¿NOMBRAR LA TRADICIÓN… O EL FUTURO?

FOLK-LORE, POSFOLKLORE, FOLK-LINK: DUDAS, COMENTARIOS Y

PROPUESTAS

Carlos Molinero. *

Resumen:

Pensar en analizar la forma en que folklore, política y nación se articulan en América Latina implica, al menos, tener claras las variabilidades en el tiempo, de la realidad y de los términos que intentan representarla. También implica la necesidad de ajustar las definiciones correspondientes, lo que realizamos a efectos investigativos. Por ello, “neofolklore”, “posfolklore”, “folk-comunicación” son designaciones analizadas en este trabajo, tanto como “folklore moderno” o “proyección folklórica”. El recorrer brevemente la historia de los conceptos teóricos con que la ciencia folklórica propuso acercarse a la creación de autor, no anónima, nos permite vislumbrar cómo se concebía al pueblo, a la nación y al arte que intentaba representarlos. Las limitaciones provocadas al transferir hoy esas concepciones a la música popular determinan la necesidad de nuevos enfoques, como el reciente giro afectivo en los estudios sociales. Esto es especialmente importante cuando el conjunto “creador/emisor-ejecutor y receptor/público (real co-constructor de las obras)” la convierte en músicas de uso.

Esto nos conduce, para los casos sustancialmente trascendentes, al cierre de ese especial círculo de observación, creación, emisión, recepción y reimpactación en nuevos creadores, que, en la creación popular y cuando están cimentadas a través de trayectorias integrales, constituye lo que denominamos enlace folklórico, o folk-link”. Enlaces, claro, que, para ser tales, deben ser generacionalmente significativos.

Palabras clave: Neofolklore, posfolklore, proyección folklórica, giro afectivo, enlace folklórico, folk-link

TO NAME THE TRADITION... OR THE FUTURE?

FOLK-LORE, POSFOLKLORE, FOLK-LINK: DOUBTS, COMMENTS AND PROPOSALS

Abstract:

To think about analyze the way in which politics, nation and folklore articulate itself in Latin America implies, at least, to understand to understand the variations in time and reality and the names that refer to it. Also implies the need to adjust corresponding definitions, which we do here for investigation scopes. So in this paper “neofolklore”,

*Carlos Molinero. Miembroo de la Academia Nacional de Folklore. carlos@molinero.com.ar

Recibido: 12/07/2019. Aceptado: 23/09/2019

“posfolklore”, “folk-communication”, as well as “folklore projection” (folklore showing) and “modern folklore”, are designations analyzed. Briefly tracing the history of theoretical concepts with which folk science proposed to approach author creation, not anonymous, allows us to glimpse how people were conceived, the nation and the art that tried to represent them. Limitations of transferring those concepts to popular music, now, require new points of view, like “affective turn” in social studies. This is especially important when the music whole that includes “creator/issuer, performer, and receivers (actually co-makers)”, transforms it in “musics of use”.

All this leads us, in transcendent substantial cases, the close of that special circle of observation, creation, emission, reception and reimpact in new artists, that in popular creation and when are founded through entire trajectories, constitutes what we call “folk-link”, definition we propose here. Links that, of course, to be such, must be generationally relevant.

Key words: Neofolklore, posfolklore, folk projection, affective turn, folk-link

Introducción

“O hay verdad o hay mentira: ¿Qué es eso de la posverdad?”... me espetó un interlocutor, de quien reservo el nombre. Análogamente podría haber dicho: O hay folklore o no lo hay… ¿Qué es eso de “posfolklore”, o cualquier otro nombre así? Equiparar, en sus diversos nombres, al folklore con una cierta versión de él, estaría por debajo de tal nomenclatura. Justamente venimos a escribir sobre eso, ya que para sus objetos de estudio, los folklorólogos eligieron ciertos términos, los artistas, otros, y los historiadores de ese arte, como nosotros… parte y parte, incluyendo algunos nuevos. Todo nos motiva a explorar ese elenco, e intentar una crítica de los nombres circulantes, su evolución y relación con las respectivas épocas político-sociales. Enfocándolos desde lo “discursivo” y lo “afectivo” (aún en ciernes), para sustentar en definitiva nuestra propia propuesta (que para eso estamos).

Recial convoca, justamente, a mirar las articulaciones entre Folklore, Política y Nación en América Latina, y en especial más actualmente en cuanto al neo folklore, folklore moderno o expresiones de raíz folklórica dado que las formas tradicionales del folklore se han problematizado y resignificado; se han producido nuevos y complejos fenómenos de hibridación.

En este artículo no entraremos en detalle de cómo está hoy la relación entre el concepto de Nación y el género folklore. Hemos preferido ir un paso atrás, centrándonos en definir mejor los términos a usar, lo que esperamos permitirá facilitar trabajos futuros.

Así y todo, algunas menciones sobre esa “relación”, se nos deslizan...

Terminologías evolucionando

El estudio del folk-lore en ámbitos académicos, aun siendo fuerte, hoy parece presentar menor crecimiento y fulguración que los estudios sobre música popular en ella

basados. Tal vez por ello mismo nos interesa retomar la relación entre ambos universos. En un mundo comunicacional, donde pareciera que la apariencia es la realidad, ciertos nombres derivados, como la posverdad (intento de hacer verdad de mentiras creíbles) no son neutros ni eufemísticos. Son armas de construcción de futuro. A la vez, en un país donde hay más celulares que habitantes, pero también donde los usuarios únicos equivalen a un 90% de sus habitantes, y “descontando” los infantes (aunque éstos están conectados cada vez más temprano) y los ancianos, la conectividad de dispositivos con acceso a apps e internet, parece absoluta. Si así se plantea la situación, hoy los contrastantes términos culturales que afrontaron los investigadores en la primera mitad del siglo pasado (tales como urbe cosmopolita y formación por el sistema educacional, versus aisladas comunidades y tradiciones orales), en realidad ya son otros. Podríamos simplificarlos en nuevas contradicciones: sociedad globalizada e hiper conectada tecnológicamente, versus las de resistentes tradiciones y lenguajes subterráneos, rurales o urbanos. En cualquier caso, aunque no igual, la cuestión permanece.

En ese marco, ya variable por sí, en nuestro género hay hoy conceptos que provocativa e intencionalmente lo complejizan. Se utilizan nombres derivados como Neofolklore, posfolklore, o folkcomunicación, lo que puede ciertamente conducirnos a una suerte de terminología líquida, profesionalmente no deseable.

Esto por lo demás, no es de ahora: por un lado el folklore (palabra que, ya sola, tiene al menos tres significados diversos) aparentaba en cierto momento, allá por los inicios del siglo XX, ser igual a una suerte de esencia nacional. Como tal, su nombre transmitía cierta imagen de solidez, intangibilidad y casi diríamos inmovilidad, concepción superada que sin embargo a inicios del XXI sigue filtrándose como herencia (capital simbólico acumulado) no solo científica sino sobre todo popular. Aunque aquellas imágenes fueran usadas en su momento para legitimar los ganadores de un determinado presente, las variaciones artísticas montadas sobre esa heredad construyeron una trayectoria propia y diferencial respecto a dicho mandato. Los nombres que a esas manifestaciones se les fue dando en el tiempo, tampoco fueron independientes de esas evoluciones.

Por caso el neofolklore, que intentó desde Chile nombrar una etapa de la evolución del género musical, mientras el posfolklore (también chileno) intenta designar a un tipo de género artístico, pretendidamente más complejo, más hibrido y multicompuesto, pero sobretodo desarraigado (o hidropónico). Ambas expresiones sobre el arte de autor provienen de y van hacia, otros segmentos sociales que ya no los de aquella sociedad folk (rural y antigua) que en el Centenario se elogió. Son por el contrario pertenecientes y circulantes en la ciudad cosmopolita (implícita en los adicionados “neo”, “pos”, o “proyección”). Arte que en su creatividad no descarta sino que más bien busca, o necesita, acceder al segundo componente de esos nombres compuestos (al “folklore”) que, verificamos entonces, aún es prestigiante.

Serán, por ejemplo en el caso del posfolklore obras multimediáticas, sí, pero folk. Algo de ello (lo antiguo) deben tener entonces. Su obra debe ser “con sabor a…” ese algo. Tal vez sea éste esa sensación que impresiona, como la llamó Vega (1960), y además algo que busca justamente enraizar lo des-enraizado. El folklore en estos casos está en el objetivo a alcanzar, más que en el origen de donde se proviene. En llegar a él, o al menos a reflejarlo, cualquiera sea el modo. Está en el futuro (llegar a ser) más que en el pasado, en la tradición (lo que ha venido siendo). Que pretende ser lo que el imaginario del género le ha otorgado: lo típicamente nacional. Sin llegar a ser un oxímoron debemos preguntarnos, para esas creaciones, cual es la razón y significado de

ese desapego que busca apegarse. ¿Una legitimación necesaria? ¿Un deseo o pulsión aglutinante?

No solo el género musical es tocado por estas indagaciones. Hay reflejos de estas cuestiones en aquel tipo de intercambio dialogal supuestamente no mediatizado, que describe el término folk communication. Por ser directo y sobre todo inmanejable por el poder, asume valor desde su funcionalidad de subalternidad legitimante (ya que se la ve como “nuestra verdad”) entre sus portadores. Esa comunicación busca (más que muestra) construir y hacer circular esa suerte de identidad, necesitadamente constitutiva, tal vez justamente por o ante su ausencia.

Así un primer elemento en común entre dichos nombres resulta su objetivo integrativo: esa permanencia, esa calificante cualidad de “lo nuestro” que el folklore involucra. Una pulsión proveniente de su necesidad de pertenencia, que se verifica no solo en las acciones de los grupos supuestamente aislados sino, en los tres nombres descriptos, en las de las sociedades globales. Tal vez porque justamente hoy se lo necesite más en las urbes, al confrontarlo a la volatilidad de “lo actual”. Se intenta, decimos (anticipamos), un enlace identitario, aunque éste no cuente con todas las características del folk-lore, estrictamente anónimo, del que hablara Cortazar. Dicha unión potencial reconoce el valor de lo tradicional y funcional, pero más como selección y filtro. Aunque fuera urbano y de lenguaje reciente, al ser sedimentado (y ya no volátil), se convierte en una base más que en un ancla. Aunque su transmisión sea complejizada o por wsp, fb o cualquier red supuesta técnicamente neutra, como un teléfono.

Estudiarlo avanzando algo más, hacia una mayor precisión de términos, resulta oportuno.

