Manifestaciones de lo divino en Intentos de Marta Márquez. un diálogo entre poesía, política y religión
Lucas Magnin [*]
Resumen: En el presente trabajo propongo una primera aproximación a Intentos, poemario de la bonaerense Marta Márquez publicado en el año 2013. Nociones como la heterodoxia, la marginalidad, el descentramiento y la frontera son muy productivas para activar los sentidos y tensiones de un texto en el que las preocupaciones poéticas, políticas y teológicas conviven y dialogan de formas poco convencionales, difíciles de encasillar. La reflexión sobre lo divino se manifiesta en los poemas de Marta Márquez con una centralidad evidente pero siempre alternativa y disidente en relación con los dogmas más establecidos. El Dios de la tradición cristiana es una figura constante en la obra pero no es nunca una presencia cómoda, utilitaria, simplista, ritualista ni dogmática. Intentaré aquí ofrecer un mapeo general de estas manifestaciones de lo divino a partir de algunas de las búsquedas que aparecen una y otra vez en la obra; las claves sobre las que construiré mi análisis son lo ínfimo, la duda, la palabra, los otros y la lucha. La poeta descubre, en cada una de estas manifestaciones, la presencia de lo divino colándose en la realidad y alterando los statu quo y las definiciones fijas.
Palabras clave: Divino, Intentos, Manifestaciones, Marta Márquez, Poesía.
Manifestations of the Divine in Marta Márquez's Attempts. A Dialogue Between Poetry, Politics and Religion
Abstract: In the present work I propose a first approach to Attempts (in Spanish: Intentos), collection of poems of the Buenos Aires’ writer Marta Márquez, published in 2013. Notions such as heterodoxy, marginality and decentering are very productive to activate the meanings and tensions of a text in which the poetic, political and theological concerns coexist and dialogue in unconventional ways, difficult to typecast. The reflection on the divine is manifested in the poems of Marta Márquez with an evident centrality but are always alternative and dissident. The God of the Christian tradition is a constant figure in the work but is never a utilitarian, simplistic, ritualistic or dogmatic presence. I will try here to offer a general mapping of these manifestations of the divine through some of the searches that appear repeatedly in the book; the keys on which I will build my analysis are the tiny, the doubt, the word, the others and the struggle. The poet discovers, in each of these manifestations, the presence of the divine sneaking in reality and altering the status quo and the fixed definitions.
Keywords: Divine, Attempts, manifestations, Marta Márquez, poetry.
Introducción
Las siguientes páginas presentan algunas claves de lectura del libro Intentos, poemario publicado por la escritora argentina Marta Márquez en el año 2013, y representan un primer acercamiento por partida doble: es mi primera propuesta de análisis al respecto y es también el primer texto crítico escrito sobre la obra. Esta doble condición señala tanto el carácter introductorio de este trabajo como también sus limitaciones.
Marta Márquez nació en 1953 en la ciudad de Quilmes, Buenos Aires. Su interés por la literatura estuvo presente ya desde su infancia, en la que publicó sus primeros poemas. Incursionó brevemente en el periodismo durante su juventud y colaboró activamente con la revista teológica Iglesia y misión. A fines de la década del setenta participó de la colección Antología de poesía cristiana contemporánea. Es Licenciada en Trabajo Social y su tesis fue publicada bajo el título De la discriminación a la solidaridad: grupos de ayuda mutua para personas infectadas con VIH/SIDA . Actualmente, y desde hace muchos años, milita en CICOP (Asociación Sindical de Profesionales de la Salud de la Provincia de Buenos Aires).
El novelista italiano Elio Vittorini dijo una vez que toda obra de arte es una autobiografía. Los trazos de esta breve semblanza ayudan a caracterizar el recorrido de Márquez y a dar entidad a aquello que la lectura de su poemario sugiere. La identidad de la autora está atravesada fuertemente por tres núcleos de sentido que no solo definen sus elecciones vitales sino que también se hacen presentes constantemente en su escritura: lo poético, lo teológico y lo político. Su recorrido sigue las pisadas de una figura como el poeta, teólogo de la Liberación y político sandinista nicaragüense Ernesto Cardenal.
Aclaraciones de método
Cada uno de los núcleos de sentido previamente mencionados –la sensibilidad y el oficio de la poesía; la militancia social y política; la espiritualidad y la teología del cristianismo– funciona como un campo con sentido y mecanismos de circulación propios. Es posible reconocer allí sistemas con coherencia interna, con sus propias exigencias, estrategias y lógicas de legitimación y ubicación.
Abordar críticamente un texto escabroso como este es una tarea delicada. El diálogo al interior de los campos de la literatura, la religión y la política es ya, de por sí, complejo, lleno de matices y discusiones por el sentido y el método. La respectiva autonomía de cada campo y ciertos recelos epistemológicos entre las disciplinas (sobre todo desde y hacia el conocimiento teológico) hacen que este diálogo sea un campo minado de mutuas desconfianzas y constante necesidad de traducción.
Sabemos que el intento de hacer dialogar literatura y teología sin pudores es un proyecto arriesgado. Si nos animamos a emprenderlo es solo a partir de dos hipótesis que, de alguna manera, están en los fundamentos de estas páginas. En primer lugar, que ese diálogo sucede primeramente en la obra de Márquez, de forma libre y sin prejuicios; Intentos se ubica en ese encuentro rico de connotaciones pero tenso y difícil. Asimilar críticamente el sentido de esta obra implica también jugar el juego que la misma autora propone. En segundo lugar, que si logramos atravesar las tensiones y desconfianzas que existen entre estos campos, podremos acceder a un tipo de conocimiento más transversal y que dé cuenta de forma más acabada de la riqueza de la experiencia humana.
Jacques Rancière sugiere que la literatura, la estética o la política (podríamos agregar a esa lista a la religión o la teología) son “un reparto de lo sensible, un reparto de lugares, de tiempos y de modos de hacer que determina[n] las maneras diversas de relación de las partes con lo común” (Galende, 2012: 86). Para Rancière, el esfuerzo de desafiar los bordes del reparto de lo sensible es un acto valioso, ya que no solo afirma la validez de la propia subjetividad sino que también, en el mismo acto, genera nuevas posibilidades de reparto. La propuesta de “dejar de pensar que ‘arte’ y ‘política’ son realidades más o menos determinadas” (Ibíd.: 88) nos sirve en esta instancia para desafiar el reparto de lo sensible que mantiene los textos religiosos y literarios en circuitos disociados. En este sentido, recuperamos el modelo de estudiosos como el español José Segovia, quien ha releído obras de escritores como Álvaro Pombo, James Ellroy, Philip Roth o Philip Pullman en búsqueda de intereses o manifestaciones religiosas más o menos explicitadas.
Conviene aclarar también los alcances de dos conceptos que utilizaré a lo largo de estas páginas: la divinidad y lo divino. Aunque de por sí despiertan un sinfín de imágenes y representaciones (a menudo confusas o contradictorias), elegimos apoyarnos en esas palabras para hacer referencia a la evocación de un poder que actúa en el mundo de formas sobrenaturales o que exceden al ámbito de lo humano; de más está decir que nociones como “poder”, “actuación”, “sobrenatural” o “humano” encierran sus propias complejidades y no podríamos abordarlas adecuadamente en estas páginas.
Una categoría cercana a lo divino es la de lo sagrado, entendido como “algo anterior a las cosas, […] una irradiación de la vida que emana de un fondo de misterio; es la realidad oculta, escondida” (Zambrano, 1973: 33). Hablar de lo divino, a diferencia de lo sagrado, apela a una voluntad o una conciencia que motiva, cataliza o agencia esa actuación en el mundo. Lo sagrado “tiene un dueño”, dice María Zambrano en El hombre y lo divino: “detrás de lo sagrado, se prefigura un alguien, dueño y posesor” (Ibíd.). La especificidad o definición de ese alguien puede estar bastante delimitada (como en el caso de las religiones monoteístas), ser más bien difusa o inespecífica (como en algunas religiones orientales) o enfocarse en la divinidad de los seres humanos (como en el gnosticismo o el budismo zen).
