EL MONJE O EL MODELO DE LAS RETÓRICAS REVOLUCIONARIAS:

UNA METAMORFOSIS DEL MAL

Julieta Videla Martínez

Resumen

La atracción por el terror, el misterio y los monstruos ha existido incluso desde la antigüedad, como lo prueban las novelas y las tragedias helenísticas, pero también los dramas isabelinos. Sin embargo, es a partir de la segunda mitad del siglo XVIII y especialmente hacia la época de la Revolución francesa, cuando aparecen las novelas libertinas en Francia, también llamadas romans noirs, y las novelas góticas en Inglaterra, denominadas tales of terror como una respuesta al paradigma de la Ilustración que toma materiales medievales pero los resignifica y crea nuevas formas estéticas. Me interesa aquí desentrañar las metamorfosis del mal que la retórica revolucionaria (en este caso, de El monje) opera en tanto novela gótica a través de la recuperación y la resemantización del mal medieval, según los cuales estos procesos retóricos reflejan la singularidad siniestra de la literatura moderna. Tomaré principalmente los conceptos de monstruosidad y mal y los analizaré hermenéuticamente para interpretar cómo es la metamorfosis de estas categorías en las postrimerías del siglo XVIII, con el acontecimiento de la Revolución francesa en dicha obra mencionada. En este trabajo, sostenemos que El monje es el modelo de las retóricas revolucionarias que marcará la tendencia estética hacia el siglo XIX gracias a su apuesta original que es, en primer lugar, representar la metamorfosis del mal incluso utilizando materiales medievales y, en segunda instancia, atender al lugar de los receptores, preocupándose por producir ciertas estéticas que susciten el interés ante una nueva sensibilidad.

Palabras clave: literatura gótica; metamorfosis del mal; modernidad; retórica revolucionaria; revolución

THE MONK OR THE MODEL OF REVOLUTIONARY RHETORICS: A

METAMORPHOSIS OF EVIL

Abstact

The attraction for terror, mystery and monsters has existed even since ancient times, as the novels and Hellenistic tragedies, but also Elizabethan drama. However it is from the second half of the 18th century and especially towards the French Revolution, when the

Tesista de la Licenciatura en Letras Modernas, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Correo electrónico: videlamartinezjulieta@gmail.com. Recibido: 07/03/2020. Aceptado: 29/05/2020.

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libertine novels appear in France, also called romans noirs, and the gothic novels in England, called tales of terror as a response to the Enlightenment paradigm that takes medieval materials redefining them in order to create new aesthetic forms. I am interested here to study the metamorphoses of evil that revolutionary rhetoric, in this case, The Monk, operates as a gothic novel through the recovery and resemantization of medieval evil, according to which the latter reflect the sinister singularity of modern literature .I will mainly take the concepts of monstrosity and evil and analyze them hermeneutically to interpret what the metamorphosis of these categories is like in the late eighteenth century, with the event of the French Revolution in the aforementioned work. In this work we brace The Monk as a model of the revolutionary rhetoric that will mark the aesthetic trend towards the 19th century thanks to his original commitment that is firstly to represent the metamorphosis of evil even using medieval materials, and secondly, to attend to the place of receptors, caring about producing certain aesthetics that arouse interest in a new sensibility.

Keywords: gothic literature; metamorphosis of evil; modernism; revolution; revolutionary rhetoric

Introducción

Analizaremos y reflexionaremos hermenéuticamente acerca de la metamorfosis del mal en la obra The monk, de M. G. Lewis, la cual participa de la literatura gótica, y también es considerada como retórica revolucionaria por Nick Groom en The Gothic: A Very Short Introduction (2012) para designar a los textos literarios que funcionan como una respuesta firme a la revolución1 que filtró imágenes sexuales y grotescas para atacar instituciones como la Iglesia y la monarquía, y representaciones que se encontraban en sintonía con la revolución misma. Pero además de esta significación que aporta Groom (2012) al concepto de retórica revolucionaria, nos referiremos aquí con este término específicamente a textos literarios que juegan con la noción de revolución involucrando diferentes aristas: en primer lugar, la vinculación que tienen estos textos con el acontecimiento social y político de 1789 en Francia; en segundo lugar, el ataque a las instituciones eclesiásticas y monárquicas; y por último, la relevancia estética que tienen estas obras al ser creadas no solo en esta instancia de revolución, sino también bajo un nuevo paradigma filosófico que cambia el modo de hacer arte del siglo anterior, dominado por una estética clásica.

El artículo se compone de cuatro apartados hilados por los tópicos modernidad, mal y revolución que se encaminan a la siguiente hipótesis: la literatura revolucionaria del género gótico de las postrimerías del siglo XVIII, específicamente producida en simultaneidad con los acontecimientos de la Revolución francesa, retoma elementos de la Antigüedad y la Edad Media, resemantizándolos y transformándolos, con el objetivo de despertar una nueva sensibilidad que se interese por el arte y la literatura produciendo sentimientos asociados a lo sublime.

Lo que Sade destacó en su Idée sur les romans, publicado como prólogo a Les crimes de l’amour en 1800, fue que, en aquellos tiempos de revolución en los que la gente estaba acostumbrada a padecer desgracias constantes, la literatura inglesa de ese momento había descubierto cómo captar el interés de los lectores hacia una nueva sensibilidad, de modo que también habría servido como modelo para los escritores

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franceses. El interés del que habla Sade requería en estos momentos una vuelta de tuerca estética que articulara tanto el placer como el dolor en la misma instancia, que es lo que Burke denominó como “sublime” en su Indagación filosófica acerca del origen de nuestras ideas de lo sublime y lo bello, en 1757.

Tal vez deberíamos analizar aquí las novelas nuevas, el mérito de las cuales está compuesto aproximadamente por el sortilegio y la fantasmagoría, poniendo a la cabeza El monje, superior, según todos los comentarios, a los extraños arrebatos de la brillante imaginación de Radcliffe, pero esta disertación sería demasiado larga. Convengamos solamente en que a este género, dígase lo que se diga, no le falta mérito; se convertía en el fruto indispensable de las sacudidas revolucionarias que toda Europa experimentaba.

Para quien conocía todas las desdichas con las cuales los malvados pueden colmar a los hombres, la novela se volvía tan difícil de hacer como monótona de leer; no había ningún individuo que no hubiera sufrido infortunio, en cuatro o cinco años, que no pudiera pintar, en un siglo, el más famoso novelista de la literatura. Hacía falta por lo tanto llamar al infierno en su auxilio para componer títulos de interés y hallar en el país de las quimeras lo que se sabía corrientemente tan solo hurgando la historia del hombre en esta edad de hierro. ¡Pero cuántos inconvenientes presentaba esta manera de escribir! El autor de El monje no los ha evitado más que Radcliffe; aquí, necesariamente, dos cosas de una: o hay que revelar el sortilegio, y desde ese momento usted no se interesa más, o es preciso que nunca se levante el telón, y entonces se halla usted frente a la más espantosa inverosimilitud. Que aparezca una obra de este género lo bastante buena para alcanzar el fin sin estrellarse contra uno u otro de estos escollos, lejos de reprocharle sus medios, la ofrecemos entonces como un modelo (Sade, 2009).

I. Literatura y revolución

The Monk2, de Matthew Gregory Lewis, publicado en 1796, apenas cuatro años antes de que se imprimiera Les crimes de l’amour, fue una obra profundamente controvertida, considerada un libro blasfemo por algunos como Coleridge y T. J. Mathias, según Francisco Torres Oliver (1996), al tiempo que la obra se convertía en una novela popular, y sin embargo, los que la defendían eran pocos. Hacía solo unas décadas antes se había dado inicio a esta “nueva novela” de la que habla Sade, con The Castle of Otranto, de Walpole; sin embargo, para el Marqués, el modelo de esta nueva novela, que es la novela gótica, no va a ser ni la obra de Walpole ni las de Ann Radcliffe, sino El monje. Las novelas de Richardson y Fielding que respondían a pautas instauradas por el neoclasicismo y cuyos verismo e inspiración burguesa buscaban la representación de los hechos verosímiles y probables, excluyendo todo elemento que exceda lo razonable, no respondían a las nuevas necesidades artísticas; pero tampoco lo hacían los poetas del cementerio3 o Walpole con su ilimitada variedad de elementos inverosímiles y su tendencia al rechazo de los principios clasicistas. Es por ello que Sade afirma que, a pesar de caer en las características de ambas modalidades dieciochescas, la novela de Lewis no solo escapa al desinterés, sino que es además la representación equilibrada y justa de este «fruto indispensable» (Sade, 2009) el góticoen ese momento de revueltas revolucionarias. Apelar al infierno en este género literario, en estas coyunturas sociales y políticas y en la obra de Lewis particularmente, es una decisión estética, una política literaria que acarrea transformaciones en esa monstruosidad invocada, en ese diablo medieval.

