MEMORIA, HISTORIA, RELATO: CONTAR LOS AÑOS DE ETA SEGÚN PATRIA , DE FERNANDO ARAMBURU

María Victoria Martínez* [1]

Resumen

Patria es una novela de 2016 del escritor Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) , que narra la historia de dos familias vascas en un clima social de creciente animadversión. El relato abarca casi 30 años, desde mediados de los ochenta hasta tiempo después del cese definitivo de la violencia de ETA, en 2011. El autor plantea aquí su particular visión del conflicto en la sociedad vasca y su difícil convivencia con el Estado español. Patria constituye, además, su aporte a la “batalla hermenéutica (…) para construir el relato de lo que ha ocurrido en los últimos cincuenta años en los territorios vascos.” (Portela, 2016: 31-2) En efecto, el autor ha manifestado públicamente el deseo de que su obra aporte desde la literatura a la desarticulación de ETA; pues “es urgente que los contemporáneos del terrorismo escriban relatos para que los verdugos no se conviertan en héroes” (Aramburu, 2017). La novela ha recibido diversos premios y reconocimientos oficiales, así como también críticas adversas desde otras perspectivas. Por nuestra parte, procuraremos reconocer los esquemas y elementos discursivos que articulan el posicionamiento personal del autor, para esclarecer su aporte al debate hermenéutico planteado en Euskadi en torno a la construcción de una memoria social de las décadas pasadas.

Palabras clave: Euskadi –ETA - Fernando Aramburu – Patria - Relato

* Dra. en Letras Modernas FFyH UNC. Profesora Adjunta cátedras de Literatura Española I y Literatura Española II, Escuela de Letras. Facultad de Filosofía y Humanidades UNC. Email: victoriamartinezunrc@gmail.com

Recibido: 24/10/2017. Aceptado: 07/05/2018

Summary

Patria is a 2016 novel by Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), which tells the story of two basque families in a social climate of growing animosity. The story covers almost 30 years, from the mid-eighties to the time after the definitive cessation of violence by ETA, in 2011.

The author here raises his particular vision of the conflict in basque society and its difficult coexistence with the Spanish State. Patria is, in addition, its contribution to the "hermeneutic battle (...) to build the story of what has happened in the last fifty years in the basque territories." (Portela, 2016: 31-2) In effect, the author has publicly expressed the desire that his work contribute from the literature to the dismantling of ETA; for "it is urgent that the contemporaries of terrorism write stories so that the executioners do not become heroes" (Aramburu, 2017). The novel has received various awards and official recognitions, as well as adverse criticism from other perspectives. For our part, we will try to recognize the schemas and discursive elements that articulate the personal positioning of the author, to clarify his contribution to the hermeneutical debate raised in Euskadi around the construction of a social memory of the past decades.

Keywords: Euskadi -ETA - Fernando Aramburu - Patria – story

Introducción

—Bittori, por el amor de Dios, ¿para qué hurgas en esa herida?

—Para sacarle todo el pus que aún lleva dentro. Si no, nunca se cerrará. (Aramburu. 2016: 121)

La historia narrada en Patria, novela publicada en 2016 por el escritor donostiarra Fernando Aramburu, se centra en dos familias que viven en un pueblo vasco innominado cercano a San Sebastián; se desarrolla en Gipuzkoa, y se extiende por cerca de tres décadas, desde mediados de los años ochenta hasta varios meses después de la declaración del cese definitivo de la violencia por parte de ETA en el año 2011.

Los personajes no son identificados por apellidos, sólo se dan a conocer sus nombres o apelativos; recurso cervantino del autor para ampliar los alcances de lo narrado, pues todas las personas y familias pueden identificarse así con sus peripecias; esto se hace extensivo al pueblo, del que intencionadamente se brindan pocas referencias.

Los padres de ambas familias -Miren y Joxian, por una parte; Bittori y el Txato, por otra-, han compartido amistosamente muchas cosas en los años de crianza de sus hijos. En un principio unidas por una amistad muy cercana, las familias se verán luego enemistadas por razones políticas, en una creciente animadversión alimentada por el clima social imperante. El Txato, un empresario que se abrió camino en la vida con mucho esfuerzo, primero es extorsionado y luego asesinado por un comando de ETA; el mismo al que se integra Joxe Mari, uno de los hijos de Miren y Joxian, posible ejecutor del empresario. Detenido finalmente después de participar en una serie de atentados, el hijo mayor de Miren cumple una larga condena en prisión. Como telón de fondo de la historia se recogen muchas señales del miedo cotidiano de vivir en una sociedad amenazada, en donde el rumor y la delación son parte del día a día.

(…) el caso es difamar y meter miedo. Fulano hace un poco, mengano hace otro poco y, cuando ocurre la desgracia que han provocado entre todos, ninguno se siente responsable porque, total, yo solo pinté, yo solo revelé dónde vivía, yo solo le dije unas palabras que igual ofenden, pero, oye, son solo palabras, ruidos momentáneos en el aire. De la noche a la mañana mucha gente del pueblo empezó a negarles el saludo. ¿El saludo? Eso es mucho pedir. Hasta la mirada les negaban. Amigos de toda la vida, vecinos, también algunos niños. (…) (Aramburu, 2016: 82)

La novela está estructurada en ciento veinticinco breves capítulos numerados y subtitulados, que rescatan a la manera de estampas algunos episodios de la vida de sus personajes; cada uno de ellos, desde su particular perspectiva, proporciona de manera gradual elementos de la trama, en distintas épocas y situaciones. Incluye además un apéndice final, con un glosario de vocablos y modismos en euskera usados en la novela, traducidos y explicados en castellano.

Una línea isotópica común, la de un cierto clima intimidante, hilvana las secuencias narrativas: pues la muerte del Txato, anunciada ya desde las primeras líneas, será replicada en distintos momentos y desde el recuerdo y la conciencia de diferentes actores; icónico telón de fondo de la violencia omnipresente en el mundo narrado.

Y qué manera de llover. La madre que me. (…) Aún no habían dado las cuatro de la tarde y ya parecía que entraba la noche en el pueblo. (…) Una figura joven, ágil, borrosa, surgió de entre dos coches aparcados junto a la acera de enfrente (…) De un salto alcanzó la acera por detrás del Txato. El Txato siguió su camino y ya le faltaba poco para llegar a la esquina.

Entonces, a su espalda, muy cerca, sonó un disparo.

Y después otro.

Y otro.

Y otro. (Aramburu, 2016: 87)

Joxian, gacha la cabeza, guarda silencio. ¿Medita, reza? Clavó de pronto la mirada en el nombre de su amigo, en la fecha de su muerte. Su muerte en la esquina. La esquina entre la casa y el garaje donde guardaba el coche y la bicicleta. Y tras la fecha, la edad del Txato la tarde lluviosa de los disparos. (Aramburu, 2016: 114)

Bittori miró derechamente a los ojos del cura.

