El barro no solo trajo al Barroco: un pliegue afroamericano entre el Caribe y el Río de la Plata

Mariano Lanza Lopez *

Resumen :

Es posible leer en Latinoamérica una profusión de textos atravesados por el elemento afro-indo-americano que a su vez dialoga con el tono particular de lo que Severo Sarduy denominara como neobarroco. Desde las obras de Lezama Lima y Alejo Carpentier, hasta la poética de Osvaldo Lamborghini o la prosa de Washington Cucurto, pareciera haberse optado por una estética irreverentemente antioccidental que insta a leer la cultura a contrapelo. Con una marcada influencia entre la región caribeña y la platense indistintamente, encontramos nuevas fugas para resignificar aquello que Néstor Perlongher denominó como <<neobarroso>>.

A partir de aquí, el presente trabajo se propone analizar cómo tal neologismo no sería meramente aplicable a la literatura, sino más bien la marca de una <<sensibilidad>> histórica. Para ello se buscan los puntos de contacto entre el estudio de la historia afro-americana y los textos literarios de Cucurto, con la intención de observar atentamente los rastros de lo que se podría leer como una nueva <<deriva caribeña>> y su respectivo vínculo con el Plata.

Pretendemos ofrecer aquí un modesto aporte para la construcción de una genealogía posible que ligue esa <<sensibilidad>> artística y social, a través del estudio de su carácter ca(r)nivalesco y transplatino.

Palabras clave : Afroamérica; Barroco; Colonialismo; Cucurto; Literatura.

The mud not only brought the Baroque: an african-american fold between the Caribbean and the River of Silver

Abstract :

In Latin America it is possible to encounter a profusion of texts related to Afro-Indo-American elements that dialogue with the particular sense of what Severo Sarduy called “the neo-baroque”. Lezama Lima’s and Alejo Carpentiers’ work, along with the poetry of Osvaldo Lamborghini, and the prose of Washington Cucurto, seemed to have opted for an irreverently anti-Occidentalist aesthetic that urges reading culture against to the established. With a marked influence from the Caribbean and the region of the Rio de la Plata indistinctly, we found new leaks that re-signify what Néstor Perlongher denominated as <<neobarroso>>.

This article analyzes how this neologism is not only applicable to literature, but also as the mark of a historical sensitivity. In order to accomplish this, we trace the linking points between the Afrio-american history and the literary work of Cucurto. As a result, we have find the traces of a new <<Caribbean drift>> linked with the Rio de la Plata.

This way, we contribute to the construction of a genealogy that links artistic and social sensibilities through the study of its ca(r)nnibal and transplatinian characteristics.

Key words : Afro-america; Baroque; Colonialismo; Cucurto; Literatura.

El barro

El capitalismo se olvidó de la fiesta. No se sienta frente al fuego para hablarle, tirarle odios, guerras, maíz o chocolate, los nudos del pecado. Prohíbe los caminos de la amargura al dulzor, las desapariciones de la angustia, un sueño brusco entre dos lunas. No cree en el deseo que ve su imperfección. Se ampara en oro ajeno y trabaja eternidades que no existen.

Juan Gelman

En Fiesta y poder, antesala a los capítulos del libro Cuerpo y cultura (2009) de Quintero Rivera, Aníbal Quijano habla de "todos los caribes de América" (34) y agrega luego: "Caribe, como cumple a todo nombre legendario, es el nombre de la geografía del sonido y del baile, y de las formas de vida que ayuda a crear" (35). Pensemos entonces al Caribe no apenas como un territorio físico, sino como una <<sensibilidad>> nómada que, producto de las migraciones, la historia colonial y la reproductividad del arte en la modernidad (Benjamin, 2003), se ha diseminado por el continente americano.

En este sentido notamos que tal expansión ha transbordado en diferentes puntos de dicho territorio y de cada uno de ellos ha recogido y compuesto sus propias particularidades. A partir de aquí, identificamos expresiones de lo caribeño en diversas esferas de la vida social y cultural que, para esta investigación, se materializan a través de la reflexión sobre la vida y variedad de los ritmos <<cumbiantes>>. Para ello nos proponemos un recorrido que puede imaginarse desde, por ejemplo, la Electrocumbia de México hasta Perú —con su Chicha Amazónica—, o de la Plena uruguaya hasta la Cumbia Villera argentina, o el folclore colombiano. Por aquí, y en torno a la obra de Washington Cucurto, nos proponemos trazar algunas relaciones de parentesco y márgenes de contacto que, en suma, procuran conformar algo aproximado a una suerte de genealogía de la <<sensibilidad caribeña>>.

Adentrarémonos, pues, en esa narrativa cucurtiana, que es como ingresar

[…] con boleto preferencial al Caribe, a la América mulata, morocha, mestiza, criolla e inca tantas veces ignorada por la Buenos Aires blanca […] un grano de morochez en el culo de la siempre europea Buenos Aires. Y para colmo […] una parodia de esos tiempos […] (Cucurto, 2006: 119)

Desde el rincón sureño del Río de la Plata, una historia común con el resto de los pueblos danzantes de América.

El mapa

En el devenir de la colonia las expresiones culturales africanas, a partir de la trata esclavista, fueron labrando en el continente diversas tradiciones. Debido a los intereses mercantilistas de las metrópolis, dicho tráfico se erigió como elemento constituyente de la economía colonial y destinó los cuerpos a diversos rubros laborales, que van desde la explotación de las plantaciones hasta las tareas domésticas. Esta política económica varió en su planificación según los intereses particulares en relación al territorio de destino del barco negrero. Aún así, una premisa fue constante: la mezcla de <<naciones>> o <<cofradías>>, como tecnología colonial, era necesaria para aplacar cualquier intento de organización y, por lo tanto, de rebelión. Las diferencias lingüísticas y culturales de los diversos pueblos provenientes del continente africano garantizaban su desentendimiento y el orden monárquico.

Aún así, algunos grupos (bantús, yorwas, etc.)


[1] preponderaron en ciertas regiones de América debido al reparto y control previo, en relación a África, que las metrópolis establecieron a partir de sus propios intereses de la actividad colonial. Asimismo, la practicidad logística (en relación a las rutas de comercio) y la clasificación que ligaba a algún fenotipo en particular —de una cofradía— a algún tipo de trabajo en concreto, contribuyeron a determinar de dónde a dónde serían llevados los cuerpos cautivos. De este modo se puede constatar en los registros que, en el caso del Río de la Plata, los pueblos bantús llegaron a ser mayoría. Rodríguez Molas (1993) sostiene que Angola y el Congo predominan como región de origen de la trata en los anales contables, y que esto se debe a la cercanía de tales sitios con el territorio sureño de América. Asimismo, el autor sostiene que en tales registros se informa que la <<docilidad>> de los cuerpos bantús era más acorde a las labores domésticas —que constituían la mayor demanda en la cuenca platina— que, en cambio, la <<fortaleza>> de, por ejemplo, los pueblos islamizados —destinados a la explotación de las plantaciones en el Brasil. En consecuencia y como efecto de esta predominancia, prosigue: “la composición étnica de los africanos residentes en Buenos Aires, mayoritariamente bantú, impone las características de las danzas y canciones de los esclavos y sus descendientes en esa ciudad” (Rodríguez Molas, 1993: 148).

Un proceso similar ocurre en la costa caribeña colombiana. Según Germán de Granda (1971), guineanos, sudaneses y bantús fueron esparcidos por dicho territorio. Igualmente afirma, como Rodríguez Molas, que la colonia esclarecía explícitamente qué pueblos eran más adecuados para qué labores, permitiéndonos así establecer algunas diferencias entre tales grupos que, suponemos, fueron constituyentes para el devenir histórico:

Sabemos, sin embargo, que durante largos períodos de tiempo la sociedad colonial hispánica, aún aplicando en general, como medida de precaución ante posibles rebeliones de esclavos, la táctica de mezclar siervos de diferentes tribus africanas, estableció estereotipos bastante bien conocidos para la utilización diferenciada, en las actividades económicas más frecuentes, de los negros importados. Así los sudaneses, inteligentes y de hermosa presencia física, eran preferidos para el servicio de casa, los guineanos (y ante todo los yorubas y ewes) se empleaban destacadamente en explotaciones mineras y en trabajos que exigían simultáneamente habilidad y fuerza y los bantús, más dóciles y resistentes, solían dedicarse a labores agrícolas. (de Granda, 1971: 488)

Como se puede observar, ambos autores tratan a los bantús como pueblos <<dóciles>>. En una nota al pie de página, de Granda asegura que ellos tenían una menor tendencia al cimarronismo y a la resistencia violenta hacia sus amos, además de una mayor propensión hacia la evangelización católica en relación a los pueblos islamizados o los yorubas y ewes (de Granda, 1971: 488). Asimismo afirma luego que los bantús fueron la nación más numerosa en la región atlántica y que esto se hace notorio, por ejemplo, en la fuerte presencia que tuvieron en San Basilio de Palenque, el primer territorio libre de la época colonial de la historia americana. Por lo tanto debemos abrir aquí una disyuntiva, una interrogante que coloque dos movimientos en contraposición y que, por tanto, deje entrever la complejidad de los procesos políticos y sus resistencias: ¿cómo es posible que la población más <<dócil>> de la esclavitud, haya sido al mismo tiempo el pueblo capaz de organizar y conquistar la primera independencia americana?