La reflexión sobre lo divino fue parte esencial del proceso constitutivo de la humanidad en el camino de encontrar algo verdaderamente humano. Mediante la pregunta, el ser humano fue transitando de lo sagrado a lo divino, identificando en ese proceso a un alguien detrás del misterio del mundo. La presencia de ese alguien fue dotando de sentido a la confusa realidad; fue ese mismo proceso el que habilitó la progresiva aceptación de la propia subjetividad humana. Zambrano sostiene que el diálogo entre lo humano y lo divino no es una cosa del pasado, superada por la era de la tecnología y la muerte de Dios; por el contrario: “es el mismo ser humano quien reclama lo divino porque el caos, la oscuridad o la soledad lo angustian y necesita salir de ellos” (Ruiz Gros, 2015: 194).
Reconocemos entonces la necesidad y el valor de repreguntarnos por el lugar y la importancia del ámbito de lo divino como mecanismo válido y valioso para indagar en la complejidad del fenómeno humano. La vinculación de ese ámbito con el de la literatura no deja de ser escabrosa; los fundamentos de ese diálogo no serán (al menos en esta instancia) tan sólidos como si nos moviéramos dentro de un campo con márgenes más consensuados. No esperamos ofrecer aquí una propuesta acabada ni un método infalible pero sí, quizás, algunas herramientas o claves para continuar apostando al diálogo.
Herramientas teóricas
Las tensiones y pujas entre lo mayoritario y lo minoritario, entre centro y periferia, entre hegemonía y contrahegemonía, siempre han existido. Raymond Williams reconoce que “en todas las épocas las formas alternativas o directamente opuestas de la política y la cultura existen en la sociedad como elementos significativos” (Williams, 1998: 135). Sin embargo, solo en tiempos recientes se ha emprendido de forma sistemática una “arqueología de la disidencia”: la recuperación y revalorización de voces incómodas, silenciadas o invisibilizadas por mucho tiempo. La teoría decolonial es un claro ejemplo de esta tendencia; Walter Mignolo (2013: 10 ss.) señala su interés por evidenciar lo particular por encima de lo general, de centrarse en la existencia de los anthropos en vez de definir una humanitas. Su proyecto no representa otra instancia con pretensiones hegemónicas sino la enunciación de posibilidad, de desprendimiento, de afirmación identitaria desde los márgenes. Mignolo sostiene que es necesaria una irreverencia epistemológica en la captación de la disidencia para poder traducir la diversidad de la vida. Sin irreverencia y contestación, las hegemonías sofocan lo diverso y uniforman las experiencias vitales.
Noé Jitrik define lo canónico como “lo regular, lo establecido, lo admitido como garantía de un sistema mientras que la marginalidad es lo que se aparta voluntariamente o lo que resulta apartado porque precisamente no admite o no entiende la exigencia canónica” (Jitrik, 1998: 19). En el núcleo de los sistemas se ubican ciertos elementos fundamentales que funcionan como columnas que mantienen estable toda la estructura; allí se encuentra lo canónico (considerado en cuanto función de legitimación), la ortodoxia (considerada como reservorio simbólico de sentidos y de identidad), el centro (establecido como eje que posibilita ciertos intercambios y prohíbe, por censura o desfavor, otros). Los sistemas se van organizando a partir de estos ejes y van llevando hacia la periferia a todo aquello que no participa de esa lógica, que se organiza desde otros núcleos de sentido o pone en entredicho sus fundamentos. Los bordes de los sistemas están marcados, según Zulma Palermo,
por el desdibujamiento de los límites entre lo real y lo imaginario, entre mundo y representación, entre teoría disciplinar y campo cultural, entre sujeto y objeto. Por ello construyen un lugar nuevo, un tercer lugar indeterminado, en el que también se diluye el consetudinario esquema de poder y, por eso mismo, donde las identidades/pertenencias se encuentran en procesos de reconfiguración y de conflicto (Palermo, 2015: 28-29).
Aquello que se rebela a la lógica de lo canónico es frecuentemente resistido por los sistemas; su mera existencia habilita recorridos y miradas que, como señala Palermo, diluyen los esquemas de poder. Si reconocemos que el núcleo canónico marca el tono de la ortodoxia de un sistema y funciona como centro que organiza las voces y discursos, conviene pensar en algunas claves que nos permitan acceder a esos sentidos invisibles: la heterodoxia, lo descentrado, la frontera.
Hablar de heterodoxia es reconocer la existencia de una doxa otra, la afirmación de un campo paralelo de sentidos, entendidos no solo como disidencia de la ortodoxia sino también como posibilidad misma de otras referencias, claves y recorridos. Heterodoxia es un desplazamiento de lo establecido. Nadie es heterodoxo per se, no es un a priori; es, más bien, cierta ubicación que se adopta frente a las configuraciones de un campo, es la posibilidad de posicionarse desde otros lugares, verdades o búsquedas ante cierto contexto. Leonor Arfuch sostiene que la identidad no reside en un conjunto de cualidades predeterminadas sino que es una construcción nunca acabada, “una posicionalidad relacional solo temporariamente fijada en el juego de las diferencias” (Arfuch, 2005: 24). La heterodoxia, al igual que la identidad, no es una posición fija ni absoluta sino una respuesta; es, según Cecilia Corona Martínez,
el riesgo, la confrontación, pero siempre en el marco de una serie de relaciones dadas y asentadas. No se puede ser heterodoxo simplemente por el hecho de serlo, o de forma independiente de las situaciones contextuales. […] Ser heterodoxo es, quizás, apostar a lo que no parece verosímil, es ser herético en los firmes cánones que a cada instante proponen y redefinen el arte, la sociedad y la política (Corona Martínez, 2013: 10).
Otras dos categorías pueden ser útiles para pensar los textos incómodos al canon. En primer lugar, lo descentrado, aquello que por voluntad o fatalidad se aleja del centro y se mantiene periférico, disfuncional, inadaptado a las propuestas forjadas en el núcleo de los sistemas; la noción de lo marginal también puede ser útil en este contexto. Marina Franchini sostiene: “entendemos la categoría ‘descentrado/a’ como una posición dinámica y relativamente consciente de un sujeto escritor que busca hacer ingresar en su escritura la problemática de su propia representación, distanciándose de las tendencias centrales y proponiendo un eje alternativo” (Franchini, 2015: 16), y agrega que “podríamos conjeturar que todo escritor descentrado es un heterodoxo” (Ibíd.), ya que el centro cuenta con sus defensores, sus instituciones y burocracias que aseguran la fijación de la doxa y envían a los márgenes a todo aquello que no se pliega a esa propuesta.
En segundo lugar, recurrimos a la categoría de frontera, que también explora las posibilidades de pensar la cultura a partir de sus centros de influencia y poder. Bocco describe la frontera como un “espacio cultural, poroso, móvil, de cruce permanente y de cohabitación, sin idealizar a los actores ni eliminar los conflictos que en ella se asientan” (Bocco, 2015: 62); es un espacio donde “se mezclan los bandos, se desdibujan las pertenencias, se superponen adscripciones varias” (Bocco, 2011: 22). La frontera es una instancia de intercambio donde las identidades pierden su estatismo y se descubren, por necesidad, nuevos senderos de creatividad y posibilidad.
Todas estas claves son útiles para abordar el estudio de Intentos, una producción que rehúye de lo canónico y del centro por partida doble. En primer lugar, por su existencia periférica en cuanto circulación de producto cultural; es un libro de edición propia, con una tirada de pocos ejemplares. En un diálogo personal con la autora, ella reconoció no haberse esforzado por hacerlo participar de ciertos circuitos o espacios de consolidación y legitimación literaria; su intención no fue disputar posiciones centrales sino que prefirió más bien asumirse de forma descentrada en relación con el canon literario. En segundo lugar, Intentos escapa del centro y de lo canónico por su contenido y temáticas. El poemario se mete de lleno en la reflexión en torno a lo divino –una preocupación habitualmente confinada al reparto de lo sensible que llamamos “religión” o “teología”– pero de formas que se distancian de posiciones centrales en esos campos y se acercan más bien al reparto que llamamos “literatura” –un campo que suele evitar (o al menos abordar con mucho recelo) las preocupaciones teológicas–.
