¿A QUIÉN PERTENECE LO PRODUCIDO? BARROCO, IMPERIO Y POESÍA SEGÚN SOR JUANA

Facundo Ruiz [*]

Resumen

La relación entre el poeta, la poesía y sus lectores cambia con el Canzoniere (o Rerum vulgarium fragmenta) de Francesco Petrarca notablemente, no sólo (o no tanto) en términos –temáticos y polémicos– de la “teoría de la lírica” en curso sino por cómo ésta es incorporada a la “práctica lírica”: cómo el poeta hace poesía con sus condiciones teóricas afectando así los criterios y marcos de lectura disponibles. Esto, entre otras cosas y gracias al “petrarquismo”, alcanza en América y en la poesía de sor Juana Inés de la Cruz (1648/51-1695) una formulación y elaboración muy precisas y distintivas (dadas, también, las condiciones coloniales que determinaban la relación misma) que fundarán una de las características no sólo propias del barroco (su referencialidad reflexiva) sino de la propia obra de la mexicana (su figura pública). En este sentido, este ensayo se propone analizar dicho desplazamiento (histórico-teórico) en la poesía de sor Juana Inés de la Cruz considerando, particularmente, dos poemas inaugurales de su obra impresa; y por esta vía, especular acerca de la situación desigual que dicho cambio supuso para la crítica y la literatura en América Latina.

Barroco – Figura pública – Literatura Latinoamericana – Poesía – Juana Inés de la Cruz

Abstract

With Francesco Petrarca´s Canzoniere (or Rerum vulgarium fragmenta) the relationship between poet, poetry and readers changes remarkably, not only (or not so much) in terms -thematic and polemical- of the “theory of lyric” in process but in terms of how this theory is incorporated to the “practice of lyric”: how the poet makes poetry with his theoretical conditions, thus affecting the criteria and reading settings available. This, among other things, and thanks to the “Petrarquism” , reaches in America and in the poetry of sor Juana Inés de la Cruz (1648/51-1695) a form and development very precise and distinctive (given, also, the colonial conditions that determined the relation itself) that will found one of the characteristics not only typical of the Baroque (its reflexive referentiality) but of the mexican poet’s (her public figure). In this sense, this essay proposes to analyze said shift (historic-theoretical) in sor Juana Inés de la Cruz’s poetry considering, in particular, two opening poems of his printed work; and, through it, speculate about the uneven consequences that said shift meant for the critics and literature in Latinamerica.

Baroque – Latin-American literature – Poetry – Public figure – Juana Inés de la Cruz

Si uno consigue contar su historia personal

y transformarla en literatura

ya no es más su historia personal, ya cambió.

Esta es una cuestión que me preocupa.

Ana Cristina César

A principios de abril de 1522, Jacobo Cronenberg firma la adenda a la carta de relación –luego conocida como “segunda carta”– de Hernán Cortés que cuenta y da cuenta, al mismo tiempo, de la pérdida de Tenochtitlan y de los planes para recuperarla. La carta es de 1520 y su relato, aunque auspicioso para el conquistador que se anima incluso a nombrar “Nueva España” el territorio prometido a Carlos V y aún lejos de dicho yugo, es realmente poco alentador, a punto de ser conocida esta carta por uno de sus episodios apodado –por López de Gómara, cronista oficial– “la noche triste y llorosa para nuestros españoles y amigos”. No obstante en abril de 1522, cuando Cronenberg publica la carta, todo ha cambiado: México ha caído, asediada, un año antes, en agosto de 1521; y en marzo de 1522 las noticias ya han cruzado el Atlántico. Entusiasmado entonces, y buscando en los lectores una avidez ahora sí tan cortesiana como la que poco después condenará Bartolomé de Las Casas, el editor anota: “Son cosas grandes y extrañas, y es otro mundo sin duda, que de sólo verlo tenemos harta codicia los que a los confines de él estamos” (en Cortés, 2010: 268). Y tanto ha cambiado todo que ahora, al parecer, es Europa o son los europeos los que se encuentran “a los confines” del mundo nuevo, no sólo codiciosos de verlo y participar de sus “cosas grandes” sino harto deseosos de sus extrañas y buenas nuevas. Quizá esto explique el dictum de Lezama Lima: “Después del Renacimiento la historia de España pasó a la América” (2014: 241) que –sostenido en el antiguo tópico de la translatio studii et imperii – ya en el siglo XVI no sólo movía a pensar a ciertos franciscanos milenaristas, como Gerónimo de Mendieta, que lo que Martín Lutero deshacía de un lado Hernán Cortés lo rehacía del otro lado, sino que en 1531 –y como si faltaran pruebas– traía nada menos que a la Virgen María al cerro de Tepeyac, donde se fundan los orígenes del culto guadalupano, tan mexicano como ecuménica su imagen, prevista por Juan en el bíblico Apocalipsis (12.1).

Esta adenda y un comentario de Góngora, en una carta de 1613-1614, en el que señala –defendiendo sus Soledades– cuánta honra le causa resultar oscuro a los ignorantes, pues esa es “la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos [a los ignorantes] les parezca griego, pues no se han de dar piedras preciosas a animales de cerda” (1943: 796), resumen o simplemente esbozan dos de las condiciones bajo las cuales podría pensarse cierto Renacimiento en América o, más aún, su efecto barroco en el siglo XVII: por un lado (vía adenda), surge una unidad difusa pero imperial, de orden europeo y realidad americana, o de “harta codicia” española en territorios americanos dispersa y afincada, condición espacial cuyo mapa aún hoy tiene efectos sensibles (y no sólo lingüísticos) y que, entonces, permitía vislumbrar el tejido de una red a la vez histórica y poética en la cual –señero– el Inca Garcilaso de la Vega y sus Comentarios reales señalaban “con el dedo desde España” nuestra América; por otro (vía comentario gongorino), una continuidad interrumpida y todavía clásica, o greco-romana, pero en la cual “clásico” ahora vendría a acentuar más un valor de cambio (“piedras preciosas”) que uno de uso, resaltando al mismo tiempo una matriz socio-económica para la cultura, donde no deberían confundirse doctos e ignorantes (o “animales de cerda”), y un interés letrado más cercano al “lujo”, al exotismo o al fetichismo, que a la renovación o recomienzo cultural, es decir, una continuidad cuya interrupción “babélica” (hablar de manera que no todos entienden) se inscribía en la defensa de efectos y no de fuentes, en la preocupación por el destino y no por el origen.