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En realidad, la composición de El monje no se destacó por utilizar elementos originales e innovadores. Fue Horace Walpole quien había tenido la iniciativa de abandonar las técnicas realistas de Richardson y Fielding y de comenzar otra estética que reconcilie la narrativa medieval con la moderna. Para ello, se propuso articular elementos maravillosos con una actitud de los personajes que sea apropiada a las circunstancias que se estaban viviendo en esa segunda mitad del siglo XVIII. Esto es lo que Walpole ha dejado dicho en el prefacio de la segunda edición de su novela.

La novela británica de corte realista y neoclásico como la de Fielding se propone reflejar “de la manera más objetiva los conflictos enmarcados en la existencia de la burguesía —preferentemente terrateniente— que ha consolidado en mayor o menor grado su prestigio, fortuna y procedencia cultural” (Rest, 1976, p. 10), sobre la que debe predominar una representación de acontecimientos verosímiles y comprobables, es decir, no hay lugar para lo sobrenatural. Esta determinación aristotélica y clasicista es el resultado de las teorías mecanicistas de la realidad y el sentimiento de optimismo respecto del progreso que ya venía del Renacimiento y que se intensifica con las ideas de la filosofía ilustrada. “La actitud de Fielding, en tal sentido, revela un trasfondo de humanitarismo paternalista; en cambio, medio siglo después… se percibe una mayor apertura, una disposición más flexible en el registro de la fluidez social” (Rest, 1976, p. 11).

Esta segunda orientación narrativa va a ser de gran importancia en Francia, en los procesos finales del Ancien Régime y los inicios de la revolución, pero no va a dejar de ser significativa también en Inglaterra, allí donde aparecerán principalmente Mysteries of Udolpho de Ann Radcliffe y The Monk con el completo estilo gótico dieciochesco que ya había marcado The Castle of Otranto. Esta estética es duramente criticada en su época, y una prueba de ello es la novela satírica Northanger Abbey de Jane Austen, que, sin embargo, aumentó las posibilidades de propagación del género en la clase media. En el capítulo sobre la novela gótica de William Beckford, auteur de “Vathek”, André Perreaux, citado en la introducción de Rest (1976), afirma que este influjo del gótico en la clase media se debió a que las historias realistas del estilo de Fielding como Tom Jones, a pesar de haber tenido una gran popularidadhabían quedado sujetas a una perspectiva terrateniente y conservadora, de modo que la pequeña burguesía urbana buscó un estilo literario que acordara más con sus deseos de recreación y sensacionalismo. En consecuencia, El monje recupera todas esas características esenciales de la literatura gótica iniciada por Walpole: lugares tenebrosos, pasillos secretos, cavernas, tumbas; el personaje principal suele tener rasgos de un antihéroe demoníaco que intenta alcanzar la destrucción de la heroína virtuosa; hay figuras misteriosas, apasionadas y melancólicas; se vislumbra el influjo del teatro shakespeareano isabelino y episodios de incesto. Todos estos materiales permiten la configuración de una atmósfera terrorífica y melancólica en la que se desarrollan los acontecimientos tragicómicos y están dirigidos a despertar el interés de las clases medias y de las sociedades que habían sido profundamente afectadas por la revolución, incluso en Inglaterra, ya que, como dice Nick Groom (2012), la revolución trajo y movilizó recuerdos del regicidio de Carlos I ocurrido en 1649 y “the past proved to be inescapable: English history had returned, and this return precipitated a crisis in national identity” (Groom, 2012, p. 56).

Lewis alimenta su obra de todos estos elementos básicos sobre los cuales se edificaba el gótico, según Walpole y Radcliffe, elementos incorporados e imitados que incluso están acusados de plagio tanto por los comentaristas coetáneos como por los estudios de

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Georg Herfeld y Louis F. Peck4, y sumado a ello podemos también reconocer escenas y reminiscencias de obras de Dante, Shakespeare, Marlowe y Schiller. Sin embargo, lo interesante en esta obra es el modo en que articula dichos elementos en su composición. La técnica que indudablemente utiliza Lewis es la del pastiche. En efecto, la novela relata la historia de cómo el monje Ambrosio es corrompido y pervertido por una mujer tan singular y misteriosa como Matilde. A la par, se narra la historia de Inés y don Raimundo o el conde de las Cisternas, que en gran parte es referida en un relato enmarcado. Ambas historias paralelas se encuentran en un punto y también están atravesadas por diferentes relatos circunscriptos en poesías, poemas, plegarias y demás.

Al margen de los plagios que se le adjudican a Lewis y tomando las palabras de Sade, “lejos de reprocharle sus medios” (Sade, 2009, p. 37), considero que su originalidad se hace visible en dos importantes políticas literarias. Una de ellas es el pastiche que compone con los elementos imitados, de manera que el acabado completo presenta una superposición de historias y leyendas conocidas en cuanto al contenido y diversos discursos, como plegarias, poemas y relatos enmarcados hacia un nivel formal, lo cual da como resultado un tejido textual sumamente complejo. La otra política consiste en la resemantización del infierno, el monstruo o el diablo ante la revolución, la cual es una revolución estética que nace desde ya con el gótico. A propósito de esta vinculación entre literatura y revolución (revolución, literatura y sociedad), Rest (1976) menciona que en diversas ocasiones se ha pensado en El monje como la versión inglesa de Justine de Sade, pero inmediatamente se opone a esta comparación afirmando que

no hay propósitos deliberados de cuestionar la sociedad de la época y, en última instancia, la anécdota se resuelve en un desenlace moralizante que tiene por objeto circundarla de una respetabilidad cuya función resultaba ajena a los proyectos del Divino Marqués. Por lo demás, no hay intención de operar sobre la realidad, sino, más bien, de evadirse de ella. (Rest, 1976, p. 22).

Me parece importante detenernos en estos dos puntos que subraya Rest (1976), por los cuales El monje según este críticodista mucho de ser paralela a Justine; a saber, el cuestionamiento de la sociedad de la época y la moralidad. En primer lugar, la obra de Lewis tiene claras reminiscencias de la sociedad europea, por un lado, por la fuerte crítica realizada al libertinaje y la hipocresía no solo del clero, sino también de la sociedad en general. Basta recordar el inicio de la obra, en donde toda la comunidad de Madrid acudía mucho más por una cuestión de exhibición en sociedad y de búsqueda de defectos en el orador que por devoción o deseos de instruirse. Pero además podemos mencionar la escena de la procesión de las monjas de Santa Clara, que más adelante analizaremos, pero que, podemos adelantar, es una clara evocación a la Revolución francesa. En segundo lugar, pensar que la moralidad es un proyecto ajeno a Sade es una posición cuestionable, ya que el hecho de que el vicio muchas veces alcance el éxito en los textos del Marqués no es precisamente una cuestión que se aleje de una enseñanza moral, sino que tiene que ver con una decisión estética que realiza el autor justamente para atraer la atención de los nuevos lectores de la época. Sumado a ello, para defenderse de los reproches que le hacen sobre sus obras, en especial, Aline et Valcour ou Le Roman philosophique, él manifiesta:

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Mis pinceles, se dice, son demasiado fuertes; le doy al vicio rasgos demasiado odiosos. ¿Se quiere saber la razón? No quiero hacer que se ame el vicio; no tengo, como Crébillon y como Dorat, el peligroso proyecto de hacer que las mujeres amen a los personajes que las engañan; quiero, por el contrario, que los detesten; es el único medio que puede evitarles ser engañados; y, para lograrlo, he hecho a mis héroes que siguen la carrera del vicio tan espantosos que muy seguramente no inspirarán ni piedad ni amor. Con ello, me atrevo a decir, soy más moral que aquellos que se creen con el permiso de embellecerlos. (Sade, 2009, p. 46).