Limitándonos aquí a lo artístico (hay, como sabemos, folklore medicinal, culinario, de leyendas y tantos más), y dentro de ello al género de música folklórica (terminología que preferimos, como sintetizaremos en el punto correspondiente), éste comparte siempre esa “sensación” no tan claramente descriptible, que hace que el grupo se autoreconozca en determinados ritmos o sonidos. Y que ese reconocimiento no solo sea intra-grupo, sino que lo interpela también desde y hacia afuera del propio círculo de influencia. Características así identificadas independientemente de los elementos comunicacionales elegidos para ello (instrumentos, vestimentas, formas de performance, estilos). Aparece entonces como sustrato un folk-link (término nuestro), un engarce identitario1 sedimentado y necesitado, que es un enlace folklórico. Hecho en posfolklore, en neofolklore, en proyección, o no, y mediante la folk comunicación, o no. Desde los espectáculos pensados y ejecutados para escenarios, o desde la funcionalidad cuasi familiar de una guitarreada.

Ahora bien: ¿Qué relación tiene todo esto con el folklore que la ciencia investiga?

Si todo puede hacerse folklore, ya que nada nació siéndolo, la caracterización del proceso de conformación del saber anónimo tradicional, ya sea en comunicación “boca a boca” o desde escenarios (principales o alternativos), nos sirve también para analizar el género de autor. En él hay también esa actitud de buscar poder hacerse sedimentado (acercándose a la definición del pasado presente, de la Dra. Fernández Latour de Botas), aunque lo haga en formas no supuestamente antiguas sino innovativas, por estar en su horizonte más cerca de ser asumido popularmente como propio, como identidad, y como tal traspasar generaciones. Tomemos un caso conocido: en la poesía folklórica, ciertas estrofas del Martín Fierro, por ejemplo, han completado

su proceso de folklorización en Latinoamérica. Esto muestra su enlace con la cultura raigal de esos ámbitos, que lo consideraron funcional a sus realidades y futuro, no solo en el país de origen (el nuestro), de lo que en realidad fue una obra literaria de autor y de difusión escrita, cosa realmente poco favorable a su circulación en el siglo XIX. Algo había en esas estrofas: algo de “lore” (sabiduría) y de utilidad, aunque no fueran en ese inicial momento realmente tradicionales. Eran apenas proyección de (arte que muestra) la cultura de campo, pero sobre todo había en ellas algo de lo que pudo adueñarse el oyente constructor, decantarlo y transmitirlo. Ese oyente había sido interpretado por quien le otorgó una voz necesitada. Esta es la diferencia esencial.

Ahora bien, tanto esos conceptos teóricos, como el uso que de los mismos se hace, refieren a situaciones sociopolíticas que además han cambiado y seguirán haciéndolo, en el tiempo, en la sociedad y en la investigación. Una determinada concepción teórica antropo-sociológica (como puede ser la del Folklore), aparece y se consolida en un momento dado de la evolución de la ciencia involucrada, pero también en un momento dado de su propio ámbito social. Por eso mismo es usual que un concepto evolucione, no solamente al y por recibir aportes y visiones de nuevos investigadores, sino sobre todo ante y por la misma evolución de la sociedad y de los tiempos y necesidades políticas de ella. Esto no habla mal de los conceptos fundantes del Folklore que acostumbro a denominar consolidados, hoy revisitados, sino que la exploración de los nuevos aportes (que como en el saber popular se puede decir que a su vez ya irán sedimentando) permite entender mejor, en especial, lo que va pasando hoy.

Los estudios poscoloniales, más allá de investigaciones puntuales, llaman a no creer que una visión eurocéntrica (de una sociedad o una ciencia) sea la verdad científica única y definitiva sobre ella. Mirar a los protagonistas (y a sus saberes y concepciones) desde ellos mismos (y no desde la mirada de quien se piensa como dueño del saber) convoca en realidad a respetarlos (reiteramos, no a demonizar esquemas precedentes). Con este entendimiento avanzamos ahora.

Ante todo, podemos ver que la aparentemente clara palabra folklore (originalmente folk-lore) presenta y ha presentado sin embargo diversos significados, geográfica y temporalmente.

Como bastante se ha escrito al respecto (hasta el mismo Diccionario de la Real Academia ha variado su definición varias veces en los últimos cincuenta años), podemos ver que la palabreja tiene sus vueltas. Por ejemplo, coloquial, e inadecuadamente, pero se habla hoy, del “folklore del futbol” o “el folklore de la política”. Cuando se lo usa en un sentido que podríamos denominar leve, el término intenta referirse a un cierto “pintoresquismo”, a costumbres (usar un tipo de vestimentas, por caso, sean éstas tradicionales o no), en una especie de visión turístico- céntrica. Cuando se lo hace en un sentido que podríamos denominar más agresivo, se incluye en él aspectos delictivos: barras bravas, internas salvajes, o coimas… en una especie de visión, represivo–céntrica.

Mientras tanto, y más específicamente en cuanto a nuestro interés musical, el nombre de folklore refiere hoy popular e indistintamente tanto a un específico género de la industria cultural, como a una característica identitaria. Bastante confusión hay, entonces, sobre nuestro polisémico nombre como para agregarle más. Una recorrida histórica, tal vez nos aclare algo de él.

Épocas y reflejos

A fines del siglo XIX y principios del XX se fue construyendo consistentemente la legitimación del Folklore

En la etapa de consolidación de la Argentina la toma de conciencia de los valores que subyacen en el folklore estuvo estrechamente vinculada con un emergente movimiento nacionalista y sus variedades afines como tradicionalismo, criollismo, nativismo o costumbrismo. Esta relación entre folklore y nacionalismo, en la que ambos componentes se apoyan y fortalecen recíprocamente, no es equívoca (ni exclusiva pues…) varía de nación a nación conforme a distintas circunstancias, como bien lo revelan estudios llevados a cabo en Irlanda, Noruega y Finlandia (Blache, 1992:69)

No sucedió ello en cualquier momento, ya que, a la vez que el gaucho desaparece como actor social así como lo hace su peligrosidad, por los cambios de su medio, renace como símbolo, y su utilización podía ser a la vez tanto legitimante para los grupos dirigentes, como de nostalgia para los segmentos populares desplazados, o, en fin, funcional a la asimilación para los inmigrantes:

"El [folklore] define la persistencia del alma nacional, mostrando como, a pesar del progreso y de los cambios externos, hay en la vida de las naciones una substancia intrahistórica que persiste. Esta substancia intrahistórica2 es la que hay que salvar, para que un pueblo se reconozca siempre a sí mismo" (Rojas, 1922: 83).” [El resaltado es nuestro]

No parece arriesgado decir que esa sustancia (propuesta) contenía (las) esencias nacionales. No fue desligado de ese proceso, de esa necesidad política en definitiva, el subsecuente florecimiento de la ciencia folklórica y el apoyo constante recibido por ella desde el poder (con Juan Alfonso Carrizo como estandarte).

Tampoco parece neutra entonces la definición (y concepción política atribuida) al término:

“Hacia 1940 los estudiosos comienzan a manifestar interés por definir el concepto de folklore, y se acentúa esta tendencia en las décadas siguientes. Son varios los que lo intentaron: Augusto Raul Cortazar, Ismael Moya, José Imbelloni, Bruno ]acovella, Carlos Vega y Armando Vivante. De todos estos intentos, son las propuestas de Cortazar y Vega las que alcanzan mayor difusión. Cortazar (en 1942) elabora un esquema basado en el concepto de "sociedad folk” de Robert Redfield como polo opuesto a la sociedad urbana. Asocia al folk con los campesinos presuponiendo que ellos constituyen comunidades homogéneas, aisladas, pequeñas y autosuficientes. A partir del folk engarza los restantes rasgos que tipifican al fenómeno folklórico: colectivo, tradicional, oral, anónimo, empírico, funcional y regional. Desde esta posición, el

folk queda reducido al campesino analfabeto, aferrado a tradiciones ancestrales y sin acceso a la tecnología moderna”.(…) como se ha señalado (Blache y Magariños de Morentin 1980a: 63), desde esta óptica el folk puede imitar el fenómeno folklórico pero no es capaz de crearlo: únicamente tiene aptitud para adoptarlo y transmitirlo de generación en generación a quienes viven en sus mismas condiciones socio-económicas; posición ésta que, como veremos, se ha modificado radicalmente en la folklorística moderna. (…) [Evidenciando] la posición elitista desde la cual analizan determinadas manifestaciones culturales. Desde allí reconocen como folklore solo aquello que alguna vez perteneció al sector hegemónico, y que encuentran a manera de residuos en sectores subalternos, describiéndolos con un halo de nostalgia. Esta añoranza movió a muchos a emprender una cruzada de rescate del folklore por circunscribirlo a expresiones moribundas. (Blache, 1992:80) [El resaltado es nuestro]

Obviamente la escuela Cortazariana difiere de estas últimas consideraciones.

En un reciente artículo la Dra. Olga Fernández Latour de Botas (la más alta representante actual de esa escuela) justamente marca diferencias

Cortazar constituía el paradigma de quien lleva en la sangre y en la cultura un deleitoso apego al legado ancestral, a la tradición oral y anónima que, sin dejar que se coarte la libertad de su condición dinámica, debe cuidarse y conservarse celosamente. (Fernández Latour de Botas, 2019:9) [el subrayado es nuestro].

Y más claramente aún, recuerda que en sus obras póstumas aquél desarrolló el concepto de “héroe cultural”

(…)que podemos resumir como aquel que desea transformar al mundo según sus ideales de bondad, de justicia, de verdad, de belleza. Tal parece haber sido, en la perspectiva que nos da el tiempo, el destino imaginado, construido y legado a quienes lo siguieran por el doctor Augusto Raúl Cortazar: “el folklorista”, aquel que nos enseñó cómo “salir en busca del pueblo”, el de las

“andanzas” jalonadas de deliciosas anécdotas, este ilustre salteño de proyección universal. (Fernández Latour de Botas, 2019:9) [El subrayado es nuestro].

La libertad creativa del pueblo, de la cual además se va ( o se necesita ir) en busca, resulta un elemento clave en la óptica expresada, que sin embargo se aleja de la descripta rigidez de expresiones moribundas de Blache.

En realidad solamente nos interesa aquí mostrar ese contraste. Contribuye a visualizar diferencias, según la época, en una ciencia de igual nombre, cuya estructura puede derivar en modelos de sociedad diversos. Claro que si el anonimato y la tradición (es decir el paso de generación en generación) siguen resultando claves en cualquier visión de folklore, sobre todo en Cortazar, igual que en Rojas, se “concibe a la

heterogeneidad cosmopolita como un peligro de disolución de nuestras tradiciones ancestrales, y, por ende, de nuestra nacionalidad” (Blache 1992: 82).

Si esa óptica fuera correcta, se ponen las tradiciones en modo esencia, a la vez que se las radica en grupos aislados y casi diríamos divergentes de y con el resto del pueblo, culminando en visualizarlas casi en modo residual. Subsiguientemente, en riesgo de disolución y pérdida.

