La mirada sensible.
Pedro Henríquez Ureña en los Estados Unidos
Martín Sozzi*
Resumen
El propósito del trabajo es analizar la mirada extrañada que manifiesta el sujeto enunciador de las Memorias de Pedro Henríquez Ureña en el encuentro con los Estados Unidos, particularmente al arribar a la ciudad de Nueva York. En el espacio textual de las Memorias se expresa, de modo ostensible, el desacuerdo entre una serie de expectativas que se podrían retrotraer -aunque no de forma exclusiva- a las percepciones de Rubén Darío en su crónica sobre Edgar Allan Poe en las que el poeta nicaragüense escucha al llegar a Nueva York “un vasto soliloquio de cifras” y que el dominicano logra trasvasar. De esa forma, rompe con algunas convenciones cristalizadas por una parte de la intelectualidad latinoamericana, para conformar otro espacio en el que la mirada logra ir más allá de los prejuicios establecidos e indaga la cultura de una época y de una ciudad. Raymond Williams (1973) presenta dos modelos con los que fueron vinculadas las ciudades: por un lado, como centro de progreso y erudición; por otro, como lugar de ambición y ruido. En ese sentido, el mundo norteamericano, no estaría transido para Henríquez Ureña solo por los grandes avances tecnológicos ni por el predominio del dinero -el segundo modelo de ciudad que presenta Williams-, sino por diversas manifestaciones del mundo cultural -las artes plásticas, la música, la literatura- que lo transforman en un terreno propicio para la alta cultura.
Palabras clave:
Pedro Henríquez Ureña – Estados Unidos – Representaciones de la ciudad – Paisaje de cultura – Memorias
* Martín Sozzi, profesor y licenciado en Letras (UBA) y Especialista en lectura, escritura y educación (Flacso). Cursó la maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos (Untref) y es doctorando del programa de doctorado en Teoría Comparada de las Artes de la misma universidad. Profesor de la cátedra de Literatura Latinoamericana I en la Universidad de Buenos Aires, de Introducción a los estudios literarios en la Universidad Nacional de Hurlingham y del Taller de Lectura y Escritura en la Universidad Nacional Arturo Jauretche. E-mail: martin_sozzi@yahoo.com.ar. Recibido el 20/2/2019. Aceptado el 20/4/2019.
The Sensitive Gaze.
Pedro Henríquez Ureña in the United States
Abstract
The purpose of this work is to analyze the estranged gaze manifested by the subject of enunciation of the Memorias by Pedro Henríquez Ureña in his encounter with the United States, specifically on his arrival to the city of New York. Across the textual space of the Memorias, Ureña expresses, in an ostensible fashion, a divergence from a series of expectations that could be traced back –although not exclusively– to the perceptions by Rubén Darío in his chronicle on Edgar Allan Poe where the nicaraguan poet hears upon coming to New York “a vast soliloquy of figures” and which Ureña manages to subvert. In this way, he challenges conventions normalized by Latin American intellectuals in order to conform an alternative space in which his gaze goes beyond established prejudices and probes into the culture of a time and a city. Raymond Williams (1973) draws attention to two models cities have been associated with: on one hand, as centers of progress and erudition; on the other, as places of noise and ambition. In that sense, for Henríquez Ureña the North American world would not be affected only by great technological advances or a predominance of wealth – the second model presented by Williams – but by diverse manifestations of culture – visual arts, music, literature – which turn it into an auspicious realm for high culture.
Keywords
Pedro Henríquez Ureña – United States – City representation – Cultural landscape - Memorias
Introducción
En enero de 1901, Pedro Henríquez Ureña viaja hacia los Estados Unidos desde su Santo Domingo natal. Se dirige a un espacio sobre el que otros escritores latinoamericanos habían escrito previamente: Sarmiento, en los textos epistolares de la década de 1840; José Martí, en las crónicas que, agrupadas luego bajo el rótulo de Escenas norteamericanas, publica a partir de los años 80; Rubén Darío, fundamentalmente en la crónica sobre Edgar Allan Poe, aparecida originalmente en 1894, y en “El triunfo de Calibán”, de 1898; y -entre otras- las impresiones que José Enrique Rodó exterioriza en un libro que causó gran impacto en el dominicano: el Ariel, que apenas había salido de imprenta en 1900, un año antes de que Henríquez Ureña arribara a la ciudad de Nueva York. [1] Se trata, entonces, de un lugar diseñado, en principio, por textos previos, atravesado por miradas marcadas por preconceptos, sesgadas ideológicamente, fascinadas por la primera impresión o, simplemente, justificadas por un punto de vista político.
