DANZANDO LA NACIÓN: UNIDAD, TENSIONES Y FISURAS EN LA

CONFIGURACIÓN DEL SER NACIONAL

Natalia Elisa Díaz *

RESUMEN: Las danzas tradicionales han sido vehículos eficaces para dar cuerpo a ideas de nación. Dentro del campo de las danzas folklóricas argentinas existen dos perspectivas: la académico-tradicional y la expresivo-vivencial que, a partir de tradiciones selectivas diferenciadas, producen configuraciones del ser nacional específicas. El presente trabajo tiene por objetivo analizar espacios de transmisión de danzas folklóricas y analizar cómo cada corriente restaura una particular idea de nación sobre los cuerpos, espacios y afectos de los bailarines. Para hacer esto formé parte de tres talleres que adscribían a la primera corriente y dos que pertenecían a la segunda perspectiva de la danza. Como técnica de recolección utilicé la participación observante, en algunos talleres pude filmar las clases y en otros tomé notas en el diario de campo. Además hice cinco entrevistas semiestructuradas a los profesores de los talleres con el objetivo de reconstruir al campo de las danzas folklóricas, su historia, disputas y fronteras.

PALABRAS CLAVE: Danza- Campo- Folklore- Performance- Ser Nacional-Tradición Selectiva.

DANCING THE NATION: UNITY, TENSIONS AND FISSURES IN THE CONFIGURATION

OF THE NATIONAL BEING

ABSTRACT: Traditional dances have been effective vehicles to give shape to ideas of

nation. Within the field of argentine folkloric dances there are two perspectives: the academic-traditional and the expressive-experiential that, from differentiated selective traditions, produce specific national being configurations. The purpose of this work is to analyze spaces for the transmission of dances and to analyze how each current restores a particular idea of nation about the bodies, spaces and affections of dancers. To do this I was part of three workshops that attached to the first current and two that belonged to the second perspective of dance. As a collection technique I used the observant participation, in some workshops I was able to film the classes and in others I took notes in the field diary. I also did five semi-structured interviews with the teachers of the workshops with the aim of reconstructing the field of folk dances, their history, disputes and borders.

KEY WORDS: Dance- Folklore- National Being- Performance-Selective Tradition.

*Dra. En Ciencias Antropológicas. Facultad de Filosofía y Letras. Investigadora en CIECS. Universidad Nacional de Córdoba. nataliaelisadiaz@gmail.com o diaznataliae@hotmail.com

Recibido 05/06/2019 Aceptado 07/09/2019

Introducción

Para los intelectuales nacionalistas de principios del siglo XX, el problema central que aquejaba a la Argentina era el de las transformaciones sociales que estaba generando el proceso de modernización impulsado por las clases dominantes (Beraza, 2005; Prieto 1988) Y entre esas transformaciones les preocupaba el aluvión de inmigrantes, a los que veían como un enemigo de clase que amenazaba con descaracterizar a la cultura argentina. La nación era percibida como amenazadoramente múltiple en pueblos y extranjera. Ante esto el estado nación, como señala Rita Segato, “presionó para que la nación se comportase como una unidad étnica dotada de una cultura singular propia, homogénea y reconocible (2007: 49). Y esta cultura fue vinculada discursivamente por el nacionalismo cultural con el mundo del criollo, con las actividades y formas de vidas rurales y provincianas, con prácticas que adquirieron el estatuto de tradicionales.

Como afirman numerosos autores (Hirose, 2010; Archetti, 2003; Kaeppler, 2006; Solari y otros, 2012) las danzas y músicas folklóricas han sido elementos eficaces para dar cuerpo a ideas de nación por medio de la creación de sujetos nacionales que la actúan y actualizan en su práctica, imaginarios y repertorios afectivos. La formación de un inventario de “danzas folklóricas nacionales” institucionalizó a las danzas sociales produciendo modificaciones en sus sentidos y formas. Como relata Hirose (2010), primero fueron apropiadas de sus comunidades originarias; luego algunos de sus elementos coreográficos, nombres y contextos de sus performances fueron modificados y por último se produjo la reducción o fosilización de las variaciones coreográficas.

La reducción de la variabilidad coreográfica en las danzas tuvo varios objetivos: primero facilitar su difusión, segundo orientarlas a su escenificación y por último su “sanitarización ideológica”. (Hirose, 2010). Sanear las danzas implicaba apagar en los movimientos las huellas del origen, transformándolas en un discurso neutro de otras identidades que no fueran europeas, borrar marcas de clase y controlar los gestos y emociones para así volverlas dignas de encarnar al ser nacional.

Las danzas que eran interpretadas en el patio de una casa provinciana, entre árboles que guarecían del sol, fueron primero recogidas por los maestros normales en el marco de la Encuesta Folklórica del Magisterio, luego por los estudiosos del folklore que desde mediados de la década del 30 produjeron copiosa documentación sobre el posible origen y evolución de los bailes folklóricos y posteriormente fueron subidas al escenario por figuras como Andrés Chazarreta, Joaquín Pérez Fernández o Santiago Ayala. Estas danzas regionales legitimaron su carácter argentino en Buenos Aires y fueron proyectadas como parte del patrimonio cultural nacional y devueltas a sus provincias como “danzas folklóricas argentinas” a través de la labor realizada por la escuela y las academias de danza.

La creación de la Escuela Nacional de Danzas, siguiendo a Hirose (2010), a cargo de Antonio R. Barceló, durante los primeros años del gobierno peronista, tuvo como objetivo específico unificar los criterios de enseñanza de las danzas folklóricas por medio de la creación de una metodología que posibilitara la caracterización, fijación y transmisión de los pasos, figuras y demás elementos que las componen. Esto les permitía a los profesores sumarle a la enseñanza de las coreografías la historia de las danzas, sus características musicales, todo aquello que mejorara la comprensión del baile y, por ende, asegurara una adecuada interpretación. De esta forma, el folklore se

volvió materia de enseñanza en las escuelas, en espectáculo fijo de las fiestas patrias, en el solaz del tiempo libre de los niños de las clases medias y populares. Así, estas danzas que habían perdido su carácter popular regresaban a la gente cargadas de nuevos sentidos y fuertemente codificadas. Ya no eran sólo danzas, eran la expresión unificada del ser nacional.