En consecuencia, lo que Rest (1976) objeta como un proyecto ajeno a Sade, en realidad, es una de sus intenciones más profundas. En tercer lugar, la conclusión a la que llega Jaime Rest en la que sostiene que el gótico de Lewis no “opera sobre la realidad”, sino que más bien “se evade de ella” es una idea no del todo cierta, toda vez que, lo que plantearemos a continuación, es la posibilidad de pensar no en la literatura y la realidad como relaciones causales y unilaterales, sino como acontecimientos que se retroalimentan. En este sentido, los argumentos que he puesto en contra del primer punto, es decir, de la negación del cuestionamiento de la sociedad de la época, sirven también para entender a El monje como elemento que hace una clara evocación de lo social operando de manera fuertemente crítica, y por ende, no es del todo o simplemente una evasión de la realidad.

En última instancia, lo que cabría reflexionar entre El monje y Justine es qué puntos de contacto comparten o se diferencian en torno a la idea de mal que están configurando, aunque ello no forma parte de nuestro objetivo aquí.

Los contemporáneos de la Revolución francesa vivieron e interpretaron este suceso “como un acontecimiento capital sin precedentes en la historia del mundo, y en ella depositaron el fundamento y el origen de la conciencia decimonónica y sus instituciones” (Ledesma y Castelló, 2012, p. 15). En este sentido, las grandes voces filosóficas y literarias de fines del siglo XVIII entablaron una discusión acerca de la revolución, en la que algunos la consideraron como un tipo de alteración violenta de un orden político, mientras que otros la entendieron como la restauración de un orden anterior.

Cuando Furet se embarca en la reflexión sobre este modo de ver la revolución por aquellos que la habían vivido, se propone analizar cómo participan el lenguaje y la historia, lo que nos permite reemplazar estos términos por literatura y revolución, respectivamente. Partiré de la hipótesis que ha construido la cátedra de Literatura del Siglo XIX de la Universidad de Buenos Aires (UBA) para encaminarnos hacia una interpretación de esta obra de terror de fines del siglo XVIII, que es El monje. Ledesma y Castelló (2012) sostienen que la literatura obtuvo sus rasgos modernos articulándose y retroalimentándose con el concepto de revolución. En este sentido, podemos advertir que muchos cambios en la literatura se dieron en concomitancia con los episodios de la revolución, como la crítica de la preceptiva neoclásica (unidades teatrales, jerarquización, géneros, artificios retóricos) y el intento por sustituirla por otras estéticas literarias; la relación entre ficción e historia; el cuestionamiento del lugar de la fábula en

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los textos literarios y la búsqueda de nuevos héroes y antihéroes, tal como sucedió con El castillo de Otranto, de Walpole, La filosofía en el tocador, de Sade, Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, Tristam Shandy, de Laurence Sterne, Madame Bovary, de Flaubert, o Nuestra señora de París, de Víctor Hugo, entre otros.

Aquí me veo obligada a aclarar que la idea no es pensar la relación entre literatura y revolución como un vínculo causal como sí lo había hecho Rest (1976) en su “Introducción”, puesto que es una articulación mucho más compleja que ello, y por eso partimos del planteo de Ledesma y Castelló (2012), que proponen pensar el vínculo en términos de retroalimentación entre estas dos nociones. Indudablemente, la literatura en tanto producto de las ideas de la Ilustración ha influido en la configuración de las imágenes y los discursos de la revolución, pero esto no significa que la revolución haya sido principalmente una consecuencia del lenguaje. En este sentido, la idea de que la revolución produjo importantes resonancias en las maneras de representación y concepción de la literatura es tan verdadero como que la literatura es uno de los discursos que ha tenido un rol de gran importancia en el origen, la representación y la concepción de la revolución.

En el tercer capítulo del libro III de El monje, asistimos a una gran escena de violencia que, conforme avanza la descripción, se va asemejando aún más al acontecimiento de la toma de la Bastilla efectuada el 14 de julio de 1789 en París. En la obra, Madrid tenía sus calles repletas de gente, del populacho que arremetió implacablemente contra el cuerpo de la priora al que “lo golpearon, lo patearon y lo arrastraron, hasta que no fue ya más una masa de carne informe repugnante e imposible de identificar” (Lewis, 1996, p. 362). Después de esto, el populacho, el gentío, la chusma, la multitud, se desplazó hasta convocarse próximo al convento de Santa Clara y lo invadió con fuego, tal como ocurrió alrededor de la Bastilla.

Así como esta representaba el despotismo de la monarquía francesa, el convento era el símbolo de la hipocresía y la superstición que dominaba al pueblo. La imagen de esta relación de dominación entre un “antiguo régimen” y la libertad desatada del pueblo se puede percibir hasta en el más mínimo detalle de la descripción en el que aparece el trono sobre el que descansaba Santa Clara en la procesión. La imagen caótica que evoca la narración y que nos remite al 14 de julio de 1789 exhibe el terror y la violencia. “Entretanto, el populacho asediaba el edificio con furia insistente: trataban de abrir brecha en las paredes, arrojaban antorchas encendidas a las ventanas, y juraban que cuando rompiese el día no quedaría viva una sola monja de Santa Clara” (Lewis, 1996, p. 362).

Me parece importante detenerme y analizar la imagen que la descripción construye

siguiendo la comparación supuestade aquel suceso de 1789. En primer lugar, es relevante el modo como se caracteriza al pueblo, este personaje colectivo, a lo largo de su participación en este capítulo. Efectivamente, se lo nombra como mob, tumult, multitude, people, populace, es decir, el pueblo irreflexivo e insensato que en un primer momento se mueve como una masa amorfa y que se deja convencer por las supersticiones del Antiguo Régimen, es decir, por el cristianismo falso que oculta las acciones más siniestras y los pecados más impuros bajo rostros dulces y cánticos angelicales. Posteriormente, hay un segundo tiempo marcado por el final de la narración de Santa Úrsula. Aquí el populacho sigue siendo bruto e insensato, pero ahora además demuestra furia y violencia extrema que busca la muerte de los representantes de lo que simbolizan allí el Ancien Régime y sus Bastillas, es decir, el convento y el monasterio. Esta imagen que hemos descrito es una de las representaciones literarias y críticas

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inglesas que se tuvo de la revolución, y que al mismo tiempo le sirvió a Lewis para resemantizarla y hablar del cristianismo, la superstición y el pueblo. A través de esta escena, la literatura le da lugar a la expresión política de un personaje colectivo en un lugar abierto y al desencadenamiento del deseo que rebosa de violencia.

Figura 1. Cuadro de La prise de la Bastille, por Charles Thévenin, 1793.

II. La monstruosidad en la modernidad

Si bien las fantasmagorías y los elementos fantásticos son de esencial importancia para despertar el interés de lectores abarrotados de violencia teniendo en cuenta lo que hemos mencionado en el primer apartado en cuanto a las condiciones de producción y recepción de la literatura gótica, es decir, aquellas historias espeluznantes que eran motivo de interés de la burguesía media, pero también la necesidad de recrear y suscitar interés evadiéndolos de la cruda realidad, estos no son el objeto central por el cual las obras simultáneas a la revolución se destacan especialmente en el caso de El monje

,sino que funcionan junto con otros rasgos propios del terror moderno que veremos a continuación.

Como lo hemos mencionado anteriormente, el terror, el misterio, el mal y los monstruos existen desde la antigüedad y la Edad Media. Los monstruos que ocupan el lugar central de la escena en las obras modernas, como el vampiro, las brujas, el hombre lobo o el diablo, de hecho, son medievales y antiguos. Como dice Robert Muchembled: “El diablo retorna con vigor. En realidad, jamás ha abandonado la escena desde hace casi un milenio. Insertado estrechamente en la trama europea desde la Edad Media, el espíritu del mal ha acompañado todas sus metamorfosis” (2002, p. 9). Sin embargo, lo que va a constituir a estas obras específicamente en modernas son las nuevas

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configuraciones de estos seres terroríficos que se debe, como dice Serrano, a que la modernidad misma tiene una dimensión monstruosa o terrorífica, deberíamos suponer también, pensándola en relación con la revolución sobre la que hemos hablado en el apartado anterior.