Si el humanismo –como sostenía Pedro Henríquez Ureña en 1914 (2000), en los albores de la primer Guerra Mundial y en su clase inaugural en la Escuela de Altos Estudios mexicana, y todavía Sánchez Prado (2012), apoyándose en El deslinde de Alfonso Reyes (1983), aparecido un año antes de acabarse la Segunda Guerra– es o ha sido un modelo de recuperación crítica del pasado u opera –como pensaba Ángel Rama– una retrogradación o revolución “según la cual deben ser recuperadas las fuentes primordiales cuando se procura un avance inventivo hacia el futuro” (2007: 294), ese ha sido –desde el Renacimiento, y es aún hoy– un problema también americano. Y más aún, un problema singular en América Latina: “La Relación nos vuelve salvajes, acechando la equivalencia” (Glissant, 2017: 215). Y esto no sólo por el hecho, nada simple, de definir cuáles son nuestras fuentes primordiales, estando las pre- y las post-colombinas en permanente, imbricada y necesaria resistencia y diálogo sino –y más aún en esta era del archivo– en tanto qué es fuente y qué es primordial admite críticamente una variabilidad tan inusitada como “original”. Por otra parte, y como ha indicado Susana Zanetti, si algo define la originalidad de la –consensuada denominación– literatura latinoamericana eso “es la recepción asincrónica, mezclada –de algún modo ecléctica–, de obras, autores, movimientos y corrientes estéticas, de las literaturas europea y norteamericana” (1987: 188). Decía Reyes, siempre preciso y fundamental: “Todo es, en nuestro universo, intersecciones y flujos.” (1983: 342)

Esta singularidad, este universo de intersecciones y flujos, esa recepción asincrónica, era –si cabe– aún más sensible en el siglo XVII que en el XX o XXI (más sensible, no necesariamente más inteligible). Y esto no sólo por la cercanía temporal de la conquista, que impuso una disección de fuentes a la par que una reorganización de lo primordial, evidente en el corpus monstrosum que constituyen las Crónicas de Indias y, quizá especialmente, en la obra de Bernardino de Sahagún y la de Guamán Poma de Ayala; o por la perduración conflictiva en la colonia de sus efectos, entre los cuales no es menor la multiplicación de afluentes y la equivocidad de la cartografía cultural, como evidencian los arcos triunfales contemporáneos de sor Juana Inés de la Cruz (Neptuno alegórico) y Carlos de Sigüenza y Góngora ( Theatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe), quien justamente resalta y discute esa multiplicación y equivocidad; sino también, y sobre todo, por la pérdida de privilegio temporal de lo “primordial” en el barroco que, al decir inmejorable de Juan de Espinosa Medrano en su Apologético de 1662, supone –duchampianamente– que “no siempre es primero el que empieza” (1982: 48). Casi cuatro siglos antes que Jorge Luis Borges especule sobre el escritor argentino y su tradición, remozando y nacionalizando ideas que ya Ureña y Reyes habían expresado y pensado para el continente, Espinosa Medrano organiza en la misma dirección su revisión crítica de la obra de Góngora y polemiza sobre cómo ha sido leída y debe leerse; pero notablemente –en el siglo XVII– el espacio crítico de radicación de sus ideas no tiene ni el contorno nacional de Borges ni el americano de Ureña y Reyes, sino uno realmente impropio, como es el imperial. Pues si se trata de discutir –como hacen Borges y Ureña, y antes Espinosa Medrano y el Inca Garcilaso– a quién pertenece lo producido, sea esto la tradición europea o su culta latiniparla, el carácter americano o argentino de una literatura, entonces lo que está en juego –condicionando todas las reglas– son las propiedades, esas formas menores pero definitorias del patrimonio tanto como del usufructo, propiedades que – sub specie imperialis– reenvían a aquellas dos condiciones antes referidas: una unidad difusa pero política y una continuidad interrumpida aunque clásica. Vale decir: si en siglo XXI –como afirma Josefina Ludmer– “el imperio (…) es el territorio último de toda especulación” (2010: 188) literaria y latinoamericana, en el siglo XVII –especula el Lunarejo– el imperio es el territorio primero de toda política de la literatura: elnon plus ultra del siglo XXI es, en el XVII, el sine qua non.