Más actualmente aparece un diverso modo de apreciación, partiendo de otro lado, ya no geográfico o de estructura social, para lo folklórico:

No reducen lo folklórico a las clases oprimidas y tampoco postulan como única articulación posible la basada en relaciones asimétricas entre sectores hegemónicos y subalternos en virtud de intereses contrapuestos. Consideran, en cambio, que es un tipo de comportamiento social -el que puede manifestarse indistinta, consecutiva o simultáneamente por medio de la palabra, una conducta o un producto- factible de ser poseído por todo ser humano en interacción con otros. (…) [Así] estos comportamientos, constituyen mensajes que tienen tradición en la historia del grupo. La tradición, que fue la piedra fundamental del folklore, ya no es presentada como un legado heredado cuya rusticidad, longevidad y permanencia aseguran su carácter genuino. (…) [Estos enfoques] ven en la tradición un mecanismo de selección y/o aun de invención, proyectado hacia el pasado para legitimar al presente. Además, esos comportamientos, cuyas propuestas responden a necesidades e intereses comunes al grupo, producen en su circulación efectos identificatorios (Blache, 1992:83).

Una visión que se abre camino:

La tradición bien entendida no es lo que no se debe cambiar, sino el cauce dentro del cual se producirá el cambio, pero más por el desarrollo de sus propias fuerzas que por la imposición de otras. Revolución y tradición no son términos excluyentes. Se podría decir que sin tradición no puede darse una verdadera revolución y también, extremando esta dialéctica, que sin revolución (es decir, sin un cambio renovador) no habrá verdaderas tradiciones sino tiránicas piezas de museo. (Colombres, 2018: 29) [Negritas del original]

Por fin, volviendo a Blache

(…)Hay en estos presupuestos una diferencia sustancial con las corrientes nacionalistas que concebían al folklore como el “espíritu del pueblo”, una esencia enraizada en lo telúrico y ancestral, reconociendo solo algunos legados culturales al tiempo que desechaban otros. (…) respetando cada vez más la creatividad de

los hablantes, en la folklorística también se ha ido concediendo cada vez mayor importancia a la aptitud creadora e identificadora de los grupos sociales. (Blache, 1992:84) [El resaltado es nuestro]

Algo que hoy, justamente, la Dra Fernandez Latour de Botas también remarca. Entonces, y para nuestro análisis actual, encontramos que coincidentemente, aquel producto folklore, esencia conservada en nichos aislados de la sociedad folk y reservorio de la cultura, es hoy apreciado como una relación, o “comportamiento”, creativo e identificatorio, social y general. La tradición no es lo opuesto a la modernidad sino una herramienta, una forma más de selección y filtro de aquellos más aptos para construir el futuro, dentro de los flujos socioculturales. Paralelamente, tanto el producto (un cuento, por caso) como la comunicación folklórica sobre él (la performance de quien narra en este caso) cuentan por igual. Todos estos elementos más complejos deben estar en nuestra mente, al trabajar este campo, pues también en las creaciones de autor identificable la evolución del producto y de la comunicación del mismo, dan origen a nuevas visiones analíticas…y su terminología, lo que nos sirve para nuestra peculiar aproximación.

Performance, evolución y tradición en tanto señal de selección, resultan elementos claves incorporados por y para la ciencia, en su estudio de relevamiento, comparación y análisis de las manifestaciones supuestamente anónimas o intracomunitarias (creadas dentro y para la comunidad). Con esta carga conceptual vamos ahora por nuestra parte a observar las músicas de autor, en tanto manifestaciones orientadas a crear un espectáculo o paracomunitarias (creadas junto y/o al margen de una limitación comunitaria).

En el período de fuerte relación social con las proyecciones folklóricas (nombre que aunque no nos satisface, lo tomamos provisoriamente y a justificar), éstas, más allá de lo que consideraran su misión los teóricos, tomaron el sentido con que el folklore venia cargado desde las primeras décadas del siglo (lo nacional), para aceptarlo y adaptarlo, aplicándolo en una forma especial de concebir su arte: la música folklórica representaba las esencias argentinas. Aunque también esto derivó en que, si allí se depositaban las esencias, también sería el lugar oportuno para discutirlas, tanto en sus características históricas como en su futurización lo que, en síntesis, es política (Molinero, 2011). Dicha sucesiva y progresiva actualización musical y discursiva (aplicada por ejemplo por el Nuevo Cancionero, pero no solo allí) fue funcional a los proyectos artístico-políticos más vitales de cada momento. Por caso se encuentran así enmarcados el movimiento de la nacionalización (o rosismo), la revolución (antes y cerca del Proceso), el de la resistencia antidictatorial (durante aquél), como de la resistencia anti neoliberal (después), etc. Cada uno de ellos, convocando los afectos primordiales que buscaban provocar y promover (Molinero y Vila, 2017).

Revisar la actual década (segunda del siglo XXI), en la que otros discursos y afectos aparecen prevalecientes en las músicas “de uso” 3, corresponderá a otro trabajo. Aquí nos concentraremos específicamente en realizar una suerte de taxonomía o análisis clasificatorio del arte musical que a eso se dedica, y la terminología usada, en ciencia y arte.

Folklore, folklore, proyección…

Folklore, con mayúscula, fue el término elegido por los investigadores para describir la ciencia que estudiaba al folklore, dejando a éste con minúscula (¿diferenciación inocente?), para designar aquella suerte de patrimonio cultural tradicional, supuestamente portado por los integrantes del folk. Ambos sentidos de un mismo término no parecen casuales. Conjunta y recíprocamente se reforzaban y revestían de aquel grado de esencialismo que la primera mitad del siglo XX le fue construyendo. Ambos significados fueron en general académicamente legitimados en esos años. El uso común del habla de los argentinos sin embargo siguió, y despreocupadamente, otro camino.

Así, el tercero de los usos de la palabra, y permítanme decir, de lejos el más común, fue el nombrar como folklore (especialmente luego de los 50), a los recitados, bailes y canciones criollas. Es decir al arte (la enorme mayoría de autor y en este caso musical y/o poético), basado en, o referido a, aquellas expresiones tradicionales y anónimas (y colectivas, regionales, funcionales, vigentes, empíricas, etc.), pero que era destinado masivamente a un público general (no solo al portador folk y a su grupo) mediante una ejecución justamente no circunscripta ni familiar.

Simplificando, al arte de tipo espectáculo, aunque con olor a folk-lore4.

Para este tipo de producción, alejada entonces de lo que la ciencia estudiaba, y dada su difusión explosiva, se intentaron sucesivamente designaciones diferenciales como la que introduce Carlos Vega5 dentro de lo que denomina mesomusica o “música de todos”, o la de “popular urbana” como define J. P González6. Y más, como la de Kaliman quien lo llama “folklore moderno” (Kaliman 2004:28). Sin convalidar aún ninguna de ellas, aclaramos que es a este tipo de creaciones, a las que nos dedicaremos a continuación.

Los principales investigadores argentinos coincidieron en denominarla “proyección folklórica”. Esto provino de concebir la función de esas manifestaciones artísticas como centradas en (u obligadas a) mostrar lo folk a públicos ajenos a él (es decir a “proyectárselo”, como en una película). Obviamente con medios (músicas, poesías, interpretaciones, etc.), no folklóricos. La tarea de autores e intérpretes, ya desde la denominación, quedaba casi circunscripta a repetir la del recopilador, a su vez concebida como asépticamente preservativa. Según el grado de fidelidad de esa proyección, el intérprete del momento podría respetar muy (o poco) fielmente los ritmos, estructuras (bailables o no) y estilos del supuesto emisor original. O elegir hacer su muestra con temas, medios, estilos y ritmos más pertenecientes al escucha (como para “llegarle mejor”) que al portador de la cultura tradicional. Prelorán, filmando documentales (necesariamente con medios tecnológicos modernos y complejos) junto con Cortazar, son en el fondo un ejemplo, más que de recopilación, de una “proyección” cuasi documentalista, aunque en ese caso no musical sino fílmica.

Ahora, sintomáticamente y también para este mismo nombre de proyección, los artistas o ni se enteraron, o siguieron otro camino a poco de andar. De hecho designaron con él a un tipo especial de música: aquella que resultaba una fusión (de géneros diversos) o “progresiva” (de medios modernos). Ya iremos allí. Hasta aquí, nos interesa señalar que cada uno de los participantes de estos universos cercanos, el artístico o el investigativo, le daría un sentido propio a las palabras. Que éste no era coincidente, y que la definición científica positivista (que como tal se presuponía la verdad) de la

escuela de Vega/Cortazar no fue ni respetada ni mantenida, fuera de sus propios círculos. Por lo tanto debemos considerarla no vigente.

Anticipando objeciones a nuestra propuesta, tampoco es seguro el futuro de la que aquí aportamos. Destino de bautizadores…

En lo científico, proyección, es un término sobre el cual Carlos Vega reclama paternidad desde 1944, (Molinero (2011:44), y asumido por Augusto R. Cortazar, aunque él usara también (en realidad lo hizo para la literatura, algo que nosotros expendemos al caso del arte sonoro) “música folklórica” en el caso de la de autor, reservando “folklore musical” para la supuestamente anónima. El primer sustantivo en ambas designaciones es el que determina su cualidad esencial, mientras el segundo lo califica. En el folklore musical se trata una tradición anónima (folklore) que se expresa en músicas (como hay, dijimos, folklore literario, medicinal, de artesanías o textil), mientras en la primera se trata de música creada que se inspira en (o se expresa como) aquellas tradicionales, folklóricas en este caso (como hay, por caso, música barroca, pop o de jazz).

Ciertamente preferimos esta distinción y terminología, que ya usamos varias veces en nuestros trabajos y con esa especifica diferenciación, respecto a la de proyección folklórica.

En el ámbito de la cultura “tradicional y anónima”, además, tal vez conviniera hablar de los folklores en lugar del folklore. En efecto éstos, además de ser musicales, poéticos, literarios, culinarios, medicinales, textiles o ceramistas, etc., son además “regionales”. O sea que de cada uno de ellos hay uno del Noroeste, Noreste, Cuyo, Pampa o Patagonia, sin citar las subregiones o zona de fronteras en cada una, que tiene particularidades fuertemente propias.

