El Barroco anacrónico de Severo Sarduy
Ignacio Iriarte *
Resumen
El punto de partida de este trabajo es una comparación entre los libros Barroco de Severo Sarduy y La cultura del barroco de José Antonio Maravall, publicados ambos casi el mismo año (1975 y 1974 respectivamente). En este marco, el artículo evalúa los alcances de las interpretaciones sobre el siglo XVII que propone Sarduy. Como hipótesis, se afirma que la mayor parte de estas interpretaciones están históricamente equivocadas o carecen de fundamentos documentales. Pero a la vez, y como segunda hipótesis, se propone que ese error es el fundamento desde el cual Sarduy compone su concepción anacrónica del neobarroco. A partir de una demostración de esa perspectiva, se elaboran reflexiones sobre el alcance de esa propuesta para comprender el siglo XVII y la actualidad.
Palabras clave
Barroco. Neobarroco. Anacronismo. Semiología. Política.
The Anachronistic Baroque of Severo Sarduy
Abstract
The starting point of this work is a comparison between the books Barroco, by Severo Sarduy, and La cultura del Barroco , by José Antonio Maravall, both published almost the same year (1975 and 1974 respectively). Within this context, the article evaluates the scope of interpretations of the 17th century proposed by Sarduy. As a hypothesis, the text states that most of those interpretations are historically unfounded. But at the same time, and as a second hypothesis, it is proposed that this error is the basis from which Sarduy composes his anachronistic conception of neo-baroque. After demonstrating this proposal, the text analyzes the scope of this anachronic proposal to understand both the seventeenth century and the present.
Keywords
Baroque. Neo-baroque. Anachronism. Semiology. Politics.
* Dr. en Letras. Investigador Adjunto de CONICET. Profesor Adjunto de Literatura y latinoamericanas I, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata.
Enviado 30/10/ 2018 Aceptado 28/11/2018
Miradas históricas, miradas literarias
En los años 1974 y 1975 aparecieron dos libros impactantes sobre el Barroco que estarían llamados a influir por largo tiempo y a mantener aun hoy una vigencia sostenida en lo que respecta a sus aportes principales. El primero de ellos es Barroco, el ensayo más ambicioso y conocido de Severo Sarduy, con el que terminó de perfilar el concepto de neobarroco, estableciendo una serie de parámetros estéticos, políticos y culturales que habría de continuar a lo largo de su vida y que más tarde retomarían y profundizarían otros escritores. El segundo de estos libros es La cultura del barroco, un trabajo en el que José Antonio Maravall presenta la imagen histórica que podríamos llamar clásica de la cultura del 1600.
La cercanía en la aparición de ambos libros nos recuerda la importancia que tuvo el Barroco como objeto de estudio y como modelo literario y artístico al menos desde principios del siglo XX. También pone de manifiesto que, en esa centuria, se compusieron dos líneas de interpretación, la literaria y la histórica, que, si bien tienen puntos de contacto en lo que respecta a sus argumentos centrales, mantienen diferencias marcadas e importantes, que es indispensable destacar para comprender los usos que la contemporaneidad hizo de la cultura del siglo XVII.
En La cultura del barroco, Maravall caracteriza el período a partir de la existencia de una crisis general que afectó al conjunto de Europa. Desde su punto de vista, inicialmente se trató de una crisis económica, cuyos signos son la retracción en la producción de manufacturas, el retroceso de las cosechas y el estancamiento o la caída demográfica, pero luego contagió a todos los ámbitos sociales, generando una enorme desconfianza hacia las explicaciones del mundo y, por supuesto, una degradación del tejido social. A partir de estas premisas, el Barroco se presenta, para Maravall, como el despliegue portentoso, por parte de las monarquías y las iglesias, de un conjunto de aparatos represivos y el diseño de una cultura conservadora, con el propósito de penetrar en la psicología de las personas, a fin de evitar la revolución inminente y mantener la hegemonía del poder central.
Aunque se ha abandonado la idea de que existió una crisis general, la tesis de Maravall cala de una manera profunda en las interpretaciones que podemos hacer sobre la producción artística y literaria del período. Desde su punto de vista se trata, como es esperable, de un dispositivo fragmentario, aunque centralizado en la iglesia y la monarquía, que tenía intenciones netamente conservadoras. [1]
Todo parece comprobar su tesis. Los autos sacramentales de Pedro Calderón de la Barca son una justificación religiosa de los estamentos sociales, algo que salta a la vista con especial claridad en El gran teatro del mundo, una obra en la que Dios reparte los papeles del rey, el rico, el labrador y el pobre, sugiriendo que la historia es un eterno retorno de una misma e inamovible estructura social. Aunque Francisco de Quevedo presenta innegables innovaciones lingüísticas, una mínima atención sobre un texto como El buscón pone de relieve algo similar: en ese texto, como en todo o casi todo lo que escribió, se propuso fulminar la movilidad social, de acuerdo con una transformación conservadora de la picaresca que todavía tiene sus ecos en En la sangre, del argentino Eugenio Cambaceres. Finalmente, aunque desde la generación del ’27 se comprendió la obra de Luis de Góngora como un antecedente de cada uno de los últimos gritos de la experimentación literaria, el poeta cordobés entendía las Soledades y El Polifemo como formas de convertir el castellano en una lengua imperial por medio de la recuperación del latín, aparte de que en el primero de esos textos retomó el tópico del discurso contra la navegación, poniendo de relieve, como muchos otros escritores del período, que la situación crítica que había comenzado a transitar España se debía al Descubrimiento del Nuevo Mundo y la movilidad social que se estaba gestando gracias a las actividades comerciales [2] . Las Soledades son claras en este sentido: proponen una sociedad utópica anclada en el pasado, una vuelta a las sociedades pastoriles y rurales, como remedio contra las fuerzas desatadas de la modernidad.