—Escucha, Serapio. Quien no me quiera ver en el pueblo, que me pegue cuatro tiros como al Txato, porque pienso seguir viniendo tantas veces como me dé la gana (…) No espero que nadie me pida perdón, aunque, la verdad, ahora que lo pienso, me parecería un gesto bastante humano. (Aramburu, 2016: 121)

El cronotopo en Patria

La historia de Patria se desarrolla en un pueblo del que no se brindan mayores referencias, salvo que está ubicado a corta distancia de la capital guipuzcoana; un pueblo pequeño, ya que los vecinos se conocen unos a otros, fácilmente asimilable a cualquiera de los muchos pueblos de Euskal Herría.

La secuencia narrativa no sigue un orden cronológico, sino que recoge fragmentariamente el devenir vital de nueve personajes vinculados entre sí, en el universo familiar y vecinal de la pequeña comunidad; por lo mismo, los saltos temporales demandan la atención del lector, quien se ve precisado a reunir durante el proceso de lectura los detalles que gradualmente dibujan el perfil de los personajes y las diferentes situaciones.

Si bien el narrador elude intencionadamente la mención de fechas exactas, sí ofrece algunas referencias a acontecimientos históricos conocidos, lo que brinda puntos de anclaje cronológico a la acción: entre otros, la tortura y muerte de Mikel Zabalza, falsamente acusado de pertenecer a ETA por la Guardia Civil, ocurridas en diciembre de 1985; la desarticulación del aparato financiero de ETA por el allanamiento a la fábrica Sokoa en el país vasco francés, en noviembre de 1986; el atentado explosivo en el centro comercial Hipercor de Barcelona, que causó la muerte de 21 personas, en junio de 1987; las negociaciones de Argel, entabladas con el gobierno socialista de Felipe González después del primer anuncio de una tregua por parte de ETA, en enero de 1989; los asesinatos de Gregorio Ordóñez, diputado del parlamento vasco por el Partido Popular, en enero de 1995; y Miguel Ángel Blanco, concejal por el Partido Popular de Ermúa, Bizkaia, en julio de 1997; una serie de sucesos trágicos que jalonaron por décadas la historia de la sociedad vasca.

En torno a la presencia y acción de ETA en la vida de la comunidad se desarrollan además multitud de cuestiones, recogidas en la novela: el día a día de un pueblo acostumbrado a la presencia dominante de la izquierda nacionalista abertzale; el aislamiento social padecido por familias y personas que se resistieron a las amenazas de ETA, el silencio de gran parte de la sociedad vasca; la kale borroka o lucha en la calle, la presión para el cobro del “impuesto revolucionario”, los atentados; las torturas contra prisioneros cometidas por los cuerpos de seguridad del Estado, la dispersión de los presos vascos condenados y el sufrimiento para sus familias, el dolor de los familiares de las víctimas del terrorismo, el proceso imprescindible de reflexión y revisión de aquel pasado, los atisbos dolorosos de una pretendida reconciliación.

Voces narradoras

Diversas instancias narrativas entran en juego para contar las historias de Patria; en efecto, en un mismo párrafo pueden hallarse frases escritas en primera persona, formas de estilo indirecto libre o voces como la de un narrador indeterminado que es quien organiza las distintas secuencias del relato. Este narrador por momentos observa desde fuera los sucesos, pero también suele ubicarse en la conciencia del propio personaje observador, como también en la del personaje observado; un juego narrativo que permite al autor insertar en un mismo párrafo múltiples puntos de vista y pasar con naturalidad de la tercera a la primera persona gramaticales, una manera efectiva de enriquecer caleidoscópicamente su relato.

Así, cuando el narrador principal focaliza su atención en la conciencia del personaje central de un capítulo intercala frecuentemente en el mismo párrafo frases en primera persona –las de su discurrir mental-, en medio de una secuencia narrativa en tercera:

Nerea agitó brevemente la mano en señal de despedida antes de meterse dentro del taxi. Su madre, en el tercer piso, oculta tras el visillo, desvió la mirada. (…) Y ella, ay, qué vieja me estoy haciendo, volvió a mirar la calle y el taxi ya se había perdido de vista. (Aramburu, 2016: 13)

Son frecuentes así también las intercalaciones de diálogos en estilo directo, transcriptos sin fórmula introductoria; de esta manera, mediante la acumulación de recursos de una técnica depurada, el autor nos brinda detallada información de un personaje o situación en el breve espacio de tres o cuatro páginas, las de la menguada extensión de cada capítulo. La acumulación de voces y perspectivas del conjunto da cuenta, además, de la complejidad de la materia narrada, que demanda el aporte de múltiples conciencias.

—Ama, ¿seguro que te las arreglarás sola?

— ¿Por qué no vais en autobús al aeropuerto? El taxi de aquí a Bilbao os va a costar un dineral.

Él: —No te preocupes por eso.

Las maletas, la incomodidad, la lentitud, alegó.

—Sí, pero vais con tiempo, ¿no?

—Ama, no insistas. Está decidido que iremos en taxi. Es lo más cómodo.

Quique empezaba a impacientarse.

—Es lo único cómodo.

Añadió que se iba a fumar un cigarrillo a la calle mientras habláis. Olía fuerte a perfume ese hombre. Pero la boca le huele a bebida y no son más que las nueve de la mañana. Se despidió mirándose la cara en el espejo del recibidor. Presumido. (Aramburu, 2016: 14)

Dos mujeres en el eje de la historia

Del conjunto de secuencias y personajes destacan dos mujeres fuertes, cabezas de sus respectivas familias, cuyas historias vertebran el relato; Bittori, casada con el Txato y madre de Javier y Nerea; y Miren, casada con Joxian y madre de Joxe Mari, Arantzazu y Gorka.