Esta ubicación híbrida y mestiza de la obra de Márquez está constantemente enriquecida y complejizada por las implicaciones políticas de los poemas, una preocupación que tiene fuerte impacto tanto en el campo literario como en el religioso. Todo esto hace que Intentos sea un libro de difícil abordaje aunque con horizontes prometedores. Es un texto de frontera en el que poesía, teología y política dialogan porosamente, desdibujadamente, dando pie a sentidos nuevos e incómodos para las doxas fijas. Marta Márquez es una autora descentrada que encuentra su voz lejos de aquello que podría ser considerado “garantía del sistema”, en formas, temas y perspectivas extraños para los intereses y mecanismos de los campos en los que se inserta. Por momentos pareciera que los bordes se vuelven un detalle menor, que las especificidades propias de los proyectos poéticos, políticos o teológicos se reconcilian como parte de un acto vital.
Tradición, espiritualidad y teología cristianas en Intentos
Algunos de los temas omnipresentes a lo largo de la obra de Márquez son la indagación sobre lo divino, la espiritualidad de la vida, la búsqueda de sentido, la cuestión religiosa, la tensión entre lo inmanente y lo trascendente, etc. Estas búsquedas no solo constituyen algunos de los hilos que se van tejiendo en los poemas sino que son también el final del recorrido, el lugar donde se funden las otras claves de sentido.
El libro dialoga de muchas maneras con la herencia teológica del cristianismo: constantes citas literales o parafraseadas de la Biblia, menciones explícitas e implícitas a Dios y a Jesús, la inclusión de diversos símbolos como la cruz, la natividad, el bautismo, etc. La religiosidad de la autora se inscribe en la tradición cristiana y dialoga, específicamente, con la teología latinoamericana y, en especial, con la corriente conocida como Teología de la Misión Integral. Dan cuenta de ese diálogo su colaboración a lo largo de los años con la revista Iglesia y misión, y la publicación de su tesis de Trabajo Social en Ediciones Kairós; tanto la revista como la editorial han sido dos importantes órganos de difusión de la Teología de la Misión Integral, conectadas ambas con la figura de René Padilla, uno de los teólogos más reconocidos del movimiento.
La Teología de la Misión Integral nace en el marco de los debates de las décadas de los sesenta, setenta y ochenta en América Latina sobre el rol de la fe cristiana en diálogo con problemáticas sociales y proyectos políticos, en especial con el marxismo. Aunque no es una comparación del todo feliz, a menudo se ha dicho que la Teología de la Misión Integral representa, en un contexto confesional de tradición protestante, lo que la Teología de la Liberación representa para círculos de tradición católica. Estas teologías proponen que el mensaje del evangelio cristiano es integral y no se limita a nociones abstractas y ultraterrenas de la salvación –heredadas de la filosofía griega y mediadas por el neoplatonismo y la obra de teólogos como Agustín de Hipona y Tomás de Aquino– sino que apunta a la liberación y “la transformación de la vida humana en todas sus dimensiones, tanto a nivel personal como a nivel comunitario” (Padilla, 2006: 15). Este horizonte de liberación implica una clara preocupación social, política y económica. El teólogo metodista mexicano Gonzalo Báez-Camargo escribió en 1960: “hemos neutralizado los fermentos revolucionarios del evangelio de Cristo”, convirtiéndolo en “algo puramente individual, casi egoísta, sin trascendencia ni responsabilidades en cuanto a la situación de nuestros prójimos en el mundo que nos rodea” (Báez-Camargo, 1960: 41). La teología tradicional se enfocó en una percepción intimista e individual de la espiritualidad y guardó a menudo silencio sobre estos aspectos, un mutismo que frecuentemente legitimó un statu quo opresor. Por este y otros motivos, las teologías latinoamericanas suelen ser críticas con la herencia teológica y filosófica de la tradición occidental y europea.
Algunas otras diferencias de método, forma y contenido que distancian a las teologías latinoamericanas contemporáneas de la teología europea clásica podrían ser las siguientes: la crítica a los “teólogos profesionales” y la búsqueda de una teología “de base”; el rechazo de un conocimiento abstracto o lógico y la preferencia por soluciones pertinentes para la vida cotidiana (sobre todo la de los pobres); el alejamiento de una noción de fe ilustrada, sostenida por un depósito de verdades eternas, y la defensa de una fe entendida como diálogo entre la palabra divina y la realidad misma; la renuncia –similar a la de la ya mencionada teoría decolonial– a hablar de la humanitas (en sentido genérico) y el deseo de enfocar la reflexión en los anthropos, las personas reales. Consideramos que, de diferentes maneras, todas estas críticas se pueden encontrar a lo largo de Intentos.
Ya señalamos anteriormente que los sistemas afirman su lugar al posicionarse en oposición y, a menudo, por encima de otras posibilidades (las heterodoxias), que a partir de su misma existencia tensionan las pretensiones totalitarias y hegemónicas, señalando que la realidad siempre se manifiesta de manera múltiple. Las propuestas fronterizas, contestatarias y distanciadas de la dogmática tradicional les valieron a los teólogos de la Liberación y de la Misión Integral numerosas afrentas tanto de parte de la curia católica como de parte de las ramas más tradicionales del contexto protestante. Sin embargo, es fundamental reconocer que, al recuperar las experiencias y voces de los marginados, estas teologías se hacen eco de muchos sentidos fundamentales (aunque largamente desfigurados históricamente) de la ética del cristianismo. Elizabeth Sosa reconoce que la Teología de la Liberación fue la “clave de un pensamiento filosófico, social, teológico y cultural que supo llevar a la realidad la formación de un estatus epistemológico desde la periferia” (Sosa, 2009: 355-356). Además, estas teologías hunden sus raíces en una herencia profundamente silenciada de la Biblia judeocristiana. Los textos bíblicos fueron escritos como testimonio de un pueblo que había sido extranjero, esclavo, pobre y oprimido. Por ese motivo, constantemente muestran una preocupación fundamental por los excluidos; en el lenguaje bíblico, esta preocupación se expresa en la defensa permanente del huérfano, la viuda, el pobre y el extranjero. En el discurso teológico de la tradición judeocristiana, Dios mismo asume el rol de defensor de aquellos que no tienen quién los defienda. Las programáticas bienaventuranzas pronunciadas por Jesús en el Sermón del Monte, herederas de la tradición del profetismo hebreo, profundizan y reafirman ese compromiso con los pobres, los que lloran, los que tienen hambre y sed, los perseguidos, etc.
Báez-Camargo sostiene que “la principal tarea de la iglesia como una comunidad de cristianos es producir hombres nuevos como material de construcción, digámoslo así, del nuevo orden y prestar su decidida cooperación en toda tarea de edificación social” (Báez-Camargo, Op. Cit.: 43). Tanto la Teología de la Liberación como la Teología de la Misión Integral despertaron una reflexión sobre la fe, las prácticas y la sociedad en el campo de la fe cristiana de su tiempo al proponer que “nadie que haya nacido de Dios puede permanecer indiferente frente a la explotación y la injusticia, la pobreza y el hambre que afligen a sus congéneres. Para que los anhelos de cambios produzcan frutos concretos tienen que plasmarse en acción política orientada por la justicia” (Padilla, Op. Cit.: 70). Parte del fruto de esa reflexión y conciencia colectiva dentro del cristianismo protestante derivó en lo que se conoce como Pacto de Lausana, un documento ecuménico de 1974, reconocido por un gran número de organizaciones e iglesias de todo el mundo, quizás el documento más importante del siglo XX para los creyentes de tradición protestante; allí se puede leer: “afirmamos que la evangelización y la acción social y política son parte de nuestro deber cristiano” (citado en Ibíd.: 32).