Claudio Díaz en sus “Variaciones del ser nacional”, analiza cómo “géneros musicales provenientes de diferentes regiones entraron en relación entre sí formando un sistema, y se desarrolló un discurso que procuraba establecer mecanismos de unidad alrededor de la idea lo “Nacional”, generando así un principio de diferenciación” (2009: 41). Cada paradigma de producción, identificado por Díaz, dentro del campo del folklore produjo una particular definición del ser nacional. Así, el paradigma clásico estableció una perspectiva primordialista de la nación, donde todos los géneros regionales eran expresiones, acentuaciones diversas de la misma nación. Para este modo de comprender al folklore, las tradiciones provincianas recuperadas en el presente se constituyen en representación de un conjunto de significados y valores que se consideran “esenciales” y que hacen a una personalidad nacional, a una idea de argentinidad. En el caso del paradigma Renovador, Díaz considera que produjo una fisura en el nosotros nacional imaginado por el nacionalismo conservador, al introducir en la narración de la nación a nuevos sujetos de la historia como los obreros, estudiantes, campesinos, negros e indígenas. Y esta idea de identidad colectiva no se concebía sólo a nivel local sino también a escala latinoamericana. Emerge un ser nacional revolucionario, donde el folklore como música no sólo debía expresar las vivencias de este colectivo sino también contribuir a la toma de conciencia en cuanto a tal.

Estas disputas en torno a representaciones hegemónicas de la nación, que se producen en el campo del folklore alrededor de la música también suceden en relación a las danzas. El campo de las danzas folklóricas está conformado por dos corrientes: “la académica-tradicional” y la “expresivo-vivencial”. Cada una construye una tradición selectiva (Williams, 1980) en torno al pasado nacional, el estilo de restauración que cada una le impone a las danzas produce imágenes que orientan a los bailarines en preceptos sobre los modos de comportarse, lo que debe hacerse y no, lo correcto e incorrecto para un argentino en tanto tal. Por lo tanto se podría pensar al ser nacional como una “categoría de la práctica” (Grimson, 2000:20) es decir como modos de pensar y de sentir a la nación en los diferentes sectores sociales. En el presente artículo abordaremos contextos de enseñanza de danzas folklóricas y analizaremos cómo cada corriente performa una particular configuración del ser nacional sobre los cuerpos, espacios y afectos de los agentes sociales.

Corriente “Académico tradicional”

La perspectiva “académica- tradicional” (Zerbini y otros, 2009) de las danzas folklóricas es el resultado de una tradición selectiva (Williams, 1980) construida por los esfuerzos conjuntos de la Ciencia del Folklore, los ballets, las academias, los centros nativistas, los talleres de danzas folklóricas tradicionales y los aportes de los numerosos manuales elaborados por investigadores, artistas plásticos y bailarines folklóricos.

Los estudios inaugurados por Ventura Lynch (1883) y continuados por Carlos Vega, entre otros, consideran que “en cuanto a la formación del patrimonio coreográfico nacional, debemos a Europa el principal aporte de elementos. El principal, por no decir

el único; que apenas cuentan, en materia de bailes, los aportes aborígenes y africanos” (Vega, 1962: 12). De manera que, según los análisis realizados por Vega, las danzas tradicionales tuvieron su origen en los bailes cortesanos europeos que llegaron a América desde España y Francia, a las ciudades virreinales de Lima, Río de Janeiro y Buenos Aires, donde fueron transformadas y difundidas hacia los sectores populares y rurales (Vega, 1956). El autor, además, agrega respecto de los aportes afros e indígenas que estos “vitalizan el ambiente americano con imponderable inyección de

temperamento, de aptitudes, de maneras de hacer, pero no de formas1 (Vega, 1977: 10).

Esta tradición selectiva abierta por los estudios de Lynch y Vega constituye una matriz de producción y organización de la alteridad de la nación, donde los elementos afros e indígenas son expurgados, desechados como contrapartida de la emergencia de un sujeto nacional neutro, vaciado de toda particularidad. La sanitarización de las danzas tradicionales y la fosilización coreográfica son modos por un lado de construir representaciones hegemónicas de nación pero también formas historizadas de construir la otredad que se pone en juego en los modos de presentar y utilizar a los cuerpos en movimiento.

La corriente “académica tradicional” concibe a la enseñanza y aprendizaje de las danzas folklóricas tradicionales como una operación de conservación de una práctica cultural, heredada y sostenida en el tiempo, que debe ser honrada a través de una reproducción lo más fidedigna posible. La transmisión de coreografías no sólo es un modo de hacer cuerpo y de relacionarse con el espacio en relación a ritmos musicales particulares, sino que también es la enseñanza de una cultura afectiva, “un sistema de sentidos y valores propios de un grupo social, cuyo carácter bien fundado confirman, así como los principios que organizan al vínculo social”. (Le Bretón, 1999 : 12)

Aprendiendo a bailar: homogeneización de los espacios, cuerpos y afectos.

Tras infructuosos intentos pude encontrar al centro folklórico abierto. Era una casa antigua, de ventanales altos y grandes postigones, con una bandera argentina que la precedía. La casona queda ubicada en la calle Urquiza. Toqué timbre y me recibió un chico muy joven llamado Simón2, que resultó ser uno de los profesores.

El salón donde se dictaba el taller tenía forma rectangular. Estaba decorado con cuadros de rostros de gauchos (al estilo Martín Fierro), gauchos jineteando dibujados a lápiz, cuadros de chinas y escudos de cuero repujado. Estas decoraciones se encontraban sobre el lado izquierdo del salón, sobre una pared de ladrillo. Enfrente había un espejo de tamaño mediano a pequeño. Y sobre el fondo había una pintura gauchesca costumbrista, donde figuras dibujadas con trazos no muy definidos se encontraban danzando.

Los asistentes al taller éramos unas 12 personas de nivel inicial. Las edades oscilaban entre los 18 de una

chica, 4 que estábamos entre los 25 y los 35, dos de 50 y el resto superaba ampliamente los 60 años.

