre una de las chicas del caso Coppola, escandalete que acapara los mediodías televisivos poco antes del fin

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de siglo: “Samantha, toda la noche se la aguanta / She likes de rodearse con los poderosos / Cha cha cha / Samantha, si tú la aprietas ella canta / Check this out”.

El poso, la villa de la novela, alude en su nombre a La Cava, uno de los asentamientos más antiguos del Gran Buenos Aires, llamada así por una vieja excavación que se realizó en el centro de su predio. La Cava se ubica en la rica comuna de San Isidro, donde la vecindad entre la miseria y el lujo es obscena, y sus lotes traseros lindan con un alto muro que la separa del exclusivo barrio Las Lomas.

Por el mismo año en que se publica La virgen cabeza, el intendente de San Isidro, Gustavo Posse (hijo del caudillo radical Melchor Posse, en la novela aludido como Baltasar Postura), intenta levantar otro muro que supuestamente resguarde a los pudientes vecinos de La Horqueta de los indeseables de Villa Jardín, un barrio obrero del vecino San Fernando en los alrededores de la fábrica de neumáticos Fate. La ilusión aislacionista se frustraría en pocas semanas ante el repudio generalizado y la rápida llegada de la intentona a los medios de comunicación.

La primera novela de Cabezón Cámara se hace cargo de la tensión social y de ahí que elija dos narradoras muy distintas: una con pies en el barro y otra con el pesado bagaje académico de las chicas de Letras. Es claro que solo una escribe, mientras que la otra es grabada y transcripta: Cleo, “parlante”, solo tiene la oralidad y su voz debe ser mediada por la pluma de Qüity. Sin embargo, ambas se llevan de maravilla y así terminan por animar una fábula amorosa que tiene mucho de conciliación quimérica y se desentiende bastante de ese país injusto y fragmentado que es la Argentina desde hace tiempo. Con todo, es una ilusión restringida y modesta: la pareja sustituye a la comunidad y se vuelve único e íntimo refugio de los anhelos y el futuro.

Ahora bien, ¿qué pasa con el festejo de los placeres efímeros del reviente y de los milagros villeros? En la villa se chupa, se baila y se coge, pero esa alegría parece no poder terminar en otra cosa que en palos y la represión. La virgen cabeza (Cabezón Cámara, 2009) es la cumbre del éxtasis marginalista y a la vez la muestra palpable de todas sus limitaciones: el camino del festejo bizarro no es inocente y desde ahí no hay denuncia posible, solo resignación a que la marginalidad sea nuestro paisaje permanente. Incluso más, la celebración de la marginalidad puede ser tan peligrosa como la indiferencia, ya que se trata del paso definitivo para naturalizarla de una vez y para siempre.

Un excurso final: antes gaucho, ahora villero

El guacho Martín Fierro (2011), de Oscar Fariña, repiensa el lugar del excluido: el que se queda afuera de todo ya no es un gaucho matrero, sino un pibe chorro. Curiosa reelaboración del gran poema nacional en clave tumbera, los distintos cantos se señalan con palotes a modo de las inscripciones que usan los presos para contar el transcurso del tiempo. Así y todo, el texto no se aleja ni un ápice de la estructura de la primera parte del Martín Fierro. No solo retoma la métrica y la rima de las sextinas hernandianas, sino que todo lo que sucede es análogo a lo que se relata en la obra fuente, aunque transmutado a los años cero. El servicio de frontera se trastoca en cárcel (después de todo, una tumba en ambos casos), el gringo es un cheto palermitano, el pericón es reguetón, el moreno es un inmigrante boliviano, D10S reverencia a Maradona y Gilda es santa.

Alguno podrá discutir si El guacho Martín Fierro se ríe del pobre o no y hasta si es discriminatorio, pero sin duda persiste en la obra de Fariña (2011) el ánimo celebratorio

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del éxtasis marginalista. No hay corrección política y tampoco debería haberla. Opresión, misoginia, homofobia o racismo no parecen ser los términos más adecuados para evaluar una obra que busca ser graciosa y es verdad que las rimas groseras apuran la risa fácil. Sí hay que notar que, a diferencia del centauro de las pampas, el “guachín” no parece tener una edad dorada de paz y trabajo que añorar: el pasado apenas fue la villa, hacer changas y andar de mamado. El de Fariña (2011), así, no se trata de un texto cómodo: la víctima del sistema —el pobre / el villero / el ladrón de gallinas— no es necesariamente buena y a su turno puede volverse verdugo de cualquier otro. Sucede que todas las relaciones se subordinan siempre a la violencia del más fuerte.

Una más: El guacho Martín Fierro (Fariña, 2011) y el festejo de la desigualdad ya se aprestan para la canonización. Es común ver cómo el texto de Fariña (2011) aparece en las planificaciones de escuela media como un ejercicio de reescritura paródica. Acaso sea un acercamiento divertido a un texto clásico. Quizá no. Tal vez sea la misma seducción del abismo, única promesa de futuro que puede flamear para muchos pibes en nuestro infierno encantador.