Para Henríquez Ureña, los Estados Unidos representan, en un primer momento, un enigma. ¿Qué es ese territorio que había impactado a Sarmiento, fascinado y preocupado a Martí y a Darío, del que había escrito y abjurado Rodó? ¿Es el reino del capital que desdeña el espíritu, el territorio de un Calibán triunfante sobre el etéreo Ariel? ¿Un espacio en el que no existe lugar para el arte, sino solo para reproducir ganancias y multiplicar mercancías? En todo caso, para el dominicano, la posibilidad de producir una imagen de ese país resulta una tarea compleja que -salvo en las simplificaciones, en las teorizaciones pobres, en la mala literatura- sobrelleva las contradicciones que toda tarea compleja engendra.
El periplo norteamericano de Pedro Henríquez Ureña
Las relaciones de Pedro Henríquez Ureña con los Estados Unidos son fluidas y recurrentes. [2] En tres etapas diferentes de su vida, se instala en ese país con objetivos que se van transformando. La primera de esas etapas, a la que nos dedicaremos en particular, comienza en enero de 1901 y finaliza en marzo de 1904. A fines de 1900, su padre, Francisco de Henríquez y Carvajal, Ministro de Relaciones Exteriores del presidente Juan Isidro Jiménez, debe ir a negociar la deuda extranjera de Santo Domingo a Estados Unidos y Europa. [3] La ocasión resulta favorable para que llevara consigo a dos de sus hijos: Fran, el mayor, y Pedro, el menor, a quien luego se sumaría Max. Como el dominicano señala en sus Memorias al referirse a su padre y al motivo del viaje:
Pensó entonces en aprovechar la ocasión para llevarnos a Nueva York a que permaneciéramos allí algún tiempo estudiando y recibiendo influencia de una civilización superior (2000: 64).
Esta idea de vincular al país del norte con una “civilización superior” contrasta claramente con lo que poco tiempo antes habían señalado, entre otros, Rubén Darío y José Enrique Rodó, cuyo Ariel había estado tan presente -como señalamos- en las consideraciones del dominicano.
El segundo viaje, la segunda estadía, lo encuentra en distintas ciudades norteamericanas entre los años 1914 y 1921. A mediados de noviembre de 1914 es nombrado por el Heraldo de Cuba, diario para el que trabajaba en La Habana, como corresponsal en Washington. Esa corresponsalía apenas ocuparía unos meses, hasta marzo de 1915. [4] Inmediatamente después de haber trabajado como redactor del semanario Las novedades de Nueva York, entre mayo de 1915 y agosto de 1916, ingresa como estudiante y profesor de la Universidad de Minnesota, en la que obtendría el título de Doctor en Filosofía en el Departamento de Lenguas y Romances, con su conocida tesis -publicada en Madrid en 1920- La Versificación Irregular en la Poesía Castellana. [5] Luego de estudiar y de dictar numerosos cursos, además de publicar notas y artículos en diversos medios periodísticos, Henríquez Ureña emprende la partida en 1921 convocado a México por José Vasconcelos -secretario de educación del presidente Obregón- como colaborador para la reorganización del sistema educativo mexicano.