Para Maravall, el Barroco es un período crítico, represivo y conservador. La fuerza de su esquema interpretativo se basa con seguridad en su aguda inteligencia y su refinado estilo narrativo. Pero también se basa en que su libro de 1974 es una síntesis de las investigaciones históricas que se venían realizando desde principios de siglo. Y es que detrás de su ensayo hay una importante red de argumentos y demostraciones. Esto es particularmente claro en relación con el concepto de “crisis”. Aunque tiene usos originales en Maravall, la idea de que el período es un momento crítico se encuentra planteada ya por los historiadores británicos que se ocuparon del tema en los años ’50. Principalmente, debemos recordar el artículo clave “La crisis general”, en el que Eric Hobsbawm demuestra que en el siglo XVII existió una crisis económica que cubrió gran parte de la geografía europea. Desde su perspectiva, esa situación se explica por el choque que se produjo entre los elementos emergentes del capitalismo y la todavía sólida pervivencia de la superestructura feudal. Ciertamente, Maravall está lejos de una visión marxista como ésta. Pero en su caso lo central no es en sí el artículo de Hobsbawm, sino la polémica que éste generó, y que se desplegó en la revista Past and present. De los textos que surgieron al calor de esa célebre discusión (verdadero monumento de la historiografía moderna) cabe destacar el artículo de Hugh Trevor-Roper “La crisis general del siglo XVII” [3] . En ese trabajo, el historiador muestra la invalidez de la narrativa marxista: la crisis se produjo por la dimensión agigantada de los Estados, cuyo peso recaía en las escuálidas espaldas de los comunes; y la respuesta que encontraron los hombres de la época no es, como sugiere Hobsbawm, la invención del capitalismo, sino la vuelta al mercantilismo y el diseño de políticas de austeridad. Para Trevor-Roper, la cultura del Barroco es un haz de ideologías inspiradas en el puritanismo y la crítica al derroche. Maravall va a continuar el argumento: la cultura del Barroco es un artefacto represivo mediante el cual los poderes tradicionales buscan mantener la hegemonía sobre el conjunto de la población.
El Barroco de Sarduy
Un año antes de que el historiador español sacara su libro, Sarduy publicó Barroco. En ese conocido texto, el escritor toma el mismo punto de partida que el que habría de tomar el historiador y el que ya habían tomado Hobsbawm y Trevor-Roper: el 1600 se caracteriza por la existencia de una crisis general. Pero en franca oposición a los estudios académicos, Sarduy acompaña ese diagnóstico con la tesis audaz de que el Barroco no es un dispositivo conservador, sino una cultura revolucionaria, que puede servir como modelo para pensar las inestabilidades no menos críticas del capitalismo tardío.
La clave del ensayo se encuentra en la imagen que propone sobre la cultura del Renacimiento. En el capítulo que le dedica al tema, uno de los más prolijos y mejor logrados del volumen, Sarduy destaca la gran hazaña del período: Copérnico abandona el sistema ptolemaico y lo reemplaza por el heliocéntrico, al mismo tiempo que afirma, con una segura confianza, que las leyes geométricas que se utilizan para medir la tierra son las mismas que rigen el movimiento de los astros. Con esta transformación, que conlleva una uniformización del espacio, antes dividido, desde una inspiración teológica, en regiones supra y sublunares, el científico impulsa uno de los cambios más significativos de la historia, porque desplaza el rol hasta entonces gravitante de Dios y hace que el saber forme círculos alrededor de ese nuevo eje que es el ser humano. Para Sarduy, el humanismo compone un orden racional en el que todos los campos se articulan como si encastraran en un plano geométrico perfecto. La ciudad se estructura por medio de una planificación racional del espacio, que dispone en el centro la casa de gobierno y la catedral; la arquitectura utiliza la imagen del círculo e introduce la matemática para resolver los problemas de edificación que obnubilaban a los constructores del pasado; los pintores inventan la perspectiva y ordenan las figuras por medio del punto de fuga, de modo que las figuras pasan a verse más grandes o más pequeñas no por su importancia en términos absolutos, sino por la distancia relativa respecto del espectador. En el centro de esa geometría circular se encuentra el ser humano. Escribe Sarduy:
La ciudad deja de ser un doble imperfect, un reflejo: la existencia terrestre ya no es considerada solamente una etapa hacia la vida celeste: el hombre que mide no está de paso, su vida no es un olvidable prólogo, vale la pena mejorarla, prolongarla:De vita longa, De triplice vita -Ficin-,Trattato della vita sobria -Cornaro-, Liber de longa vita -Paracelso.
Con el universo heliocéntrico surge la higiene, proliferan consejos y tratados: el centro se exilia; el hombre se instala (1213-1214).
Si esta prolija reconstrucción tiene un peso decisivo en el ensayo de Sarduy es porque en ella se encuentra la clave de su narrativa histórica, cuyo nudo puede resumirse en los pares oponibles de orden y crisis o unidad y fragmentación. Esto lo empuja (en realidad le permite formular y demostrar) la tesis de que el Barroco constituye el momento en que el mundo renacentista estalla en una crisis descomunal. Para Sarduy, el punto nodal se encuentra en las demostraciones de Kepler de que que los planetas no siguen una órbita circular, sino que dibujan una elipse, gran transformación científica que conlleva, según el cubano, una destrucción de la noción epistemológica de centro, sobre la cual se levantaba el mundo de los siglos XV y XVI. Sarduy desarrolla el impacto de esta innovación por medio de una aguda revisión de las formas que adoptan el pensamiento sobre el hombre y la planificación y edificación de las ciudades a lo largo del siglo XVII. Si en el Renacimiento la ciudad se organizaba alrededor de la plaza central, ahora, en el Barroco, se advierte una fuga constante por medio de calles, avenidas y monumentos que aparecen por doquier, de modo que se disuelve el orden geométrico de la utopía, convirtiendo la ciudad en “una trama abierta, no referible a un significante privilegiado” (1226). Lo mismo se puede decir del ser humano. En el Renacimiento, el hombre se encuentra en el centro de la cultura, mientras que en el Barroco se vuelve un pliegue de los discursos sociales. El Renacimiento ordena, clasifica, establece una pirámide armónica de los saberes; el Barroco se abisma en una crisis que revoluciona el pensamiento y la cultura: el centro se desdobla y el orden se descompone por medio de una rizomática proliferación.