En el género musical que nos ocupa sucede lo mismo. Y no solo por aquella diversidad temática, o regional. Con el espectro de pluralidad conceptual, discursiva e ideológica allí presente, resulta arduo asignar a una parte las características del todo. Por caso, definir (acusar) al género folklore, de ser tradicionalista, o nacionalista/ conservador, tanto como por el contrario de ser revolucionario o contestatario (según el intérprete, o la época histórica elegida) es siempre incompleto. Así,

(…)las disputas estéticas y estilísticas, las diferentes tomas de posición en los períodos sucesivos, más allá de los elementos propiamente artísticos, siempre están atravesadas por maneras diferentes de concebir la “patria”, lo “nuestro”, la “identidad nacional”. Las perennes discusiones acerca de qué es y qué no es folklore, hasta dónde pueden correrse sus límites sin desnaturalizarlo, qué aperturas son aceptables o censurables, etc. siempre tienen esa cuestión identitaria como sustrato. (Díaz, 2019:39)

Aun ya teniendo en mente esa fértil variación de contexto, casi ínsita en el campo que estudiamos, creemos que podemos complicarlo un poco más. Para ello, y en relación a las recientes propuestas nominativas sobre el género musical folklore, afirmamos que si no los elegimos, es porque:

a)El neofolklore parece determinar, como su caracterización especial, la novedad, lo neo (en este caso, originalmente un estilo particular)7. Se da por sentado

entonces el sentido del folklore (como música folklórica, sin diferenciarlo del saber anónimo y tradicional), y lo neo como oposición a la música identificada como tradicionalista. Desarrollemos: dado que no es lo mismo una interpretación de músicas propias de Hilario Cuadros o de Andrés Chazarreta, que el Arroz con leche o la Zamba de Vargas, diferenciarlas (función científica) no está mal. Lo que se busca con ese neo es en realidad calificar la proyección (música de autor, y a veces solo en su interpretación) según la fidelidad (en este caso poca) de las mismas a las líricas, música o ritmo que serían originales. Intenta expresarse sobre el grado de la proyección, gracias a un nombre. Implica llamar folklore al arte de autor más apegado (de fidelidad alta). Siguiendo nuestro ejemplo: Andrés Chazarreta, obviamente no es igual a Peteco Carabajal. El primero, aun tocando en guitarra y bombo Criollita Santiagueña (en verdad zamba no tradicional, pues es música suya y letra de Yupanqui), haría folklore. El segundo, con Perfume de Carnaval haría neofolklore (por usar batería, bajo y guitarras eléctricas, por caso). Ahora bien: cuando alguien arregla (palabra que el mismo Atahualpa odiaba) Criollita Santiagueña en voces (por ejemplo los Huanca Hua en 1974) o en instrumentos modernos (Néstor Garnica, en violín y batería), ¿qué sería?, ¿folklore o neo folklore? O bien ¿es la canción o la performance interpretativa (incluyendo su actuación escenográfica) lo que define el nombre del producto conjunto?

b)Sobre el uso de folklore moderno (el muy lindo término de Ricardo Kaliman, también utilizado en Chile8) nuestro comentario solo radica en que por oposición, daría a entender que habría un folklore antiguo. Si éste involucra (o intenta designar) al tradicional, supuestamente anónimo, es de apreciar que si es folklore (en el entendimiento de la ciencia) es, debe ser, siempre, vigente. Si no, es folklore histórico (desaparecido). Por ello, en puridad, el folklore es siempre moderno, aunque no use los instrumentos de la modernidad cosmopolita. Comer empanadas es un caso: es antiguo y es vigente, luego es moderno. Obviamente circunscripto a lo musical, Kaliman no se refiere solo a un estilo del canto folklórico como lo hace el neofolklore. Y eso es valorable. Nombra al género de la industria musical, diferenciándolo así del anónimo, usando parcialmente su nombre (folklore) aunque calificado (moderno) por la involucrada creación actual (reciente) versus la de herencia (generacionalmente traspasada). Considerando el tema de la triple acepción, mejor tal vez sería folklore de autor (para decir no anónimo).

Por todo ello, y hasta aquí, es que preferimos canción (o poema, o música) folklórica, para referirnos al arte de autor, sea ya expresado con el estilo de los años treinta del siglo XX, el de los sesenta o los múltiples de hoy.

c)en cuanto al posfolklore, termino chileno más reciente, es de notar que ha sido usado allí para indicar un nuevo paso en la evolución del género artístico, centrado en este caso en los medios de expresión. Encuadra una segunda etapa de la proyección, basada ya no solo en estilo o lenguaje, sino en actualizar/completarlo con complejidades de espectáculo, en una especie de neo-neo folklore.

Una primera cuestión que surge sobre el término, es que si existe un posfolklore después del folklore, ¿cuál sería, como contrapartida, el pre-folklore que completaría la tríada temporal?

Su origen devendría de cuando los exilios incorporaron en los intérpretes (como Quilapayún allí, o solistas como Mercedes Sosa aquí) elementos europeos, especialmente italianos y españoles. Sucesivamente, los nuevos creadores y a partir de los 90, apreciarán que esa nueva interpretación de sus creaciones de raíz “no necesitarán de un territorio donde enraizar, más bien se nutren hidropónicamente de un folklore

universal mediatizado. Y encuentran en la música su manifestación más efectiva para tejer comunidad desde el margen y la divergencia (González, 2011). El “pos” nos induce, por un lado, a pensarlo posterior, o hasta sobrepasante, respecto al folklore (entendido éste como el de los sesenta/setenta). Pero por otro, a ser superior, casi una especie de súper folklore. Eso resultaría lo menos claro de ese nombre: ¿Es la etapa superior del folklore, o es lo que lo desplazó? Si viene después del folklore, parece en realidad una evolución definitiva del folklore que podríamos llamar clásico. Deviene él de una era diversa. Como en el paso de la Edad Media a la Moderna, algo superador, pues parece sumergir en el olvido, o los libros de historia, al anterior. En la designación original intentó representar (se lo describe como) un folklore más procesado, cuya construcción de imaginarios se da “conforme a las convenciones de la cultura mediática y digital (…) influido por la estética posmoderna [y que] entiende el folklore como un discurso que se actualiza, un palimpsesto o lectura midráshica por parte de la comunidad” (Gonzalez, 2011) [el resaltado es nuestro].

Es un operativo u operador cultural, actual y de estética globalizante, que sin embargo se ocupa de lo arraigado. Nos trae a la memoria a Chango Farias Gómez, y más. Los medios de expresión a usar, ahora integrales (en tanto que incluyen estéticas y elementos de obras teatrales, de danzas, escenográficos, circenses, etc.), son claves en esas nuevas performances multimediáticas. Por ello mismo son calificadas incluso de hidropónicas” es decir despegadas de la tierra.

Esto involucra entonces una doble osadía conceptual: nuevas formas artísticas, y desapego del saber originario. Transgrede, primero, justamente aquella condición sine qua non del término proyección de Vega y Cortazar. Segundo, incluye (interpreta) una reescritura (“palimpsesto”) del arte que recibieron, olvidando los saberes anteriores y/o efectuando una recontextualización de ellos (lo “midráshico”). La “raíz a mostrar”, entonces, si bien no desaparece totalmente, al menos se corre del lugar de excluyente centralidad. Esta expresión queda alejada tanto del folklore rural como del urbano, aunque se exprese con medios de éste, mientras que a la vez está en búsqueda, no casual, del sabor de “los abuelos”9.

En nuestras palabras, hay allí una nueva forma, básicamente exploratoria, de arte folklórico. Ciertamente con el lenguaje de hoy… o de mañana. En el posfolklore se proponen caminos de simbiosis de ritmos y músicas, (como los que aquí transitó La Manija) y su lenguaje es el de la sociedad global (ciertamente no la folk, aislada, pero tampoco la subalterna urbana), aunque eso sí (permítaseme la osadía cuasi Vegana) “con olor a” lo que viene de antes.10 Esa conjunción (casi irreconciliable) de lo universal globalizado con lo local y propio, no solo aparece en las músicas. Creemos que es además, y hoy, característica de búsquedas políticas, en cada nación.

Proyectando… dificultades

Los investigadores prefirieron esa palabra “proyección” que tampoco nos satisface demasiado. Palabra a la que artistas y periodistas le dieron un sentido de futuro evolutivo (Molinero; 2011: 52), en los finales de los sesenta y mitad de los setenta. Se lo usó para nombrar aquella parte del género de música folklórica que en su composición o en su instrumentación/ejecución, incluía fuertes elementos no tradicionales (más aún que lo que en Chile se designó neo-folklore, término no conocido aquí entonces). Se propuso identificar un arte folklórico que se proyectaba hacia adelante, incluyendo sonidos e instrumentos en principio ajenos, que se suponía

pertenecían (y/o serían en el futuro) aún más representativos del oyente al que se dirigían. Casi en el sentido de fusión (nombre posterior). Sin debatir sobre este proceso, para diferenciarlo preferiríamos llamar a ese tipo de interpretación arte folklore progresivo.

El término generado por Carlos Vega en 1944 y por Augusto Raúl Cortazar luego, a nuestro entender favorece una desviación conceptual. Le incorpora una y solo una determinada finalidad a lo que debiera ser simplemente una designación artística (en nuestro caso de género musical).

Esta desviación no es históricamente inocua cuando muestra la preocupación explícita de los investigadores en el guiar y legitimar, o des-legitimar, creaciones culturales cercanas al folklore. Este era demasiado importante para dejárselo a los folkloristas. Entendían el valor potencial de estas manifestaciones artísticas que, “si irresponsables, conspirarían contra el patrimonio cultural de la nación.” (Cortazar, 1967).

Afirmamos aquí y entonces que ese nombre tiene problemas (que llamaríamos conceptuales, para no definirlos ideológicos) a ver en detalle. Si consideráramos dichas creaciones artísticas como imágenes proyectadas de un verdadero folklore, de alguna manera se las ubica como colaterales o subsidiarias a ese hecho o saber pretendidamente auténtico. Por otra parte, si se las restringe a ser una traducción o deliberado intento artístico de mostrar la antigua sabiduría popular a otro público (no perteneciente al grupo folk y mediante un lenguaje más cercano al destinatario), esto parecería limitarlas a repetir lo que los científicos hacían, en antologías, clasificaciones, recopilaciones y comparaciones. Los artistas serían en ese caso apenas (lectura nuestra ésta, desde luego) científicos por otros medios. Si nombrar es producir, clasificar es priorizar, por ello mismo en el nombre otorgado encontramos escondido un sesgo de poder, tal vez no casual, pro-investigador. Ciertas actitudes aún hoy lo parecen… Pero además, con al menos tres riesgos

Un primer riesgo incluye una cierta tendencia a separar al pueblo del pueblo. Esto sucede si entendemos que proyectar el saber de un grupo (el valioso) al resto (espectador y ajeno) tiende a visualizar/calificar distinto al receptor de la proyección (el masivo habitante de la nación) y a la fuente (es decir el original folk que inspira). A este último, se lo piensa idealmente aislado de las influencias cosmopolitas (casi un tanto deformantes). Más precisamente y en un extremo, llevaría a visualizarlo como el simbólico, imperfectible y permanente reservorio cultural de la nación. Si allí está la nación, la constancia, la verdad, por contrario sensu el resto sería la no esencia, la moda, la mentira. Esto además parecía llevar consigo además una cierta rigidez idealizada: lo transmisible debía ser de cierta manera y conservarse así, permanentemente. Pues ¿Qué clase de esencia sería, si cambiara?