Podemos observar que en El monje, la metamorfosis de la humanidad en monstruosidad se desarrolla en estos espacios medievales como los conventos y los monasterios, en países considerados conservadores y tradicionales, como España. Sin embargo, el monstruo de El monje no va a ser esencialmente el diablo, como lo ha sido en la Edad Media, aunque su aparición es de suma importancia igualmente y luego veremos acerca de él. El monstruo en esta obra es precisamente el monje, un hombre que pasa por un proceso de metamorfosis en el que exterioriza el mal. También podemos pensar este monstruo moderno que es el monje como una transformación del diablo medieval, que ahora refleja el mal desde su interior. Se trata de la dimensión siniestra de la humanidad que se esconde tras una fachada cándida y santa; esta última no es más que una apariencia que los hombres se esfuerzan por construir y sostener a modo de muralla, pero en verdad se encuentra constantemente amenazada por una fuerza ominosa que detenta el poder de la apariencia dulce y sensata. De este modo vemos cómo inicia la novela describiendo a Ambrosio: “En toda la ciudad se lo conoce con el nombre de ‘Hombre santo’” (Lewis, 1996, p. 30). Este mal que busca salir a la superficie ya no se da en un marco estable de luz y de divinidad, justamente porque la divinidad misma ahora es cuestionada, lo que ocasiona horror y angustia al mismo tiempo, porque el hombre se encuentra solo con el mal que acecha y busca emerger. Este mal demoníaco, que en la Edad Media estaba representado en la imaginación occidental como un monstruo animalizado con pezuñas y cuernos, en la modernidad (principalmente protestante/puritana) coincide más con un interior humano que presiona por salir.

Los elementos fantásticos de la obra de Lewis, que son muchos ―como el relato de la monja sangrienta; Matilde como bruja y los elementos que utiliza tal como el espejo a través del cual puede ver a los otros personajes en su quehacer cotidiano; los fantasmas; la aparición del diablo en su doble faceta (la primera resplandeciente y juvenil tiene una impronta miltoniana y la segunda y última una marca casi totalmente medieval, sino fuera por la ausencia de su opuesto, Dios)―, pasan a un segundo plano en cuanto a la dimensión monstruosa de esta obra gótica; incluso su existencia es desestimada muchas veces por los mismos personajes, como Inés, que relega estos mitos y leyendas a meras supersticiones. La monstruosidad que se lleva el interés de los lectores en la obra de Lewis radica esencialmente en la figura del monje. Desde el inicio de la obra y durante esta, hasta el final, el narrador sostiene la ignorancia del origen de este hombre.

—Sin duda, señor, será de noble origen…

—Esa cuestión aún permanece confusa. El difunto superior de los capuchinos le encontró en la puerta de la abadía cuando era aún muy pequeño. Todos los intentos por descubrir quién le había dejado allí resultaron infructuosos, y el propio niño fue incapaz de informar sobre sus padres. Se educó en el monasterio, donde ha residido desde entonces. Muy pronto manifestó una fuerte inclinación por el estudio y el recogimiento, y tan pronto como alcanzó la edad, pronunció los votos. Nadie ha venido a reclamarle, ni a disipar el misterio que envuelve su

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nacimiento; y los monjes, conscientes del favor que reporta a su institución el respeto hacia él, no han dudado en proclamar que es un regalo que les ha enviado la Virgen. (Lewis, 1996, p. 30).

La monstruosidad del terror moderno es construida desde lo siniestro o lo ominoso. Lo siniestro se entiende “como algo oscuro, que permite prever el mal” (Serrano, 2010, p. 80), pero el concepto tiene también otra magnitud:

aquello que nos resulta extraño, no hogareño, y sin embargo próximo. Del análisis que hace Freud acerca de lo siniestro se desprende que el término depende en su especificidad de la combinación de esos dos elementos: se trata de una realidad extraña y a la vez familiar, desconocida y próxima, y que por eso mismo, nos inquieta especialmente, nos saca de nuestra confianza básica en el entorno, nos produce un constante desasosiego que no sabemos ni podemos concretar. Esto es lo específicamente moderno, el atributo que acompaña invariablemente, y por definición, al monstruo moderno... cuyo rasgo común es lo inquietante. (Serrano, 2010, pp. 80-81).

Me parece que es con la figura de Ambrosio que podemos ver cómo nace esta nueva monstruosidad hacia 1796 en el seno de la literatura gótica o esta retórica revolucionaria; como también podríamos notarlo con los antihéroes de Sade, años antes del momento que se considera como inaugural del género gótico. En efecto, en primer lugar, Ambrosio lucha incesantemente por aplacar esas fuerzas agudas, ese deseo interior que busca desencadenarse en el afuera de sí, primero pecando contra el celibato, violando, practicando relaciones incestuosas, asesinando (matricidio y fratricidio), y finalmente, vendiendo su alma al diablo. En consecuencia, como dice Muchembled, a propósito de la novela de Ann Radcliffe The Mysteries of Udolpho y nuestra novela de Lewis,

un cambio crítico se observa tanto en Francia, como en toda Europa a comienzos del siglo XIX. La imagen del diablo, transformada profundamente, se aleja de la representación de un ser aterrador, exterior a la persona humana, para convertirse cada vez más en una figura del Mal que cada uno lleva dentro de sí. (2002, pp. 217-218).

Es decir, antes de empezar el siglo XIX ya aparece este cambio relevante en la representación del mal, lo que convierte a la obra de Lewis en un texto fundamental de la retórica revolucionaria, en tanto que el mal ahora es la imagen de un demonio interior. Esta metamorfosis que sufre la figuración del mal y alcanza el completo debilitamiento del antiguo mito satánico hacia el siglo XX, según los estudios cuantitativos de Muchembled (2002), se inicia con esta retórica en las postrimerías del siglo XVIII.

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En un relato medieval, la posesión de un demonio o la hechicería quizás solo produciría miedo, pero aquí ya no es lo único que se genera, puesto que Dios ha abandonado al hombre, Dios ha muerto para el hombre, entonces, ya no hay salvación para él, porque “en las narraciones de terror modernas no hay Dios... y, por tanto, no puede encontrarse allí un diablo o, si lo hay, es un diablo sin Dios, como el genio maligno cartesiano” (Serrano, 2010, p. 91). Este diablo miltoniano de El monje, además, es tan poderoso, incluso más que el Dios desaparecido, que para el hombre ya no hay liberación de las ataduras que produce la liberación misma del deseo interior, del mal.

—No. Debes entregarme tu alma: debe ser mía, mía para siempre.

—Demonio insaciable, no quiero condenarme a los tormentos eternos. No quiero renunciar a mis esperanzas de ser perdonado algún día.

—¿No quieres? ¿En qué quimeras cifras tus esperanzas? ¡Miope mortal! ¡Miserable desdichado! ¿No eres culpable? ¿No eres infame a los ojos de los hombres y de los ángeles? ¿Acaso pueden ser perdonados tus enormes pecados? ¿Esperas escapar a mi poder? Tu destino está ya sentenciado. El Eterno te ha abandonado. (Lewis, 1996, p. 438).

En segundo lugar, el personaje de Ambrosio está construido de manera tal que a lo largo de toda la narración se sostiene ese terror oscuro desde la combinación de esos dos elementos que hacen esta figura siniestra. Podemos observar esto desde el origen incierto del monje hasta las sensaciones que tienen Antonia y Elvira al escuchar a este sujeto aparentemente tan desconocido y extraño, pero al mismo tiempo tan familiar y próximo. La primera cita corresponde al inicio de la novela, cuando Antonia ve y escucha por primera vez al monje, y la segunda cita que refleja una conversación entre madre e hija se da en un momento en el que el monje ya está en su travesía de alcance y exteriorización del mal y la perversión.

Antonia, mientras le miraba ansiosa, sintió en su pecho el estremecimiento de un placer hasta ahora desconocido para ella, y al que en vano se esforzó en encontrar explicación. Esperó con impaciencia a que empezase el sermón; y cuando finalmente habló el fraile, el sonido de su voz pareció penetrar hasta el fondo de su alma. Aunque ninguno de los oyentes sentía las violentas sensaciones de la joven Antonia, todos escucharon con interés y emoción. (Lewis, 1996, pp. 31-32).

—Aun antes de hablar —dijo Elvira—, estaba predispuesta en su favor: la vehemencia de sus exhortaciones, la dignidad de su actitud, y la cohesión de su discurso me han confirmado muy mucho en mi opinión. Su voz agradable y sonora me ha sorprendido de manera especial. Pero seguramente, Antonia, le he debido de oír antes. Me ha resultado totalmente familiar. O bien he conocido al abad en otro tiempo, o su voz guarda un asombroso parecido con la de alguien que he oído a menudo. Hay ciertos tonos que me han llegado muy hondamente, y me han hecho

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experimentar una sensación tan singular que no paro de esforzarme en vano por explicarlo.

