RESEÑA

LECTORAS DEL SIGLO XIX.

IMAGINARIOS Y PRÁCTICAS EN LA ARGENTINA, Graciela Batticuore; Buenos Aires: Ampersand, 2017; 174 pp; ISBN 978-987-4161-02-4

Cecilia Inés Luque [1]

La investigación de Graciela Batticuore parte de la premisa de que las representaciones de la lectura en la Argentina del siglo XIX remiten a las reflexiones políticas e intelectuales sobre las problemáticas que traían consigo la consolidación y modernización de la nación. Batticuore analiza imágenes de lectoras en la literatura y la pintura, como así también las prácticas de algunas lectoras reales, para dilucidar cuáles son los debates con los que dialogan esas figuraciones, cuál es la relación entre los imaginarios de “la lectora” y las actividades concretas que desarrollaron las mujeres letradas a lo largo del siglo. El objetivo general de la investigación es mostrar cómo se pensaba la articulación entre “mujer”, “educación” y “civilización” en el contexto de construcción de la nacion/alidad argentina, en una época de tensas contradicciones entre los anhelos de progreso y la siempre presente inestabilidad política. La investigación cubre incluso los principios del siglo XX, en tanto analiza las proyecciones de estos imaginarios en un género discursivo nuevo como el del cine.

Batticuore elige esos tipos de discursos (literatura, pintura, cine) por el prestigio y el grado de circulación que han tenido históricamente en la sociedad argentina. En dichos discursos, las mujeres han sido presentadas como lectoras de periódicos, de cartas y de novelas, tres importantes medios de transmisión de información en la época, y por lo tanto, importantes modos de dar realidad a la nación (o de imaginarla, como bien dijera Benedict Anderson en su señero libro): los periódicos se ocupaban de la actualidad socio-económico-política, las cartas hablaban de la cotidianeidad doméstica y afectiva, las novelas enseñaban a interpretar la realidad. Es decir, estos tres géneros discursivos abarcaban lo público, lo privado y los modos en que ambos estaban significados por lo cultural. Se entiende entonces que Batticuore haya organizado su libro en tres capítulos llamados, muy apropiadamente, “La lectora de periódicos”, “La lectora de cartas” y “La lectora de novelas”.

En el primer capítulo, “La lectora de periódicos”, el análisis contrastivo de cuadros y textos literarios muestra que la práctica de la lectura era, en la Argentina de principios del siglo XIX, índice de la distinción y del capital simbólico del individuo; mostrarse leyendo era el modo privilegiado de denotar status social. Pero no todas las representaciones de la lectura decían lo mismo acerca de quien leía: había notorias diferencias según se tratase de una figuración artística o una literaria, según se representase a un varón o a una mujer. El retrato, con su discurso más tradicionalista y burgués, muestra a las mujeres leyendo textos ligados a la intimidad doméstica –misales, cartas o un libro de aspecto sobrio- para presentarlas como “ángeles del hogar”, instruidas sólo lo suficiente para hacer “lecturas útiles” para su desempeño en el seno de la familia. Su contacto con el periódico está mediado por el hombre de la casa, quien lee para ellas seleccionando y administrando lo que les conviene saber. En cambio, desde el momento mismo de la aparición de los primeros semanarios porteños en 1801, los discursos que corren al interior de la prensa –literatura, ensayos, notas de opinión- convierten a la mujer lectora en general y a la lectora de periódicos en particular en significantes flotantes cuyo significado es disputado por diversos sectores sociales, en tanto es índice de un debate político-cultural mayor: cuál es el “nexo [ideal] entre educación de la mujer, civilización y progreso en los países jóvenes de América,” (28). Se hace entonces un recorrido por diversos momentos de dicho debate a lo largo del siglo XIX, los cuales se aglutinan alrededor de diversos tipos de lectoras: el “ángel del hogar”, “la patriota”, “la gaucha gacetera”, “la mediadora”, “la lectora de la página bursátil”. Batticuore se detiene en el análisis de la praxis de lectoras reales –señoras ilustradas y proletarias anarco-sindicalistas, famosas y desconocidas- que dan el paso siguiente y acometen la escritura en los periódicos –o fundan los suyos propios- para demandar la igualdad intelectual entre hombres y mujeres y, en consecuencia, el acceso a la educación. El patriotismo legitima estas demandas, como así también la salida de las lectoras del ámbito de lo doméstico para incursionar en el ámbito público como sujetos sociales y políticos. En suma, el primer capítulo presenta la lectura de periódicos -y la práctica escritural que de ella se desprende- como instancia de empoderamiento democrático de las mujeres.