Finalmente, la última etapa, comprende el período alcanzado entre 1940-41, momento en el cual dicta en la Universidad de Harvard, en el marco de la cátedra Charles Eliot Norton, una serie de conferencias, In a search of expression: literary and artistic currents in Hispanic America , ocho encuentros destinados fundamentalmente a historiar la literatura de la América hispánica. Cuatro años más tarde, en 1945, se editarían agrupadas en su versión inglesa y como libro: las Literary Currents in Hispanic America, que fueron traducidas al español en 1949 por Joaquín Díez-Canedo. Así, hoy contamos con las Corrientes literarias en la América hispánica, que vieron la luz de forma póstuma y que constituyen, seguramente, su obra más importante. Además, aprovecha la oportunidad para dictar otras conferencias en Harvard, Boston y en la Columbia University de Nueva York.
Estos tres períodos representan tres circunstancias diferentes en la vida del dominicano: el primero, el período de formación inicial; el segundo, su labor universitaria como docente y como estudiante de posgrado; el tercero, su momento de consagración: el primer latinoamericano en ser invitado a esas conferencias de Harvard mencionadas más arriba. [6]
A los efectos de este trabajo nos detendremos solo en el primero, el de su llegada a los Estados Unidos tal como aparece relatado fundamentalmente en sus Memorias: la llegada a Nueva York, su vida allí, su formación estética inicial, lo que presenta y omite, que -consideramos- lo diferencia notablemente de las concepciones que hasta ese momento habían producido otros latinoamericanos respecto de la vida y la cultura norteamericanas.
La llegada a Nueva York
Dos encuentros con la ciudad de Nueva York nos permitirán contraponer dos formas de percibir la urbe, dos formas de mirar, de focalizar, de narrar y de crear ese territorio tan marcado ideológicamente por sucesivas constelaciones de viajeros. [7] En primer lugar, el que presenta Rubén Darío de su arribo a Nueva York, plasmado en la crónica “Edgar Allan Poe”. Darío llega a la ciudad en mayo de 1893 y la crónica, producto en parte de ese encuentro, se publica menos de un año después, a comienzos de 1894. [8] En ese texto, la acogida que recibe el nicaragüense es percibida como hostil, áspera, desapacible: le dan la bienvenida “el ladrante slang yankee”, un barco de sanidad y la metafórica falta de luz. Un idioma incomprensible y la duda respecto de quienes llegaban, como si fueran los portadores de una enfermedad que pudiera contaminar a ese reino del dinero, recibe a los viajantes. Y luego de saludar a la imagen de la Libertad como si de una divinidad se tratara, aparece la real cara de la ciudad:
Aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro, New York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque (2013: 45).
Esta imagen cumple con cierta visión cristalizada de los Estados Unidos que Darío llevaría aún más allá en las páginas de “El triunfo de Calibán”, de 1898. El nicaragüense contrapone dos voces: la de Nueva York –“el eco de un vasto soliloquio de cifras”, que constituye la voz del monstruo-, de la de una París utópica e ideal -“que era antaño un refugio de artistas y literatos”, como señala Darío en “París nocturno” (1911)- para establecer con toda claridad las diferencias entre esos dos mundos tan distintos y que provienen de tradiciones diversas: la sajona, la latina. Ya Martí había establecido desde el “Prólogo” al Poema del Niágara de Juan Antonio Pérez Bonalde, ese manifiesto del modernismo cuya primera publicación data de 1882, la llegada de los “Ruines tiempos, en que no priva más arte que el de llenar bien los graneros de la casa”. Y señala que la voz de los nuevos tiempos, la voz de la modernidad es, en realidad, un ruido. “Se come el ruido, como un corcel la yerba, la poesía”, diría también Martí, apelando con un hipérbaton exacerbado a mostrar la idea de fractura y fragmentación de ese mundo, en su poema “Académica”, de los modernos Versos libres. Pero volviendo a Darío y a Nueva York:
En su fabulosa Babel gritan, mugen, resuenan, braman, conmueven, la Bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la imprenta, el dock y la urna electoral (2013: 46).
Esa es una imagen que se repite: la velocidad, el ruido, las muchedumbres, el movimiento incesante, el mundo del trabajo, la proliferación de elementos que se yuxtaponen, conviven y fenecen:
El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece que a cada instante aumentase. Temeríase a cada momento un choque, un fracaso, si no se conociese que este inmenso río que corre con una fuerza de alud lleva en sus ondas la exactitud de una máquina (2013: 46-47).