Crítica a Sarduy
Sin embargo, aunque mantiene una lógica interna precisa, la reconstrucción que propone Sarduy resulta por lo menos problemática y revela un llamativo desconocimiento de las condiciones históricas sobre las que se erigieron las culturas de los siglos XVI y XVII. El foco de todos los problemas del ensayo se encuentra en la pretendida armonía que habría reinado en el Renacimiento y la tranquila seguridad que los hombres de esa época habrían tenido sobre sus capacidades. Es de temer que todo indica lo contrario. Las invocaciones del Renacimiento destruyeron el orden heredado y transformaron el período, sobre todo el siglo XVI, en un verdadero tembladeral. No hay que dejarse engañar por la búsqueda de la armonía y la racionalidad que impregnó al arte del período, o bien habría que decir que esa búsqueda coexiste con, cuando no responde a, la verdadera crisis que estaba golpeando desde fines de la centuria anterior. Para decirlo con algunos de los principales actores del período: en El príncipe, escrito en 1513 y publicado en 1531, Nicolás Maquiavelo demuele el pensamiento político tradicional: termina con la fundamentación teológica de la soberanía y, tomando como modelo a César Borgia, demuestra que la política es una lucha concreta y sin remilgos morales por el poder; en los mismos años, Erasmo de Rotterdam dirige la filología a la religión, critica la traducción oficial de la Biblia y condena la corrupción del sistema eclesiástico, con argumentos que, presentados por ejemplo enElogio de la locura, continúan vigentes en El lazarillo de Tormes; en 1517, Martin Lutero clava las 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, dando comienzo a la ruptura más profunda y traumática de la historia de la cristiandad; como cierre de este catálogo de hechos dramáticos, en 1527 las fuerzas imperiales entran a saco en Roma y sojuzgan al Papa. Al situar al hombre en el centro, el Renacimiento podía buscar un orden nuevo, pero lo cierto es que sacudió Europa, provocando una de las crisis más profundas de la historia intelectual.
En contraste, y contra lo que sostiene Sarduy, el Barroco se puede comprender como el intento desesperado por poner fin a esta conmoción por medio de un despliegue hasta entonces inédito de los aparatos de control sobre los intelectuales. Los datos son, de nuevo, categóricos. La censura católica prohíbe los libros de Maquiavelo, Erasmo, Lutero y sus seguidores. El 22 de junio de 1633, a causa del escándalo suscitado por Diálogo sobre los sistemas máximos, la Inquisición condena a Galileo como sospechoso de herejía: lo obliga a arrodillarse y abjurar de su obra, resolución que tiene como consecuencia la prohibición de las obras de Copérnico. El Barroco no revoluciona, sino que aplasta las principales figuras del Renacimiento. El Concilio de Trento, esa asamblea dilatada, que fracasó y revivió varias veces en el lapso de casi dos décadas, y que puso en marcha uno de los pilares de la cultura del Barroco, cortó de raíz las críticas de los humanistas y afianzó los dogmas cuestionados por los luteranos. Entre los reordenamientos del ámbito intelectual, hay que resaltar, ante todo, que el Concilio dio vida a los índices de libros prohibidos, pero ésa es sólo una de las múltiples regulaciones que puso en marcha. Es importante recordar, en este sentido, la creación de la figura de autor, una categoría que, como demostró Michel Foucault en el célebre artículo que le dedicó al tema, tiene sentido en el marco del aparato de control, pues el decreto del Concilio busca erradicar los anónimos y obligar a los escritores a que se hagan responsables de las ideas que hacen circular ante los órganos de censura. En igual sentido, la asamblea convalida la Vulgata como única versión oficial, y aunque los obispos prometen una revisión del texto, dejan en claro que los únicos autorizados para interpretar las sagradas escrituras son las máximas autoridades [4] . En sintonía con esta reacción, en España se le da mayor fuerza a la Inquisición, se persigue a los criptojudíos, se expulsa a los musulmanes, se disemina un sistema de vigilancia capilar por medio de los llamados “familiares” y se desarrolla un vasto sistema burocrático para asentar una monarquía absoluta que siempre estuvo en tensión con las particularidades de los reinos y el territorio inmenso sobre el cual debía gobernar [5] .
Si el Barroco es, como afirma Sarduy, una cultura descentrada, todo indica que el descentramiento se produjo a principios del siglo XVI, mientras que, en el XVII, la monarquía y la iglesia buscaron por todos los medios devolver el mundo al eje perdido. Podemos tomar la idea de la elipse, que tanta importancia tiene en su ensayo, pero utilizándola de otro modo: si el Renacimiento pone en el centro al hombre, el Barroco no tiene otra alternativa que aceptar las nuevas condiciones, pues el impacto del humanismo es imborrable, pero al mismo tiempo restituye ese otro centro desplazado que es el de la religión. Para decirlo de manera sintética, el siglo XVII acepta una cierta autonomía de lo humano, y al mismo tiempo la subordina a la teología. Como sea, el Barroco no se puede tomar bajo ningún concepto como un período revolucionario. Es sin duda un período caótico, atravesado por una crisis descomunal, pero debemos verlo como una respuesta política y cultural, por eso mismo una respuesta desde el poder, a las rupturas que se venían desarrollando desde las centurias anteriores, y que tendían a la secularización y a lo que Michel Foucualt (1995) denomina el nacimiento de la crítica, que no es otra cosa que la lucha del individuo contra el poder, bajo la consigna de no querer ser gobernado del modo que hasta entonces había sido el habitual en la ciencia, la religión y la sociedad.