Por otro lado, uno segundo, es vislumbrar que ese folklore era (debía ser) sacrosanto. Y por lo tanto se postulaba (Cortazar; 1967) que la proyección debía ser coherentemente “prestigiante”. Ciertos criterios de selección de las recopilaciones, como desarrolla en su tesis O. Chamosa;(2010), adolecen justamente de ese desequilibrio, inconsciente o no. Lázaro Flury, y para cubrir ausencias, debió referirse al “folklore prohibido” (Flury, 1964), es decir, a lo que quedaba afuera de aquella muestra conveniente. Pues, ¿cómo admitir una esencia fallada? Hay en ello un sesgo de encierro funcional, por decirlo suavemente.

Un tercer gran riesgo (aun hoy con cierta vigencia) es el de utilizar o visualizar al folklore como una metáfora decadentista de la sociedad. Si el pasado que venía incluido en esa cultura tradicional y regional era automáticamente lo bueno, puro y glorificable, lo actual (aún vigente y nacional) resultaría riesgosamente menos bueno y hasta podríamos decir comparativamente malo y degradado. El futuro deseado (en definitiva objeto en permanente discusión y legítimo terreno de la política, además del arte) en el límite, solo debía poder consistir en regresar atrás. Declaraciones de muchas agrupaciones “tradicionalistas”, en la práctica de gran valor y acción loable, orillan este riesgo.

Encontramos además que ese concepto original de Proyección Folklórica, en su simplificación, favorece algunas limitaciones conceptuales:

1)Cuando refiere a una obra artística, esa denominación tiende a focalizarse ciertamente en el objeto a transmitir, además a ser preservado (por caso un saber anónimo). Esto disminuye la consideración del valor de futuro de la creación, de los aportes del artista creador y también de los de la sociedad receptora (el 95% de la nación), en verdad co-constructores de una canción, si esta es “de uso” (Vila, 1987).

2)“Proyectar” induce a pensar un sentido unidireccional. Permitiría solo ir desde el folk al artista, para que éste emita/comunique su creación a la sociedad general. Como dijimos, esto no favorece apreciar el valor de la libertad creativa del autor y en especial de la re-circulación de la creación. Si ésta va del pueblo-folk al artista (para inspirarlo) y de éste a la sociedad (para moverla) en un primer paso, es necesario considerar lo que sucede después, incluso en la misma sociedad originaria. Si, como dice Fernández Latour de Botas, “nada nació siendo folklore”, y “todo puede convertirse en él” (hasta lo más alejado, como pudo en su momento ser una country dance de los salones de alta sociedad, que se convierte en la contradanza), los aportes que provienen de elementos ya de algún modo cercanos (una música folklórica, o interpretación basada en o con elementos tradicionales, aunque no sea “folklore musical”) influyen, entendemos, más cercanamente para su recirculación cuando le llegan de vuelta a esa comunidad. Situación ésta que es hoy más fácilmente encontrable, por la mayor conectividad. Cortazar mismo planteaba esta re-circulación al folk original, y de allí también que condicionara a que las proyecciones fueran “nobles y auténticas”

(Cortazar, 1967: 18), no solo para su impacto inicial, sino para su camino pedagógico

futuro. Argumento éste que ya comentamos en trabajos anteriores (Molinero, 2011: 66).

3)Concibe (además de lo antes indicado) cierta circunscripción del arte, al solo vincularlo con el hecho o saber folklórico anónimo que llamaríamos inicial. Siempre se parte del mismo lugar, y esta ancla parece ser también tradicional. Esto no considera la propia evolución histórica del arte, ya sea ésta indirecta (en el gusto, percepción y satisfacción del público), o como evolución de los artistas, generada por el mismo proceso de haber recibido las anteriores modalidades, dado que cada maestro impacta en otros. No es lo mismo Chazarreta que Yupanqui, así como ninguno de ellos resulta igual a Cuchi Leguizamón, o Juan Quintero. Sin embargo parece difícil que Yupanqui hubiera sido el mismo sin el camino previo de Chazarreta, o el de Cuchi, sin el de ambos, y así sucesivamente.

Es por todo ello que nos parece adecuado, para cualquier creación de autor que se inspira o relaciona con el género musical tradicional, el nombre de música folklórica y más genéricamente arte folklórico. Sobre todo nos parece mucho mejor que “proyección”, pues evita los riesgos y limitantes descriptos. Además, aquel término especificado por Cortazar, a la vez nos parece insuficiente en ciertos especiales casos, como cuando hablamos de una rama de ella (la de fusiones). Pero sobre todo, cuando la trascendencia y permanencia de una determinada creación, o de los autores o intérpretes, a lo largo del tiempo han logrado establecer una conexión perdurable con la sociedad que convierte en música (o arte) de uso sus creaciones, pues se produce otra cosa, que exploraremos.

Músicos proyectivos

Alguna de estas elucubraciones teóricas ¿afectaron realmente a los artistas?, ¿o fueron solo para provecho de estudiosos puntuales? Ciertamente, aunque no todos, la importancia de aquellos que sí se cuestionaron el encuadramiento de su género, muestra el imaginario de trascendencia que operó en ellos. Chango Farías Gómez, por ejemplo, realizó más de una vez inusuales declaraciones sobre el arte que protagonizaba. Rehusó denominarlo folklore, por considerar a éste casi un “dinosaurio”, es decir estático, muerto, no vigente. Sobre el final seleccionaba para sus trabajos el nombre de “música clásica argentina”.

Esa figura del dinosaurio tenía antecedentes en la historia de Huanca Huá, su primigenia creación rupturista. Nació en verdad en boca de Pedro, y justamente con sentido opuesto. No sería la primera ni última vez que Chango readaptara su historia y conceptos, a las necesidades de su actualidad. Tampoco estuvo solo el Chango en esa interpelación sobre arte y folklore. Su padre, de hecho, afrontó algo similar para defender que lo que hacía su Grupo Vocal, era folklore. En la contratapa del segundo disco del nuevo conjunto ( “Grupo Vocal Argentino- Misa Criolla y otros temas”) Tata confirmaba que:

(…)el folklore, por su condición de anónimo, tradicional, telúrico y cristalizado, lo único que permite es cierto tipo de estilización. Y digo cierto tipo de estilización porque no se trata de que, con ese pretexto, se quieran efectuar injertos, que por muy bonitos que parezcan, vulneren su íntima esencia.

En síntesis, en la misma contratapa , Tata continua :

“en el campo solo existe, por un lado, el hombre (gaucho o paisano) y su guitarra o su caja, y por otro, “los musiqueros” de los bailes (romerías, trincheras y pulperías) … Los dúos son poco frecuentes. Tríos, cuartetos, etc., no existen. Son solo una forma de traer a la ciudad tales expresiones… En definitiva, los conjuntos vocales no son típicos en nuestro folklore, y cantar con una primera, segunda y tercera voz, o efectuar un contra canto en los arreglos… resulta, aparte de atípico, pobre.” [el resaltado es nuestro]

Entonces, si los grupos vocales no eran típicos del folklore argentino, ¿por qué el Tata defiende al Grupo Vocal Argentino como parte del mismo? Porque “la resultante” de su canto es folklórica; Vila (op cit) transcribe al Tata ( comillado) y lo comenta:

“(…) lo que tiene que ser típica es la chacarera, sea cual fuere el instrumento, la vestimenta o la escenificación”. ¿Y cómo logra esto, de acuerdo al Tata, el Grupo Vocal Argentino?: básicamente respetando la esencia rítmica de los géneros folklóricos que interpreta, y “estilizando” elementos autóctonos presentes en el folclore tradicional, tales como el uso de onomatopeyas para representar instrumentos, “el zapateo, el repique del bombo y hasta el chasquido de las espuelas”. Este “lenguaje onomatopéyico de los changos de Santiago del Estero… permite cantar orquestada una pieza”. (Vila, 2019) [el resaltado es nuestro]

Aunque Tata Farías Gómez use esa misma palabra que confunde, para ambas significaciones ya profusamente tratadas, nos dice que lo que hace el GVA es una verdadera proyección. Se usan para ella elementos ciudadanos y actuales (armónicos) a fin de re-presentar de otro modo los efectos sonoros de la performance folklórica, tradicional y anónima del campo santiagueño. La preocupación por enraizarse, en la mitad de los sesenta, puesta en el ritmo en este caso, es aquí extraordinariamente explícita y notoria. La necesidad de una justificación científica y esencialista, también. El hecho, (¿involuntario?), sin embargo, fue que esos arreglos provocaron, en otros artistas, nuevas interpretaciones de drástica prescindencia con respecto a esa necesidad raigal. Dieron nacimiento a ramas florecientes de la interpretación de la música folklórica que, a partir de allí, volaron por su cuenta. Con o sin enraizamiento real. En realidad con un nuevo tipo de enraizamiento. Pues la necesaria evolución artística del género, a partir de esos nuevos lenguajes, en efecto llevó a que el oyente-constructor dé sentido (la otra mitad de la canción de uso), así como los otros artistas (o proto-artistas) que lo recibieron, adoptaran ese estilo de grupos vocales como propio y representativo de lo folklórico, aceptado entonces dentro del género y de sus propias reglas de juego, valores y panteón de próceres. No solo las armonías, sino que hasta los ritmos re- creados, fueron base de nuevas “proyecciones” a partir de ellas como nuevo origen. Tanto fue aceptada esa evolución cuyas compuertas fueron abiertas entonces, que condujo a la necesidad de usar nuevos términos para las exploraciones producidas. Así, el mismo nombre de “proyección” circulante en las investigaciones, fue usado con otro sentido, justamente como una suerte de evolucionismo del género, más que una descripción funcional de él.

Al abundar desde allí las fusiones y experimentaciones con instrumentos, acordes, variaciones rítmicas, y demás, la palabra proyección, siempre con sentido de futuro y no de ilustración, adquirió otro matiz, otro cariz: el de evidenciar progreso musical. Proyectarse al futuro pasó a ser casi lo mismo que “progresivo”, como el siguiente párrafo sobre Eduardo Lagos, escrito hace diez años en su obituario, lo demuestra:

¿Sabés quién era Eduardo Lagos? El padre de la proyección folklórica, dijo.

Buen resumen. No nos olvidamos del aporte de Waldo de los Ríos ni, muchos años después, de todo lo que ofrecieron y siguen ofreciendo músicos de la talla de Manolo Juárez. Pero fue Eduardo Lagos el que compuso obras como "La bacha", en 1949, o "La oncena", en 1956, cuando el folklore argentino era sólo criollismo, tradición y danza; o el que tiempo después había incluido una hexatonal en una pieza criolla. (…) solían compartir largas jornadas musicales en la casa de Lagos denominadas "folkloreishons". "Sabemos que no estamos haciendo folklore porque ya está hecho", escribió para aquel disco de 1969. "Pero podremos hurgar en su esencia y en sus raíces para proyectarlo". (Apicella, 2009) [el resaltado es nuestro]

Este recuerdo del “negro” y su innovación que anticipó rupturas de cadenas (temprana en creación de músicas, y extendida a las instrumentaciones ya sobre el fin de la década) sirve para indicar cómo el arte buscó pasar de la “tradición y criollismo” (con su dancística rigidez, identificable en cierta medida con la pedagogía de los Hermanos Ábalos, en Bs. As.) a construir el futuro del género. Ya no (o no solo) para mostrar esencias o tradiciones sino para encontrar lenguajes de nuevos tiempos. De allí que se seleccione en el artículo como hitos a Waldo de los Ríos, o Manolo Juárez), pues esto implica una revolución y a sus revolucionarios.