Todo esto encuentra en la obra de sor Juana Inés de la Cruz una elocuencia tan concentrada como precisa y una inteligencia tan aguda como punzante, a tal punto que sólo un soneto le basta para hacer de estos asuntos no sólo algo medular de su literatura, donde se funda la nuestra, sino algo tan singular como tradicionalmente lírico. No es, de todos modos, un soneto entre otros: impreso en Madrid en 1689 en la primer edición del primer tomo de las obras de sor Juana, titulado Inundación castálida, este soneto fue colocado en la página 1 para iniciar la lectura y al lector en ella, luego de los preliminares. Era entonces, y al mismo tiempo, donde principiaba libresca la voz sorjuanina, configurando cierta figura de poeta y de poesía que, de todos modos –y como señalaba el anónimo prologuista–, se hallaban precedidas y envueltas por un “aura popular” tan cierta como escurridiza, y donde se cifraba o imprimía, lógicamente, un principio poético, evidenciando o exponiendo “como primeras” ciertas cuestiones poéticas y de poética sorjuanina que –si bien en parte conocidas– ahora alcanzaban, en el volumen o “en caracteres eternos” (sor Juana, 2014: 122, v.334), no sólo una publicidad continuada (para su escritura) sino una unidad (de lectura) intercontinental. Ciertamente el gesto duró poco, menos de un año, pues en 1690 –cuando se reedita, exitosa, Inundación– no sólo cambia el título del volumen por el menos ampuloso de Poemas sino que, retirándose definitivamente de los preliminares el anónimo “Prólogo al lector”, un romance de sor Juana ocupa su lugar (en página sin numerar) y naturalmente también pasa a presentar la obra y abre la lectura, desplazando el soneto a un segundo lugar que, paradójico, conserva la página número 1. Más preciso todavía, como una predicción cumplida o una curiosa pero quizá no casual coincidencia –repite Espinosa Medrano: “no siempre es primero el que empieza”. Este singular hiato, aunque más justo sería decir: este pequeño retardo, esta dilación ( delay) de la voz, que comienza dos veces por primera vez dejando en segundo lugar pero en la primera página un poema que, ahora, es antecedido por otro que hasta el día de hoy (y gracias a la edición de la obra completa en 1951-7) lleva el número de composición “1”, este aplazamiento que hace que el soneto tampoco inaugure un volumen del mismo nombre si bien casi la totalidad –y el orden– de sus piezas se repite (o que inaugure para siempre pero solo una vez un volumen luego “encriptado” en otro), este vaivén entre poemas funda y quizá resuelve definitivamente cierto “juego de la voz” sorjuanina, esa imprecisión deliberada, aquel afantasmarse (que no ausentarse) de la voz, siempre entre un “aura popular” insoslayable y una “voluntaria subordinación” ociosa.

El cambio, una vez más, quizá fuera aún más sensible (e incluso más inteligible) en el siglo XVII que en el XX o XXI y esto no sólo porque entonces ambos poemas dialogaban editorial y poéticamente (y con el público en general) sino porque hoy –o desde la edición de las Obras completas por Alfonso Méndez Plancarte– entre ambos poemas median otros 193, siendo el romance incluido en 1690 ahora el “1”, mientras el soneto de 1689 es junto a otros “homenajes de corte, amistad o letras” (como los clasifica Méndez Plancarte) la pieza “195”. Esta distancia, podría sugerirse, si bien discontinua aún más el diálogo de poemas (y libros) inaugurales, por otra parte enfatiza el retardo, la dilación entre uno y otro, como si toda la obra “lírica” de sor Juana –que sus Obras completas reúne en el primer tomo y en poco más de 216 piezas– quedara contenida o enmarcada en ese compás de espera que siguen indicando aquellos poemas primeros. En cualquier caso se trata de un asunto editorial, de donde en ningún sentido podrían resultar anecdóticos sus ecdóticos momentos decisivos (1689, 1690 y 1951), habida cuenta de la importancia que este aspecto tiene en la configuración del archivo, obra y lecturas sorjuaninos (Fumagalli, 2017 y 2018); pero también de un asunto crítico, y rigurosamente, en tanto esa “doble entrada” de la obra impresa de sor Juana, como un bajo continuo, sea en constelaciones más acompasadas (1689-1690) sea en otras menos perceptibles o notorias (1690-1951), nunca ha dejado de sonar, nunca ha dejado de escucharse en las lecturas, ideas o problemas que de su obra y vida se han hecho, pues se halla desde entonces –o para siempre– afectando dichas lecturas e ideas, en tanto esa “doble entrada” jamás se ha ofrecido como opción , como una u otra forma de ingresar a la lectura e idea de su obra (y vida) sino –deliberadamente– como un pívot o “juego” de ingresos, como el primer plano de un doble fondo, constituyendo en el diálogo de voces nada menos que un “canon” sorjuanino, en su poesía y para ella, para su obra y en ella, en su vida y en ella para sus lectores.

En 1689, Inundación castálida presentaba (en página 1) como primer poema de sor Juana el siguiente soneto:

El hijo que la esclava ha concebido,

dice el Derecho que le pertenece

al legítimo dueño que obedece

la esclava madre, de quien es nacido.

El que retorna el campo agradecido,

opimo fruto, que obediente ofrece,

es del señor, pues si fecundo crece,

se lo debe al cultivo recibido.

Así, Lisi divina, estos borrones

que hijos del alma son, partos del pecho,

será razón que a ti te restituya;

y no lo impidan sus imperfecciones,

pues vienen a ser tuyos de derecho

los conceptos de un alma que es tan tuya.

Ama y Señora mía, besa los pies de V. Excia., su criada

Juana Inés de la Cruz

En 1690, Poemas –reedición de Inundación– ponía en primer lugar (manteniendo en página 1 el soneto) el siguiente romance:

Esos versos, lector mío,

que a tu deleite consagro,

y sólo tienen de buenos

conocer yo que son malos,

ni disputártelos quiero

ni quiero recomendarlos,

porque eso fuera querer

hacer de ellos mucho caso.

No agradecido te busco:

pues no debes, bien mirado,

estimar lo que yo nunca

juzgué que fuera a tus manos.

En tu libertad te pongo,

si quisieres censurarlos;

pues de que, al cabo, te estás

en ella, estoy muy al cabo.

No hay cosa más libre que

el entendimiento humano;

pues lo que Dios no violenta,

¿por qué yo he de violentarlo?

Di cuanto quisieres de ellos,

que, cuando más inhumano

me los mordieres, entonces

me quedas más obligado,

pues le debes a mi Musa

el más sazonado plato,

que es el murmurar, según

un adagio cortesano.