—Mi queridísima madre, a mí me ha producido el mismo efecto. Sin embargo, ninguna de las dos habíamos oído su voz hasta que hemos llegado a Madrid. Sospecho que lo que nosotras atribuimos a su voz, en realidad se debe a sus modales agradables, que impiden considerarle como un extraño. No sé por qué, pero me siento más a gusto conversando con él de lo que normalmente me sucede conversando con desconocidos. (Lewis, 1996, p. 257).

Estos fragmentos revelan la compleja y siniestra figura de Ambrosio que, a pesar de ser un sujeto desconocido para estas mujeres, despierta cierta familiaridad y complacencia en su encuentro. Pero lo ominoso en el monje obtiene el punto final cuando el diablo le revela al fraile quién es en realidad y de dónde proviene.

—¿Llevarte con Matilde? —prosiguió repitiendo las palabras de Ambrosio—. ¡Desdichado! ¡Pronto estarás con ella! Te mereces un lugar junto a ella, pues el infierno puede jactarse de albergar malvados más culpables que tú. ¡Escucha, Ambrosio; te voy a revelar tus crímenes! Has derramado la sangre de dos inocentes: ¡Antonia y Elvira han perecido a manos tuyas! ¡Antonia, a la que has violado, era tu hermana! ¡Elvira, a la que has asesinado, te dio el ser! ¡Tiembla, hipócrita depravado! ¡Parricida inhumano! ¡Violador incestuoso! (Lewis, 1996, p. 444).

Comprendemos ahora de dónde viene esa familiaridad constante que sintieron las dos mujeres ante la presencia de Ambrosio, a pesar de ser aparentemente un sujeto desconocido y distante con el que nunca tuvieron contacto. Vemos emerger, entonces, la monstruosidad moderna desde el propio interior del individuo. Este se convierte en la sombra misma que mantenía encerrada en su interior, en esa fuerza deseante que acecha tras la imagen santificada y familiar. Son constantes las alusiones a los elementos trágicos de la Antigüedad, como las relaciones incestuosas, el parricidio y la acción de las águilas, que con sus picos redondeados le arrancan los ojos al fraile; sin embargo, estos componentes ya no producen solo terror y compasión, como se buscaba según la norma aristotélica, sino que además suscitan y excitan en los lectores el dolor, el terror y el placer, al mismo tiempo que la imagen de lo sublime se completa con otros rasgos. Más adelante revisaremos esta sensación en el apartado sobre lo sublime, pero lo que es importante destacar en esta instancia es cómo la imagen siniestra del fraile se completa con todos estos elementos de la literatura clásica que ocasionan el efecto de lo sublime en el lector.

Otro poco podemos continuar reflexionando sobre la figura del pueblo, este personaje colectivo sobre el que hemos hablado en el primer apartado de “Literatura y revolución”. En efecto, este personaje dominado por el régimen del cristianismo jugando un poco con la ambigüedad de la expresión, que nos permite aludir tanto al Ancien Régime como al dogma eclesiástico, controlado por el monasterio y el convento de Santa Clara al que sale a acompañar en su procesión, también encierra una fuerza deseante que lucha

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por salir y logra desencadenarse con la confesión de Santa Úrsula. El populacho, como personaje colectivo, como masa humana, constituye el gran monstruo de la modernidad, justamente porque “una forma de concebir lo moderno es precisamente un universo donde no hay ya monstruos, sino solo humanos, donde lo fantástico y lo extraordinario, lo otro y lo ajeno es expulsado” (Serrano, 2010, p. 79). La influencia de la confesión de Santa Úrsula infló de pasiones a la masa inculta y fácil de engañar. Esta reaccionó desencadenando a la bestia interior de la violencia que aniquila a la priora y asfixia todo el convento en llamas. Asistimos una escena en la que vemos emerger del interior el hambre de la destrucción.

Tanto el fraile como el pueblo muestran, en su proceder, una fuerza que yace oculta y lucha por salir, una capacidad de destrucción, y eso es lo que domina toda la historia.

Lo constitutivo de esa fuerza que cabe llamar, desde luego, inconsciente, es su tendencia infinita hacia una satisfacción imposible de alcanzar, su irrefrenable e insaciable deseo que no encuentra límite, que avanza alimentándose de sí y que al hacerlo genera destrucción y muerte. (Serrano, 2010, p. 91).

Es por eso que el monje escala en las perversiones hasta alcanzar la violación, el matricidio y el fratricidio, y luego de ello, encontrarse en apatía total; pero también es por ello que el pueblo avanza hasta no dejar ni una monja viva.

III.El mal en las mujeres de El monje: una metamorfosis del diablo

Las mujeres en la obra de Lewis parecen plantear la antítesis entre la mujer bella y la sublime en términos kantianos. La primera es singularizada a partir de características como la virtud, la ingenuidad, la delicadeza, la suavidad, y sumado a ello, son mujeres perseguidas. Como figura antagonista, aparece la mujer fatal, aquella mano derecha del diablo que se viste de jovencito para ingresar al monasterio y ganar la confianza de Ambrosio. Con sus atractivos sublimes como la nobleza de Rosario, la dureza, el ingenio y la inteligencia, solo le falta barba, diría Kant (2003), para obtener más profundidad. A veces Rosario, otras veces Matilde, se trata de un sujeto andrógino que oscila entre la belleza y la sublimidad. Por ser la ayudante del diablo, podríamos definirla como una bruja. Las brujas son, según Robert Muchembled (2002) en su Historia del diablo: siglos XII-XX, la primera manera que tiene Lucifer de infiltrarse en los cuerpos de sus cómplices humanos en el imaginario occidental, hacia el 1400; en otras palabras, es una mutación de las representaciones del diablo. Las brujas son una nueva percepción que se va a tener de la acción diabólica, en el mundo, hacia la Edad Media. ¿Cómo sabemos que Matilde es una bruja, si nunca se la nombra como tal? Pues ella cumple con los elementos de una: podemos notarlo ya en el capítulo III del segundo volumen, cuando desciende en la noche a una cripta subterránea, acompañada solo por el monje hasta un punto y de allí en más en total soledad, más allá del cementerio de Santa Clara, y asiste a una especie de aquelarre para invocar al diablo. Hay una particular característica de este monstruo demoníaco, y es que se encuentra erotizado en su aspecto femenino, es decir, en un aspecto “bello”, de manera tal que, para tentar al monje, Rosario, ya Matilde, deja ver su pecho en una actitud trágicamente suicida:

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Al tiempo que pronunció estas palabras, alzó el brazo e hizo el movimiento como para clavárselo. Los ojos del fraile siguieron espantados la trayectoria de la daga. Matilde se había rasgado el hábito, y su pecho quedaba medio al aire. Apoyó la punta del arma sobre el seno izquierdo, Y ¡oh, qué seno! La luna, iluminándolo de lleno, permitió al monje observar su deslumbrante blancura. Sus ojos se demoraron ávidos en la hermosa redondez. Una sensación hasta entonces desconocida inundó su corazón, con una mezcla de ansiedad y placer. Un fuego abrasador le recorrió todos los miembros. La sangre hirvió en sus venas, y mil deseos insensatos aturdieron su imaginación. (Lewis, 1996, p. 78).

Hacia las postrimerías de la Edad Media, los artistas alemanes como Durero, Altdorfer, Hans Baldung Grien y Nicolas Manuel Deutsch se destacaron en la representación de la desnudez de la bruja, que simbolizaba el pecado sexual. En la Biblia, el pecado está relacionado con Eva y el demonio. Eva es quien tienta a Adán a cometer el pecado original. De este modo, las imágenes alemanas buscaban suscitar el miedo al demonio reviviendo el mito de Eva pecadora en la bruja erotizada. Lewis había escrito El monje bajo el influjo de la literatura y el imaginario alemán. En consecuencia, podemos recuperar esta imagen bíblica de Eva resemantizada ahora en la bruja erotizada de Matilde, quien, mostrando sus atractivos, tienta al monje Adán induciéndolo al pecado sexual.

Según Muchembled (2002), esta tríada de Satanás, Adán y Eva resemantizada en los personajes de El monje ha sido posteriormente representada al recuperar especialmente la estética de belleza perversa con la que el narrador lo muestra a Lucifer en la primera vez que aparece en la obra de Lewis. Tal ha sido el caso del grabado Satanás observando a Adán y Eva, que data de 1808.