También, en consonancia con el autor argentino, de Granda plantea que la relativa predominancia bantú habilita, a priori, a pensar ciertas influencias de estos sobre el resto de los pobladores de la región —tanto esclavos como colonos:

El predominio relativo, no comprobable pero sí probable, de la etnia bantú y, consiguientemente, de las hablas pertenecientes a este grupo lingüístico en los territorios costeños autoriza, pues, a relacionar apriorísticamente, con algunas posibilidades de acierto, la voz Macondo con el stock léxico del bantú noroccidental, ya que fue esta rama dialectal la que casi con exclusividad hablaban los esclavos importados a Hispanoamérica. (de Granda, 1971: 489) [2]

Estas asociaciones nos permiten conjeturar que de allí, y en torno también de las experiencias cimarronas y mestizas, una proliferación de <<sensibilidades>> fueron emergiendo para grabar, en la historia del continente, una marca estructurante: "[…] la zanja en continuidad temporal esclavista" (Quintero Rivera, 2009: 42), en clave bantú. Por lo tanto, resulta factible afirmar que las particularidades de la producción musical en América Latina y el Caribe fueron fuertemente influenciadas por dicha identidad sensible, marcando así sus aspectos comunitarios, racializados, clasistas y dionisíacos de las danzas que "continuaron siendo fundamentales para la elaboración musical" (Quintero Rivera, 2009: 42).

Dentro del acervo lingüístico bantú <<tangó>> fue la palabra utilizada en el Rio de la Plata en los tiempos de la colonia para denominar a las danzas de esclavos africanos:

Precisamente, la palabra tango designa en los siglos XVIII y XIX el sitio de reunión de algunos grupos de negros en el Río de la Plata y en otros países de América Latina. Su origen africano (bantú) es indudable, como lo demuestran diccionarios y las más variadas fuentes documentales. Proviene del kiluba, grupo lingüístico del territorio del antiguo Congo Belga, y su traducción aproximada es la de círculo, reunión, sociedad. Es frecuente encontrarla en la documentación folklórica de Cuba, México, el Brasil, Chile y otros sitios. Ahora bien, como ocurre con otras manifestaciones musicales, la denominación con el tiempo se extiende a las danzas que se realizan allí. Fernando Ortiz la incluye en su vocabulario de afronegrismos de Cuba y aclara que en la isla el tango era un ritmo existente en tiempos de la esclavitud, aproximado en la coreografía a la rumba, de origen africano y escaso arraigo en el folklore criollo. Un diccionario del mismo origen, editado en 1842, incluye el término tango y lo define como sitio de "reunión de negros bozales para bailar al son de sus tambores y otros instrumentos". Los tambores, agrega, los denominan atabales ("que tocan los negros en sus tangos o bailes", escribe). Por su parte, el antropólogo brasileño Nina Rodrigues, al estudiar la música de los negros en su país, observa que en algunos sitios del litoral de África la acción de bailar la llaman tamgu, tüngu o tangó tamé. Montevideo, en la Banda Oriental, tuvo asimismo "sitios" de tango negro. Una disposición de 1809 prohíbe las reuniones —así escriben los funcionarios— de los "candombes y tangos". En Buenos Aires observamos el mismo hecho. Los "sitios" eran los lugares de reunión de las distintas naciones africanas, controladas, insistimos, por el orden político. Allí realizan danzas dionisíacas acompañadas por el ritmo del tambor y otros instrumentos. (Rodríguez Molas, 1993: 151)

Asimismo, es posible suponer que la palabra <<cumbé>>, siguiendo la línea de de Granda, sea también de origen bantú ya que fue registrada, como las expresiones musicales que procura nominar, en la región Atlántica de Colombia. La investigadora Zapata Olivella (1962) afirma que la Academia Española la define como “cierto baile de negros y tañido de este baile”, y agrega luego que la misma palabra, pero sin tilde, era utilizada para referirse a los negros habitantes de la Guinea continental española (190). Estableciendo una relación similar, Marcela Trambaioli afirma que:

Puesto que en la época Guinea funcionaba como una metonimia por toda África, «guineo» pasa a ser sinónimo de «baile de negros». Pero, junto a él, encontramos una gran variedad onomástica: Cumbé, Paracumbé, Gurumbé, Guirigay, Zarambeque o Gurujú, entre otros. El Diccionario de la Academia nos indica que las dos primeras formas se aplican a un «conocido baile afro-hispano de los siglos XVII y XVIII». (2002: 1773)

Por otro lado, dos sentencias de esta investigadora nos aportan dos prevenciones interesantes. La primera manifiesta que si “En todos los casos recordados, se trata de vocablos que tratan de imitar, o, mejor dicho, evocar de forma onomatopéyica las lenguas africanas, jugando con sus supuestas peculiaridades fonéticas” (Marcela Trambaioli, 2002: 1774), debemos, a priori, de mantener cierta desconfianza sobre las voces de <<cumbé>> y <<tangó>> como significantes estrictamente africanos, desprovistos de hibridismo fonético. La segunda, que se desprende de una nota que figura al pie de la página 1773 donde se afirma que bajo el significante de Guinea (guineanos) la colonia agrupaba a todos los pueblos africanos —así como en la literatura greco/romana se lo hacía bajo la palabra Etíopes—, la noción de África como <<nación continente>>, y a la vez como territorio de una identidad homogénea, es transhistórica. Dicha noción, que denota un reduccionismo de cuño racista intrínseco en la relación que estableció Europa con el continente africano, y que continúa en el presente de forma global, es lo que Washington Cucurto connota en el título de una de sus novelas llamada de Cosa de negros (2015) [3] .

La fiesta

En tales fiestas de antaño —nos referimos a las expresiones musicales y danzantes de los pueblos esclavizados— lo que se ponía, sobre todo, era el cuerpo. A propósito de esto refiere José Pedro Barrán al comentar cómo era concebido, por la aristocracia y la prensa del S. XIX, al estado en que la gente entraba al momento del carnaval en la Banda Oriental, nominádolo bajo la palabra de “locura”:

[…] la “locura” se entiende aquí como libertad del cuerpo y del alma, movimientos absurdos en el primero, afloraciones de todos los deseos y personalidades escondidas en la segunda; “el desorden en el porte” y el aniñamiento “pueril” en la conducta. Uso del cuerpo y de la voz para producir efectos inusuales, gestos raros, contorsiones lúbricas o sin ningún sentido aparente, “griterías infernales”, “ruidos, imprecaciones, risas y barullo”, “ chillar en la Casa de Comedias a la hora de la función”, en otras palabras, transgredirlo todo, desde la estampa física habitual hasta el orden jerárquico político y social, desde la sutil trama en que se reconocía la propia personalidad hasta la gruesa careta a que obligaba la convivencia. (2017: 101)

En este sentido es interesante la observación que realiza Néstor Perlongher a propósito de la transgresión carnivalesca:

Al revés de considerar el Carnaval como una mera inversión de lo establecido, es preciso verlo como una manifestación de toda una estrategia diferente de producción de deseo, que trascendiendo la fugacidad de las serpentinas, escande y perturba constantemente el tejido social. (Perlongher, 1996: 60)

Por ello es que, para los intereses productivistas de la expansión colonial, las manifestaciones del deseo eran consideradas contraproducentes para la explotación económica:

El trabajo exige un comportamiento en el cual el cálculo del esfuerzo relacionado con la eficacia productiva es constante. El trabajo exige una conducta razonable, en la que no se admiten los impulsos tumultuosos que se liberan en la fiesta o, más generalmente, en el juego" (Bataille: 29).

Asimismo, asegura que la fiesta supone una suspensión de la moral, por donde se sublima la propia represión que conlleva el mundo del trabajo. La suspensión implica, por definición, un período finito de tiempo. La finitud es esencial para que el orden social no se desestructure y para que pueda canalizar aquellas pulsiones reprimidas; de esta forma, la transgresión que se busca, mediante la fiesta, se permite en cuanto tenga sus propios límites:

La transgresión atenta contra las reglas de la víspera, que mañana volverán a ser inviolables; desorganiza sin destruir al mundo del trabajo, del cual es un perfecto complemento. Y da a la fiesta su aspecto divino, maravilloso. Gracias a ella, la fiesta es cosa de dioses, de soberanos. (Bataille apud Osvaldo Baigorria, 2002: 67)

Es por ello que Rodríguez Molas (1993) asegura que los espacios festivos de las poblaciones africanas eran estimulados y controlados por la corona, como un mecanismo de orden que, según su entendimiento, se establecía mediante la delimitación de las experiencias y expresiones religioso-festivas:

En 1615 el virrey del Perú, Juan de Mendoza, con jurisdicción en el Río de la Plata, sanciona varias ordenanzas donde establece que las danzas y las reuniones de indios y negros tengan lugar a la "vista", con el fin preciso de controlarlas. Establece entonces: "Algo cuida la providencia del Gobierno para estorbar el riesgo, y muchas ordenanzas se enderezan a ese fin: lo más sustancial es traer a la vista sus juntas y bailes, que todo sea en partes públicas, y conservar la separación de las Naciones que ellos guardan entre sí". El propósito es bien claro y se desprende de lo escrito sin necesidad de comentario alguno. (149)

Sin embargo, Barrán (2017) tiene una visión bien distinta sobre el papel de la fiesta en el período de la colonia en el Río de la Plata. A propósito del carnaval, luego del repaso que establece sobre “La fiesta del cuerpo” y “La fiesta del alma”, comienza su apartado “La venganza de los oprimidos” —no en vano su título—, con la siguiente reflexión:

Se sublevan las pulsiones de todos, la “carnalidad”, pero también se sublevaban temporariamente los oprimidos, los que lo estaban mucho y los que lo estaban poco: negros, criados, sectores populares, marginados, locos, niños, jóvenes, mujeres. Por eso las autoridades de la sociedad, los ancianos, el clero, “los devotos”, los políticos, los “ricos”, llamaban “bárbaro” al Carnaval y procuraban “civilizarlo”.