Y siempre te sirvo, pues

o te agrado, o no te agrado:

si te agrado, te diviertes;

murmuras, si no te cuadro.

Bien pudiera yo decirte

por disculpa, que no ha dado

lugar para corregirlos

la prisa de los traslados;

que van de diversas letras,

y que algunas, de muchachos,

matan de suerte el sentido

que es cadáver el vocablo;

y que, cuando los he hecho,

ha sido en el corto espacio

que ferian al ocio las

precisiones de mi estado;

que tengo poca salud

y continuos embarazos,

tales, que aun diciendo esto,

llevo la pluma trotando.

Pero todo eso no sirve,

pues pensarás que me jacto

de que quizás fueran buenos

a haberlos hecho despacio;

y no quiero que tal creas,

sino sólo que es el darlos

a la luz, tan sólo por

obedecer un mandato.

Esto es, si gustas creerlo,

que sobre eso no me mato,

pues al cabo harás lo que

se te pusiere en los cascos.

Y adiós, que esto no es más de

darte la muestra del paño:

si no te agrada la pieza,

no desenvuelvas el fardo.

El cambio, la diferencia o, más aún, el diferendo es notable, y hace no sólo a la imagen pública de sor Juana y al público que su obra concibe, es decir, a esa construcción editorial de su literatura y su fama, sino también a la concepción poética de su figura lírica y a la publicidad que su poesía razona, vale decir, a esa construcción crítica de su literatura y su fama. Ambos movimientos, de todos modos, se reconocen, deducen o hallan rápidamente en el pasaje no sólo de una forma “mayor” (como el soneto) a una “menor” (como el romance) –o, vía Góngora, del estro de las piedras preciosas a la nebulosa de un aura popular, siendo además que en ese pasaje se cifra otro, ineludible, que va de una prosapia italiana que roza el epigrama latino a otra española que alcanza la vulgar canción– modificándose en consonancia el tono, las figuras y temas de las piezas; sino también, y quizá fundamentalmente, porque cada poema construye, en función del interlocutor elegido o dilecto, una imagen de poeta y de poesía desiguales aunque sorjuaninamente compatibles: el soneto-dedicatoria, en tópica construcción amorosa, se dirige a la dueña y amada distante; el romance-prólogo, lúdico, indiferente y hasta irónico, al indistinto –pero cautivo– lector. Sin duda, este juego de “oberturas” –en lo que respecta o involucra a la obra sorjuanina toda o como un todo– no puede operar completamente sin esa “coda” insustituible que viene a ser el incompleto romance “¿Cuándo, númenes divinos,” aparecido en el último volumen de sus obras, Fama y obras póstumas de 1700, al que el editor –a modo de título– coloca el epígrafe En reconocimiento a las inimitables plumas de la Europa, que hicieron mayores sus Obras con sus elogios: que no se halló acabado y que hoy –otra vez: en sus Obras completas– encontramos con el número “51”, es decir, luego del romance de 1690 y antes que el soneto de 1689, a medio camino o como encrucijada, o también entre ambos, en ese pliegue. De momento, o tentativamente, pretendo ocuparme de aquel momento inaugural (1689-1690) o “principio” poético que se halla en el diálogo entre el soneto de Inundación y el romance de Poemas, siendo además y como queda dicho, que ambos volúmenes constituyen la reedición de un mismo libro o proyecto, presente en los dos y en ninguno acabado definitivamente.

En este sentido, y como antes Espinosa Medrano y luego Ureña (y Borges, entre otros), no puede dejar de notarse cómo ensaya sor Juana en esta doble entrada poética el mencionado y colonialmente delicado problema de a quién pertenece lo producido. Y cómo, más aún, en lo que podríamos llamar el primer momento de la doble entrada (en el soneto-dedicatoria), este problema se articula bajo una serie de dobleces deliberados. Así o por ejemplo, hallamos que se trata de un soneto bipartito que plantea en sus cuartetos y tercetos respuestas lírica y políticamente desiguales. Bajo alegorías evidentes, tradicionales y ligeramente distintas –según el derecho, lo producido por el esclavo (sus hijos) pertenecen al dueño y lo producido por el campo (esos abundantes frutos) al señor feudal que lo posee– en los cuartetos queda claramente planteado el problema de la propiedad y de la propiedad según su relación de producción (esclavista, feudal). No obstante, si el primero enfatiza una producción “natural” (la concepción), el segundo en cambio hace hincapié en una más “cultural” (el cultivo), desplazando sutilmente el campo semántico así como los acentos y relaciones entre elementos. Esto, además, permite en una tercera instancia –es decir, en los tercetos– abandonar las didácticas alegorías y pasar de lo natural/cultural a lo razonable, de una tercera a una primera persona, de un “así” en el mundo (más o menos general) a un aquí “entre-nos” (más o menos localizable). En este paso la “razón” –el entendimiento– de dichas restituciones deviene menos obligada u obligatoria, jurídicamente, que políticamente justa, pues en los tercetos la producción (los conceptos) es el resultado de una acción conjunta, de una acción metafóricamente amorosa, es decir, una acción cuyo sentido afectivo o de afección puede resultar confuso (estos borrones) pero que estriba, en cualquier caso, en la participación y no –como en los cuartetos– en los participantes. Ese vínculo y el efecto de dicho vínculo, ambos deliberados, desestabilizan o ponen en cuestión en primer lugar –o de forma evidente– las relaciones de propiedad, que es lo que inmediatamente se lee en el uso “paradójico” del adjetivo posesivo repetido en los dos últimos versos: “pues vienen a ser tuyos de derecho/ los conceptos de un alma que es tan tuya”, que no dicen “lo mío es tuyo” sino “esto es tuyo porque tuyo soy yo” o, según la razón afectiva: los conceptos devienen tuyos porque –en mi poesía– tu-yo es yo (también). Razón afectiva de propiedad cuya lengua de ningún modo, y menos aún en el siglo XVII americano, perdía de vista su sine qua non imperial, territorio primero de toda política de la literatura, y que sor Juana en ese mismo libro reeditado bajo dos nombres resumía: “Error es de la lengua/ que lo que dice imperio/ del dueño, en el dominio,/ parezcan posesiones en el siervo.” (2014: 182, vv.9-12)