Secciones de la obra
Intentos está compuesto por seis secciones y cada una de ellas aborda con cierta especificidad un elemento central de la experiencia de la autora.
La primera, “Territorios del afecto”, expone la importancia de los vínculos humanos. Cada uno de estos poemas va acompañado por dedicatorias o menciones a personas específicas: “mis hijos” (p. 9), “Mara” (p. 10), “Daniela” (p. 11), “Sergio” (p. 12), “mis amigos” (p. 14), “mamá” (p. 16), “Abuela” (p. 17), “mi primo Beto” (p. 18), “Tati y Kike” (p. 19), “Mara y Lucas” (p. 20), “Elías” (p. 22), etc.
“Viajes”, la segunda, conecta la experiencia vital con ciertos lugares representativos: “Entre Ríos” (p. 25), “el tren” (p. 26), “San Juan” (p. 28), “Toay”, en la provincia de la Pampa (p. 29), “el mar” (p. 30), “Jujuy” (p. 31), “Café Plaza” (p. 32), la selva “Lacandona” en el Estado de Chiapas, México (p. 33), “la estación” (p. 34), “pasaje Santa Rosa” (p. 35), “Catamarca” (p. 36), la “playa Alfonsina Storni” en Mar del Plata (p. 37), la localidad de “Martínez” en el partido de San Isidro, Buenos Aires (p. 38), etc.
“Fotos de infancia” es la tercera sección y explora el valor de los recuerdos, que son “la mirada adentro, por atrás de los ojos” (p. 50). La poeta presenta aquí a la niñez idealizada, inocente, opuesta a la maraña de complejidades y contradicciones que pueblan la vida adulta. Márquez quisiera recuperar esa inocencia pero en el poema “Desatenciones” nota que la fugacidad del tiempo también robó, durante su infancia, esa “vida verdadera” que sucedía sin que nadie se diera cuenta: “No sabía. (Mi padre). No sabía. Si no, con furia hubiera sacudido los brazos de la vida” (p. 47).
La cuarta sección, “De puños y letras”, recorre la centralidad de la escritura y su rol catártico, identitario y espiritual; la autora aprovecha el juego de palabras del título para señalar que la literatura es un espacio de conflicto, de construcción y de lucha. La sección abre con una cita de Juan Gelman, tomada del poemario Velorio del solo, publicado en el año 1961: “A este oficio me obligan los dolores ajenos, las lágrimas, los pañuelos saludadores, las promesas en medio del otoño o del fuego, los besos del encuentro, los besos del adiós, todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre” (p. 55). La cita es programática no solo para esta porción de la obra sino como una de las claves que guían todo el libro.
La siguiente sección es “Postales urbanas”, en la que Márquez capta el frenesí de lo real a través de instantáneas de la ciudad; títulos como “Ventana de bar” (p. 65), “Avenidas” (p. 66), “Miradas” (p. 67), “Café” (p. 68), “Otra ventana de bar” (p. 70) y “Pibes” (p. 74) dan cuenta de esto. Las referencias a Buenos Aires –sus lugares, habitantes, palabras y símbolos– aparecen aquí implícita y explícitamente. Uno de los poemas de la sección, “Credo”, propone una especie de declaración de fe urbana; Márquez cree “en el espanto habitual de las cenizas. En la sola. En la ciudad amada. En fragmentos de mí. En transcurrires circulares. En fracasos” (p. 69).
El libro cierra con “Oraciones, panes, barros”, un apartado que enfoca específicamente la elaboración sobre lo divino y que también ofrece un punto de fuga que termina de entretejer los recorridos de toda la obra. La sección está escrita como si fuera una plegaria; “salgo a orar la vida como intento” (p. 82), dice en unos versos. Los poemas se dirigen a la divinidad en segunda persona y oscilan entre la confianza y la duda, entre la idea de una experiencia cercana y lejana, presente y ausente.
Análisis de la obra
Habiendo trazado algunos elementos fundamentales del recorrido de la autora y el contexto cultural, histórico y discursivo en el que se inscribe la obra, es posible ya aventurar con mayor precisión que la relación establecida entre poesía, fe y compromiso político no es forzada ni artificial sino que da cuenta de una configuración compleja, heterodoxa, fronteriza y descentrada, reconocible no solo en esta autora sino también en otros sujetos y procesos de la historia latinoamericana reciente. Es a partir de esta configuración que la autora enfoca sus búsquedas, en particular, la cuestión de lo divino, que se manifiesta en la obra no como una revelación acabada sino como trazos incompletos, frágiles, en ocasiones contradictorios. Por razones de síntesis, he reducido esas manifestaciones a cinco: lo ínfimo, la duda, la palabra, los otros y la lucha.
Manifestaciones de lo divino en lo ínfimo
En primer lugar, la autora descubre lo divino en lo ínfimo, lo pequeño, lo más frágil y aparentemente intrascendente. El Prólogo de Intentos, escrito por Fernando Bustamante, reza: “la poesía de Marta rinde tributo a la vida sencilla, al andar ‘por los barrios de las horas’, a las vivencias accesibles para los humildes de la tierra” (p. 5). De manera análoga, la contratapa del libro describe la primera publicación de la autora (que se remonta a su infancia) como “una colección de poemas inspirados en cosas sencillas”.
Es notable, a lo largo de Intentos la aparición de cosas pequeñas, mínimas, poco llamativas: “mariposa de algodón” (p. 9), “papelitos, hilos, anillos de colores” (p. 11), “frágiles trozos de cristales en la nieve” (p. 11), “mínimas ceremonias” (p. 14), “esta historia en harapos” (p. 15), “la fiesta simple del vino y los amigos” (p. 19), “el calendario frágil” (p. 20), “tu cuerpo pequeño, tu cuerpo mojado” (p. 20), “esa tenue costura entre las hebras” (p. 25), “cables, hilos, papeles, envolturas” (p. 26), “piedra, polvo. Oscuros rostros sosegados, manos quietas” (p. 31), “aquel sencillo ruido de gorriones” (p. 43), “bebote antiguo de goma carcomida” (p. 51), “pedazos, escombros y piedritas” (p. 56), “algunas ramas frescas, la indeclinable suciedad de un tronco, retoños y desechos” (p. 57), “brizna de paja blanda, leve ceniza de cartón” (p. 57), “un pedazo de piel, unas pestañas” (p. 70), etc. Todo este universo de pequeñas cosas es más que un catálogo de memorabilias ya que es también el insólito lugar donde se reconoce la manifestación de lo divino (que es también insólito, impensado, frágil).
El primer poema de la sección “Oraciones, panes, barros” representa a Dios como un jardinero que con esfuerzo y paciencia se dedica a lo ínfimo: “mis raíces retorcidas”, “las hojas polvorientas”, “la savia entumecida de mi planta” (p. 81). Esa dedicación se vuelve un acto programático y paradójico: lo aparentemente insignificante es convertido en significativo. De manera análoga, el quinto poema de la sección reescribe de manera personal el Padrenuestro y afirma que ese Dios que se conoce en lo frágil y lo ínfimo es “más poderoso que bolsas y monedas, bancos y barcos repletos de misiles, imperios del consumo y uniformes” (p. 87).
El poema “Hacedor de formas” representa a la divinidad como un alfarero que, “sin rueda, sin arma, sin buril de acero. Paciente. Sereno. Respetando esencias” (p. 92), da forma y eternidad al barro. La metáfora está tomada de la Biblia, del libro del profeta Jeremías, capítulo 18, versículos 1 al 6:
Palabra de Jehová que vino a Jeremías, diciendo: Levántate y vete a casa del alfarero, y allí te haré oír mis palabras. Y descendí a casa del alfarero, y he aquí que él trabajaba sobre la rueda. Y la vasija de barro que él hacía se echó a perder en su mano; y volvió y la hizo otra vasija, según le pareció mejor hacerla. Entonces vino a mí palabra de Jehová, diciendo: ¿No podré yo hacer de vosotros como este alfarero, oh casa de Israel? dice Jehová. He aquí que como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano, oh casa de Israel.
