SABER SER SIERVO. LA NEGACIÓN DEL ESTADO DE DERECHO EN EL

MÉDICO DE SAN LUIS (1860)1

Natalia Crespo*

Resumen

El médico de San Luis es una novela socio-sentimental (Molina) que ficcionaliza, a través de la idealización (López, 1845), con matriz cristiana, la vida de una familia de 1860. Nuestra hipótesis es que la novela se construye sobre la tensión de dos morales divergentes. El objetivo de este artículo es ofrecer una lectura que, siguiendo las propuestas de Viñas (1974), Chikiar Bauer (2013) y Molina, dé cuenta de la moral implícita, aquella que queda sugerida en la trama. Según esta moral, la economía de la violencia, que en un Estado de derecho debe ser ejercida por el poder judicial, es ejercida aquí por un único ciudadano, discursivamente ubicado en el lugar del amo: el médico. A partir del análisis textual, intentamos demostrar que la autoridad del amo se cimenta en algunas recurrencias: los privilegios de cuna y apellido, el monopolio del poder semiótico, su don de planificación de una sociedad futura y su capacidad retórica para construirse como intermediario entre los hombres y Dios. Concluimos con que la novela, hispano-criolla y conservadora, narra la historia de una venganza: en ella se condensan la crítica al Gobierno de 1860, la nostalgia por el rosismo y la mirada de una patricia federal.

Palabras clave: Eduarda Mansilla; moral; novela socio-sentimental; Rosas; 1860

KNOW HOW TO BE A SERVANT. DENIAL OF THE RULE OF LAW IN THE

DOCTOR OF SAN LUIS (1860)

Abstract

El médico de San Luis is a socio-sentimental novel (Molina) that fictionalizes, through the mechanism of idealization (López), and within a Christian matrix, the life of a family in the 1860´s. We propose that the novel is constructed throughout the tension of two divergent morals. Following previous texts about the novel (Viñas, 1974; Molina; Chikiar Bauer, 2013), we seek to offer a reading which highlights the implicit moral, the one not mentioned but suggested along the plot. According to this hidden moral, the economy of violence that, within a State of right, is exerted by the Judicial Power is here carried out by one citizen, who has positioned himself in the role of the master. Through a textual close reading, we intend to demonstrate that the authority of the master is based in certain recurrences: his birth and family privileges, his semiotic

*Universidad de Buenos Aires (UBA)/Conicet.Argentina. Correo electrónico: nmcrespo@gmail.com. Recibido: 5/11/2019. Aceptado: 20/04/2020.

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monopoly, his tendency to plan a future society and his rhetoric capability of constructing his place of enunciation as the one mediating men and God. We conclude that this novel, conservative and hispano-creole, narrates the story of a revenge, in which certain political gestures are condensed: a hard criticism to 1860 Argentine government, the nostalgia of the past during Rosismo and the point of view of a federal member of the social elite.

Keywords: Eduarda Mansilla, moral, socio-sentimental novel, Rosas, 1860.

Introducción

El médico de San Luis (1860) fue la primera novela de Eduarda Mansilla de García. Se publicó en 1860, directamente en formato libro, con el subtítulo “Novela original”2, firmada con el seudónimo Daniel, dos meses antes de que Lucía Miranda empezara a salir por entregas en la sección Folletín del diario La Tribuna. De fuerte impronta hispano-criolla, católica y conservadora —a tono con la procedencia familiar de la autora—, la novela fue bien acogida en la época, incluso por el antirrosista Juan María Gutiérrez, intelectual oficial en la era pos-Caseros3. La recepción (encabezada por los comentarios de Lucio Victorio Mansilla, hermano de la autora, y respaldada por los del escritor alemán Wolf, los de Gutiérrez, Seguí y Vicente López) fue alentadora: todos veían en el texto un aspecto que para la época —según veremos— era fundamental: la moralidad de sus contenidos, entendida como reflejo incuestionable de la moralidad de su autora. Seguramente esta buena moralidad de la que se prendaron sus contemporáneos residía —es una especulación— en la representación idealizada de la familia y en los “sermones” del narrador: lo que se considerará aquí como la moral explícita, como aquellos valores pregonados, propios de la época, que debían figurar sí o sí en una novela socio-sentimental (sobre todo, si provenía de la élite intelectual y de autoría femenina).

La novela fue escrita en años de derrota para las familias porteñas rosistas: tras Caseros, el poder era disputado entre los federales, que defendían la confederación de las provincias (para quienes la región de Cuyo era un apoyo crucial), y los unitarios, que instaban a un modelo de Gobierno según el cual Buenos Aires no compartiría los derechos aduaneros con el resto de las provincias4. En este contexto, no es de sorprender que la novela denuncie las corrupciones del Estado (representadas en la figura del ridiculizado gobernador y, sobre todo, a través de “la perversidad del juez” [Mansilla de García, 1962, p. 119) y los abusos hacia distintos sectores de la población5.

Nuestra propuesta pretende indagar en torno a dicha denuncia y al rasgo “conservador” mencionado por Molina. Planteamos que la novela propone una crítica estructural al Estado de derecho6 como sistema de Gobierno (forma indirecta, además, de criticar la nueva gestión política) más que una preocupación por la justicia social y la equidad, según ha señalado parte de la crítica.

La negatividad que el texto ve en las figuras públicas del presente narrativo (el juez Robledo, el gobernador) es paralela a la permanente nostalgia de un pasado prerrevolucionario (sobre todo, diferente del Gobierno pos-Caseros de los unitarios devenidos en oficialismo). En este sentido, el principio fundante del texto (que reaparecerá en Pablo o la vida en las pampas) es demostrar la ilegitimidad del Estado de derecho.

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El relato de los padecimientos de los gauchos (aquí: los de Pascual Benítez) está armado desde el cruce sincrético de un espiritualismo antipositivista, típicamente romántico, y una caridad cristiana reformista de tinte federal. Dicho relato puede tener puntos de contacto con una noción de justicia social, pero no debe confundirse con un reclamo de igualdad democrática. Apunta, más bien, a marcar pertenencia al discurso rosista y a restaurar un sistema premoderno: el Gobierno de una “familia de santos” (Mansilla de García, 1962, p. 132), en donde la categoría de clase social (aquí y a lo largo de toda la obra de Eduarda Mansilla de García) es in-horadable y predomina por sobre otras categorías. Deudora de la lectura inaugural que hiciera Viñas sobre los criados y esclavos, leemos El médico de San Luis (Mansilla de García, 1962) como un texto que pregona el uso abusivo de los cuerpos subalternos, ennoblece la figura de un soberano y alega, para naturalizar las diferencias sociales, cierta inmanencia ética- estética y, ante todo, el poder superior de un orden divino7.

Según nuestra lectura, la novela se construye sobre la tensión de dos morales divergentes. Por un lado, en la voz del narrador protagonista, en algunas (solo algunas) de sus alocuciones hacia otros personajes, leemos una defensa de ciertos valores humanos de matriz cristiana. Se pregona como moral explícita: la vida en familia (en donde, como en un sistema armónico, cada miembro cumple un rol preasignado), la solidaridad hacia el prójimo, la abnegación al trabajo y la humildad (como opuesta a la ambición y al derroche).

Bajo el ala (en apariencia protectora) de este discurso bienhechor, la felicidad — módica— y el orden social quedarían establecidos por el solo cumplimiento de estos valores. Constricción y obediencia de cada sujeto al lugar asignado aparecen como garantes de su bienestar. Esto es lo que la novela comunica expresamente. Pero, a nivel de la trama, quedan dichos otros valores, muy alejados de los primeros.

Para entender esta moral sugerida en el argumento, subyacente, dividiremos la novela en tres partes. En la primera (desde el primer capítulo hasta el XVII), se crea la idealización del ámbito privado (familiar, campestre), se dejan claros ciertos valores y, sobre todo, se funda la autoridad del médico. En la segunda parte (desde el capítulo XVIII hasta el XXIV), se rompe aquel idilio tan meticulosamente construido: ingresados en la esfera estatal (y en los espacios hediondos y cerrados del juzgado y de la cárcel), se narra un asesinato. En la tercera (desde el capítulo XXV hasta el XXVIII), presenciamos no ya el restablecimiento del orden originario, sino su superación: el renacer de lo nuevo a nivel humano (acompañado, románticamente, del florecer de la naturaleza), el estallido de lo placentero y vital.

El detonante del orden primigenio es el carácter abusivo del poder judicial (condensado en la figura del juez Robledo): habiendo abusado de la capacidad laboral de Amancio (hasta alienarlo), tiene la osadía de desafiar la autoridad del médico: “— Perro viejo, con que creías que podías darme una lección; ya me habían dicho que la echabas de santo” (Mansilla de García, 1962, p. 97). De dichos abusos solo se sale con otro abuso, mucho mayor e irreparable, pero perdonado por la justicia divina (según su vocero): un crimen8.

Mandatos de época: la función moralizante de la novela

Antes de adentrarnos en cada una de las tres partes de la novela en las que puede deconstruirse la moral subyacente, nos interesa intentar dar cuenta del espesor epocal contenido en la moral pregonada: gran parte de ese discurso bien-pensante responde

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más a figuraciones letradas y a exigencias del género novelístico que a la subjetividad de Mansilla de García.