La clase comenzó con la profesora Sofía Rodríguez (una mujer de unos 70 años, psicopedagoga y profesora de folklore) enseñándonos el paso básico. Para esto nos hizo poner en filas de a dos e ir marcando el 1, 2, 3 con cada pie. Primero sin música y luego al son de un tema de Lolita Torres y Ariel Ramírez, creo que era una guaraña, un vals y al final un joropo venezolano. Haciendo esto recorrimos varias veces el salón.

Tras este “calentamiento”3, hizo la presentación del “cuadro de baile” para conocer la ubicación en el espacio y cómo hacer los desplazamientos en el desarrollo coreográfico. Indicó que la mayoría de las danzas argentinas son de pareja y que hay que mantener una distancia de 2 metros. En caso de que no hubiera espacio, 3 pasos hacia delante da el hombre y 3 de retroceso, y 2 la mujer, como forma de medir la distancia.

Sofía remarcó la importancia de comprender el lenguaje de las danzas, entender que cuentan una historia de amor y saber cuál es el origen de cada danza para entender el contexto en qué fueron bailadas. De esta manera iba contextualizando cada danza antes de que fuera ejecutada. Bailamos una chacarera simple para entrar en calor y luego un gato. Primero uno simple (con un giro al final) y luego uno doble (giro y contragiro).

La profesora insistía en que todo el tiempo estemos mirando a los ojos al caballero, que le sonriéramos y que era importante traer una pollera para comprender el movimiento del zarandeo. En el zarandeo el torso debía quedar erguido, sin moverse, debía primar la elegancia. La pollera no se agitaba (eso sólo se hacía en las danzas negras afroperuanas y por supuesto la cadera “se adormecía”). Había dos formas de agarrar la pollera: con la punta de los dedos y los brazos hacia el costado o la manera surera con la punta de los dedos tomando de frente la falda “como si mostráramos los anillos”. Sofía indicaba que “así bailaba la criollita del sur porque no quería embarrarse la pollera”. Dijo también que la manera de bailar del sur es más señorial porque las danzas del campo fueron llevadas a los salones, básicamente.

Nos corregía la posición: espalda erguida., brazos arqueados a la altura “como para abrazar a un hombre bien gordo” y las manos debían estar en forma de

canastilla. Y nos decía: “Si Ud. pone correctamente los brazos no hay forma que choque con el compañero”. En el gato con doble giro insistía en empezar con el pie izquierdo siempre porque eso “ordena al movimiento” y permite “perfilar el cuerpo antes de dar el paso”. (Nota de campo, Tierra y Tradición, 6 de abril de 2013)4

Entender a las danzas folklóricas como performance es definirlas como un proceso formado por una serie “de acciones corporales que transmiten saberes sociales, memoria y sentido de identidad a partir de acciones o comportamientos reiterados” (Taylor, 2012: 52). Por lo tanto, como podemos observar en el registro etnográfico cuando se entra a un taller se ingresa a un espacio de “entrenamiento” (Schechner, 2000) donde no se puede transmitir la manera correcta de experimentar las danzas, pero sí la forma adecuada de ejecutarlas. Se aprende haciendo. Bailar, es hacer carne una serie de lecturas sobre el pasado que se traducen en modos de hacer corporalidades, actitudes valoradas, modos de hacer género y una manera particular de acercarse y transitar al espacio en compañía de un otro.

El entrenamiento inicia con el “calentamiento”, en esta fase los alumnos se preparan para la danza, primero reconociendo el espacio a partir de dar vueltas por el salón y luego aprendiendo el paso “básico”5, paso de vals, que es la base para desarrollar cualquiera de las danzas tradicionales. La repetición del paso al son de diferentes ritmos, tiene por objetivo limpiar el movimiento y eliminar los defectos en su ejecución como “arrastrar los pies”, llevar las piernas muy estiradas o las rodillas muy flexionadas de tal forma “que se rebote como un caballito”.

Tras esa primera etapa, la maestra inicia un camino donde va introduciendo a los alumnos en las estructuras, convenciones y estéticas propias de las danzas folklóricas tradicionales. Dentro de las estructuras, la primera es la enseñanza del paso de danza, luego, hay que construir el espacio para la danza y esto se logra a través del “cuadro de baile imaginario”. El cuadrado imaginario según numerosos manuales (Berruti, 1998; Santos Amores, 1994) tiene cuatro lados que miden 2,60 m cada uno y los bailarines deben situarse a 2 m de distancia para que puedan realizar las figuras y los distintos avances y retrocesos.

La gran mayoría de las danzas tradicionales son de parejas (sueltas o enlazadas), por lo tanto el espacio coreográfico se construye a partir de cuatro colocaciones fundamentales para los bailarines:

El espacio para la danza se termina de preparar con la disposición de las parejas de bailarines en línea. La línea posibilita a la maestra no sólo observar el trazado del cuadro de baile y la calidad de los desplazamientos sino también controlar la homogeneidad de los movimientos en el desarrollo de las danzas. El palmoteo o la cuenta de compases musicales en voz alta también son recursos utilizados para asegurar que los bailarines no se corran del ritmo marcado por la música y asegurar el desplazamiento “en bloque”. La homogeneización de los cuerpos también se produce en la exigencia de un conjunto de posturas que el bailarín debe asumir: la espalda derecha, la cabeza alta, con los dos pies asentados en 45 grados y el izquierdo un poco más adelantado para “salir a la danza”. Los brazos, se colocan en forma de castañetas, es decir “deben estar flexionados (en arco), con los codos ligeramente hacia los costados y abajo, las manos a la altura de la cara, un poco más afuera de los hombros, sin

dejarlas caer, como si estuviéramos abrazando una pelota de esas grandes o a un hombre bien gordo” (Cuaderno de campo, Tierra y Tradición, 6 de abril de 2013).