Tanto en la metáfora de Jeremías como en el poema de Márquez, las personas son ese barro “blando, cauto, duro, sucio, fugitivo” (p. 92). En esta imagen no hay una legitimación de lo marginal o lo ínfimo per se; el barro tiene “su propia medida, una frágil idea de camino” (Ibíd.). En vez de reprimir o exterminar esa autonomía del barro, la divinidad en el poema adopta el camino de la misericordia; mediante un “extraño oficio de rey-alfarero” (p. 93), la divinidad se compromete con “el barro para hacerlo eterno” (Ibíd.). Esa actitud marca también el pulso para el compromiso social y político: el camino no es el juicio religioso sino la senda de la misericordia, la encarnación en la realidad, el “extraño oficio” que reconcilia lo inmenso y lo ínfimo.
Manifestaciones de lo divino en la duda
La segunda manifestación de lo divino en la obra está enmarcada en la duda. La escritura del poemario en general tiene un tono inseguro, vacilante, dubitativo; el mismo título de la obra, Intentos, es prueba de eso. La poesía funciona como un espacio para reflexionar, lejos de los centros fijos, sobre la complejidad de la existencia y la identidad. Lo divino se manifiesta aquí como un descubrimiento siempre inacabado y precario: “voy tanteando. Tropiezo con los pozos y las piedras. El camino no es llano” (p. 83). En los poemas se puede percibir la convivencia de la noción de un Dios cercano, paciente, misericordioso y tierno con la de un Dios lejano y temible. “Me asomo a veces a orillas de tu abismo con espanto” (p. 85) –dice en el cuarto poema de “Oraciones, panes, barros”–, y agrega: “no puedo concebir el universo. No me alcanzan mis flacos pensamientos para darle dimensiones a ese sueño” (Ibíd.). En el plano de las abstracciones y dogmas, lo divino es inconmensurable, pero se vuelve presente y posible en lo concreto, lo real, lo imperfecto; con ese espíritu Márquez dice: “yo estoy aquí: pequeña, temporal, muy empeñada en caminar la tierra y escarbar los terrones milenarios donde viven los hombres, con su dolor de ahora. Mis manos quieren andar en este tiempo” (Ibíd.). El poema cierra con un verso que reconcilia, al menos provisionalmente, la tensión: “¿Me podrás perdonar, Dios de los hombres, esta claudicación ante lo eterno?” (Ibíd.). La autora renuncia así a una elaboración teológica universal pero se aferra a una divinidad accesible, que es la única que puede comprender. De manera análoga, en otro poema dice también que la fe no es “ni misticismo heroico ni éxtasis febril ni salmodia ritual, establecida” sino que, por el contrario, es “apenas la ventana abierta a la ventana y un sereno atropello de voces, de silencios” (p. 82).
La fe tiene una centralidad innegable en la construcción identitaria que subyace en la obra; no se concibe una vida sin la búsqueda de lo divino, “no entiendo otra historia que tu huella y mis pasos” (p. 84). La fe es un mecanismo de liberación tanto de las angustias personales como de la miseria y la marginalidad que atraviesan la sociedad; por eso dice: “me has liberado: de días sin sentido, de mapas sin señales, del giro infinito donde los recursos se van agotando y asume el cansancio su rostro de harapos” (p. 83). Sin embargo, la centralidad de esta fe no logra convertirse en dogma sino que oscila constantemente entre la creencia y la duda, entre la esperanza y la angustia. La miseria le parece en algún punto incompatible con la fe y por eso dice: “creo en muy pocos cielos (¿en ninguno?) y en este infierno diario de injusticias” (p. 15).
En el poema “Ausencia de padre”, la memoria hace tambalear sus certezas y afirmar: “No es que no tenga Dios. Solo que algunos días, otras tardes, en las lluvias de otoño tengo frío” (p. 50). No obstante, la duda no es la contracara de la fe sino que es concebida como parte esencial de la manifestación de lo divino, ya que es justamente “en el momento de las no respuestas. En esas horas de las no certezas. Cuando la duda araña” donde “crece el silencio atronador de Dios” (p. 89; las cursivas son mías). Ese oxímoron resume diversas tensiones de su búsqueda. La poeta, en calidad de persona atravesada por esas tensiones, asume el rol de mediadora entre la duda y la fe, entre la cercanía y la lejanía, entre la presencia y la ausencia; lo divino se manifiesta en las fronteras.
El poema que cierra el libro se llama “Resumen” y reafirma una vez más el tono dubitativo de la obra: “Sé, por encima de todo y de mí misma, cuántas cosas ignoro, cuántas dudo” (p. 100). Entre las pocas cosas que sabe, la autora recupera las siguientes: “unos pasos allá atrás, lejanos”, “las palabras leídas, sus sonidos de abrazo, de perdón, de festejo” (Ibíd.). Y cierra su enumeración con la frase: “este Dios y sus manos como un manto abrigado (y mi torpe intención)” (Ibíd.). Lo divino se conoce, entonces, en esa vacilación constante que constituye el acto de fe.
Manifestaciones de lo divino en la palabra
La tercera manifestación de lo divino se produce mediante el poder de la palabra. Ya mencionamos que “De puños y letras”, la cuarta sección de Intentos, se centra específicamente en las minucias del oficio de la escritura. Silvia Barei sostiene que “la metáfora puede captar matices de las cosas que en los conceptos definidos doxásticamente se pierden, por ello siempre es un lenguaje ‘otro’ y muestra en sí misma los límites del lenguaje normalizado” (Barei, 2008: 26). Márquez presenta a la poesía como uno de los medios más eficientes para canalizar la complejidad y la heterogeneidad de lo real, que está constituido por pequeñas experiencias, dudas fundantes y frágiles esperanzas.
El acercamiento poético a la palabra funciona en la obra de tres grandes maneras; todas ellas son instancias en las que se deja entrever la divinidad. En primer lugar, la poesía es un recuento de lo vital, una forma de ordenar y dar sentido al caos. En segundo lugar, la poesía es un medio para soportar la realidad, un tipo de catarsis: “escribo como loca. Me exorciso” (p. 55); la literatura es una forma de resistencia cuando “la soledad se vuelve una costra hospitalaria” (p. 60). Finalmente, la poesía es también el laboratorio más íntimo de la identidad; dice Márquez: “entonces trago letras, hago arreglos clandestinos en mis huesos. Me repongo de duelos y me expongo. Aquí me encuentro a veces. Se abre un resquicio, una fisura en mi coraza” (p. 57). La poesía es entonces un canal por el que fluye la espiritualidad de la vida, que asume por momentos una dimensión ritual: es “un santo oficio” (p. 59), una “ceremonia que vuelve a sacudirme” (p. 60).
La principal manifestación de lo divino en la palabra se produce, a lo largo del poemario, mediante la oración. La oración, como práctica de devoción, tiene una larga y fructífera tradición en el cristianismo y no vale la pena profundizar en este punto. Pero sí conviene señalar el rol que ha recibido esta práctica dentro de la teología latinoamericana, que ha rechazado el ritualismo litúrgico y las repeticiones, y ha encontrado en ella una forma de imaginación profética. René Padilla, referente de la Teología de la Misión Integral, dice al respecto: “la oración genuina es la que nos compromete con lo que Dios está haciendo en el mundo para cumplir su propósito. Es oración política y escatológica. […] Es una manera de encarar la realidad, de asumirla tal cual es para someterla a la acción transformadora de Dios” (Padilla, Op. Cit.: 58-59). Es este el enfoque que recupera Márquez en Intentos. La oración es el espacio donde se forja la palabra trascendente, donde se inicia un diálogo espiritual que puede no solo nombrar la realidad sino también exorcizarla y transformarla.