Todos jugaban, pero algunos estaban alertas y a medida que los años avanzaban hacia 1860 o 1870, los que estaban alertas eran más y tenían más poder y mayor conciencia de la “barbarie” a desterrar. (108)

Esta pulsión contestataria es la que Quintero Rivera coloca para denotar la fuerte presencia de las <<músicas mulatas>>, provenientes del mundo afroamericano. Estas, comenta, “imposibilitaron la hegemonía previamente incuestionada de las prácticas sonoras de la <<alta cultura>> europea” (2009: 70), y aporta luego un glosario de los diferentes géneros musicales que contienen una fuerte presencia de características afroamericanas, y su respectivo impacto mundial:

A finales del siglo XIX, la afrocaribeña habanera (en sus vertientes de danza, maxixe, merengue y danzón); en la primera mitad del siglo XX, el jazz afronorteamericano, la rumba y el bolero afrocaribeños, el tango afroconosureño y la samba afrobrasileña; y en la segunda mitad, los afronorteamericanos rock y hip-hop (prontamente internacionalizados, al haberse conformado en el seno del país americano que en los inicios de esa segunda mitad de siglo se convertía en el nuevo centro hegemónico de Occidente); pero también la bossanova brasileña, el pop <<tropical>> del Miami sound, el calypso, reggae, reggaetón, beginne, souk, salsa y jazz latino del Caribe, y las músicas <<clásicas>> sincopadas de Gershwin, Villa-Lobos, Lecuona, Piazzola, Leo Brower y Ernesto Cordero, entre muchos otros, han tocado una fibra fundamental en la sensibilidad, no sólo de los <<naturales>> de sus áreas de origen, sino en general de muchas personas del mundo en este tiempo, arropando incluso a los propios centros de la cultura occidental. (Quintero Rivera, 2009: 70)

En consonancia, Quijano afirma que “El ritmo <<negro>> que nació en la resistencia contra el sufrimiento de América, es el sonido de la subversión del poder en todo el mundo” (Quijano apud. Quintero Rivera, 2009: 35). Esta sublevación, sin embargo, se erige como algo más que como un movimiento contrahegemónico, como coloca Quintero Rivera. El ritmo <<negro>> ha permeado a las músicas y, sobre todo, a los espacios de la hegemonía eurocentrada. Tanto en los tiempos de la colonia como hoy, estas músicas festivas no solo cautivan a las poblaciones subordinadas, sino a quienes también detentan el poder:

El hecho es conocido: la mayor parte de las danzas enlazadas de salón, de manera especial en los países con influencia de población negra, tienen su origen en ritmos propios de los descendientes de los esclavos. Así lo señala Alejo Carpentier en La música en Cuba, destacando un proceso similar al de Buenos Aires en los últimos años del siglo XIX. Las mulatas, por su ángel y sabrosura, eran en la isla del Caribe las reinas de los bailes populares. Mulatas y negras competían entre sí. En Buenos Aires, como en Cuba, los jóvenes de familias pudientes no tenían empacho en asistir a salas de baile, academias, lupanares o piringundines, en búsqueda de diversión. Es que, privados de hallar amante en el estrecho círculo de su grupo social debido a los tabúes de la época, buscaban satisfacción de sus deseos en el ámbito de los descendientes de los esclavos de sus padres y abuelos. "El detalle es muy interesante, pues explica una fase del mestizaje de ciertas danzas salonescas por hábitos traídos de abajo arriba —de la casa de bailes a la residencia señorial—... y es que los jóvenes de calesa, chistera y leontina, que concurrían a las casas de baile, hallaban en el modo de tocar de las orquestas de negros, un carácter, un pep, una fuerza rítmica, que no tenían otras de mayores pretensiones. En numerosas crónicas y artículos de periódicos coloniales —prosigue Alejo Carpentier— se nos habla de la creciente preferencia que se tenía por las 'orquestas de color', en cuanto se refiera al baile. Ciertas contradanzas 'gustaban' más, cuando las tocaban pardos. Blancos y negros ejecutaban las mismas composiciones populares. Pero los negros le añadían un acento, una vitalidad, un algo no escrito, que 'levantaba'. (Rodríguez Molas, 1993: 158)

En este sentido, apunta Quintero Rivera (2009), es interesante notar como por ejemplo el tango (junto al bolero y el vals criollo), a principios del S. XX, consiguió tornar hegemónica en la sociedad “la estructura sentimental plebeya de un populacho arrabalero que atravesaba profundos procesos de desarraigo”, a partir de la combinación del ritmo afrocaribeño con el “acompañamiento guitarrero de toda la ruralía latinoamericana” y el “protagonismo de la canción” (123). Asimismo, es posible observar también, en la cita previa de Rodríguez Molas, que en ambas latitudes americanas el ritmo se puede entender como "[…] exactamente, eso: un espacio-tiempo de confrontación entre el poder y la corporeidad" (34).

Música y cuerpo, cuerpo y espíritu, espíritu y poder, poder y trabajo, marcaron las pautas de la relación entre gobierno y esclavitud. Este comportamiento similar de las diferentes direcciones de la corona, frente a las comunidades africanas, nos permiten al menos suponer una posible genealogía común, con actores comunes y futuros puntos de contacto entre el Caribe y el Río de la Plata: "la integración de los negros esclavos y libres, por intermedio del sincretismo impuesto o inducido, presenta muchos puntos de contacto con los métodos puestos en práctica en Cuba, el Brasil y otros sitios de América Latina" (Rodríguez Molas 1993: 148).

Encontramos entonces al espacio comunal y festivo ya sea como: biosfera de una forma de resistencia, que deriva desde los ritmos afrocaribeños y los tangos y candombes rioplatenses en el S. XVI; como territorio también, de expresión de lo religioso; y claro, como espacio de control desde el poder .

Allí se ha ido construyendo un tejido complejo de tensiones que varían, dentro de la cartografía sincrética, entre la <<negritud>> del "[…] sonido de la subversión del poder en todo el mundo" (Quijano apud. Quintero Rivera, 2009: 35) hasta la posible contribución al "dominio de la mano de obra esclava" (Rodríguez Molas 1993: 148). Cabe entonces la pregunta, todavía vigente, conque Quintero Rivera abre su libro: "¿Diversión enajenada o fiesta libertaria?" .

El baile

<< Tangós>> y <<cumbés>> fueron entonces cuna de lo que, a finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, se llegó a consolidar como representación de gran parte de la cultura latinoamericana, sobre todo, de aquella proveniente de los sectores subalternos: "las luchas sociales subyacentes a la elaboración artística en el terreno movedizo de la hegemonía en la expresión sonora se manifestaba inseparable de la expresión corporal bailable" (Quintero Rivera, 2009: 330). En consecuencia, y por las características de estas músicas, no podremos comprender a la historia de los ritmos afroamericanos y su repercusión social sin la presencia preponderante del <<danzante>>: el rey de la cumbia “[…] no canta. Baila […]” (Cucurto, 2009: 3).

Por ello, dos elementos resultan especialmente destacables en relación a la cuestión rítmica y la cuestión bailable en detrimento de la lírica. Primero, afirma Quintero Rivera (2009: 42), dada la mezcla realizada entre las <<cofradías>> —mencionada previamente—, las diferencias lingüísticas existentes entre los esclavos implicaron tácitamente una privación de la palabra, una falta de entendimiento común a partir de ella. En consecuencia, “la comunicación, más que con palabras, se establece con los ritmos (sean en la sonoridad de la percusión, en los cantos o bailes), con los toques de tambor y con las expresiones corporales” (Quintero Rivera, 2009: 42).

Lo segundo, que se desprende (o al contrario, es causa) de lo primero, relaciona a la cualidad rítmica con la expresión danzante. Aarond Copland sostiene que “si la idea del ritmo va unida en nuestra imaginación al movimiento físico, la idea de la melodía va asociada a la emoción intelectual” (apud. Quintero Rivera, 2009: 88). En tal sentido, básicamente, las expresiones melódicas han sido sobrestimadas en relación a las rítmicas, por su logocentrismo y su tradición directa vinculada a la historia musical europea. De este modo, afirma Quintero Rivera, los oídos que ya están adiestrados a estas expresiones eurocéntricas son aptos para captar la polifonía pero no la polirítmia, por lo que enjuician de forma negativa a este último tipo de músicas por considerarlas monótonas. Sin embargo, tales eventos músicales-bailables, defiende, son “[…] rítmicamente riquísimos, no sólo en los desplazamientos danzantes, sino también en los repiqueteos percusivos que elabora un tambor simultáneamente con el toque reiterativo del otro” (Quintero Rivera, 2009: 89).