Las danzas, siguiendo a Schechner (2000), son conductas restauradas que existen independientemente de los actores que las realizan. La labor de restauración se lleva a cabo en los ensayos y en la transmisión de la conducta realizada por el maestro hacia el aprendiz. En los talleres “académicos tradicionales”, los maestros transmiten con sus cuerpos y gestos los modos correctos de ejecutar las danzas, así, en ciertos momentos, realizan una figura o muestran cómo se usa un elemento como el pañuelo, ya sea en compañía de otro profesor o con un alumno avanzado para que esto sirva de modelo para los principiantes. Otras veces miran a los alumnos realizar los movimientos y los corrigen, si es necesario, de manera verbal o “acomodando” el cuerpo del alumno para la correcta ejecución del movimiento. Además de mostrar “la mecánica” que hay detrás de cada danza, las instrucciones verbales dadas por los docentes orientan en las actitudes socialmente valoradas que existen detrás de cada gesto. Así, por ejemplo, a un hombre se le indica que cuando haga girar a una dama “suelte suavemente la mano de su compañera, con gentileza, no como largando una bolsa de papas” (Nota Tierra y Tradición. 6-04-2013) o a las mujeres que “¡Sonrían, disfruten! ¡Zarandeen con energía, porque es un cumplido a su compañero!” (Nota de Campo Taller Poncho y Lanza, 14-05-2013).

Bailar danzas tradicionales implica vincularse con un conjunto de convenciones (Becker, 2008) que son claves para su correcta interpretación. Las convenciones son un conjunto de “acuerdos previos que se hicieron habituales, acuerdos que pasaron a formar parte de la forma convencional de hacer las cosas en ese arte” (Becker, 2008: 48). Estas ideas en común se originan en el entrecruce producido entre los conocimientos prácticos de los profesores, los saberes enciclopédicos propios de esta perspectiva de la danza6 y los contenidos provenientes de los manuales de danzas folklóricas que circulan en los diferentes talleres y que van configurando los modos legítimos7 de hacer danza.

La primera convención se asocia con la ejecución del paso básico: las danzas siempre comienzan con el pie izquierdo, salvo contadas excepciones como la Mariquita que empieza con el derecho, con esta convención se asegura la homogeneización en la ejecución y dirección de los desplazamientos. La segunda, corresponde a una definición de lo que sería para esta corriente “bailar bien”, siguiendo a Berrutti bailar bien es sinónimo de bailar de este modo:

con sencillez y mesura, evitando caer en toda exageración, tanto en las mudanzas como en las demás figuras y movimientos. ¿Qué puede pensarse del caballero que, buscando aplausos, hace cabriolas acrobáticas y contorsiones deformantes en los zapateos, y de la dama, que por igual motivo, levanta y mueve espectacularmente sus polleras o efectúa zarandeos groseros? (Berruti, 1996: 42).

La última convención establece que las danzas tradicionales son danzas de galanteo que se bailan exclusivamente entre un varón y una mujer. Esta convención es construida iterativamente en múltiples discursos que asocian danza y vínculo heteronormativo. Por

ejemplo, en las explicaciones que realizan los maestros para contextualizar y facilitar una interpretación más eficaz de las danzas;

la vuelta (de la firmeza, la chacarera, el gato y demás) es la vuelta al perro que se hacía en los pueblos. Las señoritas salían de la Iglesia, con sus grandes vestidos, y caminaban alrededor de la plaza para ver al muchacho que les gustaba. Los giros y contragiros representan la indecisión que tiene la chica en ir a la conquista o en aceptar los coqueteos del hombre. Es como decir: ahora sí… ahora no. Y el giro final es casi un abrazo que indica el inicio de un romance… (profesora Marisa Benítez, Nota de campo Tierra y Tradición, 13 de abril de 2013).

Por lo tanto, al calor de las convenciones, las formas coreográficas se van transformando en una lectura sistemática sobre cómo deben construirse determinados sentidos en las danzas y en los cuerpos. Se transforman en dispositivos eficaces de socialización moral que van construyendo modos legítimos de actuar la masculinidad y la femineidad.

Cuando se entrena sobre las coreografías, se desmotan y se transforman en líneas de acción abiertas a desplazamientos, a nuevas interpretaciones, de ahí la estrecha vigilancia que realizan los maestros sobre los modos de actuar las coreografías y las maneras de hacer al género que de ellas se desprenden. Esta vigilancia se pone en evidencia cuando, por ejemplo, a causa de la falta de bailarines varones, dos mujeres bailan juntas. Emergen advertencias del estilo “Las niñas sólo hacen los movimientos de las niñas”, lo que obliga a las mujeres a zarandear y a que la danza comience sin que se “acompañe al lugar a la dama”8.Esto sirve como recordatorio del lugar que a cada género le corresponde en la danza y que estos no son intercambiables. La vigilancia también se construye visibilizando los modos equivocados de ejecución de movimientos y los modos de hacer géneros ineficaces que se desprenden de ellos. Es así, por ejemplo, que en una clase de zapateo realizada en el centro Tierra y Tradición, cuando se estaba enseñando una mudanza básica conocida como “talega de pan”, un profesor hizo la siguiente petición: “vengan con zapatos, no con zapatillas. El zapateo se debe sentir fuerte, debe mostrarse. Es el momento donde el hombre se luce. En las peñas van de zapatillas y se escucha zssssszsssssszssssss…un zapateo blandito…parecen… no me hagan decir lo que parecen zapateando así”. (Nota de campo, 6 de abril de 2013).

Dentro de la corriente académica tradicional bailar de manera estética implica bailar con elegancia. Según Berruti (1998) en su Metodología para la enseñanza de las danzas nativas, para que una danza sea elegante debe observarse un dominio de la mecánica, la técnica, la pantomima9 y lograr la mayor expresividad posible a través de la atención a los detalles como el uso del pañuelo o al transmitir emociones de tal forma que “se baile con la cara”. Pero la elegancia es algo más que alcanzar una eficacia técnica, es un valor moral que hace a la construcción de una forma de comunicación en la instancia de la danza. Ser elegante al bailar implica modos de presentación de la persona (Goffman, 2006), enmarcados en lógicas de respeto, tolerancia y cooperación con aquellos que tienen menos conocimientos de las danzas. Por lo tanto, la elegancia es un desempeño eficaz en términos técnicos y morales, pero, cabe agregar, que también

incluye a un ideal corporal construido sobre la idea de liviandad. Este ideal entra a las danzas tradicionales a través de los ballets folklóricos y estos a su vez lo toman de las danzas clásicas. Como afirmamos conjuntamente con Díaz, (2015) el ballet es una disciplina del cuerpo que supone por un lado el canon corporal renacentista, opuesto al cuerpo popular, según la mirada bajtiniana (Bajtín, 1987), y por otro el ideal racionalista y moderno del cuerpo-máquina (Le Bretón, 2008). Según Ana Sabrina Mora (2010), en el ballet, el cuerpo es objeto de un sujeto que le impone las leyes de la razón y lo organiza según ideales inalcanzables. Un cuerpo centrado en un eje, joven, severamente delimitado, visto desde el exterior. En sus palabras:

Existe una idealización de los cuerpos que puede sintetizarse en el ideal de liviandad vinculado con la intención de combatir la gravedad, la animalidad, la materialidad y la realidad del cuerpo. Una desmaterialización del cuerpo que permanentemente lucha contra la gravedad, expresión que se maximizará durante el período romántico del siglo XIX, momento en que se incorporan las zapatillas de punta, auxiliares de la pretensión de liviandad (Mora, 2010: 197).

Rita Segato (2007), considera que la raza es un signo, un trazo en el cuerpo de una historia otrificadora que con el paso del tiempo se transformó en un código de lectura de los cuerpos. Una pequeña pista encontramos en el registro etnográfico cuando Sofía indicaba que las polleras y caderas femeninas sólo se movían en las danzas negras. Pareciera que la negritud se hace cuerpo en torsos ondulantes con movimientos que repercuten hasta la nuca, en brazos flexibles, en caderas bajas que se bambolean y que permiten una mayor separación y flexión de las piernas, en pisadas anchas que se oponen a una blanquitud de torso derecho, caderas quietas, brazos fijos en castañetas y la levedad de los pies en punta. La incorporación de esa concepción del ballet clásico, sumada a la genealogía del patrimonio coreográfico nacional establecida por Vega, trajo al folklore una estética de la blanquitud que homogeneizó los cuerpos y localizó los territorios donde la seducción y el erotismo podían ser manifestados. La pelvis se aquieta y el rostro toma protagonismo con la mirada y la sonrisa; la cadera “se adormece” y las piernas se lucen en floreos masculinos; la pisada se achica y el pie se coloca en puntas para que los desplazamientos femeninos se vean suaves y livianos. El cuerpo, a través de técnicas de entrenamiento y ensayo, es sometido a un “proceso de civilización” (Elías, 2009) que toma forma en las ideas de bailar bien y con elegancia. La civilización va más allá del control de los afectos que posibilita desempeños mesurados en danza, siguiendo a Segato (2007) podemos definirla como un proceso de “neutralidad étnica” que en la uniformización de los cuerpos permite la emergencia de un sujeto nacional unificado, neutro y vaciado de toda particularidad.

La vigilancia establecida por los docentes de los talleres sobre los cuerpos, actitudes y actuaciones de género de los bailarines tiene por objetivo evitar que cualquier diferencia amenace el carácter cuidadosamente construido y frágil del ser nacional. Cuando las mecánicas y figuras son aprendidas, las coreografías comienzan a ser ensayadas, se repiten particulares movimientos y gestos con el objetivo de alcanzar “la gracia” (Schechner, 2000), es decir, poder transmitir lo que se quiere transmitir. En el caso de la corriente académica-tradicional, es restaurar un conjunto de tradiciones que

conectan a un pasado idealizado, en el que reside la esencia de la nación. Por lo tanto, desvincularse o realizar desempeños ineficaces implicaría el grave peligro de perder la identidad.

Corriente Expresivo-Vivencial.

Como afirmamos junto a Díaz y Páez en “Bailar en San Antonio” (2013), la necesidad de generar espacios para las danzas folklóricas que escaparan a las formas competitivas de los concursos de baile, a la lógica espectacular de los grandes festivales y a los modos de restauración y trasmisión de las danzas sociales construidos por las academias, llevó a bailarines como Silvia Zerbini, Juan Saavedra, Jorge Valdivia y Karina Rodríguez a propiciar una urdimbre conformada por talleres de danza, encuentros artísticos que generaron una zona de producción y consumo de folklore alternativa a espacios como Cosquín y un circuito de peñas en las que paulatinamente la danza social fue cobrando protagonismo. Es al interior de este sistema de relaciones que a fines de los 80 se gestó la perspectiva “expresivo vivencial” (Zerbini y otros, 2009), continuando con fuerza hasta la actualidad.

Esta corriente se define por abandonar toda actitud conservadora o recopilativa hacia el repertorio de danzas folklóricas. Para ella lo que hace auténtica a una danza no es un pasado socialmente valorado y cuidadosamente reproducido, sino que “sea practicada por la gente”, “vivida”, “usada”, manteniendo una continuidad rítmica y coreográfica, pero traducida a la idiosincrasia de cuerpos urbanos, universitarios y de clase, predominantemente, media. Por esta razón no (re)produce danzas folklóricas sino danzas populares, es decir, “construcciones sociales diversas, amalgamadas en esta geografía y en momentos sociohistóricos particulares” (Zerbini y otros, 2009: 6).

La perspectiva “expresivo vivencial” discute con la tradición selectiva construida por la corriente “académica-tradicional”, al poner en cuestión la “metáfora del crisol de razas” donde la diversidad es fundida, sacrificada en la producción de un ser nacional uniforme. Sitúa los orígenes de las danzas no sólo en el mundo criollo sino que visibiliza los aportes de los pueblos originarios, de los pueblos africanos traídos al continente americano en condiciones de esclavitud, de los pueblos europeos (en sus diversas migraciones) y las migraciones más contemporáneas de los países limítrofes. De esta manera, parafraseando a Segato (2007), la nación es construida como un espacio de deliberación y fragmentación histórica, donde conviven varios tiempos, varias tramas; una realidad que se está haciendo permanentemente y no ya un constructo deliberado y clausurado.