Darío no percibe la ciudad como totalidad (o como una sumatoria de pequeñas totalidades), porque lo que se puede apreciar son sensaciones, muchas de ellas vinculadas con los sonoro: “gritan”, “mugen”, “resuenan”, “braman”; la “trepidación”, el “repiqueteo”, el “vuelo sonoro”… En otra crónica martiana, “Ferrocarriles elevados”, de 1888, también se representa el ruido, el hierro, la fealdad, las multitudes. Todos esos campos semánticos, en conjunto, propios de la modernidad mercantil neoyorquina. Martí condena el “bufido de la máquina que pasa” (2010: 201), para señalar que “La cultura quiere cierto reposo y limpieza, así como la vida doméstica” (2010: 201). El ferrocarril (la máquina, el hierro, el ruido, el humo, las vibraciones de las estructuras, la suciedad) atenta contra la vida apacible necesaria para que el mundo del arte logre desarrollarse. Como señala Beatriz Colombi (2012) -citada por Caresani (2013: 47):
En la visión urbana de New York priman las sensaciones de acumulación y de vértigo, plagadas de imágenes sonoras intimidatorias para el paseante, como la trepidación, el repiqueteo, el sonido de las ruedas, el choque, ese show de la ciudad que pocos años más tarde George Simmel describiría en La metrópolis y la vida mental.
Las primeras impresiones que recibe Henríquez Ureña de la ciudad de Nueva York -el segundo encuentro con la urbe que mencionaremos- distan en gran medida de esas representaciones construidas por Darío y Martí. El viaje del dominicano a la ciudad norteamericana es un viaje en el espacio, pero también una inserción matizada en ese mundo moderno: de la colonial Santo Domingo, la primera parada en el viaje la constituye la ciudad de San Juan, en Puerto Rico: “la primera ciudad de carácter algo moderno”, como señala Henríquez Ureña. Sin embargo, esa modernidad no reaparece, al menos en sus aspectos arquetípicos: muchedumbres, ruido, fragmentación, velocidad. Al arribo a la ciudad, el 30 de enero de 1901, el dominicano señala que “mi primera impresión fue curiosa”. También se trataba de una fría mañana, pero a diferencia de lo que sucede a Darío, la llegada no es hostil. Lo primero que observa el dominicano lo constituye un “conjunto enigmático” (2000: 65). Pedro Henríquez Ureña no arriba a la ciudad de Nueva York con las certezas de otros viajeros, sino que la ciudad se presenta como un conjunto a descifrar para el viajante recién llegado, quien decide olvidar -hasta donde le resulte posible- las certidumbres de discursos previos e indagar en la propia realidad:
Fuimos a dar al Hotel Martin, que era famoso por su comida francesa. Ese mismo día salimos a la calle y durante todos los siguientes visitamos los lugares importantes de la ciudad. Mis impresiones se atropellaban un poco, y yo las veía todas a través del prejuicio anti-yankee, que el Ariel de Rodó había reforzado en mí, gracias a su prestigio literario; no fue sino mucho después, al cabo de un año, cuando comencé a penetrar la verdadera vida americana, y a estimarla en su valer (2000: 66).