Esta lógica del tercero incluido, esta lógica amorosa sorjuanina, tiene en Petrarca, y en Petrarca antes que en la poesía amorosa cortesana o trovadoresca medieval –aunque también: menos en su poesía que en el efecto literario del modus operandi del Cancionero, también generalizado como “petrarquismo” (Navarrete, 1997)– un punto de conexión ineludible. Y aunque no cabe no perder de vista tres instancias decisivas de este vínculo, la de su traducción o versión española (Boscán, Garcilaso, Herrera), la de su transformación barroca (Góngora, Quevedo, Lope de Vega) y la de su recepción y traducción, edición y práctica americanas (Cervantes de Salazar, Valle y Caviedes, Gregório de Matos), resulta evidente que el modelo amoroso del soneto de sor Juana enlaza con la “literatura de Petrarca” pero, y a diferencia de otros “petrarquismos”, la singularidad sorjuanina radica en atender menos a esa construcción poética y a sus recursos y tópicos que a la configuración del poeta como “personaje lírico” y del libro como “obra de esa vida”. Vale decir: del petrarquismo al sorjuanismo resulta menos relevante la continuidad poética (o de una poética) que la articulación reflexiva de una literatura como efecto de una figura no sólo poética y de una obra no sólo literaria. Y en este sentido, el romance resulta fundamental y su efecto de contrapunto más sensible aún, pues mientras allí el petrarquismo tópico brilla notablemente por su ausencia, al igual que el soneto la configuración de una literatura vuelve a organizarse en torno de una figura no sólo poética y de una obra no sólo literaria. El muy antiguo y debatido asunto lírico de la modalidad (Guerrero, 1998), de quién habla o a quién pertenece la voz del poema o, también, de quién actúa lo que dice el poema, alcanza en Petrarca y en sor Juana, aunque desiguales, momentos de enorme y deliberada intensidad: -ismos distintos igualmente ístmicos. Siglos más tarde morirá el autor teóricamente y, décadas después, renacerá de sus teorías; pero si Petrarca y sor Juana ante la pregunta ¿importa quién habla? –menos beckettiana que foucaultiana– responden que sí, que quizá sea lo único que importa, en cualquier caso no responden eso por las mismas razones, sea por sus construcciones y proyecciones líricas desiguales, es decir, porque cada una interviene e interrumpe, proyecta y produce diversamente una misma continuidad clásica (helénica –que es a lo que se refería Góngora: hellenismos es el sustantivo derivado de hellenizo, “hablar griego”– y, por esa vía, cristiana: cf. Jaeger, 2005); sea por cuestiones históricas y coyunturales obviamente incomparables, en tanto cada poesía ocurre y contempla una unidad difusa y política distinta (y mientras en el petrarquismo la política se modula entre sabiduría de Dios y razón del príncipe, en el sorjuanismo es perentoria la “razón de Estado”, que Gracián describió como “un arte de ser ínclito con pocas reglas de discreción”, y más aún esa “razón” sub specie colonialis, que evidencia un universo político de problemáticas nuevas: cf. Palti 2018). En este sentido, que el soneto de sor Juana inaugure o no el primer tomo de sus obras no es asunto menos lírico que el modelo que, en él, podría reconocerse, como deja claro el romance al reinaugurar del primer tomo.

Pero en ambas inauguraciones, una vez más, el problema de a quién pertenece lo producido se repite o –como una melodía canónica– vuelve a sonar levemente retardado: “Esos versos, lector mío,/ que a tu deleite consagro,/ y sólo tienen de buenos/ conocer yo que son malos,/ ni disputártelos quiero/ ni quiero recomendarlos”. Y si en el impasse, ahora, como interlocutor privilegiado aparece el lector (y no la amada) y nuevamente esa distancia de la voz respecto de lo producido (esos versos), no deja de resultar evidente el asunto de la propiedad, aquí también ligeramente desdoblado, pues la “propiedad” de los versos es al mismo tiempo una cuestión de valor (buenos/malos) y una cuestión de usufructo (consagración, disputa, recomendación). Y si bien estas cuestiones también están en el soneto, en los tercetos la cuestión del valor (las imperfecciones) y en los cuartetos la del usufructo (el legítimo dueño, el señor) pues el problema es el mismo, lo que aquí resulta deliberadamente distinto –premeditadamente aplazado, singularmente retardado–, y que el primer verso exhibe a todas luces, es que ya no se trata de lo que es tuyo (natural, cultural o razonablemente) sino de lo que es mío: esos versos serán tuyos o malos pero tú, lector, eres mío. Y es que, a través del lector o, mejor dicho, en ese vínculo puntualmente el problema de la propiedad termina de exponer –para la literatura y, más aún, para la literatura sorjuanina– sus dimensiones atributivas: por un lado (soneto), la dimensión de la escritura y el a quién pertenecen los conceptos, los borrones (mis poemas, esos versos); por el otro (romance), la dimensión de la lectura y el a quién pertenecen valor y provecho de esos versos (que a tu deleite yo consagro pero que otro/a da a luz).