Barroco anacrónico
Pero si hago estas críticas, no es sólo para encontrarle fisuras al ensayo de Sarduy. Más bien se trata de lo contrario. Esas críticas permiten resaltar una perplejidad: aunque tiene un conocimiento parcial y limitado del siglo XVII, aunque pasa por alto los enfoques de la historiografía que se vienen realizando desde las primeras décadas del siglo XX, aunque, más todavía, decide ir en contra de todo el conocimiento que se había acumulado sobre el período desde las Luces, conocimiento que, errado o no, había siempre subrayado el componente conservador y reaccionario de la cultura que nosotros designamos con el nombre de Barroco, su trabajo, de una manera casi misteriosa, se mantiene en pie para presentar lo que podemos considerar como una imagen igualmente cautivante del siglo XVII. ¿Por qué es?
La respuesta se debe buscar en el hecho de que Sarduy propone una interpretación anacrónica del siglo XVII. Es decir, en su ensayo se ocupa menos de describir lo que sucedió que en convertir el Barroco en un lenguaje que permita pensar la actualidad. Al respecto, vale la pena recordar que, en Ante el tiempo, George Didi-Huberman (2011) demostró que este tipo de abordajes no sólo es intelectualmente válido, sino que además demuestra la verdad de la historia, porque, al fin y al cabo, la historia no es otra cosa que un diálogo del presente con los documentos del pasado. Por otra parte, hay que destacar que el anacronismo tiene una larga trayectoria en las interpretaciones sobre el Barroco, en la medida en que, desde fines del siglo XIX, se organizó una interpretación literaria y, por consiguiente, un uso moderno de su lenguaje. Entre los múltiples exponentes de esta tendencia conviene recordar, como símbolos de esta actitud, que Gerardo Diego y Alfonso Reyes, el primero en “Un escorzo de Góngora” (1924) y el segundo en “Sabor de Góngora” (1928), defendieron la posibilidad de pensar al célebre poeta cordobés como un contemporáneo de Mallarmé, señalando explícitamente que ese enfoque se distancia del que elaboran la historia y la filología [6] .
En Barroco, Sarduy retomó y profundizó este legado. En su caso se puede advertir, además, que trasladó a los estudios históricos la mirada que había desarrollado en su narrativa. En sus dos primeras novelas ( Gestos y De donde son los cantantes), la narración se mantiene en un presente irrenunciable, de modo que el mundo aparece a sus ojos como si hubiera sido creado por primera vez. Aunque en el resto coloca el relato en el pasado, sus textos posteriores generan la misma sensación de un presente continuo, debido a la extrañeza y la artificialidad de lo que cuenta en ellos, y también a la prosa milimétrica que emplea, formas mediante las cuales les saca densidad histórica a los sucesos, colocando la trama en una superficie espacial [7] . En esto se revela la importancia que para Sarduy tuvo el Nouveau Roman, que asumió con fuerza, más allá de algunas modificaciones puntuales, en Gestos. El narrador de esa primera novela aplasta la historicidad por medio del tiempo presente y articula esta forma con la posición ideológica que el texto asume. Sarduy describe La Habana de los últimos días de Batista como una superficie pulida y, según destaca Roberto González Echevarría (1987), cuando busca la profundidad no encuentra la identidad nacional, como querían los origenistas, ni tampoco la discursividad de la Revolución de 1959, sino la red de cables y tuberías que conforman la infraestructura urbana. Como sus personajes, compuestos por disfraces sobre disfraces, Sarduy convierte el tiempo en espacio, transformando la realidad en una red de signos que, sin centro, se encuentran abiertos y en constante proliferación.
En Barroco traslada esta mirada a la historia y, por este medio, adelgaza las diferencias temporales que existen entre el siglo XVII y la contemporaneidad. Gracias a esta operación, el pasado y el presente se convierten en sistemas de signos abiertos que se pueden combinar y superponer. En el ensayo podemos imaginar que Sarduy pone en la mesa de trabajo los documentos del siglo XVII, tiene al alcance de la mano Cobra, mantiene en la memoria, o se manifiesta en los mapas, las fotos y los ruidos de la calle, la proliferante modernidad parisina, una ciudad en la que se conjugan el mercado y la revuelta, los medios de comunicación y el estructuralismo, la moda y la obra de Lacan, a cuyos seminarios asistía, y de los que seguramente sacó la idea de oponer a Copérnico y Kepler para pensar la historia de la cultura [8] . Como si replicara la superficialidad de Gestos, en Barroco cruza estas tramas abiertas de los lenguajes actuales. En el capítulo sobre el siglo XVII habla por ejemplo de la ciudad barroca: describe las avenidas, los obeliscos, las fuentes grotescas, las ruinas y las falsas ruinas, pero de pronto, sin cortar el párrafo ni avisar el cambio, incrusta elementos actuales, como la cambiante moda de las ciudades y los medios masivos de comunicación. Escribe Sarduy, en ese tramo en el que se refiere a la ciudad barroca:
Apoteosis, casi histérica, de lo nuevo, y hasta lo estrafalario: obeliscos, fuentes grotescas para desvirtuar la monotonía de las avenidas, ruinas, o falsas ruinas, para ahondar y negar el cauce mudo del pasado cuya historia “se encuentra más bien en las huellas que ha dejado en las formas vivas”. Los periódicos envejecen el acontecimiento de ayer con la galaxia sin conexión alguna –excepto su simultaneidad- de acontecimientos de hoy; la moda, siempre cambiante, ridiculiza el traje ya visto: es imposible –no hay grado cero del vestuario- no seguirla (1227).
En La sensibilidad amenazada, Graciela Montaldo utiliza el concepto de patchwork para referirse a la superposición que se encuentra en los bazares de los escritores modernistas. El patchwork de Sarduy, también una frazada hecha con retazos, convierte el tiempo en espacio y superpone las redes de signos del siglo XVII con las que pertenecen a la actualidad. Nada lo refleja mejor que el breve fragmento que acabo de citar. Sarduy retoma la concepción del tiempo que tienen los escritores del Barroco, que expresan por medio de los tópicos del carpe diem y el tempus fugit, y la funde con el presente deshistorizado del capitalismo tardío. En esta combinación anacrónica de los lenguajes, sustituye la visión dramática del 1600, una visión que llevó al máximo Góngora en “Mientras por competir con tu cabello”, soneto en el que, en una misma oración, empieza deslumbrado por la mujer joven y hermosa y termina lamentando, al final, su muerte, sustituye, entonces, esta visión dramática, por una celebración optimista de la deconstrucción que, en la actualidad, producen la modernización y el crecimiento de las ciudades.