Desde los tiempos coloniales hasta la contemporaneidad, este vínculo entre las músicas polirítmicas y el baile ha perdurado con una relación similar, familiar. Sobre dicha relación, Quintero Rivera afirma:

No podemos obviar el trasfondo de entrecruce entre lo <<biológico>> y lo espiritual desde donde fue configurándose esta tradición dialógica: la repetición del movimiento pélvico del acto sexual en creciente intensidad hasta alcanzar el éxtasis del orgasmo compartido y la importancia de la repetición in crescendo para la <<posesión>> (o cuando la divinidad se <<monta>> o expresa a través del cuerpo feligrés danzante). Como señala el riguroso investigador Gilbert Rouget, analizando uno, entre muy variados tipos de trance (sobre lo cual volveremos más adelante):

the dancers are not the musicians (or the musicants) of their own entry into trance, whereas their dancing is the principal means of triggering it […] dance is not the result and expression of trance; rather, trance is the result of dance (1986: 318) [4] . (Quintero Rivera, 2009: 89)

Por ello, el autor concluye luego que no es comprensible el valor del ritmo en una cultura si se lo escinde de su “función en la intensificación del frenesí corporal, o el éxtasis compartido entre cuerpos <<poseídos>>, amantes y/o danzantes” (Quintero Rivera, 2009: 89).

Estas características son compartidas tanto por el tango como por la cumbia, así como por el resto de los ritmos <<mulatos>> que citamos antes a partir de Quintero Rivera. Sin embargo, una escisión histórica procura distanciar a estos géneros musicales —sobre todo en el Río de la Plata. Tanto allí con el tango, como en Colombia con la cumbia, y en el Caribe con otros géneros musicales, tales expresiones populares pasaron por un proceso histórico de folclorización, asociado al proceso modernizador de las naciones y su pretendida construcción de identidad nacional —un ejemplo curioso es el de Rafael Trujillo, en República Dominicana, y la elevación del merengue, de supuesto <<origen hispánico>>, a música nacional: “máximo impulsor [dedica Flérida de Nolasco, en referencia a Trujillo, en su estudio del merengue] de la cultura patria en su visión anticipada y certera de los orígenes de nuestra tradición hispánica [5] ” (apud Quijano, 2009: 144). Dicho proceso folclorizador se puede notar, a grandes rasgos, bajo dos fenómenos. El primero de hibridismo musical, que se trata de la incorporación de elementos de la cultura dominante para la composición y futura exposición de las elaboraciones artísticas; y el segundo, mediante la progresiva aceptación de tales expresiones musicales en los sectores dominantes, justificada a partir de las transformaciones de dicho hibridismo, y de su proceso <<civilizatorio>>. Esta <<docilización>> de las músicas danzantes, no se realiza en vano:

Fue la sensibilidad “civilizada” la que solo admitió el carácter sagrado y serio del trabajo y la fiesta religiosa (y negó la posibilidad del juego y de la risa en ambos por ser elementos bastardeadores), y la “bárbara” la que admitió entremezclarlos con el juego y la risa. De este modo, la sensibilidad “civilizada” revelaba, otra vez, una de sus esencias: el rechazo del placer, probablemente porque la construcción del nuevo mundo cultural, económico, social y político exigía un alto grado de ascetismo. (Barrán, 2017: 399)

De este modo —y especialmente en el Río de la Plata—, entre tangos y cumbias los diferentes derroteros, impulsados por intereses productivistas y de mercado sobre la reproducción del arte, llevaron a ambos géneros musicales a presentar diferentes características y evoluciones, siempre pretenciosas de ocultar los orígenes sociales de ambos ritmos para evitar una familiaridad legítima a partir de la condición de sus precursores. A propósito especialmente de la cumbia villera argentina, en relación al resto de los géneros musicales del país, Jorge Eduardo Miceli afirma:

Pensamos que es justamente la invisibilización de este nexo la que de algún modo autoriza la censura moral y hasta legal que este tipo de canciones ha sufrido en la actualidad. Al no presentárselo como un continuador de legados precedentes se lo expulsa del conjunto de las expresiones artísticas dignas de cierto respeto ideológico. (2005: 48)

Esta apreciación nos resulta en suma pertinente. Aún así, notamos el énfasis que realiza el autor sobre la invisibilización de ese nexo —que como contrapartida benéfica tendría su visibilización— resulta un tanto domesticante. El problema con la separación histórica de la cumbia villera con su pasado no pasa por una cuestión genérica (un problema de la forma y el contenido de ella en sus aspectos artísticos) sino histórica. El problema entonces no es entre esta cumbia y su vínculo con el tango, el rock o el folclore (los géneros trabajados de forma comparativa por Miceli), sino entre las poblaciones que han tocado esas músicas y su relación con el trabajo y la historia colonial en América Latina. De esta forma, al tango también se lo separa de su legado histórico, negando su <<africanidad>> y su devenir —que hemos intentado repasar aquí—, como al rock se lo distancia de su relación con las plantaciones de algodón en lo que hoy es Estados Unidos y, en menor medida, al folclore y el cimarronaje imperante en el gauchismo.

Esta escisión histórica, construida a partir de la cultura hegemónica —que lleva, por ejemplo, a Carlos Gardel a ser la cara blanca de aquel tango que sí es admitido dentro de la <<sensibilidad civilizada>>, o que lleva a Márama y Rombai, hoy en día, a ocupar un espacio confortable dentro de las listas de reproducción de la burguesía (sobre todo por no violentar su moral a través de su lírica)— es la misma que Cucurto se encarga de dinamitar. De esta forma recoge sus restos y así rearma el croquis de una historia negra, india, bastarda, prole, bárbara y sobre todo, sexycumbiantera.

El barro que trajo el neobarroco

Existen profusos pliegues que, como en la indumentaria, ya sean distantes o cercanos, pertenecen a un mismo telar. Allí se reconoce a Lezama Lima en una misma contingencia que al grupo Karibe con K [6] , o a Osvaldo Lamborghini con Los Diablitos [7] . Esta pertinencia es acaso una fuga ya pregonada por Néstor Perlongher cuando, a propósito de la influencia de la literatura caribeña en el Río de la Plata, atinó a decir que esa deriva podía ser denominada como Neobarroso. Sin embargo tal neologismo, asegura el escritor, excedería esa manifestación literaria. Consecuentemente Perlongher propone (como nosotros lo venimos haciendo), pensar al neobarroso como un "Estado de sensibilidad, estado de espíritu colectivo que marca el clima" (Perlongher, 1996: 93).

Por otra parte, en su texto El barroco y el neobarroco —a propósito de la relación entre los artificios de la estética barroca y su deriva moderna—, Severo Sarduy apunta que el Horror vacui, el desperdicio y la superabundancia (1972), son parte del territorio barroco, el horror a la ausencia. Y ¿qué debe ser más horripilante que una bailanta vacía?: "Ay, cuántos trillones de pares de tetitas saltando, latiendo, giribardeando, sexycumbiando." (Cucurto 2009: p. 16). La bailanta: metonimia del Caribe, el exceso y el despilfarro en las calles del sur. Proponemos así una lectura brusca con el cruce de dos variantes analíticas, a saber, el cuestionamiento del devenir histórico latinoamericano, y por otra parte sus expresiones culturales; de este modo nos preguntamos, reformulando la icónica pregunta de Alejo Carpentier: ¿pero qué es la historia de América toda (de su sensibilidad) sino una crónica de lo barroquizante? [8] .

Héctor Libertella sostuvo que dicha estética se trata de "aquel movimiento común de la lengua española que tiene sus matices en el Caribe" (Perlongher, 1996: 99). No obstante, consideramos que existe la posibilidad de subvertir dicha apreciación, en su vínculo intraamericano, para contemplar que lo común aquí son los <<cuerpos del Caribe>> y que precisamente el matiz lo da la lengua:

[…] todo aquello que es supuestamente profundo sube a la superficie: el efecto de profundidad no es sino un repliegue en el drapeado de la superficie que se estira. Antes que desvendar las máscaras, la lengua parece, en su borboteante salivar, recubrir, envolver, empaquetar lujosamente los objetos en circulación. (Perlongher, 1996: 96)

La lengua borboteante, la voz de los africanismos que trae consigo algo más que una estructura morfológica, lengua partida por la tecnología económica de la disgregación de las <<naciones>> y que aprende a comunicar a partir de su vínculo con la peculiaridad rítmica de las músicas africanas, es esa lengua todavía <<bárbara>> del anticolonialismo del lenguaje. Flujo de la trata, a su vez, los cuerpos en cautiverio han sido la huella del desarrollo americano: "objetos en circulación".