Así, el romance pone en cuestión el singular asunto del interés ( inter-esse), eso que “es entre” y está justamente entre-nos y entre dos (o más) participantes: ¿a quién interesa un poema, a quién da intereses? En cualquier caso, razona poéticamente la voz, nada de lo que diga (falta de tiempo, prisa de los traslados, poca salud, obedecer un mandato, conocimiento de errores propios) es ni podrá ser garantía de lectura alguna, nada de eso podrá “interesar” más o producir más interés, pues “todo eso no sirve” (v.49) ni al lector, a quien la lectura pertenece como experiencia exclusiva, ni al poema, esa forma que adopta definitivamente la letra al publicarse o hacerse de un público. Pero si el terreno de disputa –si la “palestra de entendimientos”, diría el Lunarejo (1982: 17)– se halla en el poema (en esos versos), donde lector y voz pueden medir sus intereses o discutir sus lecturas sin poder imponerlas mutuamente, de todos modos, será la lectura independiente pero –dice la poesía sorjuanina– el lector es “mío” y eso, sobra decirlo, tiene un interés tan concreto como que ni poesía ni poeta sobreviven (material y simbólicamente) sin él de igual forma.

En este punto, cabe recordar algo tan elemental como elusivo y es que ambos poemas no representan ni épocas ni problemas ni proyectos distintos, temporal o literariamente, en la obra y vida de sor Juana sino un mismo momento inaugural desenvuelto e impreso en dos tomos ( Inundación castálida de 1689 y Poemas de 1690) que constituyen, además, un libro con su reedición. Apenas siete meses entre un tomo y su reedición (Eguía-Lis Ponce, 2002: 37) dan poco tiempo para pensar que desde España envían el volumen y sor Juana lo recibe en México, lo lee, evalúa, considera reemplazar el “pórtico” del libro y entonces se entera que será reeditado, envía un segundo poema inaugural (lo escribe o ya lo tiene escrito) o pide que alguno de los ya enviados pero no publicado en Inundación encabece la nueva edición… es difícil. Y sobre todo es difícil porque implicaría suponer que se trata de una mera cuestión editorial o contextual y no, de una decisión crítica (¿de sor Juana o de los editores?, ¿de ambos?) y, sobre todo, de una deliberada cuestión poética, que hace a la escritura (soneto) y lectura (romance) de su poesía, que constituye su figura de poeta (mecenas y público), que principia los problemas de atribución e interés que todavía hoy envuelven o manifiestan cada una de sus obras y cada uno de los episodios de su vida.

En ese gesto de doble entrada del “primer tomo”, en esa arquitectura editorial y crítica barroca –diría Deleuze (1989)– donde fachada-exterior y adentro-interior resultan independientes pero no separados, pues se reenvían o relanzan mutua e infinitamente, en ese vaivén de principios poéticos queda evidenciado el “sorjuanismo” y plasmado el personaje lírico “sor Juana”. Y esa arquitectura, lógicamente, replica canónica su doble entrada en cada poema: textos y paratextos. Pues cada uno de los poemas, entonces y todavía hoy, es y fue leído bajo epígrafes-fachada que, no escritos por sor Juana, no sólo intensifican o evidencian ese diálogo crítico-ecdótico que dio forma a su obra impresa y sendas varias a los estudios sorjuaninos (Alatorre, 1980; Luciani, 1985; Glantz, 2006) sino que, además, resultan bien elocuentes respecto de aquellos dos problemas (de atribución e interés) que –previsora– advirtió, reflexionó y delineó sor Juana al escribir el soneto y el romance inaugurales. Así, de entrada, se lee en el soneto: A la excelentísima señora condesa de Paredes, marquesa de la Laguna, enviándole estos papeles que su Excelencia la pidió y pudo recoger sóror Juana de muchas manos, en que estaban no menos divididos que escondidos como tesoro, con otros que no cupo en el tiempo buscarlos ni copiarlos . Tres notas sobresalen y –en sintonía con lo dicho en los preliminares del volumen– vale la pena destacar: por un lado, la presencia cenital de María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes, virreina de Nueva España entre 1680 y 1686, amiga y mecenas de sor Juana; por otro, la imagen de un poeta desvinculado de su obra que –requerida para publicación– debe rastrearse y reunirse “de muchas manos”; por último, el valor y abundancia mismos de dichos “papeles” que, como tesoros, eran celosamente guardados y buscados y a los que sólo pudo reunirse de forma incompleta (abundancia y valor que, como han señalado diversos críticos, recuperaba para sor Juana ciertos tópicos “americanos” que la emblematizaban al equiparar no sólo económicamente su “riqueza intelectual” a la “material” de las Indias, sino –políticamente y en tanto mujer– su “fertilidad” con la de las nuevas tierras, también, expoliadas).