Al combinar los períodos, al tomar las redes de lenguaje del siglo XVII y posmodernizarlos, Sarduy propone una visión semiológica que se opone tajantemente al tipo de trabajo que realizan los historiadores. Las interpretaciones clásicas sobre el Barroco ordenan los documentos al jerarquizar la monarquía y la iglesia. Con estos dos poderes, producen lo que Lacan denomina puntos de capitonado, es decir, articulaciones que estructuran los lenguajes, de modo que le dan sentido al período subordinando elementos secundarios o terciarios, como el teatro, la poesía, las formas de edificación o los avatares de la vida cotidiana [9] . Con su mirada semiológica, Sarduy aplasta estos relieves discursivos, convirtiendo el pasado en una red de signos amesetados, que funcionan por medio de una operatoria equivalente, que recorre todos los campos de la cultura, desde la cosmología al diseño de la ciudad. De este modo, la monarquía, la iglesia, Kepler, la metáfora, la elipse, la moda, incluso el rulo de las pelucas y los pliegues embarrados de los vestidos son signos que se distribuyen en una red plástica sin consistencia, trama abierta que se conecta, en el espacio semiológico, con las redes pululantes del capitalismo tardío.
Los signos y la deconstrucción
Por eso, aunque la propuesta de Sarduy tiene serios problemas históricos, genera interpretaciones penetrantes sobre la actualidad. Y a la vez, propone perspectivas interesantes sobre la cultura del siglo XVII. Veámoslo con el tema de los signos.
Como es ampliamente conocido, una de las grandes preocupaciones de los intelectuales del siglo XVII es la separación de las palabras y las cosas. A diferencia de lo que se puede pensar hoy en día, está claro que los hombres de la época vivieron esa separación como un verdadero drama y una evidencia de la decadencia de los tiempos. El puritanismo de la época fue profundamente adverso a esta cuestión, de la misma manera que los pensadores políticos criticaron con duras palabras las formas de la simulación que Maquiavelo recomendaba al príncipe. Pero el énfasis semiológico de Sarduy permite acentuar las cosas de otro modo. Porque a pesar de las represiones (y en clave psicoanalítica: justamente por ellas), el intento de evitar esta fractura no hizo otra cosa que agravar la cuestión, de modo que los signos terminaron por reemplazar la realidad. Pongamos algunos ejemplos rápidos para ver la plausibilidad de la tesis. A principios del siglo XVII, Quevedo veía en El buscón que la separación de los signos respecto de las cosas, de los signos respecto del ser, constituía una verdadera amenaza, porque todos podían usar esa separación, aun las personas del pueblo, que habían descubierto la técnica del camuflaje y el disfraz para fingir una nobleza que no tenían; a mediados de siglo, Baltasar Gracián encuentra, en Oráculo manual y El criticón, que los hombres están llenos de dobleces, de modo que son jeroglíficos que hay que aprender a descifrar para no resultar engañados; todavía a fines de siglo, el tratadista político José Alfonso Lancina celebra que Carlos II salte al barro cuando pasa una procesión religiosa, no porque le parezca encomiable semejante acto de piedad, sino porque los súbditos, cuando lo ven, pueden congratularse de que los gobierna una persona religiosa. Desde el rechazo de Quevedo a todo signo exterior a la celebración de Lancina, podemos decir que se produce una suerte de acentuación de la importancia de los signos, como si, al intentar evitar la fractura, ésta no hubiera hecho más que profundizarse. Nada lo demuestra mejor que el conjunto de la sociedad barroca: como destaca Pedro Ruiz Pérez en la penetrante síntesis que publicó hace algunos años, desde principios del siglo XVII la monarquía intentó ocultar la decadencia que la corroía, pero para esto tuvo que echar mano de aquello que había contribuido a ella: la simulación, la espectacularidad, el gasto fastuoso, para encubrir la enfermedad que habitaba en su interior.
Al poner énfasis en que el Barroco es la edad de los signos, Sarduy logra lo que en principio parecía imposible: justifica la problemática tesis de que se trata de una cultura revolucionaria. Y esto se debe a que lo que dice la época, por debajo, muy por debajo de lo que podían pensar los que vivieron en ella, es que detrás del soberano no está Dios, ni detrás de la máscara hay un ser humano. La idea es arriesgada e imposible: un hombre del 1600 jamás podría haber llegado a semejantes conclusiones. Pero vista desde el presente, eso es casi lo único que la época nos dice. El espectáculo que cubre la decadencia española muestra que el poder es, para emplear la conceptualización de Ernesto Laclau y Chantall Mouffe (1987), una articulación de discursos, una red densificada de lenguajes, una trama de ficciones, en el sentido lacaniano de que la verdad está estructurada por la ficción; la máscara con la que las personas cifran sus intenciones, esa máscara que aparece en el héroe de Gracián, pero que va a mantenerse firme, resurgiendo, por ejemplo, en el gesto insondable de Michael Corleone, indica que, en el fondo, el sujeto no es nada; la militancia de los jesuitas, con su conciencia sobre los medios políticos que debían emplear para defender el catolicismo, sugiere que Dios se aleja cada vez más [10] . Para Sarduy, los signos del Barroco anuncian, sin reconocerlo, pero igual lo anuncian, la muerte de Dios, la que proclaman Nietzsche y Freud, la que luego profundizan Lacan y Derrida, sacando todas las consecuencias que esa afirmación tiene: no hay nada ni nadie que maneje el mundo, porque el mundo es un tejido de signos en constante expansión. Sarduy lo afirma en la última parte de Barroco, confundiendo el siglo XVII con la contemporaneidad, y poniendo en el centro la crítica al logocentrismo, en la que se resume el programa del neobarroco y el de la revolución cultural:
Barroco que en su acción de bascular, en su caída, en su lenguaje pinturero, a veces estridente, abigarrado y caótico, metaforiza la impugnación de la entidad logocéntrica que hasta entonces lo y nos estructuraba desde su lejanía y su autoridad; barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la Revolución (1404).