De esta tensión, entre la corporeidad y la lengua, nace una pretensión innovadora del neobarroco en relación a su propia tradición áurea, nos dice Perlongher vía González Echevarría, cuando afirmaba que este "es un arte furiosamente antioccidental, listo para aliarse, a entrar en mixturas ‘bastardas’ con culturas no occidentales", es decir, cuando se torna un arte "hispano-incaico, hispano-negroide" (Perlongher, 1996: 94). Aquí, lo <<bastardo>> de la mixtura erosiona cualquier visión pasiva acerca del sincretismo. Si ya se encuentra en tensión un territorio de cruce, y si a su vez este territorio se encuentra en continua adulteración, nos deparamos frente a un desorden político generalizado que produce sentido a partir de su heterodoxia. A la deriva entonces, un cuerpo que se torna discurso y que viaja —a diferencia de los barcos mercantes que transportaban la producción que era fruto del trabajo esclavo— de norte a sur y en dinámicas intraamericanas. Lo caribeño imprime su huella.

Cucurto y el neobarroso cool, su fuerza y su forma

Como en las fiestas esclavas del período de la colonia lo que Washington Cucurto pone en juego en su literatura, sobre todo, es el cuerpo: objeto que es centro del castigo y el control por parte del orden "porque es al cuerpo al que señalan los <<conceptos>> de trabajo, de género, de raza, desde América las tres vigas del patrón capitalista de poder mundial, colonial/moderno" (Quijano apud. Quintero, 2009: 34). De aquí, notamos la relevancia de la peregrinación constante del protagonista cucurtiano que, como el “flaneur” trabajado por Perlongher, “conoce” a partir de su deriva física:

¿De qué tipo de conocimiento se trata? Falta la clásica distancia/oposición entre el sujeto y el objeto. Quien se pierde, pierde el yo. Si yo me pierdo… Errar es un sumergimiento en los olores y los sabores, en las sensaciones de la ciudad. El cuerpo que yerra “conoce” en/con su desplazamiento. Conoce con el cuerpo, diríamos a la manera de Castañeda. Ese “conocimiento” —la palabra es manifiestamente inadecuada— pasa por lo sensible. Una “cartografía sentimental” (Suely Rolnik). Ella involucra al cuerpo “invisible”, “vibrátil”, entrando en conexión casi mediúmnica con las vibraciones de lo urbano. Una especie de “vudú urbano” (Edgardo Cozarinsky). (1996: 143)

Si pensamos entonces que el peregrinador conoce a partir de su caminar, cabe remarcar que no todo conocimiento que otorga este desplazamiento es el mismo. Por lo tanto, si se conoce a partir de la deriva, una diferencia en dicho conocimiento es una diferencia en el andar. A propósito del caminar afroamericano (y de su forma de conocer, comprendemos), Brenda Dixon Gottschield aporta algunas consideraciones que bien nos remiten al <<tumbao>> de Pedro Navajas de Ruben Blades, o al compadrito de Borges, o al Cucu de Cucurto:

It is an attitude that combines composure with vitaliy […] It is seen in the asymmetrical walk of African American males, which shows an attitude of carelessness cultivated with calculated aesthetical clarity. It resides in the desinterested (as opposed to uninterested) detached, mask-life face of the drummer or dancer whos body and energy may be working fast, hard and hot, but whose face remains cool […] It is trough such oppositions, asymmetries, and radical juxtapositions that the cool aesthetics manifest luminosity or brillance […] in contrast to the Europeanist post-Renaissance, <<high>> art perspective that privileges product (the dance) over process (dancing) [9] . (apud Quintero Rivera, 2009: 95)

Esta experiencia transeúnte, a su vez, no es el resultado de un movimiento individual del sujeto, sino, como el baile afroamericano, de un hito comunitario:

Vivir la ciudad es sentirla, y en ese sentimiento inventarla. No es una invención individual subjetiva, sino colectiva, “impersonal” y se transmite, a la manera de un contagio entre cuerpos en contorsión tremolante, a través de un plano de percepción que es el de la intuición sensible. El carácter poético de la intuición que sería, por así decir, la manera de percepción de lo sensible. (Perlongher, 1996: 144)

Sobre esta “percepción de lo sensible” también refiere Quintero Rivera (2009) a propósito de la relación entre el <<público>> de las músicas mulatas y los músicos que la tocan, que bien cabría para ser pensada a partir del vínculo entre la literatura de Cucurto y sus lectores. Según el autor boricua, en dicho <<público>> se manifiesta una concepción distinta de sociabilidad que se expresa en su actitud activa frente a la música, a diferencia del <<público>> de la tradición <<clásica occidental>> que participa de forma pasiva, es decir, tan solo en calidad de oyente. Sobre esta relación activa, Quintero Rivera comenta luego:

Esta comunicación desde <<el público>>, muy frecuentemente corporal-bailable, es importante para el desarrollo espontáneo de la improvisación; no hay que olvidar que los músicos responden a esas que llaman <<vibraciones>> en torno a lo que están tocando o cantando. En ese sentido, se quiebra la división tajante entre productores y <<consumidores>> en la elaboración musical. Esta práctica pone también en cuestión la concepción de la composición como universo predeterminado —infinitamente repetible por la partitura—, ante la incorporación constante de la sorpresa. Combinar el conocimiento de <<secuencias>> tradicionales con la creatividad innovadora sorpresiva es, según el excelente investigador Kenneth Bilby (1985), de los más valorados atributos de instrumentalistas (y bailadores, añadiría yo) en estos eventos sonoro-corporales de comunicación recíproca en el Caribe. (101)

En un artículo de Punto de vista, del año 2006, Beatriz Sarlo realiza algunos apuntes sobre la literatura de Washington Cucurto (que retomaremos luego, a propósito de algunas otras cuestiones, en este texto) donde asegura que su gran invención es la del “narrador sumergido”, que sería aquel narrador que es “[…] indistinguible de sus personajes […]” (5). Resulta interesante observar como esta categoría condice de modo formidable con la cita previamente expuesta por Quintero Rivera. En Cucurto, como en las <<músicas mulatas>>, la división entre público y artista se fulmina, devolviéndonos así al carácter “impersonal” de este tipo de <<expresión sensible>> artística.

Por este motivo podemos considerar al neobarroco (y por transitiva, al neobarroso) como una estética que contiene una fuerte vocación liquidadora del <<yo>> —del ego del artista, del autor, de sus personajes, etc.. Asimismo podemos suponer que tal característica poco se deba a su tradición europea y, en cambio, comulgue mejor con la tradición artística africana. Por otra parte Perlongher afirma que, para Severo Sarduy, el escritor oficia “el arte del tatuaje” (1996: 100), imagen que nos resulta conveniente para pensar el paralelo entre el carácter “impersonal” de la escritura neobarrosa y ciertas cualidades de la sensibilidad artística africana.

Carl Einstein, en su estudio titulado Negerplastik, aborda algunos problemas históricos que ha tenido la crítica europea en la apreciación del arte africano, a partir del estudio de su escultura. Por ello, aporta nuevos elementos y otras relaciones para pensar dicho arte, tanto en sus virtudes formales como en el vínculo con la sociedad que la produce. A propósito de esto último, y utilizando como ejemplo al trabajo del tatuaje —en su particularidad artística africana—, el autor alemán nos comenta:

Tatuar-se é converter seu corpo no meio e na finaidade de uma visão. O negro sacrifica seu corpo e lhe oferece nova intensidade; seu corpo de maneira visível entrega-se ao grande Todo, e essa entrega reveste-se de uma forma sensível, caracterizando uma religião despótica que reina sem paralelo e um culto poderoso à humanidade, a ponto de ver homem e mulher transformarem pela tatuagem seus corpos individuais em corpo coletivo; e desse modo intensificar a força do erotismo.[…] Tatuar-se supõe imediata consciência de si e consciência não menos forte da prática objetiva da forma [10] . (2011: 57)

De este modo, podemos conjeturar que tanto en el arte del tatuaje africano como en el neobarroco existe una búsqueda por una conjunción entre el sujeto y una otra entidad que le trascienda. Esta <<impersonalidad>>, que se ejecuta a partir del trazo —sea del escritor o del tatuador—, conlleva de modo inevitable un desplazamiento del <<yo>> (al punto de su posible desaparición) en favor de su conexión con una <<totalidad divina>>, sea esta religiosa o artística —valga recordar, también, el origen del barroco europeo y su vínculo con la iglesia católica.