El motivo de la perseguida

Mario Praz (2018a) manifiesta, citando a Wesselowsky en La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, que el motivo de la perseguida es tan viejo como el mundo. De hecho, se remonta a los relatos fantásticos de la Edad Media que tenían mucha popularidad con esta figura de la mujer. Sin embargo, en el siglo XVIII, es Richardson quien lo recupera con Clarisse Horlow. Por otra parte, parece que en 1842 Louis Reybaud escribió una receta paródica acerca de cómo escribir novelas folletinescas en Jérôme Paturot à la recherche d’une position sociale:

Tomad, señor, por ejemplo, una jovencita infeliz y perseguida, agregadle un tirano sanguinario y brutal, un paje sensible y virtuoso, un confidente hipócrita y pérfido. Cuando tengáis a mano todos estos personajes, los mezcláis todos juntos, enérgicamente, en seis, ocho, diez folletines, y los servís calientes. (Praz, 2018a, p. 174).

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Si bien Lewis involucra estos “ingredientes” en su novela, está muy lejos de mezclarlos todos juntos y de hacer un folletín más que se “sirva caliente”. Precisamente la técnica del pastiche, junto a la metamorfosis del mal, es la que la rescata de esta suerte de producción en serie. Sin embargo, las jovencitas infelices y perseguidas, nuestras Antonia e Inés, son una pieza fundamental que en su ausencia no permitiría el trazado de la mujer sublime ni, por tanto, el acabado de la metamorfosis del mal.

Parece que este motivo de la perseguida se hace evidente a modo de imitación en los escritores franceses, como en La religieuse, de Diderot y Justine, de Sade. La estructura de este motivo, por lo general, lleva a la perseguida a la perdición, mientras que el victimario, como representante del vicio y la perversión, alcanza el placer. Este tipo es, por ejemplo, el que utiliza Sade, con objetivos estéticos profundamente inspirados en la búsqueda del interés en un nuevo tipo de lector moderno.

“Con una distancia de pocos años... nacían en Alemania Emilia Galotti y Gretchen; en Francia, Justine; en Inglaterra, Antonia e Inés de la famosa novela de M. G. Lewis, The Monk” (Praz, 2018, p. 214). Todas estas mujeres víctimas sufrían millones de agravios, eran engañadas, violadas, encerradas en tétricas cárceles y hasta morían. Ellas son generalmente el símbolo de la virtud ultrajada. De este modo, Lewis hace despertar a Inés en una espeluznante cripta, encarcelada al modo de Margarita de Goethe, o entre cadáveres putrefactos, como Julieta de Shakespeare. La desdichada termina perdiendo a su hijito y las escenas con el cadáver en sus brazos llegan a ser perturbadoras.

Lejos de familiarizarme con mi prisión, la contemplaba cada vez con más horror. El frío parecía más intenso y penetrante; el aire más denso y pestilente. Mi cuerpo se volvió débil y sin fuerzas, me asustaba quedarme dormida: mi sueño se veía constantemente interrumpido por algún detestable sapo hinchado, horrendo, impregnado con los vapores ponzoñosos de la mazmorra, que arrastraba su cuerpo abominable por encima de mi pecho; o el frío y rápido lagarto, que me despertaba dejándome un rastro viscoso en el rostro y enredándose entre los mechones desgreñados y sucios de mis cabellos. Muchas veces al despertar encontraba mis dedos cubiertos de largos gusanos que se alimentaban con la carne putrefacta de mi hijito. Entonces gritaba de terror y repugnancia, y mientras me sacudía de encima los reptiles, temblaba con toda mi debilidad de mujer. (Lewis, 1996, pp. 418-419).

El destino de Antonia no escapó a la fatalidad: el monje termina asesinándola en el instante en que ella luchaba por su vida intentando escapar, con una daga que le había facilitado Matilde.

Los relatos enmarcados que se narran en la novela, a modo de verso, como plegarias, poemas y baladas, adelantan y advierten el final funesto de estas mujeres. Pensemos por ejemplo en la balada danesa de «El rey de las aguas», el demonio que se casa con una hermosa doncella para hacerla morir y llevársela al infierno o la historia de «Alonso el bravo y la hermosa Imogina», que narra la vida de una jovencita que no puede volver a amar a otro hombre cuando su prometido ya ha muerto tiempo antes, porque ella le pertenece a Alonso; entonces, este aparece en su casamiento y se la lleva a la tumba, dejando su espíritu en una constante persecución por el castillo. “A media noche, cuatro

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veces al año, su espectro, / cuando duermen los mortales, / Ataviada con su blanco vestido de esposa, / Aparece en el castillo con el caballero-esqueleto, / Y grita mientras él la acosa” (Lewis, 1996, p. 321).

A diferencia de los perversos de Sade, representantes del vicio, el monje no termina en la gloria y el placer. Muy lejos de ello, tiene una muerte lenta y agonizante, con una continuación en el infierno. Pero la virtud tampoco alcanza la felicidad; de hecho, es derribada por el vicio, y ello es lo que enternece los corazones modernos. La ruptura con la estética clásica no solo radica en las nuevas formas del mal, sino también en el triste destino del bien.

Como última reflexión en torno a la perseguida, me parece interesante rescatar la pregunta que se realiza Elisabeth Bronfen (1996) en Over her dead body: Death, Feminity and the Aesthetics: ¿por qué ha existido un interés artístico tan profundo en los cuerpos muertos desde el siglo XVIII?, ¿por qué los cadáveres femeninos han sido representados tan insistentemente en el arte? A esta cuestión, ella responde que la mortalidad femenina ha sido expresada con recurrencia en el arte, debido a la convergencia de la representación de la represión de la muerte, y de la muerte de otro mediante una imagen.

En consecuencia, la figuración de la mujer perseguida al borde de la muerte produce placer y morbidez al mismo tiempo, lo que nos hace pensar que la persecución de la belleza que sucumbe es también sublime en tanto que suscita placer por mostrar el dolor de la mujer bella a la distancia. Esto significa que incluso la belleza está a disposición del deseo de provocar interés mediante el sentimiento de lo sublime que tienen los escritores de la retórica revolucionaria.

Esta idea de la representación estética de la mujer en estado de mortalidad me hace rememorar el poema Amor y sueño, de Swinburne, en el que se describe una mujer tendida sobre el lecho, desfallecida, blanca, pálida, lista para ser mordida, muy similar a la imagen de la pintura de Johann Heinrich Füssli, La pesadilla, de 1871.

Podemos decir que tanto en la poesía de Swinburne como la pintura de Füssli, en la novela de Lewis y las historias de Sade, las mujeres víctimas suelen figurarse débiles, virtuosas, próximas a la mortalidad, entre las garras de hombres siniestros como los héroes sádicos, el monje, el vampiro que narra el poema o el íncubo que posee a la desfallecida. A su manera, esta mujer perseguida constituye a la vez la figura opuesta de la mujer fatal y ocasiona sentimiento sublime en el lector.

La mujer fatal

Así como hemos visto que el motivo de la perseguida es sumamente antiguo, también lo son las mujeres fatales en la literatura: podemos pensar, por ejemplo, en la leyenda de Lilith, Medea o la fábula de las Arpías, como también las brujas en tanto encarnaciones del diablo medieval. Mario Praz (2018) traza una línea de tradición de las figuras de mujeres fatales a lo largo del romanticismo en la que coloca esquemáticamente a la cabeza a Matilde de Lewis. El autor negó haber leído Le Diable amoureux de Cazotte, sin embargo, parece que las coincidencias con Biondetta son ineludibles: esta mujer, disfrazada de paje, busca estimular el amor de don Álvaro hasta que le revela que es el diablo. Muy similar es el personaje de Matilde, quien ingresa al monasterio disfrazado de Rosario, luego le confiesa a Ambrosio que es una mujer y finalmente termina siendo una ayudante del diablo. Incluso ciertos pasajes resultan muy similares, según Praz. Así describe el narrador a Biondotta: “Deja al descubierto parte de su pecho y la luz de la

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luna caía de lleno sobre él y me permitía contemplarlo en su cegadora blancura” (Praz, 2018, p. 352); y luego compara con esta cita de Lewis: “La luz de la luna caía sobre él [el seno de Matilde] y permitía que el monje lo contemplara en su cegadora blancura” (Praz, 2018, p. 352).

Mario Praz (2018) afirma que «durante casi todo el curso de la obra se recomienda al lector por la humanidad de su pasión», idea de la que difiero un tanto, en cuanto que en el capítulo III del segundo tomo, cuando Matilde y el fraile asisten al cementerio que el monasterio tiene en común con el convento de Santa Clara, para llevar a cabo sus hechizos velados todavía al monje, la actitud de la mujer cambia drásticamente para siempre, y el monje repara en ello.