Las mujeres se conocen desde niñas, como se conocen todas las personas de la comunidad en que se desarrollan sus historias, y han sido amigas muy cercanas durante muchos años: “¿Amigas? Más, hermanas. Todo lo que se diga es poco.” (Aramburu, 2016: 39) Joxian y el Txato, con quienes se casaron “en la iglesia del pueblo, con aurresku a la salida, la una en junio, la otra en julio del mismo año, el 63”-, eran a su vez grandes amigos de mus en el bar, cena en la sociedad gastronómica y bicicleta los domingos. De modo que los lazos afectivos, ya muy arraigados, se hicieron extensivos a los miembros de sus familias; un vínculo que se verá resentido, sin embargo, por la violencia presente en el espacio social. Como dijimos, el hijo mayor de Miren se suma a la lucha armada y pasa a la clandestinidad; por esos años el compañero de vida de Bittori es asesinado por un comando etarra. Se abre así una grieta de desconfianza y dolor que termina con la amistad de las mujeres; Miren empieza a ser para Bittori “aquella amiga del pueblo de la que más vale no acordarse” (Aramburu. 2016: 17); en tanto Miren pasará a considerar a Bittori como parte de “esa gente (que) no me interesa”. (Aramburu, 2016: 29)

Bittori es una mujer sencilla y poco ilustrada; antes de la muerte de su esposo fue religiosa practicante, pero perdió su fe después del trágico suceso. En el presente de la historia decide regresar al pueblo, quizás en espera de un improbable pedido de perdón por parte de los agresores, el que tarda y se diluye en el clima de rencores y mutuos recelos en el que todos se hallan inmersos.

La muerte del Txato marca un antes y un después en su vida; pues a fin de preservarla del dolor sus hijos la llevan a vivir, más o menos engañada, a un piso en San Sebastián, alejada de su pueblo de toda la vida. Allí está en los primeros capítulos, y desde allí decide volver al pueblo en busca de respuestas, aún a riesgo de provocar antiguos resentimientos.

Bittori suele asistir de vez en cuando a la iglesia, quizás por costumbre, pues ya no puede apoyarse en el consuelo de una religión: “Nada más ver al Txato en el ataúd, su fe en Dios reventó como una burbuja.” (Aramburu. 2016: 17) Después de la muerte del esposo no se interesa por concurrir a cafeterías, salidas de compras o paseos. El dolor y la añoranza por el compañero perdido han agostado su alegría de vivir, mas no le permiten olvidar las circunstancias en que el Txato fue asesinado.

No le costaba a Bittori aceptar que hacía una tarde estupenda. Para dar saltos de júbilo, ella habría necesitado otra clase de estímulo. ¿Por ejemplo? Ay, yo qué sé. Que inventaran una máquina de resucitar a los muertos y me devolvieran a mi marido. Se preguntó si después de tantos años no debería ir pensando en olvidar. ¿Olvidar? ¿Qué es eso? (Aramburu, 2016: 18)

Por la misma razón se siente apagada y apática, y prefiere eludir el contacto con los demás:

Salió de la iglesia de los capuchinos, en la calle Andía, con el cielo ya oscuro. (…) Distinguió una cara conocida. Sin dudarlo, cambió de acera (…) En la calle Urbieta oyó su nombre. Lo oyó claramente, pero no quiso volver la mirada (…) Aquella voz sonaba demasiado cerca como para seguir fingiendo que no la oía (…) Total, que por perder de vista a la vecina cruzó a la otra acera (…) De ahí a poco, sonó el teléfono (…) Bittori dejó que se extinguiera el sonido, reconoció el número en la pantalla y lo marcó. (Aramburu, 2016: 18 a 20)

La importancia de la noticia del cese de la lucha armada queda realzada por la insistencia de la vecina, a quien Bittori quería eludir; y por el llamado de su hijo, instándola a que vea el anuncio en la televisión. Finalmente, Bittori “Vio en la pantalla a los tres encapuchados con boina (…) y pensó: la madre del que habla ¿reconocerá su voz?”. (Aramburu, 2016: 20)

Por otra parte, como paliativo a su soledad Bittori suele conversar en voz alta con el Txato, en el cementerio de Polloe en San Sebastián, sentada en el frío de la piedra sepulcral. En la confidencia solitaria de una de estas visitas se expone el móvil que alentará sus acciones a lo largo del relato:

Tengo una gran necesidad de saber. La he tenido siempre (…) Es una necesidad muy grande de estar por fin a buenas conmigo, de poder sentarme y decir: bien, se acabó (…) Y la respuesta, si la hay, solo puede estar en el pueblo y por eso voy a ir allí, hoy mismo por la tarde. (Aramburu, 2016: 24)

En breves trazos se perfilan así los rasgos personales de Bittori: sagaz, observadora, crítica, poco o nada sentimental, se manifiesta en ella una cierta dureza emocional. Quizás por ello enrostra al Txato su blandura, sobre todo con Nerea, la hija a la que no logra comprender.

Miren, por su parte, es también una mujer simple, poco instruida y muy religiosa, de una religiosidad particular. Cuando su hijo mayor se hace gudari, se pliega fervorosamente en favor de la causa nacionalista y la lucha armada; por ello se siente incómoda y quizás amedrentada con el regreso de Bittori, según le confía a Serapio, el cura abertzale.

—Me pone los nervios de punta, padre. Por las noches no pego ojo. Yo me huelo que viene a crear problemas, eso seguro, a crisparnos. Somos víctimas del Estado y ahora somos víctimas de las víctimas. Nos dan por todas partes. (Aramburu, 2016: 79)

En el capítulo titulado “En casa de esos” se presenta el ámbito en que se desenvuelven Miren y su familia, caracterizado por los “tubos fluorescentes que derramaban una claridad humilde, de clase obrera, sobre los armarios de fórmica, el olor a fritanga en la cocina sin ventilar”. (Aramburu, 2016: 43)

Un rasgo destacado de lenguaje pasa por la utilización del despectivo “esos”, en relación con los miembros de un grupo indefinido que engloba a ciertos “otros”, los que irán variando, en cada caso, según la perspectiva narrativa; referencia clara, por lo demás, del estado de situación de una sociedad escindida por el rencor. De este modo, sabemos por la voz narradora que Miren escucha en el noticiero las referencias al “cese definitivo de la lucha armada"; el foco del relato pasa de manera inmediata a las consideraciones mentales de la mujer, que piensa para sí: “No del terrorismo como dicen esos, que mi hijo no es terrorista”. (Aramburu, 2016: 25)

En las silenciosas cavilaciones de la madre se nos presenta brevemente a su familia: su hija Arantxa, “cuarenta y cuatro años. La mayor de tres”, paralizada por una grave enfermedad, ahora a su cuidado. “Luego Joxe Mari, en Puerto de Santa María I”, primera referencia al hijo etarra que cumple sentencia muy lejos de su familia, en Cádiz, en el mayor complejo carcelario español. Los devaneos mentales de Miren precisan otro motivo presente de rencor y dolor: “Hasta allí abajo nos hacen ir. Cabrones” (Aramburu, 2016: 25), clara referencia a la política iniciada en 1989 de dispersión de presos etarras, alejados del País Vasco, que la obliga a atravesar el país hasta la lejana provincia gaditana cada vez que se propone visitarlo. “Por último el pequeño. Ese va a lo suyo. A ese ni le vemos”, en referencia a Gorka, el hijo “diferente”, el único interesado por la lectura y la poesía, siempre “inclinado sobre sus libros y sus cuadernos.” (Aramburu, 2016: 43)