Tanto El médico de San Luis (1962) como Pablo o la vida en las pampas (2007) son consideradas por Molina novelas socializadoras: versan respectivamente sobre “la vida familiar, la justicia social, campo/ciudad, civilización/barbarie” (2011, p. 428) y sobre las “injusticias que se cometen contra los gauchos, incoherencias del gobierno unitario” (2011, p. 472)9. ¿Qué implica esta clasificación? Si a toda la novelística de la época le correspondía un fin moralizador como vía para legitimarse frente a otros discursos, la novela socializadora es la que más carga con la exigencia de corregir males sociales y encarrilar la sociedad hacia la civilización cultural. Asimismo, dentro de las novelas socializadoras, Molina habla de novelas de tesis (aquellas que se proponen como investigación o estudio de una problemática social concreta) y de novelas socio- sentimentales, aquellas en las que “se desarrolla un asunto sentimental cuyos incidentes justifican la inserción de algún comentario o juicio explícito de índole moral, psicológica o sociológica, referido a alguna práctica social” (2011, p. 317). A este segundo subtipo adscribimos El médico de San Luis porque “el elemento discursivo fundamental es el narrador: siempre fidedigno y confiable” (Molina, 2011, p. 318), cuya función primordial es “examinar la sociedad y derivar de esa observación una enseñanza para los lectores” (Molina, 2011, p. 318).

Según propuso Vicente López en su Curso de Bellas Letras (1845), la novela debía ofrecer una “idealización de lo cotidiano” (p. 213). Así como a la Historia le correspondía dar cuenta de la vida pública de todo hombre, a la novela le tocaba lo íntimo:

Su objetivo primordial es pintar la vida doméstica i ennoblecer los afectos, que resultan de estas relaciones morales en que se apoya la familia. De aquí, nace la necesidad de que la novela sea moral es decir, que renueve en nosotros las afecciones, que les dé impulso, que les dé energía, y sirva para provocar fuertes simpatías en favor de todo lo que sea análogo al orden, a la armonía y a la libertad doméstica, y que puede servir para purificar la conducta que cada individuo deba guardar al practicar los deberes que le corresponden. (López, 1845, p. 296).

Dentro de esta concepción utilitaria de lo literario10, la vara legitimadora era aún más alta si la escritura era de mujer: a la mochila moralizante se sumaba la necesidad de justificar el género, es decir, dar cuenta de por qué una mujer, cuyo rol social era ser el ángel del hogar, como hija, esposa o madre, dedicaba tiempo a la escritura de una novela. Para ser disculpadas por su tarea, las escritoras subrayaban el costado educativo y civilizador de sus textos: de ahí, tal vez, que algunas novelas de autoría femenina sean

—hayan tenido que ser— más moralizantes aún que muchas de sus contemporáneos masculinos.

La literatura de Mansilla de García —producida entre 1860 y 188511— carga con todas estas concepciones. Las escenas idealizadas de la familia modélica de los Wilson deben leerse en este contexto: menos como expresión genuina de la voz de la autora que como ineludibles peajes de época.

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Plantar bandera: la importancia del capítulo I

Como primer acercamiento a la obra de Mansilla de García, podríamos decir que se trata, grosso modo, de una literatura que oscila entre el cultivo de ciertos principios estéticos rousseanianos, heredados de la Generación del 37 (la importancia de la libertad y los derechos individuales, la confraternidad, la fe ilimitada en el progreso, en la educación, en la civilización), y otros, de corte conservador: la nostalgia del pasado prerrevolucionario, la exaltación de lo rural, lo religioso, lo doméstico y la poca valoración de la ilustración. Esta ambivalencia se ve no solo dentro de algunas de sus novelas, sino entre un libro y otro, intertextualmente. El médico de San Luis, quizás por ser la pieza de su debut literario (la escribió con apenas 22 años, cuando quizás las ideas federales de la familia materna, los Rosas, le resultaban aún incuestionables), tiene pocas ambivalencias ideológicas: se adscribe —y esto la distancia de Pablo…— dentro de su faceta más reaccionaria.

La novela se abre con un párrafo que inaugura gestos que devendrán centrales a lo largo del texto: la autorreferencialidad, la postulación modélica de su narrador protagonista (será él la medida de lo correcto y comedido), el tono confesor (con algo de diario íntimo y algo de sermón parroquial) e, indisociable de lo anterior, la estructura de silogismo12:

Siempre he pensado que el mayor o menor grado de felicidad que se alcanza en la vida, está en relación directa de nuestras aspiraciones. Así yo, que fui siempre sobrio en mis deseos, me considero feliz porque he conseguido realizar aquello que desde mis primeros años, formó la base de mis más caras esperanzas. (Mansilla de García, 1962, p. 9).

El silogismo que propone este primer párrafo (primero de la novela y primero de la obra de la autora) puede desglosarse así: 1) El que aspira a poco es feliz; 2) Yo aspiré a poco; 3) Yo soy feliz. De entrada se expresa el que será el lema rector de El médico de San Luis: conformarse con lo recibido, no reclamar ni protestar. Así se inaugura esa suerte de apología del sometimiento (el de los otros, no el del narrador), que es el leitmotiv de toda la novela13.

Además de lógico, el pensamiento del médico se presenta como permanente: “Siempre he pensado”. Se abre así la serie de sus diagnósticos y tratamientos: a lo largo de la novela, el médico será el único capaz de “ver” y sanar determinados males (físicos, pero también sociales). En este primer párrafo, “observa” (con su mirada tan performativa, en donde observar es construir sentido) la relación inversamente proporcional entre aspiraciones y felicidad. A lo largo del capítulo, también observará: el contraste entre la palidez enfermiza de su primogénito Juan y las rozagantes mellizas (cuyas fisonomías sintetizan lo inglés y lo americano), la importancia de la modestia, el recato, la humildad y la caridad y, sobre todo, la desvinculación entre circunstancia personal, deseo y moral.

Esta última es la más reaccionaria de sus observaciones inaugurales, el primer guiño monárquico del texto. Aparece a propósito de María, la madre, y su vanidad hacia la belleza de sus hijas “cuando los días de fiesta, al salir de misa, oye decir a los mendigos

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que están sentados a la puerta de la iglesia: Dios las guarde, las mellizas idénticas son tan bellas como buenas” (Mansilla de García, 1962, p. 10).

Esta escena, de triple marco enunciativo (el médico nos refiere lo que le ha contado María que ha escuchado decir a los mendigos), es central para nuestra lectura de la novela como texto de negación del Estado de derecho. Nombra por primera vez algunos sentidos que se instalarán a lo largo del texto: la convicción de que los desvalidos, olvidándose de su mendicidad, desean el bien de los poderosos. Es decir, la tríada ética- estética-poder: las mellizas son tan bellas como buenas, por eso todos les desean el bien, incluso los más marginados del sistema.

Se presenta una sociedad estratificada (hay mendigos y hay quienes hacen fiestas) en donde esta verticalidad no solo es incuestionada, sino que los de abajo naturalizan la superioridad de los de arriba al punto de admirarlos, como a dioses, y desearles su bienestar futuro. La lección moral, cercana al cristianismo, es fácil de deducir: las circunstancias sociales de cada uno no deben afectar el buen deseo para con el prójimo. Por si quedaba alguna duda, unas líneas más adelante leemos: “Hay criaturas que nacen con mala estrella” (Mansilla de García, 1962, p. 11) y, poco más abajo, “quiso mi buena suerte” (Mansilla de García, 1962, p. 11). A partir de aquí, la naturalización de la subalternidad y la despolitización de los vínculos irán en aumento hasta llegar a su cúspide, en el XXIII, según veremos.

En este primer capítulo que inaugura el discurso del amo, aparece un segundo elogio a la filosofía consoladora:

Tengo la costumbre de atribuir a la providencia todo lo bueno que me acontece, mientras que, por el contrario, lo malo lo atribuyo siempre a imprevisión o a imprudencia de mi parte. Esta filosofía es consoladora y como tal, me guío por ella. (Mansilla de García, 1962, p. 12).

El capítulo se cierra con un ejemplo concreto de las virtudes del orden familiar. Casi como homenaje a la teoría de López (1845), cada personaje ocupa su lugar inamovible dentro del sistema de la familia, cuyo equilibrio se basa en el conformarse con lo dado: “El anciano duerme ya tranquilo en la tumba, su hija es mi compañera, la madre de mis hijas y el recuerdo de las virtudes del padre vivirá eternamente en mi corazón” (Mansilla de García, 1962, p. 13).

En síntesis, el capítulo I ofrece la semilla de varios temas centrales: 1) la felicidad depende del grado de aceptación de cada uno al lugar preasignado (así, Juan sufrirá por escaparse de la casa paterna y elegir el camino de la guerra, mientras que las mellizas — ya aquí luminosas y rozagantes— optarán por obedecer y recibirán una vida de progreso y paz); 2) la sociedad idealizada es altamente estratificada; 3) dicha verticalidad no solo es inamovible, sino que los de abajo (los mendigos) desean el bien de los de arriba (las mellizas) porque su superioridad está naturalizada (la mirada de los mendigos armará serie con otras miradas fascinadas de otros subalternos, igualmente atentos a la felicidad de sus amos); 4) la apelación constante a Dios y a un orden providencial legitimará el discurso del determinismo social y, sobre todo, será funcional al pivote dramático en torno al cual gira todo en el texto: el asesinato de Robledo y la respuesta divina ante este crimen.