La datación casi forense del título, sorpresivamente, fuerza al poema a abandonar una tradición y una tópica para incorporarse de inmediato a su presente más llano, donde “Lisi” no puede sino ser “la excelentísima señora condesa de Paredes” y no una evocativa –y petrarquista– “Laura” o una remisión velada al diálogo Lisis (o Sobre la amistad) de Platón o incluso al Quevedo de “Canta sola a Lisi” del Parnaso español. ¿Evitan así los editores que Lisi pueda ser confundida con una amiga o platónica (pero tradicional) amante de papel? Los nombres propios, señalaba Tinianov (2010: 124), son lugares propicios al surgimiento de indicios fluctuantes y “Lisi” no escapa a la regla, aunque los editores intenten controlar el problema sorjuanino de atribución e interés que por ahí –justamente en la “propiedad” del nombre– puede aparecer o vislumbrarse. Queda claro, en cualquier caso, quien manda: la “señora” pide, la poeta responde. Más aún: la señora pide “papeles”, la poeta responde dramatizando. Y esta situación, que sin duda relanza el modelo amoroso cortesano o recompone un esquema poético previsible, adquiere nuevos matices –en absoluto insospechados– pues el poema mismo problematiza esa situación que ahora –además de feudal, como prueban los cuartetos, y petrarquista, como prueban los tercetos– es colonial y propiamente literaria: pide la (ex) virreina, que también es la mecenas. De donde preguntarse, como hace el soneto, a quién pertenece lo producido abre el espectro hacia zonas menos tradicionales, reconfigurando el modelo petrarquista que en América, y especialmente en la poesía de sor Juana, adquiere un registro jurídico y un valor político insoslayables y privilegiados: la donna, divina y cortesana, hace ahora o primeramente a una cuestión de Estado y esto, lejos de desacreditar o desimbolizar el modelo, justamente lo refuerza aunque –lógica sorjuanina mediante– reinaugurándolo, pues no sólo registra y coloca en primer plano el vínculo entre literatura y poder, no sólo adquiere la mujer una participación (poética y política) sumamente activa que no tenía en la dinámica petrarquista sino que, por esta vía, la cuestión de Estado se torna también un asunto de mujeres y, en América, un asunto del americano (no sólo del colonizado) que fuerza o dispone su participación en él. De esto dará cuenta abundante la obra amorosa (no sólo poética, como ocurre con la Crisis) de sor Juana, en tanto no sólo el amor es motivo muy sugerente –y tradicional– para pensar y practicar el vínculo y sus nociones afectivas, literarias y filosóficas (Ciordia, 2004), sino que la acción amorosa –política y religiosamente– supone y organiza una muy sensible lógica de la participación, lógica que en el siglo XVII americano no podía perder de vista su sine qua non imperial, territorio primero de toda política de la literatura.

Llegados a este punto, cabe recordar el otro paratexto del soneto: la firma. Pues se trata de un soneto firmado, vale decir, de un soneto que –remedando la forma epistolar– enfatiza no sólo el carácter vincular del texto sino el carácter dirigido del poema. No obstante la firma, una vez más, abre y reorganiza el espectro de especulación: quien firma “Juana Inés de la Cruz” no lo hace como “sor” (ni “sóror” ni “madre”) con que solía aparecer, incluso en las ediciones de su obra, y así de hecho la consignan epígrafe, título y preliminares. Pero tampoco firma el soneto como Juana Ramírez o Juana Ramírez de Asuaje, según consta en documentos de la época. Y si el carácter secular o directamente civil de dicho nombre no se condice con cómo la llamaban “en el siglo” y, al mismo tiempo, el “de la Cruz” se corresponde con cómo se la conoció una vez metida a monja, ¿quién firma, es decir, quién habla en el poema? Más aún: ¿quién restituye, y dice devolver a su dueño, los poemas (esos versos)? La pregunta es la misma: ¿a quién pertenece lo producido? Pero su sentido, ahora, importa un aspecto claramente distinto, o deliberadamente lírico: ¿a quién pertenece esa voz? ¿Quién finge –y firma– el dolor que de veras siente?

Este problema, entre los tratadistas del Renacimiento, produjo no sólo una crítica abundante sino una notable búsqueda de definiciones teóricas que, sea por las obras consideradas sea por las traducciones y tradiciones recuperadas a la hora de formularlas, solían rápidamente resultar insatisfactorias o no completamente útiles. La obra de Petrarca, en este sentido, fue no sólo muy recurrida críticamente sino motor de movimientos teóricos varios. Entre ellos, cabe mencionar cierta “visión bifocal” (Guerrero, 1998: 145) que expuso Minturno en L’arte poetica (1564) y poco después Zoppio en su Ragionamenti in difesa di Dante e del Petrarca (1583), visión según la cual se podía escuchar en la poesía lírica del florentino dos “personas” o “voces”: la del poeta que habla y la del amante que se dirige a su amada o, también, la del poeta que representa y la del filósofo representado. En este sentido la poesía al decir “yo” podía hablar en “nombre propio” (situación contraria al precepto aristotélico) y como “personaje” (modo tradicionalmente, o desde Platón, más dramático que lírico). Y si bien esto es sencillamente identificable en los poemas de sor Juana y, en el soneto y el romance inaugurales, bien evidente (pues una voz organiza los cuartetos mientras otra los tercetos / una voz escribe versos y otra comenta con el lector esos versos), el asunto naturalmente no se detenía ahí. Pues el problema allí manifiesto era no sólo una distinción palmaria entre cierto sujeto de la enunciación y del enunciado sino que esta distinción no garantizaba la referencialidad del primero, vale decir, que el sujeto de la enunciación no fuera él también una “ficción” y no coincidiera con la “persona civil” o con el sujeto histórico que decía (o podía) ser. Que Borges, cuando dice “yo” (incluso cuando dice “Borges”), pueda estar diciendo y queriendo decir “él” es –para la lírica tanto como para la narrativa– una de sus propiedades modernas o cervantinamente nóveles; no obstante para la poesía, a diferencia de la narrativa, esa modernidad es también una cuestión muy antigua. Por eso cuando “sor Juana” firma y cuando, enfatizando el gesto, firma sólo el primer poema de la primer edición del primer tomo de sus obras y además, subrayando, firma “Juana Inés de la Cruz” algo pasa, algo pulsa una cuerda clásica que interrumpe su sonido helénico, algo afecta esa permanencia y esa pertenencia, algo hace “nueva propiedad” (¿nuevo mundo?) en la voz.