Con este patchwork entre pasado y presente, con esta mirada anacrónica sobre el siglo XVII, Sarduy le da fundamentos a su propuesta de que el Barroco es un período revolucionario. Esta dimensión no debe comprenderse en los términos de una manifestación política tradicional; por el contrario, hay que entenderla como la apuesta innovadora por comprender la sociedad como un todo abierto basado en los lenguajes. Es una revolución en principio teórica (dice cómo hay que pensar la actualidad: por medio de los signos ahora completamente liberados y descentrados del Barroco), pero impacta de inmediato en la legitimidad de las organizaciones políticas tradicionales (la nación, la utopía o la revolución, en los sentidos habituales que tenían esos términos) y da rienda suelta a las prácticas y experiencias de los cuerpos en tanto éstos salen de los sistemas de identidad tradicionales y normalizados. Con su lectura anacrónica del Barroco, Sarduy le da nombre a e intenta intervenir en este proceso de transformaciones que va a desembocar en nuestras sociedades actuales [11] .
Política, literatura, semiología y actualidad
Esta idea del Barroco está en sintonía con todo un reacomodo en el pensamiento, especialmente en el pensamiento político, que se puso en marcha desde el último tercio del siglo XX. Esto no sólo se debe a que Sarduy comparte con una serie de autores, como Ernesto Laclau o Jean-Luc Nancy, la idea de que la sociedad es una trama abierta; también se debe a que muchos de esos autores se dirigieron, como él, a los siglos XVI y XVII para fundamentar sus ideas.
Como ejemplo de lo que acabo de decir, podemos tomar a Claude Lefort. Como se puede ver en su “Maquiavelo y la veritá effettuale”, Lefort propuso su teoría política en diálogo con las obras del florentino. Según demuestra en ese ensayo, Maquiavelo elaboró una concepción del pod er innovadora para la época en tanto dejó de lado la fundamentación teológica de la soberanía y puso en juego una visión contingente basada en la lucha de los grupos de poder. En Comentarios sobre la primera década de Tito Livio, obra en la que se ocupa de indagar las razones de la grandeza de Roma, Maquiavelo demuestra que una sociedad no se organiza en torno a un punto de sutura trascendental como la religión, o como más tarde será la nación, sino que se configura a partir del conflicto entre el pueblo y el senado, es decir, entre los que mandan y los que están obligados a obedecer. En efecto, para Maquiavelo la grandeza de Roma se encuentra en el tumulto, en la división. Los tumultos que provocaban la mayoría obligaban a la clase dirigente a hacer concesiones, pero además la República había empoderado al pueblo debido a que lo necesitaba para formar los ejércitos y efectuar sus conquistas territoriales. Aunque en El príncipe Maquiavelo se dedica a pensar la forma en la que deben organizarse los principados nuevos, mantiene esta misma concepción del poder, basada en el conflicto y lo contingente. En el capítulo titulado “Del principado civil” sostiene, por ejemplo, que en toda ciudad “hay dos inclinaciones diversas, una de las cuales proviene de que el pueblo no desea ser dominado ni oprimido por los grandes, y la otra de que los grandes desean dominar y oprimir al pueblo” (51). Para decirlo con el pensamiento político posfundacional, del que se ocupa Oliver Marchart (2009), para Maquiavelo, pero entendiéndolo como un autor cuyas ideas vuelven desde mediados del siglo pasado, la sociedad, como unidad suturada, no existe, sino que se reúne por el conflicto, es decir, por aquello que, paradójicamente, la imposibilita.
Como vimos en las páginas anteriores, Sarduy ve en el Renacimiento una época de próspera tranquilidad, organizada alrededor de un centro. A la vez, transfiere el componente revolucionario al Barroco. Sin embargo, la imagen anacrónica que compone del siglo XVII trabaja de una manera más plástica y dinámica de lo que dice en los cortes un tanto tajantes que practica sobre la cronología. O mejor dicho, así como aplasta los relieves históricos y convierte el siglo XVII en una superficie semiológica, de la misma manera amplifica esa red para incorporar, bajo el nombre del Barroco, muchas de las fuerzas que operan en el siglo XVI. Por eso su visión del lenguaje, la sociedad y la revolución, conceptos que despliega desde el Barroco y el posestructuralismo, tiene puntos de contacto con las ideas políticas de Maquiavelo. Esos contactos no se ven, pero operan de una manera precisa. ¿No es eso lo que está detrás de La simulación? En ese tercer libro de ensayos Sarduy reivindica ese concepto problemático, el de la simulación, que el mundo del Barroco había condenado, pero que Maquiavelo había tomado como clave para la acción. En su obra, el florentino supo decir que aquél que buscara gobernar una república podía y debía simular, pues era recomendable que fingiera poseer las virtudes morales, no sólo para convencer al pueblo, sino también para poder actuar en contra de ellas si la ocasión así lo demandaba.