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La felicidad de someterse, el costo de revelarse

Son muchas las novelas contemporáneas a El médico de San Luis en donde los protagonistas cuentan con la asistencia cotidiana de sus criados, generalmente negros o mulatos14. Lo más frecuente es que ni siquiera se los presente como personajes: de golpe, a veces al principio, otras veces ya promediando el texto, afloran desde alguna puerta de un rincón de la casa para dar de comer, ayudar a vestir o socorrer en algún asunto urgente a su amo o ama15. Algunos, menos invisibilizados, tienen cierto poder simbólico: por haber criado a sus amos, pueden narrar historias de sus infancias y revelar misterios olvidados —como Marta, en Soledad (1847), de Bartolomé Mitre—, o aparecen como garantes de la intimidad de sus señores, como Luisa, en Una noche de boda (1854), de Miguel Cané, o como Lucía, en Angélica o una víctima de sus amores (1859), del rosarino Eusebio Gómez.

Si se trata de sirvientas que han amamantado y criado a sus amas a partir de la muerte de la madre biológica (como Marta en Soledad, Rosa en Pablo… y Ghitta en Episodio de la peste, de Cané), gozarán de cierta autoridad dentro de la familia, ocupando un rol casi materno.

Más allá de estas variantes, hay tres recurrencias en estas representaciones de la servidumbre, verdaderos lazos neoesclavistas que pueden rastrearse en muchas novelas:

1)Es frecuente hallar, en las descripciones psicofísicas de los sirvientes, analogías con animales16.

2)Se aclara siempre que son vínculos no mediados por el dinero, no contractuales, sino naturalizados e históricos, presentados como armónicos17.

3)Se aclara también que, además de ejercer sus servicios con alegría y lealtad, los sirvientes darían gustosos sus vidas con tal de defender las de sus amos18.

Huelga decir que todas estas narraciones surgen de miembros de la élite letrada o de la clase poderosa: no porque todos los autores tuvieran un buen pasar19, sino porque aún regían en la sociedad elementos heredados de la colonia, configuraciones sociales y vinculares previas a la Asamblea del Año XIII: faltarán unas cuantas décadas para que estos sirvientes sean percibidos como ciudadanos, con derechos y deberes20.

Leemos el tratamiento de la servidumbre de El médico de San Luis en el contexto de esta herencia cultural. Así, no sorprende que en el capítulo 2 se mencione al pasar a los dos peones que cabalgan detrás de Gifford y del médico en la partida que sale hacia la estancia de don Casimiro, ni que la tía Marica, en el capítulo 3, sea presentada como portadora de una

pasión despótica que la domina y hace que sus manos estén más gruesas y callosas que la corteza de un queso: barre con furor, con amor, y sólo está en su elemento cuando empuña su colosal escoba, que maneja con maestra felicidad! (Mansilla de García, 1962, p. 19).

Si las manos de esta “ilustre barredora” (Mansilla de García, 1962, p. 20) muestran las marcas físicas de la explotación laboral, más significativo será el daño psicológico en el personaje de tío Pedro, alienado o enloquecido, solo comunicado con el caballo y

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en un vínculo con la familia de los amos en el que nada ha cambiado respecto de los viejos tiempos21. La cita, aunque extensa, da cuenta de este resabio monárquico:

Ya que se trata de mi casa, justo es que no olvide a uno de sus más importantes moradores, a tío Pedro, antiguo esclavo de mi suegro, admirable agricultor, tan tesonero para carpir como Ña Marica para barrer; es muy reservado, habla poco, y las más veces no responde sino por señas. Libre desde mucho tiempo pues aquí, gracias a Dios, no existe ya la horrible plaga de la esclavitud, conserva por sus amos el mismo respeto, la misma sumisión que en otros tiempos, por largos años negándose a admitir paga de ninguna especie; contengo con vivir a nuestro lado, y ayudarnos de todos modos. Tío Pedro cuida los árboles, siembra la huerta, interviene en todas las faenas de la labranza, y aún le queda tiempo para ocuparse de mi caballo, a quien profesa un cariño entrañable; con éste habla incesantemente, le canta en mozambique, le hace sus confidencias, le riñe y explica el porqué de los cuidados prolijos que le prodiga, y lo que hay aún de más extraño, baila y hace cabriolas delante del buen tordillo, como si pretendiera divertirlo. Ña Marica dice que tío Pedro es loco, y éste creo que fia más de la inteligencia del caballo que en los juicios de la ilustre barredora. Sin embargo, viven en santa paz y son para nosotros como amigos. (Mansilla de García, 1962, p. 20).

Un escalón más arriba dentro de la pirámide social que propone la novela, hallamos a Ño Miguel, otro subalterno al servicio de la familia: es el maestro de arpa de las gemelas, además de cabrero, músico y poeta. Una vez más, se insiste en que ejerce sus servicios “[s]in querer admitir paga de ninguna especie” (Mansilla de García, 1962, p. 24).

El elogio de la sumisión, que se viene cocinado a fuego lento desde la aparición de los mendigos bien-deseantes, por fin cuaja como explícita reflexión del narrador en el capítulo IV: “El espíritu de independencia que agitó estos pueblos y les inspiró la idea de emanciparse de la España es su mayor mal” (Mansilla de García, 1962, p. 27). Se cuestiona —como se cuestionó, unas líneas más arriba, la poca autoridad de la madre— el empoderamiento de los jóvenes. Los males sociales aparecen cuando estos desobedecen a sus padres. La lectura de la historia reciente se hace en clave generacional:

El odio a la autoridad de un poder añejo e irracional, representado por los viejos de la tierra, pues el año 10 los patriotas podían conocerse, casi sin excepción, por el color de sus cabellos, les ha hecho lanzarse en el extremo opuesto. (Mansilla de García, 1962, p. 27).

El tiro por elevación es para los revolucionarios de mayo y para sus hijos, los exiliados unitarios22:

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¡Guerra a la España! ¡Guerra a esa autoridad y a toda autoridad! Así la lógica de sus aspiraciones llevó a estos pueblos a odiar todo lo viejo, todo lo pasado, sacrificando a sus mayores, a sus padres y a todo lo que no era joven y nuevo. Volvieron sus miradas a la Francia: la revolución con su cabeza laureada, sus pies de hierro… Los hijos desdeñaron lo que sus padres habían aprendido, y a su turno fueron también desdeñados; y así de generación en generación va trasmitiéndose un mal cada día más apremiante. (Mansilla de García, 1962, p. 27).

Esta dura crítica a la generación precedente (la de los padres de los primeros románticos o intelectuales unitarios del 37) no es casual. Hasta aquí, podemos plantear que, mientras la representación de la familia como espacio modélico responde a tipificaciones y lenguajes codificados rastreables en casi todas las novelas y novelitas sociosentimentales del período, no ocurre lo mismo con las concepciones monárquicas de la sociedad, más ligables al origen patricio y federal de la autora que a obligatoriedades de época.

Fundar autoridad

Uno de los pilares en los que se cimenta la autoridad del médico son sus privilegios de cuna y apellido. Ser un graduado universitario (y de una profesión con alto prestigio social en el siglo XIX) y portar un apellido inglés —Wilson, del cual nos enteramos recién en el capítulo V23–— son elementos prestigiosos para la época, dentro y fuera del texto. No nos detendremos en la alta valoración que la autora tiene de lo europeo (puede verse en casi todas sus obras): nos interesa comentar la funcionalidad del prestigio de lo anglo dentro de la novela.

Son cuatro los personajes ingleses en El médico de San Luis: el protagonista y narrador, el amigo Carlos Gifford, su hijo Jorge Gifford y el huésped que visita la casa. Los tres primeros tienen presencia actancial en la novela y son presentados como portadores de alta moral y buenas costumbres24. El cuarto, el huésped observador, sirve solo a los efectos de prestigiar el hogar del médico: su mirada de la familia Wilson es, en el relato que de dicha mirada hace el narrador, una fuente legitimadora de lo narrado25. Su llegada se cuenta en el capítulo tres y su partida en el seis. Alojado en la casa del médico (gracias a su hospitalidad, tema recurrente en la obra de Eduarda26), la mirada de este visitante inglés está antecedida por cierta desvalorización de lo local: “Sorprendido... de que después de tantos años de permanencia en Sud América yo no deseara volverme a Europa, le invité a venir a mi casa” (Mansilla de García, 1962, p. 18).

La detallada descripción del hogar de los Wilson resulta doblemente efectiva: narra la vida cotidiana idealizada (como teorizaba López [1845] que debía hacerlo toda novela) y potencia esa idealización aclarando que dicho modelo ha sido elogiado nada menos que por un inglés. “Mi huésped empezó por admirar la regularidad y elevación de mis álamos, tan frescos y frondosos, alineados como soldados prusianos, creciendo su admiración a medida que penetrábamos en el interior de la quinta” (Mansilla de García, 1962, p. 21).

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La visita guiada y la admiración del huésped inglés pasan de afuera hacia adentro: comienzan en el campo y van haciendo foco en el jardín, en la casa, para adentrarse finalmente en la evaluación de la familia y de los criados.