Aprendiendo a bailar o ¿cómo hacer para meter todo en un frasquito?10

La clase comenzó cuando nos colocamos en ronda y Chiqui nos indicó que nos acostemos en el piso. Puso música clásica y comenzó un ejercicio de relajación (que parecía una meditación guiada). Chiqui nos dijo que debíamos volver la mente, el cuerpo y las emociones, una unidad. Respirando profundamente, apoyando la espalda sobre el piso…percibiendo

nuestros movimientos internos, cómo los diversos sistemas (respiratorio, sanguíneo, células, cardíaco, etc.) se comunican. Porque esa comunicación es la primera danza, la quietud es lo que precede al movimiento. Nos instó a dejar todas las cargas de lado, a realizar pequeños movimientos de los que sólo nosotros (los bailarines) teníamos conciencia. Luego, de a poco, fuimos moviendo los pies, las manos y los brazos, pero nuestra espalda seguía pegada al piso, como hundida en el agua. Nuestros brazos y piernas debían moverse como si quisieran flotar. Chiqui señaló que nuestra columna debía estar hundida en el piso y que imagináramos que cuando nos levantáramos del piso habría una huella de arena, una huella que reflejaba nuestro trabajo realizado.

De a poco nos fuimos incorporando y nos ubicamos en ronda para luego bailar una chacarera de Carnota muy estilizada, hasta la intervención del piano no había nada que te indicara que era una chacarera. Chiqui nos explicó que cuando pasaba esto era necesario “buscar el pulso”, ir con nuestra pisada hacia la tierra, hasta que sepamos qué es lo que estamos bailando. Después puso una música africana y nos enseñó una caminata en 4 tiempos (abro, cruzo, abro y cierro) a la que le introdujo distintas variaciones (más chiquitas, más veloces, llevando la cadera más hacia el piso, con menor o mayor abertura) y luego nos invitó a desplazarnos por el salón aplaudiendo en el compás que nosotros quisiéramos. La idea de este ejercicio era “desestructurarnos” poner nuestra “racionalidad entre paréntesis” y hacer de nuestro cuerpo y mente una unidad. Chiqui decía que no todo puede ser controlado, que hay que soltar, abrirle la posibilidad al juego y a la improvisación. La primera hora de clase tuvo como objetivo prepararnos para la danza. (Nota de campo, Taller Pata Pila, 23 de abril de 2013).

Bajo la perspectiva expresivo-vivencial se plantean un conjunto de convenciones (Becker, 2008) que guían a la transmisión y experimentación de la danza y que son diferentes a las propuestas por la perspectiva académica tradicional. En la fase de “entrenamiento” (Schechner, 2000) se utilizan otras técnicas para acercarse al cuerpo, la música y al movimiento. “Prepararse para la danza”, como podemos ver en el registro de campo, implica adentrarse en un proceso de calentamiento que exige trabajar sobre el registro del cuerpo. Este ejercicio de percepción del propio cuerpo se puede realizar en el piso o desde el movimiento, a través de frotar, presionar, recorrer, acariciar a las distintas partes del cuerpo, de concientizar cómo se producen las transiciones de peso o cómo nuestro cuerpo está alineado. De esta forma se va

estructurando una particular relación del agente con su propio cuerpo, con el espacio y más adelante con el cuerpo de los otros bailarines.

Transcurrido el calentamiento, se da inicio a la fase de “taller” (Schechner, 2000). Esta es una instancia altamente experimental donde se va introduciendo a los asistentes en las características rítmicas, armónicas y melódicas de la música popular folklórica argentina. A través de juegos con la voz, donde se va repitiendo una frase, un nombre o una palabra; o percutiendo sobre las diferentes partes del cuerpo o realizando desplazamientos por el espacio con diferentes direcciones, velocidades y extensiones, se trabaja sobre la audiopercepción del ritmo, del pulso, sus variantes, la división ternaria o binaria, para llegar a restaurar una determinada estructura musical (chacarera, zamba, gato, etc.).

Una vez que los bailarines han pasado por este proceso de sensibilización musical, se procede a intensificar la fase taller al intentar traducir los sonidos en movimiento:

Patricio nos explicó, utilizando la guitarra, que toda zamba consta de tres elementos: melodía, armonía y ritmo. Nos dividió en tres grupos y nos propuso que representáramos, utilizando el cuerpo, alguno de estos tres elementos. Yo formaba parte del grupo de los melódicos y teníamos como elemento una tela roja. Escuchando la zamba, la melodía era dictada por el sonido del violín…la tela subía, bajaba, se tensionaba, las manos la presionaban en función de las evoluciones de la música…los cuerpos giraban con velocidad por debajo de la tela…era un torbellino de sensaciones auditivas y táctiles. Luego rotamos y pasamos al grupo de los “armónicos” y debíamos representar la armonía con los pañuelos… Yo escuchaba la armonía en la guitarra y observé que los pañuelos se agrupaban sin previo acuerdo, los movimientos eran como “corales”, pequeños puntos o notas de algo mayor. Por último, rotamos y nos transformamos en los “rítmicos”: algunos marcaban el pulso, otros con los pies marcaban los acentos fuertes y débiles, otros palmoteaban. Rotamos nuevamente (de modo que cada uno hizo dos veces cada estación) y por último nos pidieron que recorriéramos el espacio y marcáramos con el pañuelo alguno de los tres elementos. (Nota de campoTaller de Zamba, 31-08-2013).

Esta experiencia de traducción de la impronta rítmica al movimiento será única e irrepetible para cada bailarín porque dependerá de sus posibilidades motrices, de las diferentes “técnicas del cuerpo” (Mauss, 1979) que hacen historia en su carne, de su género, edad, trayectoria social y de sus competencias musicales que le permiten diferenciar, de manera más o menos eficaz, ritmo, armonía y melodía para así gestionar su modo particular de hacer y vivenciar la danza.