En boca de algunos otros músicos y periodistas además se interpretó ese nombre de proyección como lo que iba a ser folklore, lo que alguna vez se convertiría en folklore. La dirección de la flecha, en ese caso, ya no partía del “pasado presente” sino que partía desde el presente a convertirse en un mañana incierto, en esa tradición que fuera el pasado de aquel futuro. Un objetivo, ya no de ser científico por otros medios, sino de inmortalidad trascendente. De alguna manera implícito, se puede encontrar ese intento de trascendencia en la multiplicidad de creación de obras integrales, muy difundidas en nuestro país y en este género (Molinero, 2011: 153)

Retornaba la esencialidad del folklore, en giro de destino, al localizar allí la búsqueda de una conexión popular deseada para un género musical de autor. Esto se acerca a lo que Atahualpa describiera en y como “El destino del Canto”.

Cuando la copla ruede, y sedimente, su autor verá que

Sí, la tierra señala a sus elegidos.

Y al llegar el final, tendrán su premio,

nadie los nombrará, serán lo "anónimo",

pero ninguna tumba guardará su canto…11

Claro que, debemos saberlo, ese supremo grado de unidad no era, ni es, fácil de

lograr.

Comunicación subterránea

En otros ámbitos geográficos y ante realidades también variantes, aparecieron términos que merecen explorarse. A los ya visitados de neo folklore y posfolklore en Chile, podemos agregar la Folk-communication originada en Brasil en 1967 con Luiz

Beltrao (Marques de Melo, 2018), un término básicamente sociológico que nos propone ángulos de reflexión interesantes para trasvasar a nuestro interés. Lleva a concebir lo folk como una actitud relacional (más que, y no solo como, un patrimonio, saber o “lore”), extendida a toda la sociedad, que es activamente constructora de verdades (y no solo, ni principalmente, a los grupos rurales aislados).

Su análisis propone que el flujo de comunicación en las clases populares (incluso, o sobre todo urbanas) no solo es producido o influenciado por los medios ortodoxos de comunicación sino también por o en el folklore, que entiende como constituido por las conversaciones subterráneas (en sus propios términos: las “de boca de noche”, los intercambios con el chofer del transporte colectivo, o el vendedor de lotería). Esos flujos en cierto momento forman masa crítica (no solo evolucionan hacia una sedimentación folklórica para perdurar, sino que coagulan) y lo hacen a través de líderes, que los resignifican (a la manera de un “intelectual vernáculo”, exponente del “saber popular” como antisistema según Grant Farred12). Lo que distingue entonces lo circunstancial de lo consolidado, en esta visión, no es tanto la tradición (el paso generacional, o sedimentación temporal) como el consenso (la sedimentación social), lo vigente y anónimo, pero sobre todo, es lo funcional. En otros términos, lo asumido como popular (en significación, o mejor, decantación por líderes que resignifican). Las ocho características cortazarianas aquí se limitan para refocalizar como folklórico sobre todo lo subalterno, en tanto mecanismo de auto-protección y defensa frente al poder (económico o mediático).

Así, una actitud comunicacional-social no ligada a medios masivos (más bien resistente y contracultural respecto de ellos) resulta eje de otro modo de acción y efecto del accionar folk. Que si no es el lore, en tanto saber generacionalmente traspasado, tiene fuerza de unión y es un link, característica que comparte con aquél. Es una forma específica de unión entre los reconocidos iguales y pertenecientes al grupo: lo colectivo. Es enlace folk justamente por no ser trasmitido y pensado desde el poder (o sea por medios formales) sino en cambio sentido como una conexión o engarce decidida y operada desde y entre sus miembros.

Denominación y visión ésta que se aleja notoriamente de aquel punto de inicio de nuestras indagaciones. Pero que sin embargo aportan algo interesante para nuestro próximo avance, sobre el arte folklórico y su relación con el poder. Es que si muchos pueden (podemos) hacer una canción folklórica (el nombre que hemos privilegiado), no todos consiguen hacer con o de ella un verdadero enlace identitario que perdure. Que aunque no sea folklore, por analogía, podríamos llamar de enlace folklórico.

Si en función de esa pervivencia implícita en el enlace, pensamos ahora unidos aportes como el del posfolklore o la folkcomunicación, se genera una combinación de factores de análisis que se potencian, llevando al género de autor a gran distancia de aquella simple pintura de una tradición anónima. Esta conjunción referiría en cambio a otra cosa: a una construcción cultural que viene desde abajo y es sedimentada (y hasta podría ser denominada en proceso de folklorización temprano), que es llevada a otro nivel por líderes (autores, compositores, intérpretes, en nuestro caso) que en realidad resignifican esa masa crítica circulante y recibida, para reflejar identidades no ajenas (ni de grupos aislados, aunque valorados) sino colectivas y propias (y como tal vividas).

Arte, sí, folklórico, si, y especial: uno que se queda dentro, y no por casualidad. Es que cuando esta construcción logra ser auto-reconocida por el receptor,

asumida y reiterada como propia, tendrá éxito (Vila, 1999). Lo hará, en nuestro género

folklórico, por articularse parcialmente con el sesgo de lo tradicional anónimo (comunicación que logra hacerse colectiva y circulante), pero para ser percibida e internalizada como perteneciente al sentido de lo nacional, dado el sentido con que el género vino cargándose y aún está cargado desde hace al menos un siglo. Pero también lo hará cuando esas creaciones, actuales (el neo o pos- folklore), potencien el sentido de llegada y pertenencia (en cierta forma generacional) a través de modalidades expresivas actuales en lo instrumental o performático (vigentes). Y por fin cuando su articulación incluya también el ir (fundirse en) pero no solo hacia el pueblo general (incluyendo en él también a los grupos folk, rurales o urbanos, como ya vimos), sino también desde él. O sea expresarlo/ expresarse. Marcar caminos y seguirlos.

Capital simbólico, lenguaje y sentido, son así componentes de una receta que encontramos, aunque el éxito de la misma nunca esté asegurado…

Elegimos bautizar

Enlace folklórico es el término que entonces en este trabajo sugerimos. Busca por una parte salvar algunos de los sesgos criticados para la “proyección”, a la vez de considerar algo de las nuevas realidades mutables, que se filtran en las nuevas designaciones.

Considera por caso (o no excluye) los nuevos medios a disposición (como los dispositivos electrónicos hoy extraordinariamente difundidos) para la transmisión por vías no institucionalizadas, como fuera condición establecida para lo folklórico. Ésta no solo es lo oral, sino más en general lo no enseñado por la autoridad, (en su momento encarada sobre todo por el sistema escolar). Las redes podrían ser consideradas institucionales, aunque a la vez suficientemente difusas como para concebirlas como dirigidas. La publicidad o los mensajes tipo big data, sin embargo pueden, en efecto, deformar esto. Tema para profundizar. En tanto podemos decir que hoy esos medios de transmisión no institucionales incluyen aspectos mucho más indirectos. La circulación de saberes (y músicas) se cumplen menos de padres a hijos y más de hijos a hijos, de mail a mail, de wasap a wasap, de escenario a escenario, de chisme a chisme, de medio de comunicación a medio de comunicación. Claro que asentado en, o con igual efecto de, las formas precedentes. Aparece allí, en especial en el arte, una búsqueda de identificación y aglutinamiento. Esa relación, una “folkcomunicación”, aquí cumple un rol interpretativo de esa circulación (subterránea) especial y actual, para nuestro análisis. Hasta, podríamos decir, resistente frente al intento permanente de la globalización en dispositivos y multimedios, comerciales o comercializantes. Además, si los artistas (el centro de nuestro interés) han ido construyendo un sendero sucesivo de re-interpretación de las raíces ( con diversas ópticas político-estéticas) y adicionalmente otro de incorporación de medios expresivos complejos (y multifacéticos) basado en las propuestas, trayectorias, aceptaciones y rechazos de sus precursores en igual camino (como volviendo a Chango, fueron en cada período sus experimentos onomatopéyicos en Huanca Huá, las propuestas de MPA, o el engarce de ritmos en La Manija), esto no puede obviarse en el camino del género.

El posfolklore está, en ese vector, disponible para igual aporte iluminador. Elementos como la circulación relacional propia, el des-arraigo (aunque siempre

apareciendo, aun tácitamente), y por fin la durabilidad en el tiempo, nos encuentran en la necesidad de ubicar, dentro de la música folklórica, un específico término para su amalgama. Para aplicar por ejemplo, para modos de expresión que son durablemente

vividos como “los nuestros”, o artistas que construyen, en toda una vida, un valor que queda. Valor que es mucho más que un evento, o creación puntual, y entendemos ciertamente, provoca la necesidad de un bautismo, propio.

La construcción histórica del folklore, y la e-moción que los artistas le imprimieron (y el público aceptó e hizo suya) lo ligó en el país a su esencia, fuera ésta clara o debatible. Esto tuvo y tiene hasta hoy consecuencias:

“Para los españoles, folklórico es algo estereotipado, cursi, viejo. (…) Para nosotros, en cambio, el folklore es una parte del lenguaje de los argentinos (…) el “idioma de infancia” del que hablaba la inolvidable María Elena Walsh” (Castiñeira de Dios, 2018: 113)

Y es así que los creadores folklóricos fueron generando un cierto tipo de conexión (perdurable y afectiva) basada en lo nacional, regional o local, pero siempre considerado propio. Este enlace que los argentinos vivimos en un canto o danza, no es igual, no implica el mismo grado de logros, para cualquier caso artístico, pero es clave en los que hacen historia, en los que resisten el paso del tiempo. De allí que busquemos una diferenciación, pues sentimos que este proceso requiere un nombre específico.

Lo hemos usado, ya, sin mayores profundizaciones, en artículos incluidos en los libros que Roberto Espinosa ha realizado sobre Cuchi Leguizamón y Chivo Valladares, y en nuestra presentación sobre “Los Farías Gómez” en el I Encuentro de la Historia social del Canto Folklórico, en Tucumán, organizado por Ricardo Kaliman. Parece oportuno entonces abrir aquí su fundamentación.

Hemos propuesto que el artista que, usando esos elementos (tradicionales y/o nuevos, que ha adquirido en su propia carrera, para armar su creación original) y haciéndolo a través de toda su trayectoria integral (más que con una simple canción o música), logra éxito (es decir que crea una narrativa identitaria (Vila,2002) asumida por su público), genera un enlace. Enlace que al formar entramado con otros similares creadores, forma identificación que verificamos trascendente. Reservamos entonces ese término, como un logro para los casos artísticos de fuerte conexión intertemporal y/o interregional, colectivamente construidas. También, lo utilizamos en tanto objetivo (un abogado criminalista diría: “en grado de tentativa”) para la meta que el arte folklórico intenta lograr.