“—Os esperaba con impaciencia —dijo—. Mi vida depende de estos momentos. ¿Tenéis la llave?

—La tengo.

—Vamos, pues, al jardín. No hay tiempo que perder. ¡Seguidme!” (Lewis, 1996, p. 236).

—¡Tened cuidado con lo que hacéis! —le interrumpió Matilde—. Vuestro repentino cambio de sentimientos puede causar sorpresa naturalmente, y despertar sospechas, cosa que nos interesa muchísimo evitar. Cuanto más redobléis vuestra austeridad exterior y descarguéis amenazas contra los errores de los demás, mejor ocultaréis los vuestros. Abandonad a la monja a su destino. Vuestra intercesión puede ser peligrosa: no merece gozar de los placeres del amor quien no tiene la suficiente habilidad para ocultarlos. (Lewis, 1996, p. 238).

Una vez a solas, no pudo pensar sin sorpresa en el súbito cambio de carácter y sentimientos de Matilde. Hacía pocos días parecía ser la más dócil y amable de su sexo, sumisa a su voluntad, y mirarle como un ser superior. Ahora había adoptado una especie de valentía y decisión en su actitud y discurso que no le acababa de complacer. Al hablar, ya no insinuaba, sino que mandaba. En cuanto a Él, se sentía incapaz de discutir sus argumentos, y se veía obligado a confesar de mala gana la superioridad de su criterio. (Lewis, 1996, p. 239).

Por consiguiente, podemos entender que la figura de Matilde no se mantiene precisamente humana durante casi todo el curso de la novela, como dice Praz (2018), porque en esta instancia ya demuestra rasgos de mujer fatal, indicios que hacen sospechar el origen de Matilde y la incertidumbre acerca de la humanidad de ella. Estas señales de belle dame sans merci se van incrementando con el avance de la novela, hasta que nos topamos con el servicio de ayuda que ofrece la hechicera al fraile para conquistar a Antonia. Es allí cuando ya casi tenemos la certeza de que en realidad el motivo que induce a actuar a Matilde no es el amor, sino llevar a Ambrosio por el camino de la perversión, exteriorizar el mal de su interior.

Otros rasgos que no debemos pasar por alto de esta mujer fatal son, en primer lugar, su capacidad de oscilación entre un sexo y otro en tan solo un párrafo: es Rosario en un

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momento y al siguiente, Matilde. Esta oscilación no solo es frente a quien la esté mirando (si el resto de los frailes o Ambrosio), sino también frente al monje mismo. Pero cuando ella aún tiene la mirada voluptuosa del amante a su favor, su aspecto físico se describe próximo al de la virgen, ese retrato que contempla el fraile en sus oraciones. La idea de que Matilde, espíritu esencialmente fatal y maligno, funcione como instrumento del diablo para encaminar al monje hacia la perversión y el infierno, y al mismo tiempo porte la misma imagen física que la virgen que idolatra el monje, es tan terrorífica como la apariencia misma de santo que pretende llevar el monje y el mal que nace de su interior, o la imagen de mártir que daba la priora en la procesión.

¡Cuál no fue su estupor al contemplar la réplica exacta de su admirada imagen de la virgen! ¡La misma exquisita proporción de rasgos, la misma abundancia de dorados cabellos, los mismos labios sonrosados, ojos celestiales y majestuosidad de gesto adornaban a Matilde! (Lewis, 1996, p. 93).

En síntesis, podemos interpretar que la resemantización del diablo encarnado en Matilde, la bruja o hechicera, es un material medieval que se recupera en esta obra, pero que está a disposición de un interés particular que tiene esta retórica revolucionaria, que es poner estos materiales demoníacos al servicio de la metamorfosis del mal en la modernidad. En otras palabras, Lucifer, en cuanto monstruo espeluznante, y Matilde, como representante y ayudante del demonio en la tierra, son piezas medievales que están para impulsar a exteriorizar el verdadero mal del hombre que se halla en su interior, del mismo modo como lo había hecho Eva con Adán.

IV. De las pasiones y los objetivos que se persiguen en la literatura y el arte simultáneos a la revolución

Si recuperamos la idea de que Sade (2009) expone en el Ensayo sobre las novelas acerca de cómo debe ser el modo de composición de la nueva novela en un contexto de intensas revueltas revolucionarias que han dejado al hombre tan lacerado, podemos entender la ebullición del género de terror que emerge en la literatura europea de la época, especialmente hablando del gótico inglés y la novela negra francesa. Asistimos a una época, a partir de mediados del siglo XVIII, en la que está emergiendo una nueva sensibilidad que comienza a tomar distancia de las normas artísticas neoclásicas en las que aún las poéticas clásicas, en especial la de Aristóteles, habían tenido gran autoridad.

Edmund Burke (2019) escribe hacia 1757 un tratado de estética en el que aborda lo bello y lo sublime. Esta última categoría es la que define el cambio de sensibilidad a mediados del siglo, con la emergencia del gótico en Inglaterra y la roman noir en Francia. Dice Burke (2019) que cualquier cosa que sea terrible es productora “de la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir” (p. 13); esta emoción es lo sublime, y es la más intensa, debido a que las ideas de dolor, terror y muerte son todavía más potentes que las que son provocadas por el placer. Si estas ideas se encuentran próximas al ser, si lo oprimen, solo son dolorosas sin la presencia del placer; sin embargo, si entre medio del ser y el objeto que es fuente de estas ideas hay cierta distancia y se introducen algunas modificaciones, se puede encontrar un deleite en el dolor o la muerte.

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La distancia y las modificaciones entre el ser y el objeto se dan a través de la simpatía, la imitación y la ambición. La simpatía es la primera pasión que suscita el interés de los demás, el objetivo central del que habla Sade en su Ensayo: “Solo exijo de ti una sola cosa: que sostengas el interés hasta la última página” (2009, p. 40). En efecto, a través de la simpatía, el que contempla el objeto artístico puede ponerse en lugar de los personajes, por ejemplo, o puede ser afectado como ellos son afectados.

Es fundamentalmente por este principio que la poesía, la pintura y otras artes que impresionan transmiten sus pasiones de un pecho a otro, y a menudo son capaces de injertar un deleite en la desdicha, la miseria y la muerte misma. (Burke, 2019, p. 19).

Este miedo que produce cierto deleite podemos experimentarlo, por ejemplo, en la grandiosa escena de la aparición de la monja sangrienta5. En primer lugar, habiendo conocido con anterioridad la leyenda, el interés se sostiene hasta el final del episodio en el que el lector busca saber si el relato finaliza igual. En segundo lugar, la escena posterior en que descubrimos que la monja siempre se encuentra próxima al Conde de las Cisternas, pero que solo se hace visible durante un lapso de tiempo, el miedo y al mismo tiempo, el placer de la escena, es ineludible.

―¿Puedo preguntaros ―dije― por qué medios habéis entrado en posesión de un secreto que yo he ocultado cuidadosamente a todo el mundo?

―¿Cómo puedo ignorar vuestra aflicción, cuando la causa está en este instante junto a vos?

Me sobresalté. El extranjero prosiguió:

Aunque solo se hace visible una hora de cada veinticuatro, no os abandona ni de día ni de noche. Ni os abandonará hasta que le hayáis concedido lo que pide. (Lewis, 1996, p. 187).

Así como Sade sostiene que, para que el interés del lector se mantenga hasta la última página, es necesario que en esta nueva novela no siempre tenga que triunfar la virtud,

pues cuando la virtud triunfa, siendo las cosas lo que deben ser, nuestras lágrimas se enjugan antes de rodar; pero si, después de las pruebas más duras, vemos finalmente la virtud abatida por el vicio, nuestras almas indispensablemente se desgarran, y al habernos emocionado la obra excesivamente, al haber, como decía Diderot, ensangrentado nuestros corazones en la desdicha, debe indudablemente producir el interés que eso único que asegura los laureles. (2009, p. 33).

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Burke también afirma que el deleite ―del lector en este caso― es mayor “si la víctima es una excelente persona que sucumbe bajo una fortuna indigna” (2019, p. 20). El dolor que sufre y suscita Inés con la pérdida de su hijo, como la cruda muerte de Antonia en manos del monje, afectan profundamente al receptor en cuanto es una tragedia que produce terror y piedad, pero las escenas son también graves, profundas y tempestuosas, lo que conmueve aún más el espíritu del público.