Una vez lograda la conexión entre música y cuerpo se introduce a los bailarines en una fase de ensayo (Schechner, 2000) donde se proponen las estructuras coreográficas

que enmarcan a esa sensibilización musical. Como expresa la bailarina Karina Rodríguez: “La pauta coreográfica marca ese hilo que conduce a la tradición. Que lo ha perpetuado en el tiempo y nos permite que nosotros lo tengamos hoy y lo podamos resignificar, reconstruir y volver a disfrutar de nuevo” (Entrevista realizada por Díaz, Claudio y Díaz, Natalia, 10 de noviembre de 2011). Las coreografías son vistas como posibilidades de comunicación entre los bailarines, no como formas que no deben ser alteradas. Además se plantean otros caminos rítmicos para arribar a las partituras coreográficas, así por ejemplo la cadencia rítmica y el paso básico de la zamba se aprehenden desde el landó, una música de origen africano.

La enseñanza de las coreografías en los talleres se realiza por fuera de la transmisión del cuadro de baile y de la obligatoriedad del baile en pareja. Se utiliza la ronda como una figura de circulación del saber donde se van trasmitiendo los pasos básicos, cadencias y figuras básicas de cada danza. La idea de la ronda es romper con la modelización propuesta por los abordajes académicos-tradicionales donde se prioriza la copia del paso, del referente y la homogeneización de los movimientos. En palabras de Karina Rodríguez:

A nosotros la rueda nos importa porque podemos verlos a todos para ayudar, en esta cosa de chamán que uno hace cuando está al centro o al borde de la rueda, tratando de que todos vayan incorporando lo que se está proponiendo. Pero me parece que también posibilita ver la diversidad de lo que aparece. Muchas veces nos ha pasado, suponte, con el ritmo de cueca es muy evidente, empezamos a internalizar el paso y aparecen tantos pasos de cueca como gente hay. Entonces, la rueda te da esa posibilidad, no es el profe que está al frente y todos repiten la cueca. Por más que yo les haya dado algunos requerimientos técnicos como para que lo saquen. Pero Elba, que es una señora mayor, saca la cueca de un modo, el pasito lo salta, lo hace sutil, casi caminadito. Roger, que es un chico ágil y atlético, hace la cueca saltadísima, por ejemplo. Y ahí aparece esta diversidad de pasos (Entrevista realizada por Díaz, Claudio y Díaz, Natalia, septiembre de 2011).

Además de la rueda, las coreografías se ensayan bajo otros formatos: los bailarines/as bailan de a tres, de a cuatro o solos. Con o sin música, sobre sonidos producidos por su propio cuerpo o por objetos como una taza con una cuchara adentro que se revuelve o una bocina que evoca al viento. El objetivo es despertar emociones, apelando a técnicas que provienen de la danza teatro y la expresión corporal, para recuperar así la dimensión vivencial de la danza. Como expresa Geraldine Maurutto: “… ver qué cosas pueden evocar esos sonidos, ver qué cosas pueden despertar en el grupo que tenga que ver con lo folklórico de esa gente, en el sentido de cómo vive, cómo come, cómo trabaja” (Entrevista, 3 de mayo de 2013).

De esta forma, tanto en la fase taller como en el ensayo se va configurando una definición de lo que es bailar bien o de lo que es socialmente valorado en esta corriente

de la danza. Si en la perspectiva académica-tradicional bailar bien era sinónimo de “elegancia”, en este caso bailar bien es bailar con personalidad. Un bailarín o bailarina con personalidad es aquel que puede traducir la música a un movimiento, el cual es índice de un cuerpo devenido de trayectorias sociales particulares, de los objetos y ambientes con los que ha interactuado, de competencias, máscaras sociales (Goffman, 2006) y modos de hacer género. Todo esto le da una carnadura que lo hace único e irrepetible. Bailar con personalidad, implica romper el perfil neutro y vacío de toda particularidad con que los sujetos nacionales fueron encarnados en las danzas típicas. Al recuperar las marcas étnicas, etáreas, de clase y de género que configuran a los movimientos se rompe con la ontología del ser nacional propuesta por la corriente académico tradicional donde discursivamente emergía “un ser así”, un único modo de poner en movimiento representaciones de nación. Al recuperar la multiplicidad de marcas que trazan a los cuerpos se pone en escena la diversidad interior de la nación y el ser nacional abandona su estampa abstracta.

Las estructuras coreográficas, que fueron compiladas por el trabajo realizado por las academias y la ciencia del folklore, son puestas en juego en el espacio del taller con algunas modificaciones. Es así que en el taller Pata Pila, coordinado por Chiqui La Rosa, se propuso una huella con la posibilidad de que en la instancia de la figura del paseo o recorrida, la mujer pudiese acompañar a su lugar al hombre, así como el hombre a la mujer, porque en palabras de La Rosa: “hay que traer las danzas al hoy, a los cuerpos actuales. Porque las historias cambian…porque las formas de vivir cambian y la danza tiene que contar eso” (Diario de campo 30/04/2013). Pero cuando quise experimentar acompañar a mi bailarín a su lugar, todo se puso tenso: él procedió a colocar su cuerpo a mi derecha, puso su mano en mi espalda y me empujó suavemente hacia un costado para efectuar la figura del modo habitual. Toda la escena se vio mediada por el siguiente diálogo:

-Yo: Quiero acompañarte porque el profe habilitó el juego.

-Ale: … (Puso cara de extrañeza)

-Yo: ¿Por qué no?

-Ale: Sos difícil vos, ¿eh? (Nota de campo, Pata Pila, 30 de abril de 2013)

La huella, en su versión habitual, da un lugar preciso al hombre y otro a la mujer. En la nueva versión pese a que no se contradice a la heterosexualidad como norma, se abre la posibilidad de citarla de otra manera. Ya no es patrimonio exclusivo del hombre ejecutar acciones como acompañar, llevar o proponer la dirección de los desplazamientos, y esto genera incertidumbre en los bailarines porque no es lo que se espera en la práctica de este tipo de danzas. Las danzas populares son parte de una cultura afectiva creada por el campo del folklore, donde las canciones y estructuras coreográficas generan guiones sociales que producen roles de género bastante fijos y que actúan un estilo de seducción heterosexual. Por otro lado como son danzas que encarnan al ser nacional han sido sometidas a una vigilancia que erradica la diferencia, de ahí la emergencia de una etnicidad fabricada y de una heteronormatividad obligatoria. Cualquier posibilidad de fisura en esta uniformidad genera tensiones