El mensaje a dar en una obra artística no es ya, para esos creadores o intérpretes, unidireccional, como objetamos en la proyección. Por el contrario es necesariamente circular y sucesivamente evolucionante, siendo ésta la mayor diferencia.

Encontramos que ya no son inspiradores solo los saberes (lore) de un grupo rural (menos aún de uno ajeno y aislado), aunque sí tradicional (o telúrico, en términos de Chango en 1963). Lo hacen también (a veces sobre todo) en los segmentos de su propio núcleo social, que tiene su propio accionar folklórico (rural o urbano), en lo comunicacional-relacional (personal, oral o tecnológico) y en sus saberes, pero más aún en su mira y su mirada (link).

Cuando se da que su expresión (la música folklórica por él creada) es recogida tanto por el público (que la transforma al usarla) como por otros artistas (que con lo aprehendido la incorporan a su lenguaje y regresan a mostrarla en un nuevo ciclo), se forma un encadenamiento sucesivo. Éste se construye eslabón a eslabón, en un círculo que va del pueblo al artista, de éste al pueblo, de nuevo a artistas, y así sucesivamente, y así sedimenta en el tiempo.

Ese círculo es el enlace: un folk-link

Nos resulta entonces esto una forma superior de engarce identitario (ver nota 1). Más claro: de unión de los que sienten compartir una identidad, y sienten que una determinada producción artística la expresa y la refuerza. Ese sentimiento es

afectivo y afectante (volveremos más adelante sobre esto), pues los sujetos de esa unión se reconocen en él, y no solo depende de anclarse a lo percibido como supuesta esencia preservada (o tradición cultural de grupos pretendidamente incontaminados o no), aunque la utilice. Tampoco depende solo de lo que el artista con instrumentos modernos intente, para lograr una comunicación actual. Sino, y tal vez podríamos decir sobre todo, de lo que a partir de ello el oyente constructor, pueblo general (como también el próximo artista, que es asimismo parte de él), adopta y adapta haciéndolo suyo. Persistente, pues si viene de antes va hacia el futuro, por ser presente.

La etapa de recirculación temporal es clave. Ella permite que la creación arraigue y además vuelva al artista para que la re-exprese y reconfirme (sea el mismo u otros) como nuevo modo comunicacional aceptado y adoptado, para recomenzar su ruta. Pablo Vila nos decía, en el inicio de las reflexiones sobre las canciones del marxismo y el peronismo de los setenta, que debíamos mirar cuáles producciones (por caso de las creaciones militantes de los setenta), resistieron el paso del tiempo. Un calibrador a construir. Esto también nos incentivó a las indagaciones que aquí reseñamos.

Claro que no cualquiera logra esa conexión cualificante.

Así como cualquier música puede ser usada, pero no toda música es “de uso”, no todos pueden (podemos) crear un eco de ida y vuelta que resista el paso del tiempo y haga que quien escucha se sienta participe de un conjunto mayor, que incluye ese aspecto (recibido como tradicional, constitutivo, auténtico y no forzado), lo regenere, mantenga, y lo viva como propio (identitario). Que así lo realimente y transmita a otros, a su propio entorno (en términos de folk-communication) y también a artistas, que recomenzaran su re-novación (aun en términos de pos folklore) en ciclos sucesivos.

En otras, mis palabras, que cree un enlace. Intra e inter segmentos societarios, e intra e inter temporales. Quienes lo logran alcanzan éxito perdurable y no solo en creación de músicas y letras.

Son los grandes autores, músicos, y también intérpretes. Por ellos es que asignamos este concepto, que es valor, a su trayectoria. Ojalá nuestros lectores coincidan.

Por fin, así como encontramos una necesidad de actualizar nomenclatura para la cambiante relación trascendente de los creadores con y en el arte, la relación con el poder de estas músicas también se ha modificado en el último siglo. Percibir el camino de esos cambios también sería importante en este comentario, sin embargo solo haremos ligera mención de ello.

Afectos en tránsito

La importancia de la consideración de los afectos transmitidos, más allá de los discursos semánticos implícitos en músicas y canciones, de espectáculos posfolklore (en la época de radicalización militante en verdad) empezó a ser estudiada por nosotros, como “picada” en este nuevo campo que también enfrenta esta etapa de reflexión cientifica.

Es un tipo de análisis extremadamente rico (otra forma de decir complejo de analizar). Lo hicimos en dos obras de un específico año (1973). Más aun lo sería si intentáramos buscar sistemáticamente cual es el afecto predominante en las creaciones musicales de un determinado ciclo histórico. Esa condensación está fuertemente sujeta a adolecer de faltantes y deformaciones. Con esa prevención, igual nos gustaría indicar aquí, apenas, posibles puntas de investigación a trabajar. Como dijimos (Molinero y Vila, 2017:12) la música “moviliza los cuerpos a través de la transmisión afectiva. ( produciendo…) subjetividades, capacidades corporales y al mismo tiempo identificaciones”. En otras palabras, al “crear atmósferas particulares, a través de la inducción, modulación y circulación de determinados estados de ánimo, sentimientos e intensidades, que se sienten, pero al mismo tiempo, no pertenecen a nadie en particular”, se crea un enlace. Esto mismo, si rastreado en lo percibido como constitutivo de la identidad del pueblo cuyo modo relacional folklórico, es clave de actuación (folk-comunicación), y agregamos para no usar una tercer palabra, que es pasado presente (o tradición, en tanto reconocimiento identitario) no es exactamente Folk-lore (sabiduría), ni exactamente proyección (arte) de eso mismo. Está más cerca de un modo de auto-reconocimiento que se expresa en variadas formas, y también en el género artístico (moderno folklore) que usa para ser uno: un enlace folk, o folk-link. Nuestro nuevo termino.

Entonces nuestra visión, que comienza por el folklore como constitutivo se extiende ahora tiñendo sus cercanías, para encontrar la trama constituyente de un tejido que no es la sustancia histórica de la que hablaba Rojas, pero tampoco antiguos saberes circunscriptos. No es un imperativo prestigiante, ni rural, pero tampoco una pasajera o pintoresca moda urbana. Es un modo de entender y entenderse, que hace “vibrar juntos” a miembros de un colectivo, que se unen más en él. Por nuestra pasión del canto nos concentramos en él y sus vertientes, pero está claro que esto lo excede. Todo un campo antropológico puede ser objeto de él. Y como tal exceso, algunos colegas pueden, honestamente, refutarlo. Mientras, seguimos con la música.

En ese marco de entramados circulantes nos toca preguntarnos cuáles de los afectos presentes en la música folklórica (en tiempos de géneros líquidos) han movilizado significativa y sucesivamente a sus oyentes constructores, caracterizando mayoritariamente en cada ciclo la relación entre creadores y públicos. Los procesos políticos no fueron indiferentes, a esta prevalencia. En la forma de percibir cómo los afectos se expresan y son útiles para entender la realidad de las canciones de uso (Molinero y Vila, 2017 ; Vila 1999) podemos anticipar que si en los sesenta y setenta, por ejemplo, una clave era la bronca convertible a la esperanza, de un tiempo de revolución, y posteriormente (años 80 y 90) probablemente otra fuera la resistencia convocante de nuevos futuros, hoy una especie de lugar de autoencuentro, y de coagulación grupal, sentida necesaria, podría calificar la segunda década del siglo.

Breve historia

Más que afirmar, provocamos… pues de cualquier modo, de estas posibilidades, nos interesan sus trayectorias. Cuando se vio al folklore como lo nacional (sea como tradición consistente, o como expresión del subalterno), resultó lógico que ese capital simbólico fuera detonador de su “elección” como lugar de discusión de esencias y destinos nacionales (Molinero 2011). Por caso para acompañar, sino guiar, las transformaciones (¿revolucionarias?) populares

El dilema real del hombre argentino es, en este plano de sus intereses, o desarrollo vital de su propia expresión popular y nacional, en la diversidad de sus formas y géneros, o estancamiento infecundo ante la invasión de las formas decadentes y descompuestas de los híbridos foráneos. (…)[por eso, el MNC] Alentará la necesidad de crear permanentemente formas y procedimientos interpretativos, así como obras de genuina identidad con el país de hoy, que enriquezcan la sensibilidad y la cultura de nuestro pueblo. (…) [pues para el MNC) el arte, como la vida, debe estar en permanente transformación y por eso, busca integrar el cancionero popular al desarrollo creador del pueblo todo para acompañarlo en su destino, expresando sus sueños, sus alegrías, sus luchas y sus esperanzas. [Manifiesto del Nuevo Cancionero en 1963, el resaltado es nuestro].

Esto provocó, contra-reactivamente, la censura y persecución durante el Proceso de 1976, notoriamente superior para el folklore que para cualquiera de los otras formas de expresión artística. Al regreso de la democracia, los artistas protagonizaron una serie de ciclos que podemos provisoriamente identificar como de regresos, de resistencia al neoliberalismo, y de apoyo parcial, a la vez de resistencia cultural (Teresa Parodi, puede ser ejemplo de los dos últimos, por un lado con San Cayetano, o por otro en 2011 con Otro cantar). En ciertos casos, se puede ver un efecto discursivo que pasó de ser propositivo (desde o contra el estado y/o el poder), a ser crítico (incluso con la sociedad) aunque sin necesario correlato univoco a una propuesta específica (característica que fue de la etapa más álgida de la década militante). Es esta una cierta recuperación (actualizada) del anarquismo o de la figura del Martín Fierro: cantar opinando, aunque esa crítica, hasta ácida, no sea “para mal de ninguno, sino para bien de todos”.

El Estado, globalizado y globalizante por su parte, ya no priorizó al folklore como símbolo patrio. Ni continuó sus apoyos fuertes. Científicos, institutos y escuelas, así como artes (no opuestos sino simbióticamente enlazados) lo sufrieron. Más bien se tendió a devaluarlo, entendiendo su acercamiento a él como una función derivada de su convocatoria juvenil. Es decir concebir que el aprecio popular que el género le diera, era más significativo que su valor identitario. De ahí a usar cualquier género con tal que tuviera convocatoria juvenil, solo había un paso. Los festivales gratuitos, nacionales o comunales, buscaron así apropiarse de imagen juvenil y convocante, para política cuasi electoral, a la vez que pasaron a ser una especie de subsidio artístico a la sociedad. Esto tuvo efectos contradictorios sobre los artistas pues subió la demanda estival y estatal pero cayó la demanda privada, y consecuentemente el trabajo fuera de temporada de festivales.