Miren recuerda también algunos episodios lejanos ocurridos en el mismo escenario doméstico; entre ellos, el de la violencia inusitada con que Joxe Mari respondió a sus preguntas, la primera vez que lo vio en acción en la calle:

(…) se soltó a gritar (…) Fuerzas de ocupación, libertad de Euskal Herria (…) y ella allí sola con su hijo enloquecido que hablaba a gritos de liberación, de lucha, de independencia, tan agresivo que Miren no pudo menos de pensar: éste va a pegarme. (Aramburu, 2016: 43)

Frente al suceso, en principio preocupante, Miren adoptó prontamente una posición de apoyo incondicional a su hijo; pues “de pequeño lo había lavado, lo había vestido, le metía a cucharadas la papilla en la boca. Haga lo que haga, me dije, será mi Joxe Mari y lo tengo que querer.” (Aramburu, 2016: 45)

Por ello en el presente de la historia, ante el noticiero televisivo que repite comentarios -“Paso importante para la paz. Exigimos la disolución de la banda terrorista. Se abre un proceso. Camino a la esperanza. Fin de una pesadilla. Que entreguen las armas.”-, Miren piensa en su hijo ausente: “—Dejan la lucha a cambio de qué. ¿Se han olvidado de la liberación de Euskal Herria? Y los presos que se pudran en la cárcel. Cobardes. Hay que acabar lo que se empieza.” (Aramburu, 2016: 26)

En la interrogación final a su hija, “¿Te suena la voz del que ha leído el comunicado?”, se repite como un eco el comentario mental de Bittori, también frente a la pantalla, contemplando la misma escena; una manera de equiparar a ambas mujeres, familiares de víctima y victimario, en la semejanza de su dolor.

Otro rasgo de Miren que se hace presente en estos primeros capítulos es su conciencia de pertenencia euskalduna, la que la lleva a indagar críticamente el origen de las personas de su entorno; así la fisioterapeuta que atiende a Arantza “es una chica muy maja. No es vasca, pero bueno (...) Habla muy poco euskera, casi nada, pero en este caso no importa.” (Aramburu, 2016: 28)

Joxian, el esposo de Miren, por su parte, es un hombre sin carácter, que acepta calladamente las decisiones que toma la mujer. Ya retirado después de muchos años de trabajo como obrero en una fundición, dedica sus esfuerzos a una huerta que cultiva cerca del río; otra de sus aficiones es la de las tardes de mus y bebidas, en el bar de la plaza del pueblo. El “olor a taberna”, que molesta a Miren, suele ser motivo de sus reproches; en cuyo trasfondo se halla, en realidad, su cansancio por la nula iniciativa del marido ausente: “Si siempre me lo dejaba a mí todo, la educación de los hijos, las enfermedades, la paz de casa.” (Aramburu, 2016: 44) Por ello, en el momento de acostar entre ambos a la hija enferma “se miraron hostiles, de mal humor, él con los dientes apretados como para retener dentro de la boca alguna palabra fea.” (Aramburu, 2016: 28) Quedan perfiladas así las tensiones que atraviesan el espacio doméstico de Miren y su familia.

Una cierta disparidad en los matrimonios concertados por Miren y Bittori podría contar, quizás, como un lejano vector de las divergencias posteriores; según recuerda el narrador, mientras Miren y Joxian celebraron su fiesta de bodas en una sidrería en las afueras del pueblo, Bittori y el Txato lo hicieron en un restaurante de mayor categoría; en tanto que el viaje de bodas de los primeros consistió en cuatro días en una pensión barata de Madrid, los segundos viajaron a Roma, asistieron al saludo del nuevo Papa y visitaron varias ciudades italianas. De allí el comentario de Miren a su amiga: “—Se ve que te has casado con un rico.” Una observación que será rápidamente matizada por el narrador, quien recuerda que el Txato andaba de niño por el pueblo “con alpargatas descosidas”; en su presente, sin embargo, “le iba bien en una empresa de transportes que había fundado”, (Aramburu, 2016: 40) pues poseía naturalmente un espíritu emprendedor, del que carecía por completo el apocado Joxian.

Aún con las diferencias consignadas, el perfil de ambas mujeres ha sido pergeñado con muchos puntos en común: de estructura mental similar, en el presente del relato experimentan además un cierto paralelo en su estado espiritual, lo que las lleva a conversar/reflexionar, calladamente o en voz alta, con sus “fantasmas interiores” (Pizarroso, 2017). Como dijimos, Bittori dialoga fluidamente con su marido muerto y comparte con él las novedades del día a día; en diversas escenas, dirige la palabra a una fotografía del Txato, le habla sentada sobre el sepulcro, o sostiene en su fuero íntimo frecuentes conversaciones con el ausente.

—Lo otro que quería decirte es que la banda ha decidido dejar de matar. (…) Maten o no, a ti de poco te va a servir. Y a mí no creas que de mucho más. (…) Eres el único que lo sabe. No me interrumpas. El único que sabe que voy a volver. (…) Tú, tranquilo, Txato, Txatito, porque Nerea está en el extranjero y Xabier, como siempre, vive para su trabajo. No se van a enterar. (Aramburu, 2016: 24)

—Txato, Txatito, ¿qué quieres para cenar?

El Txato medio sonreía en la foto de la pared con su cara de hombre asesinable. (Aramburu, 2016: 36)

Miren, por su parte, hace otro tanto en la iglesia con la efigie de Ignacio de Loyola, con quien tiene “el doble de confianza que con Joxian.” (Aramburu, 2016: 77)

Ella puede conversar a sus anchas, sin fatigar el cuello, con la estatua de Ignacio de Loyola, que está allí junto. (…) A decir verdad, a Miren, lo que diga el cura, por regla general, le importa poco y además se sabe la misa de memoria. Pero hablar con Ignacio, hacerle promesas, proponerle tratos, dirigirle súplicas y reproches (hay días en que lo pone como hoja de perejil) es muy importante para ella. (Aramburu, 2016: 77)

(…) y Miren, en la iglesia, al santo de Loyola: Ignacio, te pido que lo castigues, tú verás de qué manera. Y luego dame a mis nietos y sácame a Joxe Mari de la cárcel. Si me concedes todo esto, ya nunca te pediré nada. Te lo juro. (Aramburu, 2016: 65)

Le lanzó a Ignacio, por el hueco entre la columna y el cogote de Arantxa, una mirada de enfurecido reproche. ¿Con quién estás, con esos o con nosotros? (…) Si la prefieres, os largáis los dos. (Aramburu, 2016: 123)