El gusto, con respecto a la perfección poética u oratoria, cae en Francia más hacia lo bello, y en Inglaterra más hacia lo sublime. Las bromas finas, la comedia, la sátira regocijada, los escarceos amorosos y el estilo naturalmente fluido, son allí originales. En Inglaterra, por el contrario, pensamientos de contenido profundo, la tragedia, la poesía épica, y en general, pesado oro de ingenio, que bajo el martillo francés puede ser extendido en delgadas hojitas de gran superficie. (Kant, 2003, p. 23).

El arte inglés, según Kant (2003), parece estar más predispuesto a ser en su esencia y a producir en el otro el sentimiento de lo sublime por rebasar su obra de aconteceres trágicos, personajes y escenarios melancólicos, taciturnos, profundos, pensativos. Simplemente al pasar, y a modo de recuperación de las reflexiones estéticas que están circulando por la misma época, evoco a Madame de Staël, quien, siguiendo a Kant (2003) en esta teorización, también dice que

los pueblos del norte se ocupan menos de los placeres que de su dolor, pero ello no disminuye la fecundidad de su imaginación. El espectáculo de la naturaleza actúa fuertemente sobre ellos y lo hace, al igual que su clima desapacible, como una fuerza sombría y nebulosa. Es indudable que las circunstancias de la vida pueden modificar esta disposición a la melancolía, pero solo ella tiene el sello del espíritu nacional. En los pueblos, como en los hombres, hay que buscar por encima de todo su rasgo característico. El resto es el resultado de mil azares diferentes. Solo este rasgo característico constituye la esencia de su ser. (2015, pp. 157- 158).

Cuando Madame de Staël (2015) habla de los pueblos del norte, se refiere especialmente a Alemania e Inglaterra. Más allá de la explicación causal de la naturaleza que predispone el ánimo para el sentimiento de lo sublime, podemos reconocer que la obra de Lewis desborda de melancolía, cada escena y cada espacio son tan lúgubres, mansos, inmensos, profundos y melancólicos como las siluetas taciturnas que se encuentran en ellos. Así era la iglesia en la que se quedó dormido Lorenzo al inicio de la narración; así era el castillo de Lindenberg donde vagaba la condesa sangrienta en espera de don Raimundo, el conde de las Cisternas. Estas escenas siempre aparecen en medio de la noche porque la noche es sublime y conmueve; en cambio, el día el bello y encanta.

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La noche avanzaba rápidamente. Sin embargo, aún no habían encendido las lámparas. Los débiles destellos de la luna ascendente apenas conseguían traspasar la gótica oscuridad de la iglesia. Don Lorenzo no se sintió capaz para abandonar el lugar. El vacío que Antonia había dejado en su corazón, y el sacrificio de su hermana, que don Cristóbal acababa de recordarle, hicieron nacer en su espíritu una melancolía muy acorde con la religiosa oscuridad que le envolvía. (Lewis, 1996, p. 39).

Sentado en la quebrada cima de la colina [el conde de las Cisternas], la quietud del escenario me inspiró melancólicas ideas, no del todo desagradables. El castillo, que ahora tenía plenamente la vista, constituía un objeto a la vez pintoresco y tremendo. Sus gruesas murallas, que la luna teñía con solemne brillantez, sus viejas y medio ruinosas torres, elevándose en las nubes y dominando ceñudas las llanuras que las rodeaban, sus altas almenas cubiertas de yedra y el puente levadizo tendido en honor a la espectral morada, me producían un miedo fúnebre y reverencial. (Lewis, 1996, p. 165).

A Matilde, la ayudante del diablo —la bruja—, al no ser un personaje totalmente definido en su sexualidad —a veces jovencito, a veces mujer—, podemos considerarla una andrógina o hermafrodita por tener el poder de cambiar de género a lo largo de toda la obra. Al ser de este modo, podemos reparar en su belleza femenina, delicada, suave, pequeña, alegre y sonriente —con la cual engaña y tienta al fraile—, pero también podemos descubrir su aspecto inteligente, dominante y recto que la constituye como una mujer fatal, y a los ojos de Kant (2003), como una mujer no bella, por tener características de lo sublime que son más propias en el hombre.

Por último, la escena final de la novela en la que Ambrosio agoniza hasta morir guarda cierta similitud con la naturaleza tempestuosa e inmensa que describe Kant en Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime: “La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton, producen agrado, pero unido a terror” (2003, p. 3). En efecto, el diablo como monstruo descomunal hace volar a Ambrosio, paseándolo por la altura de las cavernas y las montañas, donde la inmensidad de la naturaleza hace resonar los gritos del hombre diminuto. La posterior caída por el puntiagudo precipicio hizo sentir el dolor, que se intensificó con la imagen de los insectos que se alimentaron de su carne y de su sangre, hasta que la lluvia y el río barrieron el cadáver del fraile.

Conclusión

Hacia fines del siglo XVIII, la literatura y la estética engendran el género gótico y la retórica revolucionaria que generan un mecanismo con diversos órganos que apuntan a despertar el sentimiento de lo sublime en el receptor. Una maquinaria que definen Burke (2019) y Kant (2003), interesados en darle un lugar al sentimiento de los receptores, para que luego reflexionen sobre ella Sade, Lewis y Madame de Staël. La literatura moderna, con el gótico y la novela negra, repara en diversas interpretaciones

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de la revolución como también promueve cambios y revoluciones en la estética misma del arte. Estos cambios refieren a la metamorfosis del mal, a través de la recuperación de la monstruosidad medieval, pero para resignificarla en consonancia con los pilares que cambian la episteme de una nueva época: la ilustración, la ciencia y la revolución, que colaboran con la creación de una visión nueva del mundo acentuada en la percepción del mal como un demonio interior. De repente, el mal ya no es representado por medio de una alimaña abominable y descomunal con cuernos y pezuñas, externo al ser humano. Hacia fines del siglo XVIII, con El monje como una obra principal de la retórica revolucionaria, el mal es una problemática interior del hombre que esconde su lado siniestro. En esta expresión del mal, las piezas medievales funcionan para exteriorizar ese deseo interior que oprime la apariencia, en pocas palabras, el mal del ser humano.

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Notas

1 Utilizo mayúscula para designar al acontecimiento social y político de la Revolución francesa y minúscula para nombrar el proceso social o estético general.

2The Monk narra la historia en decadencia del monje Ambrosio en la ciudad de Madrid. Se desconoce cómo llegó al monasterio en el que se va a formar, pero todas las anécdotas y sucesos que irán ocurriendo decantarán en esta revelación. El monje es tentado por el diablo para pecar, guiado de una mujer ayudante del demonio llamada Matilde. Paralelo a esta narración, emerge en boca de otros personajes un relato enmarcado que cuenta la historia de amor entre el conde de Las Cisternas e Inés, una jovencita confinada al convento de Santa Clara que queda embarazada de su amante. Dentro de esta historia, hay reminiscencias directas a la leyenda de la monja sangrienta, “una tradición que todavía circula en muchas regiones de Alemania” (Lewis, 1996, p. 17). La historia del monje Ambrosio tentado por el diablo que persigue a una joven llamada Antonia se une con la historia de amor entre Raimundo, el conde de Las Cisternas, e Inés.

3Los poetas del cementerio o Graveyard Poets fue un grupo de escritores que marcaron un género de poesía británica del siglo XVIII que introdujo temáticas vinculadas a la reflexión sobre la muerte, el duelo, la tristeza, la melancolía y la religión y mostraban como contexto el cementerio. Algunos de los poetas representativos de este género fueron Robert Blair, Edward Young y Thomas Gray.

4Jaime Rest, en su “Introducción” en El monje (Lewis, 1976) menciona el estudio que Georg Herfeld realizó para comprobar que dos tercios de la obra de Lewis “reproducen fielmente Die blutende Gestalt mit Dolch und Lumpe, una novela en la que ya habían sido ensamblados los temas de la Monja Sangrienta y del pacto diabólico y cuya modificación más importante consistió en sustituir al protagonista que pasó de noble germánico a religioso español” (p. 21).

5La monja sangrienta es una leyenda muy enraizada en diversas regiones de Alemania que tuvo gran éxito entre los románticos. Se trata del fantasma de una mujer que es obligada por los padres a tomar los hábitos al igual que Inés en El monje, pero que se deja llevar por los estímulos voluptuosos de su interior hasta caer en los excesos.

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