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Notas

1Las primeras villas miseria de Buenos Aires se improvisaron a comienzos de la década de 1930, cuando se organizaron ollas populares y campamentos de trapo, arpillera y chapa en la zona de Puerto Nuevo, en una época signada por la desocupación y el hambre. Esto no quiere decir que la vivienda precaria urbana fuera una novedad. Además del hacinamiento en cientos de conventillos en los que se amontonaban los inmigrantes llegados de Europa y próximo Oriente, ya desde la segunda mitad del siglo XIX existían barriadas miserables en zonas inundables y vaciaderos de basura, entre las que se encontraba el Barrio de las Ranas, en lo que hoy es Parque Patricios. Otras ranchadas se situaban en las cercanías de Flores, en el Bajo Belgrano y a la vera del arroyo Maldonado y del Riachuelo (Margulis, 1968; Ratier, 1971; Scobie, 1977).

2Los primeros en ocuparse de las villas fueron escritores e intelectuales que, con sus diferencias, se inscribieron en alguna trinchera del vasto pensamiento de izquierda. Estos trabajos adoptaron los procedimientos de la representación realista y, en general, propusieron un relato social de cuño proletarista. Cuentos como “$1 en Villa Desocupación” (1933), de Enrique Amorim, o “Los crotos”

(1936), de Bernardo Kordon, y la pieza teatral La marcha del hambre (1934), de Elías Castelnuovo, refieren en caliente algunas de las primeras imágenes sobre las carpas de trapo y lata en las que se amuchan parias, atorrantes y desocupados. Con Las colinas del hambre (1943), de Rosa Wernicke, y en la antesala del 17 de octubre de 1945, la villa deja de ser un campamento provisorio de hombres marginales y ya son niños, mujeres y ancianos los que revuelven la basura en los arrabales de Rosario, verdadero reverso miserable del opulento puerto de la pampa gringa. La clásica Villa miseria también es América (1957), de Bernardo Verbitsky, expone cómo la emergencia se torna una situación habitual de la ciudad y, ya en los años sesenta, el cuento “Como un león”, de Haroldo Conti, recrea la villa porteña de Retiro desde la mirada infantil y muestra la familia villera como un universo de honradez y dignidad que se opone a la mezquindad de aquellos que viven en los departamentos de la ciudad formal.

3En el video se mostraba la conmoción de un hombre que acababa de chocar con su moto y, mientras esperaba ser atendido en el Hospital Dr. Eduardo Wilde de Avellaneda, le preguntaba una y mil veces a su dolorida mujer por la hija de ambos (Candela), ya que no parecía recordar que la pequeña no estaba con ellos en el momento del accidente, hecho que también parecía haber olvidado.

4La no ficción, desde ya, entraña la articulación entre la intencionalidad del testimonialista o investigador y las voces negadas o silenciadas de una sociedad. Prólogos, notas al pie, organización del material, secuencias fotográficas o icónicas expresan también un análisis de los hechos y una toma de posición sobre ellos que nos alejan de cualquier consideración inocente que piense el género testimonial como una mera transcripción. Gayatri Chakravorty Spivak (2011) ha analizado de manera exhaustiva las dificultades para que el subalterno pueda referir su situación, ya que no ocupa una posición discursiva desde la cual pueda intervenir (hablar, responder). Al procurar hacerlo por ellos, el intelectual correría el paradójico riesgo de reforzar la opresión que padecen. Si solo alguien externo a los oprimidos puede denunciar la explotación que sufren estos grupos, se manifiesta el peligro de reforzar el sitio de minusvalía y subalternidad al que se los ha relegado. El problema expuesto excede con creces los alcances de este artículo.

5Se me podrá objetar acá que la subjetividad cobraba ya gran importancia en la crónica modernista de fines del siglo XIX. El problema, no obstante, es que entiendo que no se trata del mismo género. Susana Rotker (1992) ha señalado que la crónica modernista coincide con la experiencia de la ciudad moderna y el desarrollo de la prensa escrita. La crónica se vale de la perspectiva individual y, así, se diferencia de la objetividad de la corriente nota periodística para identificar la novedad y lo inusitado en medio de todos los estímulos e interpelaciones que provee la urbe del entresiglo. No creo que la caracterización que

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efectúa Rotker (1992) se pueda comparar siquiera con el relato testimonial de Cristian Alarcón (2003) y pienso que el frecuente uso laxo de la categoría crónica es responsable de numerosos equívocos, al convertirse en un verdadero “arcón de sastre” en donde se puede confinar sin mucho criterio la crónica de Indias, la crónica modernista y la no ficción. Por su investigación y por su carácter de denuncia, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (Alarcón, 2003) se puede encuadrar más cerca del testimonio, una serie que en América Latina cuenta con las investigaciones de Rodolfo Walsh, Miguel Barnet y Elena Poniatowska como destacados precursores. De ahí que marque la notoria autorreferencialidad en el texto de Alarcón como una diferencia que se advierte en relación con los textos precedentes del género.

6También en los años veinte, la otra opción para referir la miseria se dio en el teatro y fue el grotesco criollo. Si el sainete de Alberto Vacarezza muestra el patio entrañable como centro de la sociabilidad del conventillo, las obras de Armando Discépolo implican un segundo momento de la aventura inmigratoria que aborda el fracaso de tanos, gallegos y turcos. De esta manera, la caída en desgracia y la frustración hacen que el gringo abandone el patio y se recluya en la pieza cavernosa y oscura. Así, el lenguaje se vuelve grumoso, confuso, y el habla de supervivencia del cocoliche se transforma en cifra de la incomunicación y la impotencia, aunque paradójicamente sus equívocos generen la risa del espectador. Aparece entonces el monólogo sombrío, la voz rumiante, el masticar bronca en soledad (Viñas, 1973).

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