Este trazo, como toda grafía, deviene con su estética. El esquema de fuerza y forma, que se entre lee de la cita previa y que además sugiere Néstor Perlongher (1996), parecería conveniente para pensarla en relación a las expresiones artísticas de los pueblos africanos en América y sus derivas poscoloniales. Para el crítico argentino, básicamente, la fuerza se caracterizaría por ser la <<experiencia sensible>>, la potencia en el plano de los cuerpos, y la forma su expresión. En su estudio La religión de la ayahuasca —acerca del culto afroamericano del Santo Daime en Brasil—, a partir del vínculo que se establece allí entre la corporeidad de los sujetos y la del cuerpo colectivo, Perlongher nos sugiere que en tal <<experiencia>>

[…] tiene lugar una fusión concreta en el plano de los cuerpos, de las vibraciones sensibles, relegando la intervención supuestamente fundante de la conciencia egocentrada. Parece, más bien, que la conciencia, antes que determinar a priori el sentido y la dirección de las fuerzas extáticas, viniese a posteriori a darles forma. (Perlongher, 1996: 165)

A su vez, Quintero Rivera nos habla de la <<estructura sentimental>>, que parecería emular una perspectiva histórica de la <<experiencia sensible>> de Perlongher. A propósito de ella, nos comenta:

La estructura sentimental anticentralista y dialógica se manifestó en —o generó— unas prácticas de elaboración musical donde se otorgó voz propia a la armonía y —sobre todo por la fuerza de su herencia sonora africana y su energética afroespiritualidad— al ritmo, además de la que expresaba la melodía. Es decir, la elaboración musical no se supeditó, como en Occidente, a un principio ordenador unidimensional, la melodía o tonada; más bien se establecieron prácticas dialogantes entre los diversos elementos sonoros: melodía, armonía, ritmo, timbre, texturas… Cuestionando la pretensión centralizadora, el diálogo descentrado entre tonada, armonía y ritmo representó —frente al universo sistemático newtoniano como conjunto integrado de relaciones recíprocas infinitamente repetibles— una explotación de las complejidades entre el ser y el convertirse […] (Quintero Rivera, 2009: 84)

Esta “estructura sentimental” es lo que Cucurto expone en la aniquilación constante de su <<yo>>. Esto se logra a partir, por ejemplo, de una prosa que coloca al personaje protagonista en situaciones contradictorias o paradójicas —pienso en los hijos de Cucurto, en El curandero del amor, que siempre varían en cantidad, o en el encuentro de dos Cucurtos distintos, en tiempos distintos, en Cosa de negros (2015)—; o en el trabajo que realiza a partir de la construcción de su heterónimo y el cuestionamiento constante a la identidad de autor —como en el capítulo Un autor de culto liquida su biblioteca (2006) (si un autor destruye su biblioteca se destruye), que trataremos más adelante.

El cuestionamiento a esa pretensión centralizadora, con su trabajo acerca de “la complejidad del ser y convertirse”, parecería ser entonces el tenor de la narrativa de Cucurto. Si seguimos el esquema de fuerza/forma, podemos notar que su prosa se desarrolla en continuo modo extático y siempre de forma progresiva —y de esa progresión adquiere su forma: una fuerza que aparenta ser un desprendimiento brusco del flujo de conciencia, o un vómito interno que no se preocupa por la depuración estilística. Parecería que no caben en ella las artimañas de la espera a la que la literatura clásica (inclusive en su faceta neobarroca) está habituada, ni tampoco su manejo de los tiempos y su expectativa. Todo cabe en la atomización discursiva que es la forma de su expresión. Pero en tal alcance de la casualidad narrativa, en tal estilo que parece un <<sin querer>>, se teje el pliegue que guarda en su profundidad la genealogía de la historia del arte afroamericano.

De este modo, lo que a un ojo acostumbrado a la <<polifonía literaria>> de la tradición europea se le hace repetitivo o vulgar en la literatura cucurtiana, es lo mismo que fascina a un ojo atento a escuchar su <<polirítmia>>. Esta repetición rítmica de la narrativa cucurtiana es menos un accidente o un descuido que una relación histórica con la <<cosa de negros>>. Sobre dicho recurso, Quintero Rivera nos dice:

El manejo de la repetición está indisolublemente vinculado en la música a cómo se lidia con los contrastes, con las oposiciones que conforman cotidianamente la vida: sean éstas en continuum (claro-oscuro, frío-caliente…) o tajantes (áspero-suave, reconfortante-amenazante, triste-alegre…), y sean necesariamente antónimos, como los ejemplos anteriores, o sencillamente diferentes; pueden ser, incluso, complementarios, como es claramente el caso de lo femenino-masculino. Pero la importancia del frenesí en la repetición-como-intensificación en el diálogo sonoro-danzante llevó a muchos observadores externos a malinterpretar la música de los afrodescendientes en América como sólo un derroche de exuberancia, como una orgía perpetua, pasando por alto la importante herencia africanista que Robert Farris Thompson ha descrito como <<la estética cool>> (1980: 99—111). (2009: 94)

Aquí habita lo que al <<ojo polifónico>> de Beatriz Sarlo (en su artículo mencionado previamente) le es imposible comprender. Ella consigue vislumbrar el artefacto del autor que “no sabe escribir” pero no detecta la potencia de esta supuesta casualidad. Ella sugiere, de modo poco preciso, que a Cucurto le ineteresa más la “vulgaridad del goce” a la “distinción aristocrática del deseo sin objeto”; lo que ella no percibe, en cambio —y que no es el resultado de una falta de interés, sino de una apuesta estética—, es aquello que trabajamos a partir de Perlongher (1996) cuando propone, acerca de la construcción del sujeto “impersonal” del neobarroso, que allí se pierde el <<yo>> y en consecuencia aparecerá de modo inevitable su objeto de deseo: la vulgaridad no es el resultado de la narrativa cucurtiana, sino la experiencia “mediúmnica” del sujeto colectivo con su goce. Asimismo sostiene que el interés de Cucurto radica en celebrar aquello que celebraría la cumbia, “la alegría de vivir”, desconociendo, no sabremos si de forma ingenua o de propósito —apostamos a que no debe ser una asidua de las manifestaciones <<cumbiantes>>—, que tanto la cumbia como la poética de Cucurto son más una crónica del abandono, la opresión, la desesperanza y la resistencia, que una oda a la fiesta en su concepción más burguesa y opulenta, relacionada al ocio y al “deseo sin objeto” individual. Por último, la crítica argentina afirma:

Por supuesto, hay tedio en la repetición, pero como las palabras que se repiten son tan extrañas a la literatura, nadie lo señala porque la sorpresa del exotismo social se combina con el peligro de incorrección ideológica que amenaza a quienes lean “mal” las voces de Cucurto. (Sarlo, 2006: 5)

Ese tedio, que Sarlo enuncia, es el mismo que manifiestan aquellos que no soportan a la cumbia villera, por ejemplo: tedio que bien puede representarse, sobre todo, a partir del tono jocoso y paródico conque sus detractores se refieren a su güiro y al sonido que realiza. Por ello es interesante atender a lo que Quintero Rivera advierte, a propósito de los observadores de la música afroamericana, sobre la perspectiva eurocentrada de sus análisis. Lo que generalmente, en este tipo de música, es visto como una monotonía rítmica básica y simplista de la expresión artística, también es considerado, en la literatura de Cucurto, igualmente elemental. Para no comulgar con esta perspectiva, el análisis no puede desconsiderar los efectos de dicho recurso artístico por considerarlo, a priori, una vaguedad —y debe tratárselo como cualquier otro tipo de tropos literario.

En este sentido, cabe pensar cómo la lectura de dicho recurso afecta al lector de Cucurto. En el caso de la música afroamericana, por ejemplo, Quintero Rivera sugiere que lo que se ve afectado en el sujeto, antes que nada, es el cuerpo, y que de ahí deviene la repercusión en su logos. En consonancia, podemos observar que en la literatura del autor argentino se produce un efecto similar. No es que cuerpo y logos estén separados —mucho menos considerando las características del propio ejercicio de lectura— pero sí hay algo que se torna evidente: la corporeidad de la narrativa cucurtiana, que pareciera ser ese a priori de su estética, inevitablemente se transformará en un a priori de su lectura. En otras palabras, con Cucurto uno <<sabe>> que ríe o está triste luego de ya <<estarlo>>.

La inconveniencia de la lectura que propone Sarlo, volviendo a su cita previa, no sería entonces meramente ideológica, sino histórica, similar al que apuntamos sobre las observaciones de Miceli, a propósito de sus comentarios sobre la cumbia villera, aunque de otro orden. Mientras que en el segundo el problema, como sugerimos, es metodológico, ya que su análisis parte de una comparación meramente genérico-musical, en la primera el error es genealógico, ya que nace de una lectura histórica de la evolución del arte que no resulta del todo pertinente para el análisis de la literatura que estamos trabajando.

Por otra parte, el peligro de la incorrección ideológica que especula Beatriz Sarlo, del cual ella formaría parte con esta lectura de Cucurto, resulta igualmente simplista como aquella que, en una lectura “buena” de las voces del autor, reconozcan allí tan solo un panfleto del “exotismo social” o de lo políticamente esperable dentro de la literatura contemporánea. Sobre esta superficialidad Carl Einstein nos dice:

[…] é preciso desconfiar de quem continuar fazendo descrição puramente externa que jamais chegará a outro resultado senão dizer que um pente é um pente, que nunca alcançará uma conclusão geral, a saber, a qual conjunto pertencem todos esses pentes e todas essas bocas carnudas […] [11] (2011: 34)

Aún así, vale destacar, hay una observación de Sarlo que dialoga con la crítica que venimos realizando: “Puro cuerpo y cuerpo de la lengua, el narrador de Cucurto no tiene la fisura de las subjetividades en las que el deseo, el lenguaje y el mundo están escindidos. En su planeta cumbiero no existe esa fractura” (Sarlo, 2006: 5). Sobre esta tríada —a saber: deseo, lenguaje y cumbia—, en su mini novelita distópica, que se encuentra al final de El curandero del amor, titulada El ejército neonazi del amor, Cucurto traza un mapa de los cuerpos cautivos y de la colonialidad del saber a partir de las relaciones entre Europa —que representaría al logos, la <<polifonía>> y al avasallamiento— con los continentes de África y América —como espacios hipersexualizados, animalizados y musicalmente <<polirítmicos>>:

Monos del Brasil hay en las jaulas. Africanos en sus jaulas. Un mexicano canta un bolero en su jaula. Una pareja de bailarines de tango en su jaula. Yo me quedo mirando la interminable hilera de jaulas con especímenes de todas partes del mundo. Las jaulas están rodeadas de bellas señoritas, vikingas, gringas liberales que se detienen a elegir el especimen que se llevarán a su casa. Compran un ticket para llevarlos esta noche a sus apartamentos en el centro de Berlín. Un africano me sonríe y me dice en portugués: ‘Corcho, tu jaula está a 20 metros a la derecha, dejá tu bolso acá.’ Llego a mi jaula, me desnudo, me pongo desodorante y me quedo sonriendo. En ese momento se acerca una señorita. Se presenta como Rike Bottuer, alemana, traductora de poesía latinoamericana, con una sonrisa me cierra la jaula. Pone un cartel: ‘Corcho, el cumbiantero de Sudamérica’. (Cucurto, 2006: 185)

La distopía explaya la parodia conque Cucurto traza una "distancia ácida y crítica" (Perlongher, 1996: 113). Particularmente en esta, aprisiona a las festividades —los <<tangós>>, los <<cumbés>>, las lenguas, los cuerpos y las danzas— para armar una feria de un carnaval cautivo para el público gringo que observa y compra. Es la tecnología esclavista que fue mencionada anteriormente, la política de la <<docilización>>. La fiesta aquí es, como sugeriría Rodríguez Molas (1993), un espacio de control desde el poder y, también, un lugar del goce para el ojo que la contempla desde fuera de la jaula y la domestica, como lo hacían los jóvenes de las clases pudientes que asistían a los piringundines. Este cautiverio, asegura Perlongher, tiene un propósito. La <<experiencia sensible>> de los cuerpos cautivos es formadora de subjetividad y, frente a ella, la potencialidad de la subjetividad “capitalista, colonial/moderna” —volviendo a los conceptos de Quijano— ejerce todo su poder esclavizante:

Rige un tipo de subjetivación que impone el principio de homogeinización: una subjetividad regimentada, “mayoritaria”, es indispensable para el buen funcionamiento del mercado, al garantizar la intercambiabilidad generalizada de los cuerpos y los bienes. Ahora bien, esa modelización procede disociando el cuerpo intenso, vibrátil, de la materia expresiva (los gestos, los signos, las vestimentas, los discursos, etc.). Desintensificados, los territorios existenciales se van a construir apenas a partir de lo que es propuesto al ojo —y no de lo que es sentido en el torbellino de los estremecimientos pasionales. Las sensaciones, lejos de obtener materias de expresión que las mantenga vivas y potentes, quedan sofocadas bajo las modalidades de expresión erigidas como legítimas. (Perlongher, 1996: 60)

En este sentido la jaula adquiere, bajo su particularidad metonímica, múltiples formas: la jaula concreta del relato; la etiqueta de cumbiantero de Sudamérica, asociada a la literatura; la de escritor erudito, escritor marginal o rey del realismo atolondrado (Cucurto, 2006); la del trabajo en Carrefour por ejemplo, en Hasta quitarle Panamá a los yankis (Cucurto, 2009); o la del folclore para las músicas de los pueblos subalternos que han pasado por un proceso de colonización. En suma, “modalidades de expresión erigidas como legítimas”.

La cumbia manifiesta entonces la tensión constante entre la cultura y los cuerpos que bailan como única y última alegría, frente al poder colonial/civilizatorio, y el acto subversivo, de reivindicación territorial e identitaria, que coloca al espacio festivo como irruptor de la lógica hegemónica y la historia colonial/capitalista, capaz de llevar a cabo la "[…] única revolución posible: la de bailar la cumbia..." (Cucurto, 2009: 5).

En la narrativa cucurtiana, entonces, lo que resta es resistir o bailar en ese cautiverio, sobre la esclavitud, a partir de la censura, la coerción y la colonización, con aquello que siempre fue propio y que se relaciona con la cotidianidad de la vida: "¿Diversión enajenada o fiesta libertaria?".

Cartongrafía

Responder a esta interrogante parecería ser la misión de la presencia <<cumbiante>> en los textos de Cucurto, como si cada canción, cada música y cada letra, pudiera servir de banda sonora para resistir o escapar de la vida misma. Así, la propia festividad y el propio disparate que deviene con la cumbia (con la narrativa cucurtiana), se presenta como la superficie del pliegue que esconde "una vida de hambre" y de "puro realismo mágico al revés" (Cucurto, 2006: 72), donde una "letra vacía y una música monótona" sirven para darle alegría a una "vida que viene del infierno, del robo, de la violación..." (Cucurto, 2009: 16). Aquí cabe la pregunta de si ese lugar de procedencia remite o a los barrios excluidos, enunciados comúnmente como territorios de <<barbarie>>, o hace referencia, precisamente, a la propia historia infernal de la colonización, o en fin, las comprende a ambas.

Valgan, antes de continuar, un par de apuntes sobre la noción de pliegue. El primero, sobre su sentido más bien literal que es útil para cristalizar su propósito, donde proponemos pensar al pliegue como un movimiento básico que un costurero realiza, utilizando una tela que, al doblarla, pone en encuentro a dos puntos distantes por donde costura el hilo, creando un nuevo relieve y dejando oculto el resto de la superficie. El segundo apunte que sugerimos, trata sobre la noción que Perlongher trabaja —a partir, sobre todo, de su lectura de le pli de Gilles Deleuze (1989) [12] . En ella menciona que dicho pliegue, en el juego del lenguaje neobarroco, se realiza a partir de la multiplicación de significados para un mismo significante, como en “[…] un juego de dobles espejos invertidos […]”, donde cada palabra adquiere una red “[…] asociativa y fónica […]” a la que llama “polifonía polisémica” (1996: 96). Así, en la disgregación semántica de la palabra, se suspende su sentido original, alterando el orden mecanicista y mercantil (de intercambio) del lenguaje. En resumen, el pliegue es la utilización de una palabra que lleva consigo una perturbación de significados que confunde su sentido original y se abre a la deriva.

De este movimiento nos hemos valido —el pliegue siempre es un desplazamiento— para costurar al Caribe con el Río de la Plata —ese transcurso neobarroso—, asumiendo con dicha operación que otro recorrido por otra superficie queda oculta —así también otra posible investigación. Asimismo, encontramos en el recorte temporal ciertos comportamientos transhistóricos generales, ciertas voces repetidas, transfiguradas o plegadas; voces que van desde la monarquía, por ejemplo, a la lógica neoliberal, o desde los esclavos cautivos traídos a América a los trabajadores que frecuentan hoy en día las bailantas en los fines de semana. También los relatores de la realidad colonial y los pensadores de lo contemporáneo se emparentan: rige una afición etnográfica por la categorización de un comportamiento. Nuestro trabajo no contiene tal pretensión antropológica, pero sí apuesta por una reflexión que, desde la materia artística, se consiga desdoblar —si se quiere ex-plicar, abrir el pliegue— en el mapeamento de algunos agentes involucrados en la evolución histórica de las “estructuras del sentir” —siguiendo, como Quintero Rivera, a Raymond Williams (1988) o las ya mencionadas “experiencias sensibles” de Perlongher (1996) .

De este modo observamos que todas estas voces aparecen siempre en tensión en la narrativa cucurtiana, en constante proliferación. Esta propagación de la voz narrativa trae consigo una multiplicación del sujeto interpelador que invita al análisis resignificativo: es decir, en Cucurto siempre nos habla alguien distinto —una distinción que habita dentro del personaje— que le otorga nuevos significados a sus palabras. La “polifonía polisémica” de la que habla Perlongher, entonces, no radica aquí tanto en el pliegue metafórico, en la multiplicidad de significaciones atribuidas a los significantes —aunque este artificio se encuentra siempre latente—, sino en la proliferación discursiva que en su prosodia coloca al lector en un sitio siempre incómodo para la recepción de las bellezas y desgracias que ocurren en el relato: el lector no consigue lidiar de forma armoniosa con el texto, pasando de la carcajada al llanto, y nuevamente a la carcajada, en cuestión de pocos enunciados.

Esta polifonía prosódica se realiza mediante un trabajo constante de relecturas. En el capítuloUn escritor de culto liquida su biblioteca, de la novela El curandero del amor, Cucurto enumera ejemplares de la literatura canónica de las más variadas estirpes y valores comerciales: de Perlongher a Borges, de Lezama Lima a Jorge Asís. Esto, lejos de querer ser una muestra vanidosa de su caudal de lectura, es un <<bastardeo>> de la tradición, un ejercicio <<barbarizante>>. Sin embargo, así como la colonización no es la eliminación total de la cultura subalterna (ya sea por tecnología política del opresor o resistencia del oprimido, o ambas) el <<bastardeo>> no es la eliminación de lo cívico, sino una reutilización completamente distinta de su esencia original. Por ello, pese al desprecio que Cucurto pregona por sus libros, en su referencialidad deja claro lo necesarios que le son para formar su propia narrativa. A su vez, en toda la novela, figuran abundantes referencias a conjuntos musicales —sobre todo de aquellos de música tropical—; a figuras, partidos y movimientos políticos de la historia; y a personas de las más variadas nacionalidades, tradiciones y estratos sociales. En este sentido, la literatura de Cucurto presenta tal multiplicidad de voces que el texto se ve continuamente saturado, excedido y (poli)rítmicamente acelerado —recordemos el in crescendo de la música africana. Allí los cuerpos son objetos constantes del desenfreno, del temperamento, del erotismo y la fiesta, del baile y el deseo, de la contradicción, de la dualidad, del amor melodramático y la "infinita tristeza" (Cucurto 2006: 68).