Cuando Bittori regresa al pueblo, Miren no puede soportar la carga acusadora de la presencia muda de su antigua amiga; después de muchos años de ausencia, una breve escena las presenta espiándose mutuamente en la oscuridad:

A continuación trajo de la cocina una silla y se sentó a mirar por las rendijas, completamente a oscuras para evitar que su silueta se recortase en la claridad. (…) Estaba segura de que tarde o temprano vería ante la casa a uno de ellos. (…) Dieron las doce. No te impacientes. Ya verás como viene. Y vino, claro que vino, casi a las doce y media. Se detuvo apenas un instante a la luz de la farola, mirando a la ventana ni con incredulidad ni con sorpresa, sino más bien con las cejas enfadadas, y enseguida volvió por donde había venido, pisando con fuerza el suelo, y se perdió en la oscuridad. (Aramburu, 2016: 37)

La investigadora vizcaína Edurne Portela (Santurce, 1974), estudiosa de la representación de la violencia en la cultura contemporánea, analiza en El eco de los disparos (2016), los fantasmas del terror que permeaba la sociedad vasca en la que desarrolló su infancia y primeros años de juventud. La autora sostiene que “nuestros vínculos sociales y nuestra estructura de sentimiento están dañados por años de convivencia con el ejercicio de la violencia.” (Portela, 2016: 25) En relación con la manera en que se tejen los vínculos sociales, considera que los afectos, positivos y negativos‍, nacen de cómo imaginamos a los semejantes de nuestro entorno:

Si imaginamos al convecino como un “otro” radical, como un ser con el que tenemos poco o nada en común, entonces será fácil posicionarnos en contra de él, verlo como un intruso que amenaza nuestro bienestar o nuestros deseos individuales o colectivos, proyectar sobre él nuestros problemas y nuestros temores. (Portela, 2016: 25)

Portela afirma en ese sentido que:

El nacionalismo radical vasco que ha apoyado a ETA hace precisamente esto: justificar la anulación, la asimilación forzosa, la expulsión e incluso la aniquilación del extraño y/o extranjero y convierte el odio en aspiración a la justicia, una especie de guerra justa por recuperar el paraíso perdido. (Portela, 2016: 28)

Por ello, las relaciones de los miembros de las familias de Miren y Bittori, hasta ese momento cercanas y afectuosas, también se verán afectadas por la desconfianza y el rencor; en efecto, vemos que la novela da cuenta así de “los vínculos sociales resquebrajados por la violencia” según los describe Portela (2016: 23). Siguiendo la línea de reflexión de la autora, induce a pensar también en “cómo puede contarse ahora esta sociedad herida, fragmentada y todavía polarizada” (Portela, 2016: 20); todo un desafío para el autor, además, al tomar el tema entre manos como eje de su novela. [2]

Presencia del autor en el texto; el recurso a la autoficción

Un trasunto de la historia personal de Aramburu se halla en la figura de Gorka, el hermano menor del etarra Joxe Mari, escritor en euskera que logra huir discretamente del pueblo para no seguir los pasos del mayor. Según ha manifestado el autor, “la afición de Gorka por los libros (…) tuvo algo que ver en mí.” (Aramburu en Rodríguez Hidalgo, 2017) También el autor vivió sus quince años en San Sebastián, en las mismas condiciones sociales; pero logró sustraerse a la fascinación del terrorismo y la lucha armada, como les pasaba a muchos jóvenes, por “la presencia de la cultura y los libros, que me abrieron la mirada hacia otros mundos.” (Aramburu en Sainz Borgo, 2016)

En referencias más o menos aisladas se va caracterizando su situación y condición: “el pequeño (…) era de otra naturaleza, no sé, Gorka era delgado, frágil; según Joxian, con más cerebro (…) vive, ¿escondido?, en Bilbao y pasa largas temporadas sin dar señales de vida.” (Aramburu, 2016: 42; 85) El propio Gorka, el “hijo raro (…) que había contraído la fiebre de leer”, alude a veces, en primera persona, a sus gustos e intereses:

Me va bien en Bilbao. Gano un dinerillo en la emisora, no mucho, pero a cambio me dedico a lo que más me gusta, que es escribir. Ya ves, he sacado un libro. Puede que el año que viene saque otro. Me han invitado a una ronda de lecturas por distintas ikastolas. Pagan bien, incluso muy bien. Contribuyo a la difusión del euskera. Voy tirando. (Aramburu, 2016: 253)

Lo que en principio resultaba inentendible para la familia –que el hijo menor quisiera dedicarse a escribir-, pasa a cobrar valor e interés para la comunidad después de que recibiera un premio por un poema en euskera. Mientras que su padre consideraba con perplejidad “(…) la imagen de Gorka inclinado sobre el libro, sobre el puto libro”, el cura Serapio convoca al joven a la sacristía para encarecerle su trabajo en favor de la lengua:

Son más necesarios que nunca unos grandes escritores que lleven el idioma a su máximo esplendor. Un Shakespeare, un Cervantes, en euskera, eso sí que sería maravilloso. (…) Lo que quería decirte es que sigas formándote y escribiendo, para que nuestro pueblo construya una cultura también por medio de tus manos. Cuando tú escribas es Euskal Herria la que, desde dentro de ti, escribe. (Aramburu, 2016: 348-349)

El párrafo, que aparentemente enaltece el valor del euskera como lengua literaria, contrasta con ciertas declaraciones que Aramburu formulara en una entrevista años atrás, cuando sostuvo que “los escritores en lengua vasca están subvencionados y no son libres.”(Aramburu, en Prados. 2011) Quizás por ello, algunos elementos presentes en la caracterización de Gorka dejan trasuntar su posición en torno a la escritura creativa en la antigua lengua. En efecto, el muchacho dedica sus mayores esfuerzos a literatura destinada a los niños; y por recomendación de su hermana Arantxa –“mientras escribas para niños, te dejarán tranquilo”-, no escribe sobre los “líos de la tierra”, sino que sitúa sus historias “lejos de Euskadi. En África o América, como hacen otros.” (Aramburu, 2016: 359) Así también, “soy tan cobarde (…) como tantos otros (…) en mi pueblo, que estarán diciendo bajito para que no les oigan: esto es una salvajada (…) Es el tributo que se paga para vivir con tranquilidad en el país de los callados…” (Aramburu, 2016: 462)