Las referencias del narrador a su mirada ennoblecedora escanden las descripciones como un estribillo aplaudidor. “Mi huésped estaba encantado y no se cansaba de alabar la hermosura y gracia de mis hijas, cuyo candor se retrataba tan claramente en sus rostros” (Mansilla de García, 1962, p. 25), leemos, con ecos de la frenología. La breve estadía de los ojos ingleses concluye con la legitimación ratificada: “Nuestro huésped se marchó al cabo de dos días. Al separarse de mí me abrazó enternecido, diciéndome: “Envidio la tranquila dicha que ustedes disfrutan” (Mansilla de García, 1962, p. 31)27.

Cambiemos de inglés. Como ocurre con Amancio, el médico se convierte en protector del joven Jorge Gifford, a quien ve como a “un hijo modelo, más respeto, más desinterés no era posible tener” (Mansilla de García, 1962, p. 51). Ambos personajes — y futuros maridos de las “puntanitas” (Mansilla de García, 1962, p. 51)— pueden ser leídos en clave alegórica como el prototipo de los hombres que la patria necesita para un futuro próspero: Jorge, en la inversión agrícola; Amancio, en el poder judicial28.

Será Jorge Gifford el que lleve a cabo el gesto que mejor muestra la sobrevaloración de la anglicidad. Nos referimos al modo en que el joven gestiona la excarcelación del médico. A diferencia de Amancio —cuyo reclamo torpe ante el juez le costará la propia encarcelación— Jorge, según él mismo les narrará al médico y al sargento Pascual durante su visita a la cárcel, apela a su nacionalidad: “en mi calidad de inglés resolví dirigirme al gobernador o a su ministro” (Mansilla de García, 1962, p. 112). Tras preguntar por la casa “del más respetable vecino de esta ciudad” (Mansilla de García, 1962, p. 112), es recibido por don Mauricio, quien no solo confía en él desde el primer momento de conocerlo —“mi nuevo amigo” (Mansilla de García, 1962, p. 114) — sino que hace suya la causa que lo ocupa: se presta a ir con él ante el gobernador.

Don Mauricio le aclara al joven que el gobernador es “un hombre débil y sin inteligencia, entregado a su Ministro, el cual a su turno es esclavo de su mujer” (Mansilla de García, 1962, p. 114). ¿A qué se debe la rapidísima confianza del hombre más prestigioso del pueblo? La anglicidad abre puertas. El prestigio de Jorge Gifford empieza en su origen europeo, incluye la efectividad de su accionar político, su poder de narrar las acciones exitosas (Mansilla de García, 1962, p. 112) y lo hará merecedor de la mano de una de las mellizas y de una de las tierras más rentables del pueblo.

No solo de ingleses está llena la novela: también es notoria la proliferación de enfermedades. La cojera de Jane a raíz del accidente, la ceguera del cabrero, el reuma del médico, los cayos de Ña Marica, la enfermedad de Carlos Gifford, la fiebre de Amancio, las llagas de Pascual Benítez, la infección de Águeda, el estrabismo de Benita (hermana de Amancio) y la fiebre de Juan conforman la lista de padecimientos corporales. Sin embargo, más importantes que las dolencias físicas (que a veces logra curar el médico) son los males sociales. Para casi todos tiene diagnóstico y tratamiento el Dr. James, y este poder semiótico es otro de los pilares sobre los que se funda su autoridad29.

La frontera que divide el mal físico del mal sociopsicológico es casi siempre difusa. El primer enfermo de la novela es Juan, el primogénito, el único que no ha sabido ubicarse en su lugar.

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En cuanto a mi hijo…, enfermizo hasta los quince años, ha sido mimado por su madre más de lo que convenía a su interés y de aquí resulta que su educación ha sido mala… fue por mucho tiempo el tirano de la casa. (Mansilla de García, 1962, p. 30).

Manipulando a través de su sensibilidad extrema, que derivó rápido en irritabilidad, Juan es vago, padece de una “hipocondría muy marcada” (Mansilla de García, 1962, p. 31) y se ocupa solamente de su caballo.

En un corte abrupto con las descripciones pacatas de las páginas previas y posteriores, en el capítulo V aparece un sinceramiento que desbarranca de la ficción idealizante: como un súbito diario íntimo, se narran los conflictos internos a la tríada edípica que forman el médico, la madre de pocas luces30 y el hijo malcriado. El daño irá in crescendo: la desobediencia de Juan, su deseo escapista de la casa-todo-orden, es la semilla del mal. Su partida y su incorporación a las filas del Ñato —según nos enteraremos en el capítulo VII gracias a Ño Miguel— constituyen el primero de varios chismes31. Salir del orden solariego tendrá, como sabemos, un costo alto, pero no irreparable.

El segundo enfermo del texto es uno de los jóvenes que devendrá primero hijo putativo y luego potencial yerno: Amancio Ruiz. La aparición de este personaje en la novela coincide con la partida de Juan32. De él se dice que es “el secretario y consejero del Juez en Primera Instancia, alias el Tuerto” (Mansilla de García, 1962, p. 40) y que este cargo estatal lo aliena: “viene todas las noches durante una hora y en seguida se vuelve a trabajar, copiando y escribiendo cuanto se le presenta para aumentar su escasa renta” (Mansilla de García, 1962, pp. 40-41).

En lo que constituye la primera mención en el texto de un trabajo asalariado, se aclara: “su sueldo que es tan sólo de cuatro pesos fuertes, teniendo que mantener con tan módica suma a su madre anciana y a dos hermanas”33 (Mansilla de García, 1962, p. 40). Amancio tiene una cuna que —dentro de los valores antirrevolucionarios de la novela— es una desgracia: es huérfano de un héroe de guerra. Con una madre anciana y dos hermanas “tan vanas y pretensiosas como enemigas del trabajo” (Mansilla de García, 1962, p. 40), su familia funciona como antimodelo y contraste de los Wilson34.

James lo conoce cuando debe atender la enfermedad que le ocasiona su vida de empleado explotado, llena de libros35 y sin comida. El médico lo convierte entonces en su protegido: se lo lleva a vivir seis meses con él, luego de los cuales Amancio retoma el padecimiento de la explotación: será esta situación de abuso (o, mejor dicho, la detección de dicha “enfermedad” que hace el médico) el detonante de los conflictos que culminarán en el asesinato del juez36.

La capacidad de diagnóstico y tratamiento del médico crece desde lo particular a lo general, desde el sujeto hacia la comunidad, como en ondas expansivas. El tercero que detecta ya no es un mal personal (como el de Juan) ni laboral (como el de Amancio), ni físico (como serán la enfermedad de Águeda y las llagas de Pascual), sino social. Afecta a todo el país y da pie a la declamación de un sentido federal, sospechado desde la elección de Mansilla de García del lugar de su ficción (un pueblo puntano y no su natal Buenos Aires)37. Lo enuncia el médico como respuesta a la opinión de Jorge Gifford en contra de las grandes ciudades y constituye uno de varios pasajes protoensayísticos de la novela38. En él se insiste sobre la ya mencionada condena a los cambios: “el mayor mal de que adolecen los argentinos es la impaciencia, el descontento general que mina esa

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sociedad que marcha a pasos de gigante sin el sentimiento de un deber que llenar” (Mansilla de García, 1962, pp. 58-59). Pero lo que más interesa de esta diatriba antimovilidad es la formulación de una pregunta (retórica) central en la novela: “¿Acaso tienen mayor importancia los derechos del ciudadano que los deberes del hombre social y privado?” (Mansilla de García, 1962, p. 58).

La verdadera dicotomía que preocupa en este discurso no es la típica de la época39, sino la familia versus el Estado, el padre/amo versus la autoridad estatal, el siervo (que da la vida por su amo) versus el ciudadano (que tiene derechos y es contratado laboralmente), lo heredable (la riqueza familiar, el apellido, la raza) versus lo adquirible (los bienes, el salario, el dinero). Lo estable e inamovible es positivizado, mientras que el cambio es nombrado como “la impaciencia” (Mansilla de García, 1962, p. 58), recibe valoración negativa. “Aún no es tiempo de embellecer ni pulir” (Mansilla de García, 1962, p. 58), dice el médico en su rol de gurú social, “apenas si los cimientos son lo suficientemente profundos para resistir el enorme peso del edificio social” (Mansilla de García, 1962, p. 58). ¿Cuál es, entonces, el tratamiento para el mal de la impaciencia? “Entréguense con fe, con perseverancia, al bien general... practiquen las virtudes que quieren enseñar al pueblo, educándolo con el ejemplo, con la tolerancia” (Mansilla de García, 1962, p. 58).

El mismo ojo “clínico” detectará otro mal social: la materialidad del dinero. En el capítulo XIII, el médico sermonea40 un nuevo diagnóstico:

Hay en este mundo que tanto te seduce, y al cual vuelves sin cesar ávidas miradas, un soberano absoluto, cuyo despotismo no se parece a ningún otro. Por él se desoye la voz de la amistad, se sacrifica el amor, se atropella todo sentimiento de humanidad y se olvidan los más sagrados deberes. Nada puede contrarrestar su influencia poderosa, ella convierte al inteligente y honrado en torpes y despreciables aduladores del imperio, levantando al criminal y al estúpido a la cumbre de sus valores, pues todos le acatan, el rinden culto ... Este señor, este dios que rige hoy las sociedades humanas, Amancio, ese móvil de cuanto se hace o dice, ese dios, es el dinero. (Mansilla de García, 1962, p. 69).

Como un dios malvado y al acecho, la enfermedad del dinero habita “en las sociedades democráticas en donde por medio del dinero se alcanza poder” (Mansilla de García, 1962, p. 69). Esta conversación entre Amancio y el médico es una prueba más del poder intervencionista que se arroga el segundo para con los destinos de sus allegados.

Hasta aquí, hemos revisado algunas estrategias para construir el poder del narrador protagonista: su cuna y su apellido, su rol de jefe de familia, su poder semiótico para detectar y tratar males físicos y sociales.

Su oratoria, por momentos tan cercana al sermón religioso, también lo coloca en un lugar de jerarquía dentro de la comunidad, en donde es considerado “un agente directo de la Providencia” (Mansilla de García, 1962, p. 10)41. Este poder se funda, principalmente, en la primera de las tres partes en las que dividimos la novela, es decir, durante los primeros dieciséis capítulos. A lo largo de ellos, el médico deja claras varias ideas fundamentales en la novela: cada sujeto es definido por su rol en la familia;

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asimismo, dentro de la sociedad, existe una jerarquía entre seres superiores y los inferiores, entre quiénes deciden y quiénes obedecen. Esta jerarquía está predeterminada por el lugar de nacimiento (y por la etnicidad) y por capacidades innatas, inmanentes al ser (la belleza, la bondad). Dentro de esta axiología, no cuestionar dichos lugares inmanentes, conformarse con lo dado, es el camino del bien (lo contrario: revelarse del destino asignado, como Juan, es el camino del mal).

El cuerpo del delito

La que consideramos como la segunda parte es la más trágica de las tres y el corazón actancial del texto: donde ocurre el asesinato del juez. Si hasta ahora lo comedido predominaba tanto en el nivel dialógico como en la voz del narrador, en esta segunda parte se rompen —provisoriamente— la mesura y la ilusión de control. Dentro de esta parte, la escena de mayor clímax dramático es la que se narra al final del capítulo XVIII: el médico, tirado en el piso junto al cuerpo afiebrado y lastimado de Juan, se quita la levita y lo tapa. Un instante después, el carcelero lo echa a empujones de esa celda y lo conduce al calabozo. Hambre, frío, humillación, injusticia, suciedad, cuerpos enfermos. Difícil pensar en una escena que reúna más condimentos del melodrama. Pero lo más importante de este capítulo es lo previo a esta cúspide dramática: el relato que le hace Pascual Benítez al médico.

Al narrarle su historia, Pascual enuncia una ética (ya esbozada en la novela) crucial para entender lo que sigue: un subalterno puede (¿debe?) matar si se trata de defender el buen nombre de su amo. O, en otras palabras: nada subleva tanto a un buen siervo como las críticas hacia su amo. Escuchar al capataz hablar mal del general Paz subleva a Pascual a punto tal de que lo mata en el acto. El buen nombre del amo justifica arriesgar la propia vida. “El hombre cayó redondo. Fue mi primer muerte. Tomé el primer caballo que encontré y me corté para la Pampa, sin papeleta, sin nada, que todo se había quedado en la carreta” (Mansilla de García, 1962, p. 102), explica orgulloso este personaje (que, en muchos aspectos, antecede al del Gaucho Malo en Pablo…).

Esta escena dentro del relato de Benítez se conecta con aquella narrada por María en torno al deseo de los mendigos (“Dios las guarde”, [Mansilla de García, 1962, p. 10]) y, a su vez, con otra que le narrará Jorge al médico en el capítulo XIX: se trata del momento —crucial dentro de su exitosa gestión en pos de la excarcelación— en que debe dejar a las mujeres solas en la casa, encerradas pero acechadas por los esbirros que ha enviado Robledo. “Armé a Tío Pedro” (Mansilla de García, 1962, p. 112), le cuenta el joven inglés a su futuro suegro: “con una escopeta que hallé en el cuarto de usted y lo puse en la puerta de la sala, haciéndole prometer dispararía su arma sobre el primero de aquellos hombres que quisiese entrar allí por fuerza” (Mansilla de García, 1962, p. 112). Sin sorpresa, leemos la respuesta (referida) del (ex)esclavo: “el negro me aseguró que sólo pasarían por sobre su cadáver” (Mansilla de García, 1962, p. 112).

Las cartas están echadas: con estos antecedentes, no asombra que Pascual mate al juez porque no tolera que hayan injuriado al médico y a su familia.

¿Qué le parece?, [le exclama a Wilson], desde que supe que ese malvado era la causa de sus desgracias, ni de día ni de noche podía dejar de pensar en matarlo, y cuando me quedaba dormido, oía una voz que me decía: ¡mátalo, Pascual! Que al fin para vos no es sino otra muerte y para esta

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familia de santos es una felicidad grande. (Mansilla de García, 1962, p. 132).

El juez ha sido el culpable de la muerte del hijo de Pascual. Sin embargo, en la axiología que propone la novela esta pérdida es para Pascual menos grave que las injusticias de Robledo hacia el honorable médico. Recordemos que, al contar que su hijo fue asesinado, Pascual agrega: “En una entrada grande que hicimos, me agarraron, porque yo entonces vine con miras de hacerle una jugada grande al juez” (Mansilla de García, 1962, p. 102). Sin embargo, esta “jugada grande” necesitará del detonante clave que ya conocemos: ver humillado a Wilson o, mejor dicho, escucharlo humillado dentro de su propio relato (el de Wilson), pues tiene una fe absoluta en sus palabras, que resuenan dentro del recinto cerrado de la cárcel y tienen un poder casi encantatorio: son la única versión de la humillación que tiene Pascual y no duda de ella.

El sumun del sometimiento será su regreso a la celda tras haber servido al amo: no solo pide perdón dos veces (Mansilla de García, 1962, p. 130) por llegar ensangrentado y semidesnudo ante el médico, sino que, unas líneas más adelante, dice morir contento tras haberle evitado a la familia Wilson nuevos padecimientos por las injusticias de Robledo. “Eso de crimen no lo entiendo yo así” (Mansilla de García, 1962, p. 131), dice en un momento y sus palabras condensan la mirada del texto, “que no es crimen matar una víbora o un escuerzo, y ese maldito Juez era mucho peor que los dos juntos” (Mansilla de García, 1962, p. 131).

Otro antecedente que legitima en el texto un acto de justicia por mano propia es la “lección de amor paternal” (Mansilla de García, 1962, p. 123) que recibe el médico durante la conversación que mantiene con Pascual en torno al uso de la carta del gobernador para excarcelar a Juan. Benítez dice avalar el asesinato de un malvado si se realiza para vengar la muerte de un hijo. James concluye: “—Tiene usted razón — dije—, ese sería un rasgo sublime y Dios perdonaría al criminal por amor al padre” (Mansilla de García, 1962, p. 123).

A pesar de que, en su diálogo con Pascual, el médico muestre su desaprobación42, estos gestos desaprobatorios son menos convincentes que la serie de reflexiones internas sobre el motor del crimen: la generosidad del gaucho. La primera reflexión expresa la ambivalencia que le genera el asesinato: “Por nosotros, por nuestra felicidad, se había sacrificado, se había lanzado de nuevo al crimen, dando muerte al tremendo Juez. La acción de Benítez tenía un doble sello de magnanimidad y horror que me espantaba” (Mansilla de García, 1962, p. 132). La segunda ya inclina la balanza en favor de Benítez: “No, yo no podía decirle una palabra de reconocimiento; aquel beneficio brutal había costado sangre y esa sangre caía sobre la cabeza del mismo bienhechor” (Mansilla de García, 1962, p. 132). Se habla de reconocimiento y de beneficio. La tercera reflexión elogia abiertamente el corazón del gaucho: “Y yo me decía interiormente: este hombre sin educación, sin la menor idea de religión, ¡qué habría sido con un alma tan generosa!” (Mansilla de García, 1962, p. 134).

Pero en donde queda contundentemente legitimado el crimen, en donde se ven las numerosas ventajas para los Wilson de que el juez haya muerto a manos de Pascual (un marginal que ya era asesino), es en la tercera parte. Todo florece a partir del asesinato del perverso juez. El espanto se les pasa rápido (dura, como el reuma que lo volteara en cama en el capítulo XIV, solo ocho días): quedan, abundantes, los efectos de la

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magnanimidad del acto de Pascual. Dios ha perdonado a Pascual, y su embajador, Wilson, lo deja muy claro.

La felicidad es muy barata en San Luis

Tras los funerales de ambos (del juez y de su asesino43), entramos en la tercera parte de la novela, la cual abunda en expresiones de bienestar, amor y florecimiento de lo nuevo y termina con un banquete44. Hay un orden que se ha restablecido e, incluso, mejorado. “Me siento reconfortado. Olvido la pasada tristeza y hago ya planes para el porvenir” (Mansilla de García, 1962, p. 139), dice el médico, retomando su afán de programar las vidas de toda su familia. “Poco a poco han ido volviendo las cosas a su antiguo quicio” (Mansilla de García, 1962, p. 141).

Dentro de este orden, las piezas que la maldad del juez había desacomodado vuelven a acomodarse gracias a la hybris de Pascual, gracias a su saber ser siervo. Estamos ante el gran placer de Tío Pedro al ser ayudado por Juan en las faenas equinas y agrícolas (Mansilla de García, 1962, p. 137), ante el nombramiento de Amancio como nuevo juez y ante la inversión de Jorge Gifford sobre el comercio local. “Dejemos a los hombres en su lugar, como están en el reino animal y vegetal los pólipos y los hongos, que sin eso trastornaríamos la armonía de la naturaleza” (Mansilla de García, 1962, p. 142).

La felicidad de esta tercera parte es aún mayor que la del comienzo: todo es reverdecer y amor, tanto en la naturaleza como en la esfera humana.

Hasta la más humilde matita verde ostenta sus gotas de agua, que brillan como diamantes, y reflejan el iris; el aire fresco orea el piso, y multitud de pájaros, sorprendidos lejos del nido por la tormenta, vuelven afanados a sus árboles favoritos. (Mansilla de García, 1962, p. 151).

Hubo funerales de ocho días y son también ocho los días que se dedican a preparar la boda: Jorge se casará con Lía. En dichos preparativos se reafirman las posiciones correctas de cada uno. “Juan felicita a los novios, tío Pedro abre tamaños ojos y un momento después tenemos aquí a ña Marica, que viene toda remangada, con su cucharón en la mano, llorando porque Pedro lo ha sabido primero que ella” (Mansilla de García, 1962, p. 151). Ratificada así la infantilización de la criada, se ratifica también la sonsera de la esposa: “¡Pobre María! No es artista, es sólo creyente. ¡Santa simplicidad!” (Mansilla de García, 1962, p. 154). En cambio, Jane y Lía preparan la alcoba: “Ña Marica barre hoy el cuarto, por quinta vez” (Mansilla de García, 1962, p. 153). Y se ratifica, también, el lugar del médico dentro de esa comunidad: no duda en llevarse a su casa, “gracias al respetable cura párroco” (Mansilla de García, 1962, p. 153), la estampa que halla en la sacristía.

El acto que sella la felicidad es el discurso final del protagonista —“digo estas palabras que participan del doble sello de la acción de gracias y del english speech” (Mansilla de García, 1962, p. 156)—, en donde se recalcan, una vez más, los pilares de su poder: tener la palabra (tener el poder semiótico y la oratoria), ser el embajador de Dios y ser inglés. La condensación y alegoría de esta felicidad llena de futuro es Aguedita: amada por Jorge Gifford y por Sara, hija adoptiva que demuestra la capacidad de absorción y contención de la familia Wilson.

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Conclusiones

Hemos visto que El médico de San Luis es una novela socio-sentimental (Molina) que ficcionaliza a través de la idealización (López, 1845) la vida de una familia de mediados del siglo XIX: sus prácticas cotidianas y saberes, sus sociabilidades. Como parte de la idealización, la novela despliega, tanto en el discurso del narrador como en sus alocuciones hacia otros personajes, una serie de valores de matriz cristiana, considerados ejemplares y morales.

Por debajo de esa hojarasca altamente codificada, hemos propuesto leer —sobre todo a nivel de la trama y siguiendo la lectura iniciada por Viñas (1974)— otra moral: sugerida, opuesta a la explícita y regida por la categoría de clase social. A tono con las concepciones de su clase en torno a la servidumbre y compartiendo algunos rasgos en la representación de este sector con otras novelas de la primera mitad del siglo XIX, la obediencia del débil hacia el amo es propuesta como algo que se ejerce inevitablemente, casi con alegría, sin nombrar —pero dejando dicho narrativamente— el altísimo costo humano que implica esta obediencia para quien la padece. En esta suerte de militancia del sometimiento —que leemos desde la primera hasta la última página—, acecha veladamente la amenaza: un orden otro (la no muerte del juez, en este caso) significaría el caos. Así, la economía de la violencia, que en un Estado de derecho debe ser ejercida por el poder judicial, es ejercida aquí por un único ciudadano, discursivamente ubicado en el lugar del amo. En torno a este amo, girarán —se sugiere al final— todas las esferas sociales: la agroeconómica, la judicial, la familiar y la social. Su autoridad se cimenta en algunas recurrencias que se presentan interdependientes y simultáneas: los privilegios de cuna y apellido, el monopolio del poder semiótico, su don de planificación de una sociedad futura y su capacidad retórica para construirse como intermediario entre los hombres y “Dios”.

Según esta lectura, El médico de San Luis es ya no una novela con valor moral por su pregón cristiano pro familia, sino la historia de una venganza (o de una obediencia) entendiéndola como aquella justicia que ejerce una comunidad cuando el poder judicial ha dejado de ser —o nunca ha llegado a ser— representativo de sus derechos. No se trata de la familia como célula mínima del Estado (no hay aquí un sueño de nación como sumatoria de muchas familias modélicas). Se trata, por el contrario, de la familia y de los vínculos que establece (por consanguineidad, obligación histórica, por afecto o caridad) como sustitución del Estado de derecho (en donde sus miembros se conciben como ciudadanos con derechos y el acceso a los bienes no tiene que ver con los vínculos, sino con su salario).

Por todo esto creemos que El médico de San Luis es una novela sobre saber ser siervo, saber poner el cuerpo: esa es la parte que les toca a Tío Pedro, Ña Marica, Ño Miguel, pero sobre todo a Pascual Benítez. Tener poder: saber observar (construir sentido), diagnosticar y sermonear, pero sobre todo saber activar en el subalterno el deseo (o el mandato) de matar: esa es la parte que le corresponde a Wilson. Hay vidas que valen más que otras. Para algunos, la felicidad es muy barata en San Luis. Para otros, el amo injuriado vale lo que la propia vida.

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Notas

1 Escribimos este artículo en el marco del PICTO-UNAHUR-FONCYT 2019, proyecto dirigido por Claudia Torre, codirigido por Marcos Seifert e integrado por las colegas (en orden alfabético): Eugenia Argañaraz, Inés Kreplak, Eugenia Ortiz Gambetta y Yael Poggi (directora de la Biblioteca de la Universidad Nacional de Hurlingham [UNAHUR]). A todos ellos, mi agradecimiento por sus comentarios y sugerencias.

2A mediados de la década de 1950, empiezan a aparecer novelas con este subtítulo, que indicaba que se trataba de una producción de autor local y no de una obra extranjera (Molina, 2011, p. 54).

3Tanto en la “Introducción” de Molina a los Cuentos (1880) de Mansilla como en el “Apéndice” de la edición de Lucía Miranda a cargo de María Rosa Lojo se hallan referencias a la recepción de sus contemporáneos.

4Adolfo Prieto —en un libro de 1959, pero aún útil para comprender la importancia del federalismo en la literatura argentina— da cuenta de la situación de ciertas familias porteñas privilegiadas tras la caída de Rosas (tío de Eduarda Mansilla) que puede ayudar a entender la posición de la familia de la autora antes de 1852: “Los federales encumbrados… conformaban un estrato social y económico más arraigado y sólido que el que constituían las familias unitarias. Rosas mismo pertenecía a un familia de ilustre prosapia de Buenos Aires y, por supuesto, de considerable fortuna. Algunos de sus parientes ocupaban la alta jerarquía de la aristocracia oficial; cargos compartidos por miembros de otros conspicuos clanes y por generales ungidos con la gloria del ejército sanmartiniano. La posición y la fortuna de este grupo social se hallaba suficientemente asegurada con la permanencia de Rosas en el poder, y en este sentido el apoyo del grupo –salvo en la hora final– se ofreció sin retaceos; pero la permanencia de Rosas en el poder, su arbitrariedad, su exaltación de los hábitos populares, debían herir en lo más duro los pujos aristocráticos de los señorones federales” (1959, p. 24).

5Escribe Irene Chikiar Bauer “Las afinidades con el pensamiento de Rosas, su apego al pasado colonial y a una autoridad fuerte son evidentes… Ubicar la acción en la provincia de San Luis le permite plantear una pequeña economía rural pre-capitalista, que nada tiene que ver con la realidad latifundista de la primera provincia argentina… A través de esta novela, y con más énfasis en Pablo…, Eduarda Mansilla sobrevuela las experiencias sociales que caracterizan las diferencias de clase propias de la que Rodríguez Molas definió, desde tiempos de la conquista, como ‘una sociedad de poseedores y no poseedores’” (Rodríguez Molas, 1982, p. 189). Ella prefiere destacar que unos y otros son atormentados por un sistema político y jurídico injusto. El gaucho era víctima de las levas, de las leyes represivas y del peonaje obligatorio, pero el poder de los jueces de paz inescrupulosos o el problema del indio alcanzan a todos los integrantes de la sociedad” (Chikiar Bauer, 2013, p. 40). Para Molina, “en la pugna entre las fuerzas sociales conservadoras y las progresistas, el narrador defiende a las primeras, advirtiendo que las segundas conducen al caos (desenfreno en lo social). Sólo una autoridad firme garantiza el control y, por ende, la paz social” (s/p).

6Por Estado de derecho nos referimos a un sistema de Gobierno que, a diferencia del absolutista, está regido por una constitución o un cuerpo de leyes que garantiza el vínculo entre ejercicio del poder político y cierta legalidad. Si bien existen diferentes corrientes y definiciones del concepto, hay dos elementos comunes a todas ellas: toda democracia es un Estado de derecho, pero no a la inversa, todo Estado de derecho reconoce la división de poderes (legislativo, judicial, ejecutivo), concibe a sus integrantes como ciudadanos poseedores de derechos y no como súbditos de un poder inamovible. Algunas de las disquisiciones sobre el Estado de derecho en Rousseau, Hobbes, Locke y Kant en https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/iusdoctrina/article/download/13569/12857/#pdfjs.action=download

7En este sentido, leemos las “denuncias” que la novela hace de las injusticias sufridas por los gauchos no como signos de un texto de avanzada a nivel ideológico (como ha sido a veces leído por parte de la crítica

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contemporánea), sino como un gesto de retórica federal, en donde la defensa de los más golpeados era parte de una estrategia política. Explica Prieto: “Rosas comenzó su carrera llevando a la práctica, con indudable habilidad, una táctica bastante similar a la bonapartista: buscó el beneficio aparente de una clase, persiguiendo el real beneficio de otra. Los montoneros, reclutados entre los peones de las estancias bonaerenses y el pobrerío de los suburbios porteños, fueron la punta de lanza, el elemento de fuerza definitorio sobre el que Rosas asentó su poder y su dominio innegable de la situación. Rosas, acaso el primero, se atrevió a alentar la conciencia de la clase desposeída contra los privilegios de la burguesía urbana. Por cierto que con los hilos del juego en las manos, sabía hasta dónde alentar esa conciencia y, sobre todo, sabía utilizar y canalizar la exaltación de esa conciencia en beneficio de sus intereses y de los intereses de su propia clase… Los gustos gauchescos de Rosas apartaban a éste de la burguesía mucho menos que sus bienes de propiedad lo apartaban de los gauchos” (1959, p. 18). Bonapartista como su tío materno, creemos que las denuncias de Eduarda a los maltratos sufridos por los gauchos —las cuales reaparecerán con más insistencia en Pablo…— tienen tres motivaciones: criticar el oficialismo unitario, ejercer verbalmente la caridad cristiana y alinearse al populismo rosista.

8Nos interesa rescatar la noción marxista del delito, citada por Ludmer en su ensayo clásico sobre el tema: el delito como parte del proceso productivo del capitalismo. “El criminal no sólo produce crímenes sino también leyes penales, y con esto el profesor que da clases y conferencias sobre esas leyes, y también produce el inevitable manual en el que este mismo profesor lanza sus conferencias al mercado como

‘mercancías’… El criminal produce además el conjunto de la policía y la justicia criminal, fiscales, jueces, jurados, carceleros, etcétera, y estas diferentes líneas de negocios que forman igualmente muchas categorías de la división social del trabajo” (Marx, en Ludmer, 1999, p. 12). Agrega esta autora: “Desde el comienzo mismo de la literatura, el delito aparece como uno de los instrumentos más utilizados para definir y fundar una cultura: para separarla de la no cultura y para marcar lo que la cultura excluye” (Ludmer, 1999, pp. 12-13).

9En Como crecen los hongos. La novela argentina entre 1838 y 1872 (2011), Molina hace un relevamiento de 86 novelas publicadas en Argentina durante esos años. Propone una clasificación en cuatro grupos, en función de sus temas predominantes: novelas políticas, históricas, socializadoras y sentimentales.

10Molina analiza el manual de López y su impacto en la praxis literaria de la época en “La novela como idealización moral de lo cotidiano” (2011, p. 213).

11Fechas de publicación de su primer y último libros, El médico de San Luis y Un amor, respectivamente.

12Con silogismo se hace referencia a aquella secuencia de tres partes —hipótesis, tesis, conclusión— que rige todo pensamiento lógico. El ejemplo clásico de silogismo es el de Platón: “Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre. Sócrates es mortal”.

13Y que se explicita en más de una ocasión. Leemos, por ejemplo, en el capítulo XIII: “Siempre he pensado que una de las grandes muestras de sabiduría que puede dar el hombre es conformarse con la suerte que le ha cabido, evitando prudentemente salir de las esfera en que fue colocado por la Providencia” (Mansilla de García, 1962, p. 69).

14En el capítulo II de la Primera Parte de Amalia, se halla una larga conversación entre la protagonista y Daniel en torno a las diferencias raciales y psicológicas de los criados blancos, negros y mulatos.

15Un ejemplo de la súbita aparición de un criado: en Carlota o la hija del pescador (1858), de Tomás Gutiérrez, en donde Alberto, repentinamente, hace sonar una campanilla y, detrás de una cortina, aparece su criado Pedro. O cuando, en el último capítulo, aparecen de golpe dos doncellas que acicalan a Carlota.

16Veamos la animalización de los criados en otras novelas: “criados y perros partieron, haciendo saltar el polvo del camino, como la nave hace saltar la espuma de las olas” (Cané, 1859, p. 3); “Es la mirada de un perro fiel” (Mansilla de García, 2007, p. 121), se aclara en Pablo… al describir cómo la criada Rosa mira a su ama, Dolores.

17En esta misma línea antisalario, el narrador comenta que él no les cobra a sus pacientes (Mansilla de García, 1962, p. 43). Volveremos sobre esto más adelante. Veamos pasajes de otras novelas en torno a la felicidad de los criados al servir: “La vuelta fue rápida y a las cinco de la tarde la vieja Ghitta y los muchachos servidores del Sr. Plick saludaban gozosos la vuelta de su amo” (Cané, 1859, p. 3); “una mirada que revela una devoción a toda prueba” (Cané, 1859, p. 121), en Pablo…, en referencia a Rosa;

“mi hija idolatrada… no la juzguéis mal” (Mansilla de García, 2007, p. 64), pide la criada Luisa, defendiendo el honor de su ama Atilia en Una noche de boda; en el capítulo I de la Segunda Parte de Amalia, se describe en detalle “el placer, más bien que su tarea” (Mármol, 1932, p. 85) que siente la criadita Luisa (de 10 años), al peinar a su ama Amalia, a quien, tras cepillarle el pelo, “miró con una sonrisa encantadora de triunfo” (Mármol, 1932, p. 85).

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18 En Una noche de boda (1854), por ejemplo, Conrado —“que había nacido rodeado da esclavos y servidores” (p. 57)— es acompañado a luchar en el Regimiento de Granaderos a caballo por su esclavo.

19Testimonios de las urgencias económicas que atravesaban muchos de ellos pueden leerse en varias de las cartas recopiladas en el extenso Epistolario del Dr. Juan María Gutiérrez, editado por Moglia y García.

20“El final legal de la esclavitud doméstica no logró romper —ni tampoco aspiró a hacerlo— con la

‘cultura de la servidumbre’ que ha configurado persistente y profundamente el modus operandi del servicio doméstico remunerado en Brasil” (Roncador, 2018, p. 67). Como argumentan las sociólogas Raka Ray y Seemin Qayum, “aquellos que viven en una determinada cultura de la servidumbre la aceptan como el orden dado de las cosas, la manera de ser del mundo y del hogar… La servidumbre se normaliza de tal modo que es virtualmente imposible imaginar la vida sin ella y las prácticas, pensamientos y sentimientos de las prácticas se organizan según ella” (Ray, 4, citado por Roncador, 2018, p. 69). En línea con estas ideas, ya en 1974 Viñas escribía: “pese a las resoluciones que desde 1813 se venían formulando

—condicionadas por el bill imperial que suprimía el tráfico— y que en la Constitución del 53 se concretan en el artículo quince, la esclavatura prosiguió prolongada por los propietarios de esclavos…; si el abolicionismo individual y las leyes tendían a eliminarla, en las costumbres sustentadas por la clase directora la relación amo-esclavo sobrevivió largamente rebasando el ámbito de negros y mulatos para proyectarse sobre toda relación de dependencia” (p. 216).

21Viñas escribe respecto del apelativo tío: “es una forma de incorporar a lo familiar a través de una designación lo suficientemente afectuosa pero distante a una persona que no goza de un status completo, carga con algo vergonzoso pero es útil. La legalidad doméstica es una ética, pero fundamentalmente alude y circula interiormente; hacia afuera resulta lo bastante extenso como para absorber la ambigüedad de la situación. En cuanto al entusiasmo que provoca en la perspectiva del amo, aparentemente condicionada por lo sustantivo de su oficio, se disuelve y explica de inmediato por su rendimiento, es decir, por la continuidad casi ininterrumpida en el trabajo. Y para que nada falte en su encuadre, ese fervor se redondea con la remisión a la criada favorita que también es “admirable” por su eficacia en otra tarea servil. Los dos ejecutan esas faenas bajo los ojos del amo, pero los resultados del trabajo caen fuera de quienes los realizan” (1974, p. 227).

22La condena de la Revolución de Mayo —y, por extensión, a cualquier intervención en luchas políticas— no se limita a esta explicitación. Hay tres personajes en la novela cuyas vidas se ven afectadas por la guerra: Amancio (“huérfano de un héroe de guerra” [Mansilla de García, 1962, p. 41]), el juez Robledo (que ha quedado tuerto tras una pelea política) y Juan, el hijo del médico, cuya vida se arruinará

—aunque no por completo— por haber decidido luchas en las tropas del general Paz. La crítica a los unitarios se retomará, desde un registro más satírico, en Pablo

23Hasta ese momento, los lectores lo conocemos como “Don Jacobo”.

24El único de los cuatro ingleses cuya conducta no resulta a la altura de las circunstancias es Carlos Gifford: tras haberle prometido casamiento a Jane, nunca regresa a San Luis. Sin embargo, no solo envía, años más tarde, a su hijo como medio reparador de aquel mal paso, sino que, junto con su descendencia, hace llegar una carta que a Wilson le resulta suficiente para disculparle los agravios pasados. Explica Carlos en la carta que no es rico, que por errores y especulaciones ha quedado en la ruina y que le envía a su hijo, para que James lo ame “en nombre de lo que fui en otro tiempo para ti” (Mansilla de García, 1962, p. 49).

25Inversamente, las miradas de quienes atestiguan el trayecto del médico desde la casa del juez hacia el calabozo, en la otra punta de la ciudad, tienen un efecto devastador.

26Veamos esta recurrencia: es hospitalario el padre de María al recibir al joven James Wilson, 25 años atrás, respecto del presente de la escritura; es hospitalaria la “mujer dueña del pequeño rancho” (Mansilla de García, 1962, p. 15) que los guarece tras el accidente de Jane —“El campesino americano es eminentemente hospitalario” (Mansilla de García, 1962, p. 15), se aclara al respecto, y la frase resuena como anticipo de la temática de Pablo…—; y es hospitalario, más que ninguno, el propio médico en su casa, ya que, además de recibir a su amigo inglés, también se alojan allí: Don Urbano Díaz, todas las noches para las tertulias; Amancio, luego de su enfermedad; Jorge, durante toda su estadía; Aguedita, tras quedar huérfana.

27Hay una escena en la que se produce el proceso inverso a la mirada prestigiante: aquella que narra la caminata deshonrosa que debe hacer el médico desde el juzgado hacia la cárcel. “Me era muy terrible tener que aparecer como criminal ante todas aquellas buenas gentes que me habían considerado hasta entonces como hombre honrado. Todos los que encontrábamos nos miraban con asombro, y muchos de ellos nos seguían a cierta distancia, deseosos sin duda de saber a dónde íbamos” (Mansilla de García,

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1962, p. 98). Además de la mirada que humilla, esta es una de las dos únicas escenas en donde aparece el “pueblo” o la comunidad, es decir, gente por fuera de los visitantes de la casa Wilson (la otra será en el capítulo XXIV, durante el pedido colectivo de excarcelación, una suerte de derrumbe simbólico del poder gubernamental: en “la casa del Gobernador” (Mansilla de García, 1962, p. 137), que “estaba llena de gente” (Mansilla de García, 1962, p. 137).

28Hay que aclarar que, de los dos futuros yernos, Wilson prefiere al inglesito: “Mira este noble joven que acabas de conocer” (Mansilla de García, 1962, p. 71), le indica al neurótico Amancio. “Oh, si todos fueran como él, pronto se olvidaría en el mundo hasta el nombre del egoísmo y este planeta sería un paraíso” (Mansilla de García, 1962, p. 71). A diferencia del hijo sanguíneo, contraejemplo del hombre del futuro (por “tirano de la casa”, malcriado, y luego por politiquero y beligerante), y que quedará, tras su fracaso exogámico, en el lugar de criado de la casa, o incluso menos: como ayudante de Tío Pedro.

29El joven Gifford —quizás por sus ojos anglos— puede, como Wilson, detectar un mal social: durante el relato de su gestión arriba citada, ha reflexionado: “no dejo de admirar cómo, habiendo en San Luis hombres superiores, como el señor Don Mauricio, tienen magistrados estúpidos y corrompidos” (Mansilla de García, 1962, p. 114). Descontando este comentario, es el médico, a lo largo de toda la novela, el único capaz de detectar males y ofrecer soluciones.

30“María está muy lejos de tener una inteligencia privilegiada, puede más bien asegurarse que es tardía de comprensión y pobre de imaginación” (Mansilla de García, 1962, p. 17). “¡Pobre María! No es artista, es sólo creyente. ¡Santa simplicidad!” (Mansilla de García, 1962, p. 154).

31Hay tres relatos de personajes que devienen momentáneamente subnarradores, por llamarlos de algún modo: el cuento del cabrero sobre Ñor Virgola (Mansilla de García, 1962, pp. 85-93); el de Pascual Benítez al médico sobre su vida pasada (Mansilla de García, 1962, pp. 101-106); y el de Jorge Gifford al llegar de visita a la cárcel (Mansilla de García, 1962, pp. 111-118). El más importante —por lo que habilita en el texto, según veremos— es el de Pascual, sobre todo la confesión del asesinato al capataz.

32El capítulo se abre con el dolor por la ausencia del hijo y se cierra con la preocupación por el “protegido” (Mansilla de García, 1962, p. 47).

33De Ño Miguel se nos ha dicho que no acepta cobrar (“Sin querer admitir paga de ninguna especie”

[Mansilla de García, 1962, p. 24]), el médico no les cobra a sus pacientes (“mi profesión no me daba a ganar nada, reduciéndose mi clientela casi toda a gente muy pobre a la cual era necesario las más veces llevar hasta los remedios” [Mansilla de García, 1962, p. 43]) y Pascual ha narrado cómo su patrón capataz lo explotaba pagándole muy poco. Sobre la cuestión de la paga, Ortiz Gambetta comenta, comparando a James Wilson con el protagonista de El Vicario de Wakefield: “Aunque no de la misma manera que Mr.

Primrose, es un hombre caritativo. Sus pacientes, en general, son gente pobre que no puede retribuirle sus servicios (60-63), a la vez que su posición económica y social es privilegiada con respecto a sus vecinos, gracias a las propiedades heredadas por su mujer (18-19)” (Ortiz Gambetta, 2012, pp. 145-146).

34La presentación de la familia Ruiz es el único momento humorístico del texto (Mansilla de García, 1962, p. 77). A nivel literario, resultan mucho más atractivas las descripciones de esta familia antimodélica —en donde despunta la sátira al estilo de Larra— que aquellas de seres postulados como modélicos, por ejemplo, las mellizas, representadas a través de una recurrente “avicolización”: “En cuanto a ellas, pobres tórtolas” (Mansilla de García, 1962, p. 73), “Las mujeres aprenden a amar como los pájaros a volar, casi desde que nacen” (Mansilla de García, 1962, p. 83), “como el gorjeo del ruiseñor conviene mejor a la graciosa y risueña Lía de voz cristalina, inconstante y ligera como sus alados compañeros” (Mansilla de García, 1962, p. 148).

35El médico de San Luis es un libro que habla mal de los libros o, dicho de otro modo, que deja clara — quizás para tranquilizar al lectorado masculino, que, podemos especular junto a William Acree (2013), solía mediar entre el texto y las jóvenes oyentes— la prescindencia de contar con muchos libros. La hipótesis de Acree (2013) respecto de que gran parte de la literatura de la época llegaba más que nada auditivamente estaría abalada por el hecho de que se trataba de una “sociedad mayoritariamente analfabeta” (Myers, 2003, p. 315). Para un detalle de los pasajes de mala prensa de lo libresco, ver Molina.

36Repasemos la secuencia: Amancio llora su abuso ante el médico (cap. XIII), este va a hablar con Robledo (cap. XVII), luego hace su intento Amancio (narrado por Jorge Gifford en el cap. XIX). Ambos fracasan y son encarcelados. Surge entonces la tercera gestión (ya mencionada), única exitosa de las tres: la del joven inglés.

37Este discurso federal —por no decir antiporteño, complementario del discurso antiunitario, ya mencionado— aparece explícito en la inculpación del médico a los jóvenes que emigran de sus provincias natales: “o se quedan a vivir en Buenos Aires, aporteñándose lo más que pueden y cobrando singular

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desapego a la tierra que les vio nacer, o vuelven a su provincia con ideas inaplicables” (Mansilla de García, 1962, p. 57).

38 Otros pasajes de este tono son: “Madres ricas” (Mansilla de García, 1962, p. 76); “Legisladores, jóvenes amantes del progreso” (Mansilla de García, 1962, p. 134).

39Civilización y barbarie se presentan como instancias imbricables, no como compartimentos estancos.

40Usamos este verbo parafraseando un pasaje del texto: “[C]uando uno se pone a echarla de hombre superior”, dice el médico en el único y fugaz momento de auto-ironía, “no tiene cuándo acabar. ¡A quién no le gusta sermonear!” (Mansilla de García, 1962, p. 72). A medida que avanza la novela, su voz se torna progresivamente sermoneadora, se parece cada vez más a la de un cura en el púlpito. “Madres ricas, llevad vuestros hijos a la casa del pobre, mostradles esa resignación santa, superior aún a la misma miseria” (Mansilla de García, 1962, p. 76), leemos en el capítulo XIV, “y habréis hecho más por ellos que rodeándoles de profesores y de libros de ciencia” (Mansilla de García, 1962, p. 76).

41Hay ciertos pasajes del texto en los que el narrador enuncia desde un lugar de intermediario entre Dios y los hombres (ver Molina). Para Ortiz Gambetta “la tónica general de la novela es la de una confesión, un relato autobiográfico de cara a Dios, escrito con el fin de recomendar una vida austera confiada en la fe” (2012, p. 148).

42“—¿Pero cómo ha podido usted creer, hombre ciego, que tenía derecho de justicia por sí mismo? ¿Qué no sabe usted que Dios y los hombres castigan su acción como un delito horrendo?” (Mansilla de García, 1962, p. 131).

43Pascual ya era un asesino al momento de matar al juez: este hecho, leído en sintonía con la felicidad de la tercera parte, puede tomarse como un dato más de lo bien que le hizo a la sociedad el acto criminal de Pascual: al fin de cuentas, el sargento ya era un descarriado, su vida no valía tanto.

44Molina interpreta este banquete como agasajo divino.

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