Ya señalamos que la última sección del libro se llama “Oraciones, panes, barros” y que los poemas de esta sección están escritos como si fueran plegarias; son parte de una conversación con la divinidad y están escritos en segunda persona. El poema donde este mecanismo se realiza de manera más evidente es en el quinto poema de esta sección, que emprende una paráfrasis del Padrenuestro –la oración por antonomasia del cristianismo–, en la que actualiza y redefine qué significan esas frases ritualizadas. Así, por ejemplo, escribe (las cursivas son de la autora): “Padre nuestro fraternal y común, de los comunes, presente en el encuentro de los hombres” (p. 86); es en la hermandad del encuentro con los otros (en particular, con “los comunes”, los ínfimos) que Márquez logra descubrir a Dios como Padre.
El acto mismo de actualizar los sentidos de esa oración litúrgica lleva a Márquez a torcer los sentidos de algunas frases cuando no ve en ellas una coherencia con la propuesta liberadora que la atraviesa. En ese sentido se puede recuperar la siguiente aclaración: “[Padre nuestro] Que estás en los cielos, no los etéreos de nubes y de humo, sino aquí, en lo profundo de la tierra y sus misterios” (Ibíd.). El concepto de “cielo” ha sido utilizado por buena parte de la teología cristiana para reforzar una concepción abstracta y ultraterrena de la salvación, que guarda silencio sobre el estado del mundo; por ese motivo, Márquez prefiere una reinterpretación heterodoxa de la oración de Cristo, que es casi una forma de decir: “Padre nuestro que estás en la tierra”.
La oración es el espacio que actualiza las palabras divinas pero también forja la posibilidad de una palabra realmente humana que, en la propuesta de Márquez, no puede desentenderse de su origen teológico. Así, el mismo poema sugiere: “santificado sea tu nombre y tu imagen en el hombre desgastada, lejos de tu presencia redentora” (Ibíd.); y más adelante aclara: “líbranos de soltarnos de tu mano, de andar a la deriva, sin tu norte” (p. 87). La noción de la imago Dei, la imagen divina en el ser humano, tiene raíces platónicas dentro de la teología cristiana pero conecta de cerca también con el relato mítico de la Creación, en el que Dios crea a Adán y Eva “a su imagen y semejanza” (Génesis 1:26). Una imago Dei desgastada es la clave de la catástrofe humana, lo que habilita “bolsas y monedas, bancos y barcos repletos de misiles, imperios del consumo y uniformes” (p. 87). Márquez refuerza esta noción al señalar no solo una cosmogonía atravesada por la imagen divina en los seres humanos sino también por una teleología de la historia, que apunta al momento en el que la fragmentada humanidad será reunificada por obra divina: “hasta que vuelvas luminoso con tu juicio y te reconozcamos: Padre Nuestro” (p. 88).
Resumimos: en Intentos, lo divino se manifiesta en la palabra al menos desde dos vertientes. Primeramente, en clave poética, que permite ordenar la realidad y darle sentido, que habilita una catarsis existencial y que forja, como en un laboratorio, la identidad. En segundo lugar, mediante la oración: una forma de desnudar la realidad, de imaginar otras realidades posibles y de asumir un compromiso con su transformación.
Manifestaciones de lo divino en los otros
Lo divino se manifiesta, en cuarto lugar, a través de otros. Ya mencionamos anteriormente que la primera sección del libro, “Territorios del afecto”, se enfoca de lleno en la importancia de los seres queridos. Los afectos pertenecen a esas pocas cosas que la autora da como sabidas, al terreno de lo innegablemente real, de aquello que logra sobrevivir al caos, los temores y conflictos. Todos los poemas de esta sección están directamente ligados a personas mediante dedicatorias o menciones directas; van apareciendo, en orden, la dedicatoria “a mis hijos” (p. 9) –e inmediatamente después dedica un poema intitulado con el nombre de cada uno: “Mara” (p. 10), “Daniela” (p. 11), “Sergio” (p. 12)–, las dedicatorias “a mis amigos” (p. 14) y “a mamá” (p. 16), el poema titulado “Abuela” (p. 17), las dedicatorias “a mi primo Beto” (p. 18) y “a Tati y Kike” (p. 19), y finalmente los títulos “Para Mara y Lucas” (p. 20), “Mara embarazada” (p. 21) y “Elías” (p. 22). Por momentos pareciera como si la autora intentara definir a estos sujetos de la vida real con pocos trazos para incorporarlos así, de manera sólida, a su universo literario; esta estrategia deriva en ocasiones en nombres que tienen un matiz casi mitológico: “Sebastiana matrona y Francisca, la fuerte, y Adita, la tallada en la dulce madera, y Laura, la risueña” (p. 21). El único poema de esta sección no ligado a una persona o un grupo de personas concretos se llama “Inventario y balance” (p. 13) y puede ser leído como una clave de sentido para desentrañar esta sección: son poemas que hacen un recuento de lo vital, y la vida no está ajena de las existencias de los demás. Los afectos son lo realmente existente; el inventario y el balance de la vida están habitados por las vidas de otros, ya que junto a ellos “tomamos nota”, “pensamos pan y rosas”, “numeramos cicatrices”, “tropezamos”, “echamos a volar” y “llevamos la lluvia puesta” (Ibíd.).
Esta aparición de sujetos y vivencias no se reduce a la sección “Territorios del afecto”; por el contrario, a lo largo del libro se pueden reconocer otras presencias en dedicatorias, menciones y referencias: “mi primo Julio” (p. 25), “María Soledad” (p. 36), “mi abuela Francisca” (p. 45), “mi padre” (p. 47), otra dedicatoria “a mis hijos” (p. 78), etc. Los otros son evocados, poéticamente, mediante una serie de recursos. Pueden ser apariciones espontáneas, introspecciones detenidas o espacios y rutinas “cargados” de presencias; este último es el caso del poema “Cotidiana”, que propone que “A la hora del fútbol, los domingos. A la hora de la ropa, de las plantas y del ridículo baile en los pasillos. A esa hora, me vienen imprevistos unos rumores de madre en la garganta” (p. 52).
Uno de los recursos más utilizados por la autora para evocar sus afectos es el terreno de los sentidos (en especial el olfato). Márquez reconstruye estas presencias a través de sonidos (“aquel sencillo ruido de gorriones”, p. 43; “voz de himno”, p. 46), imágenes (“en la foto es domingo” y “brillan las masas”, p. 44) y aromas (“olores tibios”, p. 43; “el mate huele a leche”, p. 44; “pila olorosa, dulce tibio”, p. 45; “olor a soldadura”, p. 46; “solo el olor”, p. 48; “olor del café, albahaca, torta”, p. 52; etc.).
Las vidas de los otros canalizan la presencia divina de diferentes maneras. En primer lugar, mediante la sacralización de la existencia; el libro está habitado por una sensación de asombro ante la sobrenaturalidad de la vida. Un abrazo es mucho más que eso: es el lugar donde se “multiplican mis manos como panes y peces” (p. 21), una referencia que emula la acción de Cristo según la relatan los evangelios. El nacimiento de Elías, su nieto, es descrito como “el milagro” (p. 22), y es entendido bajo la luz de una profecía de Isaías 9:5 (“Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”), con la que este profeta anuncia (según la interpretación de los primeros cristianos) el nacimiento sobrenatural de Cristo.
En segundo lugar, lo divino se manifiesta espontáneamente en las vidas de los otros; dice Márquez: “he visto a Dios en los amigos, en los hijos, en ciertas huellas sencillas, luminosas” (p. 15). En línea con la Teología de la Misión Integral y la Teología de la Liberación, Márquez identifica lo divino con la vida misma; en estas tradiciones teológicas es usual hablar de “el Dios de la vida” para referirse a esa manifestación de lo divino en la realidad cotidiana.
Finalmente, lo divino es comprendido a partir de las luces ajenas. Las representaciones teológicas no están construidas sobre abstracciones ni dogmas sino que surgen de los retazos de identidad y las búsquedas de otros; por eso dice que cree “en los hombres: en el Cristo que construyo con sus voces” (Ibíd.). La conciencia de lo divino es enriquecida con las vivencias concretas de los afectos. Así, el poema “Hada”, en el que Márquez habla de su madre, describe a la divinidad como “tu refugio, el abrigo bueno” (p. 16); mientras que el poema “Hermano”, dedicado “a mi primo Beto”, lo define como el “Dios fuerte” (p. 18); y “Celebración”, dedicado “a Tati y Kike” habla, por su parte, de “la locura de Dios” (p. 19). Las luces de los otros descubren diferentes facetas de la divinidad: es refugio, es fuerza, es locura. En el poema “Para Mara y Lucas” pareciera que la divinidad empatiza y se funde en las experiencias ajenas: “que Dios baile entre ustedes en soles, sombras, lluvias” (p. 20).
La presencia de lo divino se manifiesta entonces en los fragmentos identitarios propios de los otros, que son usados como piezas del rompecabezas desde el cual se construye la propia identidad; como sugiere Tatiana Bubnova, “gracias a la presencia de la otredad, el yo emerge dentro de una actitud tensa e incluso conflictiva con su propia otredad, su posible conclusión por el otro” (“Introducción” a Bajtín, 2000: 24).
Manifestaciones de lo divino en la lucha
La última manifestación de lo divino está enmarcada en la lucha. A lo largo del poemario se reconoce la presencia de las identidades marginales y desplazadas que habitan la ciudad bajo la amenaza constante del dolor y la muerte; este peligro pesa mayormente sobre los oprimidos y desplazados. Ante este panorama, Márquez se identifica con lo real, se compromete con esas historias desde la esperanza de su fe: “anduve por los barros de las horas creyendo hasta el final en nuevos días” (p. 14), dice.
En diferentes momentos del poemario se pueden escuchar los ecos de conflictos sociales, reivindicaciones políticas y revoluciones históricas; esto se intensifica en la sección “Postales urbanas”. El poema “Callejón y selva” (p. 33) comienza con una cita del Subcomandante Marcos, portavoz del Ejército Zapatista de Liberación Nacional de México. La cita está tomada de un discurso pronunciado en 1996 en La Realidad, Chiapas; dice: “debes mirar el pájaro que vuela entre el dedo y el sol”. El mismo poema hace mención de Lacandona, selva mexicana a la que se conoce como “el desierto de la soledad”, lugar en el que se escondía el Ejército Zapatista.
El evocativo poema “Diciembre 2001” pone el tono para el último tramo de la sección “Postales urbanas”: versos construidos a partir de la memoria y la reflexión sociopolítica de situaciones, lugares y momentos históricos concretos. El poema se apoya en el recuerdo de la crisis económica, política y social que vivió Argentina en ese período e intenta reconstruirla poéticamente: “los huesitos rotos” (p. 71), “otros techos rotos y otros fríos. Con la intemperie propia, sin encontrar mariposas en la lluvia” (Ibíd.), “solo humo, luz y sirenas” (p. 72); describe también a un niño en la basura, que “alza los ojos (gato triste, entre cartones). Con su mínima edad sobre los hombros” (p. 73).
El siguiente poema se llama “Pibes”, y en él la preocupación por la miseria es evidente. Márquez menciona a “el Frente” y a “La Cava”; en un acto de contextualización y apropiación de la identidad, necesita explicar, en una nota al pie, el significado de esos nombres ignotos y marginales: “‘el Frente’ es Frente Vital, un mítico ‘pibe chorro’ del barrio San Francisco del partido de San Fernando. La Cava es un barrio de emergencia de San Isidro” (p. 74). Los pibes del poema “son miles… vienen malabrigados. Fueron dados a luz y a desaliento, a ley dura, a códigos mordidos”, “andan por los costados, así, malabrigados, extranjeros” (p. 75). La ya mencionada tensión entre la angustia de la realidad y la esperanza de la fe toma aquí un nuevo matiz: “¿Habrá que disculpar a Dios? ¿Cuál es el reino en que juegan de primeros?” (Ibíd.). La paráfrasis de las palabras de Cristo en los evangelios (“si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos. Y tomó a un niño, y lo puso en medio de ellos”, Marcos 9:35,36) tensiona la presencia divina en medio de la injusticia.
El siguiente poema se llama “Memorias”, y deja entrever referencias veladas a las dictaduras latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX; el poema habla de “una memoria grávida y dolida”, de “gritos, cuerpos rotos en celda adolescente” y menciona “sobrevuelan aviones las plazas y las alas. Caen las torres” (p. 76). Luego la evocación se vuelve más clara: “más allá de los Andes se desangra el estadio” (Ibíd.), seguramente una referencia al Estadio Nacional de Santiago de Chile, principal centro de detención y tortura de la dictadura de Augusto Pinochet. Todos esos recuerdos cierran con la frase: “es septiembre: tercamente despierta un aire tibio urgiendo a construir más primavera” (Ibíd.). Márquez retrata al presente como un debate entre la angustia del pasado y la esperanza del futuro.
La sección continúa con el poema “Los unos y los otros”, que lleva por subtítulo “Conferencia de la FAO”, en referencia a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO: Food and Agriculture Organization). En el mismo opone de manera tajante las vidas de aquellos que deciden y aquellos que no tienen ninguna capacidad para decidir; los primeros “se sientan. Desnudan cifras. Exhiben mapas. Tienen planillas sucias de laptops. Obscenamente abordan vuelos. Vuelven a casa” (p. 77), mientras que los segundos “se acuestan. Desnudan huesos. Escarban restos. Cierran los ojos. Se vuelven cifra, planilla, mapa” (Ibíd.).
El último poema de “Postales urbanas” se llama “ESMA 2004”, una referencia al año en el que se inauguró el Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos en el lugar donde originalmente había estado la Escuela de Mecánica de la Armada, un importante centro clandestino de detención en la ciudad de Buenos Aires, donde alrededor de 5000 personas fueron aprisionadas, torturadas y asesinadas. Aquí se concentra una preocupación que recorre la obra de forma transversal: la reflexión sobre los recuerdos y su relación con el presente, la cuestión de la memoria (con la pesada carga semántica que el término tiene en la historia argentina), la tensión entre lo ausente y su transfiguración en fantasmagóricas presencias actuales. Márquez habla de una “brecha del horror” (p. 78) y se pregunta (siguiendo el ejemplo de Theodore Adorno y de Günter Grass): “¿Cómo escribir? ¿Después de tanta muerte?” (Ibíd.). Sin embargo, se aleja del angustioso pasado a partir de un halo de esperanza, y por eso afirma, al hablar de las nuevas generaciones (en las que participan sus hijos y su nieto), que ellos “entienden, como pueden, la historia, la justicia”, y que sus vidas harán la diferencia porque “tendrán oficios. Tejerán memoria” (Ibíd.).
La lucha es, para Márquez, la expresión natural de una divinidad que, a diferencia de lo que ha dicho en ocasiones la teología cristiana clásica, está comprometida con la miseria. La teología latinoamericana (e Intentos hace eco de esas voces) asume que una espiritualidad “fría” es incompatible con la noción de una divinidad comprometida. Por eso pone la liberación (histórica, social, económica, política, espiritual) en el centro de sus preocupaciones y tareas.
Ideas finales
El teólogo español Juan José Tamayo-Acosta afirma que “el lenguaje sobre Dios conforma la identidad de las comunidades de fe, determina su orientación vital y orienta su praxis” (Tamayo-Acosta, 2003: 17). La escritura de Márquez da cuenta de un desplazamiento tanto en el lenguaje como en las concepciones para hablar de lo divino. A partir del reconocimiento teológico del compromiso de la divinidad con lo real, se deriva como consecuencia una praxis también comprometida. Este compromiso queda representado simbólicamente en tres momentos de la historia de Cristo: el nacimiento, la muerte y la glorificación escatológica.
El compromiso comienza con la natividad. En el poema “Historia antigua”, Márquez se refiere a lo que el cristianismo denomina misterio de la encarnación (es decir: que Dios, en Cristo, se hizo humano); dice: “aquella antigua historia: este Dios encarnado, este Dios con nosotros, en medio de la mugre, profundamente humano” (p. 99). La identificación de lo divino con lo humano (con lo ínfimo, con la lucha) se hace carne literalmente en ese nacimiento cargado de significado.
El punto más alto de ese compromiso es la cruz. El poema “La sangre derramada” muestra a la divinidad comprometida con “la suma enloquecida de abrigar la miseria como un nido, de aceptar todo el barro y sus basuras, las injusticias, los odios, el dolor” (p. 96). En la historia de Cristo, la autora comprende el significado del compromiso, que es “la muerte por los otros” (Ibíd.): “se te rasgó el corazón, sobrecogido. Gritaste el abandono (y eras Dios)” (Ibíd.). Sin embargo, y nuevamente de manera paradójica, lo inesperado sucede justamente en ese acto de entrega: “pero volviste a la vida como nadie, parido en esperanza, luminoso, tus heridas a cuesta (pero vivo). Llenaste de sentido la sangre derramada” (p. 97). En la fragilidad, en la duda, en la entrega por el otro se produce lo inexplicable: la divinidad se hace presente en el caos de la vida, se redime la angustia de la existencia a través de la fe. Lo imperdonable, la traición definitiva, es domesticar ese sacrificio, ese símbolo de entrega y compromiso que es la sangre derramada; por eso pide, hacia el final: “Señor, que no la negociemos” (Ibíd.).
La última realización de ese compromiso de lo divino con la humanidad es escatológica: se refiere al fin de los tiempos, que en la apocalíptica cristiana suele mencionarse como la “segunda venida de Cristo”. Esta expectación es evidente sobre todo en el antepenúltimo poema del libro, que comienza con una cita: “voy a prepararles un lugar… Jesús” (p. 98). La referencia está tomada del Evangelio de Juan, capítulo 14, versículo 2; este pasaje, en el versículo siguiente, reza: “Cuando todo esté listo, volveré para llevarlos, para que siempre estén conmigo donde yo estoy”. La esperanza escatológica en el regreso de Cristo es, para Márquez, una realidad difusa. La duda es siempre parte de su fe. “Ignoro los contornos, desconozco los bordes, sus caminos y valles. Apenas adivino su matriz y su olor” (Ibíd.; las cursivas son mías). Sin embargo, la autora dice enfáticamente “Pero creo” (Ibíd.); ese acto vital de fe es lo que logra reconciliar sus dudas con la expectativa de que un día se vuelva “cotidiano cada rumor de Dios” (Ibíd.), que lo que actualmente es ignorancia, desconocimiento y adivinanza sea un día realidad.
Uno de los últimos poemas del libro es “Parte de la religión”, título que tiende un puente intertextual con el disco homónimo de Charly García, publicado en 1987. El poema resume varias de las preocupaciones expuestas hasta aquí en torno a la presencia de lo divino –a la que nombra como “tu rótulo”– y dice por ejemplo: “tu rótulo no es agua en la cabeza, inmersión en el agua ni agua santa. No es etiqueta en prenda de domingo ni sotana formal. No es rito de piedad, piedad de rostro, calendario piadoso. (No es cáscara ni voces extasiadas)” (p. 94). Ninguna de esas manifestaciones asociadas típicamente con el rito religioso cristiano contienen realmente la presencia divina: ni el bautismo por inmersión de las iglesias protestantes, ni el bautismo por aspersión o el agua santificada de la iglesia católica, ni las formas moralistas o conservadoras, ni los arrebatos místicos son para la poeta canales de expresión de lo divino.
En otro poema de la sección final del libro también se habla del rito de la eucaristía como algo vacío, una mera formalidad, a menos que se convierta en símbolo del compromiso con los otros. Eliminar el hambre y la sed de otros implica entregar el propio pan, el propio vino, la propia vida. En ese espíritu, Márquez se pregunta: “¿será partirse en pan el evangelio, hacerse harina dolorosa, existencial” (p. 90). Y también afirma: “este pan partido aquí en la mesa debe volverme pan. Este vino que abrasa mi garganta debe fundir mi sangre en otras sangres” (p. 91). Esta opción vital y de entrega desacraliza el rito religioso a fin de sacralizar el encuentro; esa es la única “liturgia posible: unas manos con olor a trabajo, voces roncas, las redes al costado, los abrazos” (Ibíd.).
Marta Márquez propone en Intentos una serie de caminos alternativos para descubrir lo divino en la realidad. No se lo encuentra en ritualismos ni dogmas vacíos sino en el mestizaje de preocupaciones poéticas, políticas y teológicas, en medio de la experiencia vital, entre las minucias cotidianas, junto a las dudas acuciantes, las angustias propias y ajenas, la lucha por la justicia. Lo divino no se manifiesta en los centros de poder ni en posiciones fijas o predeterminadas; es, por el contrario, una manifestación descentrada, heterodoxa, marginal, fronteriza. “Es sol buscando a tientas las paredes quebradas. Unas pobres raíces de claridad huidiza, fortalecidas en las mutuas dudas. […] (Es tu mano extendida asiendo con paciencia nuestros torpes balbuceos de aprendices)” (p. 94-95).
La pregunta por lo divino acompaña la constante reflexión de la humanidad en torno a la realidad y en torno a su propio sentido e identidad. En una reflexión en torno a las propuestas de María Zambrano, Sandra Ruiz Gros sugiere:
El hombre no puede desprenderse de lo divino porque es como su sombra, no como fardo pesado del que quiere deshacerse a toda costa, sino como lo que le ha acompañado desde el principio. Es fruto propio de la humanidad porque el hombre se interroga, indaga y pregunta. El interrogante por la naturaleza, la búsqueda del orden en el caos del tiempo hacen que lo divino se presente a través de la filosofía y la poesía, de las leyes y las construcciones, de lo pasado y lo que está por venir. Aunque el ciclo retorne eternamente, se levanten periodos de historia y les siga la decadencia de estos, allá donde miremos el hombre y lo divino siempre estarán fundidos. Negar la presencia de la divinidad es renunciar a la palabra, al arte, a la belleza de los mitos, a lo que podrían contener los misterios, a la renovación y a la transformación (Ruiz Gros, Op. Cit.:197).
Volver a revisar el nutrido diálogo que históricamente ha existido entre preocupaciones teológicas y poéticas –desde la Divina Comedia aAdán Buenosayres, pasando por lasCanciones de inocencia y de experiencia de Blake, Los hermanos Karamázov, la Trilogía Cósmica de C. S. Lewis, San Manuel Bueno, mártir de Unamuno, El Aleph, Hijos de la ira de Dámaso Alonso o El nombre de la rosa– puede ser no solo una forma de echar luz a la diversidad de la existencia humana sino también una forma valiosa de cuestionar los repartos de lo sensible que quizás no estén traduciendo, de forma fehaciente, la complejidad de lo real. Esa vasta tradición sugiere que, a menudo, la mejor forma de indagar sobre la espiritualidad, sobre el alma religiosa de la humanidad y sobre lo divino no nace del método de la teología o de la seguridad de los credos sino de la exploración a tientas (menos comprometida metodológica y dogmáticamente, más transparente en sus vacilaciones) de la literatura.
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[*] Licenciado en Letras Modernas (UNC), Laureato in Scienze della Comunicazione (Univ. de Siena, Italia), Maestrando en Teología (Univ. Nac. de Costa Rica). Adscripto de la cátedra Literatura Argentina I (Escuela de Letras, FFyH, UNC). Miembro del equipoRecorridos heterodoxos de las literaturas en Argentina. Email: info@lucasmagnin.com. Recibido 9/7/2018. Aceptado 27/11/2018