Conforme a la disposición del autor el único personaje escritor -caracterizado como convenientemente silencioso y de poco valor personal-, sólo puede escribir textos infantiles en euskera, sin comprometerse con la problemática de su entorno en el presente. Esta interpretación se ve reforzada por ciertas palabras pronunciadas públicamente por el autor: “Hay algo de mí en Gorka, el problema es que él no ha logrado cumplir su sueño, que es ser escritor, yo sí.” (Aramburu en Rodríguez Hidalgo, 2017) De estas palabras podemos colegir que, o bien la lengua en que escribe el personaje lo habilita sólo para crear en géneros “menores”, como si la literatura infantil no fuera en sí misma un género “mayor”; o bien, escribir literatura para niños no conlleva el mérito suficiente como para que quien lo haga sea considerado seriamente como un escritor. Según palabras de Gorka:

El que escribe en castellano aún tiene salidas. Le publican en Madrid y Barcelona, y a lo mejor, con suerte y talento, sale adelante. No así los que escribimos en euskera. Te cierran las puertas, no te invitan a nada, no existes. Yo tengo claro que me pasaré la vida escribiendo para niños, aunque estoy hasta el gorro de brujas, dragones y piratas. (Aramburu, 2016: 462)

A través del personaje se ponen en evidencia, así, las tensiones que conlleva la elección de la lengua de creación en el caso que nos ocupa; una cuestión que atizó debates ya existentes en Euskadi, y suscitó algunas críticas de peso hacia el autor. [3]

Por otra parte, en el capítulo de Patria titulado “Si a la brasa le da el viento” se recogen las experiencias de Xabier y Nerea, los hijos del Txato, quienes asisten por primera vez a unas jornadas de debate público relacionadas con la muerte de su padre.

Xabier supo, leyendo el periódico, que se iban a celebrar en San Sebastián unas Jornadas sobre Víctimas del Terrorismo y Violencia Terrorista, organizadas por el Colectivo de Víctimas del Terrorismo en el País Vasco (…) se le ocurrió que podría asistir como espectador inadvertido. Total, no me conoce nadie, han pasado muchos años (…) tras no corto rodeo, concluyó ante la entrada principal del hotel María Cristina, en uno de cuyos salones de la planta baja el juez, un escritor y otros intervinientes tomarían por turno, en cuestión de minutos, la palabra. (Aramburu, 2016: 550)

El escritor en cuestión, aquí ficcionalizado, es el propio Fernando Aramburu, quien efectivamente participó como expositor en un coloquio de autores durante las VI Jornadas sobre Víctimas del Terrorismo y Violencia Terrorista, en San Sebastián, en el mes de noviembre de 2006.

El relato transcribe las palabras del escritor ficcionalizado -las mismas pronunciadas por el autor real en dicha oportunidad-, en las que comienza por fijar su posición personal en relación con el tema convocante:

Este proyecto de componer, por medio de la ficción literaria, un testimonio de las atrocidades cometidas por la banda terrorista surge en mi caso de una doble motivación. Por un lado, la empatía que les profeso a las víctimas del terrorismo. Por otro, el rechazo sin paliativos que me suscitan la violencia y cualesquiera agresiones dirigidas contra el Estado de Derecho (…) (Aramburu, 2016: 551)

Aunque hacen referencia a un trabajo anterior de su autoría – Los peces de la amargura (2006)-, de las palabras del autor puede extrapolarse una orientación precisa sobre las claves de lectura de la novela que tenemos entre manos:

Escribí en contra del sufrimiento inferido por unos hombres a otros, procurando mostrar en qué consiste dicho sufrimiento y, por descontado, quién lo genera y qué consecuencias físicas y psíquicas acarrea a las víctimas supervivientes (…) Quise responder a preguntas concretas. ¿Cómo se vive íntimamente la desgracia de haber perdido a un padre, a un esposo, a un hermano en un atentado? (…) procurando trazar un panorama representativo de una sociedad sometida al terror. (Aramburu, 2016: 551-553)

La atribución al escritor de ficción de ciertas señas de identidad propias del autor real en este capítulo de Patria funciona aquí como ratificador de veridicción de las palabras transcriptas en el texto, las efectivamente pronunciadas por Aramburu en el coloquio mencionado, como afirmamos.

El recurso a la autoficción contribuye así a reforzar la intencionalidad explicitada por el texto; pues “presentar lo imaginario como real, o al revés, no es una apología de la falsificación, sino todo lo contrario”, según señala Manuel Alberca (2007). En relación con el empleo de la autoficción por parte de escritores testimoniales, Ana Casas (2014) sostiene a su vez que “la ficción incita a la (re)imaginación y, con ella, a una esperada afectividad del lector al que quiere transmitirse la memoria.” El autor, perfectamente consciente de los alcances y efectos de la autoficcionalidad, la emplea aquí a fin de potenciar los efectos de su mensaje en el receptor.

El título del capítulo surge de una mención de Nerea a “la brasa que llevamos dentro”, de la que cada cual “ha de ver la manera de que se le vaya enfriando poco a poco.” En una muestra de sentido común Bittori, la madre de la muchacha, cierra el tema afirmando que “si a la brasa le da el viento, se avivará la llama (Aramburu, 2016: 549); una evidencia del camino erizado de dificultades que deberá recorrer todavía la sociedad vasca en un eventual acercamiento entre víctimas y victimarios.

Contar el relato de los años de ETA

Por otra parte, desde el anuncio de ETA del cese de la lucha armada en 2011, multitud de voces han alertado sobre la “batalla hermenéutica” abierta a continuación para “contar el relato” explicativo de las últimas décadas de la vida en Euskadi, e interpretar la situación particular del pueblo vasco en estos años. (Castells Arteche, 2013) En efecto, hay una preocupación evidente por una “narrativa inexcusable”, pues “ganada está la batalla, hágase la crónica” (Pizarroso, 2017); “el relato de cuarenta años de violencia terrorista está en construcción” (Blanco, 2017); “cuando la izquierda abertzale es consciente de que ETA está derrotada, comienza un viraje discursivo para tratar de crear un relato que justifique la violencia.” (Pérez, en Blanco. 2016)

La escritora y periodista Silvia Blanco apunta en este orden a la preocupación de las víctimas, frente al “intento de blanquear el pasado por parte de la izquierda abertzale”, en medio de la desmemoria de las generaciones más jóvenes; de allí las referencias a una “batalla por la memoria” que la sociedad vasca afronta en el presente. (2017)

Edurne Portela, por su parte, cita a George Steiner para recordar los peligros de utilizar el lenguaje al servicio de una ideología: “las palabras se convierten en vehículos de terror y falsedad. Algo irremediable acaba por ocurrir a las palabras. Algo de las mentiras y del sadismo acaba por instalarse en el núcleo del idioma”; sobre esa base, sostiene que “en estos momentos se está produciendo una verdadera guerra por las palabras para construir el relato de lo que ha ocurrido en los últimos cincuenta años en los territorios vascos.” Y señala en este orden “lo peligroso que es intentar crear tanto un ´relato único´ como un relato donde ´todas´ las víctimas y ´todas´ las versiones tengan el mismo peso.” (Portela, 2016: 32)

Por ello, la autora propone en su trabajo ampliar la discusión sobre el dominio del discurso y su repercusión en distintas esferas de la vida social. Con plena conciencia del poder de la palabra para encauzar la imaginación pública, observa una disputa abierta por su control; y menciona en este orden un trabajo de Manuel Montero, Voces vascas (2014), en el que se alude a la peculiar apropiación del nacionalismo vasco de ciertos términos en castellano.