El segundo capítulo, “La lectora de cartas”, también vincula la lectura con la escritura, pero sin la fuerte coherencia que tenía la argumentación del capítulo anterior: se analiza por un lado la representación de la mujer lectora de cartas en textos pictóricos y literarios, como el conocidísimoRetrato de Manuelita Rosas de Prilidiano Pueyrredón y la novela Amalia de José Mármol; mientras que la escritura de cartas se analiza como fenómeno separado. Al comienzo del capítulo, se examina el pasaje del discurso amoroso al relato de interés político en cartas personales escritas por hombres y mujeres de la elite argentina, cartas cuyos destinatarios no llegaron a leer. Hacia el final, se señala la visión dicotómica con la que se miraba en la época a la mujer lectora de cartas: Por un lado, el dominio del arte epistolar también era índice de ladistinción y del capital simbólico del individuo: saber escribir cartas era un requisito para “entrar en sociedad y ser considerados ‘gente decente’” (110) pues requería por parte de quien lo hace un alto grado de ilustración y las habilidades sociales propias de una nación progresista y civilizada. En el caso particular de las mujeres, el arte epistolar era una práctica que les permitía participar en el desarrollo de la Nación sin abandonar el ámbito privado, pues podían educar a los futuros ciudadanos de la patria mediante la lectura de cartas familiares y darles un sentido de pertenencia familiar y nacional. Pero por otro lado, la literatura presentaba a la mujer alfabetizada como vulnerable a peligros que ponían en riesgo la integridad moral propia y de la sociedad. El segundo capítulo concluye que fue bien aceptada la expansión de las prácticas de lectura y la escritura entre la población femenina a lo largo del siglo XIX por su asociación con los conceptos de progreso y modernización que circulaban en la época, pero que, simultánea y contradictoriamente, las acciones y los deseos de la mujer letrada en general y la lectora de cartas en particular fueron vistos como un latente factor de corrupción social, como la encarnación de los aspectos negativos de las transformaciones sociales vinculadas al progreso.

El tercer capítulo, “La lectora de novelas”, retoma lo desarrollado en los capítulos anteriores y analiza el fenómeno cultural de “la educación por las novelas” que comenzó durante el romanticismo y perduró hasta entrado el siglo XX. Esta práctica preocupaba a políticos e intelectuales pues, si bien “la civilización de un pueblo se mide por el grado de instrucción de la mujer” (131) y la paulatina alfabetización de las mujeres las había convertido en ávidas consumidoras de cuanta novela le ofreciese el creciente mercado periodístico, se consideraba que la mujer letrada era propensa a desbordes de sensibilidad o sensualidad que la llevaban a transgredir las normas. La imaginación era vista como un músculo que debía ser adiestrado para su correcta utilización: había que aunar sensibilidad con virtud para que los placeres que ofrecía el consumo moderno no sobreestimularan la imaginación y la desbocaran peligrosamente. El control de lo que leían las mujeres por parte de un tutor digno de confianza –padre, marido, maestro- fue considerado entonces como una necesidad social y moral de la cual dependía el progreso de la nación: había que construir lectoras virtuosas y del todo ajenas al vicio, con un fuerte espíritu patriótico. Batticuore señala que, en la época, se pusieron en práctica diversas estrategias –censura velada, direccionamiento de la divulgación de las obras, etc.- para separar las lecturas “peligrosas” de las “instructivas”; así, lo que excitaba la sensualidad o promovía la banalidad –novela sentimenta, novela rosa- era desaconsejado, mientras que lo que educaba en asuntos históricos y morales era recomendado. En suma, las representaciones de la mujer lectora de novelas funcionaron como signos de las tensiones establecidas en la vida social argentina del siglo XIX entre los proyectos de progreso, las convenciones tradicionales y el consumo moderno, tensiones que se manifestaron con más fuerza a medida que los parámetros de comportamiento que habían caracterizado a “la gran aldea” se fueron transformando gracias a la urbanización y la cosmopolitización de la ciudad. Batticuore también señala que, paralelamente, las mujeres se posicionaron respecto de estas representaciones para auto-construirse como intelectuales y “hacer viable su intervención en el ámbito de la cultural y de lo público” (156); da como ejemplo de esta movida intelectual los posicionamentos de las narradoras Juana Manuela Gorriti, Clorinda Matto y Emilia Pardo Bazán; argumenta que las diferencias estéticas y políticas entre ellas ilustran las diversas opciones que se le presentaban a las mujeres letradas de la época: seguir “refugiándose en el perfil de la mujer romántica para defender su derecho a las letras y a la opinión pública” (158) o bien hacer una arriesgada apuesta por el profesionalismo moderno.

No hay una conclusión explícita de este recorrido por la historia de las representaciones socio-culturales de la mujer lectora en Argentina, pero las últimas páginas del libro bien pueden funcionar como tal: allí se señala que, al adaptar clásicos literarios del siglo XIX en los cuales figura preeminentemente la pose de la lectora con el libro en la mano, el cine argentino de la primera mitad del siglo XX reelaboró los valores estéticos y morales del romanticismo y los puso nuevamente en circulación bajo el formato de herramientas con las cuales sentir y pensar la realidad. “Puede decirse entonces que el ángel del hogar retorna, romantizado y moderno, en el siglo XX” (162). Sin embargo, la sociedad “asistía ya a los reclamos de una nueva femineidad y de una perspectiva crítica acerca de la familia burguesa y tradicional” (161). Ésta es una contradicción política y culturalmente muy llamativa, cuya continuidad en los discursos populares contemporáneos amerita su propia investigación.

En suma, el libro de Graciela Batticuore hace una muy importante contribución a la historia social de la cultura escrita en Argentina.



[1] Dra. en Letras, Prof. Títular del Seminario de Temas de las Literaturas Argentina y Lusófonas Contemporáneas, Fac. de Lenguas y Prof. Asistente de Literatura Latinoamericana I, Fac. de Filosofía y Humanidades, UNC. cecilialuque@gmail.com