Esta polifonía prosódica es fruto del <<cartoneo>> que realiza Cucurto sobre los discursos: si una edición cartonera se caracteriza por la reconversión del objeto descartable, que contenía a la mercancía de la producción capitalista, en un libro —barbarizando la propia noción de novela como producto artístico nacido del ascenso de la burguesía en el siglo XIX—, el <<cartoneo>> sobre los discursos no es su reutilización pasiva, sino un reciclaje de su sentido que lo convierte en otra cosa —así como la caja termina siendo una libro. En consecuencia, el valor semántico del libro —por lo tanto de su espacio ideológico— se ve transformado y deriva así por nuevos rumbos: en cuanto a su concepción histórica y el devenir de su fabricación, así como en su dirección mercadológica —el libro que salía de la caja de comercio, vuelve ahora a ella y la toma como cuerpo.

De este modo habrá que buscar en la prosa de Cucurto —como Atahualpa que quiso escuchar aquella Biblia que le había sido entregada por Pizarro— la prominencia de sus voces. Pero, como la del Inca, esta escucha no ha procurar tan solo una reverberación del sonido sino, como afirma Jean Luc Nancy, “[…] una resonancia fundamental […]”, una profundidad en el sentido (2007: 6):

Si “entender” es comprender el sentido (ya sea en el sentido llamado figurado, o bien en el sentido llamado propio: escuchar [entendre] una sirena, un pájaro o un tambor, es cada vez ya comprender, al menos, el esbozo de una situación, un contexto, incluso un texto), escuchar es estar tendido hacia un sentido posible, y, por consiguiente, se trata de un sentido no inmediatamente accesible. (Nancy, 2007: 6)

Esa inaccesibilidad es la marca del pliegue que atraviesa la literatura de Cucurto; inaccesibilidad que se desarrolla siempre en función de dos falsos contrastes, por ser contrastes yuxtapuestos, como los que trabaja la música afroamericana. La dualidad está siempre en escena en sus textos, binomio de oro [13] que hemos norteado a partir de la pregunta “¿Diversión enajenada o fiesta libertaria?”:

Golpe del afuera, clamor del adentro, dicho cuerpo sonoro, sonorizado, se pone a la escucha simultánea de su “sí-mismo” y de un “mundo” que están el uno al otro en resonancia. Se angustia por ello (se encierra) y se regocija por ello (se dilata). Se escucha angustiarse y regocijarse, él goza y se angustia de esta escucha en donde lo lejano retumba de más cerca. (Nancy, 2007: 41)

¿Es acaso, la literatura de Cucurtuo, una literatura de resistencia que se “encierra” o, en cambio, una oda nihilista a la vagancia y la marginalidad que se “dilata”? Nosotros suponemos que ambas: en él habita, como en la escultura africana, la <<totalidad>> en la contradicción —las dos máscaras del teatro griego:

Sua unidade exprime-se na subordinação a uma integração plástica, supndo-se que não haja simplesmente repetição do tema formal seja como efeito de contraste, seja como efeito adicional. O contraste apresenta o interesse de inverter o valor das coordenadas, e por isso mesmo também a justificação da orientação plástica. A justaposição, ao contrário, mostra num só campo visual a variação de um sistema plástico. Os dos procedimentos são percibidos na totalidade, visto que se trata de sistema único [14] . (Einstein, 2011: 57)

Basura literaria, literatura resignificada, la doble expresión del objeto artístico cucurtiano, el pliegue del cartón corrugado que esconde algo más que un pastiche o una reconfiguración kitsch. Este recurso, citando un verso de Silvio Rodríguez y actualizando la sensibilidad perlongheriana, "convierte en milagro el barro" [15] , haciendo de la ruina fangosa de la sensibilidad civilizada —incluso de aquellos vestigios de erudición que todavía restan al neobarroco— una <<escultura>> ca(r)niabalezca y torrentosa que, como metástasis de lo <<caribeño>>, va <<cartón-grafeando>> las bailantas, sumisiones y resistencias dionisíacas de norte a sur, del Caribe a la selva, y por ella a la pampa.

Son las voces, las músicas y los bailes los que se encuentran constantemente en juego en la prosa de Cucurto, haciendo de la propia novela una fiesta y evocando en ella a todos los cuerpos <<negros>> de América para refundar, así, su lugar en la historia de la literatura.

Bibliografía

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Cucurto, Washington (2015) Cosa de negros. Interzona, Buenos Aires.

Cucurto, Washington (2006) El curandero del amor. Emecé cruz del sur, Buenos Aires.

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Notas



* Estudiante de grado. Letras – Español y Portugués como lenguas extranjeras. Universidade Federal da Integração Latino-Americana – UNILA, lanzaotazu@gmail.com

Recibido 30/10/2018. Aceptado 15/11/2018



[1] Sobre el estudio de los pueblos africanos en América, valgan las prevenciones expuestas por Daniel Vidart. En este trabajo hemos partido de algunas generalidades que resultan precisas para nuestros objetivos. Aún así, para realizar un trabajo más exhaustivo acerca del aporte de cada <<nación>> africana a la cultura americana, se debería de emprender un abordaje que vise detectar los aportes particulares de cada <<cofradía>>. http://www.bitacora.com.uy/auc.aspx?4137,7 Bitácora, Montevideo (consultado el 26-10-2018)

[2] El trabajo de de Granda es un trabajo filológico que procura encontrar el origen de la palabra Macondo, a propósito del icónico pueblo creado por Gabriel García Márquez.

[3] En el trabajo de Julieta Kabalin Campos y Marcos Antônio Alexandre en Literatura negra argentina: reflexões a partir de alguns aspectos da obra de Washington Cucurto (abehache, 2016), se desarrolla un análisis interesante sobre las complejidades del significante <<negro>> en Argentina, y su uso en relación a algo que excede una cuestión de melanina. Aún así, a partir de esta idea, ellos establecen una escisión entre tal palabra y su herencia africana. Esta distancia es la que nosotros procuramos establecer en el presente trabajo.

[4] Los danzantes no son los músicos (o los musicantes) de su propia entrada en el trance, sino que su danza es el principal medio que lo desencadena [...] la danza no es el resultado y la expresión del transe; por el contrario, el transe es el resultado de la danza. T. del Autor.

[5] [5]Énfasis del autor original

[6] [6]Conjunto musical de plena uruguayo.

[7] [7]Conjunto musical de vallenato colombiano.

[8] Carpentier[8], Alejo (1993) El reino de este mundo. Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile.

[9] [9]Es una actitud que combina la compostura con la vitalidad [...] Se ve en el paso asimétrico de los hombres afroamericanos, que denota una actitud de descuido que se combina a una claridad estética calculada. Reside en una separación desinteresada (como oposición a la falta de interés), en la cara como una máscara/vida del baterista o bailarín, cuyos cuerpos y energías pueden estar trabajando de forma rápida, dura y caliente, mientras que su rostro permanece impasible [...] Es a través de tales oposiciones, asimetrías y yuxtaposiciones radicales, que la estética cool manifiesta su luminosidad o brillo […] en contraste con el post-Renacimiento europeo, que en el arte <<erudito>> privilegia el producto (la danza) sobre el proceso (danza). T. del Autor.

[10] [10]Tatuarse es convertir su cuerpo en medio y finalidad de una visión. El negro sacrifica su cuerpo y le ofrece una nueva intensidad; su cuerpo se entrega de modo visible al grande Todo, y esa entrega se reviste de una forma sensible, caracterizando una religión despótica que reina sin paralelo y un culto poderoso a la humanidad, al punto de ver al hombre y la mujer transformar por medio del tatuaje sus cuerpos individuales en cuerpo colectivo; y de ese modo intensificar la fuerza del erotismo. […] Tatuarse supone inmediata conciencia de sí y conciencia no menos fuerte de la práctica objetiva de la forma. T. del Autor.

[11] [11][…] es preciso desconfiar de quien continúe haciendo una descripción puramente externa que jamás llegará a otro resultado sino el de decir que un peine es un peine, que nunca alcanzará una conclusión general, a saber, a cual conjunto pertenecen todos esos peines y todas esas bocas carnudas […] T. del Autor.

[12] Deleuze, Gilles (1989) El pliegue: Leibniz y el barroco. Paidós, Barcelona.

[13] [13]Nombre de un conjunto musical de vallenato colombiano.

[14] [14]Su unidad se exprime en la subordinación a una integración plástica, suponiendo que no haya simplemente una repetición del tema formal ya sea como efecto de contraste, ya sea como efecto adicional. El contraste presenta el interés por invertir el valor de las coordenadas, y por eso mismo también la justificación de la orientación plástica. La yuxtaposición, al contrario, muestra en un mismo campo visual la variación de un sistema plástico. Los dos procedimientos son percibidos en la totalidad, visto que se trata de un sistema único. T. del Autor.

[15] [15]Rodríguez, Silvio (1986) Sólo el amor. Estudios Sonolando, Madrid.