En el lenguaje vasco en español las palabras no siempre describen la realidad. A veces la deconstruyen, la segmentan, la sustituyen. Por la vía de negarla, de arrebatarle existencia al no decir un término y sustituirlo por otro (…) se ha creado un imaginario victimista que sitúa al nacionalismo vasco acorralado por la injerencia extranjera –‍o sea, española-, (…) un imaginario en que lo vasco es victimizado y lo español encarna al agresor y lo indeseable. (Portela, 2016: 34)

La autora entiende este proceso como una auténtica contaminación del lenguaje, efectuada a través del campo de la política y del intercambio social, con el apoyo en muchos casos de profesionales de la comunicación. Según Portela, la insistencia en la partición entre lo perteneciente y no perteneciente al mundo vasco, sumada a la victimización histórica de Euskadi, “acaba convirtiéndose en el relato que otorga sentido a la violencia e impone un consenso sobre ese sentido”; más aún, esta imposición de sentido actuó como impulsora del silencio de quien no se sentía representado por ella. El discurso dominante se apropió de todas las causas –“desde el rock radical vasco al feminismo, o los movimientos de liberación en América Latina”-, para darles “un sentido etnicista” que implicara la exclusión automática de quienes no se identificaban con estos valores. En esta sociedad fragmentada y gravemente escindida, “un veto de facto” impedía a su vez a las víctimas acercarse a cualquier obra que procurara “entender al terrorista o sus defensores.” (Portela, 2016: 33)

También Fernando Aramburu se ha pronunciado reiteradamente sobre el tema; así, en una conferencia reciente propuso “la articulación de un fondo de memoria -a base de novelas, fotos y películas, entre otros testimonios-, para evitar el blanqueo de ETA", pues considera que “es urgente que los contemporáneos del terrorismo escriban relatos para que los verdugos no se conviertan en héroes”; de allí la génesis de Patria, que ofrece según su perspectiva “respuestas a preguntas sobre cómo vivió día a día una sociedad sometida al terror con comportamientos de supervivencia". (Aramburu: 2017, sd)

¿Cabe esperar una reconciliación?

Según escribe el guipuzcoano Joseba Zulaika, antropólogo especialista en la violencia vasca, “ETA impuso un determinado sujeto político a Euskal Herría”, que ha sido desactivado después del alto el fuego. En este punto, y tomando en cuenta “los enormes padecimientos provocados por la violencia de intencionalidad política”, para superar el proceso traumático se impone, según el autor, “la necesidad casi terapéutica de explicar lo sucedido.” El relato que procure esta explicación, ante la posibilidad de un tiempo nuevo para la sociedad vasca, deberá ser “no solo fiel a los hechos, sino también moralmente aleccionador para que éstos no vuelvan a repetirse”. (Zulaika, 2006: 95-96)

A partir de la aceptación pública de Alemania por el bombardeo de Guernica, Zulaika se pregunta si “la sociedad vasca podría plantearse, o quizás el nacionalismo vasco, algo semejante a causa de ETA.” (Zulaika, 2006: 110)

El autor retoma la idea de Jacques Derrida de la paradoja moral que implica el perdón sin condiciones: el perdón resulta problemático porque la voluntad, por mucho que se empeñe, no puede deshacer el daño cometido. Si la magnitud de la injuria es tal que aparece como imperdonable, si el odio eterno se presenta como la sola opción posible, “lo único que puede hacer el perdón es actuar como si los hechos dolorosos nunca hubieran sucedido.” (Zulaika, 2006: 106) En ese sentido,

El perdón perdona incluso lo imperdonable, dejando de lado cualquier tipo de norma. Responder al mal con el perdón, en lugar de hacerlo con la ley y la justicia, es algo que queda fuera de la moralidad. En su libertad y con su carácter completamente definitivo, el perdón está fuera de cualquier sistema. Pertenece al orden de la locura, o quizás al de la gracia. (…) Por tanto, ¿justicia o perdón?… No hay ningún criterio último que nos diga con certeza qué hacer. Se trata al final de una paradoja moral. (Zulaika, 2006: 107)

El tema admite, además, una doble lectura: como frecuentemente las víctimas y familiares reclaman que los responsables pidan públicamente perdón, este gesto podría tomarse como una demostración de la superioridad moral de las víctimas. En cuyo caso “ya no se trataría de perdonar al culpable, sino de hacer que muestre su arrepentimiento y humillarlo”, lo que anularía la efectividad y supuesta sinceridad del perdón concedido. (Zulaika: 2006, 110) Edurne Portela, por su parte, coincide en ciertos aspectos con el autor citado, pues afirma que “debe romperse el tabú de representación por el que ese mundo violento se presenta como unidimensional y ajeno, cuando en realidad ese mundo lo hemos construido todos.” (Portela, en González Harbour . 2016)

En Patria la cuestión del perdón ocupa un lugar destacado, pues la necesidad de dar y recibir perdón parece estar presente mediante diversas referencias, salvo alguna excepción, en el ánimo de todos. Así, el autor de Patria recrea ciertos aspectos en la figura de Bittori, para quien resulta indispensable que los asesinos de su marido pidan perdón, única manera de que a su vez pueda perdonar. Sin embargo, movida por el íntimo deseo de conocer la verdad sobre la muerte del Txato, no necesita ni está interesada en que la petición se haga públicamente: “Lo que pasó, pasó. Ni tú ni yo podemos cambiar eso. (…) Dile que si me pide perdón se lo concederé, pero que primero me lo tiene que pedir.” (Aramburu, 2016: 238)

“Te pido de corazón que me cuentes tu versión de los hechos”. Si no le daba por escribir, ella estaba dispuesta a viajar a la cárcel a entrevistarse con él y así no quedan papeles escritos si ese es el problema. Su único deseo, repitió, era conocer la verdad antes de morirse y perdonar. Borró. Y que le pidiese perdón y perdonar al instante y tener esa paz y luego ya morirme. (Aramburu, 2016: 511)

También Serapio, el cura abertzale del pueblo, predica el perdón en tiempos de paz; en cierta ocasión hasta parece orientar un sermón hacia Miren y Bittori, presentes en el templo, según las reflexiones intercaladas por la propia Bittori así como por el narrador:

Ha llegado el tiempo de que nos perdonemos los unos a los otros (…) por desgracia yo era parte de un conflicto en el que estaba implicada toda la sociedad (...) lo mejor es que, ahora que no hay atentados, la situación se calme y que termine la crispación y vayan aminorando con ayuda del tiempo el dolor y los agravios (…) frases sobre la paz y la reconciliación, el perdón y la convivencia, dirigidas, a mí que no me digan, principal, si no exclusivamente, a las dos mujeres. (Aramburu, 2016: 121, 124)

Nerea, la hija de Bittori, hace referencia a su vez a los encuentros de mediación entre víctimas y prisioneros. [4] En un almuerzo en casa de su madre, la muchacha comunica que está dispuesta a intentar el dificil acercamiento:

—Finalmente he decidido que sí, que en cuanto sea posible acudiré a un encuentro restaurativo en la cárcel (…) estoy dispuesta a reanudar las entrevistas de preparación (…) no sé vosotros, pero me gustaría que llegase para mí el día en que al mirarme en el espejo vea no solo la cara de una persona reducida a ser una víctima. Me han prometido máxima discreción. La prensa no se enterará. (Aramburu, 2016: 130)

Conforme al planteo del autor, la única voz discordante en relación con la cuestión del perdón es la de Miren, la madre del prisionero etarra, no dispuesta a plegarse a los aires de los nuevos tiempos: “Ahora todo es hablar de proceso de paz y de que hay que pedir perdón a las víctimas. Perdón ni leches. ¿O es que nosotros no somos víctimas? Cada vez contamos menos, nos han dejado solos.” (Aramburu, 2016: 454)

A manera de conclusión

Según escribe Joseba Zulaika, “el verdadero perdón tiene como condición previa el hecho de ser una relación de persona a persona” (2006: 106); un concepto que tiene claro el autor de Patria, quien sostuvo por su parte que “El perdón es íntimo (…) debe ser sincero (…) es algo muy particular, muy delicado, personal (...) un perdón general [no] me parece un auténtico perdón.” (Aramburu, en Hernández Velasco. 2017) De allí quizás que elija para el cierre de la novela el abrazo simbólico de Miren y Bittori:

Las dos mujeres se divisaron como a unos cincuenta metros de distancia (…) Entre los adultos se formó un rápido ovillo de bisbiseos. Mira, mira. Tan amigas que fueron. El encuentro se produjo a la altura del quiosco de música. Fue un abrazo breve. Las dos se miraron un instante a los ojos antes de separarse. ¿Se dijeron algo? Nada. No se dijeron nada. (Aramburu, 2016: 642)

Un final que podría ser leído como una mirada esperanzada del autor; dicho esto con mucha prudencia, un primer paso hacia la posibilidad de una reconciliación social. [5] Conforme a lo expuesto, creemos que el arduo debate hermenéutico abierto en Euskadi en torno a la construcción de una memoria social común de las décadas transcurridas está lejos de arribar a un punto de acuerdo. En este sentido, la obra estudiada no es ni puede ser “el retablo definitivo sobre más de 30 años de la vida en Euskadi bajo el terrorismo”, el llamativo epígrafe, lamentablemente sin firma, con que la Casa del Libro de Madrid encabeza la presentación del volumen en su página digital. [6]

Bibliografía

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Ricoeur, Paul (1992). La lectura del tiempo pasado: Memoria y olvido. Arrecife, Madrid.

Sainz Borgo Karina (2016). “Del País Vasco me llevé el dolor, la evocación y el deseo de intervenir con la palabra” [on line]. Disponible en: https://www.zendalibros. com/fernando-aramburu-del-pais-vasco-me-lleve-dolor-la-evocacion-deseo-intervenir-la-palabra/ Consultado 10/10/2017.

Todorov, Tzvetan (2000). Los abusos de la memoria. Paidós, Barcelona.

Zulaika, Joseba (2007). Polvo de ETA. Alberdania Astiro, Irún.

Notas



[1] Codirectora del Proyecto de Investigación categoría A titulado “Intimidad y memoria en las escrituras del yo” (2016-2017), dirigido por la Dra. Silvia Cattoni, aprobado para el Programa de Subsidios a la investigación de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad Nacional de Córdoba, y para el Programa Nacional de Incentivos a docentes investigadores UNC.

[2] José Carlos Mainer afirma en este orden que “Aramburu ha retratado las dos caras de una sociedad arcaica y patriarcal, que ha preservado los valores de unidad familiar.” Para el crítico queda claro que “la misma mentalidad que sustenta una gran cohesión social ha sido el caldo de cultivo natural de la justificación de la violencia y del ejercicio del acoso fascista al sospechoso.” (Mainer, 2016, sd)

[3] Algunos aspectos no pasaron desapercibidos para cierta lectura crítica, que observó “diversas polaridades maniqueas” en torno a la figura de Gorka, al afirmar que “el autor se retrata a sí mismo en contraste con el pusilánime personaje del escritor en euskera que no tiene más opción que huir del pueblo (…) y vive de las subvenciones”. (Gorostidi, 2017) El crítico sostiene en este sentido que Aramburu denigra así “una literatura de pequeñas magnitudes, que pugna por sustraerse a la invisibilidad, y que, cuando se hace visible, se convierte en objeto de desdén o chirigota.” (Lertxundi, citado por Gorostidi, 2017) Se pregunta finalmente si no será que el autor “siente la íntima necesidad de redimirse por haberse marchado él también, o por no haber empatizado lo suficiente con las víctimas de ETA”, en clara referencia al alejamiento voluntario de Aramburu de Euskal Herría en 1985. (Gorostidi, 2017)

[4] Estos encuentros entre etarras y familiares de las víctimas fueron organizados por la Dirección de Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco; fueron llevados adelante con la mayor reserva posible por expertos en mediación penal y penitenciaria, con la intención de contribuir a la reparación del dolor personal y social.

[5] Coincidimos por otra parte con algunas afirmaciones recientes de Edurne Portela quien sostiene, en relación con Patria, que se trata de “una novela muy completa (…) pero en el mundo abertzale hay que explorar mucho más. Es un mundo que resulta demasiado lejano en el libro” (Portela, en Conde. 2017, sd). En efecto, la mirada que el autor propone sobre la sociedad vasca expone algunos aspectos de interés, pero creemos que no con la suficiente profundidad; algunas cuestiones señaladas por la crítica, tales como “la relativa ausencia de debate ideológico” (Zaldúa. 2017) se echan de menos en esta extensa historia.

[6] En https://www.casadellibro.com/libro-patria/9788490663196/3033439