Cuando poco después aparece Poemas y el romance reinaugura el primer tomo, así se lee de entrada: Prólogo al lector, de la misma autora, que hizo y envió con la prisa que los traslados, obedeciendo al superior mandato de su singular patrona, la excelentísima señora condesa de Paredes, por si viesen la luz pública: a que tenía tan negados sor Juana sus versos, como lo estaba ella a su custodia, pues en su poder apenas se halló borrador alguno . No va firmado, pero ¿es necesario? ¿Replica al anonimato del “Prólogo al lector” que, en Inundación (1689), ocupaba las mismas páginas que ahora, en Poemas (1690), llenan esos versos arromanzados? Como en el soneto, aquí nuevamente no sólo el problema es el mismo sino que las notas en el epígrafe indican una misma preocupación, cifrada en “su singular patrona” (la condesa de Paredes), en la singular figura de un poeta (despreocupado de fama y obras) y en los singulares versos (negados, indefensos, dispersos) que escribe. Pero también el retardo, la dilación entre soneto y romance es otra vez sensible y no puede explicarse –como queda dicho– por una mera cuestión editorial o contextual: no hay épocas ni problemas ni proyectos distintos en Inundación y Poemas que son, ambos, el primer tomo de la obra sorjuanina. Y son, también, la primer evidencia impresa de esa “discrepancia” y esa “monstruosidad” que Luis Felipe Fabre retrató en su poema “Sor Juana y otros monstruos”, discrepancia y monstruosidad que se hallan exactamente ahí donde “sor Juana” y su sorjuanismo hacen, construyen y principian una literatura. Discrepancia y monstruosidad, sobra decirlo, que anteceden y sobreviven tanto su obra como su vida al articularlas en torno de un “aura popular”, de esa figura multitudinaria que efectivamente fue, es y será “sor Juana”, una figura que –además de polémica, o justamente por eso– no puede ni pudo concebirse (y practicarse) sin cierta “opinión pública” ni allende una “cultura popular” que es exactamente –como “sor Juana” y el sorjuanismo– “el sector cultural en el que todos los participantes tienen la autoridad de emitir juicios” (Frith, 2014: 37), es decir, el sector cultural donde se alternan lógicamente la experticia y erudición con la telenovela ( Juana Inés), la historieta (Engaños descoloridos) y la leyenda (Wissmer, 2016).

Y no obstante esos “apenas” –infraleves, diría Duchamp– siete meses entre soneto y romance, entre Inundación (1689) y Poemas (1690), permanecen ahí, están ahí: siempre sumergidos pero emergiendo, siempre deslucidos pero titilando. Por ejemplo, nada menos, en la idea de “autora”, en la imagen de “la misma autora”, como afirma el epígrafe, en esa mismidad tan lábil como las figuras que busca hacer coincidir: ¿se refiere a la misma que firmaba el soneto con un nombre distinto o a la “criada” que ahora, “obedeciendo al superior mandato”, a/firma y envía esos versos “que tenía tan negados sor Juana”? Y si titila esa diferencia infraleve, ese apenas siete meses después, su brillo emerge y es evidencia –y otra vez: nada menos– en la luz pública: si algo hace efectivo el sorjuanismo y plasma el personaje lírico “sor Juana” es, innegable, el carácter público de la figura de un poeta, la res publica como territorio primero de toda política de la literatura americana. Si con Dante y Petrarca la figura del poeta se desplaza, deliberadamente, entre lo biográfico, lo dramático y lo lírico o –sugiere Agamben– se emplaza en “una zona de indiferencia entre lo vivido y lo poetizado” (2016: 145), es decir, ni sobre un fundamento teológico (la palabra funda la vida) ni sobre uno biográfico (la vida funda la palabra), con sor Juana esa “zona” no sólo pierde indiferencia –porque es americana, porque es colonial y porque allí un poeta no puede ser mujer indiferentemente– sino que encuentra por eso un fundamento público (la cosa pública funda la palabra poética) y un público para su fundamento (la palabra poética funda la cosa pública).

Y si bien esto podría explicar el “género” del soneto (dedicatoria a la mecenas), la “función” del romance (prólogo al lector) y mucha de la poesía sorjuanina conocida –y no siempre apreciada– como “de circunstancia”, pues género, función y circunstancia son, en tanto res publica, la razó o fundamento de la poesía de “sor Juana”, cabe apuntar que si en el soneto la mujer (virreina y criada) forzaba a razonar su participación poética y política como cuestión de Estado, en el romance esa actividad surge bajo figuras singulares y públicas (patrona y autora), delineando una zona donde queda en evidencia aquello que hace “nueva propiedad” (y nuevo mundo) en la voz poética: la res publica. Así el problema de a quién pertenece la voz (que firma, a-firma o confirma el poema) destaca no sólo la importancia literaria que la construcción de la figura del poeta tiene para la lectura de su poesía y, por esta vía, difícilmente pueda ser percibida (editada y estudiada) la obra de sor Juana prescindiendo de esa figura –femenina y desafiante, erudita y elusiva– que, como todo lugar común, predispone el sentido de su literatura; sino la importancia política que la construcción de la figura pública del literato o la letrada tiene para la literatura latinoamericana y sus “propiedades”, de donde difícilmente pueda percibirse (vincularse y proyectarse) la obra de sor Juana sin esa figura pública –tan secular como religiosa, tan religiosa como política y tan política como literaria– que en 1689, en el primer poema de la primer edición del primer tomo, ella decidió llamar Juana Inés de la Cruz, un nombre que nunca –ni siquiera hoy– señala a la poeta “sor Juana” ni a “la misma autora” del romance que, en 1690, prologa anónimamente sus Poemas.

Sea el público, la publicación o la publicidad, sea su participación poética y política, sean sus textos, sus pretextos o contextos, lo que constituye a “sor Juana” como personaje lírico y al sorjuanismo como movimiento poético y a ambos como articulación fundacional de la literatura americana se juega siempre en ese terreno que –como la obra impresa de la mexicana– presenta una doble entrada, donde palabra poética y cosa pública no dejan de distinguirse sin separase y, según sus frágiles lindes, vuelve infatigable la pregunta: ¿a quién pertenece lo producido?

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[*] Doctor en Letras (UBA). Investigador de CONICET. Profesor de Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Email: nofacundosi@gmail.com

Enviado 1/10/2018. Aceptado 12/11/2018