Bailar bajo esta perspectiva es acercarse al movimiento desde lo expresivo, lo rítmico y lo coreográfico. En cada fase del proceso (calentamiento, taller y ensayo) se

hace hincapié en alguno de estos pilares para que, en la instancia de la danza, siguiendo a Schechner (2000), se marquen las identidades, se remodelen los cuerpos, se cuenten historias y la gente juegue con conductas repetidas que son habilitadas por esta visión de la danza. En estos espacios existen partituras que marcan los tiempos y las intensidades con la que se entra, transita y sale de la danza. Salir de la danza implica “enfriarse” (Schechner, 2000), cerrar el círculo abierto con los ejercicios de calentamiento y poner al cuerpo en conciencia nuevamente, pero ya con otra energía:

nos hizo sentar en dos filitas para darle masajes al compañero que tuviésemos adelante. Todos se entregaron a tocarlo al otro: en la espalda, brazos, cintura, cabezas… La clase terminó en ronda, estirando la columna, aflojando…tomando la energía de lo bailado en ronda para cada uno, para los compañeros y devolviendo al centro para compartir esa energía con todas las otras rondas de baile que transcurrieron o transcurrirán (Nota de Campo, Taller Pata Pila. 23-04- 2013).

Meter todo en un frasquito, en síntesis, es pensar a los guiones coreográficos como la culminación de todo un proceso de sensibilización corporal y musical que se apoya en la búsqueda de la diversidad propia y ajena. Es romper con la homogeneidad de los espacios y de los cuerpos por medio del juego y la experimentación.

Conclusión

Cada corriente dentro del campo de las danzas construye una tradición selectiva que incorpora o excluye a grupos particulares de la representación de la nación. La perspectiva académica-tradicional elabora una estética de la blanquitud, sostenida en un ideal de liviandad, que erradica los componentes negros y originarios de las raíces del repertorio de bailes nacionales. A través de la enseñanza de ciertas estructuras, convenciones y valores estéticos y morales se construye una idea de civilización que busca garantizar, a través de una restauración eficaz de las danzas, la emergencia de una “neutralidad étnica” que en la uniformización de los cuerpos y en el control de las emociones, posibilita la emergencia de un sujeto nacional unificado y vaciado de toda particularidad.

La fragilidad y el carácter cuidadosamente construido del ser nacional se pone en evidencia en la vigilancia realizada por los docentes de los talleres sobre los cuerpos, actitudes y actuaciones de género de los bailarines. La repetición de movimientos, gestos y guiones coreográficos busca reproducir, de la manera más fidedigna posible, un conjunto de tradiciones que conecta a un pasado idealizado, de carácter rural, donde residiría la esencia de la nación. Desempeños ineficaces o sin gracia implicarían una pérdida de la identidad.

Por el contrario la perspectiva expresivo-vivencial no intenta conservar una particular idea de tradición reflejada en la constitución de un panteón de danzas sociales, lo que intenta es analizar las narrativas identitarias que los usos de las personas producen en la interpretación de las danzas que ya no son definidas como folklóricas sino como populares.

Abordar las danzas desde lo expresivo, lo rítmico y lo coreográfico implica experimentar la diversidad que es la base de bailar con personalidad. Recuperar las marcas de edad, género, clase y las huellas de la raza, posibilita romper con la uniformidad y abstracción con que el ser nacional era representado. En las danzas populares, la nación es construida como un espacio históricamente múltiple y fragmentado, donde conviven varios tiempos, varias tramas, varias versiones del pasado que pujan por salir. Y que ponen en tensión al ser nacional metaforizado como un crisol de razas.

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Notas

1El resaltado en negrita es mío.

2Los nombres han sido modificados para preservar la identidad de las personas que participaron de esta investigación.

3Se utiliza la letra itálica entrecomillada para reproducir y diferenciar los dichos de los nativos durante el trabajo de campo de mis apreciaciones.

4Los registros de campo y los extractos de entrevista fueron realizados en el marco de mi investigación titulada “Lo social en movimiento”. Música, danza y sentidos en el campo del folklore realizado en el marco del doctorado en Ciencias Antropológicas.

5El peso del cuerpo se va cargando alternativamente en cada pie. El paso se inicia con el pie izquierdo, apoyándolo plenamente en la nota acentuada del compás. Luego se da medio paso con el pie derecho, asentado su punta a la altura de la mitad del otro. Por último, se realiza un medio paso con el pie izquierdo, apoyando su planta plena un pie delante del derecho. Lo mismo se realiza con el pie derecho.

6Como saberes enciclopédicos entiendo a los nombres de los bailarines referentes de esta tradición, las historias y contextos que delimitan los orígenes y características de cada danza, definiciones de tradición asociadas al mundo del gaucho, etc.

7Siguiendo a Becker (2008) las convenciones suponen una fuerte limitación a los modos de hacer danza, ya que no existen aisladas, sino que son parte de sistemas interdependientes. El sistema de convenciones está presente en los trajes de los bailarines (materiales, modos de confeccionarlos, estilos), en los accesorios y peinados, en la formación, en los lugares e instalaciones disponibles para la enseñanza y puesta en escena de las danzas, en los sistemas de notación de las coreografías, etc., todo lo cual debe modificarse si cambia alguno de los elementos.

8De acuerdo a los registros etnográficos obtenidos en sucesivas visitas al campo, acompañar al lugar es un movimiento que realiza el varón a modo de galantería, donde lleva a la mujer a su sitio para dar inicio a la danza. Para esto, la mujer debe colocar con delicadeza su mano en la del varón, flexionando ligeramente su brazo, sin levantarla por encima de la altura de su hombro. Para volver a su lugar, la mujer debe retroceder empezando con el pie derecho.

9Conocer la pantomima de una danza implica saber la historia que hay detrás, el lugar de donde la danza proviene para imitar el modo de bailar de los nativos de esos lugares, básicamente es encontrar el gesto adecuado para aquello que relata la canción a ser bailada.

10“Meter todo en un frasquito” es una frase utilizada por la bailarina Silvia Zerbini para dar cuenta de cómo ella transmite las danzas populares y el lugar que ocupa la enseñanza de los esquemas coreográficos dentro del proceso de transmisión..