Algunos políticos tomaron simbólicamente músicas que los mostraran como más populares. Entre ellos citamos que para sus campañas, o eligieron sea bandas de rock (la Mancha de Rolando) o cumbia tropical (Gilda), o rock inglés (Queen). Ciertamente estas músicas (muy repetidas) apuntaban a segmentos poblacionales diversos, siendo seleccionadas antes que un malambo o una chacarera. El valor buscado, evidentemente resulta menos ligado a la tierra que a la modernidad. Todo ello forma un proceso, que con su continuidad conviene que sea objeto de mayor profundidad futura.

Por su lado, el público receptor, o al menos la parte de él que tomo al género como expresivo de sí, lo hizo con sus propios modos de identificación (social, nacional, etc.). Y si bien esto lejos estuvo de ser unitario, a la vez parece ofrecer ciertas constantes (para recorrer).

Ya sea en clima intimista (como Juan Falú y Silvia Iriondo, en Antiguo Rezo, por caso), festivo (como Los Tekis o Los Alonsitos carnavaleros), o erótico (los Nocheros o Chaqueño Palavecino, en festivalero amor exasperado), los afectos movidos por y en los encuentros populares (de reductos en el primero, masivos en los dos últimos casos,), otorgan una característica de auto-identificación. Cuyo rastreo, en continuidades y fisuras, entendemos objeto de esta especial rama de la investigación que va constituyendo la historia social del canto argentino.

A la que deseamos contribuir con aportes, aun parciales, para su consolidación.

En síntesis una senda posible de indagación es verificar si (como intuimos) el afecto más fácilmente encontrable en nuestro género, cuando masivo hoy, es sobre todo la alegría. Tal vez no necesariamente en sintonía con la situación que vive el oyente- participante, sino como compensación por ella. Pero no cualquier alegría, sino aquella que surge de com-partir, de identificarse como parte perteneciente. Aquella que da identidad como porción de un todo mayor que une. Y no solo con aquellos a “los que nos gusta lo mismo” (algo que también otorgan otras músicas, en sus reuniones de estadios repletos, en sus “pogos” y sus vivencias) sino, la de identificar pertenencia nacional. Ser argentinos hoy, ser en algo que somos, sino siempre desde antes. En el pasado presente. En la nación, si seguimos con, o nos sumergimos, en el capital simbólico con que la música folklórica vino y viene cargada. Esa alegría que se percibe en los festivales, y es buscada en los videoclips, implica el uso de las herramientas correspondientes, y el triunfo de las estrategias que la convocan. Sean éstas el Carnaval (jujeño o correntino), la fuerza (del Chaqueño), o las perfomances escénicas (de Soledad o los Nocheros), todas son, entendemos, ejemplo de ello.

Pues en esa circulación y coagulación de afectos, parece posible reconocer una ligazón, tal vez menos rígida que en el Folklore (anónimo), pero sí más fuerte que en una proyección, a la vez que menos definitoria de estilos que en el neo o posfolklore. En esa sensación, real, que mueve y afecta, (no solo en la música pero también allí) y que proponemos entonces llamar Enlace Folklórico.

Conclusiones

Si analizar la historia es útil, creer que desde allí se pude determinar (aun probabilísticamente) el futuro, ya no es tan simple. Y no es lo que aquí intentamos. Solo marcar con qué herramientas y nombres, en este caso, parece adecuado bucear las actuales experiencias artísticas, además de proponer la forma de nombrar esa relación identitaria de nuestra cultura que sustenta un engarce en el tiempo y en los segmentos sociales. Los afectos que mueven performances masivas, sobre todo si durables pueden, creemos, señalar cómo se están autoidentificando en cada momento los protagonistas oyentes constructores de sentido de la canción.

El significante Folklore ha condensado una serie de conceptos, no necesariamente homogéneos ni siquiera en una misma época, tanto menos en momentos diversos. Como vimos: gaucho, campo, historia, subalternidad, peón, nación,

nacionalismos, lo profundo (o no superficial), lo nacional (o no globalizado o globalizante), lo esencial (o no formal) podrían ser ejemplos de ellos. Si la cultura fuera protagonista como sujeto de los procesos históricos, o al menos así percibida por insertarse en ellos, los nombres asignados a dicha cultura, bien resultan para nosotros significantes válidos para el análisis de esos procesos históricos en los que se insertan. Los ciclos históricos del folklore y la “proyección”, o incluso de ese enlace que proponemos como designación en este trabajo, de alguna manera pueden ser leídos y usados como indicadores del soft power cultural pretendido con él. Que ya no será aquel de defender el ser nacional ante la ola inmigrante europea (como en el Centenario) sino tal vez el de una herramienta identitaria (para el bi-Centenario), que se presenta ante el mundo o nos permite ubicarnos en el…

Como no se enlaza lo igual sino lo diverso, ese nombre puede consentir unir y diferenciar a la vez. No apunta a un “crisol de razas”, sino más bien a la multicultural concepción social. Ahora bien, si centrarnos en un nombre remite de alguna manera a privilegiar lo discursivo, debiéramos remitir nuestra mirada también, siguiendo los análisis últimamente dirigidos a lo afectivo. Al levantar los valores que están detrás de las designaciones, utilizar enlace nos lleva a iluminar entre todas las aristas que del Folklore se nos ofrecen, sobre todo lo relacional y lo temporal. Que se unifican (coagulan) en una trayectoria. Algo que, primero, nos condujo a pensar en los grandes protagonistas (Cuchi, Chango) como constructores de un enlace folklórico. Pero rápidamente también en si podíamos retratar con ese nombre una determinada época, a través de la predominancia de afectos circulantes (diríamos enlazantes) efectivos y afectivos: como el nacionalismo, la bronca, la esperanza, la resistencia, o diversión (en los años 60, 70,80, 90 u hoy) todas pulsiones en las cuales el reconocerse uno hace masa crítica a través de líderes que las resignifican.

Por ello en síntesis, estamos eligiendo (no propagandizando) en nuestros trabajos utilizar los respectivos nombres de folklore para la cultura anónima, música folklórica, para cualquiera que se inspire en aquel, y cualquiera sea el grado de cercanía al mismo, y eventualmente música folklórica progresiva para aquella que intenta a través de fusiones, hibridaciones, u múltiples herramientas (con olor a futuro) traer ese sabor a la raíz, mediante medios multicomplejos.

Por último, cuando el resultado de la música folklórica, progresiva o no, produce una identificación, generacional o de uso (en un autor por su trayectoria, o en un determinado estilo por su generalidad), a ese efecto es que denominamos enlace folklórico. Un enlace, que fuera de lo artístico… también aparece. Pero eso da para más, de este sendero, aun tentativo, en el que explorando y explicando estamos.

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Notas

1Siendo que el término “identitario” es utilizado varias veces en este escrito, resulta oportuno aclarar que a él nos referimos siguiendo a Pablo Vila en su definición de “narrativas identitarias”, tal y como se observa en su trabajo Vila (2002)

2Sustancia que, según Rojas, contribuiría a la unidad de la población confiriéndole la deseada homogeneidad cultural, “(…) [lo que] se denominó ‘crisol de razas’ (melting pot), que propendía a la fusión de las distintas vertientes poblacionales en una masa indiferenciada”. (Blache op. cit.). En contraposición, la composición social hoy se ve como un “salad bowl”, donde cada componente (de raza, origen género, o religión), mantiene su identidad pero se integra en un conjunto con sabor y color especial, por la mezcla en sí.

3Seguimos la definición de Pablo Vila, quien, nos comentó, actualmente preferiría mejor definirlas como de "uso identitario" en: (Vila, 1987)

4Carlos Vega trataba de definir lo “folklórico” como “una sensación que nos impresiona” (Vega ,1960) (Molinero 2011:43) y nota 22.

5Aunque no exclusivamente ligada a la de raíz folklórica, ver el concepto del autor en: Vega, Carlos. (1997). Mesomúsica: UN ENSAYO SOBRE LA MÚSICA DE TODOS. Revista musical chilena, 51(188), 75-96. https://dx.doi.org/10.4067/S0716-27901997018800004

6Ver: González R., Juan Pablo. (2001). Musicología popular en América Latina: síntesis de sus logros, problemas y desafíos. Revista musical chilena, 55(195), 38-64. https://dx.doi.org/10.4067/S0716- 27902001019500003

7En Chile, origen de ese nombre, se distinguieron las tendencias: “En la proyección folklórica, el folklore adquirió un sentido didáctico y patrimonial; en el Neofolklore adquirió un sentido celebratorio de la diversidad; y en la Nueva Canción un sentido reivindicatorio de sujetos sociales excluidos por la modernidad” (Gonzalez, 2011) [el resaltado es nuestro]

8Allí, “desde la institucionalidad cultural del Estado, canalizada a través de la Universidad de Chile, se comenzó a diferenciar desde los años cuarenta tres tipos de folklore: el histórico o rescatado, el tradicional o vigente y el moderno o de autor. Los dos primeros fueron los promovidos por dicha institucionalidad. El folklore moderno será llamado música típica a partir de los años cincuenta”.

(Gonzalez 2011) [el resaltado es nuestro].

9“El vínculo con la música de los abuelos es un fenómeno que se manifiesta con fuerza a partir de la condición posmoderna y su cuestionamiento de las certezas absolutas de la modernidad. A cambio de certezas se busca autenticidad y un modo de encontrarla es reinstalando prácticas musicales del pasado vinculadas a sujetos y circuitos percibidos como más puros y tradicionales. Estas músicas constituyen un remanso sonoro dentro de la gran complejidad y volumen del entorno musical contemporáneo” (Gonzalez, 2011).

10Augusto Raúl Cortazar, en efecto, lo explicaba así: “Las proyecciones del folklore son legítimas cuando se afianzan en el conocimiento directo y en la documentación veraz de los fenómenos, en la compenetración del autor o del productor con el espíritu característico y con el estilo representativo del complejo folklórico que se trata de reflejar. Dignamente expresadas, prestigian el folklore de un país y contribuyen a que trascienda de su realidad viviente y de su documentación técnica a planos más difundidos y a veces universales, acentuando la personalidad cultural del país. A la inversa, las expresiones chabacanas e irresponsables conspiran contra el patrimonio cultural de la nación.” (Cortazar, 1959) [el resaltado es nuestro].

11Última estrofa de “El destino del canto”, poema de Atahualpa Yupanqui.

12Comienza su libro así: “Vernacularizar: Explorar y explicar los enlaces entre lo popular y lo político.

Nunca subestimar la capacidad de lo popular de elucidar lo ideológico, animar lo político; ni pasar por alto lo vernacular como medio para (producir) una voz subalterna o postcolonial que resista, subvierta, disrrumpa, reconfigure o impacte el discurso dominante (…) En la concepción vernacular de la política, la cultura popular constituye una práctica singular. Representa el modo en el cual la política y lo popular conjugan el placer identificatorio con la resistencia ideológica” (Farred, 2003: 1) [traducción y resaltados nuestros].