Varias facetas se presentan en este fragmento que es necesario deslindar. En primer término, el hospedaje, un espacio dedicado a los turistas de las clases acomodadas, quienes encuentran en ese lugar una especie de oasis parisino. Por otra parte, la vida que realizan en esos primeros tiempos está vinculada con la del turista que recorre los lugares concebidos para tales viajeros: el turismo conserva ciertos circuitos imaginados como “lo que es necesario recorrer y apreciar”, los circuitos prefijados y, consecuentemente, ciertas formas del exotismo y de cierto color local. Esos circuitos, sin embargo, aparecen mediados a través del Ariel de Rodó y su denuncia de la nordomanía hispanoamericana. Vale decir, que la mirada del viajero no se constituye -al menos en ese primer momento- como una mirada fenomenológica, que puede captar de algún modo, cual si fuera una utopía realista, lo real (si es que tal cosa existe), sino que esa mirada, como la de los primeros conquistadores, como la de los viajeros que perciben por primera vez un mundo desconocido, aparece transida por los imaginarios pasados, por la propia configuración mental a partir de las lecturas previas, de las opiniones ajenas, de las concepciones ideológicas heredadas. La distinción entre un mundo ariélico, espacio etéreo del espíritu, y otro calibánico, reino de la materia y el dinero, juega su rol en esas primeras visiones de muchos visitantes que no alcanzan a percibir un universo más allá de lo que tenían esperado ver y encontrar. Son escasas las posibilidades de escapar de esa estructura mental adquirida, en este caso, en el gran libro del 1900 -el Ariel-, que Henríquez Ureña había leído con detenimiento y a cuyo autor admiraba. En este sentido, esa impresión inicial se vincula a la figura del turista, tal como aparece caracterizada por Tzvetan Todorov (2000):
El turista es un visitante apresurado que prefiere los monumentos a los seres humanos. Anda apresurado, no solamente porque el hombre moderno así anda, en general, sino también porque la visita forma parte de sus vacaciones, y no de su vida profesional; sus desplazamientos al exterior están encerrados en sus asuetos pagados. La rapidez del viaje es ya una razón de su preferencia por lo inanimado con respecto a lo animado; el conocimiento de las costumbres humanas, decía Chateaubriand, requiere de tiempo (2000: 388).
Pero el fragmento de las Memorias presenta una metamorfosis. El turista puede convertirse en residente, y esa transformación producto del paso del tiempo y del arraigo en un espacio determinado, permite un cambio en la mirada. “Al cabo de un año”, señala el dominicano. Precisamente un año después, y como producto de la familiaridad con esa geografía, con las diversas facetas de la vida neoyorquina, el turista con su capacidad de observación filtrada por prejuicios y juicios apresurados, deja paso al residente, quien comienza a internarse por los caminos de la “verdadera vida americana”. Es decir, lo apreciado hasta ese momento estaba teñido de falsedad, dado que la mirada turística no permite ingresar en los vericuetos de vida, costumbres, realidades que solo la permanencia en un sitio y la familiaridad con sus instituciones y sus habitantes admite alcanzar. El residente no puede vivir en un hotel internacional en el que se sirve comida francesa, por lo que -pasado ese momento inicial- el destino siguiente de los hermanos Henríquez Ureña será una -sucesivas- casa de huéspedes en la que fueron ubicados por su padre con la finalidad de que aprendieran inglés y se contactaran con la “verdadera” vida norteamericana.
Podría pensarse que los días neoyorquinos de Henríquez Ureña estarían teñidos de ruido, velocidad, impresiones de la ciudad, postales de un mundo moderno contrastante en casi todo con su Santo Domingo natal. Pero en las Memorias no aparece esa multiplicidad de fragmentos, de sensaciones quebradas; ni tampoco las muchedumbres, ni el hormigueo de los paseantes; tampoco hay puentes de Brooklyn, ni lugares emblemáticos, ni grandes figuras políticas, como sí aparecen en las Escenas norteamericanas, de José Martí. No obstante, sí aparece una suerte de multiplicidad, pero es generada por diferentes formas del espectáculo, del arte, de la música, de la literatura. “En aquellos primeros días me dediqué con ahínco a los teatros” (2000: 67), señala el dominicano. A pesar de su todavía escaso dominio del inglés, asiste a representaciones en ese idioma. Obras, autores, actores, aparecen multiplicados y repetidos, ya que en muchas ocasiones una misma obra es vista y vuelta a ver en otra puesta preparada por otra compañía teatral.