Sarduy no es un pensador político ni quiso serlo, pero su visión de la semiología como una fuerza revolucionaria, junto con su trabajo anacrónico sobre la historia y la importancia que le concede a la simulación, son formas de actualizar el Barroco como un lenguaje que permite traer de nuevo las fuertes tensiones que pujan menos en un período determinado, que en lo que se suele llamar los albores de la modernidad. De una manera sintética, podemos decir que comprendió la sociedad en clave semiológica, pero a la vez le imprimió a esa semiología el poder de la simulación, que había puesto en marcha Maquiavelo y que horadaba, como un farmacon, las monarquías barrocas. Con la simulación y la manipulación de signos, con las mentiras y los ocultamientos, con la distancia entre lo que uno es y la máscara que el político muestra para manipular al resto, Maquiavelo puso en marcha la autonomía de la política, debido a que colocó la acción política por encima de la religión y los principios morales. Desde el presente, ese presente que aparece en Sarduy, se puede agregar que lo que hizo Maquiavelo fue disolver los puntos trascendentales que estructuraban lo social. Por eso las ideas del florentino, solapadas en el barroco anacrónico de Sarduy, constituyen una apuesta nietzscheana. Efectivamente, en sintonía con la vanguardia teórica francesa, diseñó un programa que demostró que el mundo está sobredeterminado por lo simbólico y por este medio el neobarroco se volvió un dispositivo de secularización, cuyos blancos centrales son los marcadores de certeza que le habían dado orden al capitalismo tradicional: la familia, las identidades sexuales normalizadas, la concepción natural del cuerpo, la posición prelingüística del sujeto y la idea pre-política de nación. Con su recuperación del Barroco puso en evidencia que todos esos nudos son cristalizaciones de poderes y campos comunes de lucha. En este sentido, Sarduy anacroniza la cultura del siglo XVII por medio de la semiología y la convierte en una máquina de guerra.
Con una mezcla de ideas e intuiciones y saberes y desconocimientos, consigue demostrar, en los años ’70, que el Barroco es una época revolucionaria y que él, un exiliado de la revolución cubana, puede hablar de una nueva forma de pensar la política y la revolución. Esto explica, creo yo, su pervivencia. No me refiero a las influencias directas, sino al hecho de que, hace ya décadas, Sarduy trazó algunos de los vectores con los cuales pensamos la actualidad, más allá de que, en muchos sentidos, parte de su literatura parece diluirse, como se diluyen las obras obnubiladas por esa apuesta cautivante, peligrosa y muchas veces perecedera que es la vanguardia y la experimentación.
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[1] Como sintetiza Joseph Bergin (2002), efectivamente se ha abandonado la idea de que existió una crisis general, y hoy en día se prefiere hablar de crisis locales. Por otra parte, el conservadurismo del Barroco puede comprenderse como el despliegue de recursos culturales de todo tipo con el propósito de que las personas produjeran, reprodujeran y naturalizaran una determinada forma de vida, centrada por la monarquía y la religión. Más allá de los ejemplos literarios que propongo a continuación, creo que es instructivo recordar un evento conocido, como la revuelta de Nápoles de 1647. Para Thomas Munck, las causas son la escasez de alimentos y la carga impositiva. La revuelta estalla durante las celebraciones en honor de la Virgen María. Pero los amotinados reivindicaron a Felipe IV y emplearon imágenes religiosas. Por ese motivo, el conflicto no pasó a mayores: los rebeldes se levantaron contra las autoridades locales, no contra la iglesia y la monarquía, a las cuales, desde luego, reivindicaron. El texto de Munck se encuentra en Bergin (2002: 62-93).
[2] Para el discurso contra la navegación y el conservadurismo de las Soledades, me baso especialmente en los trabajos de Lía Scwartz Lerner (1984) y Melchora Romanos (1992).
[3] Publicados originalmente en Past and present, ambos artículos están recopilados en el volumen de Trevor Aston (1983).
[4] Los decretos sobre la Vulgata y la categoría de autor se toman, después de arduas discusiones, en la IV sesión, del 8 de abril de 1546. Contra las críticas de los humanistas y los luteranos, los obispos ratifican la autoridad de la Vulgata, “aprobada en la Iglesia por el largo uso de tantos siglos” y prohíbe “que ninguno, por ningún pretexto, se atreva o presuma desecharla” (31). Aunque no hay un pronunciamiento expreso sobre la traducción de la Biblia, lo cual revela el influjo que en esta primera etapa todavía tenía el humanismo cristiano, el decreto de todos modos erradica la crítica y la libre interpretación. El Concilio afirma que se deben contener los “ingenios insolentes” y prohíbe que éstos, que no son otros que los luteranos y los humanistas, se atrevan a “interpretar la misma sagrada Escritura en cosas pertenecientes a la fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana, violentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes, contra el sentido que le ha dado y da la santa madre Iglesia”, pues es a ella “a la que privativamente toca determinar el verdadero sentido, e interpretación de las sagradas letras” (31). A renglón seguido, el Concilio deja sentada la prohibición de que nadie imprima ni procure se imprima “libro alguno de cosas sagradas, o pertenecientes a la religión, sin nombre de autor; ni venderlos en adelante, ni aun retenerlos en su casa, si primero no los examina y aprueba el Ordinario; so pena de excomunión” (32). Aunque éstas son reacciones ante el desafío de los protestantes, también intervienen en el interior de las sociedades católicas en tanto ponen en el centro la Biblia, impiden la crítica a la institución y terminan con los intentos de desarrollar una lectura libre de las sagradas escrituras.
[5] Como es ampliamente conocido, la Inquisición española es una institución independiente de la romana. En 1480, los reyes católicos le dieron nacimiento por medio de la designación de los primeros inquisidores. El propósito original era perseguir a los criptojudíos, bajo la consigna de lograr la unidad de la fe, pero sus funciones se ampliaron, especialmente durante el Barroco, para convertirse en un tribunal por medio del cual mantener bajo control a la población. Aparte del oscurantismo de los procesos, vale la pena resaltar la figura, recién mencionada, de los familiares: se trataba de agentes sin sueldo, que se encargaban de vigilar a la población, dirigir denuncias para iniciar procesos y participar en la captura de sospechosos; a cambio de estos servicios, estaban autorizados a portar armas y sólo podían ser juzgados por tribunales de la Inquisición. La mirada de los familiares debe comprenderse como una forma de control capilar y como un poder no sólo represivo, sino productivo, en la medida en que genera fenómenos de autocensura, de ocultamientos, pero también incita a comportarse de determinada manera. Sobre estos temas hay, desde luego, una extensa bibliografía. Se pueden resaltar la síntesis del Joseph Pérez (2002) y el pormenorizado estudio de un caso especialmente célebre, el de Jerónimo de Villanueva, que reconstruye Carlos Puyol Buil (1993).
