APROXIMACIÓN CRÍTICA DE UNA NUEVA POESÍA DE COLOMBIA.

ESTUDIO Y MUESTRA POÉTICA

Felipe García Quintero

Resumen

Por tratarse de unas poéticas la mayoría en configuración, a modo de obras en marcha y herederas de una tradición insular, la aproximación crítica seguida en este artículo orienta al lector sobre el devenir de la poesía colombiana en sus actuales tendencias y corrientes. La selección poética adjunta de 20 autores es su prueba, una muestra de la más reciente generación de poetas colombianos del siglo XXI, conformada por autores nacidos entre 1970 y 1980. La reflexión final y la compilación de obras llaman la atención sobre el lugar que ocupan las voces femeninas en esta generación, caracterizada por la pluralidad temática y la diversidad de estilos.

Palabras claves: nueva poesía colombiana; ruptura; tradición

CRITICAL APPROACH TO A NEW POETRY IN COLOMBIA.

STUDY AND POETIC EXHIBITION

Abstract

Since they are poetic, the majority in configuration, by way of works in progress and heirs of an island tradition, the critical approach followed in this article guides the reader about the future of Colombian poetry in its current trends and currents. The attached poetic selection of 20 authors is their proof, a sample of the most recent generation of Colombian poets of the 21st century, made up of authors born between 1970 and 1980. The final reflection and the compilation of works attract the attention of the place that female voices occupy in this generation, characterized by thematic plurality and diversity of styles.

Keywords: new Colombian poetry; rupture; tradition

Doctor en Antropología, profesor titular del Departamento de Comunicación Social de la Universidad del Cauca, Colombia. Correo electrónico: fgarcia@unicauca.edu.co. Enviado: 19/10/2019. Aceptado: 10/05/2020.

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Hacia 1980, el crítico Juan Gustavo Cobo Borda acusó con razones a la poesía colombiana del siglo XX con el apelable cargo de constituir una tradición de la pobreza. Su lectura, dice el crítico bogotano, resulta incómoda. “Es una poesía poco importante [sentenció, aclarando entonces que] no es que no haya algunos buenos poetas y, lo que es quizá más importante, algunos buenos poemas. Es que la sensación general es de profunda e inalterable intrascendencia” (Cobo Borda, 1980, p. 11).

Frente al silencio inicial, de rabia e indiferencia, suponemos, algunas voces se pronunciaron luego para demostrar con ejemplos lo contrario. Uno de los más certeros argumentos consistió en recordar que Colombia es el país donde nacieron Rafael Pombo, José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Porfirio Barba Jacob, León de Greiff y Aurelio Arturo, entre otros nombres, si acaso poco conocidos en la poesía hispanoamericana de entonces, son suficientes para ocupar un lugar destacado en la historia moderna.

Este suceso tuvo una réplica de menor trascendencia cuando, en 2001, Eduardo García Aguilar lanzó desde México una diatriba poco original, pues con menos tacto e inteligencia y más irritación afirmó sin dudas que

La colombiana es una poesía pasmada, abortada, rezagada, comiéndose las uñas, modosita, sin grandes ambiciones, bien portada, siempre tímida, temerosa de pasar la raya o lanzarse al abismo. De pronto un autor logra destellos, pero luego se silencia, calla por temor y desaparece en la oscuridad. (Aguilar, 2011, p. 1).

Esta valoración privativa del gusto personal se suma al repertorio de balances lapidarios de la poesía nacional, entre los cuales se destaca el ensayo del filósofo Rafael Gutiérrez Girardot (1983), titulado “La literatura colombiana del siglo XX”, por los argumentos de contexto y la línea de continuidad histórica, el cual pone en cuestión el canon de Guillermo Valencia (1873-1943) y su poética parnasiana, que sirviera de fundamento estético durante la primera mitad del siglo pasado; autor a quien, como dijo luego Germán Espinosa (1989), “se le hizo objeto de la deificación más sumaria, para proceder luego en él al más sumario también de los deicidios” (p. 1).

Lo más importante de volver sobre estas actitudes, acaso, superadas, pero tan necesarias para llamar al orden crítico y a la reflexión creativa, es que estas no ocultan ni desconocen la razón principal que motiva la adhesión o el rechazo a una literatura nacional. Quizá pobre, pero sin otra elección posible, para el escritor no hay más lengua ni otra patria que la suya, la del lugar donde nace; sin embargo, este determinismo bien puede cambiar con el sentido dado por la nueva literatura, y puede tomar un rumbo contrario la historia misma, tal y como aspira el crítico de su tradición. De allí que los dos autores citados antes (en este caso, poetas también) se formaron en esa literatura, ante la cual establecen distancia personal. Sabemos por demás que no de otra manera es posible impugnar los valores de algo tan singular como la poesía, hecha de tantas cosas diferentes y no solo de palabras distintas.

Cuestionar el origen no significa desaparecerlo, aun si otra tradición edifica algo nuevo sobre las ruinas o el despojo mismo. Como es ya conocido, a ese trabajo de conciencia crítica, Octavio Paz (1974) lo llamó tradición de la ruptura, acto de la modernidad que inventa sus propias tradiciones, sus apocalipsis genésicos. Los

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nuestros, en Occidente (del Romanticismo para acá), mediante la ironía, son la invención incesante del fin y la misma ilusión de muerte necesaria para que nazcan otros comienzos y se liberen otras vidas, ligadas, antes, a formas viejas y modos anticuados de ver el mundo, según el parecer de quienes juzgan lo innecesario y lo fútil.

Lo cierto es que sin victorias ni derrotas absolutas, la tradición de la pobreza a fines del siglo XX en Colombia no solo revela la crisis de una literatura, sino también un proyecto de nación, de sociedad. Sobre este aspecto, Cobo Borda (1980) concluye: “Como el país, también la poesía colombiana resulta pobre. Pobre en recursos, pobre en imaginación” (p. 11). Más que darse una aceptación de estos asuntos, los poetas colombianos reunidos en la selección adjunta (una muestra necesariamente acotada a solo un poema por autor), quienes representan una nueva generación de obras en marcha, lo asumen sin complejos ni cinismo. Y lo hacen viviendo la realidad de un país convulso, de frente y sin alardes, día a día con los problemas de la poca grandeza nacional y literaria, como parte sustantiva de sujetos que tienen algo por decir.

Asimismo, para estos nuevos poetas, no es motivo de lamento o queja, tampoco de resignación o silencio, pero sí de inquietud, tal como lo constatan sus obras publicadas, nacer y crecer en un país de contradicciones y ahora en los trances de un posconflicto, y tener una poesía de tono medio; cierto, con un espléndido modernismo (con Silva, Valencia y Luis C. López) y casi sin vanguardia (Vidales y de Greiff serían la excepción), y un presente destacado, promisorio y con proyección internacional (con Quessep, Roca, Bonnett, Bustos y R. Cote).

Nos referimos a la actitud reinante frente a la poesía colombiana contemporánea que no solo es reconocida, sino también resignificada por los nuevos autores, cuyo acervo cultural —valga notar— no hace mucho estuvo regido por el carácter hispanizante de sus tradiciones. Por esta vía, recordamos que la generación de Piedra y Cielo (Eduardo Carranza, en particular) prolonga hasta 1958, cuando el nadaísmo irrumpe con su escándalo vital, los lazos dependientes de una España franquista, católica y castiza.

Si bien el sentimiento del tiempo, como Giuseppe Ungaretti titulara uno de sus más desgarradores libros, es un signo que marca al grupo de poetas colombianos (la generación desencantada o sin nombre) que mayor ascendiente directo ejerce sobre las nuevas voces, ningún poeta local, sin importar el grado de inconformidad, desesperanza o desafecto por su país, ha renunciado a escribir en su lengua ni a su nacionalidad. Incluso aquellos que murieron estando fuera tampoco lo intentaron jamás. Tanto es el amor como el odio que suscita la condición proscrita en el país, que buen provecho literario ha sacado un escritor tan colombiano como Fernando Vallejo en su exilio mexicano.

Lo referido hasta aquí no cumple otro fin mayor que afirmar la pertenencia de la generación de los nuevos autores a la poesía colombiana, sin que ello signifique imitación, una actitud chovinista o la pretensión de anclar sus obras a un provincialismo sin raíces ni alas, del cual se busca salir por muchos medios, en particular, a través de un diálogo abierto con otras tradiciones y corrientes literarias distintas, incluso, de la hispanoamericana. Sin duda, es un fenómeno derivado de la innovación tecnológica de las comunicaciones que, en el ámbito editorial, hace más próximo lo distante, menos lejano lo ajeno.

La tradición nacional en esta generación, más que una condición histórica —ese determinismo por superar, decíamos antes—, es un sentimiento del tiempo personal, colectivo, y una actitud ante el lenguaje; tres elementos con los cuales procuramos

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apoyar una caracterización de esta generación a partir de las rutas señaladas por la crítica en sus actuales tendencias.

La primera de ellas es que, sin manifestaciones grupales, hoy en día, la poesía colombiana de la generación del segundo tercio del siglo anterior es reconocida como una tradición insular. Objeto de nuevas valoraciones fuera del país, cobra una notoriedad refrendada en los últimos años, entre otros factores, por la edición internacional de algunas obras, la inclusión creciente en antologías y la obtención de premios por concurso e importantes distinciones por méritos.

Ese carácter individual de unas poéticas personales —valga el énfasis— deviene como un legado de la generación sin nombre: aquellos poetas nacidos a partir de 1935 (Mario Rivero, Giovanni Quessep, Juan Manuel Roca, José Manuel Arango, J. G. Cobo Borda, Augusto Pinilla, Elkin Restrepo, Darío Jaramillo Agudelo, José Luis Díaz- Granados, María Mercedes Carranza, Harold Alvarado Tenorio, Jaime García Maffla, Edmundo Perry, Álvaro Miranda, Henry Luque). Esa nota caracteriza por igual al grupo presente aquí de nuevos poetas colombianos (los nacidos entre 1970 y 1980), cuyas obras, hasta el momento, tampoco comportan intenciones programáticas ni grupales, salvo la del colectivo bogotano La raíz invertida (de Hellman Pardo, Jorge Valbuena, Henry Alexander Gómez y Yenny Bernal, con su proyecto de revista electrónica y programación de actividades poéticas), aunque algunos desarrollen líneas de estilo y formas de escritura que se despliegan a modo de un proyecto literario continuo y, de seguro, pensado a largo plazo1. Al respecto, Juan Manuel Roca (2009) sostiene: “La verdad es que lo que resulta atractivo de este conjunto de poetas y poemas es su diversidad. No hay un tono uniforme, una coral que canta la misma tonada” (p. 6); lo hace en el prólogo de una muestra afín a esta, editada por la revista Posdata de Monterrey en 2009, y ahora ampliada en un libro compilado por el poeta mexicano Iván Trejo (2011), publicado en Colombia y Venezuela.

Pero es Jorge Cadavid, poeta y crítico también, quien ha hecho un ejercicio seminal importante en torno a identificar y definir los rasgos comunes de la nueva poesía en Colombia, logrando establecer una clasificación temática por tendencias de los poetas nacidos durante los sesenta y los setenta, “años de proliferación promiscua”, tal como los ha llamado Cobo Borda. Se trata de una serie de cánones sueltos, de mapas móviles, declara Cadavid (s. f.), los cuales vislumbran un relevo estético. Los rasgos distintivos de esta generación son, entre otros, rendir homenaje a maestros de los grupos anteriores (Mito, Piedra y Cielo, nadaísmo y generación sin nombre).

Por lo anterior, se comprende que

No plantean una ruptura con sus antecesores, sino que por el contrario los asimilan y realizan una lectura crítica de sus obras… [Se trata también de] voces plurales, en las que la experimentación e innovación se ligan a la tradición: tradición de la ruptura [no de la pobreza]. (Cadavid, en Tabares, s. f.).

Tampoco “existe una voluntad de grupo, generación o movimiento, sino que conscientemente encuentran en la diversidad una configuración de mundos” (Cadavid, en Tabares, s. f.); aspecto sobre el cual hay plena coincidencia entre poetas y críticos. Asimismo, se cuenta con

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autores que reflexionan sobre la poesía dentro de la poesía misma… [y] su actitud crítica se refleja en una desconfianza ante el lenguaje y cierta tentación por el silencio. [Además] tienden a una eliminación de nexos sintácticos, a una destrucción del discurso lineal así como una ruptura del yo poético... [Algunos] gustan del empleo de metáforas herméticas, de difícil interpretación, con cierta oscuridad deliberada. (Cadavid en Tabares, s. f.).

Otros rasgos que definen estas poéticas son entender la poesía como un palimpsesto, pues “relacionan cada discurso con los precedentes, llegando hasta la parodia, el collage o el pastiche” (Cadavid en Tabares, s. f.), y entonar una música sombría, sin optimismo. Respecto a la conciencia política o a una actitud relacionada con ella, señala nuevamente Jorge Cadavid (en Tabares, s. f.) que

Los jóvenes poetas siguen siendo disidentes a su manera, en especial de toda deshumanización, venga de donde venga… [y] sus posiciones ideo- estéticas aparecen catalizadas por el humor y la ironía. Creen en el desprestigio de toda utopía (religiosa, política, filosófica, científica).

Esta serie de aspectos y cualidades da como resultado una clasificación temática de cinco corrientes dominantes. La primera y más notoria es, para Jorge Cadavid (en Tabares, s. f.), la tendencia crítica y autoirónica,

en la cual el verbo descarnado y el desenfado expresivo orientan su mirar hacia lo interior, busca al hombre escindido y anónimo de la ciudad, los espacios urbanos y la enajenación del cuerpo, los asuntos domésticos y la reflexión sobre la inutilidad de la escritura.

La segunda línea expresiva la constituyen los poetas de talante clásico, esteticista, que, según Óscar Torres (en Tabares, s. f.), “asimilan sus propios modelos, pero dentro del vasto y muy suyo panorama de la poesía universal… clásica”. La tercera vertiente es la barroca, “donde el reino de la imagen prolifera en una descarga estilística de símiles y retruécanos.” (Cadavid en Tabares, s. f.). La cuarta tendencia es la de carácter prosaico y narrativo. Al respecto, explica el poeta santandereano: “Cierta obsesión por la cotidianidad lleva a estos poetas hasta los límites de la prosa, con un lenguaje escueto, de corte coloquial” (Cadavid en Tabares, s. f.), en donde tiene lugar la estridencia seductora del rock. El quinto y último conjunto, añade el crítico, “agrupa a los poetas que intentan solucionar el poema mediante un discurso de corte filosófico” (Cadavid en Tabares, s. f.); es una corriente de extrañamiento fenomenológico por la cual “la imagen poética sirve para comunicar, argumentando, la percepción que subyace tras las apariencias sensibles” (Cadavid en Tabares, s. f.).

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Un esquema similar, aunque referido a cuatro tendencias, propone el profesor Enrique Ferrer Corredor (s. f.), quien denomina esencialista a la poesía que encarna en una inquietud de interrogación del ser, afín a la denominada por Jorge Cadavid de corte filosófico. La tendencia transmoderna de Ferrer Corredor se refiere a las poéticas que han “pactado con la razón y con el progreso sin descontar las perversidades de la modernidad”, lo cual corresponde en cierta medida a la corriente crítica y autoirónica de Cadavid. Bajo el nombre de poesía cotidianista y del vértigo, Ferrer Corredor (s. f.) postula tanto la “búsqueda del símbolo de lo cotidiano y de lo elemental [como] la radicalización de la ruptura de la vanguardia.” (p. 2).

Otra tendencia, la última, da cuenta de la poesía de carácter prosaico y narrativo, que no es exclusiva de este grupo, sino que forma parte de una tendencia nacional y latinoamericana, incluso occidental. El poema en prosa y la narrativa poética se constituyen en una corriente moderna iniciada con el verso libre, sin metros ni rimas. Rafael Maya fue el primero en hacerlo en Colombia hacia la mitad de la segunda década del siglo XX. Desde entonces, es patrimonio común de toda la poesía contemporánea, como lo muestra el estudio y la antología del poema en prosa colombiano que hizo Fredy Yezzed (2010).

Por su parte, Federico Díaz Granados, encargado de realizar ediciones antológicas de la nueva y joven poesía colombiana en Bogotá (1997, 2001, 2011), Montevideo (2005) y México (2007), complementa lo anterior al caracterizar algunas voces singulares, como la de Juan Felipe Robledo (1967), y otras más vinculadas a la tradición europea, clásica y oriental o mítica, como la de Hugo Jamioy (1971), en razón de la pluralidad estética de nuestro tiempo de hibridez y diseminación, divergencias y yuxtaposición culturales, propio de una posmodernidad vernácula que, a su modo, crea y funda una originalidad sin purezas o esencias, para vincularse con las tendencias globales de una literatura que no solo es del dominio capitalista, sino también refugio y resistencia de la embestida mercantil.

Otra lectura complementaria la realiza Robinson Quintero Ossa para la Casa de Poesía Silva, institución que realizó una edición actualizada de su Historia de la poesía colombiana en 2010. En el capítulo dedicado a la poesía actual, denominado “Las nuevas voces, los nuevos libros”, la generación de 1970 —sin nombre aceptado, por ahora—, es caracterizada a partir del estudio de autores y poéticas vinculados a los fenómenos editoriales: colecciones de libros, antologías y revistas, y algunos concursos nacionales de poesía. El resultado es una amplia pero selecta colección de diez anaqueles con nombres y obras representativos de lo que hoy por hoy es la poesía colombiana del siglo XXI, cuyos rasgos generales de un “lirismo de lo cotidiano, el oficio de la imagen, la alegoría o el símbolo, el acento intuitivo y el desenfado expresivo” (Quintero Ossa, 2010) configuran, sin embargo, ese nuevo rostro, del cual dan testimonio los 20 poetas seleccionados.

Luego de este breve recorrido crítico, pensamos que uno de los factores relevantes para tener en cuenta de la poesía del nuevo milenio, y de esta generación en particular, es la presencia de la mujer2, algo en nada gratuito ni concedido bajo demandas o reclamos de paridad de género o corrección política. La escritura femenina cobra relieve, densidad histórica —para decirlo en términos algo formales— cuando hace propuestas inusitadas y supera el habitual erotismo desaforado y el sentimentalismo excesivo, como bien señala Quintero Ossa (2010).

Los anteriores elementos son comunes a una emancipación literaria que cuenta, ahora, con poéticas de supremacía estética, tal y como en su momento postulara Harold

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Bloom (1995) acerca de la disputa nocional de lo estético, hecha en torno al debate de fin de milenio sobre la apertura del canon occidental.

Quizá el momento presente consienta suponer la idea de una tradición de tradiciones en la nueva poesía colombiana, en la forma en la que el poeta español Álvaro Salvador (2006) define cierta lírica reciente en Latinoamérica, y dejar finalmente la tradición de la ruptura, para repensar la pobreza nacional como parte de las continuidades y discontinuidades literarias. Por ello, al estimar la insularidad característica de las últimas generaciones, se constata el carácter personal distintivo no solo en una voz frente a otra, sino en una filiación individual poco fortuita con las poéticas de más reconocimiento en la lírica colombiana actual.

Son algunos autores de la mencionada generación sin nombre, decíamos (quienes mayores y significativos influjos directos ejercen en la etapa formativa de los nuevos poetas), hoy en día enriquecida con otras tradiciones literarias y culturales, distintas y complementarias de la lengua española, que por ello mismo sitúa a esta generación en una dimensión de apertura, más allá de los referentes locales.

De tal suerte que un rasgo predominante en estos poetas es heredar el carácter polifónico que los antecede, pues también cultivan la soledad sin adhesiones a estéticas colectivas, propias de los movimientos ya desaparecidos de la escena literaria en Colombia durante las últimas décadas. Y al tiempo de constituir publicaciones propias o medios de difusión transgeneracional, han logrado participar de los ya creados dentro y fuera del país, en calidad de colaboradores o invitados, como es el caso de al menos tres revistas emblemáticas de la literatura nacional del siglo XX: Golpe de dados, fundada y dirigida desde 1972 por Mario Rivero; Puesto de combate, creada por el escritor Milcíades Arévalo en 1973; y Luna nueva de Omar Ortiz Forero, editada desde hace décadas en Tuluá. Otro elemento aglutinador no menos importante de la diversidad literaria es la voluntad individual que respeta la diferencia, lo cual hace que esta generación sea más solidaria y menos enfrentada por asuntos de credo estético y político o por simple recelo personal.

A los rasgos descriptos se suman las circunstancias no casuales de crecer en un país con problemas inveterados y deudas históricas, y en ciudades de interacción cultural desigual, afectadas por todo tipo de violencias. Esto hace considerar las características no estimadas de los poetas colombianos que empiezan a publicar sus primeras obras a mediados de los noventa del siglo pasado: algunos en procura de consolidar un estilo, otros de madurar una obra literaria que alberga géneros y oficios afines (el ensayo o la narrativa, o bien el ejercicio docente, la edición o el periodismo).

Como se intuye, la valoración particular de estas voces requiere continuar la reflexión aquí esbozaba para lograr identificar mejor los rasgos singulares y definir con claridad sus virtudes en proyección. El déficit crítico —con la salvedad de los estudios citados en extenso— se compensa con la difusión creciente de muestras y panoramas colectivos, editados principalmente en Colombia, México, Uruguay y España, tarea que ha desempañado de modo incansable —ya lo decíamos—, el poeta Federico Díaz- Granados, y también bajo ediciones virtuales en la web. Santiago Espinosa y Pablo García Durán lo han hecho dentro de este nuevo formato editorial, junto con la revista electrónica La raíz invertida y la mexicana Círculo de poesía.

Algunas reflexiones breves como la de María Clemencia Sánchez (2013) se apoyan en la línea de tiempo de la tradición poética del siglo que se proyecta en la poesía colombiana del XXI. Desde una perspectiva singular y nueva, que religa poesía y religión, Rómulo Bustos Aguirre (2013) ensaya acerca del poema contemporáneo en

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Colombia como espacio de reflexión de nuestra poesía. La muestra complementaria de ocho poetas caribeños que realiza da a conocer los caminos que abre la diversidad lírica actual.

La aproximación crítica no impide afirmar que estos poetas representan, dentro de un conjunto mucho más amplio, algunas de las tendencias descriptas, cuya tradición fuera marcada por la heredad hispánica colombiana y por ser refractaria a las corrientes externas de la modernidad literaria. Corrientes o estilos propios que los sitúan en un horizonte nuevo de continuidad, más que de ruptura, con respecto a los temas, acentos y visiones de la poesía contemporánea de Colombia; en especial, la escrita durante el último cuarto de siglo: resulta significativo reconocer, por ejemplo, la impronta de la cotidianidad urbana y la contemplación trascendente de poetas como Mario Rivero (1935-2009) y José Manuel Arango (1937-1999), o bien la metáfora imaginativa y la condición ante el dolor humano de Juan Manuel Roca (1946) y Raúl Gómez Jattín (1945-1997), respectivamente.

Para el caso de las mujeres, este factor de parentesco literario, de aires de familia (distinto de la consanguinidad antropológica) es mucho más complejo de precisar, puesto que, si bien hay referentes propios en la geografía literaria del país (Matilde Espinosa [1911-2008], Emilia Ayarza [1919-1966], Meira del Mar [1922-2009], María Mercedes Carranza [1945-2003], Piedad Bonnett [1951] y Orietta Lozano [1956] son los casos de obras más logradas), la suya es una tradición que desde su origen se aparta de las fronteras nacionales de la lengua, elige voces no solo femeninas, se sitúa en otros contextos e indaga afuera, por el carácter denso y trascendente de lo humano.

La selección poética de la muestra adjunta permite, sin embargo, un acercamiento a las voces que configuran esta generación. Y es a partir de los estilos y los temas tratados que una idea de país se retrata para verse a sí mismo en cada poeta, cuya diversidad caracteriza un tramo de la poesía colombina del siglo XXI.

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Anexo

JOHN JAIRO JUNIELES

(Sincé, Sucre, 1970)

POEMA DE MADRE

La vida es una mujer con sus dos manos para hacer lo que haga falta.

Un marcado aire de familia me une con esta modista que lleva treinta años frente a una Singer, que escucha radionovelas, y que aún conserva en un armario los tres ombligos de sus hijos.

¿De qué madera está hecha esta canoa que lleva medio río sin quejas, y piensa que todo mal lleva al bien amarrado en la cola?

¿Cuántas muertes me faltan a mí para parecerme a ella?, para decir como dice ella:

“Si vives como si tuvieras fe, la fe te será otorgada”.

Años antes de que yo naciera madre colgó una estampa que aún pervive: Dos niños recogen flores a la orilla de un despeñadero y un Ángel de la Guarda conjura el peligro con su presencia.

Dime madre con tus ojos el secreto,

dime cómo se llega alegre hasta el final, a pesar de los abismos, dímelo a mí, que soy la única pluma sucia de tus alas.

JOHN GALÁN CASANOVA

(Bogotá, 1970)

ALMAC N AC STA

Viejas letras de madera

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sobre la fachada blanca de cal anuncian a los pobladores

el ALMACÉN ACOSTA.

Nadie se ha ocupado

en reemplazar las que han caído.

Cuántos años creciendo

recostado bajo el marco de la puerta para nunca reparar en estas cosas.

Es preciso una tristeza

que lo traiga a uno de regreso, apoyar una escalera sobre el muro

y fijar el cartel

EMILIO ACOSTA MARTÍNEZ

—, mi padre, HA MUERTO.

MARÍA CLEMENCIA SÁNCHEZ

(Itaguí, 1970)

CANCIÓN SEFARDÍ

En mi sueño no llueve, señor de

Las sequías, sólo hojas del suelo

Del olvido y memoria de manzanas

Son el ancho campo de

Mi cielo encendido.

En mis sueños la palabra lluvia, señor

Del olvido, llena el río de la noche,

Alegre testamento del sol de

Mañanas que no veo.

Nada hay en mi sueño que sea

Como la humedad de abril

En la tierra del agua prometida

Y sin embargo, señor del estiaje,

En mi nombre abrevan las sombras

Del desierto.

HUGO JAMIOY

(Valle de Sibundoy, 1971)

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EN LA FRONTERA DE LA VIDA

Junto al longevo fogón

tu silencio y tus canas blancas se confunden con el humo. Pareces ausente, abuelo. Cómo duele saber

que cada día andas más cerca

de la frontera de la vida. Y en aquel canasto donde me enseñaste

a recoger la cosecha de maíz voy atesorando tus palabras. Las moleré, las fermentaré

y todos los días de tu ausencia en tu nombre,

una copita, una copita, una copita.

GUSTAVO MACEAS (Bosconia, César, 1972)

A DOS DÍAS DE TI

A Jéssica Ustate

Hay un triste hoy, hoy, que no termina, sin romper su rumor, a veces en blanco y sólo en blanco, para borrar la frente y conciliar con los espejos la tarde que es en la sombra de cada cosa, alguna vez móvil y ya. Viendo venir el vacío, se sabe que no es blanca el ala de las sagradas cosas ni quiebra el instante su vuelo ya efectuado; es el milagro de la posibilidad que estalla en su belleza: inconclusa forma de verlo. Entonces nunca, nunca el día pasa y te ve: inédito ayer; entonces queda un olvido tan intenso y tan lúcido inscribiéndote en el papel del otro: lienzo regular de la noche. En el borde infiel de tu canto cantan los minuendos de la luz, y un resplandor predice la forma: ya está ahí, fuera del día; ni hoy ni mañana. Intacto está el lugar que dejas en el sueño, el riesgo de anhelar, ver que nada bueno hará detener el tiempo en el deseo. Pronto la lluvia ha decidido ser inocencia, qué harías, deletrearla entera. Tu amor excede el riesgo propio de entrar en auténtica caída, en el vértigo de un espejo póstumo donde arriba el azar para estar solo, sólo en este hoy, único y venidero tú; de ti lo lejano, entonces –que en nadie tan bien acude– muestra lo que llamarás tuyo y tantas otras cosas: el aire de espaldas, el retrato de la alegría: música en sí. Y ya empuja, lo inútil empuja. Asciendes en certidumbres: estar a dos días de ti es el dios que no existe –todavía. Tú mismo seguirás creyendo hasta que exista, y la hora, lejos, más lejos quedará. Inventando tu

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regreso la ves caer entre las otras y eso excita poco la espera; pero –tampoco– el perfecto escepticismo te hará imposible entre lo imposible de ser tú, un día después…

CÉSAR SAMBONÍ

(Bolívar, Cauca. 1972)

CALLE DE ALTOZANO

Piedra sobre piedra. Una a una.

Algo se perdió de nosotros que fueron los antepasados: Aquileo Ruano y esos hombres venidos de Chalguayaco, su única ambición quizás era hallar una mujer capaz de criar a los hijos, nada perseguían aparte de la gloria de un cuerpo generoso, de un abrigo para los días de lluvia sin tregua.

La carcoma del olvido es un terrible tapiz que oculta la memoria de otros días: los leños fracturándose en la tensa noche, las viejas lámparas de gasolina, las planchas de carbón y el rumor de los espantos, ávidos de amar a los extraviados, bajo el influjo del viento desahuciado por el árbol

o las hojas de eucalipto.

Solos, la noche, la lluvia y esa tarde. Piedra a piedra

fue borrada la estirpe de Altozano.

El ruido de los motores confirma lo triste del asfalto. Se escucha otro estruendo. Mañana la tierra tembló. Es el día de Saturno y se presagian fuertes lluvias.

SANDRA URIBE PÉREZ

(Bogotá, 1972)

HIPÓTESIS TARDÍAS

Si mi casa estuviera hecha con palabras no me calcinaría el silencio, la humedad y las grietas no serían más que metáforas del frío

que se alimenta con mis huesos.

Si mi morada fuera un poema tendría una fuente en la mitad del patio y las monedas oxidadas por la memoria de tantos deseos perdidos no hablarían en los bolsillos del hambre.

Si la argamasa de los muros estuviera hecha de aliento incontenible, si las vocales llenaran las horas con ese humo que no asfixia, sería difícil desprenderse del fuego,

alejarse cuando el crepitar se hace canto y la luz sube por la garganta: no mediarían en la atmósfera los vocablos de la muerte,

no podría, como ahora, olvidar la manera de respirar.

PASCUAL GAVIRIA

(Medellín, 1972)

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EN EL MATADERO

El degüello obedece a las leyes de las tardes mecánicas. Los novillos son izados estando ya medio muertos,

las poleas los mueven por el aire, atados de una pata trasera, y el filo se repite sobre sus arterias mayores.

Nada de ofrendas, nada de frotarles el lomo con ceniza. No hay tiempo para limar sus cuernos,

para hacerlos apuntar al cielo y

coincidir con la corona del paciente buey.

Su sangre se derrama sin ceremonias y

sus cabezas no se encumbran en las encrucijadas de algunas ramas secas.

Pero los dioses lejanos son comprensivos,

reciben con agrado esa seguidilla de muertes, esa tropa inocentes de despojos. Saben que necesitamos de sus gracias a cambio de ese ritual de carniceros.

Y le entregan a las faenas diarias del matarife

un valor para curar las angustias de la joven embarazada; acogen la sangre de tres reses como dádiva de una pareja y sus recientes promesas; oyen las últimas quejas

de los sacrificados como oraciones de los hombres enfermos.

Entienden esos dioses que no están los

tiempos para adorar novillos o investir matarifes de feria. Tal vez también a ellos

convenga la desmesura de ese rito deslucido.

JUAN CARLOS ACEVEDO

(Manizales, 1973)

HISTORIAS ALREDEDOR DE UN FOGÓN

Nos acostumbramos al fuego. Cada amanecer un pequeño estallido encendía la llama que calentaba el dormitorio durante el día. En las noches, debo decirlo, las brasas mantenían el ambiente tibio. Esa chispa inicial sobre el carbón emprendía toda una aventura. Padre inició sus conocimientos con el abuelo, la historia anterior nunca la supe, pero Padre pudo dominar el fuego a su antojo desde siempre. Cerca de las cuatro de la mañana preparaba el fogón, disponía los tizones en forma circular, para cubrirlos

—después— con un poco de esperma o de aceite, luego encendía una mecha que poco a poco daba fuerza al carbón que enrojecía hasta arden.

Madre, laboriosa, había preparado con anterioridad el maíz. Él, en el silencio delicado del parpadeo, lo amasaba con alegría e iba dándole forma de disco. Mientras el fogón

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tomaba su temperatura ideal Padre organizaba sobre la parrilla uno tras otro sus discos blancos. Minutos después, en el frío de las madrugadas de esta Ciudad Amarilla, Él y su fogón asaltaban las calles y, con el olor a maíz tostado, anunciaban a los pocos transeúntes y a los muchos niños que dirigían sus pasos a la escuela que las arepas estaban listas. Las vendía con mantequilla, con queso rallado y hasta con miel. A mitad de la mañana Padre había terminado la primera jornada y nosotros nos preparábamos para ir a la escuela.

Cuando la noche anunciaba oscuridad, el ritual se repetía y Padre y su fogón asaltaban de nuevo las pequeñas calles de mi infancia. Nunca lo vi hacer otra cosa. Hace nueve años murió. Hoy tengo la edad del otoño y veo en los frigoríficos del “Super” paquetes de discos blancos, que distribuye una multinacional y que seguramente producen en serie en Medellín o en Manizales. La vida cambia, la memoria no.

CARLOS PACHÓN GARCÍA

(Villavicencio, 1973-2014)

REVÓLVER

Al Departamento Administrativo de Seguridad

Papá brillaba su revólver cada noche antes de dormir. Lo dejaba reluciente y en su reflejo la cara de la muerte.

El respeto por sus cosas nos prohibía moverlas de su habitación. El arma permanecía debajo de su almohada. La mantenía allí como un salvamento, por si sobrevenía el espanto.

Cuando la confusión y el disparo, los agentes del DAS se llevaron el revólver bajo la sospecha que ellos siempre tienen de los inocentes. Nunca lo devolvieron, cortando de tajo un destino familiar. Tras una exhaustiva investigación sólo se esclareció que papá se voló la cabeza una tarde de miércoles.

De cuando en cuando ha regresado el espanto y hemos dirigido la vista hacia la almohada en busca del brillo, del metal, del alivio.

FEDERICO DÍAZ-GRANADOS

(Bogotá, 1974)

BALADA PARA MIS JUGUETES

Con la escarcha de mis sueños

mi infancia coloreaba —en tiempos del hielo— el alfabeto de mis juguetes

estancados en una esquina de la vida

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bajo una carpa donde escampan al paso de los días. Eran mis juguetes pequeños monarcas

con quienes construía naciones imaginarias en el aire

y buscaba el aullido de la noche al otro lado de una estrella. Tan eternos y fugaces como la memoria.

Han pasado calendarios

y se han despoblado los minutos de mi vida

y aquellos amigos a quienes di un nombre y una historia ciudadanos de mi alcoba

no sobrevivieron a mis guerras.

Ahora —en tiempos del deshielo— cuando la infancia y la muerte

me juegan a los dados con mis manos pido asilo entre mis juguetes aunque sea ya un extranjero

en ese país de luces y fantasmas.

CAROLINA URBANO GUZMÁN

(Pasto, 1974)

LA CASA

El reloj marca los segundos que se esparcen por la casa,

a un lado marchan los recuerdos regados extrañamente

por todos los rincones.

Aparecen y desaparecen como la bruma.

Algunos no han dejado de habitar en la biblioteca y ya están en el baño o la cocina.

Aparecen

ydesaparecen.

Así también las rutas y los laberintos.

Antes de llegar a las ventanas es habitual toparse

con algún trozo olvidado de soledad.

No es necesario buscar la salida, ni el oficio de sus habitantes en los cuartos vacíos.

En la casa,

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no hay mapa, ni señales, ni mañana, solo años y años de permanecer

hasta encontrar un lugar que semeja el destino de tanto ver al azar

urdir su morada.

CATALINA GONZÁLEZ RESTREPO

(Medellín, 1976)

PROMESA DE LA PRINCESA

Desde la torre miro el mar. A mi encierro lo acompañan las saladas noches y los fantasmas que se evaporan en las gotas de las lágrimas. Es como si fuera la única forma de darles mejor vida, de expulsarlos al vuelo del cielo, para que regresen al lugar de donde vinieron y no se pudran en mis huesos.

Yo decidí esconderme aquí, lejos de bailes, máscaras y cortejos. Estoy perdida. Parece que mi historia hubiera sido escrita por un ciego. No veo mi camino, la luz me ha abandonado. Ni siquiera sé quién soy yo, olvidé mi nombre, y la poca memoria que me queda está en las palabras que grito al viento para exorcizar mis penas.

No he contado los días que han pasado desde la primera vez que vine aquí a escuchar las olas y fantaseamos con un viaje, con cruzar el horizonte y anclar en otro puerto. Desde ese momento subíamos cada noche y formábamos una isla con

nuestros cuerpos.

No lo he vuelto a ver, supe que se marchó solo, yo no cabía en su equipaje. Sin embargo, seguí viniendo cumplidamente a esperarlo, hasta que me quedé aquí para siempre.

Muchos marinos vienen a mi playa, sólo un rumor los trae hasta mí, pero asustan cuando me ven. En el instante en que las retinas se encuentran y se devuelven nuestras imágenes, también temo. Hace tiempo que no me miro en un espejo y ya no me reconozco a mí misma. Soy una diosa harapienta y vieja condenada a la inmortalidad.

Casi todos enloquecen y me poseen, se sienten pequeños y quieren rozar un pedazo de mi antigua belleza. En su deseo, recupero la suavidad en mi piel, la fortaleza de mis músculos, la frescura en mis labios y el color de mis ojos. Su amor me devuelve la juventud, pero su egoísmo me regresa mi verdadera faz. Ellos no lo resisten y sin pensarlo se lanzan al agua. Cada uno me deja una arruga y ya son tantas que me he convertido en leyenda. Los más sensatos se burlan de mí y sus carcajadas estremecen mis entrañas una vez más.

Algo debió pasar para ser desterrada de este mundo. No lo recuerdo.

LAUREN MENDINUETA

(Barranquilla, 1977)

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LOS GRITOS ADULTOS

para Silvia Favaretto

Acontece que a veces es necesario recurrir al grito, el alma se angustia y viene el cuerpo en su auxilio. El cuerpo vaciado de palabras,

lleno de miedo,

ahíto de lamentaciones terminará por gritar.

Rara vez el grito de un cuerpo es oído por otro cuerpo (por eso aprendemos a gritar hacia dentro, atesoramos nuestra desesperación,

renunciamos a gritar como niños perdidos, crecemos).

Los hospitales están repletos de gritos mudos y los llamamos cáncer o artritis o depresión uno y mil nombres asustadores

y a veces definitivos.

Un cuerpo que grita sólo desea ser escuchado por otro cuerpo. Cada uno con su necesidad del otro porque el yo no basta. No tiene por qué bastar.

Pretendo gritar, gritar hasta perder la voz. Volver a ser pequeña,

ir hacia atrás,

hasta los tiempos en los que sólo podía expresarme con llanto y a nadie asombraban mis bramidos absurdos.

Ambiciono incluso ir más allá en el tiempo

hasta regresar a la edad definitiva y segura de la nada.

HELLMAN PARDO

(Bogotá, 1978)

EL FALSO LLANTO DEL GRANIZO

I

Me enamoré alguna vez de una mujer con los pechos recién ungidos.

Era el tiempo de la guerra.

Ella recogía esparto en estaciones violentas

y yo veía crecer dos o tres caídos sobre la hondura del agua.

La noche en que durmió el búho cetrero

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un estruendo levantó las tapias y la trepadora

que ascendía hasta los tejados

dejó su rastro a los pies de las bisagras.

Nuestra casa

una pluma en la memoria.

¿Con qué adobe está hecha su voz que aún se oye

por el derruido cielo raso?

II

Es la lágrima del ángel que se hunde entre las losas o son los muslos de la muerte trenzando su sudario.

Hay un latido sordo

un galope súbito en los azulejos del alma.

¿Bajo qué baldosa ofendida encontrar su eco de ceniza y espanto?

III

Me enamoré alguna vez de una mujer con los pechos recién ungidos en tiempos de guerra.

Su piel de araucaria se vino abajo con los muros que construimos mientras veía desatarse

el indómito fuego y el falso llanto del granizo.

SAÚL GÓMEZ MANTILLA

(Cúcuta, 1978)

DEL ÁNGEL CONVERSO

En sus palabras

todo el tiempo contenido.

En sus gestos

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ante la luz que lo atormenta el pasado evoca.

En su interior

un delirio de tinieblas lo habita.

FREDY YEZZED

(Bogotá, 1979)

TENGO UN RECUERDO que deseo salvar de mí mismo:

En las tardes, después del colegio, siempre me esperaba a la salida, por orden de mi madre, la señorita Krüger. Una mujer gruesa y blanca que arrastraba sacos largos como gatos muertos. Casi inmóvil y sin saludar, me tomaba de la mano y caminábamos en silencio a través de las calles. Nunca dijo: “¡Qué sucia tenés la cara!” o “¿Qué tarea te han dejado hoy?”.

Sin embargo, a pesar de su grotesca nariz y el olor a encierro, lo que amaba de la señorita Krüger era su amor por el agua del lago del parque Centenario. Se sentaba en la banca de madera, sacaba de su bolso un libro que nunca leía y se ponía a ver el agua o los asquerosos peces o el color de las plumas de los patos. Podía pasar sin parpadear horas enteras en esa tarea difícil de descifrar la luz. Si hay un instante de felicidad en mi infancia fue ese aire, ese sol en la piel, ese lugar de solitarios.

Siempre me pregunté por los delirios de amor que la señorita Krüger ocultaba en sus párpados caídos, por los cadáveres muertos en sus rollizas carnes, por las voces gritando dentro de ella. La señorita Krüger se moría con un piano de fondo todos los días un poco más.

Años después pregunté a mi madre por la suerte de la señorita Krüger. Mi madre sólo dijo: “Esa mujer… coleccionaba candados”. Y yo pensé: “Objetos silenciosos…”.

ELISABETH MARÍN BEITIA

(La Unión, Valle, 1979)

NEGLIGENCIA

La lluvia lejos

Repica

No entiendo el flagelo de las gotas

Que se estrellan en un líquido griterío

El estampido grosero de su eco me golpea

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La tranquilidad

Cosa basta

Es madera carcomida por el moho de las voces

Pienso en eso mientras la araña de humo

Cuelga su soga en mis pulmones

Llueve lejos

El horizonte es una verja

Que alguien destruye en la distancia

Hierros que rasgan

Eso duro y sinuoso

Semejante al dolor

Que serpentea en mi vientre

Llueve lejos

No alcanzo aún el ahogo necesario

Para entenderlo

GIOVANNY GÓMEZ

(Bogotá, 1979)

COMPAÑÍA

Mi hija repite las últimas sílabas de cada enunciado que su madre le enseña en voz alta para rezar escucho el tarareo involuntario de una canción

donde cada parte de la oración se aprende primero por el final (mi dulce compa)ñía

(no me desam)pares (ni de)noche

(ni de)día

Al habla una niña repite

una solicitud antigua para sus jóvenes sueños pero cada silencio suyo pronuncia algo adivina algo

¿Sabemos quién es nuestra compañía Entenderemos por qué nos desampara y será nuestra noche y nuestro día?

LUCÍA ESTRADA

(Medellín, 1980)

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Para Luciana

XXI

Entro en la fiebre. Desde mi ventana veo el nacimiento de los mares, colinas que la espuma reviste, novias muertas, sumergidas. Temo ser encontrada con esa visión, que descubran mi deseo de correr tras una legión de ahogados. El cuerpo se precipita, resplandece. Soy una con el todo; los pies me liberan del camino. Convulsa la espada, el oro del estanque. La llama va en ascenso, corta el hilo de la resistencia. Hay una mano perdida para la escritura, otra que la rescata. No la teje, sólo cuida de la verticalidad del sueño. No paro de caer. Mira esta lluvia malva: ha encontrado otro linaje, un anticipo místico, un animal de fondo que se recuerda y nos recuerda.

Es el frío, la exaltación, la mano que te abre, y el goce. No sueltes la flor.

Notas

1Bajo un título paródico que recuerda la reflexión de U. Eco acerca de la posmodernidad, en “Edénicos y apocalípticos”, Humberto Jarrín (2013) le toma el pulso al movimiento poético en Cali, para cuestionar el carácter gregario de los colectivos que proliferan en la capital del Valle del Cauca, bajo el mero activismo literario de convocar recitales y celebrar tertulias, sin acaso consolidar una propuesta poética destacada por parte de sus miembros. Este carácter gremial acentúa la excepción que caracteriza la individualidad de los poetas nacidos en los años setenta y ochenta.

2Una antología poética de mujeres que cubre el periodo de nuestra muestra y la aproximación crítica es la que preparó Andrea Cote para Vaso Roto en 2019, titulada “Pájaros de sombra. Diecisiete poetas colombianas (1989-1964)”.

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