El Metropolitan Opera House se transforma en uno de los lugares privilegiados de los recorridos del dominicano, donde va a escuchar a los grandes cantantes de la época. Circulan por el texto nombres de tenores, bajos, contraltos: Jean de Reszke, La Nórdica, La Ternina, La Melba, La Schumann-Heink, Plançon; las sopranos Gadski y Lucienne Bréval… y la lista continúa. Se vuelve extensa, abrumadora. Aparecen y reaparecen cantantes, óperas, músicos. El cosmopolitismo que aquí puede apreciarse está dado por las compañías de países diversos que visitan Nueva York, con lo que la ciudad, su sonido, su resonancia, se transforma: del “eco de un vasto soliloquio de cifras” -al que aludirá Darío-, a la voz de los cantantes, a la impostación de los actores; del tintineo del dinero al eco de cuerdas, bronces y timbales de las diferentes orquestas. Y las recorridas continúan de forma ininterrumpida, porque cuando finalizan las funciones del Metropolitan, Henríquez Ureña decide concurrir a las “temporadas de ópera barata que se ofrecen siempre en Nueva York” (2000: 69). Y reaparecen las compañías, las óperas famosas, los cantantes destacados. Valga como ejemplo, una de esas tantas enumeraciones, algo caóticas, en las que campea lo mejor de lo mejor de la música occidental, los más destacados compositores, ejecutantes, intérpretes:
Las óperas que oí fueron Las bodas de Fígaro yLa flauta mágica de Mozart, cantadas por la Sembrich y la Eames,Romeo y Julieta, Carmen, Los Hugonotes,La hija del regimiento de Donizetti, La Traviata, Aida, Otello, Lohengrin,El oro del Rhin de Wagner, y los dos estrenos del año: Messaline de Isidore de Lara, y Manru de Paderewski, que estuvo allí presente. También Cavalleria rusticana, con la Calvé. En la función de despedida cantó la Ternina el Liebestod deTristán, la Sembrich el segundo acto de La hija del regimiento, la Calvé el primer acto de Carmen y la Eames los actos finales de Otello y Fausto (2000: 77-78).
Otra faceta de la vida neoyorquina de Henríquez Ureña está constituida por su acercamiento a la literatura. “Leí mucho por entonces (puedo decir que leía diariamente un drama o la mitad de una novela o de otro libro)” (2000: 69). Literatura italiana, escandinava, danesa, rusa, francesa; los clásicos griegos y latinos; obras de crítica y filosofía. Pocas páginas antes, Henríquez Ureña anunciaba que “1900 -vale decir, un año antes de su arribo a los Estados Unidos- no fue para mí año de producción; fue en realidad año de grande lectura literaria. Puedo decir que este fue el año decisivo de mi gusto” (2000: 60-61). Esa consolidación del gusto, del juicio estético, que luego sería clave en su labor crítica, seguramente se consolida con la multiplicidad de lecturas neoyorquinas.
Otros espacios que el dominicano recorre en Nueva York también están vinculados con el mundo del arte y la literatura: el Museo Metropolitano, la Biblioteca de la Universidad de Columbia, la Biblioteca Astor, la Sociedad Filarmónica de Nueva York. Y en la temporada siguiente nuevamente el Metropolitan y los teatros baratos: Murray Hill, American y otros de Brooklyn. Y la apreciación de teatro en alemán pese al desconocimiento de esa lengua. Luego del dominio del inglés, llega la literatura inglesa y la lectura de una serie de autores anglosajones canónicos.
Es decir, hasta ese momento, y en gran medida, la ciudad de Nueva York representa para Henríquez Ureña una serie de puntos culturales: el Metropolitan, la Filarmónicas, las bibliotecas, los diferentes teatros y, fuera de la ciudad, la Exposición Pan-Americana de Búfalo. Ese es el circuito por el que transcurre la vida neoyorquina del dominicano, adolescente todavía, y que aparece como el recinto de su formación estética. Es en este sentido que invierte muchas de las concepciones previas que aparecen en las crónicas ya mencionadas de Darío, concepciones que cobran la fuerza de un ideologema a partir de la constitución de una serie de rasgos que tornan a los Estados Unidos todos como un reino del capital alejado de cualquier posibilidad de desarrollo artístico, más allá del surgimiento casi milagroso de ciertas figuras como la de Poe (“el cisne desdichado”, en palabras de Darío). Ese ideologema, como señala Beatriz Colombi (2012), es el ideologema del monstruo.
Sin embargo, y más allá de esta Nueva York cultural que retrata Henríquez Ureña, aparece también otra faceta, la del drama del trabajo, la de la vida laboral de tantos explotados, la del inmigrante menospreciado. Al decaer la situación económica de su padre, debe buscarse formas de manutención e ingresar al mundo del trabajo y conocer de cerca los sufrimientos que ese mundo acarrea:
Logré un empleo de seis dólares semanales en la Nicholls Tubing Company […] Vi entonces de cerca la explotación del obrero; la mayoría de los allí empleados eran mujeres y niños; los pocos hombres que había eran casi todos italianos que acudían a mí para hacerse entender […]. Hube de salir de allí, en Julio de 1903, molido de cuerpo y fatigado de espíritu (2000: 82).
Al igual que antes en José Martí, la vida norteamericana no presenta una sola cara. A la fascinación por determinados aspectos, opone circunstancias indeseables.
Henríquez Ureña escribe sus Memorias a partir de 1909, luego de finalizada su primera etapa norteamericana y antes de que se iniciara la segunda. En esa circunstancia menciona -como señalamos más arriba- que “comencé a penetrar la verdadera vida americana, y a estimarla en su valer”. Y destaca las manifestaciones de una vida cultural de la que participa con fruición. Sin embargo, en carta que envía a Alfonso Reyes desde México el 13 de marzo de 1908, y frente a la perspectiva de un nuevo viaje, la mirada se transforma:
No tengo nada nuevo que aprenderle a Nueva York. Desde luego, podría aprender mucho en bibliotecas, conferencias, teatros, etc., lo que no es precisamente neoyorquino; y lo que, trabajando allí, aprovecharía muy poco. Ya le dije a Max: todavía fuera Europa, por conocer sacrificaría algo, pero Nueva York! Volver a aquel trabajo duro de diez horas y a los pequeños golpes de antipatía contra quienes, como yo, llevan en su tipo físico la declaración de pertenecer a pueblos y raza extraños e “inferiores”! (…) Lo podía soportar yo antes, cuando tenía más empeño o más necesidad de resistir y cuando la vida neoyorkina, por lo mucho que todavía me ofrecía de nuevo, me seducía completamente; no ahora, cuando ya mi “modo de ser” comienza a petrificarse y cuando prefiero “la pequeña dicha” (…) a la “vida intensa” (1981: 74) (el subrayado es nuestro).
Cierre
En dos textos separados por unos meses, un año quizás, Henríquez Ureña presenta dos imágenes de Nueva York: por un lado, como un espacio de la cultura en el que proliferan manifestaciones de las diferentes artes; por otro, como una zona en la que, si bien la cultura se encuentra presente, constituye un bien foráneo, importado. Qué es lo que lleva a Henríquez Ureña a abjurar de la vida cultural de la ciudad, a desdeñar ese “paisaje de cultura” -para recurrir a la terminología acuñada por Pedro Salinas (1948)- y quitarle, precisamente, su faceta cultural. Quizás haya pesado la propia vivencia de la “explotación del obrero”, el desdén por su extranjería -que no solo lo acompañaría en los Estados Unidos, sino que también sufriría en la Argentina. Quizás también su cercanía recurrente con el Ariel, y con el propio Rodó y la denuncia de nordomanía. Quizás las concepciones antiimperialistas que Martí comenzaba a delinear a comienzos de los 80. Quizás todos esos factores unidos.
No obstante, las percepciones contrapuestas de Pedro Henríquez Ureña en relación con el país del norte, ponen de manifiesto, una vez más, la dificultad de situarse frente a ese vasto territorio que, de forma sucesiva y simultánea, generó tanto adhesiones como tomas de distancia, tanto simpatías como temores, tanto la posibilidad de verlo como una fuente de cultura, como un espacio transido por el poder monstruoso de Calibán.
Bibliografía citada
Caresani, Rodrigo (2013) “Prólogo”. En Darío, Rubén (2013). Crónicas viajeras. Derroteros de una poética. Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires.
Colombi, Beatriz (2012) “Edgar Allan Poe, de Rubén Darío a Andrés Caicedo”. En Hernán Biscayart (ed.) Lecturas de travesía. Literatura latinoamericana. NJ editor, Buenos Aires.
Darío, Rubén (2013) Crónicas viajeras. Derroteros de una poética. Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires.
Henríquez Ureña, Pedro (2000) Memorias. Diario. Notas de viaje. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires.
------------------------------ (2004) Desde Washington. Fondo de Cultura Económica, México.
Henríquez Ureña, Pedro; Reyes, Alfonso (1983) Epistolario íntimo (1906-1946). Universidad Naciona Pedro Henríquez Ureña, Santo Domingo.
Martí, José (2010) Escenas norteamericanas y otros textos. Corregidor, Buenos Aires.
Roggiano, Alfredo (1961) Pedro Henríquez Ureña en los Estados Unidos. State University of Iowa, México.
Salinas, Pedro (1948) La poesía de Rubén Darío. Losada, Buenos Aires.
Todorov, Tzvetan (2000) “Viajeros modernos”. En Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana. Siglo XXI, México, pp. 383-396.
Williams, Raymond (2001) El campo y la ciudad. Paidós, Buenos Aires.
Zuleta Álvarez, Enrique (1987) “Pedro Henríquez Ureña y los Estados Unidos”. En Cuadernos Hispanoamericanos. N° 442, pp.93-108.
Notas
[1] Otras impresiones de Nueva York producidas por escritores latinoamericanos aparecen en En viaje, de Miguel Cané, publicado en 1883, y en En tierra yankee. (Notas a todo vapor), de Justo Sierra, aparecido en 1895.
[2] Pese a que Enrique Zuleta Álvarez (1987) señala que “Apenas se ha indagado en sus relaciones con los Estados Unidos”, varios libros -que el mismo Zuleta menciona- cubren en parte ese bache: el más importante, el de Alfredo Roggiano (1961), Pedro Henríquez Ureña en los Estados Unidos. México: State University of Iowa.
[3] Juan Isidro Jiménez había asumido el cargo en noviembre de 1899 en reemplazo del tirano Ulises Heureaux, asesinado en julio del mismo año.
[4] Las crónicas que Henríquez Ureña para el Heraldo de Cuba fueron compiladas por Minerva Salado (2004) en Desde Washington. México: Fondo de Cultura Económica.
[5] Ese ingreso se produce gracias a las gestiones del profesor J.D.M. Ford, el mismo que luego gestionaría su participación en las conferencias Charles Eliot Norton en los años 40.
[6] Famosos intelectuales de todo el mundo participaron de las Charles Eliot Norton Lectures, que fueron instauradas en 1927. Para tener una exacta dimensión de la importancia de estas conferencias, baste mencionar a la figura que precedió y a la que continuó al dominicano: la anterior fue dictada por Igor Stravinsky; la posterior, por Erwin Panofsky. En cuanto a los latinoamericanos, solo tres accedieron a ese sitial: Pedro Henríquez Ureña (1940-1941) con “In a search of expression: literary and artistic currents in Hispanic America”; luego, en 1967-68, Jorge Luis Borges presentó “The Craft of Verse”; finalmente, en 1971-72 Octavio Paz dictó “Los hijos del limo”.
[7] Esas dos formas de percibir la ciudad podrían vincularse con los rasgos que -según Raymond Williams-se han atribuido tradicionalmente a las ciudades: la ciudad fue concebida “como un centro de progreso: de erudición, de comunicación, de luces. También prosperaron las asociaciones hostiles; se vinculó a la ciudad con un lugar de ruido, de vida mundana y de ambición.” (2001: 25)
[8] Tal como consigna Rodrigo Caresani (2013: 43), la crónica sobre Poe fue publicada por primera vez en la Revista Nacional de Buenos Aires, el 1° de enero de 1894. Luego p asaría a formar parte de la primera edición de Los raros (1896).