[6] Los comienzos de esta visión explícitamente anacrónica del Barroco pueden situarse en la obra de Rubén Darío. En su autobiografía, recuerda con asombro que, cuando fue por primera vez a París, descubrió que Paul Verlaine y Jean Moreas reivindicaban a Góngora y Calderón. Años después, en 1899, escribe “Trébol”, tres sonetos en los que hace hablar a Diego Velázquez y el poeta cordobés, para cerrar sus presagios sobre el resurgir de Góngora en alejandrinos, dejando en claro que el recuerdo del siglo XVII debe servir para pensar la revolución del verso que él lideraba en la actualidad. Como volvió a poner en evidencia, hace algunos años, Aurora Egido (2009), la generación del ’27 será pródiga en este uso actual del poeta cordobés, especialmente por medio de los homenajes poéticos. Los trabajos recién mencionados de Gerardo Diego y Alfonso Reyes sientan las bases de lo que Jorge Luis Borges va a desarrollar, superando a sus predecesores, en “Pierre Menard, autor del Quijote”. El anacronismo no se detiene ahí. Cuando, en su tesis de aplicación, Walter Benjamin pone el énfasis en el duelo y la melancolía, parece pensar más en los dramas de la Gran Guerra que en el siglo XVII. Lo mismo podemos decir de Jacques Lacan, que en Aun utiliza el Barroco para pensar el hueco de lo real, la imposibilidad de la relación sexual y la tesis nodal de que, desde la horda primitiva, Dios es el padre, y el padre siempre es el padre muerto. Otro tanto vale para Gilles Deleuze: en El pliegue reconstruye todos los ángulos del pensamiento del siglo XVII por medio de un Leibniz que siempre se había asociado a la Ilustración, con una interpretación parcial de un cuadro demasiado conocido como El entierro del conde Orgaz y sin acordarse de un solo escritor del Barroco. Me refiero a estos temas en Del Concilio de Trento al sida. Una historia del barroco.
[7] Los ejemplos de este último enfoque narrativo son, naturalmente, Cobra, Maitreya y Colibrí. En Sarduy, la gran excepción es Cocuyo. Pero hay que tomar en cuenta que esa novela constituye un cierre y un desengaño respecto del proyecto revolucionario del neobarroco, algo que se advierte en que el quiebre del relato se produce en el capítulo titulado “La desilusión”. Al final de la novela, Sarduy retoma, en boca del personaje, el tema de la escritura del cuerpo, de central y conocida importancia, para mostrar todo lo contrario de sus apuestas optimistas de los años ’60 y ’70: “Estas heridas –dijo en voz alta [Cocuyo]-, no voy a curarlas. Son las marcas de la mentira, las firmas en mi cuerpo de la indignidad” (913; subrayado en el original). Vale notar que la novela concluye poco después de estas palabras, contando 12 capítulos. Si hacemos caso a la numerología que deja implícita, el futuro es, desde luego, negro.
[8] Por otra parte, François Wahl, pareja de Sarduy, fue el editor de los Escritos de Lacan. En la biografía de Elizabeth Roudinesco hay un excelente apartado sobre las relaciones entre Wahl y Lacan y la lucha en la que se trabaron para sacar ese libro. En lo que respecta a las ideas sobre astronomía, hay que resaltar que Lacan se refirió varias veces al “giro copernicano” de Freud y, en Aun, tiempo antes de que Sarduy publicara su ensayo, se reivindicó dentro del Barroco, oponiendo las figuras de la órbita circular de Copérnico y la elipse kepleriana, como ejes para pensar su visión del sujeto.
[9] Lacan presenta el punto de capitonado en el seminario Las psicosis, dictado entre 1955 y 1956, y luego lo despliega completamente, con el grafo del deseo, en Las formaciones del inconsciente, del período 1957-1958. La exposición completa se encuentra, asimismo, en “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”,. Ernesto Laclau y Chantall Mouffe retomaron el concepto en Hegemonía y estrategia socialista, liberándolo del rigor psicoanalítico y convirtiéndolo en una forma para comprender la estructuración de los lenguajes políticos y sociales.
[10] Para la separación que los jesuitas hacen entre los medios humanos y los fines divinos, me baso especialmente en Julián Lozano Navarro (2005).
[11] Para percibir el carácter innovador que tiene esta concepción revolucionaria del Barroco, hay que tomar en cuenta las grandes discrepancias que mantiene con José Lezama Lima, a pesar de que en otros aspectos su influencia resulte decisiva. En principio, y más allá de los cambios nodales, la obra de Lezama retoma de una manera manifiesta, por intermedio del simbolismo, la estructura general del Barroco, si entendemos esa estructura como la subordinación de la política y el lenguaje a la religión. El gran ejemplo es la publicación de la revista Nadie parecía. Cuaderno de lo bello con Dios, que dirigió con el padre Ángel Gaztelu, en la que ambos retoman la ascética y la mística de San Juan para repudiar el mundo secularizado del capitalismo y retomar una visión religiosa. Me he referido a este tema en “Católicos, poetas y místicos en Nadie parecía”. Por otra parte, y como demostró en un artículo insuperable Abel Prieto (1984), referido a Sucesiva o las coordenadas habaneras, Lezama defendía las ciudades de dimensiones reducidas y las costumbres del capitalismo tradicional, como la familia, los regalos, los calendarios litúrgicos, etc. Guadalupe Silva (2013) ha profundizado en esta cuestión. Debemos notar, por último, que Sarduy rompió con la importancia que Lezama le daba a la naturaleza, para reivindicar la artificialidad, como deja sentado al principio del ensayo “El